Corrosión antropológica y degradación espiritual en la crítica marxiana*1

Anthropological corrosion and spiritual degradation in Marxian critique

JORGE POLO BLANCO

Escuela Superior Politécnica del Litoral (Ecuador)

Recibido: 02/11/22 Aceptado: 18/05/23

RESUMEN

Este trabajo pretende demostrar que la crítica de Marx al modo de producción capitalista no sucumbió al economicismo, puesto que no sólo denunció la explotación económica, explicando todo el asunto de la extracción de plusvalía. Marx y Engels, al igual que otros teóricos socialistas y no socialistas, comprendieron y denunciaron la degradación espiritual e incluso la desintegración antropológica padecidas por millones de seres humanos, en las sociedades sometidas al capital. Marx llegó a considerar que el capitalismo era también responsable del ocaso de las artes. Definitivamente, no fue la suya una crítica econométrica.

Palabras clave

Marx, economicismo, capitalismo, sociedad industrial, corrosión antropológica, degradación espiritual

Abstract

This paper is intended to show that Marx’s critique of the capitalist mode of production did not succumb to economism, since he not only denounced economic exploitation, explaining the whole issue of the extraction of surplus value. Marx and Engels, like other socialist and non-socialist theorists, understood and denounced the spiritual degradation and even the anthropological disintegration suffered by millions of human beings, in societies subjected to capital. Marx came to consider that capitalism was also responsible for the decline of the arts. His was definitely not an econometric critique.

Keywords

Marx, economism, capitalism, industrial society, anthropological corrosion, spiritual degradation

  1. A modo de introducción

    El filósofo y sociólogo alemán Axel Honneth acusaba al marxismo de mantener una concepción estrechamente economicista, tanto en el momento teórico de comprender la explotación como en el momento práctico de orientar la liberación. Esa visión tan reduccionista terminaba siendo alicorta e insuficiente, pues quedaría circunscrita al asunto de los intereses económicos, ignorándose de tal modo que el padecimiento de los hombres explotados por el capital es un asunto más amplio y profundo (en ese aspecto, el marxismo habría permanecido anclado en un enfoque excesivamente utilitarista). La doctrina marxiana de la lucha de clases erraba al pretender que todos los conflictos entre grupos o clases están económicamente motivados, cuando lo cierto es que las experiencias de injusticia rara vez quedan reducidas a cuestiones meramente materiales. El sufrimiento de esos grupos humanos –al igual que sus ansias de liberación– son realidades más complejas, constituidas por ingredientes que desbordan la dimensión salarial o laboral. En obras tales como La lucha por el reconocimiento (1997) o La sociedad del desprecio (2011), Honneth asevera que son los sentimientos de desprecio y humillación (y no tanto los intereses económicos, o las exigencias laborales y salariales) los que explican la conflictividad social y las ansias de emancipación. Los oprimidos exigen no sólo un conjunto de mejoras económicas, sino algo más profundo: un reconocimiento moral. Los individuos y los colectivos humanos buscan, antes que nada, sentirse aceptados. Saberse respetados. Anhelan «visibilidad», esto es, que su identidad no sea despreciada. Los dominados exigen, más allá del «momento material» de su reivindicación, algo más hondo: un respeto de la propia dignidad. Pero Marx y Engels no habrían siquiera columbrado este aspecto de la opresión y esta dimensión de la emancipación, encorsetados en las coordenadas de un tosco materialismo.

    Sin embargo, en este trabajo queremos mostrar que Honneth se equivocaba (con independencia del indudable interés de sus análisis) cuando acusaba a Marx y a Engels de haber configurado un armazón teórico economicista y utilitarista, ciego a la hora de distinguir y considerar otros componentes de la opresión. Nos ocuparemos de ello en las próximas páginas.

  2. Corrosión antropológica

    El asunto de la «alienación» en el pensamiento marxiano se ha discutido profusamente, y ríos de tinta se han escrito sobre dicha temática (Bedeschi, 1975; Marcuse, 1972). Pero nosotros queremos poner el foco en un determinado aspecto, que enseguida desgranaremos. Digamos de entrada que, si bien es cierto que Marx pretendió elaborar una crítica «científica» del modo de producción capitalista, analizando y desvelando su lógica estructural, no por ello se olvidó de la crítica moral de dicho sistema. También quiso mostrar sus efectos corrosivos y deshumanizadores. Explicar, sí; y denunciar al mismo tiempo la perversidad intrínseca del capitalismo. Marx y Engels alardean de cientificismo y de objetivismo en muchos pasajes de sus obras, pero nunca pierden de vista el sufrimiento humano ocasionado por su objeto de análisis. Hay en ellos una indignación ética que atraviesa toda su obra teórica (Cueva Fernández, 2021; Curcó Cobos, 2017; González, 1991; L. Aranguren, 1968).

    Encontraremos en muchas páginas escritas por Marx unos escenarios inenarrables y dantescos, definidos por «el tormento del trabajo excesivo» y el subsecuente «empobrecimiento físico y espiritual de la vida del obrero» (Marx, 1992, p. 212). Cómo no recordar su descripción de aquellas manufacturas de cerillas, que se extendieron por los principales núcleos fabriles de Inglaterra, en las que trabajaban en ambientes «malsanos» y «repugnantes» una multitud de niños menores de trece años; todos ellos malnutridos, andrajosos y analfabetos. Junto a esos niños y niñas se arrastraban miles de viudas, machacadas y muertas de hambre. Una tropa industrial miserable y bestializada. Ante semejante espectáculo, observará que «Dante encontraría superadas sus fantasías infernales más crueles» (ibid., p. 191). Una imagen espantosa. Ahora bien, no debe olvidarse que tal espectáculo prosigue, en el siglo XXI, en diversos lugares del mundo. Piénsese en las fábricas textiles de Bangladesh, o en las maquiladoras de México.

    Marx consignará el insuperable cinismo de aquellos fabricantes, que se quejaban amargamente cuando las timidísimas leyes fabriles (1833 y 1844) coartaban su «libertad» de contratar mano de obra infantil. Alegaban, los quejosos dueños de la producción de seda, que la sutil delicadeza del tejido exigía unos dedos suaves y pequeños que solamente podían conseguirse con obreros y obreras de corta edad (Marx, 1992, pp. 232-233). El mercado de trabajo sabía localizar a sus víctimas, cuando se le dejaba en «libertad». De hecho, todo se hallaba bien estructurado para que las familias obreras no tuvieran más remedio que acudir «libremente» –qué comillas tan siniestras– a los altares del sacrificio industrial. Acudir en calidad de ofrenda, naturalmente. Se ponía en marcha la compraventa de la carne humana más tierna. El capital empezaba a salivar. Los obreros se prestaban «libremente» a trabar una relación contractual por medio de la cual «vendían» a su descendencia por un plato de lentejas (ibid., p. 213). El espectáculo debía proseguir; no podía perderse ni un solo minuto. Y los diminutos dedos de todos esos niños sin nombre y sin rostro comenzaban a trabajar con la seda maravillosa.

    ¿Qué pretendemos establecer, con semejantes comentarios? Que no es cierto que el Marx maduro manejase un concepto de explotación estrechamente economicista, pues era plenamente consciente de que la usurpación que el capital hacía de la vida de los miembros de la familia obrera suponía un descuartizamiento de todos los lazos antropológicos. Hablamos, por ejemplo, de la infancia; o de ese ámbito de intimidad propio de los lazos familiares, todos ellos triturados y absorbidos por el capital. «Según la antropología capitalista, la edad infantil terminaba a los 10 años o, a lo sumo, a los 11» (Marx, 1992, p. 221). Con este brutal sarcasmo definía Marx el proceso de desintegración moral y cultural que el capitalismo estaba infringiendo a las familias trabajadoras. Marx se hará eco, en una nota a pie de página, de cómo las obreras inglesas habían llegado a no tener tiempo siquiera para dar el pecho a sus hijos; en muchos casos, suministraban una suerte de narcótico a los bebés (ibid., p. 324). Esa acción tan eminentemente antropológica –el amamantamiento y la crianza de los hijos– no es para el capital sino un momento más de la reproducción de mano de obra. Marx lo denunciará sin ambages, criticando que la vida de estos seres humanos quedase enteramente subsumida (o casi por completo) en las ruedas del capital.

    Aquellos gigantescos procesos de proletarización supusieron una extraordinaria transformación del mundo. Pero no debe olvidarse que este nuevo trabajo asalariado hubo de ser impuesto a través de múltiples intervenciones y reglamentaciones que regulaban los flujos de aprovisionamiento de mano de obra «libre» (Moulier-Boutang, 2006). Porque esa oferta de trabajo «libre» no estaba ahí, dispuesta para ser comprada y usada, como han querido ver los teóricos –y los ideólogos– de la economía política liberal (clásica y neoclásica). Esa fuerza de trabajo hubo de ser producida como tal; hubo de ser reclutada y puesta a funcionar. Pero todo ello se hizo no sin cantidades ingentes de violencia social, y no sin múltiples resistencias por parte de los así reclutados. El cuerpo de los obreros hubo de ser despiadadamente disciplinado, para convertirlo en una cosa viva de la que se extrae valor. Señaló Foucault que aquellos cuerpos proletarizados quedaron convertidos en un recurso del que extraer toda la potencia, toda la energía, toda la fuerza útil y aprovechable. La capacidad laboral humana se convirtió en una mercancía más; y el comprador de dicha mercancía podía emplearla y usarla como le viniera en gana. Se trató, en última instancia, de una mercantilización exhaustiva de todas y cada una de las partículas del organismo humano, movilizado y dispuesto para obtener de él el máximo rendimiento productivo; un cuerpo, en suma, constituido a través del eje docilidad-utilidad (Foucault, 2000, p. 142). Cuerpos bestializados, reducidos a sus funciones etológicas más elementales y primarias (Sossa Rojas, 2010).

    Es cierto que la especie humana llegó a ser lo que es gracias a su capacidad de trabajo. Nuestros ancestros llegaron a ser sapiens porque fueron también y de una manera determinante homo faber. No sólo nos adaptamos al entorno, sino que transformamos el entorno para adaptarlo a nosotros. Ésa es la clave de nuestra evolución, de nuestra filogénesis. Animales que utilizan las manos –órganos verdaderamente prodigiosos– para transformar el mundo (Engels, 1961, pp. 143-144). El animal que trabaja, he ahí la definición más primordial de la especie humana. Ahora bien, una vez desplegado el modo de producción capitalista, el trabajo adquirió unas características muy singulares; espantosamente singulares. Ese trabajo amarga la vida del obrero. Su sistema nervioso es torturado, día tras día; y su personalidad se descompone sin remisión. Erich Fromm hizo una observación un tanto hiperbólica, aunque no del todo desajustada, cuando observó lo siguiente: «La crítica principal de Marx al capitalismo no es la injusticia en la distribución de la riqueza». Su principal crítica tendría que ver, más bien, con la imposición de un trabajo «enajenado, sin sentido, que transforma al hombre en un “monstruo tullido”» (Fromm, 1966, pp. 52-53). Ése sería el aspecto más sangrante de la deshumanización capitalista, convertir la actividad laboral en una monotonía insufrible y agotadora; interminable y absurda.

    Se estaría perpetrando una suerte de atentado antropológico; una calamitosa distorsión de la naturaleza humana. Pero esta debacle antropológica no quedaba circunscrita a los espacios productivos. Y conviene hacer una importante observación, en este punto. Si, con el desarrollo del modo capitalista de producción, las muchedumbres proletarizadas quedaban convertidas en animales de carga, no será el propio Marx el que pierda de vista todas las relaciones humanas «no económicas» que con ello iban desmoronándose. La depauperación se mostrará en sus análisis no como un fenómeno reducido a lo estrictamente económico, sino como un proceso más amplio que –sin dejar de estar relacionado con la explotación física y con la esclavitud salarial– conllevaba asimismo una corrosión moral y cultural de las masas obreras; su deterioro «espiritual», en definitiva. Esto último siempre estuvo presente en el horizonte teórico de Marx. No parece que sucumbiera, por lo tanto, a un desciframiento puramente economicista de la realidad humana. De hecho, y como bien apuntaba Néstor Kohan (2013, p. 91), existen abundantes elementos (pruebas textuales) que permiten concluir que el «equívoco economicista, productivista y tecnologicista» no puede imputársele sensu stricto a Karl Marx.

    Es imprescindible leer con atención algunos de los dramáticos pasajes de «La jornada de trabajo», capítulo de Das Kapital que constituye una de las piezas más relevantes dentro de la obra marxiana. El tiempo de aquellos seres humanos proletarizados era permanentemente sacrificado en los altares del capital. Su tiempo para la vida familiar, para el ocio y el descanso, para el disfrute de las relaciones lúdicas y sociales; e incluso su tiempo para la religión, todos esos «tiempos antropológicos», estaban siendo pulverizados. Arrasados sin contemplaciones. El capital se apropió de todos ellos. Incluso el tiempo de las comidas –que debiera ser un tiempo de alegría y esparcimiento comunitario– quedaba reducido a una estricta y desangelada función animal. Aquellos cuerpos eran alimentados triste y escuetamente, únicamente para que siguiesen «funcionando» un ratito más. Debía obtenerse el máximo rendimiento, y se «engrasaban» a tal fin los nervios y los tendones. Los nutrientes elementales ingresaban a duras penas en aquellos organismos extenuados, de la misma manera que los engranajes de las máquinas eran «alimentados» con aceite. Pero estos «gestos nutricionales» se hallaban desconectados de cualquier lazo antropológico que mereciera tal nombre. Y he aquí un punto crucial, en el curso de nuestra reflexión. Marshall Berman, en un brillante ensayo que se ha convertido en un clásico de referencia obligada, sintetizaba con mucha lucidez la problemática que estamos tratando de dibujar. Desde su perspectiva, el creciente nihilismo de la civilización industrial nacía de la propia dinámica de un sistema económico que fue corroyendo las formas de vida de las gentes comunes. Un proceso que provocó la desfiguración e incluso la descomposición de todos esos lazos que producen y sostienen la comunidad humana; unos lazos que el desarrollo industrial capitalista estaba reconvirtiendo, trastocando y destejiendo de una forma cada vez más peligrosa (Berman, 2002, p. 107).

    William Morris (1834-1896) fue un artista, escritor y activista socialista muy preocupado por las devastaciones –materiales y espirituales– ocasionadas por la civilización industrial (fue uno de los fundadores, junto a Eleonor Marx y algunos otros, de la Socialist League). Reflexionó sobre muchos temas, a lo largo de su vida. Pero también incidió en ese aspecto, el de la imposibilidad de celebrar adecuadamente el «ritual antropológico» (llamémoslo así) de las comidas, en un entorno tranquilo y saludable. Así decía en una conferencia pronunciada en 1889:

    Por cierto, ¿tendría que disculparme por introducir un asunto tan bajo como la comida y la bebida? Quizá algunos crean que sí, y están deseando que llegue el día en que esta función se haya civilizado mediante la ingestión de una píldora concentrada una vez al año, o incluso una vez en la vida, a fin de disponer del resto de nuestro tiempo para ejercitar el intelecto; si es que todavía queda algo de él para entonces. Con todos mis respetos, me permito disentir de tan elevada aspiración; y, sinceramente y sin el menor atisbo de broma, pienso que la reunión diaria de los habitantes de un hogar en un ambiente de reposo y amabilidad para comer –ese acto de restauración del desgaste de la vida– debería considerarse una especie de sacramento y adornarse con el arte más delicado. Y perdónenme si creo que el hecho de que haya tantas personas con una vida tan sórdida, triste y angustiosa que no puedan celebrarlo como corresponde debería ser percibido por aquellos que sí pueden como una lacra que habría que aliviar remediando el problema, y no haciendo caso omiso de él (Morris, 2015, p. 78).

    Morris trazaba esa imagen futurista y distópica de la píldora concentrada para denunciar un modo de vida (determinado por un sistema económico criminal) que no le permitía a una gran parte de la población disfrutar de una comida saludable en un entorno comunitario reposado. Y eso, además de constituir una situación de injusticia social, aparecía a ojos de Morris como el síntoma de una corrosión que estaba teniendo lugar en un nivel más profundo. El ritual de sentarse a comer con los tuyos –familiares o amigos– es un acontecimiento fundamental, desde el punto de vista antropológico. Si ese acto empieza a ser cada vez más infrecuente, se debe a que se están descosiendo algunos lazos humanos primordiales. Muchos seres humanos no tienen ocasión ni tiempo para comer de tal manera. Y otros muchos apenas pueden comer del modo que sea, desde luego.

    Cabe mencionar que un desasosiego análogo puede hallarse en G. K. Chesterton (1874-1936). Este pensador católico, conservador y anticapitalista, descerrajó en muchas de sus obras penetrantes y lúcidas diatribas contra la moderna civilización industrial, permitiéndonos escudriñar las consecuencias de la mercantilización del trabajo desde un ángulo que trasciende los parámetros de la explotación económica. Porque en realidad es la vida de los hombres en su integridad la que viene siendo molida en la rueda incesante del capital. No es sólo el tiempo estrictamente laboral el que se exprime con una intensidad nunca antes conocida por el género humano. Son todos y cada uno de los aspectos de la vida los que se ponen al servicio de la productividad económica. Ningún gesto humano debe quedar al margen de esa productividad. Todo el tiempo humano debe entenderse como tiempo económico. Todo el tiempo de la vida humana deber ser aprovechado desde un punto de vista económico.

    El empresario emblemático de hoy, especialmente el Empresario Modelo (que es el peor tipo), tiene en su corazón hambriento y malvado un odio sincero hacia las fiestas. No digo que quiera necesariamente que todos sus trabajadores trabajen hasta que se desmayen; eso sólo ocurre cuando además de malvado es imbécil. Tampoco quiero decir que sea necesariamente reacio a conceder lo que él llamaría «un horario laboral decente». Puede tratar a los hombres como el suelo que pisa; pero, si quiere hacer dinero, incluso del suelo, hay que dejar el terreno en barbecho, con una rotación de descanso. Puede tratar a los hombres como perros, pero, a no ser que sea un loco, dejará, al menos por un rato, dormir al perro […] Pero las horas humanas y razonables para el trabajo no tienen nada que ver con la idea de las fiestas. No es siquiera una cuestión de diez horas u ocho horas; no es cuestión de quitar el tiempo de asueto necesario para la comida, el sueño y el ejercicio. Si el empresario moderno llegase a la conclusión, por alguna razón, de que puede sacar más productividad de sus hombres poniéndoles a trabajar duro por sólo dos horas al día, su actitud mental seguiría siendo ajena y hostil hacia las fiestas. Porque su actitud mental es que tanto el tiempo pasivo como el tiempo activo son útiles para él y su negocio. Todo para él es maíz para el molino, incluidos los molineros […] Sus bolsas se siguen llenando silenciosamente cuando las puertas están cerradas en las calles y el sonido del molino es bajo (Chesterton, 2013, p. 37).

    Es llamativa la utilización que hace Chesterton de la imagen del «molino», pues Karl Polanyi (1886-1964), a su vez, habría de utilizarla tomándola de los dark Satanic Mills del poeta William Blake (1977, p. 532). Debemos añadir que Polanyi conocía y apreciaba la obra de Chesterton, de la que incluso había realizado alguna traducción al húngaro (Dale, 2014, p. 96). Pues bien, el autor de La gran transformación formuló una pregunta decisiva: «¿Cuál “molino satánico” molió a los hombres en masa?» (Polanyi, 2003, p. 81). El sistema de mercado, respondió; un molino satánico que fue triturando, de manera incesante y sostenida, el tejido entero de la comunidad de los hombres. He ahí el eje medular en torno al cual fue construyendo su crítica de la civilización del mercado. Aquel «molino» (la funesta combinación de organización industrial y sistema de mercado) transformó demasiadas cosas, y lo hizo con una velocidad pasmosa. Se instauró un nuevo ritmo antropológico, y el tiempo de la «fiesta» (tómese este término en un sentido muy amplio, como esa diversidad de momentos sociales en los que los hombres no se dedican a todo lo que tiene que ver con el sustento económico) se convirtió en sinónimo de calamidad improductiva y antieconómica. El capitalismo no podía consentir que los hombres «dilapidaran» tiempo y energía involucrándose en prácticas desvinculadas de lo productivo, esto es, tejiendo vivencias que no producían valor económico de una forma mediata o inmediata.

    Una mercantilización envolvente y atmosférica, que dibujaba un futuro de pesadilla. Todo adquiere un precio de mercado. Todo, lo humano y lo no humano. Todo se vende y se compra. El «molino satánico», decía Polanyi. Lo que tal imagen pretendía evocar es la corrosión de la vida humana. Algo desfallecía, siendo ese algo no sólo una explotación económica. Polanyi, que siempre se declaró socialista (aunque se mantuvo alejado del economicismo exhibido por el marxismo ortodoxo), situó su foco crítico en ese algo que se desmorona; un algo antropológico que se descompone. Aquella tremendísima revolución industrial supuso un crecimiento exponencial de la productividad, a través de una mejora acelerada en los instrumentos técnicos de producción y en la organización del trabajo. Pero dicho proceso conllevó una «dislocación catastrófica de la vida de la gente común» (Polanyi, 2003, p. 81). Podría decirse que tal diagnóstico, que es similar al de Chesterton, albergaba ciertas dosis de nostalgia romántica.

    Las memorables páginas de Friedrich Engels que hallamos en La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), obra que influyó notoriamente en Marx, no son un informe meramente económico sobre las espantosas condiciones de vida de las clases trabajadores, pues en tales páginas también podremos encontrar observaciones sobre la deshumanización espiritual padecida por aquellas desgraciadas gentes. La situación de aquellos seres humanos era de auténtica postración material, evidentemente. Tan cierto era, que su existencia se degradaba prácticamente hasta los límites mismos de la animalidad. El asfixiante trabajo –cuyo ritmo, intensidad y duración eran verdaderamente despiadados– terminaba produciendo una efectiva bestialización de aquellas criaturas, cuyas almas (digámoslo así) quedaban irremediablemente atrofiadas. Aquellos proletarios terminaban intelectualmente embrutecidos y moralmente degradados (Engels, 1980, pp. 120-124). Sus facultades genuinamente humanas se iban estrechando de forma irreparable, hasta quedar convertidos en un amasijo de carne exánime. Organismos desmayados, y desalmados. Perdían la salud de su cuerpo, y un profundo aburrimiento liquidaba toda su capacidad intelectiva y sensitiva (ibid., pp. 169-170). La oxidación física de sus organismos extenuados iba acompañada de una pérdida del sentido vital; ambos procesos se retroalimentaban. Engels supo aprehender esa corrosión de los mimbres antropológicos más elementales. Marx, también.

    En este punto, resulta pertinente traer a colación a Jack London (1876-1916), pues en su The People of the Abyss (1903) registró las terribles condiciones de vida en las que malvivían decenas de miles de personas en uno de los suburbios más miserables de Londres. El escritor estadounidense, que para entonces ya se había convertido al socialismo, se adentró en aquellas callejuelas, ejercitando una suerte de antropología social en carne viva, y pudo observar muy de cerca la aniquilación física, moral y espiritual de aquellas pobres gentes. Esas «gentes del abismo» constituían un lumpemproletariado degradado hasta límites increíbles; eran material desechable despojado de toda dignidad. Escenas espeluznantes en las entrañas de la civilización capitalista; una degradación verdaderamente indescriptible (London, 2001). Tales situaciones ya no se dan en Europa, se podrá objetar. De una forma tan cruda, no; es verdad. Pero las cosas que London contempló y experimentó se pueden ver todavía en los suburbios de Ciudad de Guatemala, en los suburbios de Guayaquil, en los suburbios de Lima, en los suburbios de Nairobi, en los suburbios de Johannesburgo, en los suburbios de Daca, en los suburbios de Yakarta, en los suburbios de São Paulo...

  3. Degradación espiritual

    En un relato del romántico alemán Jean Paul (1763-1825), empleándose el registro de la ironía, se decía lo siguiente:

    ¡No quiero ni pensar en las espantosas sumas de dinero que le cuesta a un país el sueño de sus ciudadanos, cuando, mediante estrictos decretos contra el sueño, se podría reconducir fácilmente la situación, evitando que nadie durmiese más que cualquier centinela! […] ¡Caramba! ¿Es que la mano y el pie no pueden desarrollar dos labores al mismo tiempo, una por arriba y otra por abajo? ¿Acaso el profesor de baile no podría tocar el violín mientras mueve los pies? ¿Y los peluqueros, tejedores, cardadores, alfareros no podrían emplearse al mismo tiempo en correr, accionar un pedal, una rueda, el fuelle de un órgano? Estoy convencido de que el Estado debería actuar resueltamente amputando estos tiempos muertos para comer, rezar, hacer penitencia y dar descanso al cuerpo; de esta forma crecería la actividad y conseguiríamos convertir el país en un gran taller (o en una gran prisión), donde toneladas de laboriosa carne embutida, con pies y manos prensiles, se sentaran a trabajar, donde todo el mundo sudara, jadeara, bregara, trajinara y se agitara furiosamente sin levantar la vista, ni siquiera para echar un vistazo a lo que pasa a su alrededor, sin preocuparse del placer ni del amor, ni del cielo ni del infierno (2010, pp. 121-122).

    Desconocemos si Marx tuvo ocasión de leer este relato (aunque sabemos que era un devorador de obras literarias), pero no hay duda de que lo hubiese apreciado, por la carga crítica que palpita en él. Semejante pasaje nos entrega la pavorosa imagen de un mundo en el que no hay tiempos muertos; un mundo frenético en el que todos los tiempos deben ser tiempos productivos. Ningún minuto desperdiciado; todos los gestos humanos encadenados en un descomunal engranaje que nunca se detiene. En definitiva, un mundo hiperactivo en el que resulta aniquilado el «derecho a la pereza», por utilizar aquella expresión que Paul Lafargue, yerno de Marx, utilizara en una obra aparecida en 1880.

    Lafargue (1842-1911), de hecho, recriminó al movimiento obrero una insensatez fundamental. Reproduciendo la misma religiosidad de sus verdugos, estaban reclamando el «derecho al trabajo», cuando su principal reclamo debería ser más bien el del derecho a detenerse; el derecho a no agotarse; el derecho a no exprimir todo el tiempo de la vida en el proceso laboral.

    Los talleres modernos se han convertido en casas ideales de corrección; en ellas se encierran las masas obreras y se condena, no sólo a los hombres, sino a las mujeres y a los niños, al trabajo forzado de doce y catorce horas diarias. ¡Y decir que los hijos de los héroes de la Revolución se han dejado degradar por la religión del trabajo hasta el punto de aceptar, en 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba el trabajo en las fábricas a doce horas por día! Proclamaban como un principio revolucionario el derecho al trabajo. ¡Vergüenza para el proletariado francés! ¡Solamente esclavos podían ser capaces de semejante bajeza! (1998, p. 122).

    Lo que Lafargue trataba de mostrar, empleando palabras tan desabridas, era que el «dogma del trabajo», insidioso y deletéreo, había terminado inoculándose incluso en las conciencias de aquéllos que no son sino las principales víctimas del moderno industrialismo, a saber, las masas proletarias.

    Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista; una pasión que en la sociedad moderna tiene por consecuencia las miserias individuales y sociales que desde hace siglos torturan a la triste Humanidad. Esa pasión es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo (Lafargue, 1998, p. 117).

    Un exceso de trabajo que estaba provocando el aplastamiento físico y la trituración espiritual de millones de hombres y mujeres, de todas las edades. Pero conviene enfatizar que también Marx incidió en ese aspecto, en numerosos pasajes de su obra magna. Por ejemplo, cuando señalaba que

    el obrero no es, desde que nace hasta que muere, más que fuerza de trabajo; por tanto, todo su tiempo disponible es, por obra de la naturaleza y por obra del derecho, tiempo de trabajo y pertenece, como es lógico, al capital para su incrementación. Tiempo para formarse una cultura humana, para perfeccionarse espiritualmente, para cumplir las funciones sociales del hombre, para el trato social, para el libre juego de las fuerzas físicas y espirituales de la vida humana, incluso para santificar el domingo [...] ¡Todo una pura pamema! (Marx, 1992, p. 207).

    Las masas explotadas tampoco disponen de tiempo para disfrutar del arte, desde luego. La irresistible tendencia estructural del capital –más allá de la buena o mala voluntad de los capitalistas concretos– es extraer todo el rendimiento posible de la fuerza de trabajo; absorber de ésta la mayor cantidad posible de tiempo. Esa carne humana puesta a trabajar sin descanso, esos sacos de proteínas en movimiento que se exprimen al máximo para extraer de ellos todo el valor posible y todo el rendimiento factible, son hombres y mujeres cuyo tiempo de vida está totalmente subordinado a la producción, esto es, a la creciente valorización ampliada del capital. El capital trata a los hombres como sacos de proteínas; su tiempo real de vida queda reducido a la pura inmanencia de un trabajo embrutecedor. Atrapados en semejante mecanismo, tales individuos viven completamente alejados de todo aquello que tiene que ver con el disfrute de la vida, y alejadísimos de todos los goces estéticos e intelectuales.

    Un modo de producción cuya legalidad intrínseca no consiste en otra cosa más que en la autovalorización indetenible del capital, tiene como «efecto antropológico» inevitable la conversión de la vida de los seres humanos en tiempo dedicado íntegramente a dicha autovalorización. Es un dispositivo que no sabe vivir sin sangre humana. Tiempo exprimido durante la interminable jornada en el centro de trabajo. Y tiempo que, en lo poco que resta de día, se destina únicamente a recuperar las energías que han de volver a ser exprimidas pocas horas después. Ese proceso, repetido en la vida del obrero como una maldición sisífica, determina todas y cada una de las dimensiones (sociales, culturales, familiares, personales, espirituales) de su vida. Son las dimensiones no-económicas de las vidas de estas criaturas humanas las que van quedando arrinconadas o anuladas por las necesidades inherentes del capital. No hay tiempo para la «fiesta», como hemos visto que decía Chesterton. ¿Captó Marx el significado de todo esto? Podría aducirse que concentró su penetrante crítica únicamente en la explotación económica de los obreros (en la cantidad de plustrabajo que el capital les roba), pero no es así; porque resulta evidente, leyendo el capítulo «La jornada laboral» de Das Kapital, que allí se habla no sólo de la explotación física de los trabajadores, sino también de su desintegración moral, de su desarraigo familiar y de su embotamiento espiritual.

    En el capítulo «Maquinaria y gran industria» se analiza cómo el desarrollo creciente del maquinismo fabril tuvo un efecto decisivo en la composición de la explotación del trabajo humano. El despliegue cada vez más perfeccionado de la maquinaria, al permitir que en muchos sectores industriales se prescindiera de la fuerza bruta de la musculatura humana, desembocó en una nueva configuración de la explotación laboral. Surgió el trabajo de los niños. También las mujeres se incorporaron masivamente al ejército proletario. Fue una movilización total. Y con ello, se trastocaron todos los tejidos antropológicos. La comunidad doméstica o familiar, con todas sus miserias y con todas sus virtudes, quedó prácticamente arrasada. Incluso el lugar reservado a los juegos infantiles fue «invadido» por el tiempo metálico de la producción. Se rompieron todas las barreras morales; nada permaneció incólume. El capital penetró cual ventisca invernal en ese espacio íntimo llamado «hogar» (Marx, 1992, pp. 323-324). Se puede percibir un aroma de lamento melancólico, en estas páginas. Es un lamento por la destrucción de algo que fue bueno.

    Ya el joven Marx había advertido que la deformación de esos seres humanos reducidos a mercancía no es un asunto exclusivamente económico (Polo Blanco, 2015). El capital fagocita todo el tiempo del ser social del hombre, que se ve así reducido a la más tosca condición de animal de carga. «Pero la Economía Política sólo conoce al obrero en cuanto animal de trabajo, como una bestia reducida a las más estrictas necesidades vitales» (Marx, 2010, p. 61). Y, a renglón seguido, Marx cita –suscribiéndolas– unas palabras de Friedrich Wilhelm Schulz: «Para cultivarse espiritualmente con mayor libertad, un pueblo necesita estar exento de la esclavitud de sus propias necesidades corporales, no ser ya siervo del cuerpo. Se necesita, pues, que ante todo le quede tiempo para poder crear y gozar espiritualmente» (ibid., p. 61). Ese tiempo que el capital sustrae al obrero es su tiempo vital. Toda la crítica marxiana a la «enajenación del trabajo» tiene la intención de hacer ver que ese proceso de extrañamiento del obrero «mortifica su cuerpo y arruina su espíritu», conllevando finalmente una «pérdida de sí mismo» (ibid., pp. 104-110). Las críticas del joven Marx se deslizan por unas coordenadas que, en ciertos aspectos, coinciden con algunos elementos propios del romanticismo anticapitalista. Por ejemplo, cuando advierte que se intensifica la «desvalorización del mundo humano» a medida que crece la «valorización del mundo de las cosas» (ibid., p. 106). Es evidente que, en estas reflexiones, no hay rastro alguno de economicismo.

    Regresemos a su obra de madurez. También en ella existen abundantes pasajes donde se cuestiona duramente la naturaleza misma del trabajo industrial, en lo que éste pueda tener de «desalmado» (al margen del asunto del salario y la plusvalía). Probablemente, Marx sí encontraba algo dañino e inhumano en la consistencia misma de la industria fabril, con independencia de quién detentara la propiedad de la fábrica. Una máquina puede aparecer como un artefacto monstruoso (el obrero se convierte en el apéndice de un mecanismo muerto), y es cierto que para Marx eso es algo que sucede sobre todo bajo condiciones capitalistas de producción. La máquina no sería tan monstruosa si operase en el interior de otro modo de producción, bajo otras relaciones de apropiación social. Enfatizará en su análisis que la problemática esencial viene dada por «la maquinaria puesta en manos del capital» (Marx, 1992, p. 336). Cuando se hallan en tales manos, las máquinas se transforman en un endiablado dispositivo «sistemáticamente aplicado para estrujar más trabajo dentro del mismo tiempo» (ibid., p. 339). Incrementan exponencialmente la productividad, exprimiendo con mayor eficacia la vitalidad de los trabajadores (consumiéndolos, en el más literal de los sentidos). ¿La culpa es de las máquinas o del capital? Marx parece cargar las tintas contra esa determinada «formación social» que hace de las máquinas un invento verdaderamente horripilante. De hecho, comentará que hubo de transcurrir un cierto tiempo antes de que los obreros aprendieran a «distinguir la maquinaria de su empleo capitalista» (ibid., p. 355). Sin embargo, no debemos descartar que Marx considerase que el trabajo industrial-maquínico es alienante y embrutecedor en sí mismo (siendo su inserción en el régimen capitalista sólo un agravante). Si tal fuese su perspectiva, la división del trabajo y el sistema fabril estarían ocasionando (por sí mismos, esto es, con independencia del régimen social) una fragmentación espiritual y una destrucción moral del trabajador. Aquel maquinismo, por su propia naturaleza, estaría generando un aplastamiento de su inteligencia y un embotamiento de su creatividad. Y así lo dice en algunos pasajes de su obra magna (ibid., pp. 293-294).

    No es el joven Marx (imbuido todavía de nieblas idealistas), sino el Marx maduro, el que asevera con timbre romántico que «donde más prosperan las manufacturas es allí donde se deja menos margen al espíritu» (ibid., p. 295). Los obreros se habían convertido en apéndices vivos de las máquinas. Eran siervos de ellas, sometidos en cuerpo y alma a su implacable y sobrehumana regularidad. Sistemas nerviosos dañados. Creatividad cercenada. Mecanización degradante del espíritu. Agotamiento y estupidización. Un trabajo mecánico y «sin alma», desprovisto de toda gratificación, ejecutado bajo una disciplina cuartelaria. Fábricas extremadamente ruidosas e insalubres, repletas de máquinas cada vez más veloces. Los obreros apenas pueden seguir el endiablado ritmo; la máquina secciona o aplasta sus miembros, en demasiadas ocasiones. Pero también los espíritus quedan «procesados» en el fragor maquínico (ibid., pp. 349-353). Ese cuadro tenebroso, que podemos descubrir en algunos pasajes marxianos y engelsianos, desprendía unas inequívocas fragancias románticas que, sea como fuere, se alejaban muchísimo del reduccionismo economicista.

    A la vista de todo lo comentado, consideramos que estaría en un error quien argumentarse que Marx concentró su crítica en la explotación económica cuantitativa de los obreros (en la cantidad de plustrabajo que el capital les roba), pues resulta más que evidente –cuando uno examina con cuidado las páginas del capítulo «La jornada de trabajo», en Das Kapital– que allí también se habla de la desintegración moral de los trabajadores, de su desarraigo familiar y de su embotamiento espiritual. Parece evidente que, cuando Marx habla de un «horror civilizado del exceso de trabajo», quiere señalar con ello que los hombres sometidos a este modo de producción son hombres físicamente pulverizados, culturalmente atrofiados y espiritualmente cercenados.

    Enrique Dussel (1993) analizó en un magnífico libro las «metáforas teológicas» que atraviesan (más abundantemente de lo que muchos creerían) la obra de Marx. Encontraremos en ella múltiples imágenes del dinero concebido como un Moloch al cual todo es «sacrificado». Carne humana devorada con insaciable avaricia; interminable holocausto provocado por una deidad que succiona la sangre viva de sus víctimas. En muchas páginas marxianas el movimiento esencial del capital es descrito como un proceso «sacrificial». Resulta crucial comprender que los límites más allá de los cuales la vida humana comienza a sufrir una quiebra lacerante no se categorizan –en los análisis de Marx– como límites puramente económicos, puesto que dichos límites así vulnerados tienen que ver con una desintegración moral y espiritual de las personas mercantilizadas y explotadas. El texto marxiano, lejos de recaer en un burdo economicismo, nos habla de las necesidades sociales y «espirituales» del obrero, insatisfechas a medida que la jornada de trabajo crece en extensión y en intensidad (Marx, 1992, p. 178).

    La explotación, a pesar de todo lo que pudieran sostener ulteriormente algunos marxistas, no se concibe en Das Kapital como mera extracción físico-energética. En ese sentido, hallaremos imágenes muy plásticas (casi de literatura gótica) que ofrecen una idea muy ajustada de esa sustracción y succión («vampirización») de vida que el capital aplica a los trabajadores, cuando compra y utiliza su fuerza de trabajo.

    Y el capital no tiene más que un instinto vital: el instinto de acrecentarse, de crear plusvalía, de absorber con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de trabajo excedente. El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa. El tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el que el capitalista consume la fuerza de trabajo que compró. Y el obrero que emplea para sí su tiempo disponible roba al capitalista (Marx, 1992, p. 179).

    El capital contiene dentro de sí una tendencia estructural a usar durante la mayor cantidad posible de tiempo (y con la mayor intensidad posible) esa peculiar «mercancía» llamada «ser humano». O, dicho de otro modo: el capital tiende a disponer irrestrictamente del tiempo de vida del obrero; lo exprime todos los días, segundo a segundo. Pero Marx entiende que ese tiempo arrebatado o vampirizado no es en sí mismo de índole económica; se trata, más bien, de un tiempo social, familiar, personal y espiritual. Es de suma importancia enfatizar esto último, y es de ello de lo que nos hemos ocupado en este trabajo.

  4. A modo de conclusión

    Digamos para terminar que, si bien es cierto que Marx y Engels tildaban de reaccionarias todas las propuestas anticapitalistas que fabricaban ensoñaciones retrógradas, enhebrando nostálgicas propuestas de un retorno a pretéritas formas sociales precapitalistas, no por ello se debe pensar que estaban absolutamente desconectados de aquellos escritores románticos que impugnaban el devenir deshumanizador de la sociedad industrial. El advenimiento traumático de la fábrica, progresivo en lo que tiene que ver con el desarrollo mastodóntico de las fuerzas productivas, conllevó una despiadada trituración de inveteradas formas de vivir y trabajar. Y algo valioso se perdió por el camino, a pesar del innegable avance en lo tecnológico y en otros aspectos materiales.

    En ese sentido, son significativos los elogios de Engels a Thomas Carlyle (1795-1881), autor de Past and Present (1903), una influyente obra aparecida en 1843. Tales elogios deberían hacernos entender que esa crítica romántica a la modernidad industrial, por lo que ésta tuvo de alienación maquínica; por lo que tuvo de apoteosis absoluta de los valores cuantitativos, o por la extensión implacable del «espíritu de cálculo» a todos los dominios de la vida social y espiritual, que esa impugnación romántica a la modernidad capitalista, decíamos, en absoluto pasó desapercibida a los autores de Das Kapital (Löwy y Sayre, 2008, p. 103). Y es que aquella gigantesca transformación desencadenó algunos efectos poco encomiables, incluso para unos pensadores tan eminentemente «progresistas». La nueva sociedad burguesa sumergió a los seres humanos «en las aguas heladas del cálculo egoísta», aseveraban con tono dramático en el Manifest der Kommunistischen Partei (1848). La vida social y familiar quedó despojada de cualquier ropaje que aún conservara alguna tonalidad sentimental, hundiéndose en la gelidez de las relaciones dinerarias. Muchas cosas fueron destejidas para siempre. Emergió un nuevo mundo, en el cual la dignidad humana quedó «disuelta» en el frío valor de cambio. Todo lo sagrado había sido profanado (Marx y Engels, 2005, pp. 44-45). Es justamente aquí donde Marx y Engels se «reencuentran» (en algunos aspectos y hasta cierto punto) con la tradición romántica (Polo Blanco, 2021).

    Incluso el tema del arte, sólo tratado de manera puntual y fragmentaria por Marx y Engels, sirve no obstante para mostrar que sus planteamientos –en lo que tiene que ver con los demoledores efectos antropológicos del capitalismo– no eran estrechamente economicistas. Consideraba Marx que la entronización omnímoda del valor de cambio había triturado la vieja dignidad de los artistas. Dirá en algún momento que el modo de producción capitalista «es hostil a ciertas ramas de la producción intelectual, como el arte y la poesía» (Lifschitz, 1982, p. 90). Las artes se estaban convirtiendo en un residuo desvalorizado o, en todo caso, sobrevivían a costa de permanecer subsumidas en la grosera dinámica mercantil. Era el triunfo de un mundo sórdido, en el que solamente podían tener cabida los vínculos mercantiles y las relaciones de compraventa. Un mundo desalmado que Marx, a pesar de su materialismo, o precisamente gracias a él, supo aprehender en todas sus dimensiones y en toda su profundidad.

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    Jorge Polo Blanco es Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente, trabaja como docente e investigador en la Escuela Superior Politécnica del Litoral, Universidad Pública de Guayaquil (Ecuador).

    Líneas de investigación:

    Filosofía Política (moderna y contemporánea), teoría decolonial, justicia indígena, derechos de la naturaleza, populismo, feminismo o economía política.

    Publicaciones recientes:

    2023: “Romanticismo de acero. Un examen de las raíces intelectuales de la hecatombe europea”, Revista de História das Ideias, Portugal, Vol. 41, pp. 295-320. DOI: https://doi.org/10.14195/2183-8925_41_13

    2023: “La modernidad del racismo contrastada con el pensamiento español del siglo XVI”, Tópicos. Revista de Filosofía, México, Núm. 66, pp. 421-459. DOI: https://doi.org/10.21555/top.v660.2130

    Email: polo@espol.edu.ec

1* Este trabajo es un producto vinculado al Proyecto de Investigación Estética, política y cultura, perteneciente a la Facultad de Arte, Diseño y Comunicación Audiovisual de la Escuela Superior Politécnica del Litoral (ESPOL), Guayaquil, República del Ecuador. El Proyecto está dirigido por Jorge Polo Blanco.

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº3 (2023), pp. 123–140. ISSN: 1136–4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

Campus de Teatinos, E–29071 Málaga (España)