El concepto etológico de comportamiento

The Ethological Concept of Behavior

GUSTAVO CAPONI

Universidade Federal de Santa Catarina (Brasil). Grupo de Investigación
en Ciencias Cognitivas de la Universidad de Málaga

Recibido: 19/06/2023 Aceptado: 26/09/2023

RESUMEN

El objetivo de este trabajo es caracterizar el concepto etológico de comportamiento. Un concepto que no se aplica indiscriminadamente a cualquier respuesta que un ser vivo pueda dar a los estímulos de sus medios externo e interno; sino que sólo se refiere a cierto tipo particular de reacciones biológicas: aquellas pasibles de ser direccionadas, y funcionalmente optimizadas, en virtud de procesos de aprendizaje guiados por cogniciones. Eso, además de exigirnos una caracterización muy amplia, pero ciertamente muy poco exigente, de lo que hemos entender por cognición; también contribuye a establecer la centralidad y legitimidad de la Etología Cognitiva dentro el universo de los estudios etológicos.

PALABRAS CLAVE

COGNICIÓN - COMPORTAMIENTO - ETOLOGÍA - MEDIO AMBIENTE -

REACCIÓN ORGÁNICA

ABSTRACT

The aim of this paper is to characterize the ethological concept of behavior. A concept that does not apply indiscriminately to all and any response that a living being can give to the stimuli of its external and internal environments; but that only refers to a particular type of biological reactions: those that can be directed, and functionally optimized, by virtue of learning processes guided by cognitions. This, in addition to requiring a very broad, but certainly not very demanding, characterization of what we understand by cognition, also contributes to establish the centrality and legitimacy of Cognitive Ethology within the universe of ethological studies.

KEYWORDS

BEHAVIOR - COGNITION ENVIRONMENT – ETHOLOGY - ORGANIC REACTION

  1. Presentación

    Conforme la sucinta fórmula de Niko Tinbergen (1963, p. 411), «la Etología es el estudio biológico del comportamiento»; y nadie parecería estar interesado en cuestionar esa definición1. La misma, además, es pasible de ser satisfactoriamente complementada aludiendo a esos ‘cuatro tipo de preguntas’, que según el propio Tinbergen (ibid., p. 426), pueden ser planteadas con relación a toda y cualquier pauta comportamental: las preguntas ‘causales’, que aluden a los mecanismos desencadenadores de las reacciones comportamentales asociadas a dicha pauta (ibid., p. 413); las preguntas por su ‘valor de supervivencia’ (ibid., 1963, p. 417); las preguntas por su ‘ontogenia’ (ibid., 1963, p. 423); y, por fin, las pregunta por su origen evolutivo (ibid., 1963, p. 427)2. Las primeras son esas preguntas que indagan respecto de «qué es lo que hace que el comportamiento ocurra en un momento dado» (Tinbergen 1985, p. 168). Las segundas, por su parte, son preguntas que aluden a la manera en que un comportamiento contribuye a la supervivencia del animal que lo ejecuta (ibid., p. 168); y las que vienen en tercer lugar son las preguntas que se refieren a «cómo se desarrolla la maquinaria del comportamiento cuando el individuo crece» (ibid., p. 168). Las últimas, por fin, se diferencian de las demás porque ellas son preguntas relativas a la historia evolutiva de los patrones o potencialidades comportamentales en estudio (Tinbergen: 1963, p. 428; 1985, p. 168).

    Con todo, si se busca una delimitación precisa del campo de los estudios etológicos, es forzoso reconocer que la fórmula propuesta por Tinbergen resulta, no incorrecta, pero sí insuficiente. Si consideramos todos los usos del término ‘comportamiento’ que son usualmente admitidos en las más diversas áreas de la Biología, vemos que su universo de aplicación es mucho más amplio que el tipo de fenómeno que de hecho es estudiado por las disciplinas adscribibles al campo de la Etología; incluyendo en este último dominio a la Sociobiología, a la Ecología Comportamental, a la Ecología Cognitiva, a la Primatología, y, en general, a todo lo que hoy cae bajo la etiqueta ‘Animal Behavior’. Dichas disciplinas se focalizan en lo que quizá cabría caracterizar como una clase particular de comportamiento; y, en lo que respecta a la delimitación de esa clase, de nada nos sirve la referencia a las célebres ‘cuatro preguntas’. Éstas, conforme Tinbergen (1963, p. 426) lo señaló, son pertinentes a cualquier estructura o función biológica (Olmos 2018, p. 24). Lo que incluye, por supuesto, a todos los fenómenos que suelen ser descriptos como ‘comportamiento’ en los más diversos campos de las ciencias de la vida; independientemente de cualquier especificación ulterior como la que aquí hemos de ensayar.

    Porque ése es, en efecto, el objetivo de este trabajo: aproximarnos a la elucidación de la noción de ‘comportamiento’ que efectivamente delimita la órbita de interés propia y específica de los estudios etológicos. Considerando los temas de ese universo disciplinar, y teniendo como base la caracterización de comportamiento propuesta por Edward Stuart Russell (1938) en The behavior of animals, aludiré a lo que, sin incurrir en ningún pleonasmo, denominaré ‘concepto etológico de comportamiento’. Éste es un concepto que no se aplica a cualquier respuesta que un ser vivo pueda dar a los estímulos de sus medios externo e interno; sino que sólo se refiere a cierto tipo de reacciones biológicas: aquellas pasibles de ser direccionadas y funcionalmente optimizadas en virtud de cogniciones. Un comportamiento, en el sentido etológico del término, diré, es una reacción orgánica cognitivamente pautada. Y eso, además de exigirnos una caracterización muy amplia, pero ciertamente muy poco exigente, de lo que hemos caracterizar por cognición, también nos servirá para establecer la centralidad y legitimidad de la Etología Cognitiva dentro del dominio de los estudios etológicos.

  2. El campo de los estudios etológicos

    Abarcando mucho más que lo que aquí estamos llamando ‘estudios etológicos’, las investigaciones sobre el comportamiento animal constituyen un universo heterogéneo. En él se desarrollan líneas y tradiciones de investigación que, además de seguir pautas conceptuales y metodológicas diversas, también remiten a filiaciones epistemológicas muy variadas. Así, en virtud de esa pluralidad, se generan diferentes dominios disciplinares cuyos perfiles y límites, por otra parte, nunca son muy nítidos. Con todo, más allá de las peculiaridades y múltiples imbricaciones de esas líneas y tradiciones de investigación, se puede ensayar una clasificación que las agrupe en tres vertientes: la neurofisiológica, la conductista y una última, a la cual, por no encontrar una designación mejor y atendiendo a sus pioneros, podemos calificar como ‘naturalista’. Siendo en el marco de esta tercera tradición que se desarrollaron los estudios etológicos cuyo concepto de ‘comportamiento’ aquí pretendo elucidar. Campo, este último, que también incluye lo que se denomina ‘Neuroetología’ (cf. Olmos op. cit.): un dominio cuya especificidad también se ajusta al concepto de comportamiento que aquí se pretende delimitar.

    La primera de esas tres vertientes que acabo de mencionar, la que caractericé como neurofisiológica, siempre estuvo muy marcada por los recursos metodológicos de la Fisiología Experimental; y sus comienzos fueron analizados por Georges Canguilhem (1955) en La formation du concept de réflexe3. Ya en el Siglo XX, esa vertiente dio lugar a diferentes líneas de trabajo. Una fue la iniciada por los experimentos de Jacques Loeb (1912) sobre tropismos (Bekoff y Jamieson 1996, p. 66; Kreutzer 2017, p. 37; Pauly 1987, p. 52); y otra fue aquella impulsada por los experimentos de Ivan Pavlov (1927) sobre reflejos condicionados (Kreutzer 2017, p. 43). Pero también sería preciso considerar aquellas líneas de trabajo que desembocaron en la Neurofisiología (Smith 1972), en la más reciente Neurociencia (Craver 2007), y en la Genética del Comportamiento (De Fries et al 1989). Por su parte, la segunda vertiente, la conductista, se desarrolló en virtud de recursos metodológicos y conceptuales casi inéditos; y su programa, después de ser inicialmente esbozado por John Watson (1924), fue objeto de reformulaciones importantes, como las propuestas por Edward Tolman (1932) y Burrhus Skinner (1974). Por fin, la vertiente que llamé ‘naturalista’, tiene orígenes mucho más inciertos. Aunque Frédérique Cuvier (1808; 1810), el hermano menor de Georges Cuvier, quizá pueda ser citado como uno de los primeros a trabajar en ella (Richards 1982); yendo más allá de observaciones ocasionales y reflexiones genéricas, para así llegar a producir resultados derivados de investigaciones mínimamente metódicas (Flourens 1841).

    Fue el propio Charles Darwin, entretanto, quien definió las coordenadas en las cuales se desarrollaría esa tercera vertiente de los estudios comportamentales que hoy convergen en el espacio de lo que cabe caracterizar como ‘estudios etológicos’ (Bekoff y Jamieson 1996, p. 66; Bekoff et al 2002, p. ix). Darwin estableció dos ejes que, a partir de fines del Siglo XIX, sirvieron como referencias para toda esa línea de trabajo: la presunción de que el comportamiento siempre debe ser analizado en términos de su valor ecológico para el ser vivo que lo ejecuta (Darwin 1859, p. 243); y la propia perspectiva evolutiva, que está siempre imbricada a esa perspectiva ecológica (Darwin 1859, p. 242), aunque no se identifique necesariamente con ella (Tinbergen 1972, p. 393). Desde los estudios de George Romanes (1884a; 1884b), hasta la Ecología Comportamental contemporánea (Alcock 2001), y pasando por la Etología de Konrad Lorenz (1981), toda esa vertiente de estudios consideró el carácter adaptativo de los comportamientos, y su posible filogenia, como temas cuya consideración era inevitable (Marler 1999, p. 288; Bekoff 2002, p. 36); aunque la importancia relativa efectivamente concedida a cada uno de esos asuntos, y el modo de articularlos, pudiese variar significativamente. Así ocurre en la Sociobiología de Edward Wilson (1975), y también en los trabajos de Niko Tinbergen (1973).

    Por otro lado, y más allá de esa referencia a lo ecológico y a lo evolutivo que caracteriza a los desarrollos de los estudios etológicos del comportamiento animal, ahí también hay imbricado otro elemento que, aunque no se manifieste decididamente en todos esos estudios, también posee una filiación darwiniana; y puede terminar siendo crucial para definir la especificidad de ese campo de estudios. Aludo a la aceptación y al uso de explicaciones del comportamiento animal que involucran factores mentales o cognitivos. Darwin (1872; 1879) apeló asiduamente para ese tipo de explicaciones4; y así también lo hicieron algunos seguidores suyos como George Romanes (1884a), Conwy Lloyd Morgan (1896), James Baldwin (1902) y Margaret Washburn (1908). Pioneros, todos ellos, de la Psicología Comparada: un campo de estudios que, en algún sentido, puede ser considerado precursor de la actual Etología Cognitiva (Ristau: 1992, p. 126; 1999, p. 132)5, pero también de la Primatología desarrollada por investigadores como Wolfgang Köhler (1925), Jane Goodall (1971) y Frans de Waal (2016).

    Ese recurso a la mente animal, entretanto, fue hecho con mucha más reserva y circunspección, o está casi ausente, en las perspectivas que posteriormente fueron adoptadas por Edward Wilson (1975), Konrad Lorenz (1981) o Niko Tinbergen (1973); cumpliéndose más o menos lo mismo en la actual Ecología Comportamental (Del Claro 2010, p. 99; Kreutzer 2017, p. 75). En este espacio disciplinar, que puede ser considerado una continuación de los trabajos de Tinbergen (cf. Krebs y Davies 1997, p. 5; Cuthill 2009, p. 125), y también como una retomada prudente de los trabajos de Wilson6, el recurso a factores cognitivos no está totalmente ausente: la Ecología Cognitiva los considera, en efecto, como dignos de meticulosa atención7. Pero ese recurso a lo mental, o a lo cognitivo, siempre es hecho con mucha parsimonia, y apelándose a un lenguaje que intenta ajustarse a los referenciales de la Neurociencia (Healy y Braithwaite 2000; Dukas 2009). Con todo, y más allá de esa diferencia entre los enfoques más claramente cognitivistas, y estos enfoques más atentos a la ‘censura’ conductista, lo que aquí quiero mostrar, insisto en eso, es que, en todos los casos, la noción de comportamiento animal supone la referencia, explícita o implícita, a una dimensión cognitiva.

  3. Primera aproximación al concepto de comportamiento

    En 1938, Skinner (1938, p. 6) caracterizó al comportamiento como todo aquello que el animal hace; y aunque se podría suponer que esa parquedad está asociada a la parsimonia conductista, lo cierto es que los etólogos nunca han ido muy lejos de ahí (Carranza 2020, p. 20). El propio Tinbergen (1955, p. 2), incluso, se limitó a definir al comportamiento como «la totalidad de los movimientos hechos por el animal intacto». Lo que parece admitir como siendo un comportamiento a toda y cualquier reacción de un animal (Dugatkin 2020, p. 3). Y, más allá de algunos matices, esa homologación entre la noción de comportamiento y la noción de reacción orgánica, también acaba estando presente en todas las definiciones de comportamiento examinadas por Levitis, Lidiker, y Freund (2009, p. 105). Cumpliéndose lo mismo en la definición que ellos, por su parte, ensayan; y Lee Dugatkin (2020, p. 3) hace propia: «conductas son respuestas (acciones o inacciones) internamente coordinadas que los organismos (individual o grupalmente) dan a estímulos internos y/o externos» (Levitis et al 2009, p. 103).

    Es digno de señalarse, entretanto, que, si se admite ese tipo definiciones de comportamiento, sería preciso también considerar que prácticamente toda y cualquier reacción fisiológica constituye un comportamiento (Dretske 1988, p. 5; Barnard 2004, p. 3). Tanto el aumento de la sudoración resultante de un incremento de la temperatura ambiente, como las alteraciones del ritmo cardíaco asociadas a cambios en la intensidad del esfuerzo físico, tendrían que ser considerados comportamientos; valiendo lo mismo para las contracciones y dilataciones de la pupila que son causadas por las alteraciones en la luminosidad. Pero, si es por la simple distinción entre lo que el organismo hace y aquello que meramente le ocurre (Dretske op. cit., p. 3), también habría que considerar como comportamientos al propio latido del corazón y a la transpiración en general, y no sólo a sus alteraciones (Millikan 1993a, p. 56). Al fin y al cabo, esas son cosas que el ser vivo hace; tal como también lo es el respirar. No habiendo motivos a la vista, entonces, para no hacer extensivo ese tratamiento a fenómenos como el movimiento peristáltico de los intestinos. Siendo esa la dificultad que Ruth Millikan (op. cit., p. 136) intenta superar al esbozar una definición de comportamiento capaz de circunscribir el modo en que esa noción opera dentro de los estudios etológicos (Lazzeri 2013, p. 60). Según la misma, un comportamiento debe presentar, como mínimo, estas tres notas:

    [1] Ser «un cambio o actividad externa exhibida por un organismo o por una parte externa de un organismo» (Millikan op. cit., p.137).

    [2] Tener «una función en el sentido biológico del término» (ibid.).

    [3] «Normalmente, dicha función es, o sería, cumplida por la mediación del ambiente o por la alteración de la relación del organismo con el ambiente» (ibid.).

    El requerimiento [2] es ciertamente incontrovertible; incluso rechazando la noción etiológica de función propuesta por Millikan (1993b), y sosteniendo una concepción más amplia de las adscripciones funcionales (Caponi 2020, p. 131). El punto [3], por su parte, es de importancia crucial; y, aunque quizá con algunas precisiones adicionales a las que aludiré más adelante, ese requerimiento debe estar presente en cualquier delimitación del ‘concepto etológico de comportamiento’. El problema, entretanto, está, justo, en el primer requerimiento. Millikan (1993a, p. 137) lo describe como un modo tosco de «distinguir comportamientos de procesos fisiológicos»; pero creo que es demasiado tosco, y no llega a dar en el blanco. Piénsese en la sudoración, o en la alteración del ritmo respiratorio. Esas son, sin duda, reacciones o cambios, funcionales, que el organismo exhibe. Son alteraciones exteriores que, en algún sentido, incluso, cambian la relación del organismo con el ambiente; como también puede decirse que ocurre con las contracciones y dilataciones de la pupila que son causadas por las alteraciones en la luminosidad. Un fenómeno que, además, no está tan lejos del movimiento de miembros que puede generar la contracción muscular resultante de un shock eléctrico. Todos fenómenos ciertamente muy interesantes; pero que no parecen caer dentro del ámbito de los estudios etológicos.

    Claro, si lo que nos interesa es una caracterización general de comportamiento que pueda contemplar todo lo que es designado por ese término en las más diversas disciplinas biológicas; entonces, es posible que tengamos que resignarnos a no encontrar un criterio general que nos permita decir que esas reacciones fisiológicas no son comportamientos (Dretske, loc. cit, p. 5). Y, en última instancia, si pasamos a considerar a los discursos científicos en su totalidad, tendremos que admitir que no tendríamos ningún criterio valido para decir que, cuando un físico alude al ‘comportamiento’ de una variable física, él está haciendo un uso indebido del término. Tal como también lo estaría haciendo un meteorólogo que alude al ‘comportamiento’ de un ciclón que se acerca al continente viniendo desde el océano; o un economista que se refiere al ‘comportamiento’ del precio del petróleo como ‘respuesta’ a una crisis política.

    No debemos perder de vista, entretanto, cuáles son los términos que definen nuestro problema. Lo que nos interesa no es la elucidación de un supuesto concepto general de comportamiento. Esa búsqueda, en realidad, sólo nos llevaría hasta el simple concepto de cambio (Lazzeri loc. cit., p. 47). Lo que nos interesa es el concepto de comportamiento que delimitaría los intereses, o los problemas, de los estudios etológicos; y es con referencia a esa cuestión que cualquier superposición, total o parcial, entre el concepto de comportamiento y el concepto de reacción fisiológica resulta insatisfactoria. No aludimos a la Biología en general; ni tampoco a lo que pueda ocurrir, o no ocurrir, dentro de los enfoques neurofisiológicos y conductistas del comportamiento. Por eso, más allá de lo que ocurra en el marco de esas otras vertientes de los estudios comportamentales, e independientemente de las insuficiencias de las que adolecen las definiciones de comportamiento que encontramos en la literatura etológica, lo que aquí debe servirnos como punto de partida, es que los intereses y problemas que son característicos de las investigaciones etológicas, no abonan la homologación entre comportamiento y reacción fisiológica.

    Eso lo podemos ver con sólo examinar los índices de los libros de Etología. Vayamos, por ejemplo, a Animal Behavior de Chris Barnard (2004). Según la definición que allí propuesta, un comportamiento es «todo proceso observable por el cual un animal responde a un cambio percibido en el estado interno de su cuerpo o en el mundo exterior» (Barnard 2004, p. 2). Sin embargo, cuando nos remitimos a los temas efectivamente discutidos en el libro, nos encontramos con algo mucho más restringido y también mucho más complejo que eso. Los asuntos son: la elección de hábitat (ibid, p. 309); los comportamientos migratorios (ibid, p. 319); el forrajeo (ibid, p. 358) y la depredación (ibid, p. 381); los comportamientos defensivos de las presas (ibid, p. 386); los comportamientos sociales que impone la vida en grupos (ibid, p. p.430); los comportamientos territoriales (ibid, p. 438); la cooperación (ibid, p.448); las conductas de apareamiento (ibid, p. 473); el cuidado parental (ibid, p. 519); y la comunicación (ibid, p. 533). Nada encontramos ahí sobre sudoraciones, movimientos cardíacos, pupilas que se contraen o movimientos intestinales. Sobre esos asuntos los etólogos guardan un discreto silencio.

    Dándose lo mismo en los libros de Krebs y Davies (1997), Alcock (2001), Dugatkin (2020), y, en general, con todo lo que cabe dentro de los estudios etológicos. Como ocurre con el Cambridge Dictionary of Human Biology and Evolution, el comportamiento puede ser definido como «cualquier acción o reacción observable que un organismo hace en respuesta a un estímulo» (Mai et al 2001, p. 55); pero, a la hora de hablar de comportamientos sólo se mencionan cosas como la «locomoción, el forrajeo, la conducta de apareamiento, etc.». Ahí ya nadie se acuerda de la sudoración: algo que muchos animales ciertamente hacen. Para saberlo sólo se trata de subir al metro una tarde de verano.

    Claro, todas esas conductas que los etólogos estudian son siempre analizadas en virtud de las cuatro preguntas de Tinbergen. Lo que incluye el estudio de los mecanismos fisiológicos involucrados en ellas; que es lo propio de Neuroetología (Olmos op. cit., p. 32; Barth, 2021, p. 239). Pero, lo que recorta el objeto, o el explanandum, de esos estudios neuroetológicos es esa noción de comportamiento que aquí queremos asir. Nadie hablaría de ‘neuroetología’ para referirse a los aspectos neuronales de los procesos digestivos. Otra vez, parece haber en juego un concepto tácito de comportamiento, que define lo que cabe y lo que no cabe dentro de los estudios etológicos. Un concepto que los etólogos, como le ocurría a Agustín de Hipona con el tiempo, parecen conocer, pero sólo hasta que alguien les pregunta por él. Indiscreción, esta última, en la que, desde que Sócrates interrogó a Laques sobre la valentía, los filósofos suelen insistir (ver: Platón 1871[circa 420 a.e.c.]).

  4. Regreso a E. S. Russell

    Por supuesto, para aproximarnos a un concepto que nos permita entrever la diferencia entre un comportamiento y una simple reacción fisiológica, como lo es la contracción de la pupila ante un incremento de la luminosidad, es necesario no considerar conductas demasiado complejas. Los rituales de reconciliación que ocurren entre los perros (Smut 2014, p. 121), por ejemplo, son ciertamente demasiado sofisticados como para, a partir de ahí, identificar aquellos rasgos más básicos y generales de lo qué es o puede ser un comportamiento. En cambio, el comportamiento de una larva de tricóptero sí puede servirnos. Este orden de insectos, cuya forma adulta se asemeja a algunas moscas o a algunas polillas, se caracteriza por la vida acuática de su fase larval; y, en el caso de las larvas del género Limnophilus de dicho orden, se puede observar un comportamiento muy simple que Edward Stuart Russell (1938, p. 2), el no siempre bien ponderado precursor de la Ecología Comportamental, supo escoger como un ejemplo muy ilustrativo del concepto cuyos contornos aquí procuro entrever. Dichas larvas viven en pequeños tubos que ellas mismas, valiéndose de pequeñísimos trozos de hojas y tallos de plantas acuáticas, tejen en torno de sí; y es cuando, por alguna causa, ellas se desprenden de ese tubo, que puede observárselas desplegando el comportamiento descripto por Russell.

    Apenas eso ocurre, dice Russell (1938, p. 2), la larva nada alrededor del tubo vacío, buscando su orificio anterior; es decir, aquél por el cual ella asomaba su cabeza y sus extremidades. Busca ese orificio porque es por allí que ella debería volver a enfundarse dentro del tubo, metiendo su cabeza. El orificio posterior sería demasiado estrecho como para como para permitirlo. Y una vez hecho eso, la larva ensancha la entrada posterior hasta poder mover tanto su cabeza, como sus patas, sin mayores restricciones. Luego, conseguido ese ensanchamiento, ella se retrae y gira dentro del tubo; de forma tal que su cabeza y patas puedan volver a asomarse por el orificio anterior. «A partir de ahí todo está bien y ella continua con el principal asunto de su vida, que es comer» (ibid.). Lo más interesante, entretanto, ocurre en el caso de que, por alguna causa, el tubo vacío no quede a su alcance. Ante esa eventualidad, la larva no persistirá nadando indefinidamente en su búsqueda hasta morir extenuada o ser devorada por algún depredador. En lugar de eso, ella construirá una nueva funda en torno de sí. Es decir, ella adoptará una línea de acción alternativa a la primera; resolviendo, de ese otro modo, el problema generado por la pérdida de su vaina protectora (ibid.). Y con eso, conforme Russell nos quiere indicar, se completaría el cuadro que tipifica aquello que, según él, caracteriza a todo comportamiento: la condición de resultar de «un esfuerzo continuado, persistente y variado» (ibid., p. 1) para alcanzar un fin (end) (ibid., p. 2).

    Lo importante, o lo problemático, no está, entretanto, en la idea de fin o meta. De la forma en que Russell la usa, eso no tiene nada que ver con la idea de intención. Lo que él quiere indicar, en todo caso, es que «el comportamiento está determinado, en gran medida, por su resultado» (ibid., p. 2). No causado por la búsqueda de un resultado final; pero sí pautado por dicho resultado. Cada etapa del comportamiento se puede caracterizar funcionalmente en virtud de su papel causal en la consecución de ese resultado; y, además de eso, «la acción continúa hasta que la meta es alcanzada» (ibid., p. 4). La actividad de la larva de Limnophilus, dice Russell, sólo cesa «cuando, por un método u otro, ella consigue cubrir su desnudez en un tubo adecuado» (ibid., p. 4). Y, en cierto sentido, ahí no tenemos nada muy distinto de lo que podemos encontrar en cualquier reacción fisiológica de carácter funcional: cada una de las etapas y mecanismos involucrados en el aumento de la sudoración resultante del incremento de la temperatura corporal, también puede ser objeto de un análisis funcional articulado en virtud del logro de un punto de equilibrio móvil pasible de ser considerado como su blanco o meta. La verdadera clave del asunto está en la referencia a caminos o procesos alternativos para llegar a ese punto final o resultado. Lo que no significa, empero, la referencia a una deliberación.

    Edward Tolman (1932, p. 21) ya se había referido a esa idea al decir que un movimiento, o cambio de estado de un animal, podría ser considerado un comportamiento, en la medida en que el mismo tendiese a un objeto-meta y ocurriese en virtud de un medio, o camino, escogido entre otros posibles. El comportamiento, decía Tolman, tiene siempre un ‘propósito’ (purpose); y presupone una elección entre medios posibles (Ristau 1992, p. 126-7). Pero, en lo que atañe a su idea de ‘propósito’, también vale lo dicho en relación a Russell. Lo importante, y lo que cabe discutir, es la referencia a medios, o caminos, alternativos posibles. Algo ausente en una simple reacción fisiológica pero que, según Tolman y Russell sostenían, sí está presente en todo lo que podemos reconocer como comportamiento. La reacción fisiológica puede repetirse indefinidamente mientras no se cumpla su estado-meta; pero su camino, el mecanismo o el proceso que ella sigue, siempre será el mismo. En el comportamiento, en cambio, siempre está presente la posibilidad de revisar o ajustar la pauta que lo rige. Si el caballo no puede alcanzar el lugar que le pica con su pata derecha, puede intentar hacerlo con la izquierda; y si eso tampoco funciona, puede recurrir a un palenque, o a algo parecido.

    Fue considerando eso que, en The directiveness of organic activities, Russell (1945) delineó una noción de ‘actividad dirigida a meta’ cuya extensión, entiendo, es todo lo que la Etología asume como asunto de sus indagaciones. Según Russell (1945, p. 110), «existen ciertas características generales o normales de toda actividad dirigida a una meta que pueden resumirse como sigue»:

    [1] «Cuando se alcanza la meta, la acción cesa; la meta es normalmente el fin de la acción» (ibid).

    [2] «Si no se alcanza la meta, la acción suele persistir» (ibid).

    [3] «Dicha acción puede variar: (a) Si la meta no es alcanzada por un método, pueden emplearse otros métodos; (b) Cuando la meta es normalmente alcanzada por una combinación de métodos, la deficiencia de un método puede compensarse con un mayor uso de otros métodos» (ibid).

    [4] «La misma meta puede alcanzarse de diferentes maneras y a partir de diferentes comienzos; el estado final es más constante que el método para alcanzarlo» (ibid).

    [5] «La actividad dirigida a un objetivo está limitada por las condiciones, pero no está determinada por ellas» (ibid).

    Es decir, la actividad se caracteriza como dirigida en virtud de que ella cesa cuando alcanza un determinado estado; persistiendo si eso no ocurre. Pero, también es importante que esa persistencia no se manifieste como la reiteración de una misma secuencia o proceso; sino como una serie de ensayos o tentativas que siguen caminos más o menos diferentes. No es, conforme ya dije, que ahí intervenga, necesariamente, una deliberación. No se está diciendo que la mísera larva de Limnophilus elija entre dos caminos posibles para remediar su desnudez. Se trata, simplemente, de que la persistencia en la acción de lo que consideramos un comportamiento, vaya ocurriendo por distintos caminos alternativos, hasta dar con aquél que, en esas circunstancias, resulte en la consecución del objetivo. Por eso mismo, la simple observación de una única reacción de un organismo muy difícilmente será suficiente para saber si se trata, o no, de un comportamiento. Para llegar a determinar eso, hay que observar una secuencia de ensayos cuya terminación, además, permita individualizar el estado meta que operaba como organizador de todas las tentativas. Y es claro que, si esa secuencia se observa en distintas oportunidades, su condición de ‘comportamiento’ puede ser más conclusivamente establecida. Cabiendo siempre, de todos modos, las inferencias por analogía que puedan permitirnos reconocer el carácter comportamental de una reacción, o concatenación de reacciones, aun cuando la estemos observando por primera vez.

  5. Un poco más allá de Russell

    Entiendo, sin embargo, que en esas observaciones debe poder registrarse otro elemento que también es dable considerar como constitutivo de la noción etológica de comportamiento. Aludo a la posibilidad de considerar que la adecuación o inadecuación funcional de los diferentes ensayos sea pasible de ser registrada por el organismo que ejecuta esos intentos; incidiendo eso en la forma que tomarán los ensayos subsiguientes. Es decir, un comportamiento es una reacción, o respuesta, de un ser vivo cuya adecuación funcional puede ser registrada por ese mismo ser vivo; permitiéndole también que, en el caso de una respuesta inadecuada, dicho registro instruya los siguientes ensayos. Es decir: donde hay comportamiento debe poder haber aprendizaje. Por eso, donde sólo hay variación ciega de respuestas, y los resultados de los primeros ensayos en nada afectan u orientan a los subsiguientes, no hay aprendizaje; y, consecuentemente, no hay comportamiento. Y decir esto no implica entrar en la discusión sobre la aplicabilidad de la noción de instinto. La idea sería, en todo caso, que hasta las ejecuciones de una pauta comportamental instintiva siempre son pasibles de ser optimizadas en virtud del aprendizaje.

    Por lo general, y conforme William Thorpe (1980, p. 144) bien lo explicó, cuando se ha caracterizado a un comportamiento como instintivo, es porque se presupuso que el mismo presentaba las siguientes características:

    [A] Sigue un patrón reconocible y predecible en casi todos los miembros de una especie, o al menos en todos los miembros de uno de los dos sexos de una especie. [B] No se trata de una mera respuesta a un simple estímulo, sino de una secuencia de conducta que normalmente sigue un curso predecible, es decir, que muestra una secuencia pautada en el tiempo. [C] Sus consecuencias, o al menos algunas de ellas, poseen un valor obvio al contribuir a la conservación de los individuos o la continuidad de la especie, es decir, es adaptativo. [D] La conducta instintiva surge a menudo cuando todas las oportunidades de aprender y de practicar patrones elaborados de conducta están ausentes, es decir, es espontanea o endógena.

    Entretanto, la noción de instinto fue frecuentemente asimilada a la de comportamiento innato (Gómez y Colmenares 2010b, p. 106). Tal como lo hicieron Conwy Lloyd Morgan (1896, p. 27), Edward Stuart Russell (1938, p. 129) y Konrad Lorenz (1984[1961], p. 22). Y esa asociación que, si se presta atención, puede verse que está ausente en la caracterización de Thorpe, motivó una serie de críticas que hicieron que la idea de comportamiento instintivo fuese puesta en entredicho8, entrando así en un discreto cono de sombra (Dawkins 1986, p. 67; Carranza 2010, p. 33). Con todo, e independientemente de esa crítica, es claro que al caracterizar un comportamiento como siendo instintivo, no se está excluyendo que su ejecución pueda verse optimizada por el aprendizaje. Por el contrario, esa posibilidad es explícitamente admitida. Lo que nos pone ante el hecho de que el aprendizaje puede optimizar tanto una pauta comportamental cuyo surgimiento ya supuso un proceso de aprendizaje anterior, como también puede optimizar una pauta comportamental en cuya ontogenia el aprendizaje no desempeñó ningún papel.

    Permitiéndose usar la noción de instinto, John Alcock (2001, 491), la define diciendo que un instinto «es un patrón de comportamiento que se desarrolla de forma estable en la mayoría de los individuos [de un linaje] y que promueve una respuesta funcional a un estímulo, o señal de activación, la primera vez que en que dicho estímulo provoca la respuesta». Y esa definición, como la descripción de Thorpe, tampoco alude a la idea de lo innato. La misma no niega que en la ontogenia de ese patrón comportamental exija la disponibilidad de recursos ontogenéticos no hereditarios facilitados por el ambiente. Ella no desconoce, para decirlo de otro modo, lo señalado por Daniel Lehrman (1953) en su crítica a Lorenz y Tinbergen. Pero lo que sí esa definición postula, es la posibilidad de que, entre esos recursos dependientes del ambiente en el que ocurre la ontogenia de dicha pauta comportamental, no se cuente el aprendizaje. Es decir: lo instintivo no se homologa a lo innato sino a lo no aprendido. Pero que una pauta comportamental se instale o se manifieste sin la mediación inicial del aprendizaje, no impide que, después, ella no pueda ser progresivamente calibrada y funcionalmente ajustada por esa vía. Y eso es algo que Tinbergen (1972, p. 397) y Lorenz (1981, p. 8) no dejaron de subrayar.

    Puede decirse, entonces, que un comportamiento, por simple que él sea, siempre supone la posibilidad de ser mínimamente optimizado, funcionalmente ajustado, por una cognición; y eso puede ser pensado en términos de un gradiente: cuanto mayor sea la flexibilidad para ser cognitivamente ajustada que presenta una reacción orgánica, cuanto mayor sea el grado de aprendizaje que pueda estar involucrado en la rectificación u optimización de esa reacción, mayor será su carácter comportamental. Valiendo esto, incluso, para las reacciones reflejas; y pudiendo surgir de ahí, además, una posible delimitación de la noción de cognición. Cogniciones serían, primariamente, esos registros, más o menos precisos, de la adecuación o conveniencia funcional de sus reacciones y estados, que un ser vivo puede tener, y que permiten que él mejore esa adecuación o conveniencia en virtud de comportamientos posteriores a dicho registro. Tener una cognición es haber aprendido algo (Gould 2002, p. 41).

    Es claro, entretanto, que aquí estoy apuntando en la dirección de una concepción no representacional de la cognición; que es diferente, por ejemplo, de la admitida por Antonio Diéguez (2014, p. 53) en La evolución del conocimiento. Diferente, aunque no necesariamente contradictoria. Las cogniciones estrictamente representacionales, a las que allí se alude, quizá puedan considerarse como formas derivadas de esas cogniciones no-representacionales. Lo que más importa, entretanto, es que la referencia a esas cogniciones ‘no-represencionales’ nos permite decir que, donde hay comportamiento, en el sentido etológico del término, hay cognición; cabiendo también afirmar, entonces, que toda la Etología supone o implica a la Etología Cognitiva. Y cuando digo esto lo hago considerando que, para la Etología Cognitiva, la atribución de estados mentales no sólo vale para chimpancés, babuinos o perros; sino que también vale para peces, insectos y moluscos9. Siendo razonable también pensar que la concepción de mente allí implicada sea más accesible a partir de las perspectivas de Gilbert Ryle (2009[1949]) que a partir de las de autores más próximos a los puntos de vista de Jerry Fodor (1989). La mente, en la acepción más general y básica del término, quizá sea más fácilmente pensable en términos de habilidades, que en términos de representaciones.

    Ese, con todo, es un asunto que ya excede los límites de este trabajo. Aquí, me parece, lo más importante para decir es que la referencia a lo que estamos llamando ‘cognición’ quizá no nos esté dando todo lo que precisamos para delimitar la noción etológica de comportamiento. Puede estar faltándonos considerar un elemento más. Un elemento que siempre parece estar presente en todo aquello que, atendiendo a las consideraciones anteriores, podemos caracterizar como un comportamiento. Se trata de algo ya señalado por Ruth Millikan (1993a, p. 137) y que cité más arriba, en este mismo trabajo. Aludo al hecho de que el comportamiento siempre tiene como resultado una modificación de alguna variable del ambiente del ser vivo, o una alteración en la relación de ese ser vivo con tales variables.

    Cuando un ser vivo suda, o sus pupilas se contraen o dilatan en virtud de los cambios de luz, estamos ante una acomodación pasiva a las condiciones o estímulos del entorno. En cambio, cuando hay comportamiento, el ser vivo modifica algún parámetro de su ambiente, como cuando la araña teje su tela; o, por lo menos, modifica su posición en él, como cuando nosotros, ante un estímulo luminoso intenso, además de contraer nuestras pupilas sin siquiera percibirlo, también intentamos acomodar la posición de nuestra cabeza, o procuramos hacernos una visera con la mano, para así evitar la molestia que los rayos de sol nos generan. Cabiendo considerar, incluso, la extensión de la noción de ambiente a ciertos estados internos del ser vivo a los que es dable responder conductualmente; tal como ocurre cuando, aún dormidos, cambiamos de posición en la cama para evitar un dolor que sentimos en la espalda. No raramente, allí ensayamos varias posiciones hasta encontrar aquella que se muestra menos incómoda.

  6. Conclusión

    Así, entendiendo por reacción orgánica a todo cambio de estado, o movimiento, de un ser vivo al cual cabe atribuirle un valor o desvalor funcional para dicho ser vivo, se puede decir que un comportamiento es: una reacción orgánica que altera algún parámetro del ambiente externo o interno de un ser vivo, o que altera la relación del ser vivo con dicho ambiente; y cuyo ajuste o desajuste funcional es pasible de ser registrado por ese mismo ser, de forma tal que dicha registro pueda contribuir al ajuste de las siguientes ocurrencias de la reacción. Dicho de otro modo, un comportamiento es una reacción de un ser vivo tendiente a controlar variables de su ambiente externo o interno, o a modificar el modo en que esas variables lo están afectando; y cuyo grado de adecuación funcional puede ser registrado por dicho ser vivo, permitiendo que él ajuste la adecuación funcional de su patrón respuesta en las subsiguientes ocurrencias de esa misma reacción. El comportamiento, en suma, es una reacción orgánica optimizable por la mediación del aprendizaje. Cabiendo un margen indefinido de variación respecto de la durabilidad de ese registro cognitivo que estamos llamando aprendizaje; y siendo posible pensar que las reacciones comportamentales de los seres vivos individuales, pueden darse de forma articulada, generando comportamientos colectivos o grupales (Taylor, 2002).

    Ahí, además, está involucrada una idea muy simple de cognición. Primeramente, podemos considerar como cogniciones a los registros que un ser vivo puede tener del ajuste funcional de las pautas que orientan algunas de sus reacciones; posibilitando, tales registros, la optimización de dichas pautas en futuras ocurrencias de esas mismas reacciones. Y eso nos permite caracterizar al aprendizaje como una modificación cognitiva de un tipo de reacción orgánica o de un patrón comportamental. Es decir: el aprendizaje no es otra cosa que el refuerzo, el ajuste funcional, la ampliación, o la eliminación, de una pauta comportamental en virtud de la adecuación o inadecuación funcional de las previas ocurrencias de comportamientos que obedecían a ella. Pero, además de eso, esa idea básica de cognición que acabo de presentar, y que nos permite definir qué es un comportamiento y qué es aprendizaje; también nos sirve para pensar en lo que cabría considerar como cogniciones de segundo grado.

    Dichas cogniciones de segundo grado serían registros de su ambiente externo o interno que un ser vivo puede tener; y que pueden pautar, de forma funcional, las respuestas o reacciones de ese ser vivo ante esos estados. Tales cogniciones de segundo grado serían un decantado de las más básicas: un producto del aprendizaje que, vale subrayarlo, no tiene por qué darse en todos los animales, o en todos los sistemas, vivos o no, a los que pueda atribuírseles comportamientos en el sentido aquí delimitado. Y es posible que esas cogniciones de segundo grado ya sean pasibles de ser consideradas como representaciones. Es decir, como cogniciones en el sentido que, conforme ya lo señalamos, Antonio Diéguez (2014, p. 54) le ha dado al término. Y eso nos llevaría a admitir que la representación es un resultado, un producto posible, de las interacciones conductuales que el ser vivo entabla con su entorno.

    Importa entender, además, que la aplicabilidad de las nociones de comportamiento, cognición y aprendizaje aquí presentadas, es una cuestión a resolverse por la vía de la investigación científica. Que ellas sean atribuibles a tal o cual grupo taxonómico, de mayor o menor amplitud, sea él parte o no de Animalia, no es una cuestión conceptual, sino empírica. Valiendo lo mismo para la posibilidad de aplicarlas en máquinas, o en sistemas biológicos colectivos tales como colonias o tapetes microbianos. Entiendo, sin embargo, que las elucidaciones aquí propuestas aluden, aunque quizá no de manera del todo clara y precisa, a los conceptos que, explícita o implícitamente, deben ser presupuestos en las indagaciones y polémicas sobre esas cuestiones. No es posible discutir si cabe, o no, atribuir comportamientos a las plantas, o cogniciones a las máquinas, sin antes contar con delimitaciones razonablemente amplias, y mínimamente aceptables, de esas nociones. Y es a esa delimitación que quise aproximarme en la reflexión aquí desarrollada.

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    Gustavo Caponi es catedrático del Departamento de Filosofía de la Universidade Federal de Santa Catarina y becario del Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico del Brasil. Actualmente está realizando una estancia en el Grupo de Investigación en Ciencias Cognitivas de la Universidad de Málaga, España.

    Líneas de investigación:

    Filosofía de la Biología e Historia de la Biología.

    Publicaciones recientes:

    CAPONI, G. (2023), «Function, adaptation and design in Biology», en J. Gayon; A. Riclès; A. Dussault (eds.), Functions, from organisms to artefacts. Springer: London, pp. 115-134.

    CAPONI, G. (2023), «¿Qué es un sesgo ideológico», Revista de Humanidades de Valparaíso, 21, pp. 65-82.

    CAPONI, G. (2022), «How to Read Ameghino’s Filogenia?», en A. Barahona (ed.), Handbook of the Historiography of Latin American Studies on the Life Sciences and Medicine. Springer: Cham, pp.183-203.

    Email: gustavoandrescaponi@gmail.com

1 La misma, puede decirse, es la definición estándar de ‘Etología’ (cf. Lorenz 1981, p. 1; Alcock 2001, p. 490; Mai et al 2001, p. 177; Carranza 2010, p. 19; Olmos 2018, p. 22)

2 Al respecto de estas célebres ‘cuatro preguntas’ de Tinbergen y su pertinencia para delimitar el campo de la Etología, véase: Yoergg y Kamil (1991, p. 286), Dewsbury (1992, p. 90), Krebs y Davies (1997, p. 4), Godfrey-Smith (1998, p. 462), Bekoff (2002, p. 62), Barnard (2004, p. 10), Dawkins (2007, p. 3), Hogan y Bolhuis (2009, p. 25), Ryan (2009, p. 128), Carranza (2010, p. 19), Gómez y Colmenares (2010a, p. 43), Breed y Moore (2012, p. 9), Olmos (2018, p. 25), Dugatkin (2020, p. 2), y Andrew (2020, p. 67).

3 Sobre el desarrollo de esa vertiente de estudios, que de hecho es un capítulo de la Fisiología, cabe leer los trabajos incluidos en los libros organizados por Dupont y Cherici (2008; 2015). Pero, a ese respecto, también es muy recomendable el panorama histórico trazado por Christopher Smith (1975) en The problem of life.

4 Al respecto, véase: Bekoff (2002, p. 36); Griffin (2002, p. 471); Martínez-Contreras (2012, p. 338); y Andrews (2020, p. 51).

5 La aproximación entre la Psicología Comparada y la actual Etología Cognitiva puede ser contestada en virtud del excesivo apego al trabajo laboratorial de la mayor parte de la Psicología Comparada. Ese no fue el caso de Romanes, pero sí de aquellos que siguieron la línea metodológica marcada por los trabajos de Morgan (1900; 1903). Ese enfoque estrictamente laboratorial (Barnard 2004, p. 26) no consideraba la dimensión ecológica del comportamiento animal, que es algo crucial para la actual Etología Cognitiva y para Etología en general (Tomasello 1999, p. 151).

6 Así lo señalan: Dumbar (1999, p. 783); Barnard (2004, p. 28); y Simmons (2014, p. 1).

7 Veáse: Real (1993); Shettleworth (2000); Dukas y Ratcliffe (2009); y Simmons (2014).

8 Al respecto de la asociación entre lo instintivo y lo innato, véase: Bekoff y Jamieson (1996, p. 67); Bekoff y Allen (1997, p. 31); y Gómez y Colmenares (2010a, p. 61). Sobre las dificultades de la propia noción de innato, consúltese Griffiths (2002) y Barberis (2013).

9 Véanse los trabajos de Barth (2002), Gould (2002), Wilkox y Jackson (2002), Webb (2012) y Godfrey-Smith (2017).

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXIX Nº1 (2024), pp. 41-60. ISSN: 1136-4076

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