TECNOLOGÍAS HUMANO-CENTRADAS, Y EL PORQUÉ DE ORTEGA


HUMAN-CENTERED TECHNOLOGIES, AND WHY ORTEGA

 

Nuria Rodríguez-Ortega

(Universidad de Málaga, España)

nro@uma.es

 

«Sin la técnica, el hombre no existiría ni hubiese existido nunca». Esta es la afirmación radical con la que Ortega y Gasset da inicio a sus lecciones sobre ¿Qué es la técnica? (1933)[1]. Al amparo de esta concepción antropológica, que entiende la técnica como dimensión constituyente y constitutiva del ser humano, la expresión ‘tecnologías humano-centradas’[2] resulta, cuando menos, extraña por tautológica. 

Y, sin embargo, pronunciada en los albores de la tercera década del siglo XXI, se nos aparece irremediablemente necesaria.  Si esto acontece así es porque, de algún modo, pensamos que la tecnología con la que convivimos hoy ha dejado de ser «humana» o es algo ya diferente de lo que en nuestro imaginario común identificamos con lo humano. También solemos percibir que, frente a la tecnología, el ser humano se ha devaluado, pasando a ocupar una posición subalterna y alienada. La literatura científico-académica y los ensayos de intelectuales que advierten sobre los peligros y riesgos del devenir tecnológico contemporáneo se han sucedido de manera ininterrumpida durante las últimas décadas, desde el visionario Los señores del aire. Telepolis y tercer entorno (1999) de Javier Echevarría, hasta el reciente súper ventas La era del capitalismo de la vigilancia (2019) de Shoshana Zuboff, o el imprescindible ensayo de Remedios Zafra, El entusiasmo (2017). Asimismo, los proyectos que se autodefinen como humano-centrados (human-centered) o que aspiran a desarrollar una tecnología centrada en el ser humano han proliferado en los últimos años[3].

Habría que preguntarse, entonces, cómo, por qué y en qué momento se produjo este giro sustancial que separó o disoció o alienó al ser humano de la técnica hasta el punto de que hoy se nos presente como una exigencia imperiosa la necesidad de su re-humanización. Habría que preguntarse también desde qué perspectiva acometer esta cuestión, para finalmente dilucidar qué significa hablar hoy de unas tecnologías humano-centradas y cuál es (puede ser) su campo de actuación. Afrontar estas preguntas con la profundidad y complejidad que requieren excede las pretensiones limitadas de esta introducción. Sin embargo, sí apuntaré algunas ideas que, a mi entender, pueden configurar la base para el necesario posicionamiento teórico, epistemológico y político que demanda su abordaje

La preocupación por la técnica moderna en su relación con el ser humano forma parte del pensamiento filosófico y de la teoría de la cultura desde hace más de una centuria. De entre todos los autores que se han planteado la técnica como problema, yo me siento especialmente concernida por las ideas de Ortega y Gasset, pues, como afirma Antonio Diéguez, fue José Ortega y Gasset junto con Martin Heidegger quienes advirtieron con mayor profundidad y nitidez que la técnica moderna había dejado de ser un mero auxiliar para convertirse en «un elemento configurador de la propia condición humana» (Diéguez Lucena 2013, p. 73). Frente a la concepción meramente instrumental de la técnica, que todavía prevalece hoy en determinados imaginarios, Ortega y Heidegger entendieron pronto que el poder transformador de la técnica no se circunscribía al mundo sino al propio ser humano, cuya condición y existencia modifica y constituye. Ahora bien, a diferencia del pesimismo heideggeriano[4], la técnica de Ortega no fue nunca el mal irresoluble de cuya hegemonía resultara imposible desasirse, sino una parte de la existencia humana con la que tenemos que convivir y sobre la que podemos -y debemos- actuar. La técnica es irremediable, porque es la condición de posibilidad de la existencia del ser humano como tal, pero el ser humano tiene un margen para decidir cómo y en qué sentido puede/debe darse esa convivencia. Es, por tanto, ese margen, ese espacio para la libertad de decisión y de actuación, el que hace posible hablar de una re-humanización de la tecnología, de una intervención sobre ella para resituar su nexo con lo humano.  Por eso -y por algunas ideas más que apuntaré a continuación-, considero que Ortega nos ofrece un marco de pensamiento crucial para reflexionar qué pueden ser unas tecnologías humano-centradas hoy, y comparto con Antonio Diéguez -y con muchos otros que así se expresaron antes que yo- la necesidad de reivindicar el lugar que Ortega debería ocupar en la reflexión contemporánea sobre los problemas asociados al desarrollo tecnológico de nuestro tiempo.

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Sin ánimo de realizar ahora una revisión exhaustiva de la filosofía de Ortega sobre la técnica, cuestión que expertos en el pensamiento orteguiano han abordado con más competencia que yo, me gustaría, sin embargo, destacar dos ideas que me parecen esenciales para resituar nuestra comprensión de la técnica en el mundo hipertecnificado que nos ha tocado vivir. 

La primera idea es la relación consustancial que Ortega establece entre la técnica y las condiciones de felicidad o de bienestar del ser humano. Para Ortega, la técnica no es solo el instrumento mediante el cual el hombre adapta el entorno a sus necesidades, sino que es fundamental y primariamente el medio que posibilita su bienestar, porque el hombre no solo aspira a estar en el mundo, sino a estar bien. Es esta circunstancia, precisamente, la que hace de la técnica la condición de posibilidad de la existencia «humana», porque la aspiración de estar bien, que va más allá de la pura satisfacción de las necesidades biológicas, es lo que distingue, en la concepción de Ortega, al ser humano de otras especies animales.  Por tanto, para Ortega, la técnica, en cuanto naturaleza artificial, construida, es el hábitat natural de los seres humanos porque es la técnica el medio que nos permite ser propiamente «humanos», al procurarnos el bienestar.

La segunda idea que me gustaría subrayar es la relación también consustancial que Ortega establece entre la técnica y la realización del proyecto que para él es la vida humana. Si la vida humana, para Ortega, no es algo dado, sino un proyecto que tiene que desplegarse en la acción del vivir en unas circunstancias particulares, la técnica es la condición que hace posible la realización de dicho proyecto, porque es la técnica la que abre al ser humano, a partir de su imaginación y de su pensamiento, nuevas posibilidades para su realización: «la técnica no es esta técnica ni aquella […] es un hontanar de actividades, en principio, ilimitadas» (Ortega [1939] 2015, p. 124). Es aquí donde encuentra su sentido la técnica: en ser condición de posibilidad del devenir de la vida humana entendida como proyecto. En consecuencia, técnica y proyecto vital deberían constituir una realidad indisoluble.

Por eso dice Ortega que la condición si ne qua non para que el desarrollo técnico se produzca es que el hombre medite; esto es, que se vuelva hacia sí mismo y precise «lo que cree y lo que no cree, lo que de verdad estima y lo que de verdad detesta» (Ortega [1939] 2015, p. 27). En definitiva, que determine el marco de expectativas y de deseos en los que inscribe su proyecto vital. La meditación o ensimismamiento, como lo llama Ortega, el abstraerse del exterior (el contorno) para recogerse en uno mismo, es, pues, condición previa para el hacer técnico. Sin embargo, es la técnica, a su vez, la que hace posible el ensimismamiento al liberar al hombre de la exigencia de tener que atender a sus necesidades biológicas primarias.  También en este sentido, por tanto, la técnica es condición de su humanidad, pues la posibilidad de ensimismarse constituye, en el pensamiento de Ortega, uno de los atributos esenciales que distinguen al ser humano respecto de otras especies animales, cuya condición sustancial es el estado de alteración, la continua enajenación respecto de sí, el estar pendiente siempre de «lo otro», de lo que acontece fuera.

Con todo, Ortega no es, ni mucho menos, un tecno-utópico fascinado por las bondades de la tecnología. Ortega sabe de su naturaleza ambivalente, sabe de su capacidad para construir y para destruir el mundo (Ortega 1967) y, en consecuencia, sabe que es urgente llevar a cabo su problematización filosófica, abordar la reflexión sobre sus límites y posibilidades, no como mera reflexión, sino para poder actuar en consecuencia[5].

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Nos hemos preguntado en párrafos anteriores cómo, por qué y en qué momento se produjo este giro sustancial que separó o disoció o alienó al ser humano de la técnica. Desde luego, este momento no puede situarse en el quicio del milenio, como quizás podríamos suponer, sino mucho antes. La periodización histórica que realiza Ortega de la técnica sitúa este punto de inflexión en la emergencia de lo que él denomina «técnica moderna», ligada consustancialmente al conocimiento científico (que Ortega identifica con la ciencia física), pero sobre todo a una alteración de la relación hombre-técnica, que viene marcada por tres circunstancias: la adscripción irremediable del ser humano a la naturaleza tecnificada, de la que ya no se puede ni abstraer ni separar. El ser humano ha construido para sí mismo una «sobrenaturaleza» que ha acabado convirtiéndose en su hábitat natural;  el crecimiento irrefrenable y desbordante de la técnica y sus posibilidades infinitas, que amenaza con fagocitar la misma vida humana, hasta vaciarla: «[…] de puro lleno de posibilidades, la técnica es mera forma hueca […] Por eso estos años en que vivimos, los más intensamente técnicos que ha habido en la historia humana, son de los más vacíos» (Ortega [1939] 2015, p. 125); y la autonomización de la máquina, que ha tenido como efecto la inversión de los términos de la relación, al convertir al ser humano en su instrumento auxiliar.

La lectura de Meditaciones de la técnica y otros ensayos revela hasta qué punto buena parte de las reflexiones que Ortega realiza sobre la condición técnica del hombre[6] de las primeras décadas del siglo XX son perfectamente aplicables a la condición tecnológica que nos define un siglo después.  De manera simplificada, podemos decir que ambas se explican por un juego de dinámicas que siguen direcciones contrapuestas. 

Por una parte, asistimos a un movimiento de distanciamiento: hombre y técnica se separan al dejar esta de cumplir su función primaria: procurar las condiciones de felicidad y de bienestar de los seres humanos, y hacer posible la realización de la vida humana como proyecto. El desbordamiento técnico se vuelvo sobre sí mismo, convirtiéndose en su propia finalidad, al mismo tiempo que la sobrenaturaleza artificial, convertida ahora en el hábitat natural del ser humano, propende un continuo estado de alteración, que encuentra su máxima expresión en la exteriorización y exhibición pública de todas las parcelas de lo íntimo y de lo privado. La técnica se vacía de contenido, pierde su sentido en cuanto que medio para el despliegue de las posibilidades de realización del proyecto en continuo proceso que es la vida humana, e imposibilita el ensimismamiento. La técnica deja de ser la condición de posibilidad de la existencia «humana» y se transforma en la causa de su deshumanización.  No son las expectativas humanas, meditadas, las que modelan la técnica, sino la técnica, o mejor dicho, la vida tecnificada que se nos aparece como lo natural y que interiorizamos con inercia acrítica, la que se convierte en el referente de nuestras expectativas y deseos, circunstancia que da lugar a un proceso de retroalimentación infinito (generamos tecnología en virtud de las expectativas y deseos modelados por la propia tecnología), amparado por un estado de continua alteración.

Este estado de inercia acrítica es, en buena medida, efecto del proceso de identificación hombre/vida - técnica, que, si bien apunta en dirección contraria al movimiento anterior, esto es, hacia la disolución completa de los límites entre el ser humano y la técnica, actúa, sin embargo, intensificándolo. Existe un amplio consenso sobre el papel central que la disolución de los límites entre lo digital y lo no digital, lo tecnológico y lo no tecnológico, lo artificial y lo natural, juega en la constitución del mundo contemporáneo, y es uno de los argumentos que se han esgrimido para fundamentar la emergencia de una nueva condición (digital o posdigital)[7] del sujeto.  La digitalización y tecnificación de todos los órdenes de la vida, incluido el propio ser humano, el cual, como decía Deleuze (2006), ha dejado de ser un individuo para convertirse en un «dividuo», una masa de información digital computable, un perfil estadístico mutable y manipulable, es efecto del propio proceso de hipertecnificación que ya advirtiera Ortega en el marco del crecimiento tecnológico desbordante de las sociedades industriales, proceso que no ha hecho nada más que intensificarse y crecer de manera exacerbada. En la actualidad, y cuando digo actualidad incluyo, claro, el contexto pandémico que prefigura un mundo poscovid, la vida tecnomediada es, en realidad, una tecno-vida (Javier Echevarría y Lola Almendros, 2020; y también Costa 2010), que avanza hacia un estadio de dependencia total respecto de la tecnología[8].

Este proceso de hipertecnificación que diluye los contornos de la técnica es doblemente problemático: por una parte, porque, como ya advirtió Ortega, la naturalización de la técnica (o, lo que es lo mismo, la sobrenaturaleza artificial devenida en hábitat natural) «obnubila la conciencia»; la naturalización de la técnica, su aparecer en nuestro día a día cotidiano como algo dado, hace que perdamos la conciencia de su existencia como tal hábitat construido según unas condiciones concretas y, por tanto, elide cualquier pensamiento crítico sobre su configuración. Dice Ortega: «la cantidad fabulosa de objetos y procedimientos creados por la técnica forman un primer paisaje artificial tan tupido que oculta la naturaleza primera tras él […] Es decir, que puede llegar a perder la conciencia de la técnica y de las condiciones, por ejemplo, morales en que ésta se produce […]  Al seguir en fantástica progresión, su crecimiento amenaza con obnubilar esa conciencia […]» (Ortega [1939] 2015, pp. 127-128).

En otro lugar (Rodríguez-Ortega, 2021a), he hablado de la paradoja perversa de la hipertecnologización, que se explica de una manera fácil: a mayor tecnologización, mayor naturalización de la tecnología; a mayor naturalización, más crece su invisibilidad; y a mayor invisibilidad, más se incrementa su capacidad de modelación subjetiva, social, cultural, política y epistémica, que campa a sus anchas sin encontrar resistencia. Este estado de conciencia distraída es altamente preocupante si tenemos en cuenta que los desarrollos tecnológicos y sus materializaciones particulares no son ni neutros, ni inocuos, ni objetivos. Por el contrario, en cuanto producción humana, llevan embebidas representaciones culturales, asunciones ideológicas y cosmovisiones del mundo; vehiculan discursos; responden a intereses; tiene un valor agencial sobre nuestros comportamientos y deseos; y configuran estructuras por las que circula y se ejerce el poder. 

Por otra parte, el proceso de hipertecnificación es problemático, y aquí sí me remito a Heidegger ([1953] 1994), porque la naturalización de la técnica y su interiorización inercial incrementa su capacidad para presentarse como única posibilidad de acceso, interpretación, comprensión e intelección del mundo (posibilidad única del desvelamiento del Ser y de la realidad, diría Heidegger). En la actualidad, sin embargo, el problema del absolutismo tecnológico que advierte Heidegger no se nos presenta solo en relación a otros modos posibles de aproximarnos al mundo e interactuar en el mundo, que quedarían borrados frente al poder hegemónico de la técnica; sino que también se nos presenta –y así tenemos que abordarlo- como universalismo tecnológico, es decir, bajo la idea de que la técnica responde a un modelo único, universalmente válido en todos los contextos y circunstancias, que solo debemos asumir, aprender y aplicar. Este universalismo tecnológico se encuentra en la base de los actuales procesos de colonización cultural, social y epistémica que experimentamos; es la concepción que mantiene las actuales estructuras hegemónicas en relación con la tecnología; y es un factor que adormece la imaginación y la acción creadora, puesto que solo nos deja el margen de usar y aplicar.

A este estado de cosas hay que añadir un tercer movimiento: me refiero al desplazamiento del ser humano respecto de los procesos de producción de conocimiento, toma de decisiones y experimentación creativa, donde ha dejado de detentar una posición central como consecuencia del perfeccionamiento alcanzado por los dispositivos de inteligencia artificial, los sistemas autónomos y la algoritmia, en general.  La configuración de una nueva ontología, constituida por la hibridación de materialidades diversas (orgánicas  y no orgánicas, naturales y artificiales, humanas y no humanas), muchas de ellas con agencia cognitiva, sitúa al ser humano en nuevo contexto que demanda un punto de vista posantropocéntrico y que conlleva en sí mismo una redefinición de qué significa ser un ser humano, en la medida en que –con mayor o menor certeza- atribuimos a los sistemas de inteligencia artificial características que hasta ahora habíamos considerado propias, irreducibles y exclusivas de nuestra especie: el pensamiento, la capacidad de decisión, la imaginación, la creatividad, etc. Así, al mismo tiempo que la distinción hombre-máquina se diluye, el ser humano experimenta un estado de alteridad al reconocer en la máquina un «otro» con el que tiene que contender o con el que se tiene que confrontar o con el que tiene que convivir.

Desde posiciones más radicales se argumenta que, en realidad, lo que ha provocado la hipertecnificación es una expulsión en todo a regla del ser humano (o de determinados seres humanos) al reducirlos a simple reservorios de los que extraer la materia prima que alimenta el crecimiento tecnológico y la estructura financiero-económica sobre la que este se sustenta. Así lo considera, por ejemplo, Trevor Paglen en su proyecto artístico Invisible images (2017), donde nos da cuenta de un universo visual, el de las librerías de imágenes con las que se entrenan las redes neuronales artificiales para que las máquinas aprendan a «ver» y puedan clasificar las cosas del mundo (o sus representaciones, habría que decir),  del que el hombre ha sido totalmente expulsado, pero a cuya influencia y determinaciones se encuentra sometido continuamente. Así también lo ve Shoshana Zuboff cuando formula su teoría de los dos textos (Zuboff [2019] 2020, pp. 255-256). Del primer texto, somos nosotros los autores y lectores. Es un texto que vemos y valoramos por la información y la interconexión que pone a nuestro alcance.  Pero este texto lleva pegado otro texto «que no vemos», que es el realmente importante. De hecho, la función del primer texto es solo servir de fuente de suministro para el segundo texto, del que se extrae una materia prima que se acumula y se analiza al servicio de los fines mercantiles de terceros. La imagen de los seres humanos transformados en fuente de energía para la alimentación de la Matrix (1999) de las hermanas Wachowski funciona aquí como un claro preanuncio. Al modo de la caverna platónica, la hipertecnificación genera una especie de doble realidad tecnológica: aquella que vemos y a la que tenemos acceso, simple entretenimiento aparencial; y aquello que no vemos y cuyo acceso nos es negado, pero que constituye la verdadera realidad a partir de la cual somos modelados.  Así, la segunda naturaleza creada por el hombre para hacer posible su existencia humana se ha tornado en un espacio fantasmagórico generado por la propia técnica con independencia ya del propio ser humano (o de determinados seres humanos), relegado, como intuyó Ortega, a un mero instrumento auxiliar de la máquina.

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Dado este escenario, ¿cómo re-humanizar la tecnología? ¿Cómo re-introducir lo humano en nuestro mundo hipertecnificado? Creo que el pensamiento de Ortega nos aporta una respuesta inmediata: re-humanizar la tecnología implica restablecer su relación consustancial con el devenir de la vida humana como proyecto, con la realización de sus posibilidades. Dicho de otro modo, pensar y desarrollar una tecnología   puesta al servicio del ser humano y no al contrario; vinculada a sus condiciones de felicidad y de bienestar; conforme a los valores que percibimos como inherentes a la dignidad de las personas; alineada con lo que permite dotar de sentido y de significado a la existencia humana entendida como realización de expectativas y deseos, interna y libremente decididos.

¿Qué actuaciones concretas se podrían abordar?

En primer lugar, y dado que la tecnología se ha vuelto invisible e imperceptible, es urgente contribuir al desarrollo de una consciencia de la técnica que advierta de su estar ahí, mediando; que sea capaz de vislumbrar la urdimbre tecnológica con la que se tejen hoy todas las dimensiones del ser humano.

Esta consciencia tecnológica debe dar lugar, además, a un estado de conciencia crítica intensificado sobre los procesos de tecnomediación y su naturaleza no neutral, que nos conmine a hacernos determinadas preguntas: qué cosmovisiones del mundo llevan embebidas las tecnologías que utilizamos; quién detenta su control; de qué modo determinan quién puede y quién no puede participar y cómo se puede participar; qué nuevas subordinaciones y asimetrías se están generando; cuál es la nueva topología del poder que se configura; o cómo se materializan los nuevos colonialismos y las estructuras hegemónicas a través de ellas. Naturalmente, este estado de conciencia crítica debe proyectarse también sobre nuestras propias acciones y sus consecuencias, y ayudarnos a pensar hasta qué punto estamos contribuyendo, a través de un uso acrítico e inercial de la tecnología, a la legitimación de determinados discursos y visiones del ser humano. Este estado de consciencia tecnológica y de conciencia crítica es también condición ineludible para desarticular el universalismo tecnológico que constriñe nuestra imaginación y posibilidades de actuación.  Creo que el pensamiento de Ortega puede servirnos aquí también de ayuda al afirmar el carácter contextual y relativo de la técnica, que no puede definirse en sí, sino en relación a «cada proyecto y módulo de humanidad» (Ortega [1939] 2015, p. 112).  Para que todo esto ocurra, es necesario superar de una vez por todas la concepción meramente instrumental de la técnica, todavía prevalente –como dije al principio- en numerosos imaginarios y argumentarios.

Este tomar consciencia de la técnica como producción y dimensión humana, y de su agencialidad no neutral, demanda el desarrollo de un pensamiento elaborado sobre lo tecnológico y su sentido. Es decir, un mundo hipertecnificado como el nuestro, donde la técnica lo penetra todo, nos exige dedicar tiempo a considerar qué significa para nosotros esta urdimbre técnica que nos configura; desde qué lugar la pensamos y establecemos nuestra relación con ella; cómo, para qué y por qué la empleamos. Es decir, se hace preciso la adopción de un posicionamiento epistemológico y político en relación con lo tecnológico que pueda servir de marco en el que inscribir su necesaria problematización.

Por su parte, si de lo que se trata es de reconectar el desarrollo tecnológico con la realización de la vida humana como proyecto, parece claro que el énfasis del problema debe situarse primariamente en este último término de la ecuación: la vida humana, pues la técnica se explica y se entiende como medio que posibilita su realización. Ortega lo expresa de manera clara: «Solo en una entidad donde la inteligencia funciona al servicio de una imaginación, no técnica, sino creadora de proyectos vitales, puede constituirse la capacidad técnica» (Ortega [1939] 2014, p. 112). Este desplazamiento de la técnica a la vida como proyecto no debe entenderse, sin embargo, en términos absolutos, como si técnica y vida fuesen elementos distintos e independientes, pues, como ya se ha visto, la técnica es dimensión constituyente de la vida «humanamente» realizada. Asumiendo su ineludible co-evolución y entrelazamiento, de lo que se trata es de redefinir el significado y sentido de su relación a través de un reposicionamiento del proyecto vital como matriz generadora.

Ahora bien, si lo que define un proyecto vital es el conjunto de deseos y expectativas a partir de los cuales nos orientamos hacia el futuro y lo imaginamos de una determinada manera,  hay que detenerse a pensar cuáles son las lógicas del deseo que gobiernan el mundo contemporáneo, de qué manera modelan los comportamientos y construyen las subjetividadades, y, sobre todo, de qué modo la acción de desear puede/debe reconectarse con la interioridad del ser humano mediante la acción de «precisar qué es lo que cree y qué es lo que no cree; lo que de verdad estima y lo que de verdad detesta» (Ortega [1939] 2015, p. 27). Asimismo, dado que nuestros deseos y expectativas están conformados por lo que consideramos valioso y a lo que damos valor, es crucial que la reflexión sobre la noción de valor y los sistemas de valores tecno-generados sea parte inherente no solo del pensamiento contemporáneo, donde se da por sentado que esta reflexión es sustancial, sino de la educación en todos sus niveles.  Las generaciones presentes y futuras necesitan entender su proyecto vital como parte de un proyecto ético y axiológico comprometido con un desarrollo tecnológico responsable y respetuoso de la vida humana.

Además, este desplazamiento del foco de atención puede ser importante, pues resituar el problema de la hipertecnificación no tanto en el desarrollo tecnológico en sí sino en la educación y formación del ser humano puede ser un instrumento estratégico para desactivar determinadas hegemonías y colonialismos científico-técnicos al dar voz en una situación de igualdad teórica, crítica y epistemológica a aquellos contextos geopolíticos y culturales alejados del core tecnológico global (Rodríguez-Ortega, en prensa).      

Es necesario, por tanto, un retorno al ensimismamiento como lugar donde emerge el pensamiento y la imaginación creadora reconectada con el sujeto, y como dimensión constitutiva de lo humano.  En un mundo que es el epítome de la alteración, del estar en un continuo fuera de sí, pendiente de lo externo, de las cosas que pasan en el «contorno» -consecuencia, entre otras circunstancias, del estado de hiperconexión total en el que vivimos-el ensimismamiento se nos presenta como un acto de resistencia y de rebeldía radical. 

No debemos olvidar, sin embargo, que en el pensamiento orteguiano el estado de ensimismamiento no es más que la pre-condición para la acción, pues «el hombre es primaria y fundamentalmente acción» (Ortega [1939] 2015, p. 40) y «no hay auténtico pensamiento si este no va debidamente referido a la acción […]» (Ortega [1939] 2015, p. 43). Así pues, el imperativo de la acción es también constitutivo del ser humano, que tiene que obrar su vida, si bien no sirve cualquier acción: «Acción no es cualquier andar a golpe con las cosas en torno […] La acción es actuar sobre el contorno de las cosas materiales o de los otros hombres conforme a un plan preconcebido en una previa contemplación o pensamiento. No hay, pues, acción auténtica sino hay pensamiento, y no hay auténtico pensamiento si éste no va debidamente referido a la acción […]» (Ortega [1939] 2015, pp. 40-43).

El reequilibrio entre meditar y acción se vuelve, así, clave en el devenir futuro, pues, si la toma de consciencia, el cuestionamiento de lo establecido, la discusión crítica o el desvelamiento de las estructuras de poder constituyen la condición ineludible para saber dónde y cómo actuar, sin embargo, para que el proceso de trasformación y emancipación ocurra hay que pasar irremediablemente a la acción; esto es, a la ideación y ejecución de propuestas alternativas, de iniciativas propositivas, que tengan un efecto directo en la configuración de esta sobrenaturaleza técnica devenida en nuestro hábitat natural, y en su comprensión. Conviene aquí aludir al paradigma de la investigación activista que mide la calidad del conocimiento producido no en virtud de índices bibliométricos o algorítmicos, sino en función del efecto real que produce sobre la realidad, de su capacidad para transformar el mundo en un lugar más reequilibrado, justo y equitativo. Ya lo he dicho también en otro lugar: las Humanidades deben instituirse en unas Humanidades transformativas y activistas que hagan de la praxis el compromiso ético de la teoría (Rodríguez-Ortega, 2019).

Creo que enfatizar este imperativo de la acción es importante porque nos hace tomar conciencia de la dimensión política implicada en nuestros decursos investigadores e intelectuales. Y, en relación con esta cuestión, me gustaría referirme al giro sustancial que en este sentido constituyen las Humanidades Digitales, pues, lo que podríamos considerar su hecho diferencial respecto de otras problematizaciones tecnológicas reside, justamente, en que su trama (epistemológica, metodológica y crítica) está atravesada como en ningún otro campo humanístico por la urdimbre de la técnica. En consecuencia, las HD son, en primer lugar, un pensar «con» y «a través de» la tecnoepisteme que define nuestro momento histórico. No es solo un pensar «sobre» las condiciones tecnológicas de nuestro tiempo. En segundo lugar, son un «hacer» técnico. Desde este punto de vista, las Humanidades Digitales representan una amplificación de la tarea humanística, que junto a la «producción intelectual», asume también como propia la fabricación de materialidades tecnológicas en la forma de recursos, infraestructuras y contenidos. En cuanto directamente involucradas en el uso y producción de estas materialidades tecnológicas, la práctica de las Humanidades Digitales comporta una responsabilidad especial, pues es cooperadora necesaria del proceso de hipertecnificación cultural y humana del que estamos hablando, pero, por ello mismo, también se instituyen en un lugar privilegiado desde el que asumir un papel central en la remodelación de la sobrenaturaleza técnica contemporánea y de su relación con los proyectos vitales de los seres humanos. Estas acciones pueden viabilizarse a partir de movimientos de tecnorresistencias que operan al margen del sistema o desde iniciativas que tratan de transformar el sistema desde dentro, mediante maniobras desestabilizadoras y cuestionadoras, y mediante una apropiación diferenciada y situada de la tecnología.

Sea como fuere, nada de esto acontecerá ni tendrá lugar sino asumimos ya, de manera urgente, que la educación de las generaciones presentes y futuras debe incorporar la perspectiva tecno-crítica como parámetro fundamental y transversal. Esta reclamación no es nueva, también se encuentra en Ortega: «Hoy el hombre no vive ya en la naturaleza, sino que está alojado en la sobrenaturaleza que ha creado en un nuevo día del génesis, la técnica. Pues bien, dígaseme en qué grado de la enseñanza se pone el hombre medio en contemplación ante el enorme hecho de la técnica, dentro del cual va sumergida su existencia» (Ortega [1939] 2015, p. 142). En los inicios del siglo XXI, entiendo una educación tecno-crítica como aquella que, aunando habilidades técnicas, capacidad creativa, libertad de imaginación y pensamiento crítico, tenga por objetivo formar para conocer de manera reflexiva el mundo hipertecnificado en el que vivimos (sus lógicas de funcionamiento y sus problemáticas) y para poder intervenir en él de manera innovadora, creativa, crítica y ética (Rodríguez-Ortega, 2021a; Rodríguez-Ortega, 2021b).

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Creo que lo dicho hasta aquí revela de manera clara que el nudo gordiano de una tecnología humano-centrada no es primariamente un problema de orden tecnológico que pueda abordarse respondiendo a preguntas del tipo, ¿qué tecnología queremos/necesitamos? ¿Qué sistemas tecnológicos deberíamos desarrollar? ¿En qué dirección debería transformarse la tecnología? La posibilidad de una tecnología humano-centrado es, en primer lugar, un problema de naturaleza filosófica que nos obliga a preguntarnos de qué ser humano estamos hablando y a qué condiciones de felicidad nos estamos refiriendo; y en segundo lugar, es un problema de naturaleza ética, que nos exige pensar qué orden de expectativas  y deseos  consideraremos acordes a la dignidad de las personas; y dónde situar el límite en el que la hipertecnificación colide con la vida en su realización «humana». Así, la cuestión de una tecnología humano-centrada apunta a la pregunta radical del pensamiento ético-filosófico: ¿qué es el ser humano y dónde residen las bases de su bienestar y felicidad? Apunta al corazón mismo de las Humanidades, pues es difícil pensar en la existencia de unas disciplinas humanísticas que no tengan conciencia clara de cuál es la condición del sujeto (o sujetos, en plural) que produce aquello que es el objeto de su reflexión; y apunta de manera irremediable a la línea de flotación de las Humanidades Digitales, en cuanto directamente involucradas en el proceso mismo de hipertecnificación cultural y humana.  Por eso, el gran problema que afrontamos en el siglo XXI, como siempre ha sido y siempre será, es el problema de cómo nos pensamos a nosotros mismos.

Este recentramiento en el ser humano no debe entenderse, sin embargo, como una vuelta al antropocentrismo del humanismo clásico que sitúa al hombre en un orden superior respecto de todo lo demás. Muy al contrario, de lo que se trata es de encontrar espacios de conciliación hombre-técnica que estén orientados a la realización de las posibilidades de la vida humana como proyecto internamente construido. Es verdad que la relación hombre-técnica puede plantearse desde posiciones binarias y/o antagónicas, profundizando en su diferencia radical o en su condición de estructuras de poder compitiendo entre ellas. Sin embargo, creo que adoptar el pensamiento de Ortega como marco nos conmina a la búsqueda de espacios de conciliación productiva entre el sujeto humano y la rationale técnica; esto es, nos apremia a buscar espacios de negociación heurística que nos permitan abrir nuevas vías de conocimiento, nuevos horizontes epistemológicos, nuevas formas de comprensión y de acción. Por eso también, Ortega representa para mí un anclaje teórico sustancial, porque estoy convencida de que este posicionamiento nos resultará mucho más fructífero que el instalarnos en visiones apocalípticas y tecnofóbicas (que, en mi humilde entender, solo nos conducen al escapismo y a la irrealidad); y más beneficioso que el dejarnos llevar por ideas tecno-utópicas que, a la postre, solo podrán generar una constante subordinación del sujeto frente a la técnica.

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Rodríguez-Ortega, N. (2021b), Educación tecnocrítica, conciencia tecnológica y futuros posibles. Caracteres (monográfico especial), vol. 9, n.º 1 (en prensa).

Rodríguez-Ortega, N. (en prensa), Social Sciences and Digital Humanities of the South: Materials for a Critical Discussion. En Fiormonte, D., Ricaurte, P., and Chaudhuri, S. (Eds.). Digital Humanities in the Global South. Minneapolis: Minnessota University Press (esperado para la primavera de 2022).

Zuboff, S. (2020). La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder. Paidós: Barcelona.

 



[1] ¿Qué es la técnica?  es el curso de seis lecciones impartido por José Ortega y Gasset en la Universidad Internacional de Verano de Santander en 1933, posteriormente publicadas en 1939 bajo el título de Meditación de la técnica junto con el ensayo Ensimismamiento y alteración. En lo que sigue, cito por la edición de Alianza de 2014 Ensimismamiento y alteración. Meditación de la técnica y otros ensayos.

[2] En este texto utilizaré los términos ‘técnica’ y ‘tecnología’ como sinónimos. Por tanto, en este texto la técnica se refiere siempre a la tecnología contemporánea vinculada al conocimiento científico, y a los procesos de informatización, digitalización, datificación y computerización.

[3] Una simple búsqueda en Google utilizando ‘human-centered technology’ como descriptor resulta bastante significativa al respecto.

[4]Un análisis detallado de las diferencias entre Ortega y Heidegger se encuentra en Diéguez Lucena (2013), donde también se matiza y precisa la visión negativa que Heidegger tenía de la técnica.

[5] La ambivalencia de la técnica, como aquello que puede ayudar al hombre a resolver sus problemas y aquello que se convierte en sí mismo en un problema, se encuentra también en Walter Benjamin, quien, casi contemporáneamente (en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936), habla de la técnica como instrumento de dominio (más concretamente, del fascismo); y también como lo que permite la adaptación a nuevas situaciones sociales.   

[6] En este texto utilizo el término ‘hombre’ en su sentido filosófico y, por tanto, inclusivo de los dos sexos.

[7] No existe todavía un consenso sobre qué término utilizar, si ‘condición digital’ o ‘posdigital’. En la literatura científico-académica encontramos ambos términos referidos a una nueva condición del sujeto que se asienta, entre otras cosas, en una relación (y percepción) naturalizada de las tecnologías digitales y computacionales contemporáneas.

[8] Creo que Javier Echevarría y Lola Almendros (2020) son muy lúcidos cuando nos proponen que utilicemos de manera sistemática el prefijo ‘tecno‘-para hacer evidente esta penetración total de lo tecnológico en la configuración del mundo contemporáneo.