Hegel y Adorno: de la sistematización de la dialéctica afirmativa a la apertureidad de la dialéctica negativa
Hegel and Adorno: from the systematization of the affirmative dialectic to the openness of the negative dialectic
Sheila López Pérez
Universidad Isabel I
Recibido: 09/05/22 Aceptado: 07/09/22
RESUMEN
El presente artículo se encamina a analizar la que consideramos la filosofía en la que ha culminado toda pretensión sistematizadora e instrumentalizadora de la realidad: la dialéctica hegeliana. Con base en ello, plantearemos una tentativa, a través de Adorno, de una dialéctica negativa que permita hacer de la realidad un lugar abierto, fluyente e indeterminado, un lugar compuesto por unos individuos capaces de hacerse cargo de la realidad en la medida en que se hacen cargo de sí mismos. La subjetivación de los individuos, por tanto, una subjetivación profunda, responsable y compleja, será el punto culminante de esta investigación, y será presentada como la vía a través de la cual una realidad en constante cambio puede llegar a buen puerto.
PALABRAS CLAVE
Palabras clave: Hegel, Adorno, Sistema, dialéctica, individuo.
ABSTRACT
This article aims to analyze what we consider to be the philosophy in which all pretense to systematize and instrumentalize reality has culminated: the Hegelian dialectic. Based on this, we will propose an attempt, through Adorno, of a negative dialectic that allows us to make reality an open, flowing and indeterminate place, a place made up of individuals capable of taking charge of reality to the extent that they take care of themselves. The subjectivation of individuals, therefore, a deep, responsible and complex subjectivation, will be the culminating point of this research, and will be presented as the way through which a constantly changing reality can come to fruition.
KEYWORDS
Hegel, Adorno, System, dialectic, individual
El presente artículo analizará la descripción de la realidad de dos teorías similares en algunos de sus principios pero antagónicas en sus repercusiones. Seguidamente, compararemos sus respectivos puntos de vista acerca del lugar que el individuo ocupa en dicha realidad. Por último, examinaremos la idoneidad de cada planteamiento a la hora de crear una sociedad abierta, plural y modificable.
El recorrido que trazaremos transitará varios puntos clave de la sistematización que propone la dialéctica hegeliana, esto es, de su descripción de la realidad como una totalidad predictible, derivable y con un sentido inmanente. Paralelamente, la investigación recogerá cuán decisiva es la construcción de la individualidad en lo que a la construcción de la sociedad respecta. De este modo, presentaremos la que consideramos la única vía a través de la cual una sociedad siempre cambiante puede llegar a buen puerto: la aceptación de que en una realidad abierta e indeterminada, son los sujetos los que deciden qué forma va a tomar. La proclamación de los individuos como demiurgos de la realidad es el fundamento y a la vez el punto culminante de esta investigación.
Con motivo de seguir un recorrido coherente, el artículo va a dividirse en tres grandes bloques. El primero será el que presente y describa el Sistema hegeliano, y estará compuesto por los epígrafes «El Sistema hegeliano» y «La necesidad, los antagonismos y su superación en el Concepto». El segundo será el que dé paso, a través de una comparación y posteriormente de una detallada descripción, a la dialéctica negativa propuesta por Adorno; este bloque estará compuesto por los epígrafes «De la dialéctica afirmativa a la dialéctica negativa», «La tarea de la dialéctica negativa como Filosofía» y «La Filosofía como praxis». Por último, revelaremos nuestras conclusiones en el epígrafe «Conclusiones».
Georg Wilhelm Friedrich Hegel fue el filósofo que mayor fundamentación procuró a la idea de que la realidad compone un Sistema cerrado, teleológico y racional. En un Sistema en el cual lo dado es expuesto como la única realidad posible, y en el que todo elemento que lo compone es descrito de tal modo que su existencia adquiere sentido en la medida en que ocupa un lugar en el Sistema, los individuos, por su parte, solo pueden afianzar su autoconservación orientando sus acciones a la re-producción de la lógica que subyace al mismo.
Con el objetivo de sustentar esta descripción de la realidad, así como las afirmaciones que de ella se derivan, Hegel postuló la existencia de un conocimiento incondicionado que hace de base para todas ellas. Este conocimiento incondicionado es la afirmación de la conexión metafísica e íntima entre los elementos de la realidad, la cual permite a los individuos acceder a la Totalidad y a la racionalidad que la subyace. De esta forma, la creencia de que sujeto y objeto comparten profundamente la misma esencia, hasta el punto de converger en una Identidad total, se convierte en la piedra angular del Sistema hegeliano. «Para él, todo conocimiento es autoconocimiento del sujeto infinito e idéntico a sí mismo» (Horkheimer 1982, pp. 123), decía Horkheimer respecto a la filosofía hegeliana, y añadía: «El principio de identidad entre sujeto y objeto se presenta como requisito indispensable para la existencia de la verdad» (Horkheimer 1982, pp. 122). Todo individuo, aunque aparentemente finito, participa de la infinitud de la totalidad, y esto permite que su conocimiento, una vez el individuo entra en (auto)consciencia de sí y de su relación con el Todo, sea verdadero. De esta forma, la pretensión de poder llegar al conocimiento total de la realidad adquiere, en el Sistema hegeliano, las herramientas que lo posibilitan.
Para embarcarnos en la disertación de la filosofía de Hegel, rescataremos aquella reflexión que Adorno, en sus Tres estudios sobre Hegel, elaboró:
Las resistencias que las grandes obras sistemáticas de Hegel, especialmente la Ciencia de la Lógica, oponen a la comprensión son cualitativamente distintas de las que acompañan a otros textos malfamados. Pues la tarea no consiste en hacerse con un significado que sin lugar a dudas se encuentre en el texto, valiéndose de una atención exacta a este y de cierto esfuerzo mental, sino que en muchos pasajes el sentido mismo es incierto, y hasta el momento ningún arte hermenéutica lo ha establecido incuestionablemente […]. En el terreno de la gran filosofía, Hegel es, ciertamente, el único con el cual de vez en cuando no se sabe, ni se puede averiguar de forma concluyente, de qué se está hablando, en definitiva, y con el cual no está garantizada ni siquiera la posibilidad de semejante averiguación (Adorno 1991, pp. 119-120)
Hegel estructuró sus obras de manera que solo pudiesen ser leídas como totalidad y con carácter necesariamente circular, re-leídas, de forma que un pasaje solo pudiera llegar a ser comprendido una vez se hubiese leído el texto completo y se volviera a él. Así, el alemán se aseguraba de que ninguna parte de su Sistema pudiera –ni debiera– ser tratada aisladamente, sino que todas debían ser consideradas y valoradas dentro y en relación a la totalidad a la que pertenecían y la cual les otorgaba su verdadero significado, su sentido. Cada parte de la obra de Hegel se hace insuficiente para ser comprendida en sí misma, pero a la vez es insustituible y necesaria para comprender el todo: la escritura en la que el alemán plasmó sus ideas acerca de la realidad tomaron el formato que, a sus ojos, tenía la realidad misma.
II.1. La necesidad, los antagonismos y su superación en el Concepto
La demostración de la validez de un Sistema pasa por demostrar que se cierne la necesidad sobre él, o lo que es lo mismo, que partiendo de cualquiera de sus partes se descubre la necesidad de todas ellas dentro de una necesidad aún mayor: la de aquello que las interrelaciona. Para construir un Sistema de estas características, Hegel suprimió los aparentes antagonismos que emergían de sus partes rechazando su ilusoria contradicción –una contradicción que, según el alemán, se reducía a mera contradicción del entendimiento, es decir, de la lógica formal con la que estábamos analizando los elementos1–. De esta manera, Hegel apuntaba a la posibilidad de otro tipo de comprensión de la realidad, más elevado y acorde con ella: una comprensión dialéctica –y no lógica– que se pudiera acompasar a la sustancia móvil que intentaba comprender.
El Concepto jugará un papel crucial en la filosofía de Hegel. El Concepto es la unidad o superación de los aparentes antagonismos en una nueva Identidad, la cual está en constante devenir, pero un devenir hacia sí misma, un devenir hacia su propia esencia. El Concepto es, como superación de los aparentes antagonismos en una Identidad que no los anula sino que los aprehende, conservándolos en una forma más elevada, la plasmación concreta del movimiento de la realidad, esto es, la concreción espacio-temporal de dicho movimiento en los diferentes momentos de su historia.
El movimiento de la realidad, dirá Hegel, es siempre un movimiento dialéctico, lo que en sus términos significa que es circular, se retroalimenta a sí mismo y es movido por sí mismo, sin depender de nada más. Un tipo de entendimiento dialéctico, por tanto, es la única vía para comprender el movimiento de una realidad dialéctica. Garaudy, en su Marxismo del siglo XX, describía así la dialéctica hegeliana: «La razón dialéctica es primeramente la razón haciéndose, por oposición a una racionalidad ya constituida, con sus leyes inmutables como las de la lógica formal» (Garaudy 1970, pp. 59).
La propuesta hegeliana busca, tal y como adelantábamos más arriba, pasar de la lógica aristotélica del ser inmóvil –aquella que describe la realidad y sus elementos como algo cerrado y delimitado de antemano– a una lógica de la transmutación, a una lógica que acoja la transformación y evolución de los elementos de la realidad. De esta forma, el alemán procura dejar atrás las identidades inmóviles para dar cabida a unas identidades que puedan acoger contradicciones, y de este modo, dar con una «lógica de las contradicciones» capaz de aprehender la lucha entre los elementos antagónicos que componen la realidad. Esta transvaloración, dirá el alemán, demuestra que el conocimiento, lo que se puede conocer, no son los objetos que pueblan el mundo, sino ese movimiento de la realidad capaz de concretar los objetos en lo que efectivamente son, a pesar de sus contradicciones. Por tanto, y tal y como describió Gadamer en su La dialéctica de Hegel: «[El conocimiento] en modo alguno es un saber de la totalidad del mundo. No es el mero saber de los entes, sino que, con el saber de lo sabido, es siempre al mismo tiempo saber del saber» (Gadamer 1980, pp. 19).
Lejos de aquel motor inmóvil que postuló Aristóteles, lejos de las metafísicas clásicas que describían los elementos de la realidad como portadores de esencias eternas e inmutables, Hegel presenta una realidad en devenir, una realidad en la que la continua superación de las verdades de cada época es una muestra de progreso, una muestra de la evolución de nuestro entendimiento, una muestra de la ascensión que, por estar guiada por una sustancia infinita –la razón–, no tiene punto de llegada. La superación de las verdades históricas y la conservación de la conciencia de esa superación es lo que, a ojos de Hegel, hace de la filosofía la ciencia por excelencia, el único conocimiento auténtico, el único saber capaz de aprehender la realidad.
Para llegar al conocimiento verdadero, para llegar a lo que Hegel considera un conocimiento superior de la realidad, debemos entrar en conciencia de dos cosas: de que los entes no agotan toda la realidad, y de que las categorías que utilizamos para referirnos a esta, tan rígidas como nuestro lenguaje, deben sufrir un cambio radical si pretenden llegar a otro tipo de entendimiento. El alemán propone que «fluidifiquemos» –hagamos móviles, dinámicos, flexibles– tanto el lenguaje que utilizamos como nuestras categorías de pensamiento, hasta lograr asemejarlos al objeto que pretenden conocer. De este modo, lo que desde las categorías tradicionales se había interpretado como contradictorio por ser tratado con unas categorías estáticas que ignoraban su naturaleza dinámica, en la filosofía de Hegel es salvaguardado a la par que se salvaguarda su devenir.
Solo cuando espiritualicemos el entendimiento y sus categorías tradicionalmente petrificadas, nos dice Hegel, emergerá el conocimiento auténticamente filosófico y escaparemos de la rígida terminología de la metafísica tradicional, que ha demostrado no poder dar cuenta de los cambios de la realidad. Solo llevando las categorías estáticas y autorreferenciales hasta su radicalización –esto es, hasta la localización de su esencia dinámica y transformativa– conseguiremos que emerjan las contradicciones, las cuales echarán abajo sus propios fundamentos estáticos y mostrarán su auténtica fluidez. Solo así emergerá el quehacer infinito de la filosofía, esto es, la especulación sobre lo eternamente cambiante. Solo así emergerá no el amor por la sabiduría, sino la sabiduría misma: la concienciación de que la realidad no se compone por cosas y sus propiedades, sino por un juego de fuerzas en constante lucha y sus momentos. Así lo expresa Gadamer en el ensayo citado:
Entender esta realidad como la relación entre la cosa sustancial que permanece idéntica-a-sí-misma y las propiedades accidentales que cambian en esta, sería tener de ella una comprensión meramente externa. Lo que es la interna realidad de la cosa, es, como bien sabemos, fuerza. Pero volvería a ser una falsa abstracción pensar que hubiese una fuerza para sí, que ‘existiera’ aparte de su exteriorización y aislada del contexto de las otras fuerzas. Lo que existe son las fuerzas y su juego (Gadamer 1980, pp. 54)
La realidad, ese conglomerado de fuerzas del que habla Gadamer, es un devenir en constante mutación hacia sí mismo donde lo más real es el propio movimiento que le hace mutar. «El mundo real consiste precisamente en subsistir siendo constantemente otro» (Gadamer 1980, pp. 57), expresa el alemán. La permanencia, la permanencia del propio movimiento, supera en substancialidad a aquello que aparece y desaparece. La permanencia es la esencia del Espíritu Absoluto que vertebra la realidad.
Que lo real sea racional y lo racional sea real, tal y como afirmó Hegel, no significa que esto sea así desde un principio: significa que se encuentra siempre en camino de ser así. Sólo a través del devenir de la conciencia hacia sí misma, es decir, de su progresivo autoconocimiento, la realidad se acerca a la realización de su racionalidad.
Hegel, en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, escribía: «La perfectibilidad carece de fin y de término» (Hegel 1982, pp. 127). Esto significa que el proceso progresivo de la realidad, aunque cada vez más lejos del punto de partida, no está cada vez más cerca del punto de llegada. Se trata de un proceso a-espacial –no se expande en un trayecto entre el punto de partida y el punto de llegada–, pero no a-temporal –se ha comenzado a desenvolver y progresa en el tiempo–. En palabras del alemán:
Este movimiento encierra, por ser concreto, una serie de evoluciones que debemos representarnos no como una línea recta que se remonta hacia el infinito abstracto, sino como una circunferencia que tiende, como tal, a volver sobre sí misma y que tiene como periferia una multitud de circunferencias que forman, en conjunto, una gran sucesión de evoluciones que vuelven hacia sí mismas (Hegel 1981, pp. 32-33)
Toda realidad que es sacada de su abstracción y es concretizada a consecuencia de la labor de la razón, o lo que es lo mismo, toda realidad que es revelada por el Concepto, se eleva en el proceso de la realidad, se vuelve más racional, se vuelve más real. Hegel escribe en su Lecciones sobre filosofía del derecho: «[Así como el] pensar es la forma activa de la universalidad, lo abstracto, así el concepto, en cambio, es concreto y comprende en lo universal también lo particular, en lo infinito también lo finito» (Hegel 1983, pp. 35). El Concepto es más racional que lo abstracto porque posee capacidad de revelación, puede sacar de la indeterminación a un elemento que no podía efectivizarse, actualizarse, convertirse en su en sí y para sí. Carlos Díaz, en su ensayo Hegel, filósofo romántico, escribía: «El con-cepto es lo con-creto, que como ya sabemos quiere decir lo creciente, y creciente de tal modo que acumula y profundiza en comunidad todos los saberes sabidos» (Díaz 1985, pp. 52). Aquello que tiene la capacidad de adquirir una forma en la realidad, de actualizarse en ella, es más racional que lo indeterminado.
En un Sistema tan omniabarcador como el que describe Hegel, es difícil encontrar grietas a partir de las cuales comenzar una crítica, pues las grietas abiertas entre las contradicciones están de antemano selladas por el Concepto, por la unión en una Identidad más elevada que suprime la «apariencia de contradicción». Esta pretensión de Totalidad, esta pretensión de Absoluto incorporado en una Identidad incondicionada, tal y como describe Adorno en La disputa del positivismo en la sociología alemana:
[…] anatemiza toda contradicción y tiene la suya más profunda y no consciente de sí misma en esa reducción a la particularidad de una razón meramente subjetiva e instrumental a la que se ve forzado cuanto más pretende ceñirse a su criterio de objetividad extrema, cuanto más pretende ceñirse a una objetividad purificada de cualesquiera proyecciones subjetivas (Adorno 1973, pp. 15)
La sistematización de la realidad y su exposición como una entidad racional, cerrada y derivable, así como la insistencia en su sentido inmanente e inevitable, no ha carecido de críticas por parte de los teóricos de Frankfurt. Horkheimer y Adorno, en su Dialéctica de la Ilustración, decretaban: «El precio de la identidad de todo con todo consiste en que nada puede ser idéntico a sí mismo» (Adorno, Horkheimer 1970, pp. 25-26), señalando el peligro que corrían la singularidad y la diferencia dentro de un Sistema de estas características.
En la consagración de un Sistema Total se asiste a la disolución de las diferencias en el pensamiento único, universal e impersonal, un pensamiento sin contrapartida que impide que este pueda ser derrocado. Su lógica de la Identidad –la que rechaza los antagonismos argumentando que son apariencias, y que en realidad son caras de la misma moneda– desestima de antemano todo aquello que pudiera suponer una crisis para su relato único. La ilegitimidad de este Sistema, no obstante, es fácilmente localizable: mora en el hecho de que su proceso, su despliegue, se encuentra ya decidido de antemano. Así lo explica Dominique Dubarle en su conferencia Lógica formalizante y hegeliana: «El discurso hegeliano es un discurso del Concepto. Por principio no dice más que la autoexplicación que el Concepto hace de sí mismo dentro de sí mismo» (D’Hondt 1973, pp. 134).
La astucia de la razón, afirmaba Hegel, esa que subyace y mueve al Sistema, opera de tal modo que todos los elementos quedan manipulados para perseguir los fines que perpetúan el propio Sistema. Los individuos, por tanto, actúan de acuerdo a fines que creen haber elegido autónomamente cuando, en realidad, es la astucia de la razón la que ha otorgado a esos fines la apariencia de fines subjetivos. Así lo describe Hegel en su Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: «Se puede llamar a esto la astucia de la razón; la razón hace que las pasiones obren por ella y que aquello mediante lo cual la razón llega a la existencia [lo particular] se pierda y sufra daño» (Hegel 1982, pp. 85).
Adorno reniega tajantemente de la dialéctica tal y como la concibe Hegel por ser, en su opinión, un Sistema de dominación total. La dialéctica no puede instituirse, dirá el frankfurtiano, como un movimiento perteneciente a la realidad que, aunque reconozca su constante devenir, acabe por cercenar la apertureidad de sus posibilidades. La dialéctica no puede instaurarse como un nuevo reino metafísico que proclame una Afirmación Absoluta: la afirmación de la completa identidad de las partes con el todo, así como del entendimiento único y unidimensional que los subyace.
El Concepto, pieza clave en la filosofía de Hegel, es denunciado por Adorno como un enmascaramiento que perpetúa la concepción onto-metafísica y estática de la realidad: esta manipulación consiste en tratar los elementos de la misma –ahora llamados Conceptos– de modo que, aunque prometan distanciarse de las identidades eternas e inmutables, no se alejan lo más mínimo de ellas. Ambos se caracterizan por su signo cerrado, autorreferencial y autolegitimador, así como por carecer de la posibilidad de ser refutados, pues aseguran haber pasado ya por su propia refutación –sus contradicciones– y haberla dejado superada al entrar en conciencia de que la contradicción era una mera apariencia del entendimiento. La inviabilidad para ser negados, la imposibilidad de ser suprimidos, la incapacidad de hacer emerger una grieta en su constitución interna es motivo suficiente para que Adorno denuncie la dialéctica hegeliana por constituir una teoría tan peligrosa como cualquier metafísica tradicional.
Michel Foucault, en su El orden del discurso, escribió una cita que más tarde pasaría a la historia: «Toda nuestra época, bien sea por la lógica o por la epistemología, bien sea por Marx o por Nietzsche, intenta escapar a Hegel» (Foucault 2005, pp. 70). El motivo por el cual tantos autores han sentido la necesidad de escapar de Hegel, una huida que más que deslegitimar su descripción de la realidad –tarea que, dada la autorreferencialidad de sus elementos, se torna imposible– apunta a denunciar la barrera que erige a la hora de intervenir el plano político-social, se reduce a esto: solo deslegitimando la creencia de que la realidad tiene un fin subyacente, un fin que no se puede modificar ni redirigir, podremos hacernos cargo tanto de la construcción de la sociedad como de la libertad, apertureidad y pluralidad que podremos impregnar en esta.
La dialéctica negativa que propone Adorno no acepta ni el «gran racionalismo», consagrado tanto en las sucesivas metafísicas tradicionales como en el Sistema hegeliano, ni el «gran relativismo» de las corrientes emergidas para combatir aquel gran racionalismo –y que sostienen que, ante la evidencia de que no hay fines últimos ni ideas objetivas, debemos entregarnos a una vida de utilitarismo, subjetivismo y devaluación de los grandes valores–. En Filosofía y superstición, Adorno escribe:
Dialéctica negativa no es otro tercer punto de vista, sino el intento, por medio de crítica inmanente, de llevar los puntos de vista filosóficos más allá de sí mismos y de la arbitrariedad del pensamiento de puntos de vista. Frente a la ligereza de la consciencia arbitraria, que tiene lo limitado que le es dado por ilimitado, la filosofía sería la obligación vinculativa de seriedad (Adorno 1972, pp. 18)
La dialéctica negativa parte del supuesto de que la realidad, así como sus posibilidades, son inagotables. El conocimiento que construimos acerca de ellas, por tanto, se basa en una interpretación humana que enclaustra, intencional y deliberadamente, dicha infinitud en un saber finito. Un saber que, sin embargo, no consigue apresar la realidad en sus sentencias finiquitadas, así como tampoco describirla objetivamente. No obstante, este no es el objetivo de dicho saber: su objetivo es poder acercarse a la realidad, lograr moldearla y mejorar sus condiciones para la vivencia de los seres humanos.
Al rechazar la doctrina de la Identidad de cada parte consigo misma y de cada parte con el todo, la dialéctica negativa pretende poner de manifiesto que el conocimiento, lejos de ser un saber sobre lo absoluto y lo eterno, es algo completamente diferente: es la actividad de hacerse cargo de una realidad inconclusa e inconcluyente. Asimismo, es la revelación de que son los vencedores de la historia los beneficiarios de los discursos que justifican la necesidad de la realidad.
La realidad es inestable e incierta, y esto puede tomarse como un obstáculo para describirla –metafísicas tradicionales, Hegel– o como una solución al dogmatismo –Adorno–. Así, y rescatando las palabras de Horkheimer en su Historia, metafísica, escepticismo:
Al venirse abajo el sistema universal de Hegel, sistema que a partir del desarrollo de la metafísica sacó la conclusión de que tenía que ser saber de la totalidad, el conocimiento ha perdido su último residuo de carácter sagrado, conservando tan solo su carácter humano merced a la transformación de su significado. En efecto, lo humano ya no se opone a la divinidad ni se sitúa en lugar de esta, sino que es considerado como aquello que experimentamos en el progresivo transcurso de la observación externa e interna. Lo humano ha dejado de ser interpretado a partir de una unidad suprema (Horkheimer 1982, pp. 131)
Adorno propone, con miras a tratar la realidad de manera demiúrgica, esto es, con miras a poder moldearla, un alejamiento radical de la clásica adaequatio –adecuación, representación, identidad– entre nombre y objeto. Un distanciamiento que proyecte el lenguaje como herramienta, y no como descripción. La adecuación entre nombre y objeto, dirá Adorno, aquella que vertebra la lógica formal o aristotélica, solo puede mostrar la relación entre diferentes objetos en un momento de su historia; no obstante, no puede mostrar la relación sempiterna entre objetos, puesto que deja fuera tanto los contextos como el devenir de los propios objetos en sus movimientos internos. Horkheimer, en la misma línea, advertía en su Teoría tradicional y teoría crítica: «Las contradicciones de las partes de la teoría tomadas aisladamente no proceden de errores o de definiciones descuidadas, sino del hecho de que la teoría tiene un objeto que cambia históricamente y, sin embargo, sigue siendo uno a través de todas sus modificaciones fragmentarias» (Horkheimer 2009, pp. 73).
Lo que decretan tanto la dialéctica afirmativa de Hegel como las metafísicas tradicionales –y pone en evidencia su unidimensionalidad y totalitarismo– es que todo lo que no se acomode a la lógica que subyace al Sistema, todo lo que no se reduzca a ser de una vez y para siempre lo mismo, todo lo que no justifique su necesidad dentro de la Totalidad debe quedar anulado por i-rracional. Comprobamos, sin embargo, que los elementos de la realidad, inquietos dentro de sus propios límites, luchan en todo momento por ser lo que aún no son, por emerger como algo diferente, por hacer uso de su indeterminación para actualizarse.
El problema de la dialéctica en su sentido afirmativo es que aun reconociendo el proceso de transformación de la realidad, termina por apelar a una suerte de teleología en la que cada cosa tiende hacia un fin ya puesto de antemano, un fin que hace que esas transformaciones estén siempre condicionadas y, por tanto, carezcan de momento de indeterminación, de apertureidad y de posibilidad. El fraude que constituye la pretendida «fluidificación» de las categorías estáticas del entendimiento, aquella dinamización por la que Hegel abogaba, es aparatoso a ojos de una dialéctica negativa que apuesta por la indeterminación de lo real, por un horizonte impredecible y por unos individuos cuyo hacer es demiúrgico.
Adorno decretaba en su Filosofía y superstición: «La aspiración de totalidad de la filosofía tradicional, culminante en la tesis de la racionalidad de lo real, es inseparable de la apologética. […] La filosofía que se plantease todavía como total, en cuanto sistema, llegaría, sí, a ser un sistema, pero de delirio» (Adorno 1972, pp. 9-10). Partiendo de esta premisa, el alemán lanza la propuesta de salir de ese «sistema de delirio» que solo atiende a lo total y abstracto, y apuesta por reconciliar al sujeto concreto, contextualizado y consciente con esa realidad que le sobrepasa, y que no puede llegar a entender cuando le piden que se dirija a ella con una mirada unificadora, una mirada que se aleja por completo del modo de ser de la realidad, una mirada que fracasa al intentar enclaustrarla en una categorías onto-teológicas que no le pertenecen.
La «identidad de identidad y diferencia», tal y como Hegel describía al individuo al comienzo de su Lógica (Hegel 1956, pp. I, 95s), corre el peligro de formar definitivamente una identidad total con su contexto y desertar de toda posibilidad de autonomía, si no consigue singularizarse y hacerse cargo de su devenir. Partiendo de esta idea, Adorno postula en su Dialéctica Negativa:
La situación histórica hace que la filosofía tenga su verdadero interés allí precisamente donde Hegel, de acuerdo con la tradición, proclamó su indiferencia en lo carente de concepto, en lo particular y especial, eso que desde Platón fue despachado como perecedero y sin importancia, para serle colgada al fin por Hegel la etiqueta de existencia corrompida (Adorno 1984, pp. 16)
La filosofía, como ciencia dispuesta a atender y recoger todo lo que compone la realidad, debe rescatar el simulacro –en terminología baudrillardiana– que se ha venido ignorando por ser una imagen pasajera de la realidad, de esa “verdad objetiva” que mora tras lo perecedero. La filosofía debe entrar en conciencia de que ese simulacro, lo que esconde, es que no esconde nada: no hay «verdad» tras de él, el simulacro es verdad. Todo lo que ha sido podado a lo largo de la historia por ramificarse fuera del tronco de la Unidad demuestra que fuera de la Unidad hay todavía mucha realidad. Una realidad igual de real que lo identificado con la Unidad.
La dialéctica negativa busca motorizar la filosofía para proteger la posibilidad de emergencia de dicha no-unidad, de la diversidad de sentidos y de la pluralidad de modus vivendi. La dialéctica negativa es imperecedera debido a que su labor, el análisis de los cambios de la realidad, es necesario en todo momento histórico, y los conceptos con los que los describe perecen a la par que el momento. De este modo, la dialéctica negativa denuncia el falseamiento que supondría petrificar su propio análisis en una descripción definitiva de la realidad: todo análisis que se postula como definitivo tiene en sí mismo su sentencia condenatoria.
Adorno apunta a rescatar la naturaleza dinámica del pensamiento y liberarlo de su versión ontologizada, esto es, de una versión que pretende identificarse con la realidad que describe. Por este motivo, expone en su Dialéctica Negativa: «El pensamiento es, por su misma naturaleza, negación de todo contenido concreto, resistencia a lo que se le impone» (Adorno 1984, pp. 27).
Rechazar la pretensión de totalidad tanto de la realidad como de los discursos que la describen es la actividad del pensamiento, de la crítica, de la filosofía. Solo aquello que los discursos unificadores han dejado fuera tiene la fuerza para revelar la ilegitimidad de la totalidad que pretenden. Debido a ello, Adorno escribe en su Dialéctica Negativa:
Lo que convierte a la filosofía tradicional en limitada, terminada, es el creerse en posesión de su objeto infinito. Una filosofía modificada tendría que retirar esa exigencia y no tratar por más tiempo de convencerse a sí y a los demás de que dispone del infinito. Pero, en cambio, de ser comprendida sutilmente sería infinita en cuanto desdeña fijarse en un corpus cerrado de teoremas (Adorno 1984, pp. 21)
Las teorías sistematizadoras seguirán emergiendo, junto con su modo de pensar sistematizador, y justificarán su aparición en el refugio que otorgan ante lo siempre cambiante, pero la filosofía, una filosofía fundada sobre las bases de la crítica y la contextualización, debe acompañar en el viaje a aquello cambiante y perecedero para hacerlo cambiante y perecedero, para evaluar su conveniencia y para deslegitimar su necesidad. La filosofía debe conducir cada nueva emergencia de la realidad hacia su siguiente forma, hacia su superación en algo mejor.
Adorno, consciente de lo que esta nueva concepción de la filosofía supone, apunta en su Actualidad de la filosofía: «Quien hoy elija por oficio el trabajo filosófico, ha de renunciar desde el comienzo mismo a la ilusión con que antes arrancaban los proyectos filosóficos: la de que sería posible aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del pensamiento» (Adorno 1994, pp. 73). La tarea de la filosofía sigue siendo teórica, pero ya no se puede permitir ser solo teórica. Las filosofías tradicionales han venido asintiendo a lo dado, al orden instituido, al decidir no denunciarlo y a veces hasta justificando su necesidad con motivo de convertirse en la filosofía de la época. Han teorizado sobre la realidad no desde la crítica sino desde la adecquatio, aligerando todas las posibles alternativas y encajándolas de un modo u otro en lo que ya había.
Esta pretensión de realismo de las filosofías tradicionales, esta pretensión de eliminar la distancia entre lo que es y lo que debería ser, culminó en la filosofía idealista de Hegel y fue relevada por el positivismo, el cual se convirtió en «filosofía encarnada», en filosofía bajada a la tierra, en esa filosofía que conseguía materializar los fines decretados en la teoría y eliminar, por otro lado, aquellos imposibles de materializar. Hacer alcanzables los ideales teóricos y eliminar los inalcanzables, sin embargo, condujo a la eliminación de la distancia entre lo existente y cualquier lugar utópico hacia el que tender, condensando los objetivos a cosas tan cercanas y asequibles que no se diferenciaban en lo más mínimo de lo que ya había.
Parece que la filosofía fue condenada de una vez por todas a plegarse ante las exigencias de realismo de las ciencias positivas, a aceptar la petición de reducir sus pretensiones a lo cercano y realizable, a subvencionar intelectualmente las cosechas de lo materializado. Alejarse de su antigua labor por ser demasiado teórica y dedicarse a describir los hechos fácticos pareció ser la única tarea posible para la filosofía tras el auge de las ciencias positivas. Adorno explica este viraje en su Actualidad de la filosofía:
El ideal de la ciencia es la investigación, el de la filosofía, la interpretación. (…) No es tarea de la filosofía investigar intenciones ocultas y preexistentes de la realidad, sino interpretar una realidad carente de intenciones mediante la construcción de figuras, de imágenes a partir de los elementos aislados de la realidad, en virtud de las cuales alza los perfiles de cuestiones que es tarea de la ciencia pensar exhaustivamente (Adorno 1994, pp. 87-89)
La filosofía, aun viéndose empujada a ser una disciplina interpretativa sin capacidad de intervención, debe resistir y ostentar una y otra vez la misma e irreductible tarea: la de sublevarse ante lo dado, la de posibilitar la apertura de interpretaciones, la de diversificar las acciones posibles.
La pregunta por el sentido de la realidad no puede seguir enclaustrada, tal y como lo ha estado en las metafísicas tradicionales, en un encontrar, sino que debe traducirse en una actividad: la del dotar. De este modo la filosofía podrá materializarse, podrá des-teorizarse, podrá postularse como un modo de actuar, de existir, de relacionarse con la realidad. Adorno alega: «En la medida en que la pregunta por el sentido pueda darse aún, no significa ya alcanzar una esfera, puesta a salvo de lo empírico, de significados que serían siempre válidos y accesibles» (Adorno 1994, pp. 107-108). Se trata de virar la filosofía hacia un hacerse cargo, hacia el rechazo del preguntar y el abrazo del crear, hacia la responsabilización de la forma que toma la sociedad.
La tarea de la filosofía debe partir de la eliminación de la separación ontológica entre lo ideal y lo material, lo pasajero y lo estable, al menos en lo que se refiere a su grado de realidad, sin eliminar por ello la distancia entre lo que hay y lo que podría haber. La filosofía debe defender que lo que hay y lo que podría haber son ambos igual de “reales”, y que se construyen y se deconstruyen por voluntad humana. La filosofía debe proteger la separación entre lo teórico y lo práctico como condición para poder avanzar hacia un fin que aún no esté materializado en la realidad. En resumidas cuentas y recogiendo las palabras de Adorno: «La filosofía, a la que basta lo que quiere ser y que no galopa infantilmente detrás de su historia y de lo real, tiene su nervio vital en la resistencia contra el actual ejercicio corriente y contra aquello a lo que este sirve: la justificación de lo que ya es» (Adorno 1972, pp. 11).
El trabajo auténticamente filosófico no puede verse reducido a describir cierta concreción de la realidad, sino que debe encaminarse a localizar cómo esa concreción podría morfear hacia su propia superación. La filosofía debe erigirse como el filtro por el que pasen los Sistemas con pretensión de totalidad y desvelar su afán de totalitarismo.
Antonio Gramsci, en su La política y el estado moderno, aventuraba: «Cuando se forma en la historia un grupo social homogéneo, se elabora también, contra el sentido común, una filosofía homogénea, es decir, coherente y sistemática» (Gramsci 2009, pp. 11). El tipo de filosofía que gobierna y avala la actualidad se aleja de lo que el sentido común debiera perseguir: la protección de lo humano, que siempre es lo diverso, lo inconcluso y lo incompleto. Cuando lo que dicta el sentido común de una época satisface los intereses de un solo grupo, no es sentido común: es ideología. Y el sentido común es lo contrario a las ideologías, ese sentido cuya existencia no encuentra su legitimidad en el contenido de cada época –del que hacen uso las mismas–, sino en lo único a-contextual e incondicionado: la fragilidad que compone lo humano y la necesidad de su protección. El sentido común es el esfuerzo por que lo ideológico no tenga la última palabra.
Este artículo se ha propuesto recorrer las dialécticas de Hegel y de Adorno con el objetivo de analizar sus fundamentos y alumbrar sus posibles repercusiones. Con ello, el artículo ha buscado mostrar que un discurso holístico acerca de la realidad, un relato que identifique lo que ocurre con un sentido inmanente, teleológico y necesario, constituye un peligro tanto para la sociedad como, sobre todo, para las individualidades que la componen.
Consideramos que un relato que interpreta la realidad como un Sistema y que enclaustra sus elementos en identidades prefijadas, cercena la posibilidad de que las mismas puedan evolucionar y de que sus direcciones puedan ser modificadas. Además, consideramos el peligro que corre lo humano –que siempre es lo concreto, lo particular, lo diverso– el único catalizador posible para salir de las garras del relato único: un relato que busca proteger las diferentes particularidades debe conformarse como relato común, y no como relato único.
Hemos presentado la dialéctica negativa como el motor pertinente para la labor de la Filosofía debido a que es un arte de lo perecedero, el arte de revelar las condiciones cambiantes de la existencia, el arte de asumirse a sí misma como interpretación y no como episteme. La dialéctica negativa, creemos, es la actividad que impide la absolutización de la teoría, incluida ella misma. Se podría decir que la dialéctica negativa es la temporalización de aquello que se pretende a-temporal, un cronómetro que arrebata la incondicionalidad a lo que se presenta como eterno.
La dialéctica negativa denuncia toda racionalidad que funcione mediante exclusiones, pues no sirve para proteger lo humano. Más que una razón que engloba y unifica lo humano, tal y como afirma ser, la dialéctica hegeliana cercena, delimita qué debe ser lo humano e impugna todo lo que queda fuera por ser «irracional». La razón que busque proteger lo humano, dirá Adorno, debe ser hermenéutica e histórica, debe ser inclusiva con las nuevas subjetividades y debe aprehender las nuevas formas que toma la sociedad. Una razón verdaderamente inclusiva e incluyente no puede dejar fuera lo que no se acomode a su esquema vigente, sino que debe buscar una reformulación de su esquema capaz de incluir lo que antes no cabía en él.
La lógica de la Identidad, aquella que identifica cada parte con el todo y cada parte consigo misma, se queda corta para hablar de una realidad cambiante y abierta. El modelo «Sistema» se queda corto para aprehender una realidad impredecible. Enclaustrar lo estudiado en categorías cerradas solo sirve si el campo de estudio es limitado; no obstante, la realidad no lo es. Por lo tanto, los fundamentos últimos no pueden ser un punto de llegada en la labor filosófica. Si esta quiere ser fiel a su campo de estudio, esto es, a lo humano y al devenir de la realidad, solo pueden existir los argumentos fundamentados, y no los fundamentos últimos.
Una dialéctica que se aleje de la onto-metafísica tradicional no puede ser solo dinámica a la hora de aprehender la realidad, tal y como afirma ser la dialéctica hegeliana, sino que además debe dejar abierta la puerta a la evolución de aquello que aprehende. Cerrar los elementos sobre sí mismos para que una dialéctica cerrada sobre sí misma pueda aprehenderlos constituye un método tan deshonesto como insuficiente. Convertir la dialéctica en episteme –conocimiento definitivo– y no en doxa –interpretación de lo siempre cambiante–, tal y como pretendió Hegel, significa convertirla en una nueva metafísica, aquella precisamente de la que buscaba alejarse.
La meta de una praxis dialéctica, humanista y pluralista no debe ser la revelación de la esencia de la realidad, de la adaequatio entre teoría y realidad, sino el perfeccionamiento de nuestra praxis para que la indeterminación de la realidad sea una oportunidad, y no una condena. «Conocer» no debe tener una connotación epistémica, sino que debe tener una connotación práctica, creadora y demiúrgica. No es el conocimiento epistémico el que nos hace libres, sino nuestra capacidad para moldear una realidad en constante construcción.
La pregunta por la labor de la Filosofía no se puede seguir planteando en términos ontológicos: no se trata de preguntarnos si nos estamos desprendiendo de la doxa y acercándonos a la episteme, sino de aceptar, si queremos posibilitar la democracia y la construcción de la realidad, que el acercamiento a la realidad se traza a través de la doxa –interpretación–, y no de las doxai –opiniones subjetivas– ni de la episteme –conocimiento definitivo–.
Preguntarnos si la praxis que estamos desarrollando ofrece más beneficios que otras praxis a la hora de proteger lo humano y su diversidad es la prueba de su humanidad. Solo rechazando el camino que busca el «conocimiento puro» podremos hacernos cargo del camino que lleva a la creación del futuro. Solo deshaciéndonos de lo abstracto podremos hacernos cargo de lo concreto. Más que buscar lo que hay de común en las diferentes épocas y lugares –lo que, impertérritamente, se había llamado «lo objetivo» y lo «universal»–, debemos localizar lo que no queremos seguir teniendo en común con otras épocas y lugares, y contribuir para cambiarlo. La Filosofía, como herramienta crítica, contextual y creadora, debe ayudarnos en esa labor.
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Sheila López-Pérez es defensora universitaria de la Universidad Isabel I. Doctora en Filosofía Moral y Política por las Universidades de Salamanca y Valladolid.
Líneas de investigación:
Teoría crítica de la primera Escuela de Frankfurt, la relación entre cultura y sociedad y la actualidad de la democracia.
Publicaciones recientes:
Sobre la violencia en las películas de Pasolini, Filmhistoria online, Vol. 32, nº 2, 2022 (https://revistes.ub.edu/index.php/filmhistoria/article/view/41346)
El “hiperrealismo” en la cultura como imposibilidad de cambio en la política: la incapacidad para imaginar futuros alternativos analizada a través de Danto, Fisher y la escuela de Frankfurt, Ágora: papeles de filosofía, Vol. 41, nº2, 2022 (https://revistas.usc.gal/index.php/agora/article/view/8134/11702)
Email: sheila.lopez@ui1.es
1 La lógica formal es la lógica aristotélica (A=A), la cual se basa en un imperativo: todo elemento de la realidad es esencialmente la misma cosa en todo momento de su historia. Esto significa que ni el contexto, ni el tiempo, ni la autodeterminación pueden modificar la esencia de los elementos: solo modifican sus accidentes. Por lo tanto, aunque a primera vista algo parezca cambiar a lo largo del tiempo, en realidad solo cambia su apariencia, mientras que su esencia es incambiable y se encamina a un fin prefijado de antemano.
© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº2 (2023), pp. 49-65. ISSN: 1136-4076
Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras
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