El acierto de Damasio:
la información del afecto
Damasio’s insight: the information from affect
Andrea F. Melamed 1
Universidad de Buenos Aires - Instituto de Investigaciones Filosóficas
(SADAF/CONICET)
Recibido: 25/3/2024 Aceptado: 5/9/2024
RESUMEN
El libro de Antonio Damasio El error de Descartes (1994) constituye un hito en las discusiones en torno a la concepción de la mente humana en general y a las emociones en particular, tanto por su caracterización de las mismas como por el papel que desempeñan para nuestra economía mental.
En este artículo me propongo continuar el espíritu de la apuesta de Damasio para mostrar que las emociones no solamente son indispensables para la toma de decisiones y el cálculo racional, sino que son esenciales para la agencialidad. Para ello, comenzaré ofreciendo una breve reconstrucción de su propuesta, remarcando sus avances sobre la intuición original jamesiana (apartado I). En segundo lugar, me ocuparé de señalar el valor de las emociones para la agencialidad sintetizando el aporte directo que Damasio realizó con su hipótesis de los marcadores somáticos y, en segundo lugar, recogiendo otras contribuciones que refuerzan la tesis de la influencia de las emociones sobre otros aspectos de nuestra vida mental (apartado II). En la sección final (apartado III) sugeriré una clave de reinterpretación de los fenómenos presentados, con el fin de integrar lo que considero fue el acierto de Damasio, me refiero a la revolución implantada en el seno mismo de la conceptualización de las emociones y su importancia para la agencialidad.
PALABRAS CLAVE
Agencialidad, Cognición, Emociones, Damasio
ABSTRACT
Antonio Damasio’s book Descartes’ Error (1994) is a landmark in the discussions regarding human mind and emotions, both for its characterization of emotions and for the role they play in our mental economy. In this paper I intend to extend the spirit of Damasio’s approach showing that emotions are not only indispensable for decision making and rational thinking, but that they are also essential for agency. I will begin by offering a brief reconstruction of his proposal, emphasizing his improvements over the original Jamesian intuition (section I). Then, I will address the value of emotions for agency by synthesizing the contribution Damasio provided with his hypothesis of somatic markers and, secondly, by gathering other contributions that strengthen the argument for the influence of emotions on other aspects of our mental life (section II). Finally (section III) I will suggest a way of reinterpreting the phenomena presented, in order to integrate what I consider to be Damasio’s insight, namely the revolution introduced at core of the conceptualization of emotions and their importance for agency.
KEYWORDS
Agency, Cognition, Emotions, Damasio
Damasio recoge ciertas ideas provenientes de la teoría del sentir2 de William James, donde el cuerpo se sitúa en el centro de la escena emocional. La posición James es famosa por haber reorganizado el modo en que tradicionalmente se concebían a las emociones, esto es, como un estado psicológico interno resultado de la percepción de algún objeto o estado de cosas del medio ambiente, a su vez, causa de la expresión física, de la conducta propia o típica de la emoción en cuestión. De acuerdo con esta visión canónica, la percepción de un objeto o evento despierta un estado emocional que produce cierta manifestación, un conjunto de cambios corporales que son públicamente observables. De acuerdo con esta descripción, es la emoción (ya sea un episodio de miedo o de alegría) la responsable causal de la serie de cambios corporales, que por esto resultan asociados al tipo emocional y son concebidos como su expresión o manifestación. Resulta notable que en este esquema el cuerpo ya desempeña un rol importante, en tanto vehículo expresivo de la emoción. No obstante, es precisamente en contra de esa idea que James plantea, oponiéndose al modo estándar de concebir a las emociones, al afirmar: «Mi tesis es que los cambios corporales siguen directamente la percepción del hecho, y que nuestro sentir de esos mismos cambios mientras ocurren ES la emoción» (James, 1884, pp. 189-190; énfasis del autor). Es decir, el sentido común dicta que, si enfrentamos un peligro, entonces tenemos miedo y luego, por ello, huimos. La sugerencia de James apunta a invertir la secuencia anterior sin dejar fuera ninguna de las variables que intervienen. Según ésta, «un estado mental no es inducido inmediatamente por el otro, las manifestaciones corporales deben interponerse» (James, 1884, p. 190). De modo que lo correcto sería decir que, ante la amenaza de peligro, los cambios corporales surgen de modo automático e inmediato, y es la percepción de tales cambios fisiológicos y conductuales la razón por la que sentimos miedo: «… nos sentimos tristes porque lloramos, furiosos porque golpeamos, o asustados porque temblamos; no es que lloremos, golpeemos o temblemos porque estemos tristes, furiosos o asustados, como cabría esperar» (James, 1884, p. 190).
Damasio recupera las intuiciones de James, razón por la cual es comúnmente considerado uno de sus seguidores y a su propuesta como una teoría neojamesiana3. No obstante, el enfoque de Damasio, aun seguidor del espíritu de la propuesta original de James, se aparta de ésta en algunos puntos, formulando algunas objeciones. En particular, me interesa la crítica que recibe la teoría del feeling jamesiano por no haber hecho sitio para el proceso de evaluación de la situación que causa la emoción. Damasio considera que la descripción general jamesiana, aunque funciona bien para ciertas emociones que uno experimenta en la vida temprana, no hace justicia a las vacilaciones de Hamlet o Lady Macbeth (Damasio, 1994, p. 130). Es decir, si bien Damasio adopta una explicación jamesiana de las emociones, la circunscribe a las experiencias emocionales tempranas (en sentido ontogenético). El argumento fundamental que brinda proviene de la propia fenomenología de las emociones, una apelación a la intuición que tenemos de nuestras propias experiencias emocionales: «...en muchas circunstancias de nuestras vidas como seres sociales, sin embargo, sabemos que nuestras emociones son desencadenadas sólo después de un proceso mental evaluador, voluntario, no automático» (Damasio 1994, p. 130). El modo en que Damasio propone resolver esta ‘tensión’ es trazando una distinción entre emociones primarias (tempranas) y secundarias (adultas). La diferencia fundamental entre ellas es que el sistema primario de emociones, activo ya en las etapas iniciales de la vida, funciona de modo automático. Es decir, se encuentra cableado para responder de modo preorganizado con una emoción frente a la presencia de determinadas características del mundo –como, por ejemplo, cuando se percibe cierto tamaño (como en animales grandes), cierta envergadura (como en las águilas volando), tipo de movimiento (como en los reptiles), determinados sonidos (por ejemplo, gruñidos) o ciertas configuraciones de estados corporales (como el dolor sentido en un ataque cardíaco)–. Una vez procesadas esas características relevantes acontecerá inevitablemente el desencadenamiento de un estado corporal típico de la emoción de miedo –vía la detección de la amígdala, dentro del sistema límbico (Damasio, 1994, p. 131). Cabe destacar que el tipo de procesamiento requerido hasta aquí es sumamente imperfecto y fragmentario, es decir, la aparición del estado emocional de miedo no depende del reconocimiento completo del estímulo y la consiguiente categorización como ‘oso’ o ‘león’ (LeDoux, 1989; Zajonc, 1980). Todo lo que se requiere es que las cortezas sensoriales detecten los rasgos relevantes y lo comuniquen a la amígdala. Una vez activada la amígdala, ésta desencadena respuestas internas, musculares, viscerales (sistema autonómico) y endocrinas (a través del hipotálamo). Nótese, asimismo, que los mecanismos involucrados en el sistema primario de emociones son mecanismos íntegramente subcorticales. Lo que debe ser subrayado, sobre todo, es que el proceso en cuestión ya es en sí mismo un proceso emocional, de modo que las conductas y demás ‘manifestaciones’ que produce, son respuestas emocionales en sentido propio. En ese sentido, buena parte de lo que señalaba William James, encuentra justificación. Sin embargo, es precisamente aquí donde Damasio se aparta de la posición jamesiana. En primer lugar, puesto que, a pesar de que la respuesta emocional pueda por sí misma alcanzar algunos objetivos –entiéndase, por ejemplo, eludir un predador a través de la conducta de huida–, en la teoría general de Damasio, «el proceso no se detiene con los cambios corporales que definen una emoción» (Damasio, 1994, p. 132). Cabe recordar que James defendía que esos cambios corporales eran siempre sentidos en el momento en que ocurren (James, 1890, p. 745) y que la emoción propiamente dicha no era otra cosa que el sentir de esos cambios corporales mientras ocurren4. En segundo lugar, y en el núcleo de la crítica a James, Damasio le reprocha haber circunscripto su teoría de las emociones a lo que Damasio denominó «emociones primarias». Es decir, según Damasio, la teoría de James se aplica únicamente a las emociones ancladas biológicamente. De acuerdo con él, luego del disparo automático, no evaluativo, no deliberado, que presupone un procesamiento rudimentario, el proceso emocional no necesariamente finaliza. Al menos en los seres humanos, el ciclo continúa dando lugar al sentir (feeling) de la emoción en conexión con el objeto que la excitó, algo así como la percatación o el entendimiento del vínculo existente entre el objeto y el estado emocional del cuerpo (Damasio, 1994, p. 132). Y de allí a esta parte –i.e. a la aparición de las emociones secundarias– se verán involucrados otros aspectos que exceden lo meramente biológico/corporal/sensitivo, tales como, por ejemplo, cuestiones vinculadas al aprendizaje y la cultura.
¿Por qué alguien precisa volverse consciente de [cognizant] de esa relación? O más bien, ¿para qué involucrar a la conciencia si ya podíamos explicar la conducta de modo mínimo, apelando a procesos automáticos e inconscientes? La idea de Damasio es que la participación de la conciencia reportaría un conjunto de ventajas, vinculadas básicamente a la flexibilización de la conducta, a partir de las propias experiencias previas. En sus palabras:
El mecanismo de las emociones primarias no describe toda la gama de los comportamientos emocionales. Se trata, sin duda alguna, del mecanismo básico. Sin embargo, creo que en términos del desarrollo de un individuo, está seguido por mecanismos de emociones secundarias, que tienen lugar una vez hemos comenzado a experimentar sensaciones y a formar conexiones sistemáticas entre categorías de objetos y situaciones por un lado y emociones primarias, por el otro (Damasio, 1994, p. 134, las cursivas pertenecen al autor).
La participación de estos mecanismos secundarios conlleva la ampliación de la red neuronal-para incluir a la cortezas prefrontal y somatosensorial- pero más importante aún, es en el contexto de estas emociones secundarias donde se encuentra propiamente el sentir. Eso que, en la teoría del sentir jamesiana se presentaba de manera inseparable a los cambios corporales –en tanto los cambios corporales siempre eran sentidos mientras ocurrían, dando lugar a la emoción propiamente dicha– en la teoría de Damasio surgen ligados a este segundo momento5. Más allá de que Damasio apele a la distinción entre procesos automáticos e inconscientes (producto de mecanismos subcorticales) y procesos conscientes (que requieren la intervención de estructuras neocorticales), ésta no debe asumirse como la distinción decisiva que da lugar a los sistemas primario y secundario, en el sentido de que no funciona como una distinción tajante, ni suficiente para reconocer productos de uno u otro sistema. En particular, porque el sistema secundario depende y está constituido por los mecanismos de las emociones primarias (Damasio, 1994, p. 134), estrictamente, las emociones secundarias utilizan la maquinaria de las emociones primarias (Damasio, 1994, p. 137).
La peculiaridad de los sentires en Damasio es que «nos ofrecen la cognición de nuestro estado visceral y musculoesquelético en la medida en que éste se ve afectado por mecanismos preorganizados» (Damasio, 1994, p. 159). Pero aquí, Damasio no ha convertido a los sentires en estados cognitivos de orden superior, sino por el contrario, como mucho, ha reconcebido a algunos estados cognitivos como meros estados sensoriales o perceptuales. El punto fundamental es que los sentires nos hacen atender al cuerpo:
[Los sentires] nos dejan prestar atención al cuerpo ‘en vivo’, cuando nos ofrecen imágenes perceptuales del cuerpo, o ‘en diferido’, cuando nos ofrecen imágenes del estado corporal apropiado a ciertas circunstancias, como en el caso de los sentires ‘como si’» (Damasio, 1994, p. 159). Considero que este es, indudablemente, el gran mérito o acierto en la obra de Damasio: haber inaugurado el camino que conduce al reconocimiento del valor de las emociones en nuestra vida cognitiva. En el siguiente apartado me ocuparé de presentar esa idea, (a) sintetizando el aporte directo que Damasio realizó con su hipótesis de los marcadores somáticos (b) recogiendo otras contribuciones que refuerzan la tesis de Damasio.
(a) Decisión racional
Una de las actividades pretendidamente paradigmáticas de la actividad racional humana es la toma de decisiones, basada en un cálculo racional sobre diversos cursos de acción imaginables. Es decir, arribamos a determinadas decisiones sobre la base de cierto conjunto de información (objetiva o fría) sobre la que aplicamos silogismos prácticos puramente formales. Bajo este enfoque, la toma de decisiones no sólo resulta desencarnada -al punto de que un cerebro en una cubeta sería capaz de llevar adelante silogismos prácticos exitosos- sino que cualquier intervención del cuerpo y la afectividad parece no sólo innecesaria, sino desrecomendada.
De alguna manera, esta pintura bajo la cual la toma de decisión es el resultado de la ejecución de una especie de algoritmo o mecanismo de razonamiento, supone que el sujeto que decide sopese todos los cursos de acción posibles, con sus consecuencias ventajosas y perniciosas, que estos puedan ser evaluados cuantitativamente y los resultados ser comparados entre sí: el escenario A arroja un resultado x, el B un resultado x+2, de modo que lo más razonable (lo mejor para mí y los míos) es elegir B. Sorprendió, entonces, a Antonio Damasio (1994) la historia de Phineas Gage, quien tras sufrir un gravísimo accidente (una barra de hierro atravesó su cabeza) conservaba sus capacidades motoras, perceptivas (podía ver, sentir y oír) y cognitivas (atención, memoria y lenguaje estaban intactos); y sin embargo, fallaba sistemáticamente en las decisiones concernientes a cuestiones personales y sociales, al punto de no poder conservar su antiguo trabajo, perder su familia, etc. A partir del estudio de este caso y de otros casos clínicos, Damasio propone un abordaje alternativo a la perspectiva clásica: la hipótesis de los marcadores somáticos (cf. Damasio et al. 1991). Según esta hipótesis, la proyección e imaginación de escenarios alternativos, si bien son necesarias, no son suficientes. El éxito de las elecciones no obedece a la contemplación fría u objetiva de aquellos escenarios operando un cálculo formal sobre las opciones consideradas. La razón por la que Gage fracasa socialmente se explica por una falencia dentro de otro sistema, el límbico, responsable de las reacciones afectivas o emocionales.
La hipótesis del marcador somático postula que antes de que se desplieguen los análisis de costo/beneficio de cada plan de acción posible, es decir, antes de completar la puesta en marcha del razonamiento práctico, ocurre algo: la consideración de la alternativa que conlleva un resultado negativo enciende en el cuerpo una sensación [feeling] desagradable, es decir, aparece de inmediato una marca corporal (somática) que alerta al individuo sobre los efectos negativos de esa opción. En otras palabras, en los procesos de toma de decisión se activan los circuitos neuronales vinculados a las reacciones afectivas, que advierten sobre el peligro potencial de tomar cierto curso de acción. Al mismo tiempo, existirían también marcadores somáticos positivos, sensaciones de refuerzo que, en lugar de llevarnos a descartar ciertas opciones, nos brindan incentivos para tomar ese camino. Los marcadores somáticos pueden llevarnos a descartar rápida e irreflexivamente un curso de acción, favoreciendo la elección de otra alternativa, o incluso disminuyendo el número de posibilidades sobre las que operar la elección. La hipótesis del marcador somático no reemplaza por completo a la versión racionalista canónica, sino que la complementa: los marcadores somáticos colaboran en la señalización de opciones, subrayándolas negativa o positivamente.
Damasio relata las dificultades con las que se encontró cuando intentó concertar una nueva entrevista con un paciente que también había sufrido una lesión prefrontal ventromedial y cuyos relatos de acontecimientos recientes en su vida (que para cualquier persona habrían conllevado sensaciones de peligro) eran completamente fríos y desapasionados. Al paciente le presentaron dos opciones de fechas para que eligiera, que el paciente contempló durante media hora, mientras comentaba quehaceres pendientes y compromisos asumidos para esos días, posibles condiciones meteorológicas y otro conjunto de cosas que se le ocurrían vinculadas a una simple cita. Ante la falta de resolución, los interlocutores –unilateralmente– fijaron la cita para la segunda opción, lo que el paciente no objetó, respondiendo «Me parece bien». En resumen, ante la ausencia de marcación corporal, i.e., de señalización de la mejor/peor opción, quedó paralizado, incluso cuando estamos frente a ¡solo dos! opciones. En pocas palabras, sin la ayuda del cuerpo y sus sensaciones afectivas, la pura contemplación racional de cursos de acción posibles (con todas sus ramificaciones) se convierte en una tarea infinita, imposible de resolver por una mente finita de manera racional. La falta de señalización, esto es, de una adecuada conducción de la atención, o bien nos deja paralizados, sin resolución, sin poder de decisión, o bien, frente a la inminencia o necesidad de decidir, la elección resultante es aleatoria, infundada.
La distinción de Damasio (1994) entre sistemas primario y secundario permitiría explicar por qué tenemos miedo en casos tan diferentes como el encuentro inesperado con una serpiente en el bosque y la noticia de que hay una corrida bancaria. En términos generales, todos tendríamos miedo si nos encontráramos con una serpiente en nuestro paseo dominical por el bosque, básicamente porque existen algunas asociaciones (por ejemplo, víbora-peligro) innatas, que dan lugar a respuestas fisiológicas ineludiblemente. Sin embargo, solo algunos tendrán temor al conocer la noticia de la quiebra de un banco privado, solo algunos sentirán el peligro que ello implica, solo algunos sentirán miedo. Naturalmente esto obedece a que esta noticia implica un peligro real inmediato únicamente para un subconjunto de personas –quienes trabajan allí o quienes poseen cuentas en aquel banco–, e incluso un peligro mediato para otro subconjunto –familiares de empleados o clientes–, mientras para otro sector de la población no significa cambio alguno y, en ese sentido, no conlleva para ellos ninguna consecuencia negativa. En síntesis, estamos constantemente creando nuevas asociaciones de experiencias que nos revelan situaciones de peligro, y el mérito lo tiene el sistema de emociones secundarias.
Los marcadores somáticos que intervienen en la toma de decisiones están basados precisamente en las emociones secundarias. La aparición de marcadores somáticos dependerá tanto de que el cerebro sea normal (que no haya circuitos neuronales dañados) como de las características propias de la cultura en la que está inmerso el sujeto, y se acumularán progresivamente. Es decir, la adquisición de marcadores somáticos –i.e., la experiencia que tengamos para enfrentar situaciones complejas en la vida cotidiana– es una tarea empírica, cultural (que incluye convenciones sociales y normas éticas) y constante. De esta manera, distintos acontecimientos de nuestra vida resultan acompañados de reacciones afectivas (positivas o negativas, que configuran preferencia o rechazo), dando lugar a acontecimientos cargados de valencias (positivas o negativas) que se acumulan en nuestra memoria; así los estados somáticos (afectivos) operan simultáneamente como un «marcador para el valor de lo que se representa, y como un amplificador para la atención y la memoria» (Damasio 1994, p. 198). Y es precisamente esa doble función la que desempeña un rol fundamental en la racionalidad humana. Las emociones están sostenidas por mecanismos biológicos pero no son meramente reacciones automáticas, independientes de nuestras creencias acerca del mundo, por el contrario, su forma conocida resulta de nuestras prácticas culturales, de nuestras creencias, nuestras formas de vida (Pérez y Melamed, 2020, p. 214).
(b) Percepción
Concedida la importancia de las emociones para la racionalidad y la vida social, todavía podría pensarse que toda otra parte de nuestra vida mental sucede con independencia de lo que dictan nuestras emociones. Sin embargo, existen buenas razones para pensar que ciertos fenómenos emocionales participan también de otros procesos psicológicos tradicionalmente concebidos como procesos cognitivos.
Considérese el caso de los pacientes que padecen Síndrome de Capgras, patología neuropsiquiátrica que se caracteriza porque quienes la sufren tienen la creencia de que ciertos sujetos significativos en sus vidas han sido reemplazados por impostores, robots o extraterrestres (cf. Ellis y de Pauw 1994; Ellis y Lewis 2001). Lo más paradójico –y a la vez interesante– es que los pacientes que padecen este síndrome de Capgras son capaces de reconocer una cara y, al mismo tiempo, de negar su autenticidad: no reconocen a la persona como tal. Este síndrome se distingue de otro desorden neurológico, la prosopagnosia (o ceguera facial, una forma especial de agnosia visual), caracterizado por la incapacidad de reconocer rostros específicamente. Eso muestra que el delirio de Capgras se desarrolla en el contexto de un procesamiento perceptivo que se encuentra intacto, pues el paciente reconoce que los ‘impostores’ se parecen a los originales, es decir, hay reconocimiento perceptivo. Ramachandran y Blakeslee (1998) estudiaron el caso de David, un muchacho que sufrió un accidente automovilístico severo, luego del cual comenzó a manifestar síntomas compatibles con el síndrome de Capgras. Ellos sostienen que en el accidente podrían haberse dañado selectivamente ciertas fibras de la vía que conecta la circunvolución fusiforme, dejando completamente intactas las estructuras relacionadas con el significado y el lenguaje. En efecto, David aún conocía la cara de su madre y recuerda todo acerca de ella. La amígdala y el resto del sistema límbico tampoco están afectados, por lo que aún puede sentir ciertas emociones. Ellos postularon que es el vínculo entre percepción y emoción lo que ha sido interrumpido, de modo que el rostro de su madre ya no provoca las esperadas sensaciones de afecto 6. Dicho de otro modo, hay reconocimiento, pero sin la sacudida emocional que cabría esperar. Este desajuste entre la información perceptiva (fría) y la información afectiva (valorativa) lleva al sujeto a racionalizar su (falta de) reacción emocional, dando lugar a la creencia de que está frente a una persona distinta de aquella con la que se tiene el vínculo afectivo. Desde esta perspectiva, el síndrome de Capgras se produce por una ruptura a nivel neuroanatómico (la ruta que llega directamente a la amígdala) que bloquea la generación de sensaciones emocionales, y consecuentemente da lugar al delirio del impostor (cf. Ramachandran 2011; Ramachandran y Blakeslee 1998). En resumen, Ramachandran y Blakeslee sugieren que este delirio se origina por la ausencia de la respuesta emocional esperada frente a ciertas personas, por lo que el paciente acaba presumiendo que aquellos sujetos con los que está interactuando no son quienes parecen ser. Esto afianza la idea de que las emociones contribuyen tempranamente en la configuración de objetos y luego en la generación de creencias, de igual modo que su ausencia, en casos donde éstas son esperables, dan lugar a un conjunto de creencias delirantes:
Quizás el único modo en que el cerebro puede afrontar ese dilema es dándole una explicación racional con la conclusión de que ella es una impostora. Parece una racionalización extrema, pero el cerebro detesta las discrepancias de cualquier clase, y a veces la única salida es un delirio absurdamente rebuscado. (Ramachandran, 2011, p. 115)
Que «lo que vemos» no es solo la imagen de los objetos proyectada en nuestra retina no constituye ninguna novedad, sin embargo, este abordaje neurobiológico del síndrome de Capgras nos revela un dato sumamente interesante sobre la percepción: es que, entre la información que se agrega a las imágenes retinianas brutas y las modifica (razón por la cual, frente al antílope/pájaro, algunos ven un antílope y otros ven un pájaro (Hanson, 1971), se encuentra presente cierta información emotiva. Esto afianza la idea de que las emociones participan en la generación de creencias, de igual modo que su ausencia, en casos donde son esperadas, dan lugar a un conjunto de creencias delirantes, irracionales.
Existe otro caso de análisis relevante que respalda la idea de que la percepción se vale de determinados indicios provenientes de los sistemas emocionales, esto es, de que cierta información afectiva es utilizada durante los procesos perceptivos, contribuyendo a la conformación de los objetos. Oliver Sacks (2009) presenta el caso de un paciente, Clive7, quien producto de una infección cerebral, sufría de una amnesia tan severa que además de afectar su memoria del pasado (amnesia retrógrada) apenas podía recordar unos pocos segundos (amnesia anterógrada): «era como si cada momento que estaba despierto fuera el primer momento en que estaba despierto. Clive estaba bajo la constante impresión de que acababa de salir de la inconsciencia porque no tenía prueba alguna de que su mente estuviera despierta antes» (Sacks, 2009, p. 229). Producto de la amnesia retrógrada, todos los recuerdos de su vida habían sido borrados, incluyendo el tiempo en que conoció y se enamoró de su esposa, Deborah. Sin embargo, «siempre reconoció a Deborah como su mujer cuando lo visitaba, y su presencia lo anclaba a la realidad, sin ella estaba perdido» (Sacks, 2009, p. 242). No obstante, Clive era incapaz de describir a Deborah en su ausencia, es decir, no podía decir qué aspecto tenía si no estaba frente a ella. Entonces, ¿cómo era capaz de reconocerla? Sacks postula que «la manera en que se tratan mutuamente, la intensidad de sus emociones e interacciones: todo eso confirma la identidad de ella, y la de él» (Sacks, 2009, p. 244).
La presentación de Sacks nos permite resaltar cuánto de nuestra vida mental está anclada a información afectiva, y cómo esta información contribuye a la constitución de objetos perceptivos. Como dice Döring (2010) las emociones son significativas e incluso indispensables para la agencia, aunque no en términos de control, sino como fuente indispensable de conocimiento práctico.
La consideración de casos patológicos echa luz sobre ciertos fenómenos que –cuando todo va bien– acontecen silenciosamente, pero cuya existencia (e importancia) se ponen de manifiesto tan pronto como estos comienzan a fallar: tanto en el caso de Phineas Gage como el de los pacientes con Síndrome de Capgras. Por fortuna, también disponemos de un caso paradigmáticamente opuesto, en el que todo parece fallar, a excepción de ciertos sistemas afectivos, como presenté hacia el final del último apartado.
Ahora bien, luego de la consideración conjunta de esta evidencia, es posible formular una hipótesis más general sobre la influencia de las emociones sobre los mecanismos o sistemas cognitivos. En ese sentido, el propósito de este apartado es señalar un modo en el que este enfoque inaugurado por los descubrimientos de Damasio podría formar parte de una conceptualización más completa de las interacciones entre pensamiento y sentires. De este modo, sus hallazgos quedarían integrados dentro un marco más general y ambicioso: la idea de que las emociones proporcionan información genuina, que a su vez es utilizada por el resto de los sistemas cognitivos. Me refiero específicamente a lo que se denomina «la hipótesis del afecto como información» [affect-as-information hypothesis] (Schwarz & Clore, 1988).
De acuerdo con la hipótesis del afecto como información, nuestros sentires [feelings] nos proporcionan información relevante: del mismo modo que nuestras sonrisas y gestos de desaprobación brindan información a los demás acerca de nuestras apreciaciones, nuestros sentires positivos y negativos nos proporcionan esa información a nosotros mismos. Esto no significa que seamos conscientes de ello en todo momento, ni que se requiera una atribución consciente del sentir al objeto que lo despierta (Schwartz, 2012). Por el contrario, como tantos otros procesos psicológicos, las valoraciones afectivas suelen ser inconscientes. De ahí que disponer de información evaluativa a partir de los sentires afectivos pueda ser de gran utilidad. La hipótesis del afecto como información supone que los sentires de las personas son informativos respecto de lo que les gusta, quieren y valoran, de modo tal que las creencias acerca de lo que uno valora deben validarse por reacciones afectivas corporales, y cuando no lo hacen, la persona se enfrenta a un problema epistémico (Clore y Bar-Anan, 2007).
En pocas palabras, el punto de vista del afecto como información defiende que estamos informados por nuestro afecto -aunque lo produzcamos nosotros mismos-. Una defensa más reciente de esta idea proviene de Lisa Feldman Barrett, quien señala que:
[es] el afecto [el que] nos lleva a creer que los objetos y las personas del mundo son intrínsecamente negativos o positivos. Las fotografías de gatitos se consideran agradables. Las fotografías de cadáveres humanos en descomposición se consideran desagradables. Pero estas imágenes no tienen propiedades afectivas en su interior [...] experimentamos el afecto como una propiedad de un objeto o acontecimiento del mundo exterior, en lugar de como nuestra propia experiencia. (Barrett, 2017 p. 75).
Aquí se muestra cómo el orden causal se invierte: las cosas no son buenas o malas, sino que resultan agradables o desagradables en virtud de las reacciones afectivas que causan en quienes las experimentan: el afecto aporta información. La perspectiva del afecto como información, contradice la versión tradicional según la cual las actitudes y evaluaciones que tenemos hacia las cosas dependen de las creencias de los sujetos. Nótese cómo esto ya había sido previsto por Robert Zajonc, cuando defendía que los afectos no necesitaban inferencias: «Compramos los autos que nos ‘gustan’, elegimos los empleos y las casas que encontramos ‘atractivas’, y luego justificamos esas elecciones por varias razones que parezcan convincentes a otros, que nos preguntarán «¿Por qué ese auto?» o «¿Por qué esa casa?» Nosotros no necesitamos convencernos. Nosotros sabemos qué queremos» (Zajonc, 1980, p. 155; las cursivas pertenecen al autor). O, como dirían Schwarz y Clore (1988), que nos guste esto o aquello resulta de cómo aquello nos hace sentir, como si implícitamente realizáramos juicios preguntándonos: «¿Cómo me siento al respecto?». El mero uso de los propios afectos como información no requiere ninguna atribución consciente, sin embargo, las personas suelen considerar que sus pensamientos y sentimientos son acerca de lo que está en el foco de su atención (Schwartz, 2012).
Es importante señalar que la información de la que habla la teoría es información experiencial y no conceptual (Clore, Gasper y Garvin, 2001, p. 125). Por ejemplo, el afecto positivo puede experimentarse como agrado o éxito, en lugar de activar conceptos sobre agrado o éxito. Sin embargo, por sí mismo, el afecto es simplemente una forma experiencial de bondad o maldad. Su valor informativo depende del objeto al que se atribuya esta experiencia de bondad o maldad. El enfoque del afecto como información no solo funciona en contextos de evaluación de objetos, en casos donde el objetivo es resolver un problema, las reacciones afectivas pueden tener una influencia diferente: como feedback acerca de nuestra habilidad para llevar adelante la tarea. Es decir, si cuando nos enfocamos en conocer objetos, las reacciones afectivas resultan informativas en términos valorativos de agrado o desagrado, cuando de lo que se trata es de efectuar una actividad, las reacciones afectivas son experimentadas como credulidad o duda sobre la información disponible, dando lugar a una mayor (o menor) confianza en las propias creencias y expectativas (Clore, Gasper y Garvin, 2001).
En síntesis, el enfoque del afecto como información defiende que las sensaciones emocionales sirven como retroalimentación afectiva que guía el juicio, la toma de decisiones y el procesamiento de la información. En este sentido, los descubrimientos de Damasio respecto la importancia cabal de las emociones para la toma de decisión (apartado II, parte a), así como la relevancia de los afectos para la conformación de objetos perceptivos (apartado II, parte b), podrían ser incorporados dentro del marco más general del enfoque del afecto como información8.
En este artículo me propuse ofrecer cierta continuidad al enfoque planteado por Antonio Damasio en El error de Descartes, subrayando la función esencial de las emociones no solo en la toma de decisiones y el cálculo racional, sino también en otros aspectos centrales de nuestra vida mental. A partir de la reconstrucción de su propuesta, he destacado cómo su hipótesis de los marcadores somáticos marca un punto de inflexión en la conceptualización de las emociones, tanto por su caracterización de las mismas como por el rol que ocupan en nuestra economía mental–. Valiéndome además de la revisión de otras contribuciones que robustecen la tesis de la influencia de las emociones sobre muchos aspectos de nuestra vida mental, he sugerido, además, una clave de reinterpretación que podría que podría dar lugar a la integración de estos hallazgos. En pocas palabras, señalé que el enfoque del afecto como información, al defender que las sensaciones emocionales sirven como retroalimentación afectiva que guía el juicio, la toma de decisiones y el procesamiento de la información, posibilitaría la unificación de estas propuestas dentro de un marco más amplio.
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Andrea Florencia Melamed es docente de la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y profesional asistente en el Instituto de Investigaciones Filosóficas (Sociedad Argentina de Análisis Filosófico-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas)
Líneas de investigación:
Filosofía de la mente, Filosofía de la psicología, Filosofía de las emociones y la afectividad, poscognitivismo.
Publicaciones recientes:
(2023) De qué hablamos cuando hablamos de emoción: una exploración filosófica, Buenos Aires, Editorial Teseo, ISBN 978-987-723-394-0
(2022). «Sobre la irreductibilidad del debate entre teorías somáticas y cognitivas de las emociones». Tópicos. Revista De Filosofía De Santa Fe, (43), 200–223. https://doi.org/10.14409/topicos.v0i43.11894
Email: afmelamed@filo.uba.ar
1 Este trabajo fue realizado en el marco de los proyectos PICT-2019-02605 de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (AGENCIA I+D+i) y PIP 11220210100725CO (CONICET).
2 La traducción del término inglés ‘feeling’ es problemática. Algunos han optado por traducirlo como ‘sentimiento’ (por ejemplo, la traducción española de Kandel, Schwartz y Jessell (1997), elección que propicia la confusión con el ‘sentiment’, que es claramente otra cosa por ejemplo, –Prinz (2004, pp. 189-190) se ocupa de ellos–. Otra traducción posible es ‘sensación’, pero esta traducción tampoco es completamente satisfactoria, puesto que como señala Hacker (2009) las sensaciones son sólo un subtipo o especie del género ‘feeling’, que también incluye percepciones, afecciones y apetitos como otras subclases. De modo que hablar de sensaciones podría llevar a desatender a las otras subclases de feelings. Es por ello, que opté por traducir ‘feelings’ por ‘sentires’, buscando subrayar la raíz semántica ‘feel’, ‘sentir’, pero evitando su identificación estrictamente ni con sentimientos, ni con las sensaciones (que, entre otras cosas, carecen de intencionalidad).
3 La inclusión de Damasio entre los neojamesianos puede resultar polémica para algunos, entre ellos Deigh (2014) lo excluye del selecto grupo de continuadores de la teoría del feeling, y postula que los neojamesianos, en rigor, rechazan la escisión que Damasio traza entre emociones y sentires. La razón principal por la que yo sostengo que Damasio debe ser considerado un seguidor del espíritu del proyecto jamesiano, pero no un jamesiano propiamente dicho, es precisamente porque sus emociones primarias coincidirían con las emociones básicas de James, al mismo tiempo que desarticula la identificación defendida por James entre emoción y sentires.
4 También Jesse Prinz (2005a, 2005b) quien detecta cierto solapamiento conceptual dentro de la posición jamesiana entre la percepción de los cambios corporales y el sentir que de ellos tenemos, y que es él quien consigue la distinción conceptual que da lugar, entre otras cosas, a la posibilidad de que existan emociones inconscientes.
5 Una idea muy similar es defendida por algunos otros autores, con igual espíritu neojamesiano: Prinz distingue entre el sentir y la percepción de los cambios corporales, siendo que sólo el primero es estrictamente consciente, al tiempo que pueden existir percepciones inconscientes de esos cambios (Prinz, 2005a, p. 17); también Peter Goldie (2000) traza una distinción equivalente, en sus términos, entre el sentir corporal [bodily feeling], el ‘sentir hacia’ [feeling forward] y la conciencia reflexiva del sentir, ésta consciente y deliberada, propio de los seres humanos adultos.
6 Aunque la etiología del síndrome y los mecanismos específicos que lo subyacen continúan siendo objeto de debate, la relación entre el síndrome y la ausencia de experiencia afectiva esperable surge del artículo seminal de Capgras y Reboul-Lachaux, donde afirman que «el delirio de los dobles (...) no es realmente una ilusión sensorial, sino más bien la conclusión de un juicio emocional» (Capgras y Reboul-Lachaux, 1923).
7 La historia de Clive fue documentada además por Jonathan Miller para la BBC, Prisoner of Consciousness, 1986.
8 Una defensa de la hipótesis del afecto como información más allá de este punto excede los objetivos de este artículo (puede consultarse Schwarz, 2012; Schwarz & Clore, 1988; Clore & Bar-Anan, 2007; Clore, Gasper & Garvin, 2001; entre otros).
© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXIX Nº1 (2024), pp. 39-54. ISSN: 1136-4076
Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras
Campus de Teatinos, E-29071 Málaga (España)