Las atmósferas afectivas como dimensiones del espacio habitado
Affectives atmospheres as dimensions
of dwelling space
Andrés Osswald y Micaela Szeftel
Universidad de Buenos Aires (Argentina)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Recibido: 10/08/22 Aceptado: 01/12/22
RESUMEN
En esta investigación fenomenológica nos proponemos caracterizar las dimensiones del espacio habitado (el mundo familiar, el mundo extraño y el espacio intersticial entre ambos) a partir de la categoría schmitziana de atmósfera como fenómeno afectivo. Esta tarea revelará la ontología de los espacios no-extensionales que constituyen un aspecto esencial de la experiencia del habitar. Nuestra hipótesis de trabajo es que es posible caracterizar las dimensiones del espacio habitado a partir de la descripción de las atmósferas afectivas que las ocupan. En particular, nos concentraremos en la descripción positiva de las atmósferas del espacio intersticial, buscando resaltar su naturaleza productiva.
PALABRAS CLAVE
ESPACIO HABITADO, ATMÓSFERAS, ESPACIO NO-EXTENSIONAL, FENOMENOLOGÍA, PSICOANÁLISIS
ABSTRACT
In this phenomenological research we propose to characterize the dimensions of dwelling space (the familiar world, the strange world and the interstitial space between the two, developed by psychoanalytic theory) by means of the Schmitzian category of atmosphere as an affective phenomenon. This task will reveal the ontology of non-extensional spaces that constitute an essential character of the experience of dwelling. Our hypothesis is that it is possible to characterize the dimensions of the dwelling space by means of the description of the affective atmospheres that occupy them. In particular, we will focus on the positive description of the atmospheres of interstitial space, seeking to highlight its productive nature.
KEYWORDS
DWELLING SPACE, ATMOSPHERES, NON-EXTENSIONAL SPACE, PHENOMENOLOGY, PSYCHOANALYSIS
El estudio fenomenológico del espacio habitado ha tendido a resaltar el contraste entre el espacio tal como es vivido y el espacio objetivo, considerando al primero una dimensión del mundo de la vida y, como tal, la forma originaria de la espacialidad, y al segundo una noción abstracta y objetivada resultante, ante todo, del abordaje científico moderno (Norberg-Schulz 1983, 1985; Casey 1993). Sin embargo, tanto una como otra forma de la espacialidad comparten la propiedad de ser extensionales; esto es, forman parte del mundo exterior y poseen, en consecuencia, tres dimensiones: altura, anchura y profundidad. Conforme con ello, Husserl identifica en Ideas II la extensión espacial con la corporeidad material (Hua IV, p. 29).1 Los objetos de la percepción, en consecuencia, son el tipo de objetividad caracterizados primariamente como extensionales. Pero el alcance de la noción de extensión no se predica únicamente de los objetos del mundo que se dan perceptivamente, sino que incluye también objetividades de carácter ideal. En el célebre §9 de Crisis, Husserl muestra cómo la espacialidad propia de la física moderna resulta de la aplicación de la matemática pura a la naturaleza dada intuitivamente. La idealización matemática, por su parte, no se interesa por las propiedades cualitativas de las cosas sino únicamente por su forma, de manera que el espacio objetivo conserva el carácter extensional de la espacialidad vivida en la que se funda (Hua VI, p. 37). Como consecuencia de la objetivación, a su vez, el espacio de la física deviene homogéneo –en la medida en que cualquiera de sus puntos es intercambiable por cualquier otro– y, por tanto, carente de una orientación intrínseca –puesto que no hay un punto privilegiado que la determine. El espacio habitado, en contraste, está orientado por principio y encuentra en el cuerpo vivido (Leib) el «punto cero» de la orientación (Hua IV, p. 198). La centralidad que gana el cuerpo vivido en la descripción de la experiencia individual se entrelaza con la relevancia que posee el «mundo familiar» (Heimwelt) para una intersubjetividad comunalizada (Hua XV, p. 429). Así, el contraste entre el mundo hogareño y el «mundo extraño» (Fremdwelt) es para Husserl una «estructura constante» de cada mundo de la vida particular (Hua XV, p. 431). En lo que sigue, sin embargo, retomaremos los resultados de una investigación previa que complementa el contraste entre el mundo familiar y el extraño con los aportes de la teoría psicoanalítica en torno al «espacio intersticial» –ubicado en un lugar ambiguo entre el hogar y lo extraño–, configurando así una estructura tripartita (Osswald 2018). Así, el espacio habitado estaría conformado por diferencias cualitativas que configuran tres regiones o dimensiones espaciales: el hogar, lo extraño y el espacio ambiguo entre ambos.
En este contexto, la presente investigación se propone profundizar el estudio del espacio habitado considerando no ya sus dimensiones extensionales sino un aspecto no-extensional que, según entendemos, constituye una dimensión ontológica igualmente fundamental: su carácter afectivo. Para llevar adelante dicha tarea, tomaremos en consideración la propuesta de Hermann Schmitz, quien piensa esa dimensión afectiva del espacio a partir del concepto de «atmósfera», entendida como un tipo de espacio «sin superficie» (flächenlos) (Schmitz 2014, p. 78). Definir a las atmósferas como una espacialidad carente de superficie puede resultar chocante en virtud de la identificación habitual entre extensión espacial y corporeidad material. Sin embargo, la idea de Schmitz de pensar formas de espacialidad que no se superponen con la extensión corpórea reconoce antecedentes tanto en la propia fenomenología husserliana como en otras perspectivas filosóficas contemporáneas (Osswald y Mc Namara 2021). Nos proponemos, en este sentido, ponderar el aporte schmitziano a la luz de la tradición fenomenológica a fin de destacar sus aspectos novedosos. Ahora bien, si el espacio habitado no es neutro sino que está siempre modalizado afectivamente, sería posible reconocer en cada lugar la particular atmósfera afectiva que lo ocupa. Considerando que el espacio habitado se organiza en torno a la distinción que separa el mundo hogareño del mundo extraño y el espacio intersticial, buscaremos probar la hipótesis de que cada dimensión estructural del espacio habitado posee una atmósfera afectiva asociada.
Con este objetivo en mente, la exposición seguirá el siguiente orden. En primer lugar, intentaremos captar positivamente la espacialidad de las atmósferas mediante un estudio comparado del espacio no-extensional en Schmitz, Husserl y Levinas (II). En segundo lugar, nos proponemos caracterizar a los sentimientos como atmósferas a partir de los desarrollos schmitzianos. Esta sección será de carácter expositivo, ya que su función es introducir conceptos clave propios de un autor poco conocido en el mundo filosófico hispanoparlante (III). En tercer lugar, presentaremos las dimensiones del espacio habitado buscando caracterizarlas en términos afectivos. Para ello, recurriremos a los análisis de Husserl sobre el hogar y lo extraño, que serán analizados a la luz de la fenomenología de las atmósferas afectivas (IV.1). Finalmente, subrayaremos la importancia que tiene para una teoría de las atmósferas afectivas el espacio ambiguo que se extiende entre el hogar y lo extraño (IV.2), tomando para ello los desarrollos de Freud y Winnicott sobre el espacio intersticial.
En su caracterización de la espacialidad atmosférica, Schmitz retoma la distinción fenomenológica clásica entre espacio objetivo y espacio vivido. Señala, en este sentido, que si bien el espacio objetivo no posee una orientación intrínseca, en los hechos se lo dota de una, merced a un sistema de lugares (Orten) que se establece a partir de las relaciones reversibles de posición (Lage) y distancia (Abstand) que mantienen entre sí ciertos objetos de referencia (Bezugsobjekte). Conforme con ello, el espacio es entendido como «una red condensada y discrecional de tales lugares según el modelo de un sistema de coordenadas» (Schmitz 2014, p. 72). La espacialidad así comprendida recibe el nombre de «espacio local» (Ortsraum) y se define como «un sistema de lugares relativos, determinados recíprocamente por posiciones y distancias» (Ibid., p. 73). Al carácter relativo del espacio local, se contrapone una espacialidad absoluta que se organiza en torno al cuerpo vivido. En este sentido, el autor recupera la idea husserliana que considera al cuerpo vivido el «punto cero» de la orientación, según la cual «todas las cosas del mundo circundante poseen su orientación relativamente al cuerpo, tal como todas las expresiones de la orientación llevan consigo esa referencia» (Hua IV, 158/198).2 Así, en contraste con la orientación que caracteriza al espacio objetivo, el «lugar corporal» (Leibesort) no se determina por la relación relativa con otros objetos sino que porta en sí un «aquí absoluto».
Como Husserl muestra en Ideas II, el cuerpo es un fenómeno complejo que no se agota en su dimensión de cuerpo vivido. La corporalidad no sólo opera como centro de referencia para la orientación espacial, como un objeto movible inmediata y espontáneamente por el yo (el cuerpo es «órgano de la voluntad») o como sede de sensaciones dobles (no puedo tocarlo sin saberme tocado a la vez), sino que también es una cosa material. Como tal, el cuerpo posee las propiedades de cualquier res extensa: tiene una forma, cualidades sensibles y está sometido al nexo causal del mundo. De manera que la ambigüedad esencial del cuerpo supone que, en su dimensión material –en tanto cuerpo físico (Körper)–, esté emplazado en el espacio objetivo como cualquier otro objeto y su lugar, consecuentemente, se defina relativamente a otros objetos –posición que es representada psíquicamente en el «esquema corporal»–, mientras que como cuerpo vivido se despliega –tomando las palabras de Schmitz– en un «espacio sin superficie». Para este filósofo, el cuerpo vivido comprende la totalidad de sus «mociones»3 con las determinaciones espaciales y dinámicas correspondientes (Schmitz 2011a, p. 5) y ninguna de estas mociones «demarca una superficie, ni el dolor ni el hambre ni el sentirse a gusto» (Schmitz 2014, p. 76). Esto recuerda la afirmación de Husserl de que la espacialidad de las «sensaciones localizadas» o «ubiestesias» (Empfindnisse) es «esencialmente distinta de la extensión en el sentido de todas las determinaciones que caracterizan la res extensa» (Hua IV, p. 149/189).
Schmitz señala que la espacialidad sin superficie puede encontrarse en múltiples fenómenos cotidianos. En este sentido, señala que el sonido ocupa el espacio sin delimitar un cuerpo extenso pero que, pese a ello, conforma una espacialidad a través de las variaciones entre tonos agudos y graves –que delimitan un arriba y un abajo– y del ritmo que afectan al cuerpo vivido como mociones de movimiento. El silencio ocupa el espacio dotándolo de tonalidades afectivas de manera que puede presentarse como festivo u oprimente. El tiempo meteorológico y el viento también son presentados como ejemplos de espacialidad sin superficie en la medida en que no son experimentados como objetos tridimensionales insertos en el sistema de coordenadas del espacio objetivo sino como «semi-cosas» (Halbdinge) en las que siempre nos encontramos inmersos. El carácter inmersivo que caracteriza al espacio sin superficie es ejemplificado de manera eminente por el espacio acuático. El autor escribe: «En el agua no hay superficies ni puntos ni líneas y, por ello, tampoco hay cuerpos tridimensionales pero sí un volumen vivenciado, que le presenta al nadador mayor o menor resistencia» (Schmitz 2014, p. 75). Para quien está inmerso en ella, el agua posee volumen y un dinamismo compuesto de «contracciones» e «hinchazones» que le permiten al cuerpo vivido moverse y orientarse sin recurrir a una representación visual. Estos ejemplos, parecen aproximar –según nuestra interpretación– el análisis schmitziano a la descripción del «elemento» emprendida por Levinas en Totalidad e infinito. Allí, el elemento es caracterizado como el medio primordial en el cual la existencia corporal y sensible se encuentra sumergida y, por tanto, constituye el trasfondo de toda constitución objetiva y de todo intento de apropiación del entorno: «El navegante –escribe Levinas– que utiliza el mar y el viento domina estos elementos, pero no los transforma sin embargo en cosas» (Levinas 2002, p. 150). Por el contrario, el aire, la tierra, el mar, la luz o la ciudad –formas de lo elemental– se presentan como una cualidad sin substancia, como el medio que contiene sin poder ser contenido o poseído y respecto al cual siempre estamos dentro, como si nos bañáramos en él (Ibid., p. 150).
Dentro del universo de los fenómenos que ocupan el espacio sin delimitar superficies precisas, Schmitz privilegió el tratamiento de las atmósferas. Ya que no poseen formas bien definidas, las atmósferas no pueden ser consideradas cuerpos materiales ni, consecuentemente, poseedoras de una extensión –cuanto menos no en el sentido husserliano de los conceptos que aquí tomamos como punto de partida–. Pero no por ello dejan de ser fenómenos espaciales que requieren de una descripción positiva. Ahora bien, ¿es posible caracterizar positivamente la espacialidad sin superficie sin recurrir a una mera descripción por contraste del uso habitual del concepto? En el caso de Husserl, una espacialidad carente de superficie sería considerada una forma de espacio no-extensional. En los hechos, Husserl tiende a asociar las formas incopóreas del espacio con la organización inmanente del campo sensible, pues en el análisis husserliano se trata de establecer las operaciones que confieren a la sensación una primera organización espacial en la inmanencia de la conciencia.4 Esto es, la constitución local de la sensación en la inmanencia de la conciencia se organiza en virtud de la posición relativa de cada unidad hylética en el campo sensible correspondiente (visual, táctil, etc.), según el eje arriba-abajo e izquierda-derecha. Esto es, el espacio inmanente de las sensaciones carece de profundidad –pues resulta patente que el flujo de la conciencia no puede contener cuerpos– y conforma, por tanto, una espacialidad bidimensional (Claesges 1964, p. 87).
Como se advierte, el tratamiento schmitziano de los fenómenos atmosféricos se encuentra próximo al concepto levinasiano de elemento, en tanto define un tipo de fenómeno en el que siempre nos encontramos inmersos y que sobrepasa la capacidad del sujeto de poseer y controlar lo que se da. Al igual que el elemento, además, la atmósfera es un fenómeno trascendente que no se identifica con las cosas materiales sino que es una semi-cosa. A su vez, son fenómenos espaciales que se presentan en relación con el cuerpo vivido y se caracterizan por difundirse y propagarse sin delimitar formas cerradas. Por la ocupación difusa del espacio que los caracteriza, los fenómenos atmosféricos se presentan como un medio inabarcable –dotado de volumen, pero carente de forma– en el que el cuerpo vivido está inmerso. Así, la propuesta de Schmitz de pensar a las atmósferas como un tipo de espacio sin superficie se distingue de otras formas no-extensionales del espacio –como la versión inmanente propuesta por Husserl– y establece las condiciones para emplazar a los afectos como fenómenos trascendentes y mundanos, sobre lo que trataremos a continuación. Esto nos permitirá, en la sección IV, proponer una articulación novedosa entre la afectividad y las distintas dimensiones del espacio habitado.
Para introducir la teoría schmitziana de los sentimientos como atmósferas, es preciso tener presente la particular revisión crítica de la historia de la filosofía que se propone el autor. En ese contexto, cuestiona el paradigma de objetivación psicologista e introyectista presente en la mayoría de las tradiciones filosóficas a partir de los pre-socráticos, de donde provendría tanto la dualidad entre el alma y el cuerpo, como la distinción entre un mundo interno y otro externo. Schmitz rechaza, fundamentalmente, la manera en la que «es diseccionado el dominio de la experiencia al adscribirle a cada sujeto consciente una esfera interna privada que contenga toda su experiencia» (Schmitz 2011b, p. 7).5 Según Schmitz, esta concepción no solo fue continuada por la fenomenología sino incluso profundizada por ella –especialmente por la fenomenología trascendental husserliana. La «nueva fenomenología» de Schmitz abandona algunos lineamientos fundamentales de la fenomenología histórica y se define a sí misma, ante todo, como una ciencia empírica cuyo concepto basal es también el de «fenómeno», pero entendido como un «estado de cosas» del cual pueda afirmarse indubitablemente que es un «hecho» (Schmitz 2014, p. 12).
Ahora bien, mientras que Schmitz busca poner en jaque la noción de «alma» entendida como un dominio encerrado en sí mismo y compuesto por estados psíquicos privados sobre los cuales se tiene pleno control, deja lugar para pensar otro tipo de subjetividad, que considera la experiencia involuntaria y espontánea en un nivel pre-personal. Para Schmitz, en definitiva, la filosofía debe ser entendida como una reflexión continua sobre lo que uno siente en el cuerpo vivido en el espacio en el que uno habita (Schmitz 1964, pp. 14-27). Schmitz desarrolla así una concepción inmanente de la subjetividad definida por y anclada en las afecciones del cuerpo vivido, y que le escapa al primado de la identidad personal (Schmitz 2014, p. 29 ss.). Para ser capaz de afirmar algo sobre mí mismo y de adscribirme propiedades a mí mismo, debe haber primero un núcleo primitivo que no necesite ningún proceso de identificación. En este contexto, Schmitz identifica la afectación o implicación afectiva (affektives Betroffensein) como el fondo de toda forma de autoconciencia, en la medida en que, por medio de las experiencias afectivas y de las «mociones» del cuerpo vivido, proporciona la evidencia máxima de la propia experiencia, valiendo así como el principium individuationis del sujeto. Por ejemplo, en la experiencia del dolor «sé inmediatamente que soy el que sufre, sin la necesidad de rastrear aquello que está siendo lastimado» (Ibid., p. 30). Esto también se puede afirmar de otras experiencias como un ataque de ira, un miedo paralizante, un susto violento, un estado de profunda melancolía, etc. Todo esto sucede en un nivel pre-subjetivo y pre-dimensional que Schmitz denomina «presente primitivo» (Schmitz 1997, p. 39).
En el presente primitivo el filósofo sitúa a las mociones del cuerpo vivido que aparecen cuando somos «movidos» o «tomados» (ergriffen) por un sentimiento (por ejemplo, tristeza, felicidad, resentimiento, vergüenza, temor, ira, amor, odio, consternación, etc.), que, según Schmitz, debe ser entendido en términos atmosféricos. En contraposición, para aquella tendencia «psicologista» e «introyectista» que Schmitz cuestiona, los sentimientos son fenómenos subjetivos y privados. Esta tendencia psicologista se remonta hasta la antigüedad: las emociones, los sentimientos o los afectos, generalmente reunidos bajo el término «pathos» (proveniente del verbo pathein, «padecer» en griego antiguo) fueron comprendidos como fenómenos o excitaciones del alma. El filósofo sostiene que los sentimientos como atmósferas son fenómenos trascendentes, contrariando así el sentido común occidental que, desde la psyché griega, los considera como estados internos de un alma donde el sujeto se refugia como «un amo en su casa», a fin de dominar las mociones involuntarias de su vida afectiva (Schmitz 2014, pp. 19-20). Por su parte, la fenomenología no habría realizado modificaciones sustanciales con respecto a tal tendencia, a pesar de que sí introdujo elementos novedosos. En términos generales, Husserl presenta a los sentimientos como vivencias intencionales que tienen a un acto representativo como base, en tanto este le da a los actos de sentimientos su materia (Hua XIX/1, p. 404). Llamativamente, Schmitz no parece tener como referencia inmediata la Stimmung heideggeriana, a pesar de que el propio Heidegger la concibe como una atmósfera en la que nos sumergimos y por la que somos templados (Heidegger 2007, p. 98). Entre los elementos novedosos que la fenomenología incorpora, Schmitz retoma, sobre todo, los aportes de la fenomenología realista de principios del siglo XX. Por ejemplo, refiere a las reflexiones de Max Scheler en torno a los «sentimientos vitales» (Lebensgefühle) que define también como «sentimientos corporales» (Leibgefühle) (Schmitz 2011a, p. 11) y a la elaboración de Theodor Lipps de un «sentimiento espacial» (Raumgefühl) (Lipps 1906, p. 190).
Ahora bien, según Schmitz, los sentimientos pueden experimentarse como atmósferas de dos maneras posibles: o bien por medio de una mera percepción, o bien de una afección, cuando estamos involucrados corporal y afectivamente con ella (Schmitz 2014, p. 83). Se trata en este último caso de «fuerzas que toman el cuerpo vivido» y solo aquí, en rigor, se podría hablar de «afecto». En este último caso, el cuerpo vivido está animado por la oscilación constante entre un estrechamiento (Engung) y una expansión (Weitung), o como también puede leerse, entre una contracción (Spannung) y una hinchazón (Schwellung): un movimiento que recibe el nombre de «impulso vital» (vitaler Antrieb), el cual puede ser alterado o convulsionado por las atmósferas afectivas. Por ejemplo, en el miedo, el cuerpo vivido se contrae, llevando a un estrechamiento del espacio vivido y de las capacidades de actuar sobre él, especialmente cuando ocurre un shock y quedamos «congelados». En contraste, otros sentimientos tienen una dirección expansiva, como cuando contemplamos un hermoso paisaje y sentimos la necesidad de inspirar profundamente, expandiendo nuestros pulmones y alargando nuestras extremidades.
A su vez, la oscilación puede darse de tres maneras diferentes, dependiendo del vínculo entre la contracción y la expansión: si se trata de un vínculo compacto, entonces los dos elementos del impulso vital no pueden darse de manera separada y están fuertemente conectados; si el lazo es rítmico, entonces el peso puede estar a veces en un componente y a veces en otro, sin llegar a romperse la conexión; y si el lazo es lábil, entonces tiene lugar una escisión entre ambos elementos (Schmitz 2011a, p. 81 ss.). Esta última modalidad conduce a momentos de contracción y expansión en sentido privativo, es decir, excluyendo su contrario. El primer caso, en el cual el impulso es de tipo compacto, implica una menor permeabilidad a las atmósferas emotivas, mientras que las modalidades de vínculo rítmico y lábil suponen una mayor disposición a ser «movido» por la atmósfera.6
Pero, en definitiva, ¿a qué especie de fenómeno se está refiriendo Schmitz cuando habla de atmósferas afectivas? Un ejemplo está dado por la atmósfera que se advierte en una reunión tensa entre colegas o familiares. El tipo de estado melancólico en el que habitualmente nos encontramos un domingo por la tarde también coincide con las características de lo que llamamos atmósferas: todo a nuestro alrededor tiene un cierto carácter emotivo, el día adopta una tonalidad gris. Usualmente nos referimos a estos momentos diciendo que «hay algo en el aire» (Schmitz 1981, p. 100). Estos fenómenos no pueden reducirse a la mera suma de cualidades perceptivas (rostros serios en una reunión, la certeza de que los dos días de descanso están por terminar, etc.): la experiencia concreta de una atmósfera es la de algo que me estremece, me rodea y me invade, algo que ya estaba allí antes de que pudiera notarlo (si es que efectivamente lo hago) y para lo cual no he llevado adelante ningún acto de constitución. Tampoco puede concebirse la atmósfera como una proyección de un estado emocional interno que tiñese con su cualidad lo dado en el mundo, pues bien podría darse la situación ‒como quedó claro en la distinción de los dos modos en los cuales puede percibirse una atmósfera‒ de ingresar en un evento festivo, identificar con claridad el «clima» de la velada y, sin embargo, sentirse «fuera de sintonía», sin ánimos de celebrar. Además, una atmósfera se constituye con carácter unitario a pesar de comprender una multiplicidad heterogénea de fenómenos: tal multiplicidad no aparece como una sumatoria de partes independientes sino como un todo interconectado fundado en la penetrabilidad de la atmósfera (Riedel 2019). No es casual tampoco que el vocabulario utilizado para expresar cómo una atmósfera se hace presente tiene que ver usualmente con verbos como «dominar», «imponerse» o «reinar».7
De este análisis se deduce que una atmósfera posee un carácter más bien difuso y nebuloso, propiedad que toma del sentido proveniente de la meteorología, que la entiende como una esfera («sfaira») llena de un aire o vapor («atmos»). Una atmósfera se monta sobre una red de elementos más o menos compleja, pero no puede ser deducida de ninguno. Si alguien nos preguntase qué hace a la atmósfera hostil de un lugar de trabajo, posiblemente no podamos dar precisiones y optemos por responder: «es todo (y nada a la vez)». La evidencia de una atmósfera está, entonces, en suspenso y, en consecuencia, su existencia es ambigua e indeterminada. Sin embargo, debemos ser precisos en este punto: lo que es indeterminado es su estatus ontológico, no la patencia con la que las atmósferas afectivas se nos presentan y, consecuentemente, los distintos modos de los que disponemos para dar testimonio de ellas. Así, según nuestra hipótesis de trabajo, es posible caracterizar en términos afectivos a las dimensiones del espacio habitado merced a la descripción de las atmósferas que las ocupan.
IV. 1 El hogar y lo extraño
Como señalamos al comienzo, el espacio habitado es una dimensión del mundo de la vida y, como tal, es por esencia intersubjetivo y posee, concomitantemente, una temporalidad resultante de la sedimentación de la experiencia colectiva de una comunidad humana. Tal sedimentación, por su parte, aporta un horizonte de cognoscibilidad que otorga familiaridad al mundo y lo convierte en el «suelo» de la experiencia comunalizada. Esto es, puesto que el pasado considerado aquí corresponde a un nivel intersubjetivo, la transferencia de sentido entre las generaciones constituye una «herencia de sentido» para una «intersubjetividad generativa» (Hua XV, p. 609), de manera que el sentido siempre se presenta como pre-dado (Walton 2019, p. 19). Junto con esta sedimentación cultural, habría que considerar también la sedimentación en el cuerpo vivido de los hábitos asociados al clima, la topografía y el bioma que definen el territorio de una comunidad dada (Steinbock 1995, p. 164). Como contrapartida, el mundo gana «tipicidad» y, con ello, deviene familiar y la norma para los miembros de la comunidad. Este mundo próximo, definido por su familiaridad, tipicidad y normalidad es denominado por Husserl «mundo hogareño».
El mundo circundante admite, a su vez, una gradualidad que va de la máxima familiaridad al desconocimiento total. Husserl describe esta gradación como una serie de círculos concéntricos ubicados uno-dentro-del-otro (Hua XV, p. 429). El punto de partida del análisis es el «mundo próximo más inmediato», donde el cuerpo vivido es el punto de referencia absoluto (Hua XV, p. 428). En consecuencia, los sujetos y objetos que integran este entorno próximo pueden ser alcanzados en estricta correlación con los movimientos del cuerpo vivido (Hua XV, p. 219). A partir de allí, los círculos externos del mundo hogareño se extienden hasta los límites conocidos y, más allá de sus límites, se extiende un mundo desconocido que es intencionado como un horizonte vacío: el «mundo extraño». Pero, si bien el hogar y lo extraño son dimensiones estructurales del espacio habitado, el mundo hogareño mantiene siempre su centralidad en la medida en que opera como medida general para determinar el horizonte vacío de lo extraño. La estructura del mundo circundante, por tanto, implica para Husserl una distinción esencial entre la esfera próxima del mundo familiar y conocido –que constituye la normalidad– y un mundo extraño y desconocido –que es identificado con la anormalidad–.
Ambas dimensiones del mundo de la vida, sin embargo, están asentadas sobre el suelo común de una espacialidad definida por la orientación aportada por el cuerpo vivido y por la sedimentación de la tradición. Así, el cuerpo vivido es el punto de intersección donde las tradiciones colectivas de cada mundo hogareño se encuentran con la experiencia subjetiva de cada miembro individual de la comunidad. Por esta razón, cada sujeto individual lleva consigo el bagaje común de su mundo familiar y, por tanto, el mundo hogareño opera como norma aun cuando los sujetos se encuentren alejados de él. Esto es, si bien el espacio habitado posee dimensiones estructurales, la espacialidad vivida es dinámica y esto significa que los círculos de familiaridad y extrañeza tienen una extensión relativa y, por tanto, están sujetos a cambios. En este sentido, el desplazamiento corporal que permite una experiencia de primera mano juega un papel esencial en la determinación del mundo lejano y desconocido. Sin embargo, es evidente que la mera presencia en «carne y hueso» no es suficiente para transformar un mundo extraño en uno familiar. De hecho, la experiencia perceptiva directa puede reforzar la extrañeza al resaltar el contraste entre el mundo hogareño y el extraño.8
Veamos ahora cómo estas dimensiones estructurales del espacio habitado pueden adoptar la forma de atmósferas afectivas. La familiaridad del mundo ha sido descripta ya a principios del siglo XX en términos de atmósferas. El psicólogo alemán William Stern caracterizó a la familiaridad del siguiente modo: «En su forma más elemental, el sentimiento de familiaridad es de una naturaleza completamente atmosférica, una tonalidad total, en la cual los tonos de sentimiento especiales de los seres humanos, las cosas y los eventos que pueden percibirse se encuentran inmersos indistinguiblemente» (Stern 1935, p. 748). Siguiendo lo planteado por Schmitz, el espacio familiar se presenta como una atmósfera ligera, habilitando movimientos corporales de expansión e invitando a llevar adelante cuanta acción esté a disposición, pues nos encontramos en nuestra «zona de confort». El cuerpo vivido se halla en una situación de confianza y relajación, producto de la sedimentación de habitualidades encarnadas que no le demandan ningún esfuerzo ni reflexión. Podemos agregar, en línea con lo que tratamos más arriba, que en estos casos tiene lugar la conformación del cuerpo vivido como centro de orientación y percepción. Además, la comodidad de lo familiar es asociada con una tonalidad alegre que se experimenta, por ejemplo, cuando se percibe el amor de otra persona o de una familia armoniosa, o una serena confianza en sí mismo (Schmitz 2011a, p. 122). En este sentido, los sentimientos, entendidos como atmósferas, delimitan principalmente un cierto espacio de lo posible: instauran posibilidades perceptivas, judicativas y prácticas, mientras que restringen otras (Slaby 2011, p. 127). Para quien advierte una atmósfera hostil a su alrededor, el abanico de posibilidades será distinto que el que está a disposición en un ambiente relajado y amigable. El aire, podemos expresarnos así, se hace denso y pesado, nuestra capacidad de atravesarlo es indirectamente proporcional a la resistencia que nos presenta. Si, por el contrario, nos encontramos en un ambiente en el cual se nos valora positivamente y se nos halaga, entonces el sentimiento de orgullo hace que «se nos infle el pecho» en un movimiento proyectivo hacia el afuera y que el espectro de posibilidades y capacidades se amplíe.
La particular configuración de esta espacialidad de lo posible es a menudo ignorada y llevamos adelante irreflexivamente operaciones que se encuentran pasivamente predelineadas. La imprecisión y el ocultamiento de las atmósferas son justamente las propiedades que explican su silenciosa pregnancia a todo nivel. Esto aplica no solo a la manipulación de las atmósferas como estrategias de marketing en nuestras sociedades de consumo o al control del «ambiente» como la técnica de implantación del terror utilizada en la época contemporánea desde la Primera Guerra Mundial (Sloterdijk 2009), es decir, el «atmoterrorismo». También cuando pensamos el mundo familiar como atmósfera –plétora de sentidos, interpretaciones y prácticas heredadas–, ella se impone y no deja distinguir del todo o en absoluto dónde empieza y dónde termina lo propio en sentido estricto, pues la relación es precisamente de inmersión, donde lo actual está embebido de lo sedimentado. Este aspecto de las atmósferas ilumina el sentido del mundo familiar como suelo, en tanto horizonte de sentido no temático y pre-dado.
Cuando se impone una atmósfera de lo extraño, por el contrario, lo hace generando un ambiente incómodo, no confortable, incluso en muchos casos, opresivo. Pero podemos referirnos a dos tipos de atmósferas de lo extraño: o bien puede tratarse de una atmósfera densa y pesada, o bien de una especie de vacío de sentido. En el primer caso, el cuerpo vivido es llevado a una contracción que se siente como temor (Furcht), timidez o vergüenza. La irrupción de una atmósfera atemorizante exige un retraimiento hacia el núcleo del cuerpo propio, llevándolo a un tensamiento o estrechamiento de los músculos y una suspensión de la respiración. En el caso de la timidez ante una atmósfera densa de sentidos que aparecen como ajenos, la respuesta es similar: tiene lugar, en los términos de Schmitz, un estrechamiento privativo y la dirección hacia el afuera se encuentra interrumpida. Precisamente, para el introvertido, «la frontera entre el mundo personal propio y el mundo personal extraño es rígida, y su preocupación está dirigida preferentemente al mundo propio» (Schmitz 2014, p. 111). Distinta es la actitud del extrovertido, para quien «la frontera entre ambos sub-mundos es débil» y tiende a la dispersión, a hacer de cada asunto, por más extraño que se presente en principio, su propio asunto (Ibid., p. 111). La vergüenza, por su parte, muestra claramente cómo algunos afectos se originan en la oscilación del impulso vital: un movimiento expansivo del cuerpo vivido es acompañado por uno contractivo, advertible, por ejemplo, en el gesto de bajar la mirada. En la vergüenza estamos abiertos y expuestos al espacio social con sus significaciones y valores, pero al mismo tiempo vemos la presencia de los demás como amenazante, y sentimos que «simplemente queremos desaparecer».
En el otro caso, cuando el propio mundo familiar deviene extraño y pierde sentido, puede imponerse una atmósfera de desesperanza o desesperación, a raíz de la imposibilidad de apropiarse del mundo circundante y de sí mismo. En línea con esto, Schmitz entiende la desesperación más bien como acedia, como una falta de cuidado de la vida en el presente y poca esperanza en el futuro. Se trata de una especie de aburrimiento mezclado con asco o repugnancia (Ibid., p. 82). En estos casos, el cuerpo vivido pierde su centralidad y los objetos del mundo que lo rodean se muestran como meras cosas, como cosas sin valor.
IV.2. El espacio intersticial
La teoría de las atmósferas afectivas es especialmente fructífera para pensar la espacialidad ambigua que se encuentra entre el hogar y lo extraño. Thomas Fuchs, en este sentido, analiza el modo en que la atmósfera de lo familiar se desdibuja, según dos modalidades: por un lado, la mencionada más arriba, que Fuchs asocia con la alienación (Entfremdung) y, por otro, el extrañamiento (Verfremdung). En el primer caso, se trata de una situación en la que: «los caracteres de expresión se borran, las cosas se muestran indiferentes, sin color ni esencia, y se pierde la resonancia corporal simpática con el entorno. Esto no genera la atmósfera angustiante de la Unheimlichkeit que es ambigua, sino más bien un vacío, una ausencia de vida y la pérdida de toda significatividad» (Fuchs 2011, p. 170).9 En el extrañamiento, por el contrario, reina la ambigüedad entre la normalidad y la anormalidad, generando así una atmósfera «siniestra» u «ominosa». Schmitz asocia a esta atmósfera lo inquietante (Bangnis), pues ello es «el todo sin divisiones de lo Unheimliche que sujeta atmosféricamente» (Schmitz 1981, p. 283). El cuerpo vivido desarrolla así mociones como el temblor, el escalofrío y el vello del cuerpo se erecta como señal de alerta. Pero, a la vez, puede advertirse una fascinación y una intriga, una suerte de fusión entre espanto y atracción, en la cual finalmente triunfa la necesidad de saber qué se esconde allí (Fuchs 2011, p. 171). La moción corporal característica de esta modalidad es también ambivalente: se trata de una picazón, un prurito, provocado por la presencia de algo que atrae nuestra atención, a la vez que queremos «quitarlo», «rascarlo» (Schmitz 1981, p. 293 ss.).
Estas consideraciones de Fuchs recuperan el análisis de lo Unheimliche emprendido por Freud en el clásico texto homónimo de 1919. Allí, el psicoanalista vienés sostiene que el término «unheimlich» no remite, simplemente, a la experiencia de lo «no-hogareño» –la que sería una traducción literal de la palabra– sino que designa, más precisamente, el devenir extraño de lo familiar. La duplicidad y la ambivalencia responde, para Freud, a la repetición en el presente de una fase anterior del desarrollo psíquico: «para la génesis de este sentimiento se requiere de la perplejidad en el juicio acerca de si lo increíble superado no sería empero realmente posible» (Freud 2013, p. 249). Es preciso que ocurra, entonces, una simultaneidad entre lo que se percibe como efectivo y la convicción de que eso mismo no puede, en verdad, estar teniendo lugar. De ahí que la ambigüedad sea un rasgo esencial de estos fenómenos. Freud concluye: «Lo Unheimliche del vivenciar se produce cuando unos complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión, o cuando parecen ser reafirmadas unas convicciones primitivas superadas» (Ibid., p. 248).
Ahora bien, el aporte de la teoría psicoanalítica al estudio del espacio intersticial no termina allí. Quizás la más amplia y profunda conceptualización de la dimensión espacial que se ubica entre el hogar y lo extraño sea el estudio del «espacio transicional» emprendida por el psicoanalista británico D.W. Winnicott. La espacialidad transicional refiere a una «tercera zona de experiencia» que entrelaza de manera inescindible tanto el mundo interior con el exterior como lo familiar con lo extraño y cuyo carácter paradojal debe ser tomado como un fenómeno positivo e irreductible (Winnicott 2013, p. 24). Si bien el espacio transicional constituye una dimensión esencial de la experiencia humana adulta, Winnicott destaca su importancia durante la infancia para el desarrollo subjetivo. En este sentido, la génesis de los fenómenos transicionales debe buscarse en los esfuerzos infantiles por abrirse al mundo desde la indiferencia primordial que lo une con la madre. El sujeto no percibe que el objeto que satisface sus necesidades posea una existencia independiente, sino que el bebé vive la ilusión de que el pecho de su madre es parte de él mismo (Ibid., p. 41). Esta ilusión tiene que ser fomentada en primer lugar por la madre, pero luego, si la madre es «suficientemente buena», tiene que desilusionar a su hijo. Este proceso, que implica la tarea nunca acabada de aceptación de la realidad, comienza con la sustitución del pecho de la madre –primer destino de las pulsiones objetales– por un objeto único que Winnicott denomina «objeto transicional». Este objeto, que funge como símbolo de la presencia de la madre –pues la vuelve presente en su ausencia–, está dotado intrínsecamente de un valor afectivo y, por ello, tiene la capacidad de portar consigo la familiaridad del hogar en lo extraño, donde el juego infantil tiene lugar de manera señalada. El acto de jugar, así, gana un papel genético en la constitución del mundo al abrir un espacio potencial en el que el sujeto puede desplegar, aunque sea simbólicamente, algo del control omnipotente sobre el mundo sin exponerse a su extrañeza. Más adelante, en la vida adulta, el juego infantil es sustituido por otras actividades, como la producción artística, la vida religiosa, la imaginación o el trabajo científico creativo (Ibid., p. 43). Gradualmente, entonces, los fenómenos transicionales infantiles tienden a incorporarse a la cultura común compartida (Ibid., p. 162).
Schmitz, a nuestro entender, parece reelaborar algunas de estas ideas en su teoría de la génesis de la persona pero recurriendo a una terminología más afín a la fenomenología husserliana. El autor se refiere, por un lado, al mundo propio en el cual las significaciones que circulan se encuentran en relación subjetiva y, por otro lado, a un mundo objetivo o neutralizado que aparece como extraño, sin un lazo subjetivo. El mundo que me es familiar se presenta, ya lo dijimos, como un horizonte habitual de sentidos y una tópica total, gracias a lo cual el horizonte de futuro se encuentra pre-delineado y es potencialmente determinable por anticipado. Si entro en un proceso de «desilusión» (Enttäuschung), es decir, un proceso en el cual las significaciones habituales se descubren como «ilusorias», lo familiar es arrastrado hacia el mundo de lo extraño. La desilusión es, para el autor, «un paso importante de maduración» (Schmitz 2014, p. 102), una instancia ineludible en la constitución de la persona y de sus caracteres individuales, que se condensa en una actitud «crítica» hacia lo dado. El ser humano, en tanto siempre situado en una «situación personal», pendula entre un ejercicio de emancipación y un ejercicio de regresión con respecto a la esfera propia y extraña. El espacio transicional, por su parte, parece ser el lugar donde la crítica a la normalidad del mundo familiar convive con el ejercicio de la creatividad en tanto manera de ir más allá de lo dado, por medio de un extrañamiento controlado y productivo.
La peculiar ontología de lo intersticial se advierte en la pregnancia de los sentidos intersubjetivos que moldean lo familiar y establecen el suelo de lo habitual y lo posible. Esto es, en la medida en que las tradiciones son sentidos heredados que no tienen su fuente en el sujeto individual, el mundo familiar se nos presenta como una atmósfera en la cual estamos embebidos, «siempre extendiéndose sin fronteras definidas hacia la amplitud que está siempre involuntariamente co-dada como trasfondo para nuestro cuerpo vivido» (Schmitz 1981, p. 292). La emancipación crítica del sujeto individual frente a los sentidos sedimentados en su medio cultural implica, por tanto, un extrañamiento frente a lo familiar. Es decir, así como para el sujeto infantil lo próximo e inmediato del pecho materno debe mostrarse como una realidad ilusoria a fin de ampliar los horizontes de objetos y sentidos de su mundo (hasta idealiter hacerlo coincidir con el mundo común de la intersubjetividad adulta), la habitualidad generativa, en tanto sedimentación silenciosa y pasiva de sentidos heredados, también debe ser sometida a crítica, si es que se pretende transformarla para adecuarla a las circunstancias presentes. El extrañamiento que hace de lo familiar algo ajeno no implica, sin embargo, ni una entrega total a lo desconocido ni el aniquilamiento de lo cercano, sino que se despliega en un espacio ambiguo, atmosférico y nebuloso, que incorpora elementos novedosos, sin por ello dejar de permanecer enraizado en el mundo familiar. Por esta razón, Winnicott señala que las actividades creativas se desarrollan en el espacio transicional, en la medida en que ni pueden estar determinadas por completo por el mundo familiar –pues, en tal caso, no habría creación de sentidos nuevos–, ni ser absolutamente extrañas –si lo que se pretende es incorporar nuevos sentidos y prácticas al acervo cultural común–.
Hemos intentado mostrar que el espacio habitado no se agota en sus aspectos extensionales ni en un sistema cerrado de sujetos y cosas, sino que también está ocupado por atmósferas que le confieren un carácter afectivo propio. El espacio habitado, según esto, es un fenómeno complejo integrado por varios niveles, donde las dimensiones extensionales –ya sean en su faz vivida u objetivada– se complementan con otras de carácter inextenso, en el sentido utilizado aquí. La naturaleza difusa de la atmósfera y su carencia de bordes precisos, a su vez, hacen de ella un enclave privilegiado para reflexionar tanto sobre las categorías de lo familiar y lo extraño como sobre los fenómenos que pueden surgir cuando lo familiar y lo extraño se entrecruzan. El espacio intersticial resultante, no puede reducirse ni a los polos del espacio habitado ni a una locación específica en el espacio objetivo. Emerge allí una lógica peculiar que vuelve comprensibles experiencias del habitar y del sentir que, aun siendo ambiguas e indeterminadas, son identificables y describibles fenomenológicamente. La constante oscilación del impulso vital cobra aquí especial importancia: en los espacios intersticiales operan a la vez las mociones de estrechamiento y expansión, pues es la primera dirección, propia del espacio familiar, la que finalmente abre el camino hacia lo que se encuentra más allá de él, adoptando simultáneamente la contradirección de retraimiento.
Fieles al espíritu fenomenológico, pudimos llevar adelante una descripción de los sentimientos como fenómenos atmosféricos. En este sentido, hemos implementado un abordaje que complementa distintos niveles de análisis: por un lado, la perspectiva generativa que nos permitió caracterizar las dimensiones estructurales del espacio habitado en tanto fenómeno intersubjetivo y, por otro, un abordaje en primera persona que posibilitó dar testimonio del entrelazamiento entre la emotividad, la corporalidad vital y sus disponibilidades prácticas en el sujeto individual. Finalmente, y pese a las diferencias profundas en términos metafísicos entre la fenomenología husserliana, que enfatiza el carácter inmanente y trascendental del análisis de la experiencia, y la fenomenología schmitziana, que pretende limitarse a un examen empírico de lo dado, el estudio comparado aquí emprendido se mostró fructífero para caracterizar dimensiones del espacio habitado que hasta ahora no habían sido elucidadas, o cuanto menos no lo habían sido en estos términos. Creemos, entonces, que esta línea de investigación que enfatiza la continuidad y los puntos de contacto entre las perspectivas cotejadas contribuye a la descripción de fenómenos complejos como el aquí estudiado.
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Andrés M. Osswald es investigador del Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina) y docente en el Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Líneas de investigación:
fenomenología del habitar considerada desde una perspectiva oikológica, fenomenología husserliana de la pasividad y estudios comparados entre la filosofía deleuziana, la fenomenología y el psicoanálisis.
Publicaciones recientes:
Andrés M. Osswald & Rafael McNamara, “Towards a Transcendental Philosophy of Spatiality: Husserl, Deleuze and Paliard on Non-extensional Spaces,” en Comparative and Continental Philosophy Journal 13(1), 2021, pp. 34-46, doi: 10.1080/17570638.2021.1911066
Andrés M. Osswald, “Revisiting the Dimensions of the Dwelling Space: An Oikological Study between Phenomenology and Psychoanalysis” en Tijdschrift voor Filosofie: Leuven Journal of Philosophy, 2023.
Micaela Szeftel es profesora en la Universidad Nacional de General Sarmiento (Buenos Aires, Argentina)
Líneas de investigación:
Fenomenología de la afectividad, filosofía de las emociones, fenomenología del cuerpo y teoría de los afectos.
Publicaciones recientes:
"El problema de la inmanencia en Michel Henry. Una interpretación trascendental a partir del análisis de los sentimientos", en Anuario filosófico, 55/2, junio 2022, pp. 329-357. ISSN 0066-5215, ISSN-e 2173-6111.
“Pensar los afectos y lo social a partir de Heidegger. Los ecos de la Befindlichkeit en el giro afectivo”, en Diferencia(s). Revista de teoría social contemporánea, 12, junio 2021, pp. 105-116. ISSN 2469-1100.
Email: micaelaszeftel@gmail.com
1 Las obras de Husserl se citan según la convención habitual, consignando el volumen de las obras completas en números romanos –abreviada como “Hua” por “Husserliana”– seguida por la página en números arábigos. En la bibliografía se especifica el nombre completo de las obras citadas
2 Se recoge la traducción al castellano de Antonio Zirión Quijano de Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Libro segundo: Investigaciones fenomenológicas sobre la constitución (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica) y se consigna su paginación a continuación de la referencia de Husserliana.
3 Elegimos traducir el término alemán «Regung» por «moción» ya que esta palabra –si bien de uso restringido en castellano– recoge el doble sentido de movimiento (incluyendo aquellos que no son observables según criterios de la física) y de afecto o emoción que caracteriza su uso en el texto original. Ver: https://dle.rae.es/moción (consultado el 26.07.2022).
4 Sobre la constitución inmanente de la sensación ver, por ejemplo: Osswald, A. «Fenomenología de la sensación. Un estudio sobre los Analysen zur passiven Synthesis de Husserl», Themata. Revista De Filosofía, 56, pp. 61-82.
5 Salvo indicación contraria, todas las traducciones son propias.
6 En este sentido, parece necesario matizar las afirmaciones que se encuentran en gran parte de la literatura sobre el efecto «contagioso» de la atmósfera afectiva (Papacharissi 2015; Gibbs 2010; Hatfield, Racioppo y Rapson 1994). Pues, si bien las atmósferas pueden alcanzar y transmitirse a varios individuos, multiplicando su intensidad, no lo hacen siempre de igual modo y con el mismo impacto.
7 Por cierto, la colocación habitual en alemán es: «eine Atmosphäre herrscht», es decir, «una atmósfera reina».
8 Janet Donohoe ejemplifica este fenómeno con el caso del viajero que se propone cruzar la calle en un país donde el tránsito va en la dirección contraria a la de su mundo hogareño, de manera que el hábito firmemente asentado en el mundo familiar de mirar primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha (o viceversa) manifiesta su inadecuación para el mundo extraño (Donohoe 2014, pp. 65-66).
9 Existen varias traducciones al castellano del sustantivo «Unheimlichkeit» y de su adjetivo asociado «unheimlich», entre ellas, «siniestro» (López Ballesteros) y «ominoso» (José Etcheverry). Sin embargo, creemos que en este contexto es preferible conservar la palabra en su idioma original, puesto que así se mantiene la referencia a lo hogareño con lo cual este artículo dialoga.
© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº2 (2023), pp. 141–160. ISSN: 1136–4076
Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras
Campus de Teatinos, E–29071 Málaga (España)