Destrucción y transmisión de la experiencia en Giorgio Agamben

Destruction and transmission of experience
in Giorgio Agamben

Erika Lipcen

Universidad Provincial de Córdoba

Recibido: 15/01/2023 Aceptado: 24/02/2023

RESUMEN

En Infancia e historia Giorgio Agamben afirma que en la contemporaneidad asistimos a la «destrucción» de la capacidad para transmitir la experiencia. Ante esto, propone la idea de «infancia» entendida como una «experiencia originaria» en la que residiría la pura potencia del lenguaje. Esta idea presenta una serie de dificultades en tanto posibilidad concreta de volver a transmitir la experiencia ante su destrucción. Por lo tanto, el presente escrito indaga en otros conceptos de Agamben tales como el «montaje de temporalidades», el «paradigma» y el «testimonio», conjeturando que allí se encuentran posibles claves para efectivamente volver a transmitir la experiencia.

PALABRAS CLAVE

EXPERIENCIA – GIORGIO AGAMBEN - TRANSMISIÓN – DESTRUCCIÓN

Abstract

In Infancy and history, Giorgio Agamben maintains the diagnosis of the «destruction» of the capacity of transmitting experience in contemporary times. Given this, he proposes the idea of «infancy» understood as an «originary experience» in which resides the pure potency of language. This idea presents a series of difficulties as a concrete possibility of retransmitting experience given its destruction. Therefore, this paper explores other concepts of Agamben such as the «montage of temporalities», the «paradigm» and the «testimony», conjecturing that there are possible keys to effectively retransmit the experience.

KEYWORDS

EXPERIENCE – GIORGIO AGAMBEN – TRANSMISSION – DESTRUCTION

  1. Introducción

    En Infancia e historia de 1978, Giorgio Agamben retoma y continúa el diagnóstico elaborado por Walter Benjamin a comienzos del siglo XX en relación a la crisis de la capacidad para transmitir la experiencia. Como afirma Agamben, Benjamin fue probablemente el primer «intelectual europeo que apreció la mutación fundamental que se había producido en la transmisión de la cultura» (Agamben, 2002: 129). Él fue, en efecto, uno de los más claros exponentes de la consciencia de una crisis a la cual aludió en términos de un «empobrecimiento» de la experiencia (Benjamin, 2007). La radicalidad de las transformaciones efecto de la Gran Guerra, dificultaba la posibilidad de asimilar esos cambios y, por lo tanto, de compartir la experiencia. Agamben, por su parte, en una búsqueda de actualización y continuación de su antecesor alemán, sostiene que, en la actualidad, tal «pobreza» o «declive» de la experiencia, ha llegado a su límite, a tal punto que hoy asistimos no solo a su «empobrecimiento», sino a una verdadera «destrucción» de la misma (Agamben, 2001a).

    Ahora bien, esta situación límite, lejos de ser fuente de lamento o nostalgia, es considerada por Agamben como una oportunidad. Pues considera que esta crisis de la experiencia es propicia para que emerja aquello que el autor considera una «experiencia originaria»: la experiencia de nuestra capacidad del lenguaje, la cual continuamente presuponemos y olvidamos cuando hablamos. «Infancia» es el nombre que Agamben le da a esta experiencia de nuestra capacidad de discurso, una experiencia originaria que implica asumirnos como seres de absoluta potencia, capaces de configurarnos como sujetos -de decirnos- de infinitos modos. Es la experiencia de la absoluta potencia de decir, aquello que, según Agamben, tiene la oportunidad de salir a la luz ante la actual destrucción de la experiencia.

    Georges Didi-Huberman, en Supervivencia de las luciérnagas, ha tematizado algunas de las dificultades que presenta esta propuesta. Entre otras cosas, cuestiona la «apocalíptica» visión agambeniana de la destrucción total de la experiencia, pues la misma no dejaría apreciar que ninguna destrucción es absoluta. Además, la tesis de la destrucción precisa siempre de la construcción de una trascendencia como contraparte propositiva. Así, el movimiento de Agamben iría desde la afirmación de la absoluta expropiación de la experiencia, hacia la restitución de una «experiencia originaria» (Didi-Huberman, 2012). Ahora, ante esta crítica de Didi-Huberman sería necesario precisar algunos puntos a los fines de no terminar esquematizando en exceso la obra del autor italiano. En este sentido, el presente trabajo se propone indagar si los escritos de Agamben presentan una dinámica más compleja que la dialéctica destrucción-trascendencia, deteniéndose en otros conceptos del autor que permitan pensar posibilidades concretas de la transmisión ante su crisis. Para ello, se analizan aquellos lugares en los que Agamben desarrolla las ideas de «montaje de temporalidades», «paradigma» y «testimonio», para examinar si estos otorgarían posibles claves para efectivamente volver a transmitir la experiencia.

  2. Destrucción de la experiencia

    En 1933, en su artículo Experiencia y pobreza, Walter Benjamin, entre otras cosas, subrayaba el modo en que la gran catástrofe que había implicado la Primera Guerra Mundial, constituía un factor fundamental del fenómeno del llamado «declive» o «empobrecimiento» de la experiencia que atravesaba su propio tiempo histórico. Según Benjamin, fue con la Gran Guerra -en la que la modernidad tecnológica se había desplegado en toda su potencia- que se hizo más que nunca evidente esa crisis: «la gente volvía enmudecida del campo de batalla [...] No más rica, sino más pobre en experiencia comunicable» (Benjamin, 2009: 42). Luego de la Guerra, todo se había modificado de manera tan rápida y profunda que los cambios parecían no poder asimilarse. El mutismo de los soldados que retornaban, era justamente una prueba del proceso de pérdida de la capacidad de transmitir y compartir la experiencia: «es como si una facultad que nos parecía inalienable, la más segura entre las seguras, nos fuese arrebatada. Tal, la facultad de intercambiar experiencias» (ibíd.: 60). En las sociedades tradicionales, la experiencia se comunicaba en narraciones que se transmitían de una generación a otra. Esos saberes, que los más viejos pasaban a las nuevas generaciones, construían la así llamada «cadena» de la tradición. Experiencias que, transmitidas de boca en boca, otorgaban una continuidad temporal y referentes que orientaban para actuar. Si bien es claro que la tradición no es nunca algo fijo, sino que se va modificando y renovando con cada reapropiación de la misma, según Benjamin, lo que tuvo lugar en su época, fue un verdadero quiebre de los mecanismos conocidos de transmisión.

    En Infancia e historia, Agamben retoma algunos párrafos de Experiencia y pobreza, proponiéndose continuar y actualizar este diagnóstico de Benjamin. Lógicamente, se podría esperar que, además de los efectos de la devastadora catástrofe militar de comienzos de siglo, el autor tuviera en cuenta el radical quiebre histórico que supuso Auschwitz en el mundo contemporáneo. Sin embargo, no es aquí donde Agamben pone el acento, pues lo esencial para él radica en el modo en que cotidianamente se desenvuelven nuestras vidas en las grandes ciudades. Tal como afirma Leland de la Durantaye, Agamben aborda una temática que puede definirse como «sociológica», como «un fenómeno que vemos a nuestro alrededor», «concerniente a formas sociales de conocimiento y transmisión» (De La Durantaye, 2009: 82).1 Lo que particulariza al análisis de Agamben es su tesis según la cual la experiencia no es más algo realizable: «al hombre contemporáneo se le ha expropiado (espropriato) su experiencia», de modo que «la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo» (Agamben, 2001a: 7). Tan es así que ya no asistimos solo a un «empobrecimiento» de la experiencia, como afirmaba Benjamin, sino que presenciamos su verdadera «destrucción» (distruzione). Y es precisamente la «pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad» (ibíd.: 8), el lugar en donde este proceso alcanza su punto límite:

    la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia (ibíd.).

    Si bien la gran ciudad también estaba en el centro del análisis benjaminiano, las ciudades del siglo XIX y comienzos del XX eran muy distintas a las sociedades de masas contemporáneas a las que Agamben se refiere. Es decir: si en las ciudades que Benjamin analizaba se daba un «empobrecimiento» de la experiencia, en la actualidad dicho proceso habría arribado a su límite: a una verdadera «destrucción» de la misma. Entonces, en Infancia e historia, Agamben avanza sobre el análisis de Benjamin a partir de una doble operación. Por un lado, generaliza su tesis sobre la crisis de la experiencia, extendiéndola desde la catastrófica situación que supuso la Gran Guerra hacia las condiciones propias de las actuales ciudades. Y, en segundo lugar, radicaliza sus afirmaciones al considerar que el empobrecimiento de la experiencia ha llegado a su extremo, alcanzando su efectiva y definitiva destrucción.

    Ahora bien, Agamben sostiene que de ninguna manera hay que lamentar este estado de cosas. El autor no busca, con nostalgia, recuperar la vieja experiencia. Más bien, en un movimiento hölderlineano, según el cual en donde está el peligro crece lo que salva, afirma que «no se trata de deplorar esa realidad, sino de tenerla en cuenta» (ibíd.: 10). Pues ella contiene una posibilidad radical: tal vez sea en esa pérdida el lugar en que finalmente «se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futura» (ibíd.). El autor confía, en otros términos, en que el estado de destrucción total de la experiencia pueda preparar el «lugar lógico» para que emerja una nueva experiencia.

  3. La infancia y el «lugar lógico» para una nueva experiencia

    En Infancia e historia, Agamben vuelve nuevamente al pensador berlinés, pero esta vez para retomar Sobre el programa de la filosofía venidera, un ensayo muy temprano cuya temática también era la experiencia, aunque abordada desde un enfoque metafísico-epistemológico que buscaba establecer los lineamientos que perfilan una experiencia futura. De este modo, la estrategia de Agamben consiste en una doble apropiación de Benjamin: continúa, por un lado, su diagnóstico «histórico-sociológico» acerca de la crisis de la experiencia, mientras que, en un segundo movimiento, acude al ambicioso gesto metafísico del aún joven Benjamin para, desde allí, disponer la «tarea» de preparar el «lugar lógico» a partir del cual pueda brotar y madurar la experiencia futura.

    Agamben retoma del Programa benjaminiano, en primer lugar, la idea de que la experiencia debe basarse en el «nivel trascendental» depurado de toda subjetividad, y no en la consciencia psicológica o empírica, tal como había sostenido Kant. Es decir, también para Agamben la experiencia debe ser definida en términos de una «experiencia trascendental» (Agamben, 1993: 4). En segundo lugar, Agamben recupera la reivindicación benjaminiana de la crítica de Hamann a Kant. Según Benjamin, hay una característica fundamental del conocimiento que Kant no consideró: se trata de su esencia lingüística, rectificación de Kant que tenía su antecedente en la crítica que Hamann le había dirigido en su propio tiempo, cuando este sostenía que no es posible afirmar una razón pura como sujeto trascendental independiente de lo lingüístico, ya que «la razón es lengua» (Agamben, 2001a: 59), el pensamiento es lenguaje. En definitiva, Agamben, siguiendo a Benjamin, reconduce el problema de la experiencia tanto hacia el nivel trascendental como hacia la cuestión del lenguaje: es precisamente el vínculo entre ambos planos el que ofrecerá, para el pensador italiano, aquel «lugar lógico» desde el cual concebir una nueva experiencia.

    Ahora bien, si Benjamin, continuando a Hamann, afirmaba que el problema de Kant era que no había tenido en cuenta que la raíz del conocimiento y lo que constituye el nivel trascendental es el lenguaje, para Agamben, en cambio, es necesario distinguirlos: «trazar [...] con claridad los límites que separan lo trascendental de lo lingüístico» (ibíd.). Y es que, para Agamben, el sujeto tiene su origen en el lenguaje y, por consiguiente, lo trascendental, en tanto no subjetivo, ha de diferenciarse de lo lingüístico. Es decir, al igual que Benjamin, Agamben parte de la distinción de una esfera trascendental depurada de toda subjetividad. Para ambos, la experiencia debe basarse en este nivel trascendental no subjetivo. No obstante, Agamben aclara que el sujeto tiene su origen en el lenguaje, por lo que, en tanto no-subjetivo, lo trascendental debe diferenciarse de lo lingüístico.

    Como principal antecedente de la idea de sujeto como emergente del lenguaje, Agamben señala las investigaciones de Èmile Benveniste, para quien la realidad a la que remite el «yo» es siempre una «realidad de discurso» (ibíd.: 63). La subjetividad es «la capacidad del locutor de situarse como un «ego», y no una suerte de «experiencia inmediata» (ibíd.). o un «sentimiento mudo de ser uno mismo que cada cual tendría» (ibíd.: 61). Para Benveniste, el sujeto es exclusivamente lingüístico, no es previo al lenguaje, sino que surge en él. A partir de esta concepción del sujeto y retomando la exhortación benjaminiana de basar la experiencia en el nivel trascendental, Agamben remite al término «infancia», el cual deriva del latín infans, en donde fans es el participio presente del verbo fari –hablar–, mientras que su prefijo, in-, lo niega. Siguiendo esta etimología en la que el concepto en cuestión remite a una privación del habla, el autor denomina in-fancia a aquella instancia trascendental cuyo límite estaría señalado por el lenguaje.

    A diferencia de los animales que son siempre indisociables de su voz y, por lo tanto, nunca entran en la lengua, el ser humano, en cambio, nace privado del lenguaje, y es esto lo que significa tener «infancia». En tanto infantes, es decir, habiendo venido al mundo con el lenguaje en la forma de la potencia o capacidad, los seres humanos debemos apropiarnos del mismo. Y es en la adquisición de un lenguaje que nos preexiste, que nos constituimos como sujetos. La infancia es, entonces, «aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje» (ibíd.). Sin embargo, ese «antes» no debe confundirse con un momento cronológico. La infancia no alude a una presunta etapa que habríamos transitado y dejado atrás para siempre. Pues, para Agamben, no existe algo así como un ingenuo período originario en el que de alguna manera nos encontraríamos ya completos y luego del cual inventaríamos el lenguaje. Jamás se encuentra al ser humano separado del lenguaje. La infancia, más que un estadio cronológico, constituye una instancia de no-habla que convive permanentemente con el lenguaje, en una relación tal que se conforma uno en virtud del otro.

    Varios años después de la primera publicación de Infancia e historia, en el Prólogo a su traducción francesa de 1989, Agamben afina esta idea, definiendo la infancia en términos de un experimentum linguae, esto es: como la experiencia no de un objeto, sino de la «cosa» del lenguaje. No la experiencia del lenguaje como una determinada proposición que significa algo, sino del puro hecho de que hablamos. Es la experiencia de nuestra capacidad de discurso, la experiencia de la «decibilidad» (Agamben, 2007: 20), de la absoluta potencia de decir que nos constituye como humanos. Agamben sostiene que tematizar la infancia o, es lo mismo, «plantear la pregunta de lo transcendental significa, en último análisis, preguntar qué significa ‘tener una facultad’, y cuál es la gramática del verbo ‘ser capaz’» (Agamben, 1993: 7).2 Ante lo cual, la única respuesta es la de una experiencia del lenguaje mismo, un experimentum cuyo contenido es que hay lenguaje, una experiencia en la que «los límites del lenguaje se encuentran no por fuera del lenguaje, en la dirección de su referente, sino en una experiencia del lenguaje como tal, en su pura auto-referencialidad» (ibíd.: 5).3

    Es precisamente ese experimentum linguae, esta experiencia del límite del lenguaje que es, al mismo tiempo, una experiencia de nuestra potencia o facultad de decir, aquello que Agamben reivindica ante la actual destrucción de la experiencia. Haber llegado hasta el límite de la crisis de la transmisión, constituye, para el autor, la oportunidad perfecta para que emerja esta «experiencia originaria» (Agamben, 2001a: 64) –el hecho de ser capaces del lenguaje– que continuamente presuponemos, pero que olvidamos cuando hablamos. Ella, evidentemente, no es la vieja experiencia que se transmitía en narraciones de generación en generación. Es más bien una experiencia que implica asumirnos como seres de absoluta potencia, pues, en tanto infantes, somos capaces de configurarnos como sujetos, de decirnos de infinitos modos.

    Entonces, en Infancia e historia, Agamben se apropia y pone en diálogo dos momentos del pensamiento de Walter Benjamin. En primer lugar, retoma, aunque brevemente, Experiencia y pobreza, para actualizar el diagnóstico histórico-sociológico acerca de la crisis de la transmisión de la experiencia en las sociedades contemporáneas. Y, en una segunda instancia, se remonta a Para el programa de una filosofía venidera a los efectos de elaborar una reflexión ontológica sobre la idea de una «experiencia originaria», una experiencia de nuestra infinita potencia de conformarnos como sujetos en el lenguaje.

  4. Consideraciones a partir de la crítica de didi-huberman
    a la actualización agambeniana de benjamin

    Una de las principales críticas que ha recibido la tesis agambeniana sobre la pérdida de la experiencia, es la trazada por el filósofo e historiador del arte francés Georges Didi-Huberman en su libro Supervivencia de las luciérnagas. Allí, partiendo de un cotejo entre los textos de Benjamin y de Agamben, el autor cuestiona la «abrupta» afirmación agambeniana acerca de que el hombre contemporáneo se encuentra absolutamente desposeído de su experiencia. Para Didi-Huberman, la tesis sobre la destrucción total de la experiencia constituye el índice de una «manera apocalíptica» (Didi-Huberman, 2012: 55) de considerar nuestra época, una mirada catastrofista cuya «luz cegadora» (ibíd.: 61) no permite apreciar, con modestia, las verdades «provisionales, empíricas, intermitentes, frágiles, dispares, fugaces como luciérnagas» (ibíd.: 62), que nos muestran que la «destrucción» nunca es absoluta, y «nos dispensan [...] de creer que una ‘última’ revelación o una salvación ‘final’ sean necesarias para nuestra libertad» (ibíd.: 64). Según Didi-Huberman, en toda la obra del italiano podemos detectar una matriz consistente en afirmar, primero, una destrucción radical y, luego, la construcción de una trascendencia:

    La mayor parte de los paradigmas elaborados por el filósofo en la larga duración de su obra parecen todos marcados, en efecto, por algo que, desgraciadamente, atraviesa en negativo la extraordinaria agudeza de su mirada: es como un movimiento de balancín entre los extremos de la destrucción y de una suerte de redención por la trascendencia (ibíd.: 59-60).

    Efectivamente, Agamben convierte el proceso de «empobrecimiento» de la experiencia en una verdadera «destrucción» efectuada. Benjamin, en cambio, aludía a la crisis pero en términos de una «caída» y, afirma Didi-Huberman, «lo que ‘cae’ no forzosamente ‘desaparece’» (ibíd.: 94). Para Benjamin, se trataba de un «declive», y no tanto de una desaparición ya consumada: él diagnosticaba un «descenso progresivo, el ocaso, el occidente (es decir, un estado del sol que desaparece ante nuestra vista pero que no por ello deja de existir bajo nuestros pasos, en las antípodas, con la posibilidad, el ‘recurso’, de reaparecer por el otro lado, por el oriente)» (ibíd.: 95). A diferencia del vocabulario procesual de Benjamin, la radicalidad del análisis de Agamben pareciera dejarnos sin ningún recurso concreto para afrontar esta gran pérdida. Al diagnosticar una destrucción radical de la experiencia, la respuesta agambeniana parece requerir, como contraparte propositiva, una radicalidad que esté a su altura. De hecho, el movimiento de Agamben va desde la afirmación de la consumada expropiación de la experiencia, hacia la restitución de una instancia ontológica: la «infancia» en tanto «experiencia originaria».

    Ahora, si bien la interpretación de Didi-Huberman contiene este momento de verdad, resulta sin embargo necesario precisar algunos puntos a los fines de no confundir conceptos, ni esquematizar demasiado tanto la obra de Agamben como la de Benjamin. En primer lugar, ha de repararse en ciertos matices presentes en los textos del berlinés, que, en cierto modo, pondrían en cuestión el esquema comparativo trazado por Didi-Huberman. Aunque la mayoría de las veces el vocabulario de Benjamin sea «procesual», esto no implica que no exista una ambigüedad en sus textos. Pues, sin ir más lejos, en Experiencia y pobreza Benjamin propone «comenzar desde cero», una alternativa que, en virtud de su radicalidad, se acercaría a la de Agamben: «¿A dónde lleva al bárbaro esa su pobreza de experiencia?» –interroga Benjamin– «A comenzar de nuevo y desde el principio» (Benjamin, 2007: 218). A pesar de considerar la crisis en términos de un proceso de declive y no de una destrucción consumada, Benjamin afirma que solo desde la conciencia de nuestra situación de extrema pobreza es posible que nazcan nuevas experiencias. El autor aboga aquí por una vuelta a lo más básico, por una liberación de las cargas inútiles de la tradición. Es éste el camino que han escogido los grandes creadores como Descartes, Einstein, los cubistas, Klee, Brecht, Loos: ellos hicieron tabula rasa, se desprendieron de la tradición para volver a comenzar. Al asumir este camino, Benjamin estaría acercándose a la lógica hölderliniana de Agamben. Haber tocado fondo, haber llegado hasta el extremo de la crisis de la experiencia, es, al mismo tiempo, lo que nos impulsa a empezar completamente de nuevo: el límite al cual ha arribado la actual crisis de la experiencia constituye un extremo tal que abre una nueva posibilidad. Si bien en Benjamin no encontramos exactamente la misma idea que en Agamben, ellos estarían compartiendo, en estos pasajes, una misma lógica radical que al menos Didi-Huberman no menciona en su esquema de Supervivencia de las luciérnagas.

    En segundo lugar, es necesario aclarar a qué se refiere Agamben cuando alude a la infancia como una instancia «trascendental», puesto que cuando Didi-Huberman alude al «movimiento de balancín» entre destrucción y trascendencia, en ningún momento explicita a qué se refiere con el término «trascendencia». De manera que su esquema interpretativo puede rápidamente conducirnos al equívoco de concebir la «infancia» como aquello que se contrapone a la «inmanencia», cuando, en realidad, para Agamben, la infancia de ninguna manera, constituye una suerte de «más allá» (Agamben, 2014). Ella no es algo que trascienda hacia otro mundo: es un «ser dentro de un afuera» (ibíd.). La infancia se adhiere a nuestra realidad, para constituirse como un experimento de la potencia, experimentum potentiae (ibíd.). Esta idea acerca de que la infancia no ha de pensarse como algo «por fuera» de este mundo, sino como una posibilidad empírica y real, ha sido reforzada por Agamben cuando identifica a la infancia con ciertas experiencias concretas cuyo rasgo en común es la pérdida del «yo». Agamben alude, en primer lugar, a un relato de Montaigne en donde este cuenta un accidente con un caballo que lo dejó «muerto, tendido boca abajo [...] ya sin movimiento ni conciencia, como una raíz» (Agamben, 2001a: 49). Asimismo, Agamben refiere a un episodio contado por Rousseau, quien, tras haber recibido el golpe de un perro, atravesó por un singular estado: «nacía a la vida en ese instante [...] no tenía ninguna noción distinta de mi individualidad [...] no sabía quién era ni dónde estaba [...] Veía manar mi sangre como si estuviera viendo fluir un arroyo, sin pensar siquiera que esa sangre me perteneciera [...]» (ibíd.: 53). Ambos relatos hacen referencia a una «experiencia límite», de aquellas que no podemos calificar propiamente como «nuestras», que «no nos pertenecen» (ibíd.: 51). En estos casos, se llega a un extremo tal que tiene lugar una de las características definitorias de la infancia: la total desaparición del ego. De este modo, queda de manifiesto el hecho de que la experiencia de la infancia es una experiencia, en este mundo, de la potencia. Ella no debe considerarse una trascendencia en el sentido de un salto más allá de lo empírico. Es más bien una experiencia sin yo de nuestra infinita potencia.

    Finalmente, consideramos importante preguntarnos si acaso el «movimiento de balancín» entre «destrucción» y «trascendencia» realmente se repite en toda su obra o si los escritos de Agamben presentan una dinámica más compleja. Ante el diagnóstico radical de la destrucción de la capacidad de transmitir la experiencia, emerge la pregunta referida a cómo es posible vivir sin las coordenadas que nos proporciona la experiencia: ¿cómo volvemos a orientar y dar sentido a nuestras acciones en el presente si no contamos con las referencias de la experiencia pasada? Efectivamente, la infancia en tanto experimentum linguae o experiencia de nuestra potencia, no está orientada a dar una respuesta a cómo, de manera concreta, volver a transmitir la experiencia tras la disolución de las sociedades tradicionales. En este sentido, nos interrogamos si, además de la «infancia», existen en la obra de Agamben otras ideas que permitan pensar una salida a la crisis de la transmisión. En lo que sigue, nos detenemos en aquellos lugares en los que Agamben desarrolla las ideas de «montaje de temporalidades» (1), «paradigma» (2) y «testimonio» (3), para indagar si ciertas características de estos conceptos permitirían afrontar el problema de la crisis de la transmisión de la experiencia, escapando al balancín entre destrucción y trascendencia que ve Didi-Huberman.

  5. Posibilidades de la transmisión del pasado

    V.1. Montaje de temporalidades

    En la obra de Agamben, encontramos al menos dos lugares en donde explícitamente aboga por un montaje entre el tiempo pasado y el presente. En primer lugar, en la lección inaugural de un seminario dictado en Venecia entre 2006 y 2007, Agamben se interroga qué significa ser «contemporáneos». Y, entre las respuestas que procura, introduce –siguiendo tácitamente a Benjamin– la idea de «citar» el pasado para actualizarlo. El énfasis está puesto en la capacidad de las citas para «remitir, re-evocar y revitalizar lo que incluso [se] había declarado muerto» (Agamben, 2011: 26). Entre lo arcaico y lo moderno, afirma Agamben, hay una «cita secreta», «porque la clave de lo moderno está oculta en lo inmemorial y lo prehistórico» (ibíd.: 27). Ser contemporáneos es saber percibir «en lo más moderno y reciente los índices y las signaturas de lo arcaico» (ibíd.). Es ser capaces de interpolar el tiempo, de citar la historia a partir de una necesidad y una urgencia que proviene no de nuestro arbitrio, sino de una exigencia a la que no podemos dejar de responder: «es como si esa luz invisible que es la oscuridad del presente proyectase su sombra sobre el pasado y este, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora» (ibíd.: 29).

    Entonces, si para Agamben ser «contemporáneos» es asumir la presencia de lo arcaico en lo actual, situarnos en nuestro propio tiempo supone una efectiva valoración de la yuxtaposición anacrónica de temporalidades. Las citas construyen lazos, aunque discontinuos, con el pasado. De esta manera, en la figura de la cita ciertamente podemos encontrar un modo de hacer transmisibles ciertas experiencias del pasado que esperan ser actualizadas. En tanto contemporáneos, hemos de construir nuestras coordenadas, nuestros criterios para orientarnos, trayendo al presente de un pasado que nos está esperando. Así, ante la crisis de la transmisión, no solo encontramos la instancia ontológica de «infancia». Las citas del pasado son un recurso que aparece en la obra de Agamben y que habilita a construir referentes temporales que nos permitan situar nuestras acciones.

    En segundo lugar, también hallamos una vía concreta para montar pasado y presente en ciertos lugares en donde Agamben se ocupa del historiador del arte y teórico cultural alemán Aby Warburg. En su ensayo «Warburg y la ciencia sin nombre», así como también en ciertos pasajes de Estancias y de Ninfas, Agamben reivindica la tesis warburguiana según la cual las imágenes transmitidas por la memoria histórica poseen una «vida póstuma» o «supervivencia» (Nachleben). Partiendo del supuesto de la existencia de una fuerza o Lebensenergie que sobrevive en las imágenes, Warburg se había dedicado a investigar la presencia del paganismo en el arte del Renacimiento. Este rastreo de la permanencia de las fórmulas antiguas, se sustentaba en la premisa de que aquellas, reapropiadas y cambiadas, se transmiten de manera inconsciente. Para el autor, las imágenes contienen una «carga energética» que «sobrevive» como una herencia socialmente transmitida. Bajo estos mismos supuestos, durante sus últimos años de vida, Warburg se dedicó al magno proyecto llamado atlas Mnemosyne, en el cual intentaba cartografiar de qué manera las imágenes del pasado habían vuelto a emerger una y otra vez a lo largo de la historia de Occidente. El atlas constituía, en palabras de Agamben, una suerte de «gigantesco condensador» en el que se habían reunido «todas las corrientes energéticas que animaron y todavía seguían animando la memoria de Europa, y que tomaban cuerpo en sus ‘fantasmas’» (Agamben, 2007: 172). Para Warburg, todas las imágenes que conforman nuestra memoria, corren el riesgo de fijarse en «espectros». Y es a los sujetos históricos a quienes nos toca la tarea de restituirlas a la vida. En este sentido, él consideraba que, al ser retomadas y yuxtapuestas, estas imágenes podrían liberarse de su destino espectral. Es decir: en virtud del trabajo de montar entre sí dichas imágenes, «el pasado –las imágenes transmitidas por las generaciones que nos han precedido– que parecía en sí sellado e inaccesible, se pone de nuevo, para nosotros, en movimiento, vuelve a hacerse posible» (Agamben, 2010: 26-27).

    Agamben valora y retoma precisamente este modo de estudiar las imágenes, en el cual se busca comprender su vida histórica partiendo de que ellas constituyen un órgano de la memoria social con una fuerza capaz de sobrevivir al contexto en el cual fueron producidas. En sus textos sobre el coleccionista alemán, hallamos una reivindicación de la concepción de la cultura como proceso de Nachleben y de la idea del montaje de imágenes como una tarea para enfrentarnos con las energías fijadas en ellas. Agamben valora de este modo el montaje de temporalidades como un camino constructivo en el cual efectivamente se transmite el pasado enlazándolo con el presente, lo cual implica también configurar un marco temporal concreto y situado a partir del cual comprendernos, orientarnos y otorgarle sentido a nuestras acciones.

    V.2. Paradigma

    Además del montaje de temporalidades, encontramos un segundo elemento en los textos de Agamben que pone en evidencia las posibilidades concretas de transmitir la experiencia. Se trata de la noción de «paradigma», un concepto clave del método con el cual el autor ha abordado gran parte de sus investigaciones. La idea de «paradigma» o «ejemplo», fue tematizada por Agamben en los años noventa, y puede considerarse el eje central del procedimiento adoptado en la así llamada «saga» Homo sacer. La idea en cuestión apareció por primera vez en La comunidad que viene, en donde se introduce la idea de «ejemplo» en el contexto de la problematización de los criterios de pertenencia a una comunidad. Allí, Agamben sostiene que el «ejemplo» es aquello que escapa a la antinomia de lo general y lo particular. Es una singularidad entre singularidades, pero que vale, al mismo tiempo, por todas:

    Por una parte, todo ejemplo viene tratado, de hecho, como un caso particular real; pero, por otra, se sobreentiende que el ejemplo no puede valer en su particularidad. Ni particular ni universal, el ejemplo es un objeto singular que, por así decirlo, se hacer ver como tal, muestra su singularidad (Agamben, 1996: 13).

    Esta misma formulación, asume un lugar central en los esfuerzos ulteriores del autor por clarificar su método. En un ensayo precisamente titulado ¿Qué es un paradigma?, Agamben define el concepto en cuestión como «un caso singular que es aislado del contexto del que forma parte solo en la medida en que, exhibiendo su propia singularidad, vuelve inteligible un nuevo conjunto» (Agamben, 2009: 25). Un paradigma, entonces, constituye un caso particular, pero, al mismo tiempo, funciona como modelo: él vale para otros de su misma clase, y así vuelve inteligibles contextos diferentes al suyo. El camino propuesto por el paradigma no es, de este modo, ni inductivo ni deductivo. A diferencia de los procedimientos que van de lo individual a lo universal o de lo universal a lo individual, el método paradigmático va de la singularidad a la singularidad. Es, en este sentido, «analógico», pues consiste en un proceso cognitivo basado en la analogía entre particulares. Sin salir del plano de la singularidad, el paradigma «transforma cada caso singular en ejemplar de una regla general que nunca puede formularse a priori» (ibíd.: 30). Es decir: la regla no es ni una generalidad preexistente y aplicable a los casos particulares, ni el resultado del recuento de dichos casos. Por el contrario: «es la mera exhibición del caso paradigmático la que constituye una regla, que como tal, no puede ser ni aplicada ni enunciada» (ibíd.: 29).

    Agamben se ha valido, en varias oportunidades, del análisis de «figuras ejemplares» tales como el homo sacer del derecho romano arcaico, el Muselmann, el «campo de concentración», entre otros: «se trata [...] de paradigmas que tenían por objetivo hacer inteligible una serie de fenómenos cuyo parentesco se le había escapado o podía escapar a la mirada del historiador» (ibíd.: 42-43). Cada uno de ellos constituye un fenómeno histórico positivo singular, tratado como un «ejemplo» o «modelo» que permite dar cuenta de otros fenómenos análogos. El investigador construye, entonces, paradigmas con la intención de hacer inteligible la totalidad de un contexto más vasto. Podría así afirmarse que esas figuras tienen una doble naturaleza: además de ser hechos históricos singulares, también poseen la capacidad de echar luz sobre otros contextos semejantes. Auschwitz, por caso, es tratado por Agamben como un evento único y, simultáneamente, como un paradigma. Pues este hecho histórico nos permite comprender situaciones actuales en las que rige una lógica jurídico-política análoga. Para Agamben, todo espacio en el que la ley es suspendida y en el que los cuerpos quedan totalmente desprotegidos y expuestos a la violencia, ha de denominarse campo. Es decir que, con este término, Agamben no solo apunta a los campos del Tercer Reich, sino que es una figura que ha de reconocerse también a través de todas sus posteriores metamorfosis:

    Tan campo es, pues, el estadio de Bari, en el que en 1991 la policía italiana amontonó provisionalmente a los inmigrantes clandestinos albaneses antes de devolverlos a su país, como el Velódromo de Invierno en el que las autoridades de Vichy agruparon a los judíos antes de entregarlos a los alemanes; no otra cosa son el campo de refugiados en la frontera con España en cuyas cercanías murió Antonio Machado en 1939, o las zones d’attende de los aeropuertos internacionales franceses, en las que son retenidos los extranjeros que solicitan el reconocimiento de refugiados. En todos estos casos, un lugar aparentemente anodino (por ejemplo, el Hotel Arcades en Roissy) delimita en realidad un espacio en el que el orden jurídico normal queda suspendido de hecho y donde el que se cometan o no atrocidades no es algo que dependa del derecho, sino solo del civismo y del sentido ético de la policía que actúa provisionalmente como soberana (por ejemplo, durante los cuatro días en que los extranjeros pueden ser mantenidos en la zone d’attende antes de la intervención de la autoridad judicial). Pero también algunas periferias de las grandes ciudades postindustriales y las gated communities estadounidenses empiezan hoy a parecerse, en este sentido, a campos (Agamben, 2001b: 41).

    El concepto de campo vuelve de este modo inteligible toda una serie de casos en los que los ciudadanos son excluidos del orden jurídico, quedando expuestos a una violencia extra-normativa. Un caso singular –Auschwitz– permite así reordenar problemas y fenómenos que provienen de ámbitos diferentes y comprenderlos bajo un mismo suelo cultural.

    Ahora bien, si el paradigma, al producir una analogía entre figuras provenientes de contextos diferentes, puede de hecho considerarse un indicador de que la transmisión de la experiencia aún es posible. Pues si somos capaces de comprender ciertos fenómenos singulares a partir de otros, significa que aún tenemos la facultad de apropiarnos de lo acaecido. Lo que el método paradigmático supone, en última instancia, es nuestra capacidad de usar lo aprehendido en un cierto marco para orientarnos en otro con características análogas. Este método nos indica que lo que ha sucedido en un contexto no parece sernos tan extraño como para que se transforme en un material inconmensurable y sin sentido. Es posible, por el contrario, establecer puentes entre ellos: fenómenos singulares pueden ser usados como referentes para comprender otro grupo de acontecimientos. De este modo, la idea agambeniana de paradigma pareciera ir en contra del mismo Agamben cuando afirma la absoluta destrucción de la facultad de adquirir experiencias en el mundo contemporáneo. Pues de ser así, ya no sería posible operar por analogía, es decir, no se podrían comprender fenómenos diversos a partir del establecimiento de sus semejanzas. En definitiva, a pesar del radical diagnóstico de Infancia e historia, encontramos en la idea de paradigma un camino para transmitir la experiencia de un contexto a otro.

    V.3. Testimonio

    La temática del testimonio es el eje central de Lo que queda de Auschwitz, el tercer volumen de la serie Homo sacer, publicado en 1999. Este libro constituye, en palabras de su autor, «una suerte de comentario perpetuo sobre el testimonio» (Agamben, 2005: 9-10). De hecho, ya desde el primer capítulo, Agamben comienza citando a Primo Levi, «un tipo de testigo perfecto» (ibíd.: 14), alguien que relataba constantemente todo lo que le había tocado vivir. Como es sabido, en diferentes lugares, Levi ha manifestado la fuerte pulsión que siempre sintió por «contar». En una entrevista afirmaba: «recién regresado del campo de concentración [...] ¡sentía una necesidad irrefrenable de contar a todo el mundo lo que me había sucedido! Cualquier ocasión era buena para contárselo a todos [...]. Después empecé a escribir a máquina por la noche» (ibíd.). En esta misma dirección, en Los hundidos y los salvados, alude a las fuentes de su escritura sobre los Lager: «estos los [...] he conocido por experiencia propia. También he tenido sobre ellos una copiosa experiencia indirecta, a través de libros leídos, relatos escuchados y encuentros con lectores de mis dos primeros libros» (Levi, 2011: 48). De este modo, ya desde las primeras páginas de Lo que queda de Auschwitz, Agamben valora fuertemente la posibilidad de relatar lo acaecido.

    Partiendo entonces de esta estimación de los testimonios, nos preguntamos si los mismos podrían acaso ser considerados como relatos que transmiten la experiencia, es decir, como narraciones que recuperan y comunican las situaciones límite vividas en los campos. Nos interrogamos si los testimonios valorados por Agamben, son tomados por el autor como narraciones en donde se comunica lo vivido en los campos, puesto que, de ser así, se pondría allí en entredicho su propia tesis acerca la absoluta destrucción de la facultad de transmitir o narrar la experiencia en el mundo contemporáneo.

    Previamente a Lo que queda de Auschwitz, Agamben había publicado en un diario francés un artículo sobre los campos, el cual recibió un enérgico cuestionamiento. Un lector acusaba al filósofo italiano de «haber pretendido [...] ruiner le caractère unique et indicible de Auschwitz» (Agamben, 2005: 31). Ante esta crítica, Agamben responde que Auschwitz probablemente haya sido un fenómeno «único», pero, de ninguna manera, «indecible». Para el autor, mantener su indecibilidad e incomprensibilidad supone conferirle «al exterminio el prestigio de la mística» (ibíd.): equivale a «adorarle en silencio, como se hace con un dios; es decir, significa, a pesar de las intenciones que puedan tenerse, contribuir a su gloria» (ibíd.: 32). Agamben exhorta a abandonar cualquier pretensión de convertir Auschwitz en algo inaccesible por medio de la palabra. Pues, de lo contrario, se acaba adorando silenciosamente un evento que el mismo nazismo quiso indecible: «de cualquier manera que termine la guerra», les advertían las SS a los prisioneros, «la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería» (Levi, 2011: 475).

    Agamben, en definitiva, valora los relatos de los sobrevivientes y, a la vez, sostiene que Auschwitz no es indecible ni incomprensible. Podemos afirmar, por lo tanto, que en la medida en que lo vivido en los campos es pasible de ser dicho a otros por sus testigos, es algo que se comparte y, en ese mismo acto, se elabora, se le da una forma aprehensible, se lo transforma en una experiencia. Los testimonios de los sobrevivientes son un gran esfuerzo por decir, por transmitir y tornar comprensible algo de lo que sucedía en el Lager. Primo Levi les ha dedicado su vida entera a esos relatos, a ofrecer a la comunidad palabras que digan su experiencia y la de otros en los campos. De esta manera, es posible inferir que Agamben supondría que aún existe la posibilidad de narrar y transmitir lo vivido. Así, la tesis radical acerca de la destrucción de la experiencia y la necesidad de empezar desde cero presentada en Infancia e historia, sería relativizada.

    Pese a esto, más adelante en Lo que queda de Auschwitz, Agamben se apropia de una singular y controversial manera de la afirmación de Primo Levi según la cual el testimonio contiene una «laguna». Para Levi, los que testimonian son siempre los sobrevivientes, es decir, una minoría de prisioneros privilegiados, una excepción en relación con la regla del campo. La gran mayoría de los que estuvieron en los campos son aquellos que los padecieron hasta su extremo y, por lo tanto, no regresaron: «los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo» (ibíd.: 541). Los que tocaron fondo son los «verdaderos testigos». Ellos eran la norma en el campo y, por este motivo, solo «su declaración podría haber tenido un significado general» (ibíd.). Partiendo de esta premisa, Levi se propone testimoniar en nombre de los que han sido plenamente destruidos y no pudieron contarlo. Él habla «en lugar de» aquellos que vivieron hasta el final y en carne propia la situación más extrema del Lager. A partir de esta reflexión acerca de lo precario del testimonio de cualquier sobreviviente, Agamben infiere la existencia de un halo de incertidumbre que rodearía a todo testimonio, para, desde allí, finalmente afirmar la imposibilidad de contar lo que verdaderamente sucedió en los campos (Agamben, 2005: 39). Según el autor, el testimonio se teje en «el encuentro entre dos imposibilidades de testimoniar»: la del hundido y la del sobreviviente que habla en su lugar. Quien ha tocado fondo, ha perdido la capacidad de narrar. Sin embargo, tampoco el sobreviviente puede decir integralmente la verdad del campo, pues no puede contar esa «laguna» de su testimonio. Así, Agamben concluye que «el testimonio vale en lo esencial por lo que falta en él; contiene, en su centro mismo, algo que es intestimoniable, que destruye la autoridad de los supervivientes» (ibíd.: 34). De este modo, el autor acaba poniendo en tela de juicio el propio sentido del testimonio.

    Como afirma Enzo Traverso, la sofisticada interpretación del texto de Levi lleva a Agamben a cometer el error de ver en los hundidos una figura intestimoniable, cuando aquél solo quería enfatizar los límites de la memoria encarnada por los testigos:

    Olvidando esta premisa de la argumentación de Levi –el testimonio como deber ético y político del sobreviviente– Agamben destruye su contenido, y su teoría del musulmán como testimonio integral termina descalificando la memoria de Auschwitz históricamente constituida, aquella de los sobrevivientes (Traverso, 2004: 186).

    En definitiva, en Lo que queda de Auschwitz, Agamben supone, en un primer momento, que lo vivido puede ser puesto en palabras por los testigos, no obstante, en un posterior movimiento de su argumentación, termina desacreditando los testimonios por no provenir de los «testigos integrales». Los verdaderos testigos son, para el autor, quienes no han podido testimoniar ni podrían hacerlo, pues «los hundidos no tienen nada que decir ni instrucciones ni memorias que transmitir» (Agamben, 2005: 34). De este modo, solo una parte de su argumento afirma que aún es posible contar y transmitir el horror. En este sentido, Didi-Huberman ha sostenido que si bien Agamben defiende que Auschwitz no ha de reducirse al silencio místico, el problema de su tesis radica en que el silencio de los que tocaron fondo «ratifica la imposibilidad de una palabra de testimonio ‘integral’ del exterminio: este solo podrá proceder del ‘musulmán’, figura extrema –y muda– de esos ‘hundidos’ a los que se refería Primo Levi» (ibíd.: 157). Agamben no hace sino absolutizar una «disyunción» y «defecto» propios del testimonio, a lo cual subyace, en última instancia, la pretensión de abolir sus «impurezas narrativas» para garantizar una suerte de idea más pura en relación con lo defectiva que puede ser la palabra:

    [...] los propios testimonios agotan sus fuerzas tratando de decir, de transmitir, de hacer comprender alguna cosa [...]. Es decir, de ofrecer a la comunidad [...] una palabra para que lo experimenten, por muy defectiva o disyunta que sea tal palabra respecto a lo real vivido (ibíd.: 156).

    Los testimonios por supuesto no dicen toda la verdad, son más bien pequeños momentos de una compleja realidad que, con un gran esfuerzo y nunca «integralmente», se ha intentado transmitir.

    Retomando entonces nuestra pregunta, podemos afirmar que en lo que respecta a la idea de testimonio, solo en parte y con estas últimas salvedades, se cuela la posibilidad de pensar, hoy, la transmisión de la experiencia. Por lo tanto, a pesar de que con la idea de la experiencia originaria de la infancia Agamben no nos indica un camino concreto para volver a hacer transmisible el pasado, la reivindicación de la yuxtaposición de temporalidades (1), el concepto de paradigma (2) y, en parte, el testimonio (3), constituyen vías efectivas a partir de las cuales retomar un pasado alejado en el tiempo, aprehender algo de lo ya sucedido, y narrar lo acaecido o ponerle palabras para crear relatos comunes que le otorguen un marco a nuestras acciones.

  6. Referencias bibliográficas

    AGAMBEN, G. 1993: «Preface. Experimentum Linguae», Infancy and History. The Destruction of Experience. Londres-Nueva York: Verso.

    AGAMBEN, G. 1996 (1990): La comunidad que viene. Valencia: Pre-Textos.

    AGAMBEN, G. 2001a (1978): Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

    AGAMBEN, G. 2001b (1996): Medios sin fin. Notas sobre la política. Valencia: Pre-Textos.

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    AGAMBEN, G. 2006 (1977): Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Valencia: Pre-Textos.

    AGAMBEN, G. 2007 (2005): La potencia del pensamiento. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

    AGAMBEN, G. 2009 (2008): «¿Qué es un paradigma?», Signatura rerum. Sobre el método. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

    AGAMBEN, G. 2014 (1996): «Para una filosofía de la infancia». Disponible en: http://artilleriainmanente.blogspot.com.ar/2014/06/giorgio-agamben-para-una-filosofia-de.html

    AGAMBEN, G. 2010 (2007): Ninfas. Valencia: Pre-textos.

    AGAMBEN, G. 2011 (2009): «¿Qué es lo contemporáneo?», Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

    BENJAMIN, W. 2007 (1933): «Experiencia y Pobreza», Obras, II, 1. Madrid: Abada.

    BENJAMIN, W. 2009 (1936): «El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nikoái Léskov», Obras, II, 2. Madrid: Abada.

    DE LA DURANTAYE, L. 2009: Giorgio Agamben. A critical introduction, California: Stanford University Press.

    DIDI-HUBERMAN, G. 2012: Supervivencia de las luciérnagas. Madrid: Abada.

    LEVI, P. 2011: Trilogía de Auschwitz. Barcelona: Océano.

    TRAVERSO, E. 2004: Auschwitz e gli intellettuali. La Shoah nella cultura del dopoguerra. Bolonia: il Mulino.

    Erika Lipcen es profesora de la Universidad Provincial de Córdoba y becaria posdoctoral de CONICET.

    Líneas de investigación:

    Filosofía de la historia, filosofía contemporánea

    Publicaciones recientes:

    (2022). Crisis de la transmisión y “narraciones sin verdad” en la lectura benjaminiana de Kafka. Eikasia Revista de Filosofia, pp. 51 – 68.

    (2022). Crisis de la tradición en Walter Benjamin y Giorgio Agamben. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba.

    Email: erikalipcen@hotmail.com

1 La traducción es nuestra.

2 La traducción es nuestra.

3 La traducción es nuestra.

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXIX Nº1 (2024), pp. 43-60. ISSN: 1136-4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

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