La voluntad de arte en Nietzsche:
una propuesta para una estética de los afectos

The Will to Art in Nietzsche:
A Proposal for an Aesthetics of Affections

SERGIO CASADO CHAMIZO

Universidad de Salamanca

Recibido: 05/03/22 Aceptado: 14/09/22

RESUMEN

Este texto plantea una lectura del pensamiento estético del joven Nietzsche a través de la estética de las pasiones y las repercusiones en su teoría de la voluntad de poder. Se analiza el desarrollo intelectual desde El nacimiento de la tragedia hasta su conversión psicofisiológica del arte en la etapa de madurez, a la vez que se estudia la repercusión de esta evolución en su planteamiento desde la psicología de los afectos. De esta forma, aunque es cierto que el transcurso intelectual de Nietzsche cambia en el momento que abandona la metafísica del artista, continúa ahondando en una propuesta estética desde las tendencias afectivas de la psicología y el cuerpo.

PALABRAS CLAVE

Nietzsche, Voluntad de poder, Estética de las pasiones,
Psicología de los afectos, Voluntad de arte

ABSTRACT

This paper proposes a reading of the aesthetic thought of the young Nietzsche through the aesthetics of the passions and the repercussions on his theory of the will to power. It analyses his intellectual development from The Birth of Tragedy to his psychophysiological conversion of art in his mature stage, while at the same time studying the repercussions of this evolution on his approach from the psychology of the affections. In this way, although it is true that Nietzsche’s intellectual course changes now, he abandons the metaphysics of the artist, he continues to delve into an aesthetic proposal from the affective tendencies of psychology and the body.

KEYWORDS

Nietzsche, Will to Power, Aesthetics of the Passions,
Psychology of the Affections, Will to Art

  1. Introducción: la pertinencia de una estética de los afectos

    La filosofía de Nietzsche ha sido categorizada de formas muy diversas sin llegar todavía a un acuerdo sobre el lugar que ocupan numerosos aspectos de su pensamiento estético y qué relación guarda con el resto del análisis que lleva a cabo. No resulta fácil hacerlo desde lecturas cerradas como se propusieron al principio aquellos que se acercaron a sus textos. Por ello, el examen realizado en este artículo propone un acercamiento al pensamiento de Nietzsche desde una vertiente transversal en la que se dan cita la psicología y la estética. De esta forma, se advierte la faceta de Nietzsche como psicólogo de la cultura desde la dimensión de los afectos, en relación con el análisis de diferentes sentimientos subjetivos que el filósofo sitúa entre el arte y la moral (OC I «Humano, demasiado humano», 94-95; cf. FP II, 22[107], 322; y Astor 2018, 179-180).1

    De esta manera, resulta oportuno comenzar este estudio a partir del abordaje a una serie de cuestiones terminológicas que tratan de aclarar a qué se hace referencia con «estética de los afectos» y de qué forma una teoría sobre los afectos está presente en el pensamiento de Nietzsche. Ante esto, es necesario ser concisos y decir que, si bien es cierto que esta dimensión afectiva de la experiencia estética se encuentra en estrecha relación con dimensiones más aceptadas desde la filosofía de las pasiones, una dimensión afectiva de la estética cuenta con una serie de particularidades que deben ser revisadas y analizadas para esta dimensión afectiva del arte en la filosofía del Nietzsche.

    Una reflexión acerca de las pasiones resulta interesante en cuanto supone un tema de interés a lo largo del proceso de la historia de la filosofía. Desde que Aristóteles introdujese la pasión entre las categorías para predicar algo sobre el ser, el interés por esta cuestión se ha venido dando, especialmente, entre la ontología y la ética:

    Sólo dos caminos maestros se abren efectivamente, en las grandes filosofías, a quien pretenda desatar los nudos del querer. El primero consiste en desbloquear las fuerzas anteriormente reprimidas, inmovilizadas e inutilizadas de las pasiones y de los deseos, incrementando la intensidad en vista de un crecimiento paralelo de la “alegría” y de la potencia de existir del individuo […]. El segundo en confiarse a una entidad que esté simultáneamente dentro y fuera del individuo, esto es, a un poder capaz de meditar desde el interior la singularidad y la universalidad (Bodei 1995, 28).

    En este sentido, la filosofía ha considerado la reflexión acerca de las pasiones como un lugar común para desarrollar sus críticas acerca de las conductas y reflexiones que no se ajustaban a los dictámenes de la razón práctica. Por ello, las pasiones han quedado recluidas en un espacio negativo debido a su inmediata asociación a sentimientos producidos por cosas o estados de cosas que no guardaban relación cognoscitiva con el mundo. Es decir, del padecimiento de una acción o afecto que causa un determinado sentimiento en el sujeto que no estaba vinculado a la razón cognoscitiva por los esquemas epistemológicos tradicionales. Sin embargo, eso no quita que una reflexión acerca de las pasiones se haya dedicado a analizar aspectos vinculados a la experiencia afectiva de la realidad. Esto supone asumir las fuerzas sensibles del mundo que interactúan tanto con el cuerpo como con el ánimo desde fuera de la subjetividad, pero sin salir de ella.

    Si bien es cierto que con esto se comienzan a perfilar los fenómenos que afectan de un modo psicológico nuestra sensibilidad, no podemos dejar de lado que Kant (2007) propone en la Crítica del juicio una cuestión esencial que lo sitúa más allá de su férrea aversión a esta dimensión humana: la distinción entre sensación, sentimiento, pasión y emoción (223, 226 y 273). Proponer una particularización entre emoción y pasión supone establecer un lugar de análisis y de reconocimiento para todo un conjunto de aspectos afectivos que se expresan como consecuencia de una «respuesta orgánica a un estímulo placentero o doloroso para la sensibilidad» (González 2015, 79-81). Sin embargo, resulta conveniente adelantar que una fijación por esta dimensión supone un especial problema en un contexto donde se trata de defender la autonomía del arte:

    La problematicidad de la emoción en la estética moderna está, por tanto, en estrecha unión con la autonomía como ideal y como valor. La autonomía del arte y de la estética como ámbitos, y de lo artístico y de lo estético como experiencias, presupone, por una parte, la determinación de una identidad, de una entidad y de una especificidad –la de esos ámbitos y experiencias, alumbrados en la Modernidad como característicos–, y, por otra, el señalamiento de un ideario y un programa de emancipación de tales identidades frente a las instancias que las han condicionado históricamente (Infante 2020, 364).

    Aunque esto es cierto, un programa que reivindique la autonomía del arte ha de ser coherente con una reflexión práctica acerca de la experiencia de la obra en el transcurso de la vida de los sujetos. Aquí, las emociones entran en esa dimensión más social del arte. Lo que sucede, como bien señalaron Adorno o Bercht, no es que el arte deba posicionarse en una instancia trascendental fuera de la dimensión práctica, desapegado del espacio de las emociones; tampoco defender la autonomía desde una idea del placer desinteresado del arte; sino que ese programa de emancipación se inserta en un espacio interesado donde el arte produce una serie de emociones en el espectador: «el arte sigue suscitando emociones, pero estas ya no tiñen con su tono ni desvían con su finalidad la acción del arte» (Infante 2020, 379-380). Más bien, el arte se sirve de su potencial capacidad de producir emociones, de sus categorías y su expresión lingüística para seguir jugando en el espacio de las acciones humanas, abriendo sus regímenes y disolviendo las barreras que separan al artista del espectador.

    El debate se encuentra en si asumir que estas emociones no cuentan con ningún tipo de contenido cognitivo –Kant–, desarrollado a partir de lo que actualmente se ha venido llamando «feeling theory of emotion» (Whiting 2009), o, por el contrario, aceptar que estas emociones son perceptibles y expresables a través del lenguaje desde lo que se ha venido llamando «teoría cognitiva de las emociones» (Solomon 1983, 145). Aventurar de plano una asunción de una de estas posiciones es imposible, pues ambas teorías desarrollan una serie de ideas muy interesantes para la filosofía y psicología de los afectos. En este sentido, autores como Uriah Kriegel han propuesto una disposición intermedia desde la «new feeling theory of emotions», que atiende a las dimensiones somáticas de la emoción, propuestas desde la teoría de la emoción más organicista de William James como fenomenología de la emoción, y que incluye una dimensión cognitiva por la cual las emociones darían acceso a un contenido epistémico (Kriegel 2014, 435-436).

    De este modo, se adecúan los estados psicológicos a un entramado filosófico que, aun con todo, no resulta original. Algo como esto ya fue propuesto en su momento por Spinoza. Diversos estudios se han detenido en la influencia del pensamiento spinozista en la psicología de los afectos (Damasio 2013) y, de igual medida, en la filosofía y estética de la voluntad de Nietzsche (De Pablos 2016). Resumiendo: la forma en que somos afectados sensible y psicológicamente alteran nuestra forma de conocer y estar en el mundo a niveles en los que las relaciones entre los modos –los individuos y las cosas– suponen un nivel de acceso cognitivo a nuestra forma de ser y de pensar. De este modo, Spinoza defiende que las formas en que los modos son afectados entre sí y la realidad influye en el conato sustancial de perduración en la existencia y en el aumento –alegría– o disminución –tristeza– de nuestra potencia de obrar. En este sentido, y entrelazando con el pensamiento nietzscheano, los diversos mecanismos con los que transformamos la realidad a través del lenguaje y las imágenes suponen siempre una alteración de nuestra afectividad y, por tanto, una forma de acrecentar o disminuir nuestra potencia de obrar estéticamente. Mas adelante quedará mejor perfilada esta idea, pero desde aquí se aprecia la comunicación entre los vínculos afectivos de los modos y la repercusión en la potencial capacidad de obrar en su voluntad creativa.2

    La pretensión de esta propuesta, por un lado, trata de formular una crítica de los sistemas racionalizantes de la Modernidad y, por otro, de exponer un acceso a las constituciones más profundas de la psique humana desde sus creaciones artísticas como incentivo del deseo irracional. Desde este nuevo paradigma, que diluye la sólida distinción mente-cuerpo desde una propuesta afectiva de la sensibilidad, la dimensión pasional se traslada al espacio que las emociones ocupan en la psicología. De este modo, el deseo se desplaza a ser una posibilidad de acción:

    La fuerza victoriosa del deseo que pasa a través de las resistencias metaboliza las pasiones en afectos, transformándolas en energías que conducen, sin sacrificios inútiles, hacia una mayor seguridad, alegría y beatitud. Al mismo tiempo libera la rígida “musculatura” de la razón y de la voluntad modificando la actitud sustancialmente cerrada, todavía marcada por el miedo frente al desorden de las pasiones (Bodei 1995, 72).

    A partir de aquí, resulta fácil apuntar que la distinción entre pasión y emoción apunta al estatus epistemológico, ontológico o psicológico del sujeto en tanto que padece una acción –pasión– o en tanto que un determinado estado mental, pensamiento o afecto permite un acto de reflexividad –emoción–. Al mismo tiempo, esto apunta a una cuestión terminológica, para nada desdeñable, desde la que la psicología, en su pretensión de separarse de conceptos que han sido considerados propios de la filosofía, la metafísica y la ética, trata de salvar las distancias en aras de guardar su individualidad y estatus como ciencia. Sin embargo, no deja de ser cierto que esta posibilidad de estudiar ambas dimensiones por separado ha reportado una serie de teorías acerca de las emociones, los sentimientos y los afectos en estrecha relación con propuestas más cercanas a la filosofía de la mente o la psicología cognitiva, que permiten desarrollar una serie de reflexiones acerca de la estética y la psicología del arte:

    La demora en la manifestación externa es el rasgo distintivo de una emoción artística y la razón de su extraordinario poder. Podemos demostrar que el arte es una emoción central, una emoción que se libera en el córtex cerebral. Las emociones que el arte suscita son emociones inteligentes. En vez de manifestarse en forma de ataques o de un temblor en los puños, suelen liberarse en imágenes de la fantasía. Diderot dice que un actor llora lágrimas de verdad, pero las lágrimas proceden de su celebro; de modo que lo que expresa es la esencia de su reacción artística. (Vigotsky 2006, 201).

    Esta precisión tiene como propósito estudiar la experiencia estética de la obra de arte desde una vertiente psicológica y afectiva en la filosofía de Nietzsche a través de la categoría de la voluntad de arte. Para esto es requisito indispensable apuntar a esa faceta de su pensamiento y desarrollar el papel que juega esa categoría en una red de «conceptos y de sentimientos» relacionados con esa fenomenología y una fisiología (OC III «De la genealogía de la moral» I §17, 483). Entonces, se vuelve inevitable justificar esta vertiente afectiva en la filosofía de Nietzsche desde un acercamiento a sus postulados acerca de los principios ontológicos que procuran la creatividad.

  2. La voluntad como esencia en el reencuentro con la naturaleza: embriaguez y ficción del mundo

    Habida cuenta de las dimensiones que Nietzsche transita para proponer una filosofía del arte en correlación con todo su entramado filosófico circundante, las primeras aproximaciones que lleva a cabo en su abordaje crítico al análisis de la psicología occidental llevan implícitos una reconsideración de los principios metafísicos a través de un acercamiento estrecho a Schopenhauer (CO I [545], 458). Esto será crucial para su pensamiento, pues supone la entrada a una reflexión acerca de la voluntad desde otro paradigma. Pero, aunque el joven Nietzsche encuentre en esta filosofía un punto de apoyo, no deja de lado un conato de originalidad a la hora de plantear un trasvase entre la metafísica de la voluntad de su maestro y la naciente concepción de su metafísica del artista con la categoría de lo dionisíaco como eje central.

    II.1. La voluntad trágica: Schopenhauer como educador

    En nuestra aproximación a las bases intelectuales de Nietzsche hemos reflejado que con Spinoza se produce un acercamiento a cuestiones de tipo metafísico, pero sobre todo en lo concerniente a la introducción de la afectividad y el cuerpo. No obstante, no deja de ser cierto que desde aquí podría haber extraído un principio ontológico fundamental sin plegarse a las determinaciones racionales contra las que se enfrenta desde el principio: «Por lo que toca al deseo, éste es la esencia o naturaleza misma de cada cual, en cuanto se la concibe como determinada a obrar algo en virtud de una constitución cualquiera dada» (E3P56s). Es decir, esta influencia spinozista permite extraer una constitución fundamental e irracional que se adentra en lo más profundo del ser humano. Esto no supone decir que haya un carácter de voluntad positivo, pues, hasta que llegue Kant, la voluntad se comprende como impulso ciego sin acceso al conocimiento.

    El Romanticismo postkantiano supone un momento de reconstrucción de muchas formas de pensamiento no exentas de contradicción. Durante este periodo, los diferentes pensadores tratarán de dilucidar toda una serie de elementos que Kant había puesto sobre la mesa y que debían introducirse en un plano ontoepistémico de corte dialéctico. En este sentido, los autores de este período propondrán una serie de sistemas dialécticos que sean capaces de estabilizar los puntos débiles del pensamiento kantiano. Entre estas, nos encontramos la inversión de la metafísica racional que propone Schopenhauer: «la voluntad, inconsciente en su mayor parte, controla la conciencia. El amor y el odio falsifican enteramente el juicio. Aquello a lo que se resiste el corazón no tiene entrada en la cabeza. Estos puntos de vista pertenecen a la nueva imagen del hombre que acuña Schopenhauer» (Spierling 1995, 24).

    En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer dispone un entramado metafísico establecido sobre esos dos ejes fundamentales. El mundo puede definirse como un juego de representaciones instauradas desde un principio fundamental que no se reconoce por el espíritu racional hegeliano, sino por la voluntad como fuerza metafísica creadora de representaciones (Schopenhauer 2016, 52). La mirada pesimista con la que mira el mundo lleva a entender el conjunto de representaciones de la voluntad como engaños agradables que nos excitan y exigen un deseo de continuar en una vida dramática:

    Entre el querer y el alcanzar discurre toda la vida humana. El deseo es por naturaleza dolor: la consecución genera rápidamente saciedad: el fin era solo aparente: la posesión hace desaparecer el estímulo: el deseo, la necesidad, se hace sentir otra vez bajo una forma nueva: y si no, aparece la monotonía, el vacío, el aburrimiento, contra los cuales la lucha es tan penosa como contra la necesidad (ibid., 371).

    La fórmula del filósofo pesimista pasa por el desgarramiento de esos velos para negar los deseos de la voluntad y liberarnos del engaño del principio de individuación –velo de Maya–. Si este principio ontológico que gobierna el mundo y establece esas representaciones para hacer la vida más deseable solo genera un constante empeño por desear más, por la repetición del dolor del mundo, Schopenhauer propone un ejercicio ascético de desprendimiento de la voluntad. En este sentido, el arte actúa como un modo de acceso metafísicamente privilegiado a las ideas en el momento que se objetiva en ellas, haciendo así que la contemplación estética desinteresada se convierta en un modo de liberación de las necesidades impresas por la voluntad: «A quien pretenda liberarse del dolor, no le resta otro camino que la negación de la voluntad. La vía que ha de recorrer para ello es la única que tiene a su disposición: el camino del arte como instancia salvadora» (Martín 1989, 115). De este modo, la voluntad objetiva sus ideas en el mundo y el arte se presenta como un modo de acceso para calmar la necesidad. No obstante, estas imágenes no dejan de ser consentimientos al deseo de la voluntad, apaciguándolo momentáneamente. Esto solo es posible superarlo mediante la música, que no es representación de imágenes, sino expresión de la propia voluntad: «la música es una objetivación e imagen de la voluntad tan inmediata como lo es el mundo mismo e incluso como lo son las ideas» porque «la música no es en modo alguno, como las demás artes, la copia de las ideas sino la copia de la voluntad misma cuya objetividad son también las ideas: por eso el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las demás artes: pues estas solo hablan de la sombra, ella del ser» (Schopenhauer 2016, 313). En este punto es donde Nietzsche empieza a edificar la dimensión artística de su filosofía en El nacimiento de la tragedia y formular las correspondientes desavenencias con su maestro.

    La propuesta de Schopenhauer resulta de gran interés porque desde este planteamiento está defendiendo que toda la experiencia del mundo es intrínsecamente estética, como después hará su discípulo. En el arte –especialmente en la tragedia y en la música– hay un modo de expresión de la naturaleza que afecta a la voluntad para abandonar la representación. Nietzsche retoma esta idea y asume esa instancia metafísica del mundo insertándola en las creaciones humanas: «el arte es la tarea suprema y la actividad propiamente metafísica de esta vida» (OC I «El nacimiento de la tragedia», 337). No está diciendo que el arte sea una instancia metafísica, sino que el arte es la constitución propiamente de nuestra esencia y, en ese sentido, puede leerse como una metafísica. Pero no solo eso, sino que radicaliza la noción de «apariencia» haciendo que penetre en las creaciones de la voluntad para habitarla y abrazar todas las posibilidades que pueda ofrecer para afirmar la vida.

    Mientras Schopenhauer proponía abandonar el deseo de afección de la voluntad para diluirse en la nada y escapar de la repetición del dolor del mundo, Nietzsche propone una metafísica del artista en sintonía con esta propuesta. Pero no considera que las creaciones de la voluntad vayan dirigidas a narcotizar y apaciguar su deseo, sino a proponer, al modo griego, una reconciliación con la naturaleza: «Habrá una relación mutua de producción entre arte y hombre: sólo un hombre reconciliado con la naturaleza hará posible un arte veraz para el futuro, pero al arte le corresponde efectuar esa reconciliación» (Astor 2018, 146). Con esta idea de la metafísica del artista, Nietzsche plantea concebir el mundo como un juego de fuerzas creativas desde la voluntad de desear y crear imágenes o metáforas que contribuyan a la satisfacción de ese deseo y el aumento de la vida. La fuerza metafísica de esta propuesta nace tanto de una propuesta ontológica de la voluntad, como de las fuerzas intrínsecas de la naturaleza y el ser humano, representadas por las figuras de Apolo y Dionisos.

    Esta idea supone una doble declaración de intenciones: por un lado, hacer del fenómeno «una simbolización continua de la voluntad» (FP I, 5[80], 138) y, por otro, hacer de la apariencia la justificación de la vida: «La apariencia surge a partir de la estructura de la vida y es elevada al rango metafísico supremo como justificación de la potenciación de la vida» (Santiago 2004, 191). Por lo que, en consonancia con el vitalismo que estaba germinando y que florecerá posteriormente, Nietzsche aboga por una aceptación de la vida desde la fuerza artística de la voluntad que, dentro del espíritu romántico y artificioso de la cultura europea de su tiempo, ha devenido en la construcción de una serie de metáforas artísticas.

    Lo que cambia para Nietzsche, por tanto, es la disposición de esas fuerzas primordiales del ser humano, que pasaremos a comentar ahora, y que actúan artísticamente en la naturaleza para intensificar su vida y afectar alegremente para estimular su potencia. Las imágenes que esa voluntad crea desde el sueño apuntan a una procedencia estética que se inserta ontológicamente en la voluntad humana para adecuar el mundo a sus intereses. En otras palabras, en obrar artísticamente en ese frenesí de la vida para el devenir de las ficciones de la naturaleza.

    II.2. El sueño de Apolo y el frenesí de Dionisos
    desde el origen de la tragedia

    En la primera propuesta estética de Nietzsche hay una necesidad de metafísica que toma de Schopenhauer la dimensión ontológica de la voluntad. Desde nuestra propuesta, esta ontología recoge una dimensión afectiva desde la alegría spinozista como un estado emotivo de la conciencia y del cuerpo en disposición a aumentar la potencia de obrar. En este sentido, la necesidad de la voluntad desarrolla ese estado afectivo a través de la construcción de ficciones o apariencias en el mundo, poniendo en cuestión las coacciones que una dimensión que podríamos denominar como «realidad objetiva» tiene sobre ese deseo esencial de apariencia o necesidad de arte.

    Continuando con este desarrollo de la metafísica del artista desde la voluntad schopenhaueriana, el joven catedrático de Basilea asume esos principios ontológicos desde la proyección de sentidos en la naturaleza, haciendo del mundo un escenario de imágenes proyectadas. Lo que no asume es el establecimiento de esas disposiciones ficcionales desde el modelo polarizado de verdad/apariencia, que en el fondo sigue latente en el sistema de su maestro. Lo que sí defiende es que el mundo se ha constituido por todo un conjunto de axiomas e imágenes que han servido para abrigar –afectar– al ser humano y dotarnos de unas categorías suprasensibles incuestionables. Ante la hostilidad de la naturaleza bruta, esta estética nos lleva a fundamentar una reconciliación con lo real y así perpetúa el impulso fisiológico hacia la pervivencia plena de nuestra voluntad: «Pues yo te amo, oh, eternidad» (OC IV «Así habló Zaratustra», III, 16, 215). Nietzsche es consciente de que la voluntad que Schopenhauer había trasladado a la dimensión ontológica y primordial del ser humano permitía entender las construcciones humanas desde una forma de permanecer en la vida, pero que en el acceso al mundo solo era una forma de seguir inserto en esa polaridad para ver el mundo desde dentro:

    Pero al negar esta distinción de los mundos, se sustituye únicamente la distinción entre el interior y el exterior, que se consideran como la esencia y la apariencia, es decir cómo se consideraban dichos dos mundos. Al hacer de la voluntad la esencia del mundo, Schopenhauer sigue entendiendo el mundo como una ilusión, una apariencia, una representación (Deleuze 2019, 119).

    Esto es cierto, pero el joven Nietzsche no juzga que las tesis de Schopenhauer
    supongan un contrasentido con la pretensión de hacer de ese carácter ontológico-ficcional la definición de la naturaleza, sino que hace de esta contradicción, al más puro estilo romántico, un elemento de tensión histórica e intrahistórica desde las categorías de lo apolíneo y lo dionisíaco: «En contraposición con todos aquellos que se dedican a derivar las artes de un principio único», Nietzsche dispone «como fuente vital necesaria de toda obra de arte» una fluctuación ontológica y psicofisiológicas entre «dos divinidades artísticas de los griegos, Apolo y Dioniso», reconociendo en ellas «los representantes vivos e intuitivos de dos mundos artísticos que son distintos en su esencia más honda y en sus metas supremas» (OC I «Nacimiento de la tragedia», 16, 399; cf. Silk y Stern 1984, 288).

    Estas dos fuerzas constituyen la dimensión definitoriamente metafísica de la estética del primer Nietzsche y establecen el sustrato que densifica la propuesta de la metafísica del artista. Al extrapolar las fuerzas artísticas y trágicas a una dimensión ontológica desde dos divinidades o arquetipos de la psicología humana, Nietzsche constituye un entramado metafísico desde la esencia afectiva del deseo y sus modos de expresión psicológica desde la creatividad. Estas fuerzas suponen, en último término, dos metáforas del poder creativo del ser humano que se mueven en torno a la luz ordenadora y racional de Apolo y la embriaguez frenética y destructiva de Dionisos: «Mucho habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado, no sólo al discernimiento lógico, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo continuado del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco» (ibid., 1, 338; cf. Santiago 2004, 226).

    Ahora, se torna necesario entender esa fuerza ordenadora y artística que encarna Apolo para las artes desde la Antigua Grecia. Nietzsche alude a la facultad conceptualizadora y unificadora de la dimensión apolínea en cuanto sus creaciones llevan el sello del principio de individuación que Schopenhauer había delimitado y que Apolo representa con la serenidad y la prudencia propias de la racionalidad griega: «se podría designar a Apolo como la magnífica imagen divina del principium individuationis, con cuyos gestos y miradas nos hablarían todo el placer y toda la sabiduría de la “apariencia”, en compañía de su belleza» (ibid., 1, 340). En este sentido, Nietzsche funda un punto de inflexión en las reflexiones aportadas sobre la apariencia desde el orden equilibrado y mesurado apolíneo, que separa las dimensiones entre la realidad y la apariencia.

    De esta forma, las fuerzas creativas, que los griegos ya habían establecido con esta figura, instauran las posibilidades de delimitación mesurada con el orden caótico y hostil de la naturaleza bruta. Pero tanto el arte como la cultura griega no se reconocen únicamente por esta dimensión de imposición de máscaras, sino que en un acceso a la divinidad dejan expresar su instinto de embriaguez etílica y sexual:

    Aquellas agitaciones dionisíacas, en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta el completo olvido de sí mismo, se despiertan bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que hablan en himnos todos los seres humanos y todos los pueblos originarios, o bien en la violenta inminencia de la primavera, que con placer sé infiltra por toda la naturaleza (loc. cit.).

    Desde esta delimitación que nos propone Nietzsche en el comienzo de su primera gran obra, donde ya establece «el eje central de toda su metafísica de artista» (Santiago 2004, 223), se aprecia una polarización ambigua que no termina de adecuarse con lo que otras investigaciones han aportado acerca del rol de estas deidades en el espacio de la escenificación de la vida helena. Bien es cierto que la propuesta de Nietzsche acerca del origen de la tragedia, especialmente la dimensión de lo apolíneo y lo dionisíaco, ha pasado a mejor vida en el plano de los estudios culturales y filológicos (Silk y Stern 1984, 266). Sin embargo, tampoco deja de ser cierto que Nietzsche sitúa estas dos fuerzas creativas del ser humano en las instancias fisiológicas y psicológicas del sueño y la embriaguez como formas de expresión metafísica de estas fuerzas.

    Con todo, desde estas notas psicofisiológicas y ontológicas, Nietzsche apunta a una disolución de los contornos sin perder de vista lo que suponían ambas disposiciones en el pensamiento clásico: «Para el artista clásico, guardar la mesura no es renegar de una fuerte sensualidad, siempre latente y activa, sino sublimarla, hacerla inteligente» (Sánchez 2005, 175). Esto quiere decir que para el artista clásico no hay una pérdida de forma, al igual que tampoco hay una denigración de la emoción: «En la ebriedad dionisíaca están la sexualidad y la voluptuosidad: ninguna de ellas falta en lo apolíneo. Ha de haber además una diversidad de tempo entre ambos estados» (FP IV, 14[46], 522). De hecho, ya en El nacimiento de la tragedia sentencia que «¡Apolo no podía vivir sin Dioniso!» (OC I «El nacimiento de la tragedia», 4, 350).

    En esta diversidad de tempos se van sucediendo los momentos de mesura del carácter griego y los acontecimientos instintivos de las querencias más profundas, psicológicas y orgánicas del sujeto. De esta forma, el planteamiento de Nietzsche no supone ningún tipo de reducción entre planos como sí proponía Schopenhauer para desalojar toda posibilidad de reconciliación con el mundo y sus representaciones, negando las inclinaciones de la voluntad. Apolo crea en su estadio psicofiológico del sueño las imágenes del mundo con la intención de acomodarlo racionalmente a través de las bellas formas para salvar al ser humano de la naturaleza hostil: «La actividad apolínea no es fríamente contemplativa, sino una respuesta a una necesidad humana urgente, o sea, la necesidad de demarcación de un mundo intrínsecamente desordenado y caótico de otro “aparentemente” perfecto» (Santiago 2004, 233). En este gesto apolíneo, la creatividad constituye el transcurso de los acontecimientos sobre el mundo desde una fenomenología de las imágenes procedentes del acto creativo de la ensoñación. Desde estos sueños, la actividad artística concentra sus aspiraciones en el principio de individuación, estableciendo los límites entre los individuos y diluyendo su relación con el mundo.

    Este ha sido el problema que señala Nietzsche: las fuerzas apolíneas se han superpuesto a lo largo de la historia con un estatus ontológico y un contenido epistémico incuestionable a través de una metafísica artística de la verdad. Sin embargo, en el mundo griego no se daba esta anulación porque el sueño apolíneo y el frenesí dionisíaco se desarrollaban conjuntamente: «el arte en sentido estricto, es decir, como producción estética del hombre, es sólo un derivado de las fuerzas creadoras instaladas en la naturaleza misma» (ibid., 232). Nietzsche apunta a que no es tanto una adecuación trascendental al modo hegeliano, sino una adecuación desde la fuerza de la naturaleza que se expresa desde la embriaguez dionisíaca en el espacio creativo de verdades: «Como los primeros románticos, reclama la fuerza mitopoiética del logos para leer en el inagotable libro de la naturaleza esos otros signos que la ciencia moderna ignora» (Barrios 2005, 47). Aquí es donde Nietzsche repara en el encuentro de ambas fuerzas de esta metafísica en la tragedia griega, que nace del reconocimiento de los poderes más profundos e irracionales del individuo, y que en su tiempo renace gracias a la ópera trágica de Richard Wagner. En sus tragedias expresa una adecuación o reconciliación de las fuerzas de la obra de arte total como ocurría para los griegos: «reconozco la única forma de vida en la griega: y considero a Wagner como el paso más noble para que esta renazca» (FP I, 9[34], 255). Por tanto, habrá que dar ese paso para que nuestro autor nos revele el fondo de su propuesta estética.

    II.3. La visión dionisíaca del mundo: el caso Wagner

    El drama wagneriano supone para el joven Nietzsche una adecuación sensible y artística de los postulados metafísicos de la voluntad schopenhaueriana homogeneizada con el estilo clásico. No podía ser de otra manera que una recurrencia de este tipo sitúe al drama de Wagner en el resurgimiento de la tragedia desde las artes musicales:

    de acuerdo con la doctrina de Schopenhauer, nosotros entendemos la música como el lenguaje inmediato de la voluntad y sentimos incitada nuestra fantasía a dar forma a aquel mundo de espíritus que nos habla, mundo invisible y, sin embargo, tan vivamente pleno de movimiento, y a darle cuerpo para nosotros en un ejemplo análogo (OC I «El nacimiento de la tragedia», 16, 402).

    Mediante la recurrencia de temas mitológicos, especialmente representados en la tetralogía El anillo del Nibelungo y Tristán e Isolda, el compositor alemán trata de conjugar, por una parte, una visión estética de la realidad adaptando la filosofía de la voluntad de Schopenhauer, y por otra un compromiso político-social de servir a la creación de un sentimiento unificado del pueblo alemán (Rosa 2015, 8). Con el drama quería emular las mismas funciones que la tragedia había tenido para los griegos y adentrarse así en el desarrollo de una psicología que trascienda las limitaciones para contribuir a la creación de un sentimiento nacional desde sus orígenes mitológicos.

    Al margen de estas intenciones, la ópera de Wagner se adentra en este entramado estético que propone Nietzsche desde el juego dialéctico entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Ambos encarnan un ideal mitológico en la constitución de un gran arte, de un genio artista y de una manifestación del espíritu de la nación alemana en una arquitectura trágica donde el logos se encuentra con el mito en la reconciliación con el mundo:

    Nietzsche experimenta el drama musical de Wagner como un gran juego dionisíaco del mundo. Para adquirir conciencia de esta vivencia, aplica a Wagner su distinción entre apolíneo y dionisíaco. Son apolíneos los destinos y caracteres de las figuras individuales, su hablar y actuar, sus conflictos y competiciones. Pero el sonido de fondo es lo dionisíaco; allí sin duda hay también diferencias, que la técnica wagneriana del motivo director acentúa explícitamente; y, sin embargo, todo lo diferente vuelve a hundirse siempre en el mar del sonido. La embriaguez de la música dionisíaca disuelve las máscaras del carácter en favor de un simpatético sentimiento de totalidad y unidad. La música wagneriana es para Nietzsche un acontecimiento mítico porque expresa la unidad de lo vivo (Safranski 2019, 105).

    A través del uso de los leitmotivs, los personajes que forman la historia de El Anillo quedan configurados por su principio de individuación. No obstante, crea un entorno o ambiente general que circunda la historia en torno a la superación de la limitación con el plan de Wotan o los sentimientos que mueven a los personajes determinados por sus deseos y afectos (Wagner 1986: 60-67, cf. Seung 2006, 302-309). En este sentido, los diferentes elementos estéticos que transitan sobre la música, la poesía, la danza en particular quedan escenificados como un todo, siguiendo la pretensión de crear esa obra de arte total propia de la tragedia griega:

    Con su forma tetralógica, [El Anillo] recuerda a las composiciones que los trágicos griegos preparaban para los festivales de Dionisos. Pero debemos destacar una diferencia en el proceso creativo: la obra trágica helena tiene sus bases en una religión que celebra la vida –la vida como algo cruel, doloroso y cuya naturaleza debemos aceptar–, mientras que la obra de Wagner, con un trasfondo cultural europeo, que tiene sus bases en el cristianismo, se basa en una religión que niega la vida: Wagner en cada una de sus óperas crea mundos imaginarios, donde se desarrollan cada una de las tramas (Rosa 2015, 9-10).

    Los dramas que siguen esta tónica desde el panorama romántico y schopenhaueriano permanecen sin resolverse. Si nos dirigimos al Tristán, apreciamos que la dinámica pesimista ante la renuncia de la voluntad continúa, aunque en muchos se pone de relieve con gran presencia la dimensión dionisíaca del pathos trágico, sobre todo en el sentimiento de amor de Isolda. Mediante las transmutaciones que se producen tras la ingesta del filtro, Tristán encarna un modelo de conducta representado por la vacuidad y el convencionalismo de las apariencias mesuradas, propias de lo apolíneo, que, en conjunción con la dimensión amorosa de Isolda, transita hacia instancias psicológicas pasionales y desiderativas. Aquí Apolo y Dionisos se unen en fraternal abrazo, pero en el drama de Wagner queda sublimado: «Tristán pasará del día a la noche y comenzará un amor que culminará en el dejar de desear. Lo dionisiaco, esa voluntad de Isolda que acaba en la anulación de la voluntad, es lo trágico, es el espíritu de la música que Schopenhauer tanto ponderó» (Salmerón 2012, 133).

    De esta forma, la pretensión de conjugar la propuesta de la voluntad, como fuerza ontológica creativa, con la metafísica del artista schopenahueriana termina por entrar en crisis cuando los elementos que Nietzsche introduce acerca de la voluntad no concuerdan con esta visión desarraigada de su mentor. Siguiendo este programa, la ópera wagneriana circunscribe un talante sintético de la voluntad del mundo a través de la música y de la escena, de la forma y del universal, para «crear una continuidad y unidad temporal con la disolución continua de cualquier elemento individualizado e identificable» (Sánchez 2005, 39). La nueva música y el nuevo drama que buscan entrar en el corazón de los alemanes tiene la impronta del pathos griego. De este modo, consigue que las diversas expresiones de Dionisos se den cita sin disponer un espacio emocional por la pasividad afectiva que exige al espectador. El drama wagneriano no suscribe el deseo de perdurar y de aumento de la alegría, de la potencia de obrar para el placer y el conocimiento. No permite la acción del intelecto para constituir una idea adecuada, sino que ese conato de potencialidad psicofisiológica, en tanto alegría que potencia al alma y al cuerpo por igual, queda eclipsado por el abigarramiento de figuras y tópicos moralizantes de la teología racional. En suma, el programa de la metafísica del artista en el drama de Wagner termina cayendo en la negación de la voluntad para alimentar la representación de valores cristianos que, para Nietzsche, suponen la negación de la vida y, por tanto, de la fuerza estética del ser humano.

    Aun así, esto no quiere decir que todo lo que indicase sobre Wagner esté equivocado, pero sí es cierto que Nietzsche mantiene las distancias con esas derivas metafísicas menos vitalistas e implicaciones políticas que no estaba dispuesto a tolerar. No obstante, a partir del giro psicológico en Humano, demasiado humano, el carácter trágico del mundo en el desenvolvimiento y descubrimiento de las fuerzas apolíneas y dionisíacas seguían estando presentes todavía con un aire metafísico, solo que sin apuntar a una trascendencia: «el propósito es el mismo, lo que cambia entre una etapa y otra es, sobre todo, el lenguaje […] al insistir cada vez más en la prioridad del cuerpo […] y rechazar las concepciones idealistas que afirman la trascendencia del espíritu humano» (Sánchez 2005, 271). En este sentido, las imágenes del instinto artístico coinciden en la toma de conciencia de la quietud de las apariencias que nos posicionan en el mundo a través de las experiencias oníricas.

    El problema con el que se encuentra Nietzsche es que no puede hacer eso desde una metafísica del artista, sino poniendo el énfasis en la fuerza creativa de la voluntad, desalojando de ella todo rastro de metafísica. En este sentido, a partir de esa separación con Wagner y Schopenhauer, empezará a producir una serie de reflexiones que transitan hacia una consciencia de la voluntad desde el cuerpo y el lenguaje en esas construcciones de la razón apolínea y el frenesí de la voluntad dionisíaca.

  3. La voluntad de poder como voluntad de arte

    La transición hacia posturas que tratan de desalojar la metafísica de la propuesta estética del segundo Nietzsche, más cercanas a la psicología, venía amparada por una pretensión gnoseológica y ontológica. En este sentido, la propuesta de la voluntad de poder se inserta en este marco teórico para proponer una teoría multidisciplinar que transita todos los lugares del conocimiento. De esta forma, entiende esta fuerza artística como un impulso transfigurador: «ponemos una transfiguración y plenitud en las cosas e inventamos con ella hasta que reflejan nuestra propia plenitud y placer de vivir» (FP IV, 9[102], 265). Esta fuerza transfiguradora guarda muchas acepciones en el planteamiento filosófico de nuestro autor, especialmente en el ámbito de la moral. Como se ha señalado, la fuerza artística configura un espacio de metáforas que determina la forma de ver, sentir y habitar el mundo, también de relacionarnos y afectarnos entre nosotros. Así, la afección que venía establecida por esa estética de la voluntad transita hacia la dimensión de los valores morales. En este punto, Nietzsche desarrolla que el sentido de la voluntad que había propuesto Schopenhauer debe entenderse no como un modo de continuar perdurando, sino de acrecentar afectivamente la plenitud del individuo en el entorno. Así, la voluntad no es un mero detenimiento, sino que, auspiciado por el sistema de Spinoza, el filósofo alemán afirma que el deseo expresado en esta voluntad trata de aumentar y de acrecentar su poder –alegría– desde el mundo para imponerse a él. Este deseo se expresa, de forma general, como voluntad de poder.

    Al igual que los valores estéticos, la moralidad no deja de ser categorías construidas subjetivamente e impuestas por una determinada voluntad general para el desarrollo de una interesada plenitud compartida por un grupo: «suponiendo que ponemos en las cosas ciertos valores, estos valores retroactúan sobre nosotros una vez que hemos olvidado que éramos los donantes» (FP IV, 5[19], 153). De modo que estas categorías axiológicas quedan auspiciadas por un mismo principio creativo y estético, en cuanto se circunscriben al ámbito de la creación de metáforas ordenadoras que aumentan o disminuyen la voluntad de poder. Así, el principio de creación continúa sin olvidar que las construcciones de esta voluntad no solo suponen ficciones de un individuo concreto, sino que pueden ser construcciones de un grupo general de personas con una serie de intenciones y disposiciones compartidas.

    A partir de aquí, Nietzsche está dando las bases teóricas al posterior posestructuralismo y, en el ámbito de la psicología, a la teoría general de sistemas y la teoría de la autodeterminación. La segunda es importante en cuanto toca a las percepciones de la necesidad y la motivación, aspectos que entran de lleno en la concepción de la psicología de los afectos y la emoción. Es importante tener en cuenta que la idea que Nietzsche está llevando a cabo desde una insistente propuesta psicológica queda abalada posteriormente por un conjunto de teorías que se han desarrollado en la psicología contemporánea de los afectos. En sintonía con lo que hemos venido defendiendo, este entramado relacional de fuerzas comprende en esta teoría al mismo tiempo «un esfuerzo para mantener su forma y un potencial para conseguirlo» (Brown y Stenner 2001, 88). En otras palabras, una puesta en práctica del poder de la voluntad para continuar en el ser y, por otro, para aumentar su potencia.

    La teoría de la autodeterminación, sugerida por los psicólogos Edward Deci y Richard Ryan, expone, de forma sintética, que las personas llevan a cabo sus acciones con vistas a obtener satisfacción desde el cumplimiento de un deseo o motivación y el crecimiento personal –particular o general–. Refiriéndose a este planteamiento con un enfoque dialéctico y orgánico, ambos conciben a los seres humanos como organismos vivos y activos con una serie de motivaciones que tratan de integrar y adecuar los ambientes a sus determinaciones y, a fin de cuentas, a satisfacer sus necesidades y deseos (Storer 2017, 107). Este esfuerzo motivacional dispone las condiciones generales ajenas al sujeto para facilitar las propias condiciones particulares en un juego de construcciones subjetivas con unas consecuencias afectivas, cognitivas y comportamentales (ibid., 108). Se trata de construir dialécticamente una serie de condiciones que permitan el desarrollo del propio individuo en deliberación con el entorno. Por tanto, supone establecer una determinación propia, consecuente con las propias delimitaciones del individuo y del ambiente, en aras del desarrollo y la satisfacción del deseo, proponiendo formas, estados, símbolos o figuras que luchan con aquellas que buscan el vaciamiento del mundo y anular esa inclinación. En términos nietzscheanos, se trata de «superar el nihilismo pasivo, el pesimismo de la debilidad, significa transformar el verdadero sentido de la voluntad que se convierte en voluntad de crear en “voluntad de poder” como arte» (Santiago 2000, 257). Toda voluntad de poder es, en principio y en último término, voluntad de ficción, de creación y de afección. La voluntad de poder guarda en su planteamiento una voluntad de arte.

    Es importante tener en cuenta que la perspectiva que Nietzsche está llevando a cabo a través de esta transición desde posturas metafísicas a posturas de carácter más inmanentes, científicas o, en este caso, psicológicas, tiene la pretensión de salvar su propuesta estética desde un sentido ontológico. La fuerza ontológica de la voluntad ya no se juega desde parámetros metafísicos que se pierden en abstracciones reductivas, sino que se abren a disposiciones desde la biología y la psicología, pero sin perder de vista el sustrato estético que inunda la fuerza creativa de la voluntad afectiva: «Psicología (teoría de los afectos) como morfología de la voluntad de poder» (FP IV 13[2], 505). Con la necesidad de transitar hacia la psicología tiene la intención de volver a la vida, a la pregunta por el hacer humano, insertando la fuerza creativa de Apolo y el frenesí de Dionisos desde la dimensión ontológica de la voluntad a la psicología humana: «Toda la psicología se ha quedado atascada hasta ahora en prejuicios y temores morales […]. Concebirla, como yo la concibo, como morfología y doctrina de la evaluación de la voluntad de poder» es algo que «no lo ha rozado nadie ni siquiera en sus pensamientos […]. Pues de ahora en adelante la psicología vuelve a ser el camino que conduce a los problemas fundamentales» (OC IV «Más allá del bien y del mal», §٢٣, ٣١٢-٣١٣). Lo que no supone decir que toda la producción artística del ser humano deba leerse en clave psicologista. El impulso estético ahora pasa de situarse en dimensiones metafísicas a hacerlo en instancias psicológicas, fundadas en disposiciones biológicas, físicas, históricas, sociales, políticas y, sobre todo, somático-afectivas.

    Entonces, Nietzsche parte de una concepción de la estética que toma la figura del artista como principio de toda experiencia estética, pero que no queda encerrada en sí misma determinando todo el acontecimiento. La voluntad de poder transita por diferentes dimensiones del ser humano, siempre desde una perspectiva artística y creativa, y permite una estética relacional desde ese cimiento de la afectividad y la potencia de obrar:

    De acuerdo con mi representación, cada cuerpo específico aspira a dominar el espacio entero y a extender su fuerza (–su voluntad de poder:) y a repeler todo lo que se opone a su expansión. Pero tropieza constantemente con aspiraciones iguales de otros cuerpos y acaba arreglándose («uniéndose») con aquellos que le son bastante afines: –así conspiran entonces juntos para lograr el poder. Y el proceso continúa… (FP IV 14[186], 608).

    Desde este planteamiento, Nietzsche deja claro que no le interesa fundar su programa de la voluntad fuera de un esquema teórico que no atañe al proyecto psicológico desde el cuerpo. Con ello ha situado la disposición fundamental del deseo y la motivación en las formas de afección desde la voluntad de poder como una constitución de la psicología humana. En este sentido, parecería que la experiencia estética se resuelve en un sentido hermenéutico, al menos en una primera instancia, si no fuese porque Nietzsche está situando todo el peso en una procedencia fenomenológica que atañe a la intencionalidad. Entonces, lo que debemos plantear es qué hacer con esa estética relacional desde la dimensión de los afectos y esta fenomenología de las imágenes en esta deriva antimetafísica del Nietzsche adulto, sin renunciar a los planteamientos precedentes acerca de la creación artística desde un estado psicofisiológico.

  4. Conclusiones

    Aunque ha quedado reflejado de forma constante la vertiente psicológica en el pensamiento estético y ontológico de Nietzsche, no sería adecuado concluir de facto que esta dimensión tiene la densidad adecuada para pensarlo como una propuesta propiamente psicológica. Con las debidas precauciones, se ha afirmado que, aunque Nietzsche abandona esta tentativa desde la metafísica del artista y defiende un giro a posturas más psicológicas en la segunda etapa desde Humano, demasiado humano, nunca abandona su especial atención por el cuerpo y su potencial generación de formas simbólicas y estéticas (Foucault 1988, 30). Al igual que nunca abandona la idea de que el cuerpo es una constitución de las formas en que esas construcciones de la razón y el ánimo nos afectan: «Todo espíritu acaba haciéndose visible en un cuerpo» (OC II, «Humano, demasiado humano», 60, 520).

    Con todo ello, y teniendo en cuenta las relaciones entre las fuerzas, Nietzsche está proponiendo una estética relacional que apunta a los modos en que las fuerzas se afectan mutuamente en este entramado creativo de imágenes. Lo que resalta por encima de todo es que esa estética afectiva tiene un principio ejecutor irracional que sustenta desde la voluntad de poder. Por tanto, el deseo de afectar y ser afectado por esas formas para adaptar el medio y las relaciones conforme al apetito de una voluntad de poder concreta, desarrolla un principio estético. La voluntad de poder se expresa estéticamente a través de la afectividad como una voluntad de arte.

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    Sergio Casado Chamizo es estudiante en el Programa de Doctorado en Filosofía de la Universidad de Salamanca. Graduado y Máster en Filosofía por la Universidad de Salamanca. Máster en Filosofía y Ética de las Relaciones por la Università degli Studi di Perugia.

    Líneas de investigación:

    Estéticas contemporáneas, Teoría de las Artes, Estética de la imagen, Estética y filosofía de las pasiones, obra y pensamiento de Susan Sontag, filosofía de Friedrich Nietzsche, filosofía de los afectos de Baruch Spinoza, estudios de género y LGTBIQ+.

    Publicaciones recientes:

    (2022) «La estetización discursiva del cuerpo femenino en la fotografía de Francesca Woodman». BRAC. Barcelona, Research, Art, Creation, vol. 10, n.º 2, pp. 48-73.

    (2021) «Entre Nietzsche y Spinoza: estética afectiva desde la voluntad de poder». Revista de Filosofía, vol. 46, n.º 2, pp. 293-312.

    Email: s.casado@usal.es

1 Cito las obras de Nietzsche siguiendo las ediciones de Obras completas y Fragmentos póstumos de Diego Sánchez Meca y la Correspondencia, de Luis E. Santiago Guervós. Haremos referencia a estas compilaciones mediante las siguientes formulaciones: OC (Obras completas) volumen, precedido del título de la obra entre comillas, alguna precisión si corresponde y la página; FP (Fragmentos póstumos) volumen, el número de referencia, el año y página; CO (Correspondencia) volumen, número de la carta y página.

2 Para profundizar sobre este diálogo entre las filosofías de Nietzsche y Spinoza, puede dirigirse a nuestro trabajo anterior (Casado 2021), además de los trabajos de (Roldán 2018), (Ávila 1985) y (Chirolla 1991).

© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº2 (2023), pp. 29-48. ISSN: 1136-4076

Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras

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