Unamuno y la estética de la ficción
en Niebla

Unamuno and the aesthetic of fiction in Niebla

Miguel Ángel Rivero Gómez

Universidad de Sevilla

Recibido: 02/06/22 Aceptado: 14/09/22

RESUMEN

Este artículo está enfocado sobre una estrategia filosófica decisiva en Unamuno, su apuesta por una vía estética de conocimiento como alternativa al discurrir tradicional de la filosofía sistemática. Desde ahí, defiende la superioridad ontológica de la ficción frente a la realidad y desarrolla su apología de la verdad como ficción. Esta tesis fue abordada por Unamuno en diferentes ensayos, si bien es en Niebla donde alcanza su consumación al incorporarla a la trama misma de la novela, que funciona así como vehículo central de su filosofía desde principios del siglo XX.

PALABRAS CLAVE

Unamuno, novela, ficción, realidad, estética

ABSTRACT

This article is focused on a decisive philosophical strategy in Unamuno, his commitment to an aesthetic path of alternative knowledge as an alternative to the traditional course of systematic philosophy. From there, he defends the ontological superiority of fiction over reality and develops his apology for truth as fiction. This thesis was addressed by Unamuno in differents essays, although it was in Niebla where it reached its consummation by incorporating it into the very plot of the novel, which it thus functions as the central vehicle of its philosophy since the beginning of the 20th century.

KEYWORDS

Unamuno, novel, fiction, reality, aesthetic

También los hechos pueden ser ficticios

JORGE LUIS BORGES

  1. La novela como vehículo de la filosofía de Unamuno

    Miguel de Unamuno escribió su novela Niebla en 1907, si bien no sería publicada hasta 1914. Dicho retraso probablemente se debió, entre otras razones, al recelo de su autor sobre la recepción de la misma, tanto por parte de los lectores como de la crítica erudita. De hecho, en su epistolario, que constituye una fuente documental imprescindible para estudiar a fondo su obra, apenas encontramos menciones a su proceso de gestación, a diferencia de lo que sucede con sus otros proyectos de escritura. Intuía don Miguel que Niebla no sería bien entendida, al igual que sus anteriores novelas; de ahí su silencio epistolar. Finalmente, tras aguardar siete años en un cajón de su despacho de la Casa Rectoral de la Universidad de Salamanca, Niebla vio la luz y aquellas recelosas previsiones sobre su recepción en parte se cumplieron. En un primer momento, la crítica en España no dio una buena acogida a la novela, acusándola de no atenerse a los cánones tradicionales del género. En otros países, en cambio, recibió un temprano reconocimiento, resultando ser con el tiempo su obra traducida a un mayor número de idiomas. Habría que esperar en el suelo patrio a que los estudios de crítica literaria apuntalasen su valor narrativo para que fuese reconocida como un «clásico de la novela moderna europea», según la definición de Germán Gullón. Niebla, subraya, «surcó caminos ignotos para la ficción moderna; de ahí la lentitud en conferirle un cerrado aplauso.» (Gullón 1990, pp.10-11)

    El foco de la presente investigación se orienta a indagar cómo, a partir de la publicación de Niebla en 1914, la obra de Unamuno dio un importante viraje, que podemos interpretar en dos direcciones. Por un lado, a propósito del cambio formal que desde el cambio de siglo había ido experimentando su filosofía, transitando desde el ensayo hacia formas literarias como la poesía, la narrativa y el teatro. Por otro lado, en orden a cómo la relativización de los límites entre realidad y ficción se convirtió para él en una herramienta de indagación filosófica, hasta llegar a proclamar la verdad como ficción.

    Centrándonos en el primer punto, si hasta 1914 las obras de mayor peso de Unamuno pertenecían al género del ensayo, con títulos como En torno al casticismo –1895–, Vida de Don Quijote y Sancho –1905 o Del sentimiento trágico de la vida –1913–, a partir de entonces e incluso desde algunos años atrás, sus procesos de escritura se centraron en su obra poética y narrativa, que en cierto modo suplantó al ensayo como vehículo central de su filosofía. De este modo, en la línea de un romanticismo tardío, don Miguel abrazó la vía estética e hizo de la ficción un instrumento de conocimiento y de exploración de la conciencia humana. La creación de sus «hijos espirituales», como denominaba a los personajes de sus cuentos y novelas, le permitía encarnar las múltiples posibilidades de existencia que latían en su interior. «Gran parte de su filosofía –apunta Elizaldeencarnará en estos entes de ficción, en estos personajes de sus novelas.» (Elizalde 1983, p.173) Conviene tener en cuenta que tras este cambio estratégico estaba su creciente aversión hacia el racionalismo moderno y hacia sus limitaciones formales, lo cual le empujó a buscar nuevos senderos expresivos con mayor capacidad de penetración sobre las simas de la conciencia, como era el caso de la ficción y la novela. Ante todo, el pensador vasco acudía a esta vía estética de la creación literaria, dada la impotencia de la razón y sus medios para abordar las cuestiones últimas y decisivas. A este respecto, subraya Francisco Ayala cómo Unamuno «hará de la novela un instrumento idóneo, tanto más que el ensayo o la poesía, para dar expresión a intuiciones fundamentales que –piensa élun tratado sistemático no conseguiría apresar nunca en su palpitación viva…» (Ayala 1961, p.335) En esta dirección, sostiene Cruz Hernández: «Unamuno encontró en la novela el mejor vehículo formal para su pensamiento.» (Cruz 1952, p.50) Él mismo así lo reconoce en el prólogo-epílogo de 1934 a la segunda edición de su novela Amor y pedagogía, al precisar que «el sentimiento, no la concepción racional del Universo y de la vida, se refleja mejor que en un sistema filosófico en un poema en prosa o en verso, en una leyenda, en una novela.» (Unamuno 1966, 2, p.313) Sobre esta cuestión, cabría preguntarnos si podemos hablar de novelas filosóficas o novelas de ideas, tan en boga desde el cambio de siglo en la literatura europea. En el caso de Unamuno, es preciso matizar que la adjetivación de sus novelas como «filosóficas» no tendría tanto que ver con la presencia de tesis de filosofía en los diálogos, ni con que las novelas mismas tematizasen problemáticas filosóficas, al modo de El árbol de la ciencia de Pío Baroja. Más bien tiene que ver, como puntualiza Francisco José Martín, con que «se exige de la novela saltar por encima de la voluntad mimética y responder adecuadamente al impulso cognoscitivo ínsito en el hombre.» (Martín 2005, p.158). Ahí radica su carácter filosófico.

    Desde esta estrategia metodológica, Unamuno entendía además que se sumaba a la tradición de la filosofía española, cuyos moldes desde el Siglo de Oro habían sido eminentemente literarios, según deja ver en Del sentimiento trágico de la vida: «nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas filosóficos.» (Unamuno 1966, 7, p.290) Esto explica que desde la publicación de Niebla apenas volviese a escribir un ensayo filosófico de peso, a excepción de La agonía del cristianismo –1925–, publicado durante su destierro en Francia, ante la amenaza de persecución que padecieron sus escritos bajo el reinado de Alfonso XIII.

    El otro gran viraje que dio la filosofía de Unamuno a partir de Niebla, aunque se venía gestando desde Vida de Don Quijote y Sancho, nos lleva a la relativización de los límites entre realidad y ficción, que se convierte en una cuestión central en el horizonte de su pensamiento. Desde ahí cultiva su apología de la verdad como ficción, adoptando una vía estética de conocimiento alternativa al racionalismo y confrontando la ficción con la realidad fenoménica. Se alineaba así con ciertos postulados del romanticismo alemán, en concreto, con su concepción del conocimiento como «acto estético» y con su apuesta por la literatura y las artes como vía hacia la verdad, no entendida en términos absolutos sino como fragmento. Frente al racionalismo ilustrado y su fe en la razón, el romanticismo abogó por la imaginación y la fantasía como facultades humanas primeras, y por la libre expresión de la espontaneidad creadora desde formas no prescritas por un canon academicista, ni atadas a la mímesis como categoría estética. Era la alternativa romántica ante la insuficiencia de la filosofía sistemática para remontarse hacia el Absoluto. Ahí se inscribía la «teoría de la novela» de Friedrich Schlegel, que situaba en el Quijote el modelo de la novela moderna y apostaba por la liquidación de los géneros literarios, viendo en la novela el «libro romántico» por excelencia, concebido como «un todo autónomo» (Schlegel 2005, p.82), es decir, subsistente por sí mismo, al margen de la realidad externa. En esta dirección, las resonancias con Niebla de Unamuno son claras, como veremos. El conocimiento se prefigura así en la mentalidad romántica como un «acto estético», destinado a deshacer la oposición entre realidad y ficción, según se aprecia en la definición de genio de Novalis: «Genio es la facultad de tratar tanto objetos inventados como objetos reales, y de tratar objetos inventados como objetos reales.» (Novalis 1994, p.49) Esta tendencia prosperará en el decurso del XIX en autores como Nietzsche, donde encontramos una indiferenciación entre experiencia estética y experiencia gnoseológica. Ambas son situadas en el territorio de la ficción, desde la convicción de que «solo es posible producir simulacros, representaciones, es decir, ficciones, fábulas», y de que «lo único que existe es la fábula, es decir, la literatura.» (Asensi 1996, p.144) Así se aprecia en El crepúsculo de los ídolos, cuando sentencia el filósofo germano que «el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula.» (Nietzsche 1992, p.51) Aquello que antes recaía sobre la verdad ideal platónica, Nietzsche lo traslada al espacio de la ficción, de la «fábula», configurando así un «saber creativo» que tiene en sus manos la posibilidad de afirmar la «voluntad de poder», lejos ya de la lógica del concepto y del principio de identidad. El mundo pasa a depender de la creación estética y la filosofía misma se transforma, no en literatura, sino en «creación». En proximidad con estos revolucionarios planteamientos que le antecedieron, Unamuno se adhiere a esta brecha crítica de la modernidad abierta por el romanticismo alemán y prolongada por Nietzsche, en un intento de socavar y redefinir la filosofía más allá de los límites del racionalismo postcartesiano.

    Para comprender cómo don Miguel se embarcó en esta liquidación de los límites entre realidad y ficción, e hizo de esta última una vía estética de conocimiento, hemos de remontarnos a un momento axial en su trayectoria como fue la crisis espiritual que padeció en 1897. Una vez pasada la tormenta de la crisis y deshecha la esperanza de recuperar la fe religiosa de su infancia, Unamuno se instala en el conflicto irresoluble entre la razón y la fe, la razón y el sentimiento, la lógica y la cardíaca, y hace del conflicto su condición intelectual. Pero la principal consecuencia de este proceso en cuanto a la problemática aquí abordada tiene que ver con la «transfiguración mitológica» que siguió a la crisis y que sustituiría en su imaginario el mito de Cristo por el de Don Quijote; lo que Tanganelli denomina «la disgregación del mythos evangélico y el viraje hacia el modelo quijotesco.» (Tanganelli 2003, p.194) El héroe cervantino sería así en adelante el arquetipo de su idealismo ético y de su proyecto de reforma espiritual de España, desde el cual proclama al «quijotismo como religión nacional». (Unamuno 1966, 7, p.290) Y el Quijote se convierte para Unamuno en modelo, no solo a nivel literario, sino ante todo por las posibilidades filosóficas que entrevió en ese universo de ficción. Fue probablemente desde la preparación de su ensayo Vida de Don Quijote y Sancho cuando se produjo esa revelación, pues en el artículo «Ganivet, filósofo» –1903–, ya apunta en esa dirección al afirmar que: «Nuestra filosofía, si así puede llamarse, rebasa de casilleros lógicos: hay que buscarla encarnada en sucesos de ficción y en imágenes de bulto. En La vida es sueño o en el Quijote.» (Unamuno 1966, 3, p.1091) Por tanto, desde antes de la redacción de Niebla andaba barruntando don Miguel las posibilidades de conocimiento que le brindaba esta vía estética de la ficción. Desde ahí se explican el papel central que desempeña el Quijote en el proceso de composición de Niebla y los no pocos paralelismos entras ambas obras que han acertado a señalar diferentes investigadores.1 En esta dirección, según Álvarez Castro:

    Niebla es una fiel plasmación de las reflexiones unamunianas en torno al Quijote. […] durante la composición de Vida de Don Quijote y Sancho y otros textos relacionados, Unamuno se persuade de dos principios que se convertirán en pilares básicos de su teoría literaria: por un lado, la superioridad ontológica de la ficción sobre la realidad; y, en segundo término, la soberanía interpretativa del lector. (Álvarez 2015, p.63)

    En efecto, la profundización sobre el Quijote que Unamuno desarrolla en estos años tendrá una influencia decisiva en el devenir de su filosofía, fundamentalmente desde esa «superioridad ontológica de la ficción sobre la realidad», que desplegará en sus ensayos, pero ante todo en su obra narrativa posterior al cambio de siglo, hasta consumarse en Niebla.

  2. Niebla en la novelística de Unamuno: la rebelión de la ficción

    Si atendemos a la evolución de la obra narrativa de Unamuno, sus primeras novelas, Nuevo mundo –1895y Paz en la guerra –1897–, se mueven entre el realismo decimonónico y el expresionismo. Su novela más afín a los cánones del realismo es Paz en la guerra, dadas su amplia extensión, sus prolijas descripciones, la detallada construcción de personajes y ambientes, o el prolongado trabajo de documentación que la precedió. No obstante, también puso aquí en juego elementos propios de la renovación narrativa modernista de principios de siglo, como se aprecia en el uso de paratextos y del monólogo interior, en la carga autobiográfica de los personajes o en el desplazamiento del argumento tradicional de la novela de lo histórico a lo intrahistórico. Nuevo mundo, en cambio, se mueve lejos del realismo decimonónico, entre las narrativas propias del expresionismo y el existencialismo, que anticipa en buena medida, y con ciertos retazos formales del modernismo.

    Donde realmente acontecen cambios significativos en la novelística unamuniana es con Amor y pedagogía, publicada en 1902, al igual que Camino de perfección de Pío Baroja, La voluntad de Azorín y Sonata de Otoño de Valle-Inclán. Estas cuatro obras, que marcan la denominada «renovación narrativa de 1902»,2 confluyen en el proceso de configuración de la «nueva novela», entre cuyas novedades destaca la incorporación de un fuerte sustrato filosófico. Así lo supo ver Ortega y Gasset, quien subrayó sobre los citados autores, excluyendo a Valle-Inclán, cómo «sus preocupaciones filosóficas pronto encontraron un formato más apropiado en la novela. En 1902, Unamuno, Baroja y Martínez Ruiz, después de dedicar una década al tratado y al ensayo, enterraron los conflictos personales y filosóficos bajo el camuflaje que proporcionaban los personajes, el diálogo y la trama de la novela.» (Ortega 1981, p.93) En estas coordenadas hemos de ubicar Amor y pedagogía, que marca la fase expresionista de la novela de Unamuno, según él mismo revela en el prólogo, definido de hecho por Ricardo Díez como un «manifiesto expresionista» (Díez 1976, p.70). Se percibe ese cariz expresionista en el uso de modalidades expresivas como la ironía y la caricatura, y en su argumentación misma, destinada a escenificar el drama del sujeto moderno: su frustración, su enajenación, su incomunicación… Asimismo, despliega aquí elementos propios de la «nueva novela» modernista, tales como la disolución del argumento tradicional del realismo, el uso de paratextos o la invitación a una participación activa por parte del lector. De ahí que subraye Carlos Serrano:

    Unamuno parece haber sido el que más intensa y tempranamente comprendió que se había acabado el tiempo del realismo […] en él es acaso en quien más netamente se ve que había llegado el siglo del metarrelato. Brevedad, fragmentación, deslocalización, eliminación de la descripción, e irrupción de lo bufo […] son otros tantos indicios de la deconstrucción sistemática a que Unamuno somete el relato. (Serrano 1999, pp.42-43)

    Para llegar a la consumación de este cambio decisivo dentro de la obra narrativa de Unamuno, anticipado parcialmente en las novelas citadas, habrá que esperar sin embargo a Niebla. Ahí es donde se establece ya, en palabras de Germán Gullón, un «nuevo orden», que «surgirá cuando el ímpetu representacional mimeticista sea sustituido por el interés en lo formal, cuando las novelas adopten estructuras independientes de los sistemas de valores externos, y vayan convirtiéndose en textos autosuficientes.» (Gullón 1992, p.36) Ese es el caso de Niebla, que conserva elementos propios de la novela expresionista de principios de siglo, si bien resultan dominantes las innovaciones derivadas de la renovación modernista y de la emergente novela existencialista. Los relativos a esta última se palpan, entre otros aspectos, en la ambientación urbana o en la introspección del protagonista Augusto Pérez, un personaje desorientado y preso de la angustia por tener que tomar decisiones para encontrarse a sí mismo; el conflicto íntimo e ineludible al que se enfrenta el sujeto en la modernidad ante la amenaza de la nihilidad de la existencia. En esta dirección, Geoffrey Ribbans define Niebla como una «novela de ideas, de base agónica y personal.» (Ribbans 1971, p.140) No obstante, lo que marca la veta existencialista de esta novela es el problema de la personalidad, central en la filosofía de Unamuno desde la crisis del 97 y cuya presencia en Niebla ha sido subrayada por diferentes investigadores.3 Consiste dicho problema en el conflicto entre el yo interno y el yo externo en la conformación de la propia identidad, dadas las dificultades del sujeto moderno a la hora de fijar una relación armónica entre ambos, motivo por el cual queda escindido en una dramática dualidad. Ahí radica la verdadera tragedia en Unamuno, como supo advertir María Zambrano: «Es la tragedia más honda, en la que el personaje busca, en realidad, saber quién es. Cuando pregunta a Dios que se le descubra, le pide que le descubra quién es el. Es la tragedia de la busca y el encuentro de sí mismo. […] encontrar el propio ser.» (Zambrano 2003, p.97) En Niebla, el problema de la personalidad recorre toda la novela de la mano de la desorientación de Augusto Pérez, si bien cuando estalla es al final de la misma, en el momento en que dicho protagonista, en plena rebelión frente al autor de la novela, se encuentra con Unamuno convertido a su vez en personaje y este decide matarlo. Clama entonces Augusto en plena desesperación: «¡Quiero ser yo, ser yo! ¡Quiero vivir!» (Unamuno 1966, 2, p.669) Aquí es donde alcanza su clímax en Niebla el problema de la personalidad en cuanto dramática búsqueda de la propia identidad, que tendría su contrapunto en aquel momento en que Don Quijote afirma su rotundo «¡yo sé quién soy!», tan celebrado por Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho.4

    Por otra parte, teniendo en cuenta que el cambio verdaderamente significativo en la novelística de Unamuno se produce a partir de Niebla, un elemento fundamental a este respecto consiste en la estrategia narrativa puesta en marcha por el escritor vasco a la hora de dar forma allí a su teoría de la «nivola». Ya en Amor y pedagogía había anticipado ciertos presupuestos teóricos de la nivola, de manera que en sentido estricto no sería Niebla la primera obra de este corte, pero sí, como matiza Fernández Turienzo, «la realización más acabada, paradigmática, por así decirlo, de la nivola unamuniana.» (Fernández 1986, p.3) En efecto, encontramos en Niebla la consumación de esos elementos característicos de las nivolas: ausencia de descripciones y ubicaciones espacio-temporales, uso del monólogo interior, personajes que van haciéndose a sí mismos, predominio del diálogo como eje del desarrollo..., con el añadido además de que esta teorización de las nivolas es incrustada en la novela misma a través del personaje Víctor Goti. (Unamuno 1966, 2, pp.615-616) Es aquí, por tanto, donde más a las claras se percibe la autoconciencia narrativa de Unamuno y su inclinación hacia los elementos metaliterarios, como acierta a señalar Álvarez Castro.5 Con esta teoría de la nivola pretendía sobre todo subvertir y desencorsetarse de los cánones del género, para así dejar fluir con mayor libertad a su pensamiento. Se liberaba de todo orden lógico y de la mímesis de la realidad externa, y podía dar rienda suelta a su auditorio interno sin ninguna atadura, dejándolo volar en el vasto territorio de la ficción. En este sentido, interpreta Francisco José Martín que las nivolas constituyeron para Unamuno una de sus salidas a la crisis nihilista de fin de siglo: «diluyendo los límites entre la realidad y la ficción, y entre el sueño y la conciencia, hará de la paradoja […] el espacio propio del hombre contemporáneo, y será desde ella que se configurará la multiplicidad del ser y la radical heterogeneidad del sujeto.» (Martín 2005, p.161)

    Esta aniquilación de los límites entre realidad y ficción constituye una de las claves fundamentales de la obra a nivel epistemológico, pues será el soporte desde el cual Unamuno defenderá su tesis de la verdad como ficción. Ya en el título mismo de la novela se evidencia esta quiebra de los límites entre realidad y ficción en tanto que, siguiendo a Iris Zavala: «La niebla […] es aquello que no tiene representación posible porque distorsiona la distancia entre lo real y su doble. Anula la percepción clara; […] crea una zona de confusiones, donde las cosas están y no están; son y no son.» (Zavala 1991, p.76) Como concepto metafórico epistemológico, la niebla define así un «espacio, zona, estado de conciencia para descubrir nuestra condición de mero simulacro. […] Penetrar la niebla supone morir como realidad y verse como ilusión.» (Zavala 1991, p.77) El escritor vasco pondrá además en marcha a lo largo de Niebla diversas estrategias en esta dirección. Así, el prólogo es firmado por Víctor Goti, que da la impresión de ser un individuo real, amigo de Unamuno, y a quien este le habría encargado dicho prólogo. Sin embargo, conforme avanza la lectura, Víctor Goti resulta ser también amigo del personaje Augusto Pérez, como se pone de manifiesto en el tercer capítulo. Desde entonces, Unamuno no cesa de desbordar los límites de lo real y lo novelesco a lo largo de toda la novela, poniendo en juego sucesivamente «diferentes niveles narrativos» con los que experimenta desdibujando sus fronteras, según ha observado Overaas.6 Si atendemos a Augusto Pérez en relación a este punto, vemos que se trata de un personaje que vive una existencia estática y sin conciencia de sí, que inicia una toma de conciencia a través de la aparición del amor, donde descubre una finalidad para su vida, y que se entrega a esa posibilidad de sentido hasta que es burlado y abandonado, rindiéndose entonces al drama de su existencia. Un drama que alcanza su cenit cuando Augusto empieza a sospechar sobre su propia contingencia en cuanto «ente de ficción»: «Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y que pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción?» (Unamuno 1966, 2, p.616) Otra estrategia consistirá en la inclusión en la trama de Niebla de don Avito Carrascal, uno de los personajes de su anterior novela Amor y pedagogía, con lo cual Unamuno logra dotar a su universo nivolesco de una mayor consistencia y carga de peso ontológico al mundo de sus ficciones. Hacia ese mismo fin apuntan también las diferentes historias intercaladas en Niebla, procedimiento propio de la novela moderna y desde el cual se hace evidente la ya mencionada influencia del Quijote. Al igual que en la obra cervantina, tales historias intercaladas contribuyen a reforzar el carácter de ficción de Niebla y a conformar la entidad de la novela como un mundo completo y autónomo, además de facilitar, según interpreta Harriet Stevens, «la fusión entre el mundo real y el ficticio.» (Stevens 1961, p.1) Esta autonomía del espacio de ficción que conforma Niebla se evidencia así a partir de su hipertextualidad, analizada por Iris Zavala desde la premisa de que «el mundo textual unamuniano» tiene como actividad central la lectura, sus lecturas, y de que es capaz de «reinstaurar los textos anteriores (incluyendo los propios) en un nuevo circuito de sentidos.» (Zavala 1991, p.60) Desde esta suma de elementos podemos entender que el mismo Unamuno considerase sobre Niebla: «en ella acerté, más que en otra alguna, a descubrir el fondo de la producción poética, de la producción de leyendas.» (Unamuno 1966, 2, p.312)

    Siguiendo esta línea, es interesante abordar aquí de qué presupuestos parte don Miguel a la hora de defender su tesis de la verdad como ficción y de ponerla en pie en Niebla. Ya en Vida de Don Quijote y Sancho se había aproximado a dicha tesis desde la afirmación de que «existir es obrar, y solo existe lo que obra», deduciendo de ahí que Don Quijote era para él «más real» que el mismo Cervantes, dado que era el ingenioso hidalgo quien realmente obraba en su espíritu.7 De aquí extrae Álvarez Castro una sugerente conclusión: «La glosa unamuniana del Quijote se fundamenta en una premisa clave: la autonomía de la obra literaria con respecto a su autor.» (Álvarez 2015, p.52) Eso mismo es lo que Unamuno pretendió poner en ejercicio en Niebla, llevándolo además hasta sus últimas consecuencias, como él mismo revela en un texto incluido en la edición 1930 de Vida de Don Quijote y Sancho, donde afirma: «Don Quijote y Sancho son –no es sólo que lo fuerontan independientes de la ficción poética de Cervantes como lo es de la mía aquel Augusto Pérez de mi novela Niebla,…» (Unamuno 1966, 3, p.63) El universo de ficción unamuniano se eleva así, siguiendo esa estela, a un estatuto ontológico superior y se reafirma como autónomo frente a la realidad fenoménica.

    Por otra parte, no debemos obviar que con este procedimiento puede que don Miguel estuviese ensayando una de sus vías hacia la inmortalidad. En concreto, esa vía que consiste en vivir «acuñando en los demás nuestra marca y cifra», para así «eternizarnos en lo posible». (Unamuno 1966, 7, p.267) Era una apuesta por sobrevivir como presencia viva y generadora de acciones, no como memoria muerta. Una apuesta desesperada por vivir en las conciencias de sus lectores con la misma intensidad con que había pervivido Don Quijote en él. Tamaña tarea la confió al poder de la ficción y de la palabra, que se convierten en el soporte de su anhelo de inmortalidad, de su esperanza para seguir latiendo en las almas de sus lectores, incitándoles a pensar y a obrar. En este sentido, apunta Carlos Paris que Unamuno escribía «empujado por el afán radical de su existencia: sobrevivir», y que lo hacía «aspirando a desbordarse en el alma de los otros, sus lectores, y en la realidad enigmática de sus criaturas y su verbo.» (Paris 1989, pp.43-45)

  3. Escritura, dialogía, lectura: el poder de la ficción

    Llegados a este punto, no debemos olvidar aquella declaración crucial de La agonía del cristianismo –1925–, donde sentencia Unamuno: «el fin de la vida es hacerse un alma, un alma inmortal. Un alma que es la propia obra.» (Unamuno 1966, 7, p.309) En el caso del pensador vasco, confluyen en dicha tarea escritura y lectura, ambas decisivas en la conformación del yo. Recordemos que, a juicio de don Miguel, el lenguaje es el eje de la sociabilidad humana, y el pensamiento y la razón misma son de raigambre social, como el lenguaje mismo. Partiendo de ahí, aborda buena parte de sus procesos de escritura a modo de autofabulación o, en palabras de Cirilo Flórez, de «lucha desesperada por construir la propia identidad».8 Este proceso de autofabulación a partir de la escritura lo fragua Unamuno desde sus ensayos, conferencias y artículos, pero también desde su universo de ficción, desde los personajes de sus novelas, contando para ello con la complicidad de los lectores, partícipes de ese proceso, según precisa Iris Zavala: «A través de estas voces, Unamuno va buscando y creándose una individualidad. Su práctica textual le revela al lector el milagro de su mundo dialogizado, de su pluralidad, en la medida en que se va rechazando toda autoridad […] para afinar y reproducir la voz propia, como contenido auténtico, consciente.» (Zavala 1991, p.61)

    El diálogo constituye así otro eje fundamental para vislumbrar el alcance filosófico del universo de ficción unamuniano, tal y como subraya Mario Valdés al situar en el diálogo el «modelo de entendimiento» del escritor vasco y su estrategia para elevarlo a «condición ontológica».9 Desde ahí va a definir la elaboración dialogizada de Niebla como «el acierto más logrado de Unamuno», en tanto que propicia que la novela se construya desde sus lectores.10 En efecto, desde esta concepción del diálogo va a desplegar en Niebla una apropiación crítica del sujeto, redefiniéndolo a partir de la dialogía y la polifonía de la novela, que pone en escena a varios sujetos discursivos, y a partir también de la confusión de los límites entre realidad y ficción, al entrar en juego, como señala Iris Zavala, «un nuevo sistema de relaciones, en la alteración radical de la persona en transposiciones nunca aclaradas: autor/personaje; realidad/ficción; yo/otro; […] sus textos semejan vastas espirales en rupturas vertiginosas de sujetos.» (Zavala 1988, p.35) A eso nos lleva Niebla, «el texto dialógico por excelencia» de Unamuno (Zavala 1991, p.95), a preguntas en torno al sujeto y su condición quebradiza y múltiple; de ahí su contemporaneidad. En la base de esos interrogantes de don Miguel en torno al sujeto están, pues, su fe en el poder de la palabra, su concepción del lenguaje como eje de la sociabilidad y su apología del sujeto múltiple, de los diferentes yos en contienda íntima que nos constituyen. Ahí se inscribe su apuesta por el diálogo, que concibe como la forma de lenguaje más efectiva para vencer las limitaciones de la expresión humana, para asomarnos desde su interrogación constante al mundo interior, y para liquidar la concepción de un sujeto indivisible y unitario. Si el lenguaje es social y dinámico, el sujeto no puede ser unitario, ni monológico, ni dogmático. La pluralidad le es ingénita, especialmente a ese sujeto en plena crisis de la modernidad. Ahora bien, como aclara nuevamente Iris Zavala:

    la teoría del sujeto plural unamuniano, en nada se asemeja al camino que ha tomado esta noción en […] el psicoanálisis francés o los filósofos de la llamada post-modernidad: Georges Bataille, Jean Baudrillard, Lacan o Derrida, entre otros. En estos, la disolución del concepto del sujeto está ligada a una subjetividad desarticulada y se estructura en la desarticulación misma. En cambio, la concepción unamuniana está más cerca de aquella teoría del sujeto discursivo y de la sociabilidad del lenguaje de la escuela bajtiniana, para quienes el sujeto unitario significa la voz monológica y de autoridad. En contraste, la dialogía (pluralidad de sujetos discursivos y de lenguajes internos), representa el grado más elevado de socialización,… (Zavala 1988, pp.40-41)

    Desde ahí hemos de entender ese momento de la parte final de Niebla, en el que Unamuno se incorpora a la trama de la novela como personaje y entra en conflicto con el protagonista. Un momento decisivo, puesto que no solo se confirma la confusión entre realidad y ficción, sino que invita a pensar en la superioridad de la ficción sobre la realidad. En esta línea de interpretación, señala Overaas que el encuentro entre Augusto Pérez y el Unamuno-personaje implica que «los personajes ficticios, tienen tanta importancia como el creador, incluso más.» (Overaas 1993, p.43) Antes de ese encuentro, el Unamuno-autor ya había advertido su superioridad respecto a los personajes, afirmando: «Yo soy el dios de estos dos pobres diablos nivolescos.» (Unamuno 1966, 2, p.650) Asimismo, cuando entra en escena el Unamuno-personaje y se encuentra con Augusto, le revela su condición ficticia: «no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía…» (Unamuno 1966, 2, p.666) Sin embargo, este acaba rebelándose frente al autor y le reta, haciéndole ver el poder de la ficción:

    – No sea, mi querido don Miguel, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo. [...] ¿no ha sido usted el que no una, sino varias veces, ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes? (Unamuno 1966, 2, pp.666-667)

    Augusto Pérez paga así al autor de la novela con su misma moneda, recurriendo además para ello a los argumentos del propio Unamuno sobre la superioridad ontológica de Don Quijote sobre Cervantes, que había defendido en Vida de Don Quijote y Sancho. Como autor, refuerza así su estrategia destinada confundir los límites entre realidad y ficción en Niebla. Pero todavía dará un paso más en esta dirección en el momento en que Augusto, en plena rebelión desbocada, lleva al autor y hasta a los lectores a la conciencia de su mortalidad, reafirmando con ello la indistinción entre realidad y ficción:

    – ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, […] ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió.... ¡Dios dejará de soñarle! […] se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, […] todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! […] Os lo digo yo. Augusto Pérez, ente ficticio, como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. (Unamuno 1966, 2, p.670)

    Esta apelación a los lectores, que quedan envueltos en la trama de la novela y en la confusión entre realidad y ficción, ya había sido apuntada unas páginas atrás, cuando pone en boca de Víctor Goti lo siguiente: «el lector de la nivola llega a dudar, siquiera fuese un fugitivo momento, de su propia realidad de bulto y se cree a su vez no más que un personaje nivolesco, como nosotros.» (Unamuno 1966, 2, p.664) De este modo, Unamuno lleva en Niebla al límite su liquidación de las fronteras entre realidad y ficción, tan al límite que la ficción acaba imponiéndose a la realidad fenoménica. En palabras de Overaas: «Podríamos decir, metafóricamente, que se trata de una lucha entre la ficción y la realidad, y que vence la primera.» (Overaas 1993, p.18) En la misma línea, señala Fernández Turienzo: «La novela se impone a la realidad, la absorbe y la suplanta. Tal vez sea la única realidad verdadera.» (Fernández 1986, p.35) En definitiva, este cambio de escenario del mundo real al mundo de la ficción es, como interpreta Iris Zavala, «la lógica de Niebla», que funciona así como un «juego de espejos». (Zavala 1991, p.71)

    Hay que tener que cuenta que, con vistas a elevar este estatuto ontológico de la ficción, Unamuno llega a deslegitimar la tradicional autoridad del autor como un yo supremo y jerárquico. Y lo hace pese a haber afirmado dicha autoridad por boca del Unamuno–personaje unas páginas atrás, definiéndose como «el dios de estos dos pobres diablos nivolescos». Recurre además para ello a la parodia, al igual que hicieron Cervantes o Joyce, a fin de separar al autor textual del autor histórico. En este sentido, precisa Overaas: «Unamuno se degrada, se quita a sí mismo la autoridad, autoparodiándose», y en cuanto autor, «es desposeído del privilegio de presentar su interpretación del mundo como objetiva y verdadera.» (Overaas, 1993, pp.64-67) El resultado de esta estrategia narrativa es que el autor permanece por un lado fuera del texto, pero por otro lado queda dentro del mismo, como una ficción más entre las que componen la novela, con lo cual se refuerza el estatuto ontológico de la ficción. Ahí estaría, por otra parte, su ruptura con la univocidad de la novela decimonónica, en el cuestionamiento de toda autoridad erigida en norma y en el desmantelamiento de toda objetividad. Ahora bien, no estamos ante la «muerte del autor» de Roland Barthes, donde el autor aparece como mera «estrategia textual» y es reemplazado violentamente por el lector y su libre organización del texto. Como advierte Iris Zavala: «Si en Niebla, Unamuno da muerte al autor, lo hace guiado por el propósito de abolir la distancia entre ficciones y realidades, y representarse a su vez como un sujeto discursivo entre otros, poniendo así en tela de juicio el lenguaje autoritario normativo.» (Zavala 1991, p.148) Aquí late una de las claves interpretativas de Niebla, en la estrategia que pone en marcha Unamuno a través de su propia desautorización como autor con vistas a relativizar la noción de «verdad», que desde el poder de la ficción sitúa lejos de toda objetividad y también del subjetivismo moderno. En ese sentido, subraya de nuevo Zavala:

    Niebla es el paso definitivo. […] Las figuras son móviles y se mueven con holgura entre las fronteras de la realidad y la ficción, liberadas –por así decirlode un ser supremo o un yo superior. No hay autoridad posible en este continuum de intercambios. […] original y copia, modelo y simulacro, realidad e imagen se desdoblan, y resulta difícil –cuando no imposibledistinguir lo verdadero de lo falso. Para llevar a cabo este proyecto, Unamuno con-funde las dos caras de una división -ficción/realidaddentro de la lógica nebulosa de la representación, […] Una verdad (ficción) absolutamente distinta corresponde a cada uno de los actuantes, […] y envuelve también a los lectores.” (Zavala 1991, p.143)

    Este último aspecto nos lleva a otra faceta central de Niebla a propósito del par realidad-ficción, como es la relación con el lector que ensaya aquí Unamuno, exigiéndole una participación activa en la novela, lejos del receptor pasivo de la novela del realismo decimonónico. Lo confirmará además en Cómo se hace una novela –1926–, cuando advierte: «El lector que busque novelas acabadas no merece ser mi lector.» (Unamuno 1966, 8, p.753) O cuando impele al lector a hacer él mismo su propia novela.11 Buscaba así disuadir a lectores reacios a una experiencia de perplejidad o desconcierto, e invitar a aquellos dispuestos a asumir una responsabilidad con su lectura. En este sentido, sugiere Longhurst que si «en Unamuno la invocada presencia del lector ya juega un papel central» es porque «somos los lectores los que creamos la ficción.» (Longhurst 2003, pp.146-147) Su apuesta radical por el poder de la ficción y la escritura constituye así, volviendo a Iris Zavala, «una invitación al lector a colaborar, a llenar los vacíos del texto.» (Zavala 1988, pp.36-37) Una invitación que implica una responsabilidad, pues el mismo autor desconoce todas las posibilidades implícitas en los personajes, que quedan a merced a la interpretación del lector para ser actualizadas, realizadas. Nada permanece cerrado en la ficción y los personajes novelescos son siempre incompletos. De ahí que afirme Mario Valdés que «la realidad supuesta de Niebla es el teatro íntimo de nuestra lectura.» (Valdés 2005, p.15) De modo que «la verdad que Augusto tiene que descubrir es que él, como ente de ficción, no es más que una ausencia en espera del lector que le dará presencia al leer el texto.» (Valdés 2005, pp.40-41)

    Dentro de la novela, encontramos en varios momentos esta incitación a la participación activa por parte del lector, si bien el más relevante tiene que ver con los dos posibles finales que deja abiertos: la versión del prologuista y personaje Víctor Goti, y la del Unamuno-autor. De este modo, según advierte Germán Gullón, «Unamuno nos ha dado a los lectores la posibilidad de ser autores, de entender la novela como la entienden sus personajes.» (Gullón 1990, p.32) Álvarez Castro, por su parte, llega más allá al afirmar que lo que determina la «unidad íntima» de Niebla es «la actitud de Unamuno hacia el lector», en tanto que es el lector mismo quien ha de matar finalmente a Augusto. Ese es el «chantaje metaficcional» que despliega aquí, transgrediendo con ello todo límite entre realidad y ficción. (Álvarez, 2015, pp.68-76) Desde una interpretación próxima, apunta Alejandro Martínez que en Niebla: «El autor no da margen para descifrar el misterio de aquella muerte, pero deja la puerta abierta al lector para que colabore en ese espacio sin fronteras precisas, donde las alternativas implicadas exigen la necesidad del diálogo.» (Martínez 1988, p.58) Retornamos así a otra de las claves de Niebla, a la dialogía que abre con el lector y que juega un papel central en la ficción unamuniana, como acierta a señalar Iris Zavala: «La lección definitiva es que no existe comunicación sin el otro; que es imposible […] concluir los relatos; [Unamuno] abandona, por así decirlo, el libro convencional, redondo, en favor de lo incompleto, digresivo, sin prueba ni conclusión.» (Zavala 1991, p.145) Sucede así que en Unamuno, todo sujeto, él mismo incluido, no cesa de autofabularse ni de autorrepresentarse, pero siempre lo hace como «otro» sujeto, de modo que «lo que se pone en juego a partir de Niebla es una redefinición del yo en cuanto sujeto sociabilizado: el otro.» (Zavala 1991, pp.144-145) Por esa razón nos lleva al ámbito del sueño, la niebla, la ficción, hacia esas «zonas sin fronteras» donde «se intensifica la representación; es decir, la propia posición discursiva del sujeto individual dentro de la totalidad». Y lo hace además envolviendo a los lectores e invitándonos a pensar «que todos somos representaciones del otro, y que no hay autoridad única ni lenguaje único, ni dogma posible.» (Zavala 1991, p.148) Ese entramado dialógico de argumentaciones y refutaciones, donde todos son emisores y receptores, donde los límites entre realidad y ficción son liquidados, y donde se aniquila toda autoridad normativa es en suma Niebla de Miguel de Unamuno.

  4. Referencias bibliográficas

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    Miguel Ángel Rivero Gómez es profesor del Área de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Sevilla

    Líneas de investigación:

    Historia de las Ideas Estéticas en España (siglos XIX-XX)

    Historia de la Filosofía Española (siglos XVI-XX)

    Relación entre Filosofía y Literatura

    Relación entre Estética, Crítica de Arte y Prácticas Artísticas en España (siglo XX)

    Publicaciones recientes:

    RIVERO GÓMEZ, Miguel Ángel (Coord.) (2021). Catálogo Museo de Arte Contemporáneo José María Moreno Galván. Madrid: Sílex, 224 pp. ISBN: 978-84-18388-51-4.

    RIVERO GÓMEZ, Miguel Ángel (2021). “Resucitar a los muertos. La pintura flamenca de Patricio Hidalgo.” En Hidalgo, Patricio. Figuras Flamencas. Sevilla: Libros de la Herida – Entorno Gráfico., pp. 6-49. ISBN: 978-84-122550-4-1.

    Email: mrivero1@us.es

1 King 1967, pp. 219-231; Fernández 1986, pp.3-71; Overaas 1993, pp.33-45; Cifo 2000, pp.83-99; Ardila 2010, pp.348-368; Álvarez 2015, pp.59-76.

2 Lázaro 1990, pp. 129-167; Gullón 1992; Johnson 1997; Urrutia 2002.

3 Según Ricardo Gullón: «el tema de Niebla es el de la personalidad.» (Gullón 1960, p.97) Morón Arroyo, por su parte, señala: «En la obra total de Unamuno, Niebla es la encrucijada en que se pasa a tratar explícitamente un nuevo núcleo de temas: los problemas de la personalidad.» (Morón 2003, p.85)

4 «Don Quijote discurría con la voluntad, y al decir “¡yo sé quién soy!”, no dijo sino “¡yo sé quién quiero ser!” Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser.» (Unamuno 1966, 3, p.82)

5 «Niebla es un magistral modelo de escritura metaliteraria.» (Álvarez 2015, p.65)

6 «En Niebla se evidencian las posibilidades y las limitaciones de la ficción. […] Hay múltiples niveles narrativos, y se experimenta con ellos traspasando sus fronteras o desdibujándolas. […] Así se materializa y se lleva al límite la ambigüedad de la obra literaria.» (Overaas 1993, p.29)

7 «sólo existe lo que obra y existir es obrar, y si Don Quijote obra, en cuantos le conocen, obras de vida, es Don Quijote mucha más histórico y mucho más real que tantos hombres, puros nombres que andan por esas crónicas que vos, señor Licenciado, tenéis por verdaderas.» (Unamuno 1966, 3, p.132)

8 «Unamuno no quiere deshacer el porvenir soñándolo y por eso decide hacerse su leyenda, su historia, ejecutando su acción más creadora: la de escribir. Al escribir pasa a ser autor y no deja que le devore el tiempo, sino que se crea a sí mismo, que es su realidad verdadera.» (Flórez 1990, p.43)

9 «El diálogo como modelo de entendimiento y la contradicción como su expresión más radical serán la base de la obra unamuniana a partir de estos años. […] para Unamuno, el conocimiento no se basa […] sino en restablecer las condiciones ontológicas del intercambio entre el yo y el otro. De este principio se sigue que la determinación del significado del lenguaje está situada en la condición ontológica del diálogo.» (Valdés 2005, p.11)

10 «La realidad supuesta de Niebla es la de un caso patológico en busca de su ser a través del diálogo. […] El autor construye su obra sobre la realidad actual de cada lector. […] La realidad es el sentimiento de ser que cada lector tiene al leer la obra.» (Valdés 2005, p.14)

11 «Y así cuando les cuento cómo se hace una novela, o sea, cómo estoy haciendo la novela de mi vida, mi historia, les llevo a que se vayan haciendo su propia novela, la novela que es la vida de cada uno de ellos.» (Unamuno 1966, 8, p.726)

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº2 (2023), pp. 67-84. ISSN: 1136-4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

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