La experiencia:
problemas y controversias
Experience: Problems and Controversies
Miguel Espinoza
Universidad de Estrasburgo
Recibido: 13/03/2023 Aceptado: 01/07/2023
[EPÍGRAFE]
The passage from particulars to universals is made possible by the fact that perception itself has an element of the universal. We perceive a particular thing, but what we perceive in it is characters which it shares with other things. From this first element of universality we pass without a break through higher and higher reaches of universality to the highest universals of all, the ‘unanalysables.’ The passage from particulars to the universals implicit in them is described as induction; the grasping of the universals which become the first premises of science must, we are told, be the work of a faculty higher than science, and this can only be intuitive reason.
Davis Ross, Aristotle.
RESUMEN
El modo en que se describe el contenido de la experiencia determina un tipo de filosofía. Si se piensa, por ejemplo, que solo lo material es objeto de experiencia, se es ontológicamente materialista. El recurso a la experiencia es parte de la definición de la ciencia, y puesto que para explicar el científico elabora leyes universales, el tema epistemológico principal de la relación entre la experiencia y la teoría es el problema de la inducción. La filosofía empirista tiene muy en cuenta la manera en que las ciencias empíricas recurren a la experiencia. Ahora bien, puesto que esas ciencias han llegado a ser altamente teóricas postulando la existencia de inobservables, tanto al empirista como al científico no les queda otra opción excepto reconocer que hay una continuidad de la experiencia a la teoría y de la ciencia a la metafísica.
PALABRAS CLAVE
Experiencia, inducción, ciencia natural, teoría, metafísica
ABSTRACT
The concept of experience is rich and appreciative. The way in which its content is described determines a type of philosophy. If one thinks, for instance, that only something material can be the object of experience, one is ontologically materialistic. Recourse to experience is part of the definition of science, and since the scientist elaborates universal laws to explain, the main epistemological issue of the relation between experience and theory is the problem of induction. Empiricist philosophy takes great account of the way in which the empirical sciences draw on experience. Now, since these sciences have become highly theoretical by postulating the existence of unobservables, both the empiricist and the scientist have no other option except to recognise that there is a continuity from experience to theory and from science to metaphysics.
KEYWORDS
Experience, induction, natural science, theory, metaphysics.
Tener experiencia, saber por experiencia, es preferible a la falta de experiencia, tanto en la vida cotidiana como en el conocimiento científico. El concepto de experiencia es rico y apreciativo. El modo en que se describe su contenido determina un tipo de filosofía, tan central es su significado para el conocimiento. Si se considera que el contenido de la experiencia es la materia exclusivamente, aquello que afecta a nuestras terminaciones sensoriales desde el exterior, nos situamos entonces en el marco del pensamiento materialista. Se estipula que solo lo material existe y es conocible a través de la experiencia, y ello en la medida en que el objeto material cambia porque todo lo que se da a los sentidos está en movimiento. La inmutabilidad, como la de los entes matemáticos, sería por tanto una marca de inexistencia. Pero si se considera, al contrario, que el contenido de la experiencia puede ser inmaterial, supra sensorial o intelectual en el sentido en que nos referimos, por ejemplo, a la experiencia matemática o estética, entonces la ontología – la lista de cosas que existen – no es materialista. Y al no serlo, se abre la posibilidad para el conocimiento de procesos en otros dominios como la intuición matemática o la experiencia estética que, de otra manera, no recibirían una explicación adecuada.
Esta bifurcación al interior del concepto de experiencia, experiencia sensorial / experiencia intelectual, tiene consecuencias de gran repercusión. La primera rama de la bifurcación se asocia sobre todo con el desarrollo de las ciencias naturales (física, química, biología, etc.), y la segunda rama con el desarrollo de las ciencias racionales como las matemáticas y la lógica, así como con el desarrollo de las ciencias que se ocupan de algunas actividades típicamente humanas como las experiencias estéticas, éticas o psicológicas. Estos pueden ser el contenido de un procedimiento fenomenológico que se propone analizar cualquier contenido de la experiencia, sea cual sea la naturaleza de su sustrato, material o no.
Nos limitaremos aquí al análisis de la experiencia sensible en el contexto de la ciencia natural sustentada filosóficamente por la doctrina empirista. La función cognitiva de la experiencia sensible en el pensamiento platónico no es fácil de describir. Recordemos que de acuerdo al platonismo, las Ideas son los únicos objetos verdaderamente reales, dotados de sustancia y de luz. Las cosas sensibles que participan en distinta medida de las Ideas sirven de estímulo a nuestro proceso mental de reminiscencia de las Ideas. La experiencia se alza ante nosotros como una escalera cuya cima nos permitiría ver las Ideas, y sin embargo la experiencia misma no posee en modo alguno la inteligibilidad de las Ideas. Ahora bien, el conocimiento como reminiscencia solo parece posible en un campo en el que las ideas (en el sentido usual de la palabra «idea») se suceden necesariamente. Nótese que ni el mejor interlocutor del mundo podrá extraer de un niño que no haya estudiado la historia del siglo 20 un conocimiento de las características de la Segunda Guerra Mundial, mientras que el joven esclavo interrogado por Sócrates extrae de su propio fondo, necesariamente y por deducción, un cierto conocimiento geométrico.
Es bien sabido, el rol de la experiencia es más claro y positivo en Aristóteles que en Platón. La experiencia, dice Aristóteles, surge de la multiplicidad de recuerdos y no es exclusiva del hombre. Todo ser vivo la desarrolla. La persistencia del recuerdo de la experiencia individual vivida es a la vez el contenido de la experiencia y la base para la construcción de nociones universales. Lo cierto es que la experiencia, ella sola, no basta para construir la ciencia. Debe complementarse con la imaginación, el arte y el razonamiento. Hoy no decimos otra cosa cuando reconocemos que la percepción, ya sea sensible o intelectual, nos proporciona el contenido de un conocimiento que llega a ser científico solo si se expresa en un formalismo que fije las ideas. Así estas llegan a ser examinables, verificables, integrables y comunicables gracias a la teoría.
Por una parte, la observación o la experiencia sensible nos dan el individuo, señala Aristóteles. Nos encontramos con una persona en particular, con un amigo de carne y hueso, no con el animal racional. Nos moja una lluvia determinada durante el otoño parisino, no las leyes de la física y de la meteorología. Por otra parte, lo explicativo, el discurso científico, está constituido por leyes que describen mecanismos referentes a lo universal, al fenómeno o al proceso en general, y no a datos sensibles particulares. Así, la medicina se ocupa de los sistemas (en general) de nuestro cuerpo, y las anomalías específicas se consideran como casos de un cierto género. Existe en consecuencia un problema de tres aspectos, difícil, que persiste hasta nuestros días. Las diferentes épocas lo han profundizado sin resolverlo de una vez por todas de manera completamente satisfactoria: es el problema de la inducción.
El primer aspecto del problema se refiere a nuestra capacidad de abstracción y de formación de conceptos: ¿cómo progresar de los casos individuales que encontramos a la especie y al género, al universal que los define? ¿Cómo se llegó a desarrollar la capacidad que permite ver lo universal en lo particular, condición sine qua non de la formación de conceptos? En efecto, sin ella no existiría conocimiento alguno, ni animal ni humano.
El segundo aspecto es lógico, la generalización: ¿cómo progresar de los casos individuales observados localmente a toda la clase de casos? Luego ¿cómo pasar de las regularidades observadas a las leyes que rigen el comportamiento de una clase de acontecimientos considerados como un todo?
El tercer aspecto se deriva de los dos primeros y se refiere a la dimensión temporal o histórica de la inducción: ¿cómo pasar de la información obtenida en un momento dado al conocimiento del pasado y del porvenir? El denominador común del problema de la inducción es, claro está, el paso de lo conocido a lo desconocido.
Yo pienso, en un espíritu aristotélico – no sé si el estagirita habría estado exactamente de acuerdo con lo que sigue – que estos tres procedimientos, la formación de la noción general, la formación de la ley y la proyección del conocimiento hacia el pasado y el futuro están justificados, la ciencia existe, porque el intelecto forma parte de la naturaleza. Siendo el intelecto una entidad natural es capaz, normalmente y sin error, de abstraer y de generalizar, de completar las lagunas de información dejadas por la observación o la experiencia. La historia de las ideas no conoce mejor pista para la solución del problema de la inducción que la adopción del naturalismo realista que reconoce que el intelecto es natural.
De hecho, todo problema de epistemología es tratable adecuadamente solo dentro de una metafísica idónea. La metafísica precede la ciencia, está subyacente a ella y la prolonga. Así, lo que se impone es reconocer que el intelecto forma parte de la naturaleza. Esta identidad entre él y las entidades y procesos naturales permite al intelecto intuir la realidad. Sin esta intuición de la realidad no se ve cómo el científico podría sentir, comprender, lo que es significativo en su experiencia, necesariamente individual y limitada, para formar nociones, leyes y teorías aplicables a toda una clase de fenómenos.
Los modernos olvidaron la lección de Aristóteles: sin una metafísica apropiada el problema de la inducción es insoluble. Se extraviaron afirmando (I) que los procedimientos de generalización son válidos a priori, o bien (II) que las ciencias experimentales inductivas no tienen justificación racional porque los procedimientos de generalización no son justificables lógicamente, (iii) o bien que la experiencia es útil negativamente al informarnos del error cuando nos equivocamos. Sin embargo, no es nunca útil positivamente porque toda verificación es parcial y local, mientras que las teorías pretenden describir y explicar una verdad universal. Analicemos estas posibilidades.
Hume: todo conocimiento o razonamiento verdadero solo puede ser matemático o empírico. Todo lo demás, es decir, la mayor parte del discurso que forma nuestra cultura, solo puede contener falsedades o ideas y proposiciones mal formadas. Lo matemático y lo empírico son claramente separables, y no es posible obtener un conocimiento matemático a priori de los hechos. Estos deben descubrirse empíricamente o deducirse de la experiencia, y los conceptos se derivan de nuestras impresiones sensoriales. De ello se deduce la imposibilidad de concebir algo que sea de un género distinto de las cosas que se dan a nuestra experiencia. Y aunque tal concepción fuera factible, aunque lo que dijéramos sobre las cosas no empíricas tuviera sentido, no tendríamos ninguna certeza sobre la verdad de nuestros juicios por ser empíricamente inverificables.
Así encontramos en el pensador escocés, como en todos los empiristas, este doble sentido del concepto de experiencia: se refiere, por una parte, al proceso de experimentar algo antes de cualquier formalización, demostración o reflexión, y, por otra, una vez que el conocimiento ha sido debidamente formalizado, al proceso de verificación o corroboración. Para los empiristas la verdad no existe en un mundo inteligible platónico e independiente de nuestra experiencia o facultades: la verdad desciende de su pedestal transcendental para convertirse en un proceso epistemológico de verificación, y las proposiciones llegan a ser verdaderas a medida que se hacen descubrimientos.
El conocimiento científico se expresa en leyes inexistentes en tanto que verdades universales en la experiencia, de ahí el problema de la inducción. Le parece a Hume que es ilusorio encontrar una justificación lógica para la generalización. Y si se afirma que la generalización es posible recurriendo a una metafísica que presupone la uniformidad natural y la causalidad, es decir, la idea de que la presencia de causas similares generará, en circunstancias apropiadas, efectos similares por translación en el espacio y en el tiempo, entonces, dice él, se razona en círculos. Esto es así porque la uniformidad y la causalidad, en tanto que propiedades universales, no se dan a nuestros sentidos, y la inducción ya está presupuesta en ellas. Sin embargo, no todas las filosofías empiristas son escépticas en cuanto a este problema como la de Hume. J.S. Mill y B. Russell, entre otros, creían que el verdadero conocimiento inductivo era posible. De lo contrario no se habrían tomado tanta molestia en hacer una lista de condiciones que deben tenerse en cuenta en el paso de lo conocido a lo desconocido.
Tres características, según Hume, deben estar presentes para reconocer que la relación causal, base de la inducción, existe en la naturaleza: contigüidad espacial –el efecto sigue inmediatamente a la causa–, contigüidad temporal –la causa actúa inmediatamente antes que el efecto– y necesidad –la influencia, la información, debe pasar necesariamente de la causa al efecto. Las dos primeras condiciones son observables, no así la necesidad. Lo observable, en lugar de la necesidad, es una conjunción constante. Cuando la bola de billar A golpea a la bola B con fuerza suficiente, B se desplaza, y esto es factible y observable cuantas veces se quiera. Vemos un proceso, pero no vemos que algo fluya necesariamente de A a B. Esta conjunción constante observada condiciona en nosotros un hábito (actitud psicológica) que nos llevará en el futuro a esperar el efecto siempre que la causa se presente en circunstancias favorables. Por eso la respuesta de Hume al problema de la inducción es psicológica, no es lógica ni ontológica.
Kant, habiendo aceptado por una parte la observación de Hume de que la experiencia es incapaz de justificar la causalidad, y creyendo, por otra, que la ciencia no puede prescindir de ella, situó la causalidad entre las categorías a priori del entendimiento: puesto que la experiencia no da la causalidad, el pensamiento la impone, y la epistemología acude al rescate de la ontología. El filósofo de Königsberg reconoce que la inducción es un razonamiento empírico que tiene una presunción lógica, pero las proposiciones así obtenidas son sólo generales y no universales. El principio kantiano de generalización afirma que lo que resulta apropiado para muchas cosas de una clase también lo es para otras cosas de la misma clase.
En su afirmación según la cual la necesidad es inobservable, Hume solo considera la información procedente de la percepción natural, mientras la física pone de manifiesto la existencia de una energía transformable y transmisible necesariamente, por ejemplo, de la bola A a la bola B. Aunque B no se desplace, estará más caliente. La energía tiene un estatus especial: se concibe como algo cuya magnitud permanece invariable a pesar de las transformaciones. Nótese que esta afirmación no se deriva de la experiencia: es un principio, y el Principio de Conservación de la Energía es hoy uno de los postulados indispensables de la física. Sin los principios racionales de conservación, la ciencia es imposible. ¿Qué sentido tendría la actividad de un científico en un mundo donde algo pudiera surgir de la nada sin causa alguna, donde algo pudiera literalmente aniquilarse a sí mismo? Si el mundo evolucionara sin ley, sin estabilidad alguna, el científico tendría las manos atadas. Su visión sería irracional, como la de los místicos que creen en milagros. La debilidad de la visión empirista del conocimiento es su incapacidad para dar cuenta de los grandes principios que estructuran racionalmente el mundo, principios sin los cuales lo observado no tendría sentido.
El criterio empirista de la existencia afirma que la naturaleza es equivalente a la naturaleza percibida, que solo lo observable existe. La ontología (la lista de lo que hay) no está separada de la epistemología (nuestro conocimiento de las cosas). Los empiristas sostienen una teoría causal de la percepción: solo es conocible el objeto que impresiona los sentidos. Y es imposible afirmar nada, ni siquiera que un objeto existe, si no es perceptible o si no tiene relación verificable con un objeto empírico. En este contexto, los seres abstractos o matemáticos no existen. Los objetos de la geometría son empíricos, dice J.S. Mill, para quien esta ciencia es, como las demás, conocimiento observacional. Las palabras que supuestamente se refieren a seres abstractos («punto», «curva», «número», etc.) son solo instrumentos conceptuales o simbólicos, ficciones que al añadirse a entes sensibles no producen contradicción. Son procedimientos útiles para enunciar las leyes que relacionan entre sí los hechos observados. De acuerdo a la tradición empirista, no hay ninguna razón para aceptar o creer algo a menos que sea esencial para la formación de creencias sobre los entes observables. Sin embargo, ¿está acaso esta suposición bien fundada?
El criterio empirista de existencia es demasiado antropocéntrico, y sería más acorde con el lugar del hombre en el universo – con las capacidades limitadas del organismo y de la mente para captar o reflejar otros sistemas naturales – el hecho de no tomar nuestra percepción o concepción como criterio único de existencia. No obstante, hay que reconocer que una teoría basada en la experiencia debe ser bienvenida en la medida en que nos da el derecho personal de afirmar que se sabe algo. El mundo de la experiencia es, en efecto, el punto de partida del conocimiento. La familiaridad con los objetos y acontecimientos a nuestro alcance define una especie de evidencia, lo empírico, la relación sin intermediario que proporciona las cosas a nuestra escala. Por eso los objetos y nociones demasiado alejados de la percepción natural se pierden rápidamente en lo ininteligible. Piénsese por ejemplo en los discursos sobre lo infinitamente pequeño o lo infinitamente grande: el conocimiento es rápidamente reemplazado por la creencia simbólica, por la creencia en lo sugerido por los formalismos matemáticos. He aquí una pregunta ineludible planteada por los empiristas: ¿qué grado de claridad y de verdad puede tener un discurso no reconducible, por pasos debidamente justificados, a la percepción?
Durante los siglos 17 y 18, para los optimistas que confiaban en la razón – concebida ya sea como el soporte último de la inteligibilidad del mundo y de la verdad, o bien como el instrumento que permitirá al hombre luchar contra las tinieblas que le rodean –, la ciencia es obra de la razón matemática. Vienen a la mente Descartes, Kepler, Galileo, Newton e incluso Copérnico, aunque pertenece al siglo 16. Quienes veían a la divinidad mítica como garante supremo de la verdad estaban convencidos de que el creador había construido el mundo siguiendo los ideales de perfección, de belleza y de simplicidad de las matemáticas. En este contexto, el sentido y el interés del conocimiento son aportes teóricos, y si se recurre a la experiencia es para responder a ciertas preguntas teóricas bien planteadas y para colmar las lagunas de información dejadas por la teoría. Ahora bien, la actitud hacia la experiencia de gran parte de la ciencia del siglo 19 y, sobre todo, del siglo 20, es diferente.
Para nuestros contemporáneos la paciencia en la observación, el cuidado extremo con el que se prepara un montaje experimental son tan valiosos como la audacia a la hora de imaginar hipótesis. Algunos van más lejos. No es raro llegar a considerar un experimento bien hecho y bien controlado como un criterio de existencia, de verdad y de comunicación. Lo observado en un experimento existe, una afirmación es verdadera o falsa según el resultado del experimento, y una verdad es transmisible en las condiciones adecuadas cuando otros científicos, debidamente preparados, consiguen reproducir el experimento y sus resultados. Así, la ciencia experimental parece recuperar, a su manera, el empirismo y el idealismo de Berkeley (1685-1753). Para él esse est percipi. Muchos expertos en mecánica cuántica se alegran de coincidir con Niels Bohr en que lo que vemos es lo que se obtiene: nada más es real.
Los empiristas actuales (B. Russell, A.J. Ayer, C.I. Lewis, C. Hempel y muchos otros) saben que si el criterio de existencia y de cognoscibilidad fuera la verificación directa mediante la experiencia sensible propia, entonces gran parte – y podría decirse incluso que se trata de la parte más interesante de la ciencia natural – carecería de significado cognitivo. Las teorías de las ciencias naturales, sobre todo aquellas de las ciencias más desarrolladas, incluyen enunciados explicativos que recurren a entidades inobservables, por ejemplo, a las fuerzas o interacciones fundamentales de la física; a los quarks, constituyentes de todas las partículas sensibles a la interacción fuerte, actualmente consideradas elementales. Estas entidades inobservables se aceptan por su valor explicativo y porque su acción está sujeta a restricciones estrictas impuestas por la teoría y la información acumulada. Así, los empiristas actuales ya no exigen que una entidad sea percibida directamente, sino que en principio sea perceptible al menos indirectamente, que tenga la capacidad de impresionar nuestros sentidos, aunque en la práctica esto no sea factible.
Los empiristas quieren hacer justicia a la ciencia. Subordinan sus criterios y exigencias al desarrollo de la ciencia tal y como se practica, de manera que es la propia ciencia la que ha obligado a estos epistemólogos a modificar su filosofía. Al existir un consenso científico, la experiencia no es reductible a la de una persona en particular: lo admisible es la experiencia colectiva. Puesto que hay ciencias que van más allá del tiempo presente (la historia, la teoría de la evolución, la cosmología, etc.), hay que admitir la memoria de la humanidad. Los empiristas comparten con los científicos la autocrítica, lo que ha permitido a unos y a otros enriquecer el concepto de experiencia.
Los científicos creen que las experiencias y los experimentos sirven para corroborar, validar o verificar una teoría. Desde que Einstein enunció la teoría de la relatividad general en 1915 hasta los años del transbordador espacial, muchas observaciones, cada vez más refinadas y sofisticadas, le dan la razón. Podemos decir que es cierta, al menos de acuerdo a lo que sabe hasta ahora. Los científicos saben, en general, qué tipo de prueba permite afirmar que una hipótesis o teoría es cierta. Consideran entonces que la objeción de los falibilistas según la cual una teoría nunca es cierta porque siempre existe la posibilidad de encontrar hechos que la contradigan, es una observación inapropiada: no hay que exigir exactitud ni validez universal lógica o matemática donde no puede haberla.
La siguiente observación, popularizada por un falibilista reciente, Karl Popper, es lógica: un gran número de observaciones o experimentos a favor de una idea no la justifica lógicamente porque la idea tiene una pretensión universal: cubre, se supone, un dominio completo de fenómenos, mientras que toda observación es necesariamente local y parcial. En cambio, un solo contraejemplo es suficiente para refutar la validez universal de una idea. Esta asimetría lógica significa que una teoría es definitivamente refutable, actual o potencialmente, sin embargo no es verificable de manera definitiva, es imposible demostrar su verdad. La ciencia progresaría solo alejándose del error, sin saber si se acerca a la verdad.
Lo curioso e inverosímil de este pensamiento de Popper y de los popperianos es que a la experiencia se le reconoce el poder negativo de mostrarnos que estamos equivocados, pero se le niega todo poder positivo de mostrarnos el camino hacia la verdad. Ahora bien, lo razonable es considerar que el papel de la experiencia es también y sobre todo positivo: gracias a ella hay conocimiento, aprendizaje y adaptación. La experiencia enseña a todo ser vivo, del vegetal al hombre, que la naturaleza es uniforme: aproximadamente las mismas causas producen aproximadamente los mismos efectos por translación en el espacio y en el tiempo. Gracias a este aprendizaje por experiencia todo ser vivo consigue vivir y sobrevivir. Este hecho – es sin duda un hecho – no es refutable por la observación de Hume, mencionada más arriba, según la cual la uniformidad y la causalidad no se dan a nuestros sentidos en tanto que propiedades universales. Este aprendizaje vital no necesita que sus condiciones sean probadas universalmente.
Hoy tenemos claro que la observación y la experiencia sensible forman parte de la base del conocimiento científico, lo que no siempre ha sido así, y sigue sin serlo para algunas personas o sociedades. Hubo épocas en las que se recurría a los textos sagrados míticos en lugar de consultar la naturaleza misma para conocerla. Dicho eso, quienes estamos conscientes de la continuidad entre la ciencia y la metafísica pensamos que desde fines del siglo 19 se ha exagerado la importancia de la experiencia y de los experimentos en detrimento de la teoría, siendo que es ésta la que da sentido a la actividad experimental. Resulta que la ciencia ha llegado a ser en gran parte una tecnociencia financiada preferentemente por la industria, y la industria, no podría ser de otra manera, financia lo rentable. Los teóricos denuncian la gran dificultad que encuentran para financiar su investigación y reflexión.
Desde un punto de vista científico, el hecho experimental es una respuesta a una pregunta bien planteada. Por ejemplo, la óptica se desarrolló porque el hombre se sintió intrigado desde el principio por las propiedades de los fenómenos luminosos, como el reflejo de nuestro rostro en el agua. Los experimentos acumulados sin teoría (como ocurre a menudo en ciencias sociales y a veces en ciencias naturales) siguen siendo anecdóticos, y una teoría sin base experimental, sin ser necesariamente un sueño, se priva de un medio importante de palpar la realidad y de un espacio común que nos permite comunicarnos y ponernos de acuerdo.
Las teorías son el resultado de un hábil bricolaje en el que se entrecruzan proposiciones de diversa índole. Podemos hacer una lista de estas proposiciones, clasificándolas según la distancia que las separa de nuestra percepción sensible. Una teoría puede contener (I) oraciones reducibles a proposiciones en primera persona del singular, como «veo manchas de colores en el papel»; (II) proposiciones impersonales que comienzan con la expresión «hay...»; (III) proposiciones descriptoras de regularidades; (IV) leyes propiamente dichas; en las ciencias más desarrolladas suelen ser leyes funcionales (apelan a la noción matemática de función) que describen cantidades que varían conjuntamente, como la ley de caída de los cuerpos; (V) proposiciones aún más abstractas cuyos referentes son entidades físicas, aunque inobservables, o entidades matemáticas (por ejemplo, estructuras geométricas); (VI) por último, las teorías pueden incluir proposiciones metafísicas. Piénsese en aquellas que describen el determinismo causal de la naturaleza, o bien en aquellas que se refieren a ciertas regularidades generales de la naturaleza, como las tendencias a la simplicidad, a la optimización, a la analogía.
La finalidad de estos distintos niveles de abstracción de las proposiciones es explicativa: salvo el primero, cada nivel existe para dar cuenta de lo que ocurre en el nivel inmediatamente inferior, es decir, para mostrar la necesidad de los hechos. Por eso, a medida que se asciende en la escala, se progresa hacia una mayor universalidad y necesidad. Se constata que la teoría científica, cuando está bien desarrollada, es inseparable de la metafísica.
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Miguel Espinoza es profesor honorario de la Universidad de Estrasburgo
Líneas de investigación:
Filosofía de la naturaleza, Filosofía de la física y de las matemáticas.
Publicaciones recientes:
(2017) La matière éternelle et ses harmonies éphémères, París: L’Harmattan.
(2020) A Theory of Intelligibility. A Contribution to the Revival of the Philosophy of Nature, Toronto, Ontario: Thombooks Press.
Email: miguel.a.espinoza.v@gmail.com
© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXIX Nº1 (2024), pp. 119-129. ISSN: 1136-4076
Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras
Campus de Teatinos, E-29071 Málaga (España)