Naturalismo metodológico, escepticismo y fracaso como experiencia del límite.
El caso de Hume en el Tratado.

Methodological naturalism,
skepticism and failure as an experience of limit:
the case of Hume’s Treatise

Elena Yrigoyen

Universidad Autónoma de Madrid

Recibido: 08/09/2 Aceptado: 03/11/22

RESUMEN

¿Qué significa «fracasar» para un naturalista metodológico? ¿Está éste abocado al «escepticismo mitigado», y es este un fracaso? En este artículo utilizaré el Tratado de Hume como caso o ejemplo para responder a estas preguntas. Así, realizaré un análisis de lo que se considera «naturalismo» en Hume, para defender que se trata de una posición metodológica recuperable en el mundo contemporáneo. Desde ahí analizaré la crisis escéptica narrada en la conclusión del Libro I del Tratado y defenderé que el lenguaje metafórico utilizado, engarzado con el concepto de fracaso, permite dos lecturas: una que une necesariamente naturalismo metodológico y escepticismo mitigado, y otra que no. No obstante, concluiré que en ambos casos se dibuja una misma experiencia de límite que permite construir ciencia y filosofía no-excepcionalistas.

PALABRAS CLAVE

naturalismo, escepticismo, fracaso, Hume, Schaeffer

Abstract

What does «failure» mean for a methodological naturalist? Is he or she doomed to «mitigated scepticism»? And is this a failure? In this article I will use Hume’s Treatise as a case or example to answer these questions. In this way, I will develop an analysis of what counts as «naturalism» in Hume, in order to argue that it is a recoverable methodological position in the contemporary world. Then, I will analyse the sceptical crisis narrated in the conclusion of Book I of the Treatise and defend that the metaphoric language used, linked to the concept of failure, allows for two readings: one that necessarily links methodological naturalism and mitigated scepticism, and one that does not. Nevertheless, I will conclude that in both cases the same experience of limit is drawn, and it permits the construction of non-exceptionalist science and philosophy.

KEYWORDS

naturalism, skepticism, failure, Hume, Schaeffer

«Tal es la fuerza de la condición natural,
que estos fracasos apenas sí me hicieron impresión».
David Hume, Tratado de la naturaleza humana

  1. ¿Qué naturalismo humeano?

    Probablemente hoy en día una de las líneas más relevantes en el panorama filosófico sea aquello que se denomina «naturalismo» y sobre cuyo significado hay discrepancias desde el momento inicial del uso del término. Merece la pena detenerse en el mapa contemporáneo de lo que significa el vocablo y ver cómo Hume es uno de los momentos germinales de tal mapa. En este sentido, me pregunto: ¿qué significa naturalismo» en Hume?, pero ello con un fin que va más allá del autor y que no pretende internarse ni quedarse en el largo debate sobre esta cuestión que los especialistas de la filosofía humeana han desarrollado a lo largo de las décadas. Utilizaré, por tanto, algunos de los estudios más conocidos y aceptados sobre el tema para proponer una lectura del naturalismo humeano que permita trazar líneas con otras corrientes contemporáneas de pensamiento, como la fenomenología y la hermenéutica, y que sirva así como herramienta de pensamiento en el panorama actual. ¿Qué implicaciones metodológicas tiene tomar una postura como la humeana? ¿Una aproximación naturalista como ella implica necesariamente la toma de una postura escéptica por parte del investigador y del filósofo? ¿En qué sentido?

    Es de sobra conocido que fue la interpretación de la filosofía humeana por parte de Norman Kemp Smith (1941) la que comienza a ver en el pensador escocés a alguien que, antes que un escéptico o un empirista, como se había generalmente interpretado, era un naturalista. Desde el punto de vista de Kemp Smith, el naturalismo humeano es sobre todo resumido en la primacía de los afectos, las pasiones y los instintos sobre la razón. Sin embargo –y a pesar de que esta no era la intención de Smith– esta sentencia ha servido durante largo tiempo para considerar a Hume un pensador puramente destructivo que daría la espalda a toda articulación racional, de manera que su adscripción a la Ilustración escocesa no tendría especial sentido. Ahora bien, una lectura algo más atenta ha revelado en numerosas ocasiones la complejidad del autor, sus dificultades, tensiones e incoherencias –sobre todo en el Tratado de la naturaleza humana (1739-1740), obra donde se puede ver un pensamiento en plena construcción o ebullición, algo más domesticado años después en las Investigación sobre el entendimiento humano (1758) y la Investigación sobre los principios de la moral (1751)–.

    Precisamente a estas tensiones ayudó a apuntar el propio Smith, en cierta medida porque abrió un enorme debate que llega hasta hoy y en el que destacan los intérpretes R.A. Mall (1975), Barry Stroud (1986) y H.O. Mounce (1999). En su diálogo con Kemp Smith, Mounce mantiene que uno de sus grandes fallos era no haber dado cuenta de dos sentidos diferentes de «naturalismo» en Hume, dificultando así la interpretación del autor: por una parte, el sentido «científico» o positivista; por otra, el que profesaban los «naturalistas escoceses» como Shaftesbury, Hutcheson y Reid. Según el primer sentido, el naturalismo de Hume sería –según Mounce– expresión de la idea sofística de que el hombre es la medida de todas las cosas, así como lo es de una extrema confianza en la razón y la experiencia a la hora de conocer un universo que se deja apresar por nuestras categorías (Mounce 1999, p. 9). Esta lectura ha querido poner de relieve la influencia fundamental de Newton en Hume, y centrar la atención en el modo atomista y mecanicista en que éste explica las operaciones mentales. En efecto, éstas se explican

    by means of a statics and dynamics in which perceptions are conceived as simple and separable in the manner of physical atoms, and in which the «principles of union and coherence», i.e., the laws of association, viewed as «a kind of attraction», are taken as being the sole agencies allowed and appealed to (Kemp Smith 1941, p. 75).

    En otras palabras, el atomismo humeano y la presencia de cierto mecanicismo habrían llevado a pensar en el naturalismo de Hume como reductor: un traslado directo de los modos y medios de las ciencias naturales –y tomando como modelo de estas a la física newtoniana– que no tendría en cuenta las especificidades de la mente humana, sus operaciones y sus productos.

    Como señala Barry Stroud (1986), esta interpretación de Hume fue recogida por el positivismo lógico o el empirismo analítico, primando durante gran parte del siglo XX, y viendo en Hume el gran pensador antimetafísico que habría trazado la distinción fundamental entre razonamiento abstracto (aquel referido a relaciones de ideas) y razonamiento experimental (referido a las cuestiones de hecho). Hume habría delimitado a estas dos únicas formas las vías posibles de conocimiento, de lo cual los positivistas lógicos habrían extraído dos grandes conclusiones: en primer lugar, que la experiencia del mundo es indispensable para cualquier conocimiento del mundo, con lo que Hume habría estado de acuerdo. Pero, en segundo lugar, que esto sitúa necesariamente a la filosofía del lado de las relaciones de ideas y el razonamiento abstracto, privándola de cualquier capacidad de decir algo sobre el mundo y pudiendo operar únicamente en el plano de lo a priori. Así: «la única tarea propia de la filosofía (sería) el análisis lógico o conceptual. Las matemáticas y la ciencia empírica constituían el dominio del conocimiento «auténtico», y puesto que la filosofía misma no pertenecía a ninguna de estas disciplinas, sólo sería un estudio digno si pudiera acomodarse de alguna manera dentro o al lado de la empresa científica» (Stroud 1986, p. 322). Según Stroud, esto último deformaría por completo el pensamiento humeano, sobre todo en lo referente al modo en que el pensador escocés concebía o quería concebir la tarea o la actividad filosófica (Ibid., p. 320). El positivismo lógico y el empirismo analítico habrían pasado por alto el carácter prekantiano del filósofo escocés, esto es, el hecho de que éste «no aspiraba a efectuar un análisis o una reconstrucción racional de los conceptos y los procedimientos que empleaban sus contemporáneos cuando pensaban científicamente sobre el mundo y sobre ellos mismos» (Ibid., p. 309), haciendo de la filosofía una especie de sirvienta de las ciencias cuyas verdades solo podían alcanzarse por razonamiento abstracto o a priori.

    Frente a esta primera concepción positivista del naturalismo humeano, que tanto Mounce como Stroud coinciden en señalar como la más pregnante en el pensamiento contemporáneo, y también como una interpretación errónea, ¿qué otro sentido puede hallarse en la obra del filósofo escocés? El intérprete R.A. Mall se opone, como los anteriormente mencionados y previamente a ellos, a considerar el naturalismo humeano como atomismo o sensualismo: así, argumenta (1975, pp. 44-45) que el «naturalismo» no es para Hume atomizar la vida de nuestra conciencia, puesto que materiales aislados no dan lugar, para él, a conocimiento alguno a no ser que estén de alguna manera organizados, es decir, formen impresiones. En segundo lugar, «naturalismo» en Hume no significa que los procesos de conocimiento deban ser explicados en términos de datos sensoriales, puesto que mantiene una actitud escéptica respecto a los sentidos hasta el punto de criticar el fallo cotidiano de no diferenciar entre la percepción y el objeto percibido. Finalmente, «naturalismo» no significa «naturalizar» la ciencia del hombre, y por tanto, ésta no está subordinada a las ciencias naturales. Mall cita para mostrar este punto la propia defensa de Hume en la introducción al Tratado: «incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del hombre, pues están bajo la comprensión de los hombres y son juzgadas según las capacidades y facultades de éstos» (Hume, THN, Introducción). Por tanto, ¿cómo ha de entenderse el «naturalismo humeano» para este autor?

    (La filosofía de Hume es un naturalismo) en el sentido de que mantiene una subordinación total de lo puramente empírico, lógico, racional, etc. bajo las operaciones de la naturaleza humana. En otras palabras, Hume sostiene que la naturaleza nos ha determinado a juzgar, respirar y sentir y «no sólo en la poesía y la música debemos seguir nuestro gusto y sentimiento, sino también en la filosofía» (Mall 1975, p. 45).

    Ahora bien, me parece fundamental esclarecer qué se dice aquí cuando se dice «subordinación», pues, si bien estoy de acuerdo en separar el naturalismo del atomismo y el sensualismo, como apunta Mall, me parece que este concepto (subordinación) puede dar lugar a uno de los malentendidos contemporáneos más comunes respecto al naturalismo. Si por él se entiende «naturalización» y, con ello, «reificación», «normalización» y «legitimación» de los hechos humanos (mentales, sociales y culturales), al establecerlos como heterodeterminados por una realidad más profunda, de orden natural, se comete un error fundamental. Así lo señala Jean-Marie Schaeffer en El fin de la excepción humana (2009, pp. 205-206), quien observa que al pasar de un término como el de naturalismo al de «naturalización», se abandona lo que era una actitud metodológica para dar pie a un tipo de procedimiento cognitivo, en este caso reduccionista. En otras palabras, un naturalismo bien comprendido es, ante todo, una postura de acceso (que responde al cómo de tal acceso a los hechos humanos) y no un proceso eliminativista que, además, necesita de un presupuesto para cobrar sentido: el dualismo ontológico. En efecto, la «naturalización», [la reducción o eliminación de los hechos sociales (o de las ciencias humanas y la filosofía que los estudian) en pro de supuestos hechos «naturales» (o de las ciencias naturales que los contemplan)] requiere del presupuesto de que existen dos órdenes de realidad, puesto que, de no ser así, ¿cómo comprender cualquier reducción? ¿Reducción de qué a qué?, haría falta preguntar.

    De este modo, hace falta entender que cuando Hume «subordina» el razonamiento y la experiencia a las operaciones de la naturaleza humana, como afirmaba Mall, no presupone este dualismo; lo «natural» para él no supone ni pertenece a un orden ontológico distinto que considere más real que el orden de la experiencia y la razón. Solo existe un orden o un plano: precisamente el de lo natural, que es posibilitante y envolvente tanto de la primera como de la segunda. Así, son tan naturales nuestros juicios, creencias y significaciones, nuestras reflexiones filosóficas y científicas, como nuestro respirar y sentir. De esta forma entendido, el naturalismo sólo «subordina» la razón al sentimiento, o lo racional y empírico a las operaciones de la naturaleza humana, a cambio de romper con la consideración de que estos pares mencionan dos órdenes de realidad distintos e incluso opuestos. No se trata de una mera inversión de la jerarquía entre ellos, sino de la eliminación de la carga ontológica y axiológica de tal dualidad. Es por ello por lo que, también para Mall, el naturalismo humeano es una forma de responder a la eterna pregunta filosófica por la relación entre la experiencia y la razón sin caer en la defensa de la primacía de ninguno de los dos polos.

    En este sentido, el naturalismo de Hume no es ontológico, pero considero que tampoco es epistemológico1, si bien el ya citado Mounce así lo considera:

    The naturalism which appears in the profounder aspects of Hume’s work is the same as that of the Scottish naturalists. This is essentially epistemological. It holds that the source of our knowledge lies not in our own experience or reasoning but in our relations to the world, which for the most part pass beyond our knowledge. These relations show themselves in capacities, attitudes and beliefs which are not derived from experience and reasoning. Reasoning is cogent and experience intelligible only so far as they presuppose those capacities, attitudes, and beliefs. Thus, in all our experience or reasoning we presuppose our belief in causality or in an independent world. These are natural beliefs. They are formed in us along with ourselves and therefore have their source not in our own activity but in the world which has produced us (Mounce op.cit., p. 8).

    Según esta interpretación, Hume hace gala de su naturalismo precisamente cuando establece cuáles son las únicas vías posibles del conocimiento. Pero las propias palabras de Mounce alientan a dar algunos pasos más: del plano epistemológico se pasa rápidamente al hermenéutico, pues la puesta en primer plano de las relaciones con el mundo deja atrás o supera la epistemología. En última instancia, el orden de las capacidades, actitudes y creencias «naturales» que desplegamos ya siempre en nuestra constante relación con el entorno, los otros y uno mismo, no son resultantes de la experiencia y el razonamiento, sino al revés: la costumbre, el hábito, el saber práctico-operativo es primero y posibilitante de la inteligibilidad de la experiencia y el razonamiento, así como de la actitud científica o teorética – hablemos de ciencias naturales o sociales -. Esto es una de las herencias más fundamentales de la hermenéutica filosófica; como se sabe, Heidegger dedica en Ser y tiempo (1927) largos parágrafos (15 y ss.) al saber práctico-operativo desplegado en el trato con el útil como ente-a-la-mano, que es ya una forma de comprensión-interpretación del Dasein previa a cualquier posición como el empirismo o el racionalismo: tanto la primacía onto-epistemológica de los datos sensibles, como la de las ideas, son posiciones secundarias que pasan por alto que lo efectiva y primariamente dado, aquello que se muestra para la hermenéutica filosófica, es la significatividad: la trama total de remisiones significativas en la que ya siempre estamos inmersos en nuestro trato práctico con el entorno o «mundo» que posibilita y hace inteligible la asunción de lo «dado» como dato sensible o como idea de la razón. En efecto, el filósofo alemán sitúa en el centro la conducta práctica, que no se diferencia de la teorética «sólo en que aquí se contemple y allí se opere, ni en que el operar, para no permanecer ciego, aplique el conocimiento teorético, sino que […] el operar tiene su vista» (Heidegger 1927, p. 83). Este modo propio del «ver» en la conducta práctica consiste en que, ya en ella se me muestra el ente bajo un aspecto propio y concreto: bien como «cosa», bien como «útil», pero estos aspectos no son meros añadidos a un «ente» neutro:

    una exégesis de tal dirección pasa por alto que para ello sería necesario que los entes empezasen por ser descubiertos y comprendidos como «puramente ante los ojos», para tener preeminencia y mando en la secuencia del «andar», descubriendo y apropiándose, con el «mundo». Pero esto pugna ya con el sentido ontológico del conocimiento, que hemos mostrado es un modo fundado del «ser en el mundo (ibid., p. 85).

    Con esto no quiero identificar las posiciones humeana y heideggeriana; más bien deseo proponer que la consideración del naturalismo de Hume como metodológico, esto es, como una posición que habla del modo de acceso a la naturaleza humana ajeno por principio tanto al dualismo ontológico como al racionalismo y el empirismo, dialoga con una de las herencias de la hermenéutica heideggeriana (y la fenomenología de Husserl): la principal pertenencia al «mundo de la vida» y la primacía de la conducta práctica, considerando que en ésta no se da tanto un proceso cognoscitivo como comprensivo-interpretativo. Stroud apunta en la misma línea: subraya, en efecto, que el valor del pensador escocés no reside en su teoría de las ideas, ni en su teoría de la causalidad, sino en la institución de una nueva actitud y modo de acceso a los problemas filosóficos, considerando al ser humano en el seno de lo vivo. Lo más relevante, sin duda, es que desde esta actitud podemos preguntarnos, como Hume, por las condiciones de posibilidad de «las capacidades, aptitudes y facultades que están involucradas en la concepción que tenemos de nosotros mismos como sujetos de conciencia en un mundo de objetos subsistentes que interactúan causalmente» (Stroud, op.cit. p. 332). Y como Hume, aunque a diferencia de Kant y el antipsicologismo fenomenológico posteriores, podremos considerar que éstas «son en sí mismas fenómenos naturales que pueden ser investigados como cualesquiera otros, y acaso sus orígenes puedan ser en algún sentido descubiertos» (ibid., p. 332). De esta manera, lo «trascendental» –las condiciones de posibilidad de la experiencia y el razonamiento inteligibles– ha de buscarse en el único plano posible de lo real: el «natural» o el mundo de la vida.

  2. Crisis escéptica: ¿el relato de un fracaso?

    Tras la defensa del naturalismo de Hume como metodológico, me gustaría abrir ahora las siguientes preguntas: ¿el naturalismo entendido de esta forma nos lleva necesariamente a una crisis escéptica? ¿qué implica una filosofía naturalista en relación a tal crisis? ¿es esta la expresión de un fracaso? Y si es así, ¿en qué sentido? Para responder a estas cuestiones dedicaré esta segunda sección a analizar la Conclusión al Libro I del Tratado de la naturaleza humana, en la que Hume narra su famosa crisis escéptica y que comienza del siguiente modo:

    Me siento como alguien que, habiendo embarrancado en los escollos y escapado con grandes apuros del naufragio gracias a haber logrado atravesar un angosto y difícil paso, tiene sin embargo la temeridad de lanzarse al mar en la misma embarcación agrietada y batida por las olas, y lleva además tan lejos su ambición, que piensa dar la vuelta al mundo bajo estas poco ventajosas circunstancias. […]. Me siento asustado y confundido por la desamparada soledad en que me encuentro con mi filosofía; me figuro ser algún extraño monstruo salvaje que, incapaz de mezclarse con los demás y unirse a la sociedad, ha sido expulsado de todo contacto con los hombres, y dejado en absoluto abandono y desconsuelo (Hume: THN, I, 4, sección VII).

    Después de haber escrito toda una sección sobre el escepticismo en torno a la fiabilidad de nuestras facultades –los sentidos y la razón–, a la creencia en los objetos externos, a la inmortalidad del alma y a la identidad personal, Hume se dispone a concluir su Libro tomando un tono muy diferente, de corte dramático, autobiográfico y narrativo, como el que podemos ver en este fragmento. Algunos han dicho que se trata de una exageración por parte de un autor excesivamente joven; otros han considerado que se trata de una actuación intencionada que pretende caricaturizar a los filósofos que se toman excesivamente en serio a sí mismos; pero la interpretación que más nos convence aquí es aquella que apuesta por tomar este pasaje como especialmente significativo y revelador de una crisis realmente sentida por Hume como consecuencia del desarrollo de su propio pensamiento. Así, esta narración aportaría algunas pistas en torno al sentido de su escepticismo y de lo que para él era «verdadera filosofía», lo que ha suscitado ríos de tinta.

    Si esto es así, la narración de tal crisis posee una estructura o una arquitectónica que vale la pena dilucidar. La cita mencionada presentaría los dos primeros momentos, ilustrados con las metáforas del naufragio y del monstruo que, tal y como muestran Valerio Rocco y Julia Blanco en el Glosario del fracaso (CBA, 2020), constituyen ambas imágenes poderosísimas e históricamente relacionadas con la idea de fracaso. Al trazar la genealogía del naufragio, Rocco muestra –en explícita deuda con la conocida aproximación de Blumenberg Naufragio con espectador (1995)– cómo han primado dos grandes paradigmas: por una parte, el punitivo, marcadamente griego, desde el que se acude a esta imagen para representar el castigo a la hybris humana. Por otra, el estetizado, de corte moderno, que habría enfatizado el carácter atractivo del naufragio: aquí cabría diferenciar entre su utilización como representación de «la solidez del yo, de la propia tierra firme, (que) se robustece ante la zozobra y el naufragio ajenos», y su utilización con un marcado sentido romántico, como representación de «las posibilidades de conexión con lo infinito […], o bien […] del cúmulo de experiencias que permite atesorar» (Rocco 2020, s.p). Si volvemos al texto de Hume, su recurso a la imagen del naufragio responde más bien al sentido negativo del término: Hume se habría embarcado en la difícil tarea de componer una ciencia del hombre. En cierto modo, cuenta cómo, tras haber sobrevivido al arduo camino de la puesta en cuestión de las propias facultades por parte de las propias facultades, entre las ruinas y el desastre, su hybris o «temeridad» no disminuye y se embarca de nuevo en el complejo arte de la filosofía.

    Por otra parte, el recurso al monstruo me parece de enorme relevancia. Subraya Blanco al trazar su etimología:

    […] lo monstruoso dependerá siempre del modo en que se define la norma. […] Foucault en Los Anormales (afirma), que (el monstruo) es y solo puede ser humano, puesto que el término monstruo es una noción jurídica que apela a una violación de las leyes de la naturaleza o de la sociedad. El monstruo es aquel que pone en cuestión la ley, presentándose como lo imposible o como lo prohibido.  […] El monstruo político es aquel que está fuera del pacto social, ya sea el soberano que por su condición misma está fuera o por encima de este, o el delincuente común que, sometido a este pacto, decide voluntariamente romperlo (Blanco 2020, s.p.)

    Fuera del orden social, rechazado por aquellos que le rodeaban e incluso insultado por las calles, Hume se percibe como aberración salvaje; pero en tanto es así, su anormalidad revela el orden establecido: se convierte en el «principio de inteligibilidad», como diría Foucault (2001), de una sociedad, una época, una comunidad, a pesar de ser él mismo ininteligible. El «monstruo» de Hume, su fracaso, la incomprensión de su filosofía en los primeros años de su juventud, no sólo hablan de una experiencia individual, sino precisamente de cómo ésta está siempre socialmente mediada por la relación con la norma, en este caso la norma filosófica. Vive, entonces, una crisis escéptica bien conocida, y dice:

    después de haber realizado el más preciso y exacto de mis razonamientos, soy incapaz de dar razón alguna por la que debiera asentir a dicho razonamiento, (sino que) lo único que siento es una intensa inclinación a considerar intensamente a los objetos desde la perspectiva en que se me muestran» (y, por tanto,) la memoria, los sentidos y el entendimiento están todos ellos, pues, fundados en la imaginación o vivacidad de nuestras ideas (Hume, THN, I, 3, sección VIII).

    Hume vive una quiebra; se trata de una sensación de enorme inseguridad agravada por el hecho de que, inmediatamente después de la reflexión filosófica sobre la imaginación, ésta tampoco se muestra como especialmente fiable, y así el filósofo penetra en un estado de melancolía y delirio. En otras palabras, la «naturalización» de la creencia desde una posición metodológica naturalista como la defendida aquí (es decir, la consideración de que estamos impelidos imaginativamente a creer o prestar asentimiento como lo estamos a respirar, sin que ello signifique reducir el creer a una operación fisiológica de un orden ontológico «más profundo»), precisamente lleva a la pregunta por la justificación de la creencia: ¿cómo diferenciar entre creencias y ficciones de la imaginación si es inherente a la operación representacional de la mente el proponer como «existente» al objeto en el que se cree y si, finalmente, todo se dirime en sentir con mayor o menor vivacidad tal existencia? Pareciera entonces que la toma de una posición naturalista –la consideración de que la operación representacional de la mente opera naturalmente siempre de la misma manera– produce la crisis escéptica y permite que ésta derive en la absoluta ruina y el fracaso. Uno se convierte en el monstruo que, por querer mostrar la precariedad de los fundamentos, los ha barrido, incluso –y sobre todo– para sí mismo.

    Es esto necesariamente así, es decir, ¿la actitud naturalista y la naturalización de la creencia a ella aparejada nos lleva necesariamente al escepticismo mitigado? Y, además, ¿es este considerado inevitablemente un fracaso? Encuentro dos formas de responder a estas pregunta:

    En primer lugar, es posible continuar estudiando la estructura del relato humeano, de tal modo que al hacerlo puede verse que Hume toma el fracaso, no como punto de partida, sino como punto final; no se trata de la historia del que va a caer, sino del que ya ha caído y ahora camina a gatas. Quizá narrar el fracaso en primera persona sólo pueda hacerse así; como si éste perteneciera a un otro ya pasado con el que sólo identificarse para mantener la coherencia narrativa de un porvenir más amplio, pero al que se desearía desconocer o mirar de soslayo con un gesto tibio. El filósofo escocés, entonces, utiliza la metafórica del naufragio como gesto retórico que no sólo ilustra el modo en que se comprende a sí mismo en el seno de una comunidad que no quiere acogerlo, sino para destacar el momento del ascenso y de reposición de fuerzas. El exceso de razonamiento, que lleva a callejones sin salida, encuentra como salida la «cura de la naturaleza» que «bien relajando mi concentración mental o bien por medio de alguna distracción: una impresión vivaz de mis sentidos, por ejemplo, me hace olvidar todas estas quimeras» (ibid., p. 377). Sin embargo, precisamente porque la razón pertenece al orden de lo natural, pues no hay otro –como no podría ser de otro modo para un naturalista como el aquí defendido– ésta vuelve de nuevo a las andadas, y el filósofo no puede evitar encontrar en estos modos de relajación respuestas insatisfactorias, sumiéndose así en la indolencia y la melancolía. De ellas sólo saldrá, dice, adoptando una disposición seriamente jovial que supone, antes que nada, una revisión de expectativas, lo que es un correlato ineludible de toda idea de fracaso: «Lo único que espero es poder contribuir un poco al avance del conocimiento […]. Me contento con poder ponerla (la ciencia del hombre) un poco más de actualidad» (ibid., p. 382). Es decir, ahonda en el aspecto actitudinal o metodológico de su filosofía: se trata, como decía, de entrenar y mantenerse en una disposición.

    Avanza, finalmente, una idea de «escepticismo mitigado», como dirá en las Investigaciones, pero que en el Tratado describe como sigue: «El verdadero escéptico desconfiará lo mismo de sus dudas filosóficas que de sus convicciones, y no rechazará nunca por razón de ninguna de ellas cualquier satisfacción inocente que se le ofrezca» (ibid., p. 382). En este sentido, se trata de aprender a vivir con la tensión inherente a la reflexión filosófica, haciendo contrapeso entre la duda reflexiva y la sociabilidad distractora, es decir, manteniendo la distancia correcta con el mundo de la vida. Según esto, el naturalismo metodológico supone una actitud que se traduce en un escepticismo mitigado. Pero, tal y como se estructura la narración, este «escepticismo mitigado» no aparece como ruina, caída, naufragio, monstruosidad ni fracaso. Para el «verdadero escéptico», la puesta de relieve de la finitud y los límites de nuestras facultades y nuestras empresas no puede suponer fracaso alguno; la constante revisión de expectativas y de posibilidades, con la inseguridad que eso conlleva, y el mantenimiento del «buen humor» pese a la constante experiencia de límite e insatisfacción, surgen como un logro que mantener y recuperar todos los días.

    En segundo lugar, cabe otra respuesta a las preguntas de este trabajo, aunque esta no haya sido ensayada por el propio Hume. En este caso, me hago eco de las reflexiones de un filósofo contemporáneo, Jean-Marie Schaeffer, al que ya cité antes, para proponer lo siguiente: la toma de una posición metodológica naturalista, y la naturalización de la creencia a ella aparejada, le permite ver a Hume algo fundamental en lo referente a la formación de nuestras creencias: que, en la representación mental, el lugar propio de la relación epistémica no es el de la referencialidad entre representación y realidad (la noción de verdad como correspondencia), sino el del uso específico de las representaciones, constreñidas por normas elaboradas específicamente para lograr una justificación racional de nuestras creencias (Schaeffer 2020, p. 137). No sólo las creencias, sino las ficciones –todas las representaciones mentales– son producto de tal proceso pragmático-normativo:

    En cierto modo, la dificultad no es la de hacernos creer que a nuestras representaciones les corresponden objetos «reales», sino al contrario, la de impedirnos asentir espontáneamente a todo lo que vemos, exactamente igual que asentimos a todo lo que nos cuentan. Dicho de otro modo, la verdadera conquista cultural no sería la de la factualidad, sino la de la ficcionalidad, es decir, la de la génesis de cierta actitud intencional compleja que nos impide seguir nuestra inclinación natural y transformar todas nuestras representaciones en creencias. (ibid., pp. 138-39)

    Que la mayoría de nuestras creencias no se funden mediante un proceso de argumentación racional y colectiva no quita para darnos cuenta de que es precisamente la actitud naturalista la que hace ver el elemento pragmático y normativo de toda esta cuestión, poniendo el énfasis en la capacidad, generada por nuestra especie a nivel individual y colectivo, de adoptar una actitud intencional muy compleja respecto de nuestras representaciones. Considerar como un logro el haber visto que la ficcionalidad es una conquista cultural se opone a la famosa lectura que hiciera Husserl del propio Hume, a quien tachaba de «ficcionalista» y escéptico, posiciones en las que habría desembocado por adoptar acríticamente el naturalismo de su predecesor, Locke (Husserl 2008). Es cierto que Husserl alababa a Hume por haber sabido señalar una nueva problemática filosófica: la de la génesis de la objetividad científica y precientífica (Husserl 1962, p. 267). Pero, a falta del descubrimiento de la intencionalidad o de la correlación noético-noemática husserliana, Hume no habría logrado alcanzar una noción de constitución (del sentido, del mundo) ajena al concepto de ficción y, por ende, ajena a todo escepticismo respecto a la capacidad racional del ser humano y de la filosofía para dar cuenta del mundo circundante y vivir conforme a lo que la reflexión filosófica descubre:

    Todas las categorías de la objetividad, las científicas, en las que lo científico, lo pre-científico, en las que la vida cotidiana piensa un mundo extra-anímico, objetivo, […] son ficciones. […]. De este modo, en el Tratado de Hume se transforma en ficción en general el mundo, la naturaleza, el universo de los cuerpos idénticos, el mundo de las personas idénticas, después también la ciencia objetiva que las conoce en su verdad objetiva. Consecuentemente, debemos decir: razón, conocimiento, también los verdaderos valores, los puros ideales de cada uno, también los de tipo ético, todo eso es una ficción. Esto es, entonces, una bancarrota del conocimiento objetivo. (Husserl op.cit., p. 130).

    No obstante, aquí se identifica irracionalismo con ficcionalismo, lo que considero es signo de la inserción de Husserl en una tradición filosófica heredera de Platón donde ficción y razón filosófica se entienden como opuestos. Ficcionalismo es, entonces, sinónimo de escepticismo, y esto último de la «bancarrota del conocimiento objetivo», lo que, a su vez, es resultado de un naturalismo humeano comprendido, por parte de Husserl, como «sensualismo» donde se aceptaría que la única base indudable de todo conocimiento es la experiencia de uno mismo y del propio ámbito de datos inmanentes. Ya he tratado de defender en la primera parte de este trabajo que el naturalismo humeano no ha de comprenderse así, sino en un sentido metodológico. Desde ahí, el recurso a las ficciones no es síntoma de bancarrota –otra metáfora para el naufragio, por cierto (Martínez Bermejo 2020)– sino la puesta de relieve de los mecanismos (naturales) por los cuales una especie inventiva y social «se las arregla» para instituir históricamente marcos pragmáticos y normas de uso de sus representaciones. La naturalización de la representación mental destaca, entonces, ya no la historia de un fracaso, sino de un éxito que, no obstante, puede leerse como ruina y caída si uno lo interpreta desde determinadas expectativas racionalistas. Sólo un apunte para finalizar: la conquista cultural mencionada no ha de entenderse como un modo de trascender el orden de lo natural. Todo forma parte de la historia evolutiva (biológico-cultural, si se quiere) del animal humano.

  3. Conclusiones

    Teniendo en cuenta estas dos interpretaciones, ¿está el filósofo naturalista abocado a un escepticismo mitigado? Desde la perspectiva aquí trabajada, aparecen dos opciones: el naturalismo metodológico puede (1) llevar al escepticismo mitigado, tal y como parece hacer Hume en su narración; que la representación mental opere siempre del mismo modo, y que lo que diferencia una creencia de otras representaciones (ficciones, ilusiones) sea la intensidad con que es sentida, llevaría al constante rebatimiento de las propias conclusiones y una penetrante necesidad de desconexión y reconexión con el mundo de la vida. Pero, (2), puede no llevar a tal conclusión: podemos leer a Hume desde la perspectiva de Schaeffer y considerar, al contrario, que el hecho de que la representación mental opere siempre del mismo modo enfatiza y fortalece la consideración del ser humano como animal capaz de regirse política y socialmente, es decir, de instituir colectivamente marcos reguladores de nuestra capacidad de representación. Esto está sin duda en línea con la lectura de un Hume más preocupado por cuestiones de moral, política y estética que de teoría de conocimiento (Calvo Saavedra, 2018).

    ¿Qué significa, entonces, para el filósofo naturalista metodológico «fracasar»? Aparecen dos opciones: desde la primera interpretación (i.e. la narración humeana) las metáforas del fracaso surgen como punto de partida para arribar finalmente al escepticismo mitigado: el naturalista se las ve, como decía, con un constante rebatimiento de las propias conclusiones. Desde la segunda interpretación, el naturalista se enfrenta a una limitación de las pretensiones de lograr verdad, en el sentido referencial del término, y una aceptación, en su lugar, de su sentido pragmático e intersubjetivo. Ambos casos, sin embargo, comparten el establecimiento de una conexión algo diferente entre fracaso y límite: fracasar no aparece aquí como la imposibilidad de lograr atravesar un límite, o de cumplir con un horizonte de expectativas. El fracaso comienza mucho antes, desde el mismo momento en que tal horizonte se dibuja excesivo. La conciencia del límite que se esboza en las dos interpretaciones aquí vistas, esto es, la experiencia de finitud y la revisión de las propias expectativas que supone el Tratado de Hume en muchos aspectos, aparece como una fortaleza o como una ganancia. Desde una lectura del naturalismo de Hume como metodológico, el fracaso se identificará con la extrema confianza en la capacidad racionalizadora del ser humano y la ignorancia del límite, esto es, de la propia incapacidad y de la insatisfacción. Fracasar no es ya no haber logrado lo que uno se proponía, sino haberse propuesto desde el principio un horizonte extremo que reproduce la larga consideración occidental y moderna del ser humano como animal excepcional, esto es, como animal que, al contrario que todos los demás, trasciende su condición natural para instalarse en la atalaya de la Cultura, del Lenguaje, de la Razón y de otras tantas y tantas Mayúsculas.

  4. Referencias bibliográficas

    CALVO DE SAAVEDRA, A. (2013). El carácter de la «verdadera filosofía» en David Hume. Colombia: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.

    DIÉGUEZ, A. (2014), «Delimitación y defensa del naturalismo metodológico (en la ciencia y en la filosofía), en R. Gutiérrez-Lombardo y J. Sanmartín (eds.) La filosofía desde la ciencia. México: Centro de Estudios Filosóficos, Políticos y Sociales Vicente Lombardo Toledano.

    FOGELIN, R. (2009). Hume’s skeptical crisis. A textual study. United States: Oxford University Press.

    FOUCAULT, M (2001) Los Anormales: curso de Collège de France (1974-1975). Madrid: Akal.

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    HUME, D. (2007). Investigación sobre el conocimiento humano. Investigación sobre los principios de la moral. Madrid: Tecnos.

    HUSSERL, E. (1962). Ideas. México: Fondo de Cultura Económica.

    HUSSERL, E. (2008). La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Buenos Aires: Prometeo.

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    SCHAEFFER, J.M. (2020). Les troubles du récit. Vincennes: Thierry Marchaise.

    STROUD, B. (1986). Hume. México: UNAM.

    Elena Yrigoyen es Investigadora en el Dpto. de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Autónoma de Madrid.

    Líneas de investigación:

    Naturalismos contemporáneos, Ficción y filosofía, Jean-Marie Schaeffer

    Publicaciones recientes:

    (2022): Arte autónomo o Arte emancipatorio: vástagos de una “Teoría especulativa del Arte”. JM Schaeffer y la apertura a una naturalización de la experiencia estética. Bajo palabra. Revista de filosofía, (31), 71-88.

    (2022). “Entrevista a Jean-Marie Schaeffer. Les troubles du récit o del arché protonarrativo.” Aisthesis, (71), 295-303

    Email: yrigoyen.carpintero@gmail.com

1 En este artículo utilizo la división tripartita que Antonio Diéguez establece en (2014) al trazar un somero mapa de los naturalismos contemporáneos: se trata del naturalismo ontológico, el epistemológico y el metodológico. El contenido de tal división, sin embargo, es algo transformado, puesto que aquí la reflexión no es tanto sobre el mundo contemporáneo, como sobre la posición de Hume y lo que de ella pueda extraerse para los naturalismos de hoy.

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº3 (2023), pp. 9-23. ISSN: 1136-4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

Campus de Teatinos, E-29071 Málaga (España)