Despedir lo trágico.
María Zambrano y lo divino

Say goodbye to the tragedy.
Maria Zambrano and the divine

Guillermo Sergio Espinosa Proa

Universidad Autónoma de Zacatecas (México)

Recibido: 04/07/22 Aceptado: 23/01/23

RESUMEN

Este artículo aborda el problema de las relaciones entre lo trágico y lo divino tomando como referencia fundamental el libro de María Zambrano escrito originalmente en 1955. Es una de las defensas más lúcidas de la religión cristiana, siempre en guardia contra la forma mítica de concebir el mundo. El supuesto subyacente es que los dioses de la mitología son productos humanos, mientras que, a la inversa, el Dios cristiano crea a los hombres. Aquí se propone una crítica a esa posición. No hay forma de conjurar el delirio, porque el hombre es, y lo es constitutivamente, siniestro, intemperie, desviación. La topografía de lo divino es delirante no porque se esté, en ella, fuera del Uno, sino justamente por esa ansia de identidad y de presencia que nunca se cumplen. El remedio es el peligro: la estrategia del alma.

PALABRAS CLAVE

Palabras clave: María Zambrano,
Dios, mito, tragedia, cristianismo

ABSTRACT

This article addresses the problem of the relationship between the tragic and the divine taking as a fundamental reference the book by Maria Zambrano originally written in 1955. It is one of the most lucid defenses of the Christian religion, always on guard against the mythical way of conceiving the world. The underlying assumption is that the gods of mythology are human products, while, conversely, the Christian God creates men. A criticism of that position is proposed here. There is no way to ward off delirium, because man is, in a constitutive way, sinister, outsider, deviation. The topography of the divine is delusional not because one is, in it, outside the One, but precisely because of that longing for identity and presence that are never fulfilled. The remedy is danger: the strategy of the soul.

KEYWORDS

Keywords: María Zambrano, God, myth, tragedy, Christianity

  1. Adiós a Hegel

    ¿Qué pensar de María Zambrano? Está claro que, para comenzar, no es posible tomársela a la ligera. Es un testigo imprescindible, inevitable, del siglo XX. Lo primero que se da a ver es la naturalidad con que aborda las cosas; nada más ajeno a ella que la «angustia de la creación», aun si ha de reconocer cierto rubor ante la perspectiva de su entrega al público: la escritura no es para, sino prenda de soberanía. Se escribe –si se ha de escribir– sin temor y sin esperanza. Tampoco es que se encuentre ausente el «trabajo de parto», pero en María Zambrano los escritos, incluso los más íntimos o esotéricos, parecen ser alumbrados sin dolor. Con ella ocurre que nos sentimos, antes que en acuerdo o desacuerdo, arropados por su generosa proximidad. La percibimos, casi siempre, muy cerca; como si nos hablara al oído. Pero esta cercanía es engañosa: su voz, aunque entrañable, viene desde el abismo del tiempo; desde un horizonte donde cabemos todos y no cabe ninguno. ¿Qué lugar es ese? No es, por descontado, el sitio de la Historia. Allí se vive, pero desde hace relativamente poco. El hombre y lo divino (2020) arranca de una confrontación con Hegel, el filósofo de la Historia; cristiano, sin duda, pero pagano también porque en su relato el individuo sólo alcanza el estatuto de máscara del Logos.

    El Dios de Hegel es el Dios del Nuevo Testamento, mas no quiere hacerlo desmerecer ante las exigencias de la filosofía. La consecuencia es ambigua: Dios se conserva, pero ha perdido su pathos para el individuo. Se ha logificado, lo que en términos prácticos equivale a convertirse, no en el consuelo de un hombre desvalido, inerme y humilde ante sus dioses, sino en el Monolito Impertérrito de la Historia. No es Dios; se trata solamente de un ídolo que se adora en su lugar. Cierto que no es un relevo arbitrario; la época que vive Hegel está convencida de su dominio de la naturaleza y de su madurez para afrontar cuanto se precise para asegurar al hombre en su nicho central. Si Dios es el Hombre, nada hay por encima de él. Nada que sea distinto al hombre y frente al cual lo único por hacer sería la prosternación. Pero, cuidado, no es el individuo humano: es su absorción dentro de un aparato impersonal que, sin ser Dios, se conduce como tal. La emancipación del hombre es ambigua, porque para garantizarla es necesario que se invista de aquello de lo cual imagina haberse emancipado. Hegel es cristiano, sin duda; pero su cristianismo es tal vez demasiado moderno. El Hombre ha devorado a su Dios, lo ha interiorizado a un extremo asombroso: Dios ha cesado de estar afuera, en la Trascendencia, pero también ha dejado de habitar en el corazón del individuo: al pasar a la filosofía, se ha transformado en Historia:

    Era la revelación del hombre. Y al verificarse esta revelación del hombre en el horizonte de la divinidad, el hombre que había absorbido lo divino se creía –aún no queriéndolo– divino. Se deificaba. Mas, al deificarse, perdía de vista su condición de individuo. No era cada uno, ese ‘cada uno’ que el cristianismo había revelado como sede de la verdad, sino del hombre en su historia y, aún más que el hombre, lo humano. Y así, vino a surgir esta divinidad extraña, humana y divina a la vez: la historia divina, más hecha, al fin, por el hombre con sus acciones y padecimientos. La interioridad se había transferido a la historia y el hombre individuo se había hecho exterior a sí mismo. Su mismidad fundada en la verdad que lo habitaba quedaba ahora transferida a esa semideidad: la historia. Deidad entera como depositaria del espíritu absoluto, deidad a medias porque, como los dioses paganos, estaba creada, configurada por el hombre (Zambrano 2020, p. 32).

    El diagnóstico ha sido emitido: intentar hacer del Dios de la fe un Dios para filósofos ha resultado un desastre para ambos, porque se le ha reemplazado por una deidad híbrida, a medio camino entre los hombres y los dioses paganos.

    El supuesto subyacente es que los dioses de la mitología son productos humanos, mientras que, a la inversa, el Dios cristiano crea a los hombres. En ningún momento, Zambrano se advierte con la menor disposición a discutir semejante argumento. Pero es algo que casi de inmediato asalta al espíritu. Negarse a considerar al Dios cristiano como un producto tan humano como los dioses olímpicos no precisamente delata un gesto filosófico. Se torna casi imposible seguir avanzando, porque desde el mismo principio el discurso adopta un cariz eminentemente religioso. No obstante, la crítica al paganismo se puede volver con mucha facilidad en contra del cristianismo: si hay una religión que haya divinizado al hombre, como individuo y como sujeto social, es ésta. Sólo en ella se produjo un Hegel, un Comte, un Marx. Zambrano no comprende, por supuesto, a Nietzsche; supone, entre otras cosas, que el Übermensch es un sustituto de Dios: más de lo mismo. Equivocada o no, la malagueña se lamenta de una transferencia nefasta: en vez de persistir en la imitación de la Ciudad de Dios, se ha creído en la perfectibilidad infinita de la Ciudad de los hombres. La Trascendencia ha sido anulada y en su lugar aparece la fe –fanática– en el futuro. Algo que ya se anunció en Descartes: Dios continúa siendo el sostén del mundo, pero el Ego Cogito puede en adelante encargarse, sin ayuda, bastante bien de él.

    Con esto se verifica otra reducción: del hombre importa más su conciencia que su cuerpo. Es el nacimiento del Idealismo, cuya crítica ha sido, en España, hecha en gran medida por Ortega y Gasset. La de María Zambrano es una continuación; los alemanes se han mostrado siempre entusiasmados por el intelecto. No es casual que su Dios se haya metamorfoseado en el ídolo de la Historia, que devora a los individuos a fin de cumplir sus –muy superiores– designios. Ella no se encuentra tan alejada de Huitzilopochtli (y nuestra filósofa, refugiada en estas tierras, no tiene el menor empacho en concederlo). Europa ha retornado a la barbarie, de la que las religiones mesoamericanas son muestra fehaciente. Se ha extraviado porque ha perdido su vínculo con un Dios Trascendente. A cambio, ha empeñado su alma en la ilusión de la Historia, que entretanto se ha vuelto inexpugnable. ¿Hay salida? Primero, la confesión. Segundo, el arrepentimiento. Tercero, el propósito de enmienda. ¡Nada nuevo bajo el sol! El hombre tiene que reducir su espacio, devolverlo a Dios. No hay más. Recordar que un día fuimos dichosos y desandar lo andado. ¿Aún hay tiempo para ello? ¿Quién querría hacerlo? No se ve, por lo pronto, para qué sería útil la filosofía; para Zambrano, de acuerdo con su diagnóstico, lo único legítimo sería retornar a un cristianismo beatífico. Sólo así podría dársele otra vez lugar a lo divino. Tanta seguridad espanta. Pero, ¿de eso se trata? ¿De anular o sepultar la Ilustración? Cada vez nos resulta, la verdad, ante la posibilidad de radicalizarla, mucho más difícil aceptarlo.

  2. Adiós a lo sagrado

    En lo sagrado es reconocible un factor oscuro que desaparece cuando se da paso a lo divino. Desde ciertos puntos de vista, este paso constituye un progreso. A lo divino podemos nombrarlo, conferirle identidad, perfil. Esto significa que los dioses permiten pasar de la angustia o zozobra que provoca lo sagrado a la devoción debida a lo divino. Pero resulta imposible negar que en este tránsito se pierde algo esencial, algo que en principio ni siquiera puede ser propiamente tematizado. Y bien, de eso se va a tratar aquí. Se desliza de una incómoda indeterminación a una claridad inseparable del sosiego del alma. No es cuestión de saber qué es realmente lo que hay –y lo que no–, sino de localizar y experimentar un refugio o un amparo, porque el ser humano se halla de pronto en medio de un mundo demasiado abigarrado y, en general, amenazante. Sería similar a dar un paso de lo que simplemente existe a lo que debería existir; en otras palabras, a negar lo real en nombre de lo ilusorio. ¿Qué consecuencias –previsibles e imprevistas– tiene esto? El riesgo evidente es, en primer lugar, el fanatismo; la gente cree (o se administra) cualquier cosa que disminuya su ansiedad; una vez en posesión del remedio, no hay manera de quitárselo. En términos religiosos, tal movimiento se antoja irreprochable; pero es difícil no distorsionar con ello la inclinación filosófica. La filosofía no puede darse por satisfecha si algo existe, básicamente, porque proporciona consuelo. Es filosófico –es decir, saludable– sospechar de tal mejora aparente. Sin embargo, tras una mirada más atenta, la búsqueda del concepto no está libre de la misma sospecha; la filosofía también busca una pacificación, una tregua. Su arma es el argumento, que probablemente primero es un exorcismo dirigido a un real excesivo aún si no necesariamente hostil.

    En El hombre y lo divino, María Zambrano sostiene que no habría posibilidad de conceptos si antes las imágenes de los dioses no nos suministraran un recorte o una figuración de las cosas. No es que los conceptos sean innecesarios; pero aparecen después que lo real es cernido –y discernido– por las concreciones y determinaciones de los dioses. Permanecemos con esta formulación muy cerca de la de Hegel, que, con todas las diferencias que queramos, se presenta como una lógica de relevos: lo que ya no da el arte lo proporciona la religión, y el final de ésta es asumido por la filosofía. Zambrano habla de los dioses como fuerzas plásticas que luego serán adoradas y después convertidas en fuerzas y leyes naturales. Pero el orden de precedencia es inflexible. En cuanto a su idea central, uno tiene que agradecer la franqueza; aún sin decirlo abiertamente, el punto de arranque es paulino. «En el principio es el delirio» significa que no hay, en el ser humano, un interés puramente teórico: el individuo pasa del delirio de persecución a la posición de perseguidor –y de ahí a la resolución o a la conversión. De sentirse perseguido por la inconsciencia o lo desconocido hay un tránsito necesario a la obediencia a una imagen o a una forma de ser. Mejor ser cristiano que abismarse en lo indeterminado. Ni perseguido, ni perseguidor: seguidor. Una fórmula acaso demasiado gazmoña de ser humanos. Es como no querer abandonar nunca, ni por accidente, ni por juego, ni en virtud de una fuerza mayor, nuestra zona de confort.

    Lo sagrado es, por el contrario, inhabitable. Nadie puede vivir allí. Nadie humano; lo sagrado es el sitio que no es producto del trabajo de los hombres: allí estaba antes, allí estará después. No queda claro si es ineludible huir de ello. No queda claro si lo sagrado debe forzosamente ceder su sitio a lo divino; si es mejor que así sea. Hay algo desagradable e inconvincente en suponer que lo desconocido ha de producir naturalmente la noción de un propietario, de un Gran Amo y Señor de todas las cosas. Zambrano habla de la historia de Occidente como si todas las civilizaciones obedecieran una misma lógica. Habla de «el Hombre» pero no se trata de una abstracción universal sino de una generalización teñida de cierta parcialidad, de una ilegitimidad de base. Como si, por ser hombres, pasara por fuerza lo mismo y se sucedieran, una tras otra, las mismas fases. Se deslinda de Hegel, asegura, pero aplica su misma lógica. No es posible, por caso, vivir sin trabajar; lo dado es inhóspito. Cita a Max Scheler para justificar el carácter extranjero o foráneo de nuestra especie. Es natural imaginarse un dios o una multiplicidad de dioses para sentirse en casa. Esto es un mito, sin duda, pero que lo sea no debería movernos a rechazarlo por sobradas razones científicas. Sería impropio e injusto hacerlo. Pero hay de mitos a mitos. Aquellos de los que parten los idealistas alemanes pertenecen a una familia cuya universalidad en modo alguno podemos dar por descontada. Es preciso someterlos a escrutinio, y para ello no necesitamos blindarnos con la racionalidad científica, o, si lo hacemos, deberemos proceder con extrema cautela. La ciencia tiene más de un punto de contacto con la teología, pero no parece oportuno demorarse por el momento en eso. Más urgente es advertir que María Zambrano no da muestras de moverse en otro espacio mítico que el ocupado por Hegel: la esencia humana como negatividad, la extranjería como afectividad básica, la indigencia originaria, el movimiento trinitario de sentirse perseguido, perseguir y terminar siguiendo, etcétera. En el fondo, la emancipación de la naturaleza, su trazado de fronteras. De acuerdo con su interpretación, la invención de los dioses es fruto no de integrarse arduamente en una naturaleza, en general, desdeñosa, sino de intentar huir de ella. El trayecto psico–histórico que esboza no difiere de la fenomenología del Espíritu ideada por Hegel. Es una variante de la dialéctica del Amo y del esclavo, pero remitida en primer término a la relación con la naturaleza.

    Zambrano la ubica en la casi insuperable oposición entre el terror y la gracia. Casi. La imagen del dios corona un dilatado movimiento en el que el dolor, las tinieblas y la desesperación cavan su cauce. El hombre crea a sus dioses para tranquilizarse; son el símbolo final de un esfuerzo de pacificación, de una necesidad de alianza o pacto. Los celestes pueden entablar un diálogo, o al menos pueden dirigirse a ellos las preguntas más acuciantes. Antes de su aparición, dice la malagueña, no hay a quién formularlas. En lo sagrado nunca se ofrece la ocasión de hacerlo: no existe un quién. Los dioses iluminan, disipan en parte la oscuridad, reducen la noche. Permiten, según esta lectura, transitar del terror pánico a la gracia divina. No es que sea menester descubrir y enseguida denunciar la falsedad de visión semejante, sino de identificar su estructura y comprender que ella trasmina toda una concepción del mundo frente a la cual se destacan otras, igualmente verosímiles o quizá menos alambicadas o retorcidas.

    La estructura que es posible discernir bajo el yeso y el cemento de nuestra civilización es el rechazo a una pertenencia radical del ser humano a la naturaleza. Somos –y no somos naturaleza; he ahí una nervadura extremadamente sensible. Si no lo somos, podemos servirnos impunemente de ella, convertirla en fondo de provisión, en materia prima. Podemos hacer de nuestros cuerpos masas relativamente obedientes a los ideales diseñados para incrementar su eficiencia, su rendimiento, incluso su duración media. A la naturaleza no la hicimos nosotros, o al menos es lo que se ha creído durante milenios, pero un Ser Todopoderoso la ha creado para nosotros. En este vínculo instrumental se puede discernir la estructura subyacente a la Metafísica, al Cristianismo, al Humanismo, a la Razón Científica... Pero no ha sido contestada la pregunta verdaderamente acuciante: ¿qué se ha perdido, para un ser humano, o para una civilización, entre el ocaso de lo sagrado y el amanecer de lo divino?

  3. Aprendizaje del sufrimiento

    Se ha ganado, por lo menos en apariencia, mayor control. La pregunta apacigua de inmediato la sofocación de la soledad. Ya no nos sentimos tan abandonados en medio de un mundo del que no tenemos la más mínima noción de su sentido o razón de ser. Podemos darle salida a la angustia preguntando. Pero, ¿por qué a un dios, se llame Apolo o Jehová? Ni en China, ni en la India, ni en Mesoamérica se inventan dioses para que respondan a nuestras preguntas, sean o no mezquinas. Sólo en Israel y Grecia. ¿Se debe a la índole de esta interrogación? La pregunta es por lo que somos, no por lo que es, y eso supone una conciencia avanzada. O, para decirlo correctamente, una conciencia del fracaso de ser hombres:

    Ninguna edad de oro real ha precedido al camino de la desventura en el ‘valle de lágrimas’. Y así, este desgajamiento del alma, la pérdida de la inocencia en que surge la actitud consciente, no es sino la formulación, la concreción de una larga angustia, de este delirio persecutorio (Zambrano 2020, p. 53).

    Nada que objetar a este punto de partida; sólo comprender que no es el único. ¿Aprender padeciendo? Zambrano está muy lejos de Aristóteles al dar por supuesto que la actitud inquisitiva del ser humano brota de la desgracia y no de la mera curiosidad. Alguien que experimenta la felicidad no tiene necesidad alguna de cuestionarse acerca del modo de ser de las cosas. Hay pregunta porque la expectativa choca con un muro. La pregunta, dice Zambrano, nace de una queja, de un reclamo. Prometeo en los griegos, Job en los hebreos: ¿por qué yo? Pero antes de ello, los griegos verán desarrollarse una contienda entre los inmortales; tienen que humanizarse, sufrir con ellos. ¿Tienen que? El proceso de humanización de lo sagrado continúa, inexorable, con los dioses, cuya figuración ya es un enorme signo de ello. Zambrano no tiene que tornar verídico lo para ella verdadero, lo de por sí evidente. Nadie puede habitar lo sagrado porque allí no hay nada humano de lo cual echar mano o a lo cual aferrarse, nada kantiano qué esperar. La religión es una región que nos aleja –que nos salva– de lo sagrado. Los dioses no son sus guardianes o sus habitantes, sino los soldados que se apuestan por fuera de la fortaleza de lo desconocido, en su perímetro, e impiden todo acceso a su interior.

    La batalla se produce entonces entre lo humano –de lo que se cree que puede saberse y emplearse todo lo esencial– y lo no humano –como amenaza, como zona hostil, como indisponibilidad radical. El mundo se parte en dos, y no precisamente por motivos pertenecientes al mundo, sino en obediencia a una exigencia enteramente humana. Necesitamos que alguien responda. El problema no es que ese alguien sea, sin remedio, completamente ficticio, sino que se imponga como una razón moral merced a la cual podría hacerse frente a un mundo decretado de antemano –aunque existan buenos motivos para ello– como adversario del hombre. El mundo es puro deseo, pero, ¡ay!, no coincide con el deseo humano. No hay que ser Nietzsche para advertir en este conflicto el origen de la moral. Luego ya no será tan complicado seguir la pendiente de la historia. Zambrano se adapta con fluidez a ella, sin la menor señal de resistencia, a pesar de asegurarnos desde el principio que se ha convertido en un nuevo ídolo. Son formas de alergia a lo sagrado, o de repudio patológico a lo real: la ilusión es más fuerte que el deseo de ver. Nada bueno –ni para el hombre ni, menos todavía, para el mundo– podría preverse de semejante rechazo. Es la reacción reputada de las avestruces.

    Porque, ¿a quién echar la culpa de esta desavenencia fundamental, sino a un dios, o a una familia de ellos y a sus interminables rencillas? Hay religión –hay dioses y Dios– porque el hombre muere y se enferma, o en virtud de que sufre y se acongoja; de ser feliz, no tendría necesidad alguna de ella. Eso lo han afirmado muchos filósofos, desde Lucrecio hasta Montaigne y desde Spinoza hasta Santayana. Debido a esta premisa resulta imposible, por desgracia, discutir; o se celebra la existencia –o nos lamentamos de que no sea lo que (desde un mundo ideal: ilusorio) quisiéramos. El diálogo, de haberlo, es infructuoso; se levanta una barrera entre ambos partidos, pues habría infinidad de argumentos para nutrir a uno y otro. Pero si pensamos que la felicidad no es un valor sino el modo básico de ser del existente, los argumentos saldrán sobrando. Los dioses, también. Tal vez todo depende de que la tristeza, sin declararla nula, no venza. En todos los pueblos es posible reconocer un lado desvalido y sufriente. Al invocar a Prometeo, Zambrano elige ese semblante de los griegos, y no debe extrañar que haga lo propio con el Job judío. Se puede adivinar el siguiente –obligado– paso: Cristo. Pues no basta con que lo sagrado –el caos– se disuelva ante el avance de los dioses, sino que éstos se vuelvan cada vez más humanos, es decir: no más inteligentes y poderosos, sino más compasivos. Al dios griego le hace falta sufrir con y por nosotros: y esta exigencia la vemos insistiendo desde un fundador de religiones como San Pablo hasta un postmarxista revolucionario como Slavoj Zizek. Es, sin duda, la corriente principal, el mainstream de esta civilización.

    Los dioses deben entender y aceptar que los seres humanos dispongan de un espacio propio a fin de no solamente subsistir sino de prosperar y, en el límite, de comportarse como Señores. El sacrificio es descrito por la malagueña como una transacción con los dioses cuyo propósito no es quedar bien con ellos y darles lo que merecen, sino burlarlos para que permitan que el hombre posea un sitio dentro del cual desarrollarse. El sacrificio coacciona al dios para que se haga presente. Con ello, el hombre experimenta un cambio cualitativo: es abstraído lo inmediato para que otro orden de realidad impere por unos breves instantes. Ese otro orden es lo real de verdad, en referencia al cual este mundo, caracterizado por la impermanencia, el azar y la inanidad, se desvanece. Existe otro mundo, pero lo decisivo no es tanto familiarizarse con él como juzgar, desde su inmarcesible altura, la indigencia y banalidad de éste. Ser humano consiste en inventar dioses para que gracias a ellos nos enteremos de que hay un real por debajo del tiempo, un real independiente del tiempo. «Y es que la vida humana se ha desarrollado en dos planos, por lo menos, que corresponden a dos modos de sentir el tiempo, más exactamente al sentir el tiempo y al sentir su anulación» (Zambrano 2020, p. 59). Es real cuando el tiempo puede ser declarado engañoso e ilusorio. Es real, en consecuencia, a partir de la invención de los dioses, nunca antes de ellos. Pero, por extensión, resulta prácticamente igual de real el orden profano del tiempo cotidiano, aunque obviamente supeditado a la realidad de lo sagrado, donde se decide absolutamente todo. Lo real tiene, así, para el hombre, un centro y una periferia; un centro sagrado y una periferia profana, auténtico territorio, éste último, de los hombres.

    Imposible objetar esta concepción; necesitamos a los dioses para intuir un ámbito intocable, pero nos hace falta un Dios a fin de hacer del mundo algo que sirva de algo, algo de lo cual podamos echar mano sin contemplaciones.

  4. Adiós a los griegos

    A una escritura tersa e inspirada como la de María Zambrano con frecuencia la acompaña una cierta decepción: adivinamos que algo importante se pasa por alto cuando se nos hace saber, prácticamente sin posibilidad de apelación, que la aparición de los dioses griegos son una aurora –del pensamiento, del espíritu, de la conciencia–, pero que, al mismo tiempo, solamente alcanzan el valor de una prefiguración. Ellos tienen que dar lugar a una imagen más humana, o, quizá, más completamente humana. Es decir: sí, Dioniso, naturalmente, pero, ¿por qué no Cristo? Nosotros preguntamos: ¿por qué aún no? Nunca habrá ocasión de negar resueltamente la Cruz de nuestra parroquia. Como si la sustitución de los dioses librados a la irresponsabilidad ética por un Dios preocupado seriamente por su Creación fuera un progreso imprescriptible, exento de discusión. Eso, al menos, estaría por verse. Zambrano lo expresa como una identidad entre la esperanza y la verdad. No existe la una sin la otra. Esperanza de salvarse de la caverna, que para nuestra filósofa representa la tiniebla sagrada. Esa es, según esto, la verdad. Pero, a pesar de su indudable fuerza, quizá no sea toda la verdad. No nos convence del todo el paso de la poesía, que mantiene con lo sagrado relaciones más tensas y de mayor afinidad, a la filosofía, que en cierto momento –el momento platónico– parece decidida a darle la espalda.

    Cierto que lo sagrado no es del todo habitable por los humanos, pero, ¿qué ha ocurrido al declararlo enteramente vedado? La fusión entre filosofía y poesía encuentra lugar entre Anaximandro, Parménides, Heráclito y Empédocles. Platón rompe el hechizo. Es tanto como decidir que, dado que ignora (en su sentido activo) el silogismo, es decir, el poder del discurso, no hay pensamiento alguno en la música. Algo hay de excesivo, de espantado, en ese gesto. No alcanzamos a ver qué es exactamente lo que ha pasado. Zambrano defiende su hipótesis, en cuya premisa es imposible no estar de acuerdo: la diferencia entre la poesía y la filosofía depende de la relación que ambas establecen con lo sagrado. Pero, cristiana, nuestra filósofa declara que lo mejor, sea cual sea nuestro punto de partida, es deshacerse de lo sagrado para respirar en la –luminosa, no numinosa– atmósfera de los dioses. Esto no quita que sean páginas hermosas, aun si no libres de ambigüedad. El ápeiron es el hallazgo filosófico de la realidad a la que sin remedio se remite la poesía. Pero el pasaje en cuestión es oscuro:

    En forma esquemática se puede decir que la poesía extrajo las formas de los dioses y sus historias sin hundirse previamente en ese fondo oscuro del ápeiron, mas presente en la poesía trágica para la cual el ápeiron resulta claramente insuficiente, pues que se trata del fondo, no sagrado sino divino, dejado intacto por los dioses, del Dios desconocido. La poesía lírica será el sentir, el sentir irreductible del tiempo y del amor que corre su suerte. Mientras que la filosofía que descubre la realidad sagrada en el ápeiron no descansa hasta extraer de ella lo divino Unitario; la idea de Dios (Zambrano 2020, p. 96).

    Al cabo, la filosofía olvida el fondo oscuro y se ocupa de Dios, sellando su destino –y el de la civilización. Entre el fondo oscuro y Dios, Parménides ha propuesto el Ser. A la filosofía termina por subyugarla el Uno. Lo que ocurre entre Parménides y Anaximandro no deja de llamar poderosamente la atención de la malagueña: en el primero, una inspiración poética –una revelación– conduce a un hallazgo filosófico, el Ser–Uno, mientras que en el segundo, exactamente a la inversa, una reflexión filosófica desemboca en un encuentro poético: el ápeiron.

    Si Sócrates fue acusado de impiedad, lo ha sido por hacer a un lado a los dioses a fin de darle sitio a Dios. La ambigüedad reside principalmente en la valoración positiva de esta transformación de lo sagrado –del fondo oscuro, oculto, caótico, abismal– en lo divino, cuando uno esperaría una valoración positiva de la poesía, que sabe que sin mantenerse en la proximidad de lo sagrado perdería toda su fuerza. Zambrano lo ve, pero acaso su fe no le permite actuar en consecuencia. Es, antes que en la Revelación, fe en el poder del lógos. La palabra pertenece a la luz, como la música pertenece a la oscuridad. Se establece aquí, por un lado, un nexo muy fuerte entre el aristotelismo y la revelación cristiana, que consiste, como sabemos, en poner al hombre en el centro de todo. Pero lo fundamental en la fe de Zambrano se halla en la actitud de la que arranca: «Errar y padecer parece ser la situación primera en que la criatura humana se encuentra cuando se siente a sí misma» (2020, p. 132). Es cierto, pero sólo si atendemos al tronco del judaísmo que andando el tiempo dará lugar al cristianismo. El sufrimiento y la errancia son sus signos mayores. Eso es humano, sin duda, pero no lo humano per se. Una vez más, equivale a tomar el todo por la parte. No debe extrañar la desembocadura de esta travesía: un Dios paulatinamente más servicial.

    El de Aristóteles no puede dejar de ser aún un Dios gélido porque es un Dios sin meta alguna. Un Dios pensado, no sentido. No sirve, porque el hombre, de acuerdo con la andaluza, lo que busca es sentido, orientación, justificación, finalidad. No puede simplemente existir. Pero hay algo que hace que este Motor Inmóvil avasalle al Dios pitagórico: a diferencia de Cronos, que sólo devora cuanto engendra, éste, después de todo, confiere un sentido al ser. Hasta cierto punto, lo divino en Aristóteles no exige sacrificio alguno; pero, para los pitagóricos, representa el extremo de la impiedad. La ambigüedad se halla en el propio pitagorismo, pues se ubica en la base de la filosofía impidiendo que ésta crezca y se desarrolle a plenitud. Si sospecha del lógos, del discurso, no podría ser de otra forma; no hay filosofía en su ausencia, y la intuición de Pitágoras remite a un universo hecho no de palabras sino de ritmos, a una armonía sin cuerpos. En ella, en cualquier caso, se sostienen y flotan los cuerpos; muy distinta de la idea de sustancia en Aristóteles, pensada para satisfacer la exigencia platónica de salvar las apariencias. La sustancia se aleja de lo sagrado como la criatura lo hace del útero. Pero, antes que ella, como vemos, hace acto de presencia la música. Ella no aparece para explicar o definir nada; nace para hacerle frente a la muerte, para anular el tiempo:

    La música nació para vencer el tiempo y la muerte, su seguidora. Lo que se revela y se hace accesible por la música son los infiernos del tiempo de la naturaleza, del alma entre la vida y la muerte, que hubo de atravesar para saberse a sí misma y ponerse a salvo. El simple sentir del tiempo es ya infernal (p. 108).

    ¿Lo es? ¿En qué sentido? ¿Debido a que nadie se resigna a ser mortal?

    Sea como fuere, para Zambrano es preciso escapar del embrujo del tiempo, de su paso sin esperanza, de su carácter infernal (es decir, mortal). La música no cae del cielo, emerge del infierno. En este respecto, es la más inhumana de las artes. Y de ahí la ambivalencia del pitagorismo, que es la última de las sabidurías y la primera de las filosofías. Tenía que ser vencida por el aristotelismo, cuyo dios proporciona mayor consuelo; posee ya un arco completo que permite intuir el final en su principio mismo. En definitiva, hay tiempo por algo, y ser hombres significa hacer con él algo de provecho en lugar de gemir y lamentarse. Las condiciones se han dado ya para que aparezca, ¡ay!, la religión del Hombre.

  5. Colofón

    La secularización es el traspaso de contenidos y símbolos sobrenaturales a un ámbito mundano. El no–tiempo es temporalizado. La civitas Dei, empalmada, emparejada con el sórdido mundo de los hombres. Un traspaso prolongado, accidentado, no poco azaroso, que encuentra en Hegel un potente reflejo –espejo– conceptual. El lugar de lo divino es –históricamente– ocupado por la Historia: en ella y por ella se produce el despliegue del Espíritu. En la modernidad, la historia no tiene que justificarse: ella es el lugar natural de todas las explicaciones. Es menos un problema que el espacio de todo problema –y de toda solución. La explicación de la política, del arte, de la religión, de la historia misma, se produce en el terreno de la historia. Ella designa el ámbito de aparición de toda verdad, el espacio de inteligibilidad de la experiencia, la superficie de inscripción de todo aquello que emerge y es desflorado, que desaparece o se extingue. Cuando es elevada a deidad, se ha desvanecido, en suma, el problema de la historia (Vitiello 1988, pp. 13–54). Divinización de la acción –de la Gesta– humana, y, en reciprocidad, profanación de lo sacro. La filosofía de la religión consumada es, en Hegel, la revelación de lo humano –en tanto, y sólo en tanto, que Espíritu. Deificación de lo humano y de su historia, que, también a la recíproca, determina un vaciamiento del individuo concreto, que transfiere –no sin extático entusiasmo– toda su verdad interior al horizonte de la historia.

    Esta deificación de lo humano –tesis defendida por Zambrano y también, como se sabe, por Alexandre Kojève en su Introducción a la lectura de la Fenomenología del Espíritu– no debería ocultar la complejidad del problema. No sólo porque Hegel es menos ateo que «teándrico» –afirmación de la co–pertenencia de lo humano y lo divino–, sino porque la historia pertenece a la esfera del espíritu objetivo, allí donde el tiempo no ha sido, como en la religión, asumido –suprimido y conservado– por el Espíritu Absoluto. Por ello, más que de una divinización del hombre y de su historia, habría quizás que hablar de una idolatría del progreso histórico. Extraña inversión, extraña reversión, porque lo que caracteriza a este despliegue en donde lo sagrado es progresivamente humanizado, no es otra cosa que la persistencia del sacrificio. En el dios de los tiempos modernos –en la Historia– se conserva, más efectiva que fantasmática, la exigencia de la destrucción ritual: es el individuo, una vez más, lo que el (nuevo) dios reclama a fin de que su propia flama se salve de la extinción. El dios–humano, la revelación de lo humano, la apoteosis de lo humano, coinciden exactamente con la destrucción –sacrificial– de lo humano:

    Lo divino eliminado como tal, borrado bajo el nombre familiar y conocido de Dios, aparece, múltiple, irreductible, ávido, hecho ‘ídolo’, en suma, en la historia. Pues la historia parece devorarnos con la misma insaciable e indiferente avidez de los ídolos más remotos. Avidez insaciable porque es indiferente. El hombre está siendo reducido, allanado en su condición a simple número, degradado bajo la categoría de la cantidad (Zambrano 2020, p. 23).

    ¿Reversión, inversión, perversión? La divinización de lo humano, la ascensión de la Epopeya Humana al círculo de fuego de lo sagrado, ha llegado al extremo de conformar y erigir una deidad absolutamente inhumana. La hybris que conduce al abismo. La deificación de lo humano implica la ruptura del límite, y lo humano extra–limitado sólo puede, como advirtiera Goya, producir monstruos. Dios muere –y renace en la historia sagrada de su favorito que, invadido por el entusiasmo, enloquece. Ha perdido la noción de límite.

    María Zambrano, según hemos visto, ha reconstruido esa historia que ha hecho de la Historia –de la acción racional de los hombres sobre la naturaleza interior y exterior– un nuevo Huitzilopochtli. Lo divino ha nacido con la luz de la palabra: dando nombre y rostro a lo inhabitable, el hombre se asigna, con los dioses, un centro sagrado y un horizonte para su libertad. Lo divino es la revelación de lo sagrado (revelación en la que invariablemente se juega un ocultamiento). Es el producto de un pacto con el terror primero y elemental, con la locura y el delirio que suscita en el hombre el contacto con –y la persecución de– lo desconocido. Una primera reconducción a lo idéntico, una primera invención:

    Los dioses han sido, pueden haber sido inventados, pero no la matriz de donde han surgido un día, no ese fondo último de la realidad, que ha sido pensado después, y traducido en el mundo del pensamiento como ens realissimus. La suma realidad de la cual emana el carácter de todo lo que es real (ibid., p. 32).

    Lo sagrado es anterior a las cosas. Se trata de entablar una alianza, una tregua, una pacificación. Lo divino es así el espacio de la pregunta –pues el hombre ha encontrado –o se ha fabricado– un alguien a quien dirigirse. Es la vía de escape al caos. Un escape prefigurado en el sacrificio, en el más elemental intercambio del hombre con lo real. En el sacrificio, el hombre reclama la –instantánea– presencia de lo divino: un –invisible– centro que haga visible la periferia (ibid., p. 43). En la religión olímpica se hace manifiesto ese pacto con la realidad –escondida, es decir, sagrada–, en la búsqueda de la transparencia; una religión que tiene en la tragedia su contrapunto, en tanto expresión ciega de la divinidad que se oculta. Los dioses griegos son la divinización de la claridad, son la luminiscencia donde las cosas simplemente pueden aparecer: «Sólo esta religión no necesita refutar el testimonio de la experiencia: en toda la riqueza de sus tonos oscuros y claros se unen las grandiosas imágenes de las deidades» (Otto 1973, p. 7).

    La genialidad griega –que para Otto debe seguir alimentando al pensamiento europeo– es justamente «esta capacidad de ver en el mundo el esplendor de lo divino» –y que los distancia de la mentalidad oriental (orientada a un mundo deseado que es una exigencia o al cual se accede momentáneamente, en raptos místicos) y de la sensatez racional del burgués, que sólo calcula su beneficio. Ellos son la evasión primera del caos sagrado: Apolo o la transparencia, Eros como fuente de luz, Atenea o el sujeto detrás de todo predicado, Dionisos o la pluralidad irreprimible... Los dioses abren el horizonte donde los hombres pueden actuar, sentir y pensar. En este mundo imaginario, la divinidad de Cronos es menos figurativa que escenográfica: menos que un Dios, Cronos es para M. Zambrano el espacio en el que –y contra el cual– luchan los dioses, la sombra que –sobre el caos– proyecta su propia luz:

    A la diafanidad de esta luz no se le opondrá la sombra, una tiniebla –infierno– vencida: la gran oposición provendrá de la destrucción incesante del tiempo. Más tarde, cuando el pensamiento se haya despertado, creerá haber logrado de un golpe, al descubrir el Ser, una realidad suprema, donde el tiempo no puede ya ejercitar su acción demoníaca, del verdadero ‘Otro’, del Otro contrario a la realidad (Zambrano 2020, p. 49).

    La religión de los griegos está hecha de divinidades que –en cuanto imágenes– median entre la naturaleza y la historia, entre el delirio originario y la soledad de la conciencia lúcida. Imágenes divinas, o, para mejor decirlo, divinización de la imagen. Pero es ésta una religión de la luz que convive con la otra luz, con la «sombría luz de los misterios», con la «indecisa luz» de la tragedia, con el «leve resplandor» de un Dios desconocido e implacable (ibid., p. 63). La luz trágica no emana, como la olímpica, de la nostalgia de la unidad y de la identidad, sino de esa caverna ciega que es el corazón del hombre, sus entrañas mudas: una luz impasible y lúcida, una (oscura) luz de la pasión.

    Tal es el mundo griego, que encuentra también en la filosofía –en la pregunta– un camino alterno para emanciparse del terror sagrado. Camino –método– filosófico y vuelo poético son posibilidades gemelas que sólo en raros instantes –como entre los presocráticos– pueden llegar a fundirse: «filosófico es el preguntar, y poético el hallazgo». En Grecia, el camino –la huella– va desplazando paulatinamente al vuelo, haciendo de él su parte maldita. La filosofía –al igual que la poesía– se remonta al abismo de la indeterminación, al ápeiron, fuente originaria de todo lo real –y en el intento de hacerlo suyo cifra su victoria. Pero lo que busca realmente es menos la figuración poética que la reducción a la unidad. Su horizonte es monoteísta, el Gran Uno que responde a esa necesidad de vencer la oscura resistencia de lo sagrado, de «desentrañar dentro de ella la pura esencia que siendo hace que cada cosa sea; descubrir al final al ser que hace ser» (ibid., p. 77). En breve: la poesía juega en la superficie, en el borde todavía habitable del fuego sagrado; la filosofía quiere más, quiere penetrar más profundamente en la noche –hasta encontrar la fuente que hace de toda imagen una imagen, de toda cosa una cosa, de todo dios un Dios. Voluntad –plural– de imagen en la poesía, voluntad de fuente –única– en la filosofía.

    Operación en lo ambiguo, la filosofía se olvida –fatalmente– de la verdad porque se adivina quizá demasiado segura de lo que busca: un sostén, una garantía, una inteligibilidad última. En el fondo de toda esta operación de expurgación de las pasiones, la pasión única, la pasión del Lógos. Lógos numérico para el campo órfico–pitagórico, lógos gramatical para el campo aristotélico, pero siempre la postulación de un principio de inteligibilidad que se muestre capaz de absorber el azar, de cortarle a la finitud su aguijón. Estrategias puestas en obra para engañar –infructuosamente– al tiempo y a la muerte. Ritos de apaciguamiento. La filosofía –la razón– triunfa, aquí, por defecto: el todo, vencido por la parte. El hombre y lo divino describe esta progresiva dulcificación y acicalado de lo sagrado resaltando las sucesivas figuras –míticas, religiosas, filosóficas– que en un férreo proceso dialéctico lo encarnan y terminan volviéndolo contra sí mismo. No se trata, en propiedad, de una cronología, sino de una topografía –fisiológica– de lo divino (Duque 1994, p. 301). En un primer momento, tal como hemos señalado, Cronos, símbolo de una divinidad vital, insaciable e implacable, apoteosis de la apetencia pura, avidez sin freno: un dios verdaderamente demoníaco, por completo indiferente a su creación. Todo él, una metáfora de la deglución. En un segundo movimiento, la irrupción de las divinidades olímpicas, «imágenes fijadas por el arte», divinidades hechas para ser contempladas, preeminencia de la luz, privilegios de la vista. A partir de ellas, y contando a tal fin con el poderoso impulso derivado de la reflexión filosófica, la creación de un dios abstracto, de una divinidad pura que es «luz de luz», que es «pensamiento de pensamiento», tautología suprema en la que consiste la inteligibilidad pura (Zambrano 2020, p. 130). Lo divino, fundido en la metáfora de la visión. Invención de una divinidad filosófica, de un motor inmóvil que podrá satisfacer a la inteligencia –pero no a la sensibilidad. Por ello es necesario que, como tercer acto, se produzca un desplazamiento, una nueva inflexión en esta representación de la divinidad. Los hombres necesitan un dios que se conmueva con su creación, que responda a las pasiones del corazón humano. Precisan de un dios pasional, es decir: de un dios mortal. Que Dios muera es el misterio insondable que palpita en el centro mismo del cristianismo. Más aún: la exigencia fundamental es que muera a manos de los hombres. Tal sería la originalidad irreductible de esta religión. Para María Zambrano, esta muerte equivale al cumplimiento de la promesa contenida en toda representación de lo divino: a saber, que esté regida por el amor. Porque, desde esta perspectiva, la muerte de Dios no es lo mismo que su mera negación:

    Sólo se entiende plenamente el ‘Dios ha muerto’ cuando es el Dios del amor quien muere, pues sólo muere en verdad lo que se ama, sólo ello entra en la muerte: lo demás sólo desaparece. Si el amor no existiera, la experiencia de la muerte faltaría. Y sólo cuando Dios se hizo Dios del amor pudo morir por y entre los hombres de verdad (ibid., p. 145).

    Una destrucción simbólica, diríamos canibalística, tiene lugar en este acto, tan impensable cuanto catastrófico: pues de lo que se trata es, justamente, de sacrificar a aquél a quien todo es sacrificado.

    Dios puede morir; podemos matarlo... mas sólo en nosotros, haciéndolo descender a nuestro infierno, a esas entrañas donde el amor germina; donde toda destrucción se vuelve en ansia de creación. Donde el amor padece la necesidad de engendrar y toda la sustancia aniquilada se convierte en semilla. Nuestro infierno creador (ibid., p. 152).

    Infierno creador, eso es el hombre para María Zambrano. Abertura, zanja, Spaltung, fisura que abre y diferencia, franja de lo–sagrado–y–lo–profano, umbral: límite. El hombre es ese tránsito, esa incesante caída que nace en el delirio, conduce al sacrificio y desemboca en la horquilla de la filosofía y la poesía, encrucijada a la que constantemente se retorna. Desembocadura siempre en busca de su origen para siempre perdido. El origen es, precisamente, lo sagrado, pero es sagrado porque es inalcanzable. El hombre está exiliado del ser, expulsado del –asfixiante– paraíso. Condenado a la libertad y a la soledad. Separado de los dioses:

    El sentido ‘práctico’ del sacrificio debió ser un dar lugar a una especie de ‘espacio vital’ para el hombre; por medio de un intercambio entregar algo para que se le dejara el resto. Entregar algo o alguien es para que el resto de la tribu o del pueblo quedase libre; aplacar el hambre de los dioses para poder poseer alguna cosa por algún tiempo (ibid., p. 39).

    Pero, contra María Zambrano, habría que afirmar que lo está sin remedio, sin redención posible. No hay forma de conjurar el delirio, porque el hombre es, y lo es constitutivamente, siniestro, intemperie, desviación. La topografía de lo divino es delirante no porque se esté, en ella, fuera del Uno, sino justamente por esa ansia de identidad y de presencia que nunca se cumplen. El remedio es el peligro: la estrategia del alma, esa mónada, esa pequeña deidad que «hace entrar de nuevo subrepticiamente al Dios, antes al parecer muerto, para hacer sacrificios al Futuro» (Duque op. cit, p. 308). ¿Son en verdad tan terribles, tan inaceptables, el abandono, la orfandad, el saberse mortales bajo la sombra del Dios sido? Porque es en la retirada de lo divino, en su obstinada ausencia, donde los hombres podríamos simplemente seguir respirando.

  6. Referencias bibliográficas

    DUQUE, F. (1994), «Dios a la vista en Ortega y María Zambrano», Revista de filosofía, Núm. 80, México: Universidad Iberoamericana.

    OTTO, W. F. (1973), Los dioses de Grecia. La imagen de lo divino a la luz del espíritu griego, Buenos Aires: Eudeba.

    SAVATER, F. (1989), La piedad apasionada, Salamanca: Sígueme.

    VITIELLO, V. (1988), «Historia, Naturaleza, Redención» en Los confines de la modernidad, Barcelona: Granica.

    ZAMBRANO, M. (1971a), El sueño creador, Madrid: Aguilar.

    ZAMBRANO, M. (1971b), Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes, Madrid: Aguilar.

    ZAMBRANO, M. (1999), Filosofía y poesía, México: FCE.

    ZAMBRANO, M. (2020), El hombre y lo divino, Madrid: Alianza.

    Guillermo Sergio Espinosa Proa es docente investigador en la Maestría en Investigaciones Humanísticas y Educativas y en el Doctorado en Filosofía e Historia de las Ideas, ambos programas de la Universidad Autónoma de Zacatecas, México.

    Líneas de investigación:

    Filosofía, antropología

    Publicaciones recientes:

    Libro colectivo: Nietzsche. Tres ensayos, Taberna Libraria, Zacatecas, 2021, 978–607–8731–27–5, 140 pp. “Vistas a lo trágico”, p. 89–134.

    Libro individual: Del instinto del pensamiento, Ápeiron Ediciones, Madrid, 978–84–122748–6–8, 108 pp., 2021.

    Libro individual: El silencio de lo real. Teología y Psicoanálisis, El diván negro, San Luis Potosí, 270 pp., 2022.

    Email: sproa52@hotmail.com

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº2 (2023), pp. 85–101. ISSN: 1136–4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

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