¿Sigue equivocado Descartes
tres décadas después?
Is Descartes still wrong three decades later?
Camilo José Cela Conde
Universidad de las Islas Baleares
Recibido: 15/9/2023 Aceptado: 28/12/2023
Resumen
Hace treinta años apareció un libro que estaba destinado a tener un gran impacto: Descartes’ Error. Su autor era Antonio Damasio (1994) y, tras su aparición en inglés, se sucedieron tanto las críticas, positivas en su mayor parte, como las traducciones que incluyeron la de lengua castellana. Cuatro años después, en 1999, la revista Enrahonar publicó un número especial dedicado al filósofo francés, festejando con algo de retraso el haberse cumplido cuatrocientos años desde su nacimiento en 1596. En el homenaje de Enrahonar apareció un artículo que repasaba la lectura de Descartes por parte de Damasio. Volvamos ahora, aprovechando parte de lo escrito desde entonces, sobre las claves que nos proporcionan las neurociencias hoy día acerca de la relación entre mente y cerebro que comenzó a sopesar Descartes.
Palabras claves:
Mente, cerebro, redes neuronales, Descartes, Damasio
Abstract
Thirty years ago a book appeared that was destined to have a great impact: Descartes’ Error. Its author was Antonio Damasio (1994) and, after its appearance in English, there were many reviews, mostly positive, as well as translations that included the Spanish language. Four years later, in 1999, the journal Enrahonar published a special issue dedicated to the French philosopher, celebrating, somewhat belatedly, the four Centuries since his birth in 1596. In Enrahonar’s tribute an article appeared that reviewed Descartes’ reading by Damasio. Let’s return now, taking advantage of some of what has been written since then, about the keys that neuroscience provides us today about the relationship between mind and brain that Descartes began to consider.
Keywords:
Mind, brain, neural networks, Descartes, Damasio
Antonio Damasio escribió su libro basándose, claro es, en el error en el que cayó Descartes. Sin embargo éste, Descartes, no cometió sólo uno. Sin ir más lejos, su teoría de la circulación de la sangre como conjunto de partículas diminutas que se volatilizan en forma de espíritus animales y contribuyen así a acortar los músculos, hinchándolos como un globo, es una idea por supuesto equivocada. Damasio mencionaba ese error en su libro, pero tan solo para dejarlo de lado. Tiene sentido esa indiferencia porque la importancia de tal equivocación es mínima; tan pequeña como el propio peso de la teoría cartesiana de la circulación sanguínea por lo que hace a la ciencia médica imperante hoy.
El error al que se refiere Damasio en el título de su libro es otro; uno de gran trascendencia para el pensamiento posterior y que, sin embargo, no se aborda hasta el último de los capítulos.
Vayamos con él. Descartes sostuvo en su momento que mente y cerebro, res cogitans y res extensa, son entidades separadas por completo. Cualquier filósofo sabe casi de memoria que en el Discurso del Método se define la res cogitans como «la sustancia cuya esencia o naturaleza no reside sino en pensar, y que tal sustancia, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suerte que este yo, el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo» (Discurso del Método, edición de Guillermo Quintás Alonso, Madrid, Alfaguara, 1981, p. 25).
Quizá lo más sorprendente de una afirmación así sea que constituye de hecho el fundamento sobre el que pudo generarse en el siglo XX la primera ciencia cognitiva de la mano de la metáfora de la computadora. Al desechar como significativa toda cosa material, cabía hacer caso omiso de cualquier conocimiento de neuroanatomía, neurofisiología o neuroquímica, cosa que permitió un desarrollo muy rápido del paradigma cognitivista. Es esa separación entre neurociencia anatómico-funcional y neurociencia cognitiva la que indignó a Damasio, mucho más que el error remoto con el que Descartes planteó su dualismo radical.
Damasio (1994) estaba en contra de la separación entre mente y cuerpo por razones que tienen que ver con el funcionamiento de las áreas corticales, especialidad en la que su equipo tiene una talla mundial. El estudio de las lesiones cerebrales (y Descartes’ Error es, sobre todo, el análisis pormenorizado de algunos de esos casos) llevó a concluir que ciertos procesos mentales a los que consideramos, de la mano de Descartes, como propios de la actividad humana más excelsa –es decir, los del pensamiento racional– dependen íntimamente de otros fenómenos que, para simplificar, podríamos llamar «inferiores». O sea, de actividades cerebrales situadas en zonas más profundas del cerebro, las denominadas «reptilianas», que se encargan del control de las emociones.
Es obvio que las computadoras carecen de emociones, si dejamos de lado la tendencia muy sospechosa a estropearse cuando más las necesitamos. Eso quiere decir que, desde el punto de vista del funcionamiento del conjunto mente/cerebro, la metáfora de la computadora que surgió, formalmente, en el transcurso de una famosa conferencia que tuvo lugar en Dartmouth en 1956 (mencionada por Damasio, 1994), inaugurando el crecimiento espectacular de la ciencia cognitiva, es inaplicable: la mente no funciona como el software, ni es ajena en absoluto al hardware, en este caso al cerebro y al resto del cuerpo.
El dualismo esencial de la metáfora de la computadora resulta, pues, una equivocación. La separación original de Descartes entre res cogitans y res extensa, también. Como dijo Damasio (1994, p. 123), la regulación del cuerpo, la supervivencia y el funcionamiento mental están estrechamente interrelacionados. Su articulación se efectúa al nivel de los tejidos biológicos, y reposa en señales eléctricas y químicas, es decir, en unos elementos que Descartes incluye (los mencione o no) en la res extensa alejándolos de la actividad mental.
Repasemos, pues, cómo se resolvía hace treinta años ese error mantenido desde Descartes a la teoría computacional de la mente. Esta última, ya sea la de tipo clásico (la de Newell y Simons, 1956) o la formulada a través del conexionismo propio de la escuela del PDP (procesamiento distribuido en paralelo; Rumelhart & McClelland, 1986), sostiene que el cerebro es un dispositivo de procesamiento de la información. Eso quiere decir, de manera textual, que existe una información «objetiva» en el medio ambiente que, por medio de los sistemas sensoriales de entrada del campo de estímulos llega de forma más o menos compleja hasta el cerebro donde se manipula, transforma, almacena y recupera. Un ser humano puede recibir esa información. Un animal y una máquina, también. Y lo pueden hacer de forma tan sutil y compleja que resulte imposible distinguir si el procesamiento lo lleva a cabo una computadora o un ser humano. El test de Turing se basa en tal hipótesis de la semejanza entre el funcionamiento de máquina y cerebro, y constituye uno de los más firmes cuerpos de razonamiento de la metáfora de la computadora. De este modo, como paradoja curiosa, el dualismo mente/cuerpo cartesiano sirve para identificar los procesos mentales tanto de animales y máquinas como de seres humanos aun cuando Descartes estableciese una barrera esencial para otorgar esa capacidad de conocimiento sólo a estos últimos.
En el artículo anterior (Cela Conde & Marty, 1999) repasábamos la alternativa radical a la forma de ver las cosas que llevó a cabo Damasio al reivindicar el papel de la emoción en la toma de decisiones racionales. Damasio (1994) enfatizó que, si se pierde la capacidad para experimentar emociones, resulta imposible llevar a cabo las tareas propias del pensamiento racional; es decir, lo contrario de lo que damos por cierto al animar a quien tiene que tomar decisiones importantes a que afronte el problema de la forma lo más fría y desapasionada posible. Treinta años después, seguimos pensando lo mismo que indicó Damasio. ¿Qué ha cambiado, entonces?
Para poder responder a esa pregunta, vayamos con los aspectos de comunicación entre áreas cerebrales que permiten establecer el puente, negado por Descartes, que existe entre mente y cerebro.
El examen de lesiones cerebrales al estilo de la sufrida en 1861 por el ingeniero Phineas Gage llevó al equipo de Damasio (Hana Damasio et al , 1994) a concluir que la lesión de Phineas Gage no había involucrado el área de Broca o la corteza motora: afectaba a la región ventromedial de ambos lóbulos frontales, respetando la zona dorsolateral. Lo que sucedía, pues, es que la lesión sufrida interrumpía las conexiones neuronales entre la corteza frontal y las zonas profundas de la amígdala y el hipotálamo. Hana Damasio y colaboradores (1994) identificaron así un patrón neuroanatómico propio no solo del caso de Gage sino también de otros pacientes actuales con daños frontales que conduce a un serio problema cognitivo: quienes padecen ese tipo de lesiones son capaces de abordar la lógica de un problema abstracto y de realizar cálculos para resolverlo, pero pierden la habilidad para tomar decisiones racionales y, en lo personal y social. se encuentran con severos problemas. En palabras de los autores:
El establecimiento de tal patrón ha llevado a la hipótesis de que la emoción y su subyacente la maquinaria neuronal participa en las decisiones que se llevan a cabo dentro del dominio social y plantea la posibilidad de que la participación dependa de la región frontal ventromedial. Esta región está recíprocamente conectada con núcleos subcorticales que controlan regulación biológica, procesamiento emocional, y la cognición social y el comportamiento, por ejemplo, en la amígdala y el hipotálamo. (Hana Damasio et al, 1994, p. 1104).
En esencia, hace 30 años las hipótesis acerca del funcionamiento de la maquinaria mental llevaban a suponer que determinadas áreas neuronales se encargaban del control de las capacidades cognitivas; en este caso, la toma de decisiones en el ámbito social sería controlada por las regiones corticales frontales mientras que el procesamiento emocional estaría en manos de núcleos subcorticales. Pero Hana Damasio y colaboradores (1994) indicaron ya en su trabajo un aspecto crucial: la conexión recíproca que se produce entre esas dos grandes regiones neuronales y que, cuando se interrumpe, lleva a la incapacidad para poder tomar ciertas decisiones.
Dicho de otro modo, el planteamiento del equipo de Damasio dio un primer paso hacia la superación del paradigma localizacionista– que identifica de forma directa y recíproca áreas cerebrales con funciones cognitivas– para entrar en el camino en exploración de las redes neuronales como sustrato del pensamiento. De la mano de ese cambio paradigmático aparece la clave necesaria para poder superar el error de Descartes.
Pese a las limitaciones obvias que tiene el planteamiento ontológico del dualismo cartesiano, la verdad es que se ha mantenido vivo durante siglos. En mi opinión, ni siquiera se ha podido tratar de superar hasta la propuesta hecha por el funcionalismo cognitivo (en la obra de Rodolfo Llinás, por ejemplo) acerca de las relaciones entre mente y cerebro. Para la escuela funcionalista, la entidad a la que llamamos «mente» en el lenguaje común no es otra cosa que un estado funcional del cerebro (Llinás, 1987, pp. 339-358). Se trata de un punto de vista extendido en los enfoques del funcionalismo computacional y aceptado hoy incluso por los científicos dualistas.
Pero ¿qué es un estado funcional del cerebro? Pongamos el caso de la visión. Imaginemos que observamos acercarse a alguien y nos damos cuenta de que se trata de una persona a la que conocemos desde hace mucho tiempo. Nuestro cerebro procesa esa información acumulando por separado datos sensoriales que se refieren a la forma, el color, el movimiento, el sonido –si el visitante le ha hablado a alguien–, la memoria y, de forma segura, las emociones. Distintas áreas del cerebro están implicadas en la construcción de cada uno de esos componentes. Así sucede, por ejemplo, con las diversas pautas visuales del reconocimiento de los objetos y su localización espacial. La amalgama de tales respuestas cerebrales parciales se produce mediante una interconexión entre distintas neuronas situadas en lugares diversos y alejados entre sí del cerebro que, al comunicarse, forman una red.
Estamos ya pues en condiciones de precisar lo que es un estado funcional del cerebro. Se trata del episodio en el que determinadas neuronas componen una red temporal gracias a la sincronización que se establece entre la actividad de todas ellas. Determinar las características de las redes relacionadas con los procesos de pensamiento forma parte de los principales objetivos que la neurociencia cognitiva tiene planteados en este momento.
Se puede ir más allá en las explicaciones acerca de cómo cabe detectar e interpretar las redes funcionales pero no es nada fácil. No obstante, a los efectos del propósito de estas cuartillas bastará con dar por bueno que la conexión entre mente y cerebro se produce merced a la dinámica (al cambio a lo largo del tiempo) de las redes cerebrales. Tales redes son propias de cada especie y también son peculiares hasta cierto punto para cada individuo. En consecuencia, las particularidades de lo que supone el cerebro humano como órgano generador del pensamiento deben ser analizadas, tal y como propuso Darwin al referirse a la «maquinaria mental» (Darwin, 1836-1844; Notebook C, 1838), concretando cuáles son las características que distinguen nuestro cerebro del cerebro de los demás primates. Pero entrar en esos detalles nos llevaría demasiado lejos; demos por cierto que es así, que el cerebro humano es mucho más grande en términos relativos que el de cualquier otro primate (cualquier otro ser vivo, ya que estamos) tanto por tamaño como por número de neuronas.
Pero ¿fue siempre así a lo largo de la evolución de nuestra especie? La respuesta es negativa. El aumento del volumen del cerebro y de su coeficiente de encefalización resulta un fenómeno un tanto tardío en la evolución del linaje humano. Los humanos más antiguos, los pertenecientes a los géneros Ardipithecus, Australopithecus y Paranthropus, contaban con una encefalización comparable a la de los actuales simios africanos. Hubo que esperar al surgimiento del género Homo hace cerca de 2,5 millones de años para que se diese un incremento en el tamaño relativo del cerebro. Y son las especies más recientes del género Homo, la de los neandertales y los humanos modernos, las que alcanzan los cerebros más grandes y más encefalizados. Se lograron en el Pleistoceno Medio y Superior, hace cerca de medio millón de años, y se han mantenido en nuestra especie hasta ahora mismo.
¿Eso es todo? ¿Debemos contentarnos con atribuir los cambios en la maquinaria mental humana a un aumento de la encefalización del cerebro? Esa modificación es de enorme importancia pero con ella no se agotan las evidencias. Hay más aunque, para poder seguir adelante, tenemos que entrar en la cuestión de los qualia.
Todas las experiencias subjetivas, entre las que se encuentran la comprensión y uso del lenguaje, las actitudes morales, los juicios estéticos y los demás rasgos mentales a los que nos queramos referir, forman parte de lo que los filósofos denominan «qualia», término acuñado por el filósofo de Harvard Clarence Lewis (1929). Se trata de estimaciones conscientes y subjetivas de carácter individual; por ejemplo, las sensaciones de calor, frío, enamoramiento, tristeza o añoranza que sólo cada uno de nosotros tiene certeza de que las siente. Y podría decirse que el conjunto de los qualia forma la consciencia (incluyendo el quale más importante de todos a los efectos de lo que aquí se aborda: el de la autoconsciencia personal; el cogito de Descartes).
Siendo así, cabría sostener que los qualia son un ejemplo perfecto para el dualismo cartesiano. No pueden comunicarse más que describiendo, mediante introspección, las sensaciones subjetivas. No forman parte de lo observable «desde fuera» y, por tanto, tampoco pueden ser objeto de un estudio científico. En una ocasión Louis Armstrong lo expresó de forma harto sintética cuando le preguntaron qué es el jazz: «If you gotta ask, you ain’t never gonna get to know» (la cita ha sido aireada en este contexto por Daniel Dennett, 1988).
Francis Crick y Kristoff Koch sostuvieron en el año 2003 de forma sintética y precisa que el «problema fuerte» –hard problem– de la consciencia (o, si se prefiere, de los qualia) es de momento insuperable (Crick & Koch, 2003). El problema fuerte consiste en explicar cómo se obtiene la sensación de un quale: por ejemplo, la amarillez del limón o el frío del hielo. A lo más que parece que se ha llegado hasta el momento es a analizar el «problema débil» –soft problema–, el que plantea qué correlatos cerebrales existen cuando se experimenta una sensación consciente: qué procesos del cerebro aparecen cuando el resultado mental es el de percibir un color o sentir la temperatura, por ejemplo. Pero Crick y Koch (2003) ni siquiera ofrecieron una hipótesis firme a tal respecto; se limitaron a indicar un punto de vista –framework– acerca de cómo podrían abordarse de manera científica los correlatos cerebrales de los qualia.
Entre los aspectos que indicaron los autores, el más importante a los efectos de lo que estamos intentando caracterizar –qué es un estado funcional del cerebro– es el del binding problem: cómo se produce la integración de los diferentes elementos de una percepción consciente. Volvamos al caso de la visión al que nos referíamos antes. Como decíamos, distintas áreas del cerebro están implicadas en la construcción de cada uno de los componentes que forman la imagen. Pues bien, ¿cómo se unen, en términos del funcionamiento cerebral, todos esos elementos separados para formar la sensación consciente de «ahí llega un amigo al que hace mucho que no veo»?
Aunque el binding cerebral puede ser de distintos tipos, y los neurorreceptores implicados en la interacción apenas se conocen –Trevor Wardill y colaboradores indicaron hace más de una década algunos relacionados con la discriminación del movimiento en el sistema visual de las moscas Drosophila, y eso es casi todo lo que se sabe al respecto (Wardill et al., 2012)–, podemos dejar semejante problema de lado. Nos bastará con plantear que la amalgama se produce mediante la interconexión entre distintas neuronas que forman una red funcional.
Cabe entender que, aunque Darwin no oyó hablar nunca de las redes cerebrales, la particularidad acerca de cómo se activan tales redes en el cerebro de una determinada especie formaría parte de uno de los componentes esenciales de su maquinaria mental. Por suerte, el desarrollo de las técnicas de imaginería cerebral ha permitido detectar la existencia de algunas de esas redes funcionales en el caso del ser humano.
La primera identificación de redes neuronales que tuvo lugar la llevaron a cabo Marcus E. Raichle y colaboradores en el año 2001. Por medio de tomografía de emisión de positrones (PET), Raichle y colaboradores descubrieron la conectividad funcional que se produce en el estado de reposo (resting state) entre distintas áreas mediales del cerebro (precúneo, frontal medial, parietal inferior y áreas temporales mediales) (Raichle et al., 2001). El estado de reposo de un sujeto es el que corresponde a las condiciones de estar despierto, relajado y en una postura tumbada, en una habitación en penumbra, sin estímulos externos ni visuales ni auditivos y sin tarea alguna que se le encomiende. Pues bien, en ese estado de supuesto reposo cerebral se activan varias redes y, entre ellas, la identificada por Raichle y colaboradores en 2001 que fue confirmada por medio de resonancia magnética funcional (fMRI) cuatro años más tarde (Fox et al., 2005).
Raichle y colaboradores (2001) denominaron «Default Mode Network» (DMN) a esa red, que podríamos calificar como el estado basal del cerebro en la vigilia. Y una característica esencial de la DMN es que se desvanece en el momento en que un estímulo atrae la atención del sujeto que se encuentra en el estado de reposo.
Pero no siempre… La complejidad profunda de las redes cerebrales, y su carácter dinámico, fue puesta de manifiesto de manera experimental a través de los estudios de la percepción estética. Se conocen desde 2004 algunas de las áreas cerebrales que se activan cuando el sujeto percibe el estímulo visual de un objeto –un paisaje, un cuadro, un rostro– que le resulta bello (Cela-Conde et al., 2004; Kawabata & Zeki, 2004; Vartanian & Goel, 2004). Pero fue necesario esperar casi una década hasta que se detectó la red neuronal activa en ese mismo caso de percepción de la belleza visual (Cela-Conde et al., 2013). Y resultó tener algunas características notables.
El experimento de detección de redes neuronales activadas en la percepción de la belleza consistió en el registro mediante magnetoencefalografía –una técnica de imaginería cerebral con resolución temporal muy alta, de milisegundos– de las áreas funcionalmente conectadas cuando los sujetos (el grupo estaba formado por mujeres y hombres) perciben estímulos visuales que les resultan «bellos», frente a las activadas al contemplar estímulos «no bellos». Los registros se distribuyeron en tres ventanas temporales: V0 (estado de reposo), V1 (250-750 milisegundos tras la proyección de cada estímulo) y V2 (1000-1500 milisegundos tras la proyección de cada estímulo) (Cela-Conde et al, 2013).
Como es natural, se detectó una actividad cerebral notable en el estado de reposo (V0), con la DMN como una de las principales redes activadas. En V1, para todos los sujetos y todos los estímulos, la DMN desaparecía como cabía esperar dado que se produce un fenómeno de atención hacia el estímulo visual proyectado. Pero en la ventana temporal V2 tenían lugar los acontecimientos más interesantes. Para todos los sujetos, se activaba una red en particular aunque sólo en el caso de que el estímulo fuese considerado «bello» por el sujeto. Y esa red coincidía en buena parte con la DMN.
Las redes activadas en la percepción visual de la belleza resultaban ser, pues, dinámicas, con al menos dos cambios notables entre V0 y V1 y entre V1 y V2; en un segundo y medio en total. Aún más intrigante es que la DMN, que se supone que debe quedar inactiva en cualquier proceso cognitivo que implique atención, se recuperaba en la ventana temporal V2.
¿Por qué? ¿Qué ventajas adaptativas supone mantener el cerebro activo en esas condiciones?
Una función fundamental de la DMN es facilitar las respuestas inmediatas a los estímulos. Como Raichle y Snyder sostuvieron, la actividad cerebral intrínseca ayuda al «mantenimiento de la información para interpretar, responder e incluso para predecir demandas ambientales» (Raichle & Snyder, 2007; el énfasis es mío). Semejante capacidad funcional parece lo suficientemente adaptativa para justificar por sí misma los altos costes metabólicos de la actividad cerebral.
Pero incluso si damos por bueno que es así, que la red por defecto proporciona ventajas que explican su evolución, queda por aclarar cómo podría aparecer en términos adaptativos una combinación neuronal que permita la preferencia estética. En realidad, parecería que nos encontramos en el extremo opuesto, porque cabe suponer que tal tipo de percepción no proporciona ventaja adaptativa alguna. Siendo así, lo único que justifica su aparición evolutiva es porque pueda haber aprovechado la existencia previa de otras características cognitivas que, estas sí, se seleccionaron a causa de sus propios beneficios adaptativos. En otras palabras, la estética podría ser una exaptación. Por ejemplo, Stephen Kaplan postuló que «los animales muestran preferencia por el tipo de entornos en los que prospera su especie» (Kaplan, 1987, p.15) y, así, la preferencia por ciertos paisajes pudo haber dado lugar en nuestra especie al gusto por ornamentos como los jardines. Centrándose en la apreciación estética de valencia positiva, Brown y sus colaboradores (2011) han sostenido la presencia de un mecanismo de exaptación así: «tal sistema evolucionó primero para apreciar los objetos con ventajas de supervivencia, como las fuentes de alimentos, y posteriormente, fue incorporado por los seres humanos, para la experiencia de obras de arte capaces de satisfacer necesidades sociales» (Brown et al, 2011 p. 250).
Es obvio que cualquier hipótesis en este campo es difícil de probar. Sin embargo, se puede dar una justificación complementaria de la evolución de las capacidades para apreciar la belleza mediante las coincidencias entre la red estética tardía y la red por defecto (DMN). Desde luego, una DMN filogenéticamente fijada y vinculada a la percepción estética bastaría para justificar la capacidad humana de apreciar belleza en los objetos. Otro asunto distinto es explicar cómo aparece esta relación entre la DMN y la percepción estética, o dicho de otra forma, qué características de la red por defecto podrían dar lugar a las experiencias de apreciación de belleza en un cuadro o un paisaje.
Pero pueden proponerse hipótesis a tal respecto porque, como función adicional a la de mantener el cerebro en acción durante el estado de reposo, la DMN se relaciona con los procesos de mente divagadora (mind wandering). Tales procesos se refieren a las imágenes, los pensamientos, las voces y los sentimientos que la mente produce de manera espontánea en ausencia de estímulos externos (en adelante, pensamientos independientes de los estímulos –SIT, stimulus independent thoughts). Los SIT son lo que podríamos llamar «la mente hablando consigo misma».
La percepción estética no es un pensamiento independiente de los estímulos. Excepto en el caso de rememorar experiencias pasadas, detectar la belleza depende de los estímulos externos. Sin embargo, la apreciación estética podría ser un subproducto de esa capacidad general de la mente divagadora. Divagar mentalmente es un proceso general de percepción que no queda guiado por ninguna meta ni se dirige hacia ningún aspecto en particular. Es obvio que esto vale también para la apreciación estética del medio ambiente. En la línea de Kaplan (1987), el siguiente paso de la apreciación de los paisajes para recrearlos como obras de arte se apoyaría en la coincidencia entre la DMN y la red estética tardía.
Una capacidad relacionada con la mente divagadora es la del proceso de comprensión rápida que resuelve un problema o una ambigüedad perceptual mediante introspección mental –momento ¡ahá!. Combinando electroencefalografía (EEG) e imagen de resonancia magnética funcional (fMRI), el momento ¡ahá! ha podido identificarse como la culminación de una serie de procesos neuronales en diferentes escalas de tiempo. Los participantes de distintos experimentos llevados a cabo por John Kounios y colaboradores se encontraban en el estado de reposo cuando se les plantearon los problemas a resolver, pidiendo a la mitad de ellos que lo hiciesen de manera analítica y a la otra mitad que utilizasen la introspección. Estos últimos, de acuerdo con Kounios y colaboradores, podrían haber hecho uso de capacidades de tipo general relacionadas con el estado de reposo para alcanzar el momento ¡ahá! (Véase, por ejemplo, Kounios & Beeman, 2009).
Con respecto a la percepción estética, la interpretación de los resultados del experimento de identificación de las redes dinámicas asociadas a ella ya indicado sugiere que la apreciación de la belleza podría ser un momento ¡ahá! Aparecería éste en etapas temporales tempranas del proceso perceptivo y no resultaría guiado por tareas con metas dirigidas sino que trabajaría de manera casi holística (véase Cela-Conde & Ayala, 2014)).
La identificación de las redes dinámicas en la percepción estética puede suponer un primer paso para la comprensión de la manera como el cerebro controla nuestra mente.
Volvamos al problema de los qualia. En su estudio ya mencionado del año 2003 sobre la conciencia, Francis Crick y Kristoff Koch dejaron de lado como hemos dicho el «problema fuerte» del quale, el contenido subjetivo de los estados mentales dado que no se ha logrado una explicación plausible sobre cómo la experiencia de la rojez o de lo rojo podría surgir de las acciones del cerebro. En su lugar, Crick y Koch se centraron en el «problema débil»: los correlatos neuronales de la conciencia. Con respecto a la apreciación estética, este problema débil consiste en localizar las áreas del cerebro activas cuando los sujetos miden la belleza de un objeto visual. El problema débil ya se ha resuelto, al menos en parte, mediante los experimentos que han identificado desde el año 2004 las zonas cerebrales activadas en la percepción estética.
Pero algunos aspectos de la investigación disponible respecto de la apreciación de la belleza ayudan también a abordar la superficie del problema fuerte. Mediante la combinación de experimentos tanto de fMRI como de MEG (magnetoencefalografía) y de estudios de comportamiento de sujetos con ciertas discapacidades, la forma en la que la experiencia de la belleza surge de los procesos cerebrales podría empezar a esbozarse.
Los argumentos disponibles para sostener algo así siguen de cerca las hipótesis acerca de los componentes del acto moral que fueron propuestas hace ya más de tres décadas (Cela-Conde, 2005). Se sostuvo entonces que al juzgar cualquier comportamiento moral era necesario distinguir entre varios niveles entre los que destacaban el motivo para actuar y la calificación del acto. De tal suerte es posible que uno lleve a cabo una cierta conducta impelido por el miedo, la codicia, el amor, etc. y, a la vez, considere que no está actuando bien. Un ejemplo típico sería el del automovilista que, al ver un herido en la carretera, cree que su deber es recogerle pero no detiene el coche ya sea por temor a ser sospechoso de haber causado el accidente, por no querer manchar la tapicería de su vehículo, por una aversión ante el derramamiento de sangre o por la razón que sea. Ese contraste entre el plano psicológico y el ético abre paso a que se produzcan los remordimientos.
Con mayor soporte experimental, en el juicio estético también cabría distinguir de forma paralela entre la estructura y el contenido de la preferencia. La primera consiste en la aparición de determinadas redes que se activan en el cerebro del espectador cuando éste aprecia la belleza de un objeto. Que tales redes hayan sido identificadas, que guarden relación con la red por defecto (DMN) y que exista una hipótesis plausible acerca del porqué de ese hecho a través del momento ¡ahá! son activos importantes en favor de la aproximación filosófica a la identidad mente-cerebro a partir de logros empíricos.
Pero, por otro lado, muchas circunstancias personales como son las experiencias previas, los rasgos de carácter, la salud, la edad y tal vez el género, al igual que las particularidades históricas y culturales de cada época y lugar y las experiencias personales previas, contribuyen con certeza a la experiencia de apreciación de la belleza. Estos aspectos podrían modificar, de una manera que aún no se puede detallar lo suficiente, el resultado del juicio.
Siendo así, resulta necesario admitir que, si la estructura del quale comienza a ser conocida gracias a la neurociencia, su contenido –el resultado de apreciar la belleza, o su ausencia, como una sensación interior– queda de momento fuera de nuestro alcance. Es probable que el error de Descartes logre ser resuelto pero aún no contamos con una explicación precisa de la manera como se relacionan los cambios de las redes neuronales con el contenido particular del estado cognitivo al que llamamos un pensamiento. No sabemos qué conexiones neuronales se establecen cuando identificamos, en un cuadro de Velázquez, una cara que nos suena.
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Camilo Cela Conde es profesor emérito de la Universidad de las Islas Baleares.
Líneas de investigación:
Evolución humana; Relación mente-cerebro; Neuroestética
Publicaciones recientes:
(2024). «La teoría darwiniana de la evolución: de la certeza a las dudas». En Miguel Cecilio Botella López, José Gijón Puerta, Meriem Khaled Gijón (Eds.), Después de El origen de las especies: La teoría darwiniana, paradigma de hoy (pp. 11-42). Editorial Universidad de Granada.
Nadal, M., Cattaneo, Z., & Cela-Conde, C. J. (2022). «Noninvasive Brain Stimulation of the Dorsolateral Prefrontal Cortex During Aesthetic Appreciation». En Chatterjee, A., & Cardilo, E. (Eds.), Brain, Beauty, and Art: Essays Bringing Neuroaesthetics into Focus (pp. 97-101). Oxford University Press.
Email: camilo.cela@uib.es
© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXIX Nº1 (2024), pp. 111-123. ISSN: 1136-4076
Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras
Campus de Teatinos, E-29071 Málaga (España)