Formas de enfrentar la nada.
Indagaciones estéticas sobre nihilismo
y autopoiesis

Ways to face the nothing.
Aesthetic inquiries about nihilism and autopoiesis

CRISTóBAL JAVIER ROJAS GIL

Universidad de Málaga (España)

Recibido: 04/08/2024 Aceptado: 16/12/2024

Resumen

Ensayo a continuación algunas consideraciones hermenéuticas a propósito de la autopoiesis. Para ello, analizaré en primer lugar al sujeto moderno, prestando atención a su progresiva toma de conciencia y a la acuciante voluntad de reconstitución poietica al descubrir este su vacío esencial. Acto seguido, tomando en consideración la obra Más que formas. Confluencias del arte y la vida (2022) de Luis Puelles Romero, introduciré unas disquisiciones en torno al motivo de la elaboración artística de sí, con la intención de ampliar la comprensión de la misma. Así, quisiera diferenciar, de un lado, una pretensión centrada en la superficie de lo que uno es (yo estético) y, del otro, la que toma como epicentro de creación el acto mismo de vivir en toda su amplitud.

PALABRAS CLAVE

Estética, arte, autopoiesis

Abstract

I offer below a few hermeneutical considerations about autopoiesis. First, I analize the modern subject, paying especial attention to the progressive conscience and to the desire to rebuild him before he discovered his essencial void. Then, I will consider the work Más que formas. Confluencias del arte y la vida (2022) of Luis Puelles Romero, introducing some opinions about autopoiesis: I differentiate the poetic pretension centered on the surface of what one is (aesthetic self) and the one who lives as a modern art work.

KEYWORDS:

Aestethic, art, autopoiesis

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?

J. L. Borges, El hacedor

  1. Introducción

    Desearía iniciar el ensayo compartiendo con el lector dos intuiciones nietzscheanas extraídas de La genealogía de la moral. La primera de ellas la encontramos en el prólogo. Dice así:

    Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, –¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? [...] Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice «cada uno es para sí mismo el más lejano», en lo que a nosotros se refiere no somos «los que conocemos» (2005: 21).

    Desconocidos, extraños,... ¿Acaso no ha insistido la tradición filosófica, al menos desde Sócrates a Descartes, en la persistente búsqueda del conocimiento y de la Verdad en todas sus formas? ¿Tiene sentido sostener, como lo sostiene Nietzsche en esta obra de 1887, que nunca nos hemos buscado? ¿Por qué posee actualidad dicha intuición? ¿Por qué, en definitiva, seguimos siendo cada uno para sí mismo «el más lejano»?

    La segunda intuición completa la primera y nos sitúa justo desde donde quisiera partir. Es esta: «A partir de Copérnico, el hombre parece haber caído en un plano inclinado, –rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central– ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el «horadante sentimiento de su nada»?...» (Nietzsche, 2005: 196).

    Desconocidos, extraños y en un pulso nihilista permanente. El acuciante deseo cognoscitivo y la fractura metafísica de la realidad en general y de la subjetividad en particular acaso sea el rasgo definitorio del periodo moderno. La mirada introspectiva que Descartes dirige hacia sí en busca de certezas revela, por encima de todo, un profundo desconocimiento del que difícilmente nos repondremos. Así, a la imagen de un yo único, indubitable y estable, se le opone la de un yo plural, caracterizado por la permeabilidad, el dinamismo y la transformación. Donde solo hay confusión y desconocimiento, surge una subjetividad renovada que al volverse autoconsciente advierte su fundamento horadado, debatiéndose permanentemente entre la levedad y el peso en un sentido que podríamos estimar triple: ser más, serlo todo o dejar de ser.

    La modernidad se abre paso entonces considerando el difícil equilibrio entre la progresiva secularización del sujeto autoconsciente y la persistente tentativa de reconstitución poietica de su vacío esencial, operación que ha sufrido variaciones a lo largo del tiempo. Desde Ockham a Nietzsche, pasando por Descartes, Montaigne, Hume y otros, es apreciable un linaje que concluye, de manera más o menos nítida, en la Sorge de Heidegger o en el soin de soi foucaultiano. Paralelamente se advierte, asimismo, una insistencia en el modelado superficial o exterior de este sujeto errático y vacío. Escribe Pessoa a este respecto:

    Nos volvemos esfinges, aunque falsas, hasta el punto de no saber ya quiénes somos. Porque, por lo demás, nosotros lo que somos es esfinges falsas y no sabemos lo que realmente somos. El único modo de estar de acuerdo con la vida consiste en estar en desacuerdo con nosotros mismos (2013: 33).

    Ahora bien, ¿hacer del yo una «esfinge falsa» es equivalente al ejercicio de vivir artísticamente? ¿Son similares el ejercicio de enmascararse y el de afrontar la vida, en toda su complejidad, de manera artística? Dilucidar estos interrogantes nos ocupará en lo que sigue. Específicamente, el objetivo del ensayo será el de acudir a la arqueología del sujeto moderno con la voluntad de rastrear posibilidades hermenéuticas desde las que filosofar en torno a la secularización del mismo, su pérdida de identidad y su deseo de reconstituirse para, posteriormente, prolongar desde estas pistas algunas consideraciones sobre el concepto de autopoiesis propuesto por Puelles Romero en Más que formas. Confluencias del arte y la vida (2022).

  2. Arqueología del individuo moderno o cómo hemos llegado a ser
    la
    nada que somos

    Situemos la mirada en el contexto del siglo xiv. En este momento histórico se acrecienta el pulso librado entre la fe y la razón, concluyendo con la desautorización de la omnipotencia divina, del lenguaje y de la metafísica tomista. Podría decirse que este trance que acaba de dibujarse alcanza su cénit al inaugurar la duda: descubriéndonos, a través del nominalismo y de la ciencia pre-moderna emergente, el dudoso estatus ontológico de Dios e instándonos a explorar el confuso aspecto fenoménico de sus criaturas. El cosmos ordenado y unitario que Santo Tomás y San Agustín habían compuesto con materiales platónicos y aristotélicos comienza a resquebrajarse. La realidad, ahora inabarcable, exige ser repensada desde nuevos postulados metafísicos que consideren las partes en sus características particulares. La diferencia de la hacceitas frente a la quidditas scotista se enmarca en este contexto, así como las tesis nominalistas de Ockham.

    Y así, liberada de las esencias de cuño aristotélico y platónico que la redimían a una significación concreta, la realidad queda inscrita en un territorio de interpretación sin precedentes. Las palabras nombrarán lo que existe, permitirán establecer arbitrariamente órdenes, y acaso por ese mismo motivo resultará precaria tal empresa: todos ellos serán provisionales o intercambiables. La consecuencia de este cambio de dirección es implacable: los universales y las esencias son reducidos a meras abstracciones, a signos o flatus vocis. Todo lo que nos queda es lo particular, lo singular, que aspira a significar lo plural.

    El ejercicio de introspección cartesiano promete restituir el orden. Concretamente, se propone el francés revisar el conocimiento y las posibilidades del mismo, desechando todo aquello de lo que quepa dudar, con el objetivo de erigir una nueva ciencia basada en conceptos incuestionables. Sin embargo, lo que aquí habrá de interesarnos no es la consecución de su objetivo ni la metodología propuesta sino el movimiento que emprende para lograrlo. Es decir, Descartes se aísla, se aparta, comienza suponiendo que podría ser afectado por una serie de engaños, tomando por veraz lo que de facto no lo es. Argumenta entonces que aun siendo capaz de seguir poniendo en tela de juicio todo lo demás, no puede dudar sobre el ejercicio mismo de dudar. Este primer hallazgo, concebido por él como la primera piedra desde la que erigir la mathesis universalis, es el de la conciencia subjetiva, el cogito. A partir de su distanciamiento, se descubre a sí mismo como sujeto pensante. La segunda, por otra parte, será la de deducir desde ésta la necesaria existencia de Dios, por ser garante de verdad y de la existencia del propio cogito.

    A condición de aceptar la posibilidad de ser engañado, Descartes celebra el descubrimiento de la conciencia. Sin embargo, lo celebra solo, lo hace aislado. Es esta conciencia la de un sujeto abstraído, abstracto, espectral si cabe. Un yo pienso falible, solipsista, que no es de carne y hueso: es res cogitans y res extensa.

    Michel de Montaigne, poco antes que Descartes, ya había afrontado una meditación similar aunque con un objetivo radicalmente opuesto. El autoconocimiento en Montaigne, su particular exploración de sí no apunta a la consecución de una verdad indubitable sino que la acción misma es el propósito. Su pretensión es la de ir elaborándose, desechando creencias caducas y cosechando otras. A lo largo de sus ensayos sopesa el filósofo la disociación entre lo que uno ha sido, lo que uno es y lo que se aspira a ser. Cierto es que al igual que Descartes él también se aleja, confinándose en su torre, aunque su descreimiento no ambiciona una misión universal como es la de guiar correctamente la razón sino dar testimonio y brindar a los suyos un retrato de la que ha sido su vida. Montaigne elige cómo vivir y es consecuente con su decisión. Si quiere compartir su vida, si quiere hacerla perdurar, debe cohesionarla, darle unidad. En la nota al lector aclara con contundencia que su único cometido es «doméstico y privado», y añade: «Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto tan frívolo y tan vano» (2007: 50).

    Indagando las contradicciones de la condición humana en general y las de su individualidad en particular, concluyó que acaso fuera arriesgado sostener tal cosa: no tenemos, ni nosotros ni el resto de los objetos, una existencia estática. Es difícil suponer la entidad de un yo preexistente, ajeno a todo cambio. Leamos a Montaigne, quien pareciera que advierte a su predecesor Descartes:

    Al cabo, ni nuestro ser ni el de los objetos poseen ninguna existencia constante. Nosotros, y nuestro juicio, y todas las cosas mortales, fluimos y rodamos incesantemente. Por lo tanto, nada cierto puede establecerse del uno al otro, siendo así que tanto el que juzga como lo juzgado están en continua mutación y movimiento. No tenemos comunicación alguna con el ser, pues toda naturaleza humana se halla siempre en medio, entre el nacer y el morir, y no ofrece de sí misma más que una oscura apariencia y sombra, y una incierta y débil opinión. Y si por fortuna fijas tu pensamiento en querer atrapar su ser, será ni más ni menos como si alguien quisiera empuñar el agua —porque cuanto más apriete y oprima aquello que por naturaleza se derrama por todas partes, tanto más perderá lo que pretendía coger y empuñar— (2007: 704).

    En opinión de Montaigne, la autoconciencia revela la fragilidad del conocimiento y la del sujeto que conoce, cifrada en la nulidad que nos envuelve: somos inconsistencia, pura posibilidad entre «el nacer y el morir» y sobre lo cual solo aspiramos a una «incierta y débil opinión». Incidamos, pues, en el motivo de la tematización de la subjetividad propia y su asimilación en clave de indeterminación. Asimismo, en ambos autores el yo es pensado en calidad de figura modelable y problemática, representable, que puede singularizarse comprendido como materia de un libro.

    Prolongando esta convicción, Hume rechaza la idea de yo. En el Tratado de la naturaleza humana escribe:

    Si hay alguna impresión que origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer, tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y en consecuencia, no existe tal idea (1992: 355).

    El sujeto, al tomarse a sí como objeto, y habiendo descreído previamente la posibilidad de fundar el mundo bajo el amparo de esencias y conceptos universales no consigue sustentar cognoscitivamente su estatuto ontológico. Es precisamente la acuciante búsqueda de lo incondicionado, de lo esencial de la realidad, lo que provoca que acabe pensando más allá de su propia limitación, incurriendo en oscuridades y pergeñando, a fin de cuentas, «ilusiones trascendentales». Será Kant, poco después, quien nos confirme la imposibilidad de justificar desde la razón pura la existencia de las ideas de yo, mundo, Dios y libertad.

    Con todo, siguiendo a Kant, es preciso vivir obviando el obstáculo señalado: hacerlo como si el yo fuera una entidad aislada e independiente, sólida y autónoma. Es preciso hacerlo considerando su percepción: se nos aparece, se nos muestra fenoménicamente –si bien no de facto al menos como efecto–. Ese como si, que nos invita a la contemplación de la forma en la que algo se representa (y que está, por cierto, en la argucia especulativa de Descartes cuando resuelve fingir, al comienzo de la Parte iv del Discurso, no tener cuerpo y no habitar un mundo), será central para que a mediados del xviii se produzca el nacimiento de la Estética como disciplina filosófica y de la actitud que habrá de hacer suya el sujeto moderno que elige hacerse a sí.

    Ockham, Descartes, Hume y Kant. El giro que venimos trazando al fin comienza a perfilarse. Y es que siendo la idea de yo una ficción necesaria para la moral y hallando en la introspección especulativa nada más que oscuridad y contradicción, la modernidad resuelve comprender al sujeto, singular y aparente, como una suerte de vaciamiento o nihilidad irreductible que progresivamente va adquiriendo conciencia de su secularización tomándola como el punto de partida de su liberación. En la Fenomenología del espíritu (1807), en el epígrafe titulado efusivamente «El sí mismo singular cierto de sí como esencia absoluta», Hegel ofrece la siguiente reflexión:

    El sí mismo singular es la fuerza negativa por medio de la cual y en la cual desaparecen los dioses y sus momentos, la naturaleza que es allí y los pensamientos de sus determinaciones; al mismo tiempo, aquél no es la vaciedad del desaparecer, sino que se mantiene en esta nulidad misma, es cerca de sí y la única realidad. La religión del arte se ha llevado a término en él y ha retomado totalmente a sí. Puesto que la conciencia singular es en la certeza de sí misma lo que se presenta como esta potencia absoluta, esta potencia ha perdido la forma de algo representado, separado de la conciencia en general y extraño para ella, como lo eran la estatua y también la viva y bella corporeidad o el contenido de la epopeya y las potencias y los personajes de la tragedia (1966: 433)

    Hegel sugiere que el sujeto, habiendo alcanzado la certeza de sí en sentido absoluto, comprende que el resultado de su introspección, en última instancia, es la de ser pura potencia. La poética con la que dicho individuo se representa, dándose a ver al resto, supone un duplicado que, en definitiva, no constituye la naturaleza propia del sujeto mismo. Ser autoconsciente, por tanto, implica saberse nada, y, a su vez, verse en la obligación ético-estética (poietica) de afrontar tal responsabilidad forjándose un carácter.

    Es una responsabilidad ética y estética porque nos sitúa frente a la disyuntiva de elegir deliberadamente si ser algo o, por el contrario, dedicar nuestras fuerzas a la elaboración del efecto, a solo parecerlo. Dicho de otro modo: recae sobre el sujeto la responsabilidad moral de hacer coincidir interior y exterior, fundando el segundo en el primero, o de elegir no hacerlo, centrando la tentativa en hacer que parezcan, superficialmente, coincidentes. Sobre esta disociación descansa la ambigüedad clásica, cada vez más sofisticada y por ende difícil de advertir, entre lo que es y lo que parece ser, entre lo verdadero y lo verosímil, lo estrictamente artístico y lo meramente estético, hasta el punto de la disolución de ambas esferas en las poéticas literarias y artísticas de finales del xix en adelante.

    El reverso del motivo descrito se revela tortuoso: al advertir el sujeto moderno cómo su infinita libertad de acción se halla constreñida en el marco de la duración de la vida de cada uno, que no hay un sentido por descubrir sino tantos como uno pueda o sea capaz de proponerse y que su indeterminación esencial, en suma, está rodeada de incertidumbres vitales que a su vez le condicionan y limitan, siente desánimo, desesperación y angustia. Aquí se agudiza, en última instancia, el giro que venimos señalando: asistimos al tránsito desde la ilusión de un sujeto objetivo (y objetivante, de sí y de su derredor) a la desilusión del mismo al autoconocerse en su condición de indeterminación y apertura. Una apertura que lo enfrenta al absurdo, a una situación de permanente caída o estado de yecto heideggeriano. No debe sorprendernos que el siglo xix sea, además del siglo del yo por excelencia, el de la melancolía, lo sublime, la nostalgia y el ateísmo.

    La autoconciencia, así pues, no puede sino vivirse de manera dramática: «encuentra su verdad en aquella figura que fue llamada anteriormente la autoconciencia desventurada» (Hegel, 1966: 435). Refiriéndose a la misma –y adelantándose setenta y cinco años a la fórmula que Nietzsche popularizó– escribe Hegel en el seno del Romanticismo:

    Aquélla es, por el contrario, el destino trágico de la certeza de sí mismo, que debe ser en y para sí. Es la conciencia de la pérdida de toda esencialidad en esta certeza de sí y de la pérdida precisamente de este saber de sí –de la sustancia como del sí mismo, es el dolor que se expresa en las duras palabras de que Dios ha muerto (1966: 435).

    Hegel acentúa la certeza de sí mismo como destino trágico y solipsista, que es «en y para sí», materializada en la orfandad divina. Dicha orfandad supone el último bastión hacia la radical apertura del sujeto moderno. Anunciada en la Fenomenología del espíritu de Hegel como conclusión de la absoluta conciencia de sí, y diagnosticada asimismo por Nietzsche como la irremediable consecuencia práctica de occidente, la muerte de Dios sobrevuela el siglo romántico descubriendo en todo su esplendor el nihilismo al final del mismo.

    La filosofía nietzscheana está cargada de ideas que apuntan hacia el ímpetu creador de quien, desorientado, alienado y perdido, habrá de asumir y tramar artísticamente el destino propio. Un fragmento de la Segunda consideración intempestiva, de 1874, puede sernos de utilidad. En él Nietzsche deja entrever la posibilidad de incurrir en el engaño de mostrar exteriormente lo que no se halla en el interior:

    De esta forma, el individuo se torna tembloroso e inseguro y ya no logra creer en sí mismo: se hunde en su propio ser, en su interior, lo cual, en este caso, ha de ser comprendido como la acumulación de lo meramente aprendido que no surte un efecto externo, la aglomeración de una erudición que no logra transformarse en algo vivo. Si se contempla el exterior, se percibe cómo el exorcismo de los instintos ha convertido, a través del estudio de la Historia, en una multitud de abstracciones y sombras a los seres humanos: nadie arriesga mostrarse tal cual es, a cambio de enmascararse y mostrarse como hombre culto, científico, poeta o político. Quien tratase de tocar tales máscaras creyéndolas auténticas antes que un mero juego de marionetas –es que todos ellos fingen ser auténticos- de inmediato encontraría en sus manos nada más que harapos y parches coloridos (2006: 66-67)

    «Todos ellos fingen ser auténticos», se lee en la cita. De manera consciente, deliberadamente, uno resuelve no mostrarse tal cual es. La máscara no le otorgará autenticidad de la que carece pero sí le permitirá que su inautenticidad pase inadvertida, hasta el punto de ser confundido, de ser enjuiciado por aquello que uno mismo reconoce, en su interior, no ser. Esta divergencia entre la autenticidad y la inautenticidad de la existencia resonará en las diferentes aportaciones filosóficas del siglo xx. Añade Nietzsche: «de manera que el acto visible jamás es un acto total y la revelación de ese interior se agota en la tímida y torpe tentativa de una u otra fibra de fingir la representación del conjunto» (2006: 59).

    Entre estas aseveraciones tempranas de Nietzsche –escritas, por cierto, en el mismo intervalo en el que escribe Sobre verdad y mentira en sentido extramoral– y la monumental obra de Heidegger Ser y tiempo (1927), acaba por completarse la genealogía que venimos explorando y nos lanza, directamente, hacia la proliferación de las diversas poéticas que toman como epicentro la vida o el vivir.

    El vocablo existir, etimológicamente, hace referencia al acto de «emerger», de «aparecer». De un lado, ofrece el prefijo ex que pudiera traducirse como «hacia fuera»; del otro, sistere, cuya traslación podría ser «tomar posición» o «estar fijo». El individuo moderno, singular y autoconsciente, del siglo xx en adelante constatará su consideración como existente. Ser es existir, «estar hacia fuera», expuesto a los demás. Lo que uno es va a depender de lo que uno haga consigo en su hacer. De ahí que el cometido heideggeriano concluya en la Sorge, en la necesidad fundamental del cuidado de uno mismo en el horizonte de su temporalidad. Asumir este precepto supone vivir auténticamente –Sartre, Camus, Beauvoir y Ortega, en sus respectivas formulaciones filosóficas, consideran este motivo nietzscheano–. Por su parte, en los últimos escritos de Foucault, concretamente en Historia de la sexualidad, encontramos el soin de soi, que también toma por nombre estética de la existencia1.

    Solo a través del cuidado corporal y espiritual, interior y exterior, se podrá alcanzar la trascendencia. El propio Foucault, aglutinando cuantas ideas venimos estudiando, expresa en Las palabras y las cosas una definición concisa de este individuo paradójico, empírico y trascendental, caracterizado por la apertura y por la ausencia, que no es plenamente sujeto ni tampoco objeto, y que acaso por ello debe cuidarse en el sentido que se viene advirtiendo:

    El hombre es un modo de ser tal que en él se funda esta dimensión siempre abierta, jamás delimitada de una vez por todas, sino indefinidamente recorrida, que va desde una parte de sí mismo que no reflexiona en un cogito al acto de pensar por medio del cual la recobra; y que, a la inversa, va de esta pura aprehensión a la obstrucción empírica, al amontonamiento desordenado de los contenidos, al desplome de las experiencias que escapan a ellas mismas, a todo el horizonte silencioso de lo que se da en la extensión arenosa de lo no pensado. Por ser un duplicado empírico-trascendental, el hombre es también el lugar del desconocimiento –de este desconocimiento que expone siempre a su pensamiento a ser desbordado por su propio ser y que le permite, al mismo tiempo, recordar a partir de aquello que se le escapa (1971: 314).

    Su modo de ser es el de afrontar lo mejor que puede esa triple apertura, reuniendo contenidos, sopesando la disolución de los mismos y, en última instancia, viéndose rodeado por la extensión de lo que aún queda por pensar. Es posible advertir aquí cómo viene a fraguarse lo que venimos rastreando. En la cita de Foucault se encuentra, sintetizada, la dicotomía que espléndidamente analizó Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral –la de ese hombre que «desarrolla sus fuerzas primordiales fingiendo» y para el cual «el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley» (1996: 19)– y apunta, del mismo modo, hacia nuestra contemporaneidad, confusa y líquida, de simulación y simulacros, de pensamiento débil, donde la posverdad eclipsa el postulado clásico de verdad.

    Ahora bien, si asumimos nuestra nihilidad esencial, si nos comprendemos como una nada potencial, radicalmente abierta, que enfrenta la autoconciencia de su vaciedad amontonando, desordenadamente, contenidos que amenazan con escapársenos, podríamos preguntarnos: llegar a ser, individualizarnos, ¿en qué medida supone que nos falsifiquemos? ¿Siempre ser va a consistir en ser otro del que se es? Prestemos atención al final de la cita de Foucault: «Expone siempre a su pensamiento a ser desbordado por su propio ser y le permite recordar a partir de aquello que se le escapa» y, desde ella, leamos estas otras líneas de Sartre, escritas atendiendo a una inquietud análoga: «Pero ya no veo nada; es inútil que hurgue en el pasado, sólo saco restos de imágenes y no sé muy bien lo que representan, ni si son recuerdos o ficciones» (2011: 27).

    La segunda parte del ensayo tratará de dar respuesta a estos interrogantes centrando el interés en el concepto de autopoiesis.

  3. Sobre autopoiesis o cómo enfrentar la nada que somos:
    yo estético y vivir artístico

    En la obra de Luis Puelles Romero, titulada Más que formas. Confluencias del arte y la vida (2022), un capítulo es dedicado íntegramente a la cuestión de la autopoiesis. En sus palabras, se explora en él el motivo de «la historia de la existencia como arte y como estilo». Añade a continuación:

    La historia de cómo la vida ha podido ser concebida y realizada dando prioridad a la doble dimensión poietica y estética; dimensiones, por cierto, que no deben confundirse: la primera remite a la voluntad de creación artística y la segunda a los modos de aparición de cada uno, modos estos más o menos estilizados y singulares (2022: 97).

    Abundemos en esto: «voluntad de creación artística» y «los modos de aparición de cada uno». La primera de las dimensiones alude a la tentativa única de realización, a la acción que busca de facto transformar, crear, sin importar necesariamente la obtención de un producto perdurable, reproducible, fruto de su hacer. La segunda, en plural, si la pensamos en relación a la primera, apunta a las diversas formas en las que puede llegar a objetivarse, a las cosificaciones u obras de la anterior. Un poco más adelante matiza Puelles:

    Cuando me refiero a «vida artística», a una vida que se crea por la autoría afanosa de su existente, no designo con tal expresión ni el propio cuerpo ni siquiera el yo. Nuestro objeto aquí es la vida misma, y por lo tanto la temporalidad que nos es dada para ser en ella lo posible. Es la temporalidad de cada vida el soporte primordial sobre el que se elabora la autopoiesis (2022: 123).

    ¿Cabe pensar una autopoiesis dirigida estrictamente a esos aspectos que deja fuera Puelles? Una poiesis que, dándose en la temporalidad y fijándose preferentemente en el marco de la ficción, no ambicione producir la vida sino la apariencia de quien la vive. O una praxis que compartiría resultado pero no propósito: la primera sí constituiría ontológica y epistemológicamente una obra artística mientras que la segunda sería algo así como una imagen hueca, en apariencia artística pero elaborada artificialmente, movida por una ambición interesada y próxima a un afán estrictamente estético.

    Aclaremos este punto. Como se acaba de anunciar, dispuestas ambas dimensiones (la voluntad de creación artística y los modos de aparición de cada uno), aún cabría dirimir, de un lado, la intención estética de un sujeto para consigo, para el que su subjetividad es su principal obra y que por tanto considera la proyección exterior y la elaboración de su yo superficialmente (yo estético); y, del otro, la un sujeto que toma como epicentro de su existencia no su subjetividad, no su yo en sentido estético, así como ningún soporte externo, sino el vivir en sentido pleno, la articulación de un ejercicio vital que gira en torno a la premisa de la poiesis (vivir artístico).

    Los aspectos que permiten que ambas figuras filosóficas sean diferenciadas son, según quisiera entenderlas aquí, su intención, su objeto y su relación con el arte. Y es que si bien en ambas es posible identificar los tres campos de analogía sugeridos por Puelles (conciencia de autoría, realización incierta y dimensión objetual y estetizante), acaso prevalezca en el yo estético la dimensión objetual y estetizante, dándose las otras dos restantes de manera simulada o fingida (como recurso para ensalzar éticamente al individuo). Por el contrario, en el sujeto que hace de su vida una obra de arte, quizás sean la conciencia de autoría y la realización incierta las características más sobresalientes, relegándose el aspecto objetual a mero accidente.

    En el proceder del yo estético se advierte un distanciamiento de la naturaleza plural e indeterminada que hemos rastreado en la primera parte de este ensayo en favor de una representación concreta, particular y artificiosa que buscará, poietica o práxicamente, suplantar la primera. Por esta razón, en todo yo estético que se precie cabe diferenciar un yo empírico, que es «de carne y hueso» diríamos (la persona) y un yo textual o discursivo, declinado del primero, cuya cohesión radica en la máscara que reviste, en su carácter ficticio-novelesco (el personaje, contrapuesto al primero). De ahí que cuando la autopoiesis opere en la dirección de configurar un yo estético quepa sopesar la falsificación, la artificialidad o superficialidad, el ser otro del que se es, o sea, aparecerse de un modo estético pero que, contra todo pronóstico, no se corresponde con el interior que le respalda. Este yo estético, por tanto, no debe tomarse en ningún caso como equivalente al sujeto artístico sobre el que el propio Puelles teorizó años atrás en una obra anterior a la que nos sirve de orientación en este momento2.

    Detengámonos mínimamente en esta cuestión. En el sujeto artístico no hay falsificación al no darse disociación alguna entre el yo empírico y el yo discursivo, así como porque tampoco existe una voluntad de verosimilitud. Al sujeto artístico le es indiferente que sus andanzas pasen inadvertidas o, en caso de ser conocidas, que sean tomadas por ciertas. Es autosuficiente, permaneciendo por ello liberado del yugo de la recepción. Sí pudiera existir tal falsedad en el yo estético, donde sí se produce tal desdoblamiento. Para el yo estético su obra es su yo, la imagen del mismo; para el sujeto artístico, recordémoslo, lo que modela es su existencia, siendo su obra su vida. Vive su cuerpo, puede cultivar su apariencia, pero no ambiciona ser artista del modelaje o de la apariencia sino del ejercicio de vivir. En este punto, resulta ilustrativo leer a Ortega:

    El arte supremo será el que haga de la vida misma un arte […]. Pero este sentido estético del vivir que tanto nos importa conquistar exige una educación especial, una técnica y una sabiduría peculiares. No basta para adquirirlo aprender las ciencias o cultivar las artes; es preciso hacerse, más o menos, un especialista en vidas, un diletante apasionado de modos de vivir (1995: 223).

    En la figura del yo estético sí debiera considerarse la posibilidad del fingimiento, de jugar a ser otro, de inventarse obviando el «ahuecamiento» del que hablaba Foucault más arriba. Este sujeto se inventa a sí, diríamos, en el estricto sentido del término: el de inventarse ficcionalmente, fuera de toda circunstancia, sorteando el imperativo de realizarse virtuosamente. Sortea esa educación especial a la que apela Ortega, esa técnica y esa sabiduría peculiares para, en vez de ello, limitarse a cultivar una apariencia. En Duchamp, por ejemplo, es posible advertir el fenómeno de la vida artística y, además, la confección de una individualidad estética (o estetizada, si se quiere). Lo mismo podría pensarse sobre Warhol o Pessoa. Sin embargo, bien pudiera concebirse de igual modo a un yo estético no operado poieticamente, esto es, un sujeto desinteresado del ámbito artístico cuyo fin praxico recayera exclusivamente en una calculada mise en scène que le hiciera merecedor de ser juzgado como tal.

    Volverse perdurable, repetible y apreciado moralmente, ese es el propósito del yo estético. Por eso pudiera llegar a fingir autoría y realización incierta. Unamuno, en Del sentimiento trágico de la vida, ofrece una reflexión nos sirve a este respecto: «El que os diga que escribe, pinta, esculpe o canta para propio recreo, si da al público lo que hace, miente; miente si firma su escrito, pintura, estatua o canto. Quiere, cuando menos, dejar una sombra de su espíritu, algo que le sobreviva» (2008: 70).

    La sombra es efímera. Necesitará algo que venza la levedad, que resista el implacable paso del tiempo. «¿Entonces es posible justificar la propia existencia?» se pregunta Sartre en las páginas finales de La náusea. Y a continuación explica:

    Tendría que ser un libro; no sé hacer otra cosa. Pero no un libro de historia; la historia habla de lo que ha existido, un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente. Mi error era querer resucitar a M. de Rollebon. Otra clase de libro. No sé muy bien cuál, pero habría que adivinar, detrás de las palabras impresas, detrás de las páginas, algo que no existiera, que estuviera por encima de la existencia (2011: 148)

    De ahí la predilección por el género de las memorias, por el autobiografismo, por el modelaje y sus derivados: centrado en cosificarse, en conferir exterioridad al yo que estima ser, da primacía a la narración de lo trivial a fin de convertirlo en reseñable. Y en ese aparecer artificioso radica su imagen: el yo estético es imagen porque se sitúa fuera de sí. Excéntrico y excesivo, se aliena en su obra, la exhibe y la habita. El hábito es en él disfraz y no práctica aristotélica. Cito a Sartre:

    He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente, el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que sucede, y trata de vivir su vida como si la contara. Pero hay que escoger: o vivir o contar (2011: 32).

    «Pero hay que escoger: o vivir o contar». El yo estético sobre el que se está ensayando va a omitir en su relato todo aquello que le haga perder valor ético y estético. Su vida consiste, entonces, en dar forma a lo vivido, en cosechar literatura de sí y darla a conocer. Y ni siquiera: mucho de lo que cuenta no tiene por qué haber sucedido en realidad. No va a importarle tanto llegar a ser, virtuosamente hablando, como ser identificado con la máscara elegida, ser mitificado, ser, en fin, el héroe frente a su público (sin público no hay yo estético posible) existan o no razones para justificar sus aventuras. Se transfigura sin transformarse. Finge que no es azar e impone, deliberadamente, orden en la contingencia.

    Habiéndonos ya ocupado del yo estético, perfilemos ahora al sujeto que vive artísticamente. Permítaseme para ello una digresión dilucidadora. Pensemos en El proceso de Kafka. Del personaje principal de la novela ni siquiera conocemos su apellido: él es Joseph K. y como el Dasein heideggeriano, K. se encuentra arrojado a una existencia laberíntica y complicada. Pese a la pesadilla burocrática y judicial en la que se halla inmerso, él no se rinde, bajo ningún concepto. Continúa hasta el final, siendo a ojos del lector una empresa absurda la suya, una vida malgastada quizá, carente de sentido, por cuanto posee de desagradable y de angustiosa. Nadie negaría, empero, que su singular destino ha sido vivido auténticamente, sin negar su oscuridad o sus inconvenientes. Y lo ha sido porque el compromiso en el protagonista imaginado por Kafka con su sublime aunque desconocido propósito es total: asume virtuosamente la incierta tarea de desentrañar cuál es su lugar en ese bucle que le asfixia e imagina posibilidades de acción para enfrentarlo.

    Podría argumentarse que Joseph K., siendo autor en sentido estricto, participando activamente en las decisiones que configuran su existencia, no goza de tal privilegio. Termina por desfallecer, por perder el equilibrio. Nietzsche o Pessoa, al igual que K., son autores y representan este vivir artístico que vengo definiendo porque se comprometieron con un modo de vida y lo hicieron aun a riesgo de perderse o naufragar. La misión de los autores citados, como la de Sócrates en la Atenas de su tiempo, supuso una empresa radicalmente nueva para cual no centraron su ímpetu en la confección de una biografía que dotara de estabilidad al yo particular de cada uno sino que acabaron por difuminarse a la par que nos hicieron partícipes de una verdad singular e inconfesable. Puelles considera este hecho: «Crearse la vida consiste en realizar las elecciones propias sin modelo al que acogerse, y, por lo tanto, sin estar en condiciones de ponderar la probabilidad de bienestar personal, íntimo o social que pueda alcanzarse» (2022: 122).

    Sin esa predilección por sustantivar lo que se es, las obras desde las que contemplar a los individuos que practican el vivir artístico tienden a ser parciales e inconexas. El desinterés a la exhibición o exposición que ostentan suele ser común. Lo vimos más arriba en el caso de Montaigne, para quien su oficio y su arte era sencillamente vivir. En la ficción kafkiana nada sabemos sobre K., como nada sabríamos en la de Defoe si no fuera porque la lectura de Robinson Crusoe constituye una intromisión en el diario del protagonista. Es él quien nos narra:

    Comencé a considerar seriamente mi condición y las circunstancias a las que me veía reducido y decidí poner mis asuntos por escrito, no tanto para dejarlos a los que acaso vinieran después de mí, pues era muy poco probable que tuviera descendencia, sino para liberar los pensamientos que a diario me afligían (2003: 44)

    Anotaciones en los márgenes de los libros que leyeron, en servilletas olvidadas en bares, en los cuadernos de viaje que los acompañaron, en diarios personales conservados en el atelier o en la correspondencia íntima con familiares cercanos: los resquicios desde los que aproximarnos a verdades inconfesables de los sujetos que acometieron el vivir artístico constituyen una suerte de voyeurismo. Pessoa es contundente en este punto:

    ¿Qué me importa que nadie lea lo que escribo? Lo escribo para distraerme de vivir, y lo publico porque el juego incluye esa regla. Si mañana se perdiesen todos mis escritos, sentiría pena, pero creo sinceramente que no sería una pena violenta y loca como cabría suponer, puesto que en todo eso iba toda mi vida (2013: 129-130).

    El aforismo es una práctica común en ellos. Es una constante en Nietzsche y en Pessoa, como también lo fue en Pascal, Montaigne y Wittgenstein. Y, en todos estos casos, y en algunos más que pudieran citarse, son terceras personas los que cohesionan las historias que se dan a conocer sobre ellos y que ellos mismos no expusieron: la cara más amable de Sócrates nos la legó Platón y la menos agraciada Jenofonte, sobre Manet escribió Baudelaire, el retrato ficcional de Cézanne nos lo hizo llegar Balzac con La obra maestra desconocida y quien ratificó su obsesiva rutina laboral fue Merleau-Ponty3. Son sus intérpretes, los teóricos, los que propician la mitificación de estos artistas del vivir. Sus imperfectos perfiles constituyen el reflejo de vidas que fueron conducidas alejadas del ruido del dictamen ajeno. En soledad y en silencio.

    Nietzsche pasó los últimos años de su vida inmerso en un estado próximo a la locura, ingresado en una clínica mental en Basilea y posteriormente en otra en Jena. Pessoa, que en sus últimos instantes de vida pidió las gafas y clamó por sus heterónimos, dejó anotado en uno de los fragmentos que constituyen el Libro del desasosiego: «Ni yo mismo sé si este yo, que os vengo exponiendo a lo largo de estas páginas, existe realmente o no es más que un concepto estético y falso que yo hice de mí mismo» (2013: 126).

    Termino dando a leer unas líneas de Greenberg que ilustran la obsesión del pintor de Aix-en-Provence. Quisiera que fueran leídas tomando en consideración lo que venimos explorando. Escribe Greenberg:

    Hasta el último día de su vida Cézanne continuó insistiendo en la necesidad del modelado y de trasladar al lienzo sus sensaciones espaciales del modo más completo y exacto posible. Explicaba su ideal como un matrimonio entre el trompe-l’oeil y las leyes del medio y lamentaba haber fracasado en su intento de alcanzarlo. Bajo su mano, su pintura se alejaba cada vez más de la dirección que deseaba. En el mismo mes de su muerte aún se quejaba de su escasa habilidad de «realización» (2006: 61).

    Un poco más adelante, prosigue:

    No se volvió, pese a todo, completamente loco. Se refugió en un ritmo sedentario –causante, por otra parte, de su vejez prematura, su diabetes y su falta de reconocimiento público– y compensó el vacío mezquino que parecía caracterizar su existencia fuera del arte mediante su entrega total a la pintura –incluso si, ante sus propios ojos, ésta no tenía el éxito final esperado– (Greenberg, 2006: 63).

  4. Conclusión

    El principal objetivo de estas páginas era el de acudir a la arqueología del sujeto moderno en busca de posibilidades hermenéuticas que permitieran filosofar en torno a la progresiva secularización del mismo, su pérdida de identidad y su irrefrenable deseo de reconstituirse para, posteriormente, prolongar desde estas pistas el algunas consideraciones sobre el concepto de autopoiesis propuesto por Puelles Romero en Más que formas. Confluencias del arte y la vida (2022). Dichas pistas nos condujeron, desde Ockham a Foucault, hacia dos formas de enfrentar el vaciamiento y el nihilismo advertido en la primera parte del ensayo: a través de la figuración de un yo estético en calidad de producto u objeto situado fuera de la duración a la que está sometido lo vivo o, sencillamente, viviendo artísticamente, o sea, asumiendo las circunstancias dadas y tramando en el tiempo que nos es brindado a cada uno diferentes posibilidades de existencia. Según el individuo que tomemos como paradigma especulativo, comprobaremos que ambas posturas convergen en una sola o se separan sin tocarse.

    Y precisamente porque bajo el amparo del concepto de autopoiesis no solo hay dandis afanados en la vida artística creo que es conveniente indagar en investigaciones ulteriores acerca de ello. Porque en el dominio de este paradigma se encuentran Cézanne, Crusoe, Pessoa, Spinoza y Wittgenstein, entre otros, en calidad de «dilettantes apasionados de modos de vivir», en palabras de Ortega; como también aquellos diletantes apasionados del engaño y del fingimiento, que pasan por sujetos artísticos sin serlo: distanciándose de sí, se objetualizan, solo se transfiguran sin transformarse.

    Según la interpretación de Foucault, en la antigua Grecia el surgir filosófico estuvo marcado por un interés individual, por el esfuerzo en el conocimiento de uno mismo y el de vivir de acuerdo consigo. Este afán por inaugurar un modo de vivir único, empero, coexistía con la filosofía como ejercicio especulativo, como actividad teorética. Poco a poco, el asunto del vivir fue relegándose a un segundo plano, hasta ser asimilado por las ramas de la ética, la estética o la política. La filosofía, asimismo, se ocuparía de otros frentes. Hoy, muchos siglos más tarde, algo semejante pudiéramos pensar que ocurre con el concepto de aisthesis, siendo palpable su empobrecimiento en la paulatina reducción de su complejidad inherente a mera cualidad de seducción. Gran parte de las máscaras que reviste el yo estético en la era digital son filtros, imágenes hiperreales generadas por la IA y pseudónimos en redes sociales.

  5. Referencias bibliográficas

    BALZAC, H., La obra maestra desconocida, tr. de Ingalil Rudin y Ana Iribas, Madrid, Visor libros, 2014.

    BAUDELAIRE, Ch., «Peintreset aquafortistes (Le Boulevard)» en Écrits sur l’art, Paris, Librearie Gènèrale Française, 1992.

    DEFOE, D., Robinson Crusoe, tr. de J. Santiago Fernández, Madrid, Cátedra, 2003.

    FOUCAULT, M., Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, tr. de Elsa Cecilia Frost, México, Siglo veintiuno editores, 1971.

    FOUCAULT, M., Historia de la sexualidad. 3. La inquietud de sí, tr. de Tomás Segovia, Argentina, Siglo veintiuno editores, 2003.

    GREENBERG, C., «Cézanne y la unidad del arte moderno» en La pintura moderna y otros ensayos, Madrid, Ediciones Siruela, 2006.

    HEGEL, G.W.F., Fenomenología del espíritu, tr. de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1966.

    HUME, D. Tratado de la naturaleza humana, tr. de Félix Duque, Tecnos, Madrid, 1992.

    MERLEAU-PONTY, M., La duda de Cézanne, tr. de Jean Cernay, Madrid, Casimiro libros, 2012.

    MONTAIGNE, M., Los ensayos, tr. de J. Bayod Brau, Editorial Acantilado, Barcelona, 2007.

    NIETZSCHE, F., La genealogía de la moral. Un escrito polémico, tr. de Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 2005.

    NIETZSCHE, F., Segunda consideración intempestiva. Sobre la utilidad y los inconvenientes de la Historia para la vida, tr. de J. Etorena, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2006.

    NIETZSCHE, F., Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, tr. de Luis M. L. Valdés y Teresa Orduña, Tecnos, Madrid, 1996.

    ORTEGA Y GASSET, J., «Para un museo romántico (Conferencia)» en El sentimiento estético de la vida (Antología), ed. de J. L. Molinuevo, Tecnos, Madrid, 1995.

    PESSOA, F., Libro del desasosiego, tr. de Perfecto E. Cuadrado, Acantilado, Barcelona, 2013.

    PUELLES ROMERO, L., «Ficciones del yo. Exhibición y autobiografismo» en Figuras de la apariencia. Ensayos sobre arte y modernidad, Universidad de Málaga, Málaga, 2001.

    PUELLES ROMERO, L., «Hacerse único. Preliminares para una poética de la existencia» en Más que formas. Confluencias del arte y la vida, Abada Editores, Madrid, 2022.

    SARTRE, J.-P., La náusea, tr. de Aurora Bernárdez, Alianza Editorial, Madrid, 2011.

    UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida, Alianza Editorial, Madrid, 2008.

    Cristóbal Javier Rojas Gil es graduado en Filosofía y máster en Filosofía, Ciencia y Ciudadanía por la Universidad de Málaga. Actualmente es profesor de Filosofía e Historia de la Filosofía en IES César Manrique (Lanzarote).

    Líneas de investigación:

    Estética, con especial interés filosófico en el asunto del nihilismo y las variaciones del individuo en la contemporaneidad.

    Email: javirojasgil@gmail.com

1 L’usage des plaisirs y Le souci de soi son los subtítulos de los volúmenes segundo y tercero respectivamente (traducidos al español como El uso de los placeres y La inquietud de sí). El concepto de estética de la existencia, de hecho, aunque es tematizado y expuesto en el tercero de los volúmenes aludidos (véase Historia de la sexualidad. 3. La inquietud de sí en la bibliografía), aparece por vez primera durante las lecciones que imparte el filósofo en el Còllege francés a finales de los setenta y principios de los ochenta mientras reflexiona a propósito de la idea de parrhesía.

2 En Figuras de la apariencia puede leerse: «Mi propuesta consiste en desdibujar las rígidas lindes que las mantienen recíprocamente a salvo, e introducir entre ellas una tercera fórmula híbrida de las dos anteriores («sujeto estético» y «objeto artístico»), tensada entre estas dos: la de sujeto artístico (ni sujeto estético ni objeto artístico, sino sujeto artístico), con la cual poder abordar la identidad de una subjetividad que modela su existencia artísticamente» (2001: 106).

3 Para más información, consúltense las siguientes obras, incluidas más abajo en la bibliografía: Écrits sur l’art de Baudelaire, La obra maestra desconocida de Balzac y La duda de Cézanne de Merleau-Ponty.

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXX Nº2 (2025), pp. 1-18. ISSN: 1136-4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

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