ROMA Y VELÁZQUEZ

INTERFERENCIAS CULTURALES ROMANAS EN LA EVOLUCIÓN DE SU ESTILO

 

ROME AND VELAZQUEZ

ROMAN CULTURAL INTERFERENCES IN THE EVOLUTION OF HIS STYLE

 

Rosa Maria Subirana Rebull (Universitat de Barcelona) rmsubirana@ub.edu

Joan Ramon Triadó (Universitat de Barcelona) jrtriado@ub.edu

 

 

Recibido: 23 junio 2021    / Aceptado: 09 julio 2021

 


Resumen: Nuestra práctica profesional, así como la entrañable amistad mantenida al largo de los años con Juan María Montijano, nos evoca a relacionarle con la figura del gran pintor barroco Diego Velázquez (1599-1660) y los dos viajes llevados a cabo en la ciudad de los papas. Así, y salvando las lógicas diferencias, hacemos un cierto paralelismo con las vivencias de ambos en la Roma barroca.    

Contrariamente a Velázquez, cuyas obligaciones palaciegas en la corte limitaban su libertad y le forzaron a regresar con relativa premura, Montijano, a pesar de su compromiso con la docencia en la Universidad de Málaga, pudo establecer una larga secuencia de estadías romanas que abarcarían el resto de su vida. En este sentido, y gracias a la mayor facilidad y rapidez de los medios de transporte actuales, le podemos adjudicar una mayor fortuna a la del pintor sevillano, pues tuvo ocasión de vincularse durante más tiempo y conocer con mayor minuciosidad todos los vestigios de la Ciudad Eterna.

Desde hace tiempo estamos interesados en valorar los viajes de los artistas y sus itinerarios o estancias en cuanto que, en muchas ocasiones, plasman las experiencias vividas en sus obras, al igual que nosotros, de nuestros viajes y/o permanencias, guardamos en el subconsciente imágenes y sensaciones captadas. Las mismas que tarde o temprano, y de manera no consciente, repetimos o reelaboramos. Son lo que nosotros entendemos como interferencias culturales.

Como Velázquez, Juan María Montijano fue seducido por el embrujo romano. A todos nosotros las experiencias vividas nos han enriquecido y, de alguna manera, han quedado reflejadas en nuestros escritos, en nuestra docencia y en nuestra investigación.

Palabras clave: Roma; Barroco; fuentes historiográficas; Velázquez

Abstract: Our professional practice, as well as the close friendship we have maintained over the years with Juan María Montijano, evokes us to relate him to the figure of the great baroque painter Diego Velázquez (1599-1660) and the two journeys he made to the city of the popes. Thus, and saving the logical differences, we can draw a certain parallel with the experiences of both of them in Baroque Rome.     

Unlike Velázquez, whose palatial obligations at court limited his freedom and forced him to return with relative haste, Montijano, despite his commitment to teaching at the University of Malaga, was able to establish a long sequence of Roman sojourns that would span the rest of his life. It is in this sense and thanks to the greater ease and speed of means of transport that we can attribute greater fortune to the Sevillian painter, who had the opportunity to spend more time with and become more familiar with all the vestiges of the Eternal City.

We have long been interested in assessing artists' journeys and their itineraries or stays insofar as, on many occasions, they capture the experiences they have had in their works, just as we, from our journeys and/or stays, keep in our subconscious images and sensations captured. Sooner or later, and in an unconscious way, we repeat or rework them. They are what we understand as cultural interferences.

Like Velázquez, Juan María Montijano was seduced by the Roman spell. All of us have been enriched by these experiences and, in some way, they have been reflected in our writings, in our teaching and in our research.

Keywords: Roma; Baroque; Historiographic sources; Velázquez



Cómo citar este artículo: 

Subirana Rebull, R. M. y Triadó, J. R. (2021). Roma y Velázquez. Interferencias culturales romanas en la evolución de su estilo. Revista Eviterna 10, 142-152 /

DOI: https://doi.org/10.24310/Eviternare.vi10.12972

 

1. Liminar

Roma, non basta una vita, una de las frases más repetidas por sus ciudadanos, define con precisión la relación de nuestro amigo y compañero Juan María Montijano García con la capital del Lazio. En tono jocoso, siempre le comparábamos con la mítica Proserpina, ya que cada seis meses, después de cumplir con su docencia en la Universidad de Málaga, ascendía al Olimpo cultural romano. Así mismo, fue Roma la que nos unió y forjó nuestra entrañable amistad. Los tres, gracias a nuestra pasión barroca, empezamos confluyendo en congresos, cursos de verano, publicaciones, proyectos de investigación, viajes de alumnos… todo un lujo poder compartir nuestro trayecto vital con su forma de ser y sus conocimientos.

            Monti, como solíamos llamarle cariñosamente, conocía Roma como la palma de su mano, la amaba y sabía transmitirnos todos y cada uno de los espacios y elementos históricos, artísticos y sociales que juntos recorríamos (Fig. 1). No en vano, en junio de 2006, había recibido el reconocimiento de la presidencia de la República italiana con la concesión de la Croce dell’Ordine della Stella, con el título de Cavaliere, por su aportación al estudio y difusión del patrimonio de este país. En este sentido, y al margen de sus múltiples y rigurosos estudios científicos, cabe recordar su aportación al aparato divulgativo concentrado en los siete volúmenes de historia y patrimonio italianos publicados entre 2002 y 2003 bajo el formato de guías turísticas de la editorial Límite Visual de Madrid. Un magnífico ejemplo de difusión bien documentada, del que quisiéramos destacar muy especialmente el asignado a su querida ciudad, Roma y Lacio[1], cuyo ejemplar dedicado conservamos como una reliquia.

Un grupo de personas sentadas alrededor de una mesa

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Fig. 1: Roma, San Carlo alle Quattro Fontane, 2014. Juan María Montijano transmitiendo a nuestro alumnado de la Universidad de Barcelona sus conocimientos sobre Borromini. Todo un lujo poder gozar in situ de sus explicaciones. Fotografía: los autores del texto.

            En base a su especialización en las fuentes, teoría y literatura artística, cabe destacar su trabajo destinado a la catalogación, sistematización y estudio de los fondos documentales de la Biblioteca borrominiana de San Carlino alle Quattro Fontane. Francesco Borromini (1599-1667) se convirtió en el objetivo principal de sus indagaciones y, desde 1993, estableció con los miembros de la Orden de los Trinitarios una estrecha relación, casi familiar, que acabaría convirtiendo el convento en su hogar romano. Trabajó intensamente su archivo y, de manera especial, su biblioteca que, a pesar de su incalculable valor histórico, estaba en un grave estado de deterioro, sin ningún tipo de registro y destinada al olvido. El proceso de restauración, ordenación y catalogación de los fondos le llevó más de diecinueve años. Finalmente, tuvimos el placer de asistir a su inauguración el 5 de diciembre de 2012.

            Con relación a nuestras ya citadas confluencias, consideramos idóneo tomar, como hilo conductor de nuestra modesta aportación, la figura del gran pintor barroco Diego Velázquez (1599-1660) y los dos viajes efectuados a la ciudad de los papas. Así, y salvando las lógicas diferencias, pretendemos establecer un cierto paralelismo con los primeros aterrizajes de Juan María Montijano en la Roma barroca. Contrariamente a Velázquez, cuyas obligaciones palaciegas en la corte limitaban su libertad y le forzaban a regresar, Montijano, a pesar de su compromiso con la docencia universitaria en Málaga, pudo establecer una larga secuencia de estadías romanas que abarcarían el resto de su vida. En este sentido, y gracias a la evolución de los tiempos, fue más afortunado.

2. Interferencias culturales

Dependencias, relaciones y modelos entre la obra de un artista y la de sus antecesores es, actualmente, una práctica común en la historiografía artística. Consideramos exagerados determinados extremos patentes, sobre todo, en los catálogos de algunas muestras en las que casi toda obra se justifica como dependiente de un modelo anterior.

            Asimismo, hace tiempo que estamos interesados en valorar los viajes de los artistas y sus itinerarios o estancias con relación a cómo, en muchas ocasiones, plasman las experiencias vividas en sus obras, al igual que nosotros, de nuestros viajes y/o permanencias, guardamos en el subconsciente imágenes y sensaciones captadas. Las mismas que tarde o temprano, y de manera no consciente, repetimos o reelaboramos. Son lo que nosotros entendemos como interferencias culturales.

            En este sentido, pretendemos poner de relieve cómo los dos viajes de Velázquez a Roma cambiaron su manera de crear. Cómo, sin dejar su originalidad, el pintor sevillano se impregnó de las obras de arte más impresionantes, al tiempo que quedó fascinado por el ambiente de una ciudad cosmopolita, alejada del rigor de la corte de los últimos Austrias; una ciudad muy diferente al provincianismo de Madrid. En definitiva, una ciudad a la que todos los artistas europeos anhelaban visitar, al menos, una vez en la vida.

            La singularidad de Velázquez no ahorró miradas a un pasado esplendoroso, como tampoco a su producción contemporánea. A lo largo de sus dos estadías romanas fue asimilando y, posteriormente, depurando, una considerable avalancha de información. Captó soluciones plásticas, actitudes novedosas, otras maneras de hacer, de pensar... toda una serie de estímulos que acabarían conformando una notable evolución en su producción artística a partir del primer viaje y, sobre todo, después de su segunda estancia romana en la corte del Giovanni Battista Pamfili (1574-1655), nombrado papa con el nombre de Inocencio X (1644-1655).

            El primer viaje, de agosto de 1629 hasta casi finales de 1630, supuso un periplo iniciado en Génova y Venecia, donde disfrutó y realizó copias de las obras de Paolo Veronese (1528-1588) y, sobre todo, de Tintoretto (1518-1594). De camino hacia Roma, pudo ver las pinturas de Giorgione (1478-1510) en Ferrara, y de Il Guercino (1591-1666), en Cento... hasta que llegó a Roma, donde se encontró con el nuevo trazado urbanístico del cardenal Montalto, el franciscano Felice Peretti di Montalto (1521-1590) devenido papa con el nombre de Sixto V (1585-1590).

            Nos podemos imaginar a Velázquez recorriendo los ejes que unificaban las siete basílicas romanas, descubriendo nuevas iglesias, visitando los espacios y hallazgos arqueológicos de la Roma Imperial... y, como no, asimilando una de las piezas que más habría de influirle, la representación ecuestre de Marco Aurelio en el centro del Capitolio.

            En ese momento, la ciudad era sede de los Barberini, que habían sustituido a los Ludovisi en el solio pontificio. Maffeo Barberini (1568-1644), con el nombre de Urbano VIII, era el nuevo papa desde 1623 y tenía como mano derecha en materia artística al joven Gianlorenzo Bernini (1598-1680), arquitecto, pintor y, por encima de todo, escultor. Asimismo, en su incursión napolitana antes de volver a la corte, tuvo la oportunidad de coincidir con el pintor José de Ribera (1591-1652), de origen hispánico y establecido en Italia.

            Con todas estas suposiciones pretendemos cuestionarnos sobre qué fue lo que verdaderamente visionó Velázquez, con quien debió relacionarse y quienes pudieron ser sus benefactores. Francesco Barberini (1597-1679), sobrino de Urbano VIII y también protector del joven pintor francés Nicolas Poussin (1594-1685), le consiguió alojamiento en el Palacio del Vaticano, donde el pintor sevillano tuvo ocasión de ver y asimilar los frescos de Miguel Ángel (1475-1564) en la capilla Sixtina, así como los de Rafael (1483-1520) y de Giulio Romano (1499-1546) en las Estancias del Vaticano. Pese a que Velázquez realizara una serie de dibujos «del Iuizio de Micael Angel, o de las cosas de Rafael de Vrbino», según el relato de su suegro, el pintor y teórico Francisco Pacheco (1564-1644) (1649, p. 104), estos modelos no los utilizaría hasta realizaciones posteriores a su segundo viaje.

            A un pintor no le podían resultar marginales las obras de arquitectura y de escultura. La comitencia papal había pedido a Bernini, para el interior de la basílica vaticana, la construcción de un colosal baldaquino (1623-1633) y el ciclo programático de la Santa Cruz (1629-1639), con cuatro colosales estatuas para las hornacinas del crucero. También, había solicitado su intervención en la importante remodelación arquitectónica del Palacio Barberini (1626-1629), su residencia romana.

            El artífice ya había terminado la iglesia de Santa Bibiana (1624-1626), en la que Velázquez pudo apreciar un diseño arquitectónico muy alejado de las características obras de su contemporáneo español Juan Gómez de Mora (1586-1648), realizadas en granito, ladrillo y pizarra. Pudo ver, también, las fachadas claroscuristas de Il Gesú (1568-1584), Sant'Andrea della Valle (1591-1623), Santa Maria della Vittoria (1605-1620) y Santa Susanna (1597-1603), estas dos últimas obradas por Carlo Madermo (1556-1629), autor que intervino con Bernini y Borromini en el Palacio Barberini; y, obviamente, los grupos escultóricos de la juvenilia de Bernini en la colección del cardenal Scipione Borghese (1577-1633). Indudablemente debió interesarse por las obras de Caravaggio (1571-1610), de quien tenía referencias conceptuales, pero nunca había tenido la oportunidad de ver. A pesar de ello, consideramos que los conjuntos de las capillas Contarelli (1599-1600), Cerasi (1604-1605) y la Madonna dei pellegrini (1604-1605) en la iglesia de Sant'Agostino in Campo Marzio ya no ocuparían sus preferencias en cuanto a lenguaje pictórico.

            De hecho, la influencia de Caravaggio había declinado con la llegada del boloñés Alesandro Ludovisi (1554-1623) al solio pontificio con el nombre de Gregorio XV (1621-1623), quien se decantó por las pinturas clasicistas. Fue el momento en que se produjo la diáspora de los caravaggistas: Carlo Saraceni (1579-1620) volvió a Venecia en 1619; Guerard van Honthorst (1592-1656) lo hizo un año después a Holanda; Orazio Gentileschi (1563-1639) partió hacia Génova en 1621 y, al año siguiente, se produjo la muerte de Bartolomeo Manfredi (1582-1622). Sin embargo, Velázquez coincidió con ellos desde el punto de vista conceptual con una constante propia, la humanización del mito, la cual ya había aplicado el pintor sevillano en su interpretación del dios Baco en Los borrachos (1628, Madrid, Museo del Prado), al igual que más adelante lo haría en los retratos de la realeza, en los que humanizó la representación del poder. Asimismo, debieron interesarle los frescos de la Galleria del Palazzo Farnese (1597-1601), obra magna de los Carracci, principalmente de Annibale (1560-1609). No obstante, hacia 1630, los gustos estéticos en Roma habían dejado de lado el naturalismo caravaggesco y el clasicismo de los Carracci, para ir a la búsqueda de un barroco más idealizado y cercano a la ideología de la Reforma católica.

            Mayor interés debió tener para Velázquez la pintura costumbrista de los bambocciante, en especial la de su máximo representante, el flamenco Pieter van Laer (1599-1642), tanto por su libertad artística, como por los temas desvinculados de los encargos oficiales. Y es en esta libertad que pintó los dos paisajes de la Villa Medici, conservados actualmente en el Museo del Prado. A pesar de sus escasas ambiciones, los podemos considerar como dos de las obras de paisaje más modernas en relación con la captación atmosférica, al igual que Claude Lorrain (circa 1600/05-1682), ya activo en Roma, comenzaba a desarrollar.

            En cuanto a las fuentes escritas, cabe citar especialmente a Giovanni Battista Agucchi (1570-1632) y a Federico Zuccari (1542-1609), ya conocidos por Velázquez a través de su suegro Pacheco. En Roma las pudo poner en práctica en dos obras complementarias a nivel de lenguaje y de contenido. Conocedor de la pintura veneciana, muy presente en las colecciones reales, pintó La túnica de José (1630, Monasterio del Escorial), mientras que la nueva percepción de la pintura clasicista boloñesa la aplicó en La fragua de Vulcano (1630, Madrid, Museo del Prado). A nivel de mensaje plasmó, como bien interpreta el historiador Charles de Tolnay (1961, pp. 31-34), el disegno interno conceptual, potenciando el poder de la palabra para mentir en la primera obra y para decir una verdad en la segunda. Además, en la forja reivindica la pintura como arte liberal a través de la figura de Apolo, por encima de las artes manuales representadas por Vulcano.

            Y regresó a la corte española con todo un bagaje acumulado, un álbum lleno de imágenes y nuevos conceptos. Le esperaban los encargos de Felipe IV (1605-1665) y de su hijo Baltasar Carlos (1629-1646), nacido durante la estancia del pintor en Roma, así como otros de particulares y, por encima de todo, la realización del conjunto del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro (1630-1635).

            Velázquez, gran conocedor del carácter retraído del rey, le pintó desprovisto de toda aura real, como el hombre que era, sin idealizarlo ni divinizarlo. Su imagen a caballo del Salón de Reinos (1635, Madrid, Museo del Prado), con la mirada perdida, contrasta con el retrato del conde duque de Olivares a caballo (1634, Madrid, Museo del Prado), en el que pone de relieve el poder manifiesto de su valedor en la corte. Y es aquí donde el mencionado Marco Aurelio del Capitolio, también de mirada perdida, se convierte en referente del retrato real.

            La serie pictórica de bufones y, sobre todo, las dos obras de los filósofos Esopo y Menipo (1639/1641, Madrid, Museo del Prado) son paradigmáticas de la influencia de Pieter van Laer, más conocido como Il Bamboccio (1599-1642) y, al mismo tiempo, de una corriente que destacó en Roma: la caricatura y la ridiculización de la cultura en un mundo ideológicamente cercano a los postulados de la Reforma católica que se hace presente en las juvenilia romanas de Ribera. Sin embargo, lo que podríamos captar como caricatura, Velázquez lo transforma en humanidad, casi mitificando los personajes disminuidos física o intelectualmente.

            Se aprecia una clara relación con uno de los críticos más agudos de comienzos del Seiscientos: Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616). La obra El príncipe Baltasar Carlos y un enano (1631, Boston, Museum of Fine Arts) es deliberadamente invertida en relación con la importancia de los personajes representados, al igual que hace Cervantes en algunos capítulos de Don Quijote de la Mancha, en los que su inseparable escudero Sancho Panza se convierte en protagonista.

            La mitología en la corte de los Austrias estaba en manos de los pintores flamencos, pero Velázquez la hizo suya con la plasmación de un Marte (circa 1638, Madrid, Museo del Prado) relacionado con el Ares Ludovisi (datable en el siglo II), restaurado por Bernini y conservado en el Palazzo Altemps, en Roma. De igual modo recuerda la imagen de Miguel Ángel, ll Pensieroso (1520-34) de la capilla medicea de la Sacristía Nueva de san Lorenzo en Florencia, a pesar de que en este primer viaje el pintor sevillano no se detuvo en dicha ciudad. Eso sí, también en este Marte, Velázquez toma prestado el carácter mítico para rebajarlo a categoría humana.

            Asimismo, en el ya citado conjunto del Salón de Reinos, la pintura dedicada a la Rendición de Breda (1634, Madrid, Museo del Prado) debemos relacionarla con su viaje a Italia. En este sentido cabe destacar el hecho que Velázquez compartió barco, desde el puerto de Barcelona hasta Génova, con Ambrosio de Spínola (Pacheco, 1649, p. 103), vencedor en 1625 de la batalla de Breda -Flandes- contra las tropas de Justino de Nassau. Es obvio que el conocimiento de la figura y el carácter de Spínola quedó patente en la escena de la capitulación de la ciudad, en la que el general victorioso no permitió la humillación del vencido. El pintor quiso plasmar la fama de actitud moderadora que precedía a Spínola reflejando, en la composición de la simbólica entrega de las llaves, estos versículos de Pedro Calderón de la Barca (1640, v. 1010) en El sitio de Breda: «Justino, yo las recibo, / y conozco que valiente / sois; que el valor del vencido / hace famoso al que vence».

            Por otro lado, queremos incidir en un elemento secundario como es el caballo. Así, hacemos referencia a una de las pinturas que Caravaggio realizó para la capilla Cerasi, de la iglesia de Santa María del Popolo, en Roma. Nos referimos a La conversión de San Pablo (1601), en la que el caballo adquiere protagonismo al dejar entrever, entre sus patas, las piernas del criado. Un detalle que Velázquez tomo prestado en su composición.

            Con la excusa de incrementar las colecciones reales con obras de los más prestigiosos artistas, Velázquez efectuó un segundo viaje a Italia. La verdadera razón, sin embargo, pensamos que estaba en el deseo de volver a Roma y comprobar los cambios que esta ciudad había experimentado. El 21 de enero de 1649 embarcó desde Málaga hacia Génova, donde llegó el 11 de marzo. Después de un largo periplo por Milán, Venecia, Bolonia, Florencia, Módena, Nápoles... definitivamente el 10 de julio se instaló en Roma, donde Inocencio X había sido escogido como nuevo papa el año 1644. Velázquez le pintó un extraordinario retrato (1650), conservado actualmente como una de las piezas principales de la Galleria Doria-Pamphili de Roma.

            ¿Qué vio Velázquez en este segundo viaje, con quien se relacionó y quienes fueron sus protectores? La arquitectura romana había evolucionado de la mano de Francesco Borromini (1599-1667), de quien probablemente pudo experimentar por primera vez, en el interior de la pequeña iglesia de los trinitarios españoles de san Carlo alle Quattro Fontane (1641), el movimiento en planta. Es decir, como el espacio se expande y se contrae, como si tuviera vida. Del mismo artífice, es posible que visitara, también, el Oratorio dei Filippini (1637-1649) y la estructura de Sant'Ivo alla Sapienza, iniciada en 1643.

            Sin duda, el llamado theatrum sacrum berniniano debió interesarle y, cómo no, uno de sus ejemplos más relevantes. Nos referimos al Éxtasis de Santa Teresa (1644-1652) y su puesta en escena en la capilla Cornaro en Santa Maria della Vittoria, en la que el genio de Bernini llegó al más alto grado de creación. Un efectismo y monumentalización urbanístico patente, también, en la Piazza Navona, antiguo circo de Domiciano, con la Fuente de los Cuatro Ríos (1648-1651). Asimismo, cabe citar el techo del palacio Barberini (1633-1639), de Pietro de Cortona (1596-1669), autor de la iglesia de Santi Luca e Martina (1635-1650); como, también, la iglesia y fachada columnaria de Santi Vincenzo e Anastasio (1644-50), de Martino Longhi (1602-1660), en la romana plaza de Trevi. En fin, una visión bastante adecuada a lo que Velázquez podría haber visto.

            En el ámbito pictórico es probable que se relacionara con Nicolas Poussin (1594-1665), ya establecido definitivamente en Roma rehuyendo los favores de la corte francesa para ganar en libertad creativa. Era Poussin un pintor intelectual y pausado que coincidía con la conocida flema de Velázquez. Esta relación lo debería conectar con el erudito y mecenas Cassiano del Pozzo (1588-1657, secretario del cardenal Francesco Barberini (1597-1679); con Camillo Astalli-Pamphili (1616-1663), cardenal de San Pietro in Montorio; y, sobre todos ellos, con Camillo Massimi (1620-1677), nuncio apostólico en España entre 1654 y 1658. Contactos, todos ellos, que probablemente favorecerían al pintor sevillano ante el papa Pamfili (1574-1655), quien le encargó su retrato. Antes de empezar esta obra pintó a su esclavo, y también pintor, Juan de Pareja (1650, Nueva York, Metropolitan Museum), la cual permitió a Velázquez una libertad de ejecución que seguramente dudaba poder disponer con el de Inocencio X. El cuadro fue expuesto públicamente en el pórtico del Panteón, donde se produjeron largas colas para admirarlo. Cabe recordar que Roma carecía de grandes pintores, si exceptuamos a Poussin, de quien Louis Fouquet (1633-1702), en una carta a su hermano Nicolas fechada el 2 de agosto de 1653, después de que Velázquez hubiera vuelto a la corte, escribe: «Si encontrar buenas obras en Roma es difícil, lo es más encontrar buenos pintores. No existe más que Poussin, y no se encuentran cuadros que sean pasables, fuera de los de él, cuyo precio es sorprendente» (Thuillier, 1974, p. 11).

            Velázquez pintó al pontífice con una magnífica sinfonía de rojos, sólo rota por el blanco del roquete y de la carta en la mano, que acentúa el rostro, de mirada fría y penetrante, fiel reflejo del carácter de Inocencio X. Dicen que el mismo papa, al ver la pintura terminada, exclamó: «troppo vero!», una anécdota no documentada y recreada, entre otros, por Andrés Trapiello (2009). Con este retrato quedó confirmada la calidad pictórica y habilidad del artista en captar la forma de ser de los personajes representados, al igual que en los mencionados retratos de Felipe IV, del conde-duque de Olivares, de Ambrosio Spínola o de Juan de Pareja.

            Asimismo, cabría preguntarse hasta qué punto la estatuaria clásica tuvo interés para Velázquez y cuál podría ser su influencia. Entre las obras que el pintor sevillano pudo ver en su primer viaje, se considera el Hermafrodito durmiente de la colección Borghese, restaurado por Bernini en 1620, y los ignudi miquelangelescos de la Capilla Sixtina como referencias de su conocida Venus del espejo (1650, Londres, National Gallery). Se cree que la modelo podría tratarse de la pintora italiana Lavinia Triunfi (Gállego, 1983, p. 113), de la que no se conocen otras referencias artísticas. La pintó desnuda y de espaldas al espectador, como si fuera Venus, pero con características físicas muy diferentes a las que se acostumbraba a representar a la diosa.

            Se ha querido ver como una composición más personal en la que Velázquez combinó deseo y realidad. Siguiendo L’Idea zuccariana, creó en su mente el disegno interno y lo plasmó de manera idealizada, al tiempo que púdica; y en el espejo, símbolo de la verdad, mostró un rostro desdibujado, aunque sensual, más cercano a los sentidos que a una estética refinada. Al crear esta dicotomía, no se sabe dónde empieza la idealización y donde termina la realidad.

            Es una obra en la que la paleta de Velázquez se llena de luminosidad gracias a una maravillosa sinfonía de blancos, grises y rosas, los colores de su última etapa, tras reincorporarse a la corte a su regreso de Roma. Este cromatismo fue alabado por Vincent van Gogh (1853-1890) en una carta dirigida al también pintor coetáneo Émile Bernard (1868-1941), en la que lo comparaba con los colores del holandés Johannes Vermeer (1632-1675): «Es verdad que en los cuadros que pintó podemos encontrar toda la gama de colores, pero unir el amarillo limón, el azul pálido y el gris claro es tan característico de él, como la armonización del negro, el blanco, el gris y el rosa en Velázquez» (Van Gogh y Vollard, 1911, p. 107).

            Felipe IV reclamó Velázquez a palacio para retratar a su segunda esposa, Mariana de Austria (1634-1696), y a su hija, Margarita Teresa de Austria (1651-1673). Más tarde, en 1657, pintará al infante Felipe Próspero de Austria (1657-1661), fallecido antes de cumplir los cuatro años. Sin embargo, ya no pudo retratar al que habría de ser el último rey español de la casa de los Austria, Carlos II (1661-1700), ya que el pintor murió en 1660, justo un año antes de su nacimiento.

            En estas últimas obras se puede apreciar la nueva manera de hacer de Velázquez, ya plenamente barroca y con puestas en escena que recuerdan a personajes teatrales. Un tipo de representación que se encontraba presente en la mayoría de los conjuntos que, como hemos comentado, pudo ver en su segundo viaje a Roma. Una teatralidad presente en dos de sus últimas pinturas más destacables: la representación de la fábula de Aracne, más conocida como Las hilanderas (1657), y el retrato de grupo de la familia real, Las Meninas (1656), ambas expuestas en el Museo del Prado.

            En las ruecas de Las hilanderas encontramos resumidos dos conceptos propios del barroco romano y de la puesta en escena, al tiempo que sugiere el retorno a la primera etapa sevillana, en la que se invierten las representaciones del tema principal y secundario. Ya lo había hecho en Jesús en casa de Marta y María (1618, Londres, National Gallery), donde el tema principal figura en segundo plano, y en La mulata (circa 1620, Dublin, National Gallery), en el que el argumento religioso, la cena de Emaús, está confinado a un último término.

            No obstante, en la representación de las hilanderas, estas son las protagonistas, no el tema mitológico. Por otra parte, la figura de la derecha en el primer término vuelve a ser una clara referencia a Miguel Ángel, concretamente a las sibilas de la Sixtina. Asimismo, la composición que centra la representación de la fábula recuerda en último término la estructura de la Escuela de Atenas (1510-1511) de Rafael, en la Stanza della Signoria de los palacios vaticanos. Cabe destacar, también, cómo el pintor busca el movimiento con la rueda de hilar, haciéndonos creer que se mueve a través de la indefinición de los radios y de todo aquello que está detrás.

            Por su parte, Las Meninas tienen una puesta en escena teatral en la que las figuras se sitúan en perfecto orden en un escenario situado delante del espectador. Es un teatro silente, contrapuesto al dinamismo del espacio barroco de san Carlino o el espacio dramático del Éxtasis de Santa Teresa de la capilla Cornaro. Creemos que en estas dos obras Velázquez reproduce imágenes y sensaciones que guarda en su interior. Son interferencias culturales que salen de manera inconsciente; son recuerdos, no modelos, de su añorada Roma donde dejó la libertad artística y, también, a su amante.

3. A modo de epílogo

Las dos estadías de Velázquez en Roma fueron vitales en la conformación de su estilo. Cuando llegó a Roma en 1629, su bagaje cultural y artístico era deudor de la Sevilla post-renacentista, de marcada influencia nórdica, y del Madrid cortesano, aún influido por los manieristas reformados de origen italiano. Roma le supuso el conocimiento de unas nuevas tendencias, a caballo entre el naturalismo de Caravaggio y el clasicismo de los Carracci. Pero fue en el segundo viaje (1649-1651), cuando la Roma barroca influyó en su manera de entender el arte. Su paleta cambió de los ocres sevillanos a una sinfonía colorista de gran fuerza expresiva y luminista. Se convirtió en un pintor barroco, cosmopolita y teatral. En definitiva, sin la Roma del papa Barberini y la Roma del papa Pamphili, Velázquez sería otro Velázquez.     

            Como el gran pintor sevillano, Juan María Montijano García fue seducido por el embrujo romano y ello nos unió. A todos nosotros las experiencias vividas nos han enriquecido y, de alguna manera, han quedado reflejadas en nuestros escritos, en nuestra docencia y en nuestra investigación.

4. Referencias bibliográficas

Calderón de la Barca, P. (1640). Primera parte de Comedias de don Pedro Calderón de la Barca. Madrid: Viuda de Juan Sánchez. Recuperado de http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-sitio-de-breda--2/html/

Gállego, J. (1983). Diego Velázquez. Barcelona: Anthropos.

Pacheco, F. (1649). Arte de la Pintura, su Antigüedad y Grandezas, lib. I. Sevilla: Simón Fajardo.

Thuillier, J. (1974). La obra pictórica completa de Poussin. Barcelona: Noguer.

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[1] Con ISBN 84-95330-02-4