Filantropía y dignidad humana
Derechos humanos, epistemología y política
JUAN MANUEL CINCUNEGUI
Universitat de Barcelona
Recibido: 04/01/22 Aceptado:25/01/22
Resumen
En este artículo analizamos los límites intrínsecos de nociones como la «dignidad humana» y otros análogos interculturales a la luz de la asimetría ineludible que imponen las reglas inherentes de inclusión, exclusión y jerarquía de todo lenguaje. En este marco, analizamos la excepcionalidad que supone la dignidad humana para el concepto mismo de los derechos humanos. Sobre esa base, sostenemos que es imperativo mantener diferenciados los privilegios que reconocemos a los animales humanos, de los derechos que reconocemos a otros animales no humanos, sin que ello implique argumentar en desmedro de estos últimos. Finalmente, en el marco del análisis epistemológico y lingüístico, reconocemos el carácter paradójico e ineludible de los derechos humanos, que impone «violentamente» un orden de sentido que, en última instancia, parecen fundarse en la exclusiva voluntad del legislador.
Palabras clave:
Derechos humanos. Filantropía. Dignidad. Derechos de los animales. Epistemología. Política
Abstract
In this article we analyse the intrinsic limits of notions such as “human dignity» and other cross-cultural analogues in the light of the inescapable asymmetry imposed by the inherent rules of inclusion, exclusion and hierarchy of all language. In this framework, we analyse the exceptionality of human dignity for the very concept of human rights. On this basis, we argue that it is imperative to keep the privileges we recognise for human animals distinct from the rights we recognise for other non-human animals, without arguing to the detriment of the latter. Finally, within the framework of epistemological and linguistic analysis, we recognise the paradoxical and inescapable character of human rights, which “violently» impose an order of meaning that, ultimately, seem to be based on the exclusive will of the legislator.
Keywords
Human rights. Philanthropy. Dignity. Animal rights. Epistemology. Epistemology. Politics
Jean-Luc Nancy advierte que el adjetivo «humano», estrechamente asociado al valor ético que reconocemos al término «humanista», el cual connota cualidades de «compasión», «cuidado» y «caridad», parece estar basado en un axioma más o menos oculto de condescendencia. En este sentido, los derechos humanos parecerían estar alumbrados por un aura de «humanidad» y de «amistad» que prodiga el «rico, cultivado y dominante, que siente benevolencia, compasión [e incluso] lástima frente a la mala fortuna social de los otros».
Esta variante articulada de filantropía permite eludir, de acuerdo con Nancy, «la tentación de cambiar sustancialmente el orden social» (Nancy, 2014, p. 15). Como señala Pierre Ronsavallon, “aquí el lazo de la humanidad está en las antípodas de lo que constituye [una relación de] amistad». Estamos hablando más bien de filantropía: el mundo se reduce al simple reconocimiento de una misma pertenencia al género humano, cuya afirmación se limita a proclamar que se lucha contra el menoscabo de esta común humanidad entendida en su mínima expresión (Rosanvallon, 2012, p. 363)
La crítica de Nancy a la filantropía implícita en las interpretaciones de los derechos humanos va más allá de una denuncia a la mala consciencia por parte de sus adherentes o promotores. Apunta a una tácita negación de la misma «dignidad humana» que los derechos humanos, en su Declaración inaugural y en sus textos subsiguientes, pretenden proteger. Esta negación implícita no la encontramos en las normas, las cuales pueden justificarse como una formulación consensuada de los mínimos imprescindibles para el pleno desarrollo de cualquier proyecto humano, sino en la ideología subyacente que asume la conjugación de libertad y de progreso como el horizonte último de su justificación.
A esta crítica suma Nancy otro elemento. Si bien es cierto que la Declaración hace hincapié en el derecho que tienen los individuos y los pueblos a rebelarse contra la tiranía y la opresión de aquellos que no respetan el estado de derecho, fundado sobre los principios éticos que articulan los derechos humanos, hay que recordar que la tiranía y la opresión que denuncia la Declaración forman parte de un movimiento generalizado en su época contra el «fascismo», una denuncia que, al equiparar tiranía y opresión a las experiencias totalitarias de mediados del siglo XX, ha acabado impidiendo, implícitamente, que prestemos atención a otras formas de opresión y tiranía, deslegitimando las rebeliones frente a nuevas formas de poder (Nancy, 2014, p. 18).
Una antropología filosófica que enfatice, por un lado, el carácter autopoiético del animal lingüístico, pero que no permanezca cautiva frente a la ilusión de la autonomía y la razón, sino que reconozca nuestra condición intrínseca de vulnerabilidad frente al sufrimiento y la muerte en la constitución de nuestra identidad, debe ser capaz de dar cuenta de las respuestas culturalmente determinadas que suscitan esos universales ontológicos y existenciales. Eso significa, en principio, que una formulación ético-política como los derechos humanos no puede asumirse sin interrogar los presupuestos antropológicos que le subyacen, ni las circunstancias históricas que convocan su advenimiento.
En este contexto, el cuestionamiento filosófico de los derechos humanos debe comenzar indagando qué y quién es la persona, el agente humano, al que reconocemos un tipo muy especial de derechos no contributivos, inherentes e inalienables. Es decir, derechos que se reconocen independientemente de lo que los individuos tengan para ofrecer como contrapartida a las sociedades a las que pertenecen. Son derechos que no exigen «responsabilidad» alguna por parte de sus titulares para que estos le sean respetados, sino que se les reconoce por el mero hecho de su estatuto humano. O, para decirlo de otro modo: ¿qué tipo de ontología y qué clase de condición existencial tienen los seres humanos para que nos reconozcamos un tipo de prerrogativa diferencial a la del resto de los seres vivientes que habitan la Tierra?
Obviamente, existen buenas razones para pensar que otros seres vivientes merecen el reconocimiento explícito de ciertos derechos, que son merecedores de títulos de reconocimiento que conllevan la exigencia a los seres humanos (individual y colectivamente) a que restrinjan aquellos comportamientos que atentan contra el bienestar y la «dignidad» de esos seres (cualquiera sea el modo en que definamos la «dignidad» en este caso), o que promuevan aquellos comportamientos que resultan en su beneficio. Sin embargo, aunque es perfectamente legítimo y necesario, como señala Martha Nussbaum, la articulación y el reconocimiento de los derechos de los animales no humanos, y existen buenos argumentos que justifican la necesidad de ampliar nuestras «fronteras de la justicia» (Nussbaum, 2012), no parece recomendable equiparar los derechos humanos y los derechos de los animales no humanos hasta el punto de diluir completamente sus elementos diferenciales. Dice Nussbaum:
Cuando reflexionamos sobre el concepto de justicia global, pensamos típicamente en extender nuestras teorías de la justicia en el plano geográfico para incluir una mayor proporción de los seres humanos que hay sobre el planeta. También pensamos muchas veces en extenderlas en el plano temporal para atender a los intereses de personas futuras […] Es menos frecuente que pensemos […] en la necesidad de extender nuestras teorías de la justicia más allá del reino de lo humano, de abordar cuestiones relativas a los animales no humanos (M. Nussbaum, 2012, p. 41).
De acuerdo con la pensadora estadounidense, una de las dificultades para reconocer este tipo de derechos por parte de las teorías del contrato social ha sido que estas teorías justifican la posesión de los derechos en función de su origen: el contrato entre seres humanos racionales y adultos. Una dificultad que también anida en las diversas teorías basadas en la acción comunicativa. Estas teorías dificultan claramente el reconocimiento de los intereses de las criaturas no humanas. El problema, sostiene Nussbaum, es «confundir la cuestión “¿Quién diseña los principios de justicia?» con la de “¿Para quién se diseñan esos principios?»».
Sin embargo, este argumento puede servir para un doble propósito: (i) defender la excepcionalidad de los derechos humanos, (ii) sin renunciar al reconocimiento de los derechos de otros animales, cuyas formulaciones normativas y sus justificaciones, aunque sean análogas a las que conciernen a los derechos humanos, no pueden acabar equiparándose.
Respecto a lo primero, cabe señalar que el agente frente al cual se reclama el respeto a un derecho, sea el titular de ese derecho un ser humano o un animal no humano, solo puede ser alguien capaz de entender «en principio» lo que significa ser titular de un derecho, lo que exige al resto, en términos de adecuación del comportamiento, el cumplimiento de ese mandato. De este modo, admitimos que entre los animales humanos y los no humanos existe un hecho diferencial que debe tenerse en cuenta. El hecho diferencial es el lenguaje humano. El hecho de que el ser humano sea un tipo peculiar de animal, capaz de decirse a sí mismo, de autointerpretarse, descubrir lo que ha devenido como individuo, comunidad e incluso como especie, e inventar aquello en lo cual quiere transformarse (entre otras cosas, imponiéndose a sí mismo normas de conducta, y sujetándose a ellas, aún contra los propios impulsos biológicos que lo determinan parcialmente).
Es sobre este presupuesto que la ética de los derechos humanos confirma el estatuto especial de los seres humanos, articulado en el lenguaje de la «dignidad de la especie» y la igual dignidad de todos los individuos que la conforman. Obviamente «dignidad» es un término culturalmente controvertido. Sin embargo, en un espíritu análogo, otras tradiciones religiosas y filosóficas no occidentales reconocen de facto, o por medio de otros medios argumentales, el trato especial que merecen los seres humanos, justamente en vista de su peculiaridad. Dice Kateb:
Una implicación del igual estatuto de cada individuo como un ser único es que ninguna persona singular puede representar a la especie, aun cuando este sea un individuo ordinario o excepcional en diversos aspectos. Nadie puede representar (en el sentido de encarnar) la especie humana en un imaginario congreso de especies intelectuales en el universo. El estatuto de igualdad implica que la cuestión de qué individuo en la especie humana es de «mejor raza», menos aún «mejor apariencia», está completamente fuera de lugar. Por supuesto, las personas varían en lo que concierne a sus talentos y habilidades innatas, y en la manera de su aculturación, pero este hecho incontestable es irrelevante para el estatuto humano. Y lo que es más importante, ninguna persona, cualquiera sea su excelencia, puede encarnar adecuadamente una especie tan indefinida e indeterminada como la humanidad; la potencialidad de la especie siempre será actualizada de manera incompleta mientras dure, y sin ningún cambio sustancial en su legado biológico (Kateb, 2011, p. 9).
Esto no impide que, como señala el propio Kateb, esa «excepcionalidad» no deba estar acompañada por un profundo sentido de responsabilidad (hacia otras especies) y una acuciante experiencia de fragilidad. Es decir, no es óbice a la hora de reconocer que los animales no humanos, como advierte Nussbaum, «no son solo parte del decorado del mundo [sino] seres activos que tratan de vivir sus vidas» y con quienes «a menudo nos interponemos en su camino». Esto implica que, pese a las profundas divergencias y, por ello, los diferentes marcos normativos a los que estamos sujetos, en lo que respecta a los animales no humanos nos encontramos también frente a «un problema de justicia, y no solo frente a una ocasión para la caridad» (Nussbaum, 2012, p. 41).
En este contexto, resulta interesante recordar las críticas que expuso Hannah Arendt a las sociedades pioneras constituidas para proteger los derechos del hombre, promovidas y dirigidas por figuras marginales, juristas sin experiencia política, o filántropos profesionales, que acabaron produciendo una Declaración en la que destaca la asombrosa semejanza con el lenguaje y la composición utilizada por las sociedades creadas para prevenir la crueldad contra los animales (Arendt, 1968, p. 289).
La crítica de Nancy está bien vista: la Declaración contiene una secreta condescendencia, una superficialidad filantrópica en su formulación. Esta posibilidad de confundir los derechos humanos con los derechos de otros animales no humanos nos obliga a formular una antropología filosófica que nos permita (i) diferenciar lo que pretendemos cuando hablamos del reconocimiento a la dignidad de las personas humanas o la dignidad de otros animales no humanos; y (ii) establecer analogías entre los modos en los cuales los seres humanos experimentan el dolor, el sufrimiento, la insatisfacción, la impotencia y la finitud, y el modo en el cual experimentan el sufrimiento y la muerte otros animales no humanos. Para llegar a ello no necesitamos negarles el reconocimiento de sus derechos a los animales no humanos si nuestro objetivo final es lograr una «justicia global», como propone Nussbaum, sino afilar nuestro análisis para argumentar a favor de las distinciones cualitativas entre unos derechos y otros.
Cualquier discusión en torno a los derechos exige dar cuenta del sufrimiento, la vulnerabilidad y la mortalidad. Excepto para quienes se aferran a epistemologías dualistas que exigen imposibles ecuaciones de validación de los sentimientos ajenos, no parece de sentido común negar el sufrimiento de los animales no humanos, como tampoco parece sensible negar la aversión y temor ante la muerte que experimentan, a menos que aduzcamos intrincadas y artificiosas argumentaciones para demostrar a priori la inconmensurabilidad absoluta entre la experiencia de los animales humanos y otras especies, como una larga «tradición humanista» en Occidente se ha empecinado a hacer, con el fin de recortar la aplicabilidad de universalidad a un privilegiado círculo de hombres blancos y propietarios. También resulta interesante notar de qué manera las argumentaciones que justificaron (y aun justifican, en algunos casos) las exclusiones «humanas» exigidas, como las de las mujeres o los esclavos, fueron articuladas a través de formulaciones muy semejantes a las que se utilizan para la exclusión de los animales no humanos.
Ahora bien, mientras desde el marco general contractualista, la teoría específica de las capacidades de Martha Nussbaum defiende la necesidad de formular una teoría de la justicia (i) que se extienda de manera consecuente hasta las personas que sufren discapacidades físicas y mentales (las personas humanas más vulnerables), (ii) que trascienda las fronteras nacionales (especialmente para incluir refugiados y migrantes) y (iii) que incluya también, no solo en vista a consideraciones éticas, el dolor y la indignidad de los animales no humanos como una cuestión de justicia, Alasdair MacIntyre ha defendido insistentemente, a partir del marco de la ética de la virtud, que una antropología filosófica que no toma en consideración las continuidades y las discontinuidades entre los animales humanos y no humanos, que se articula de espaldas a nuestra condición encarnada, y por ello se encuentra fascinada exclusivamente con las etapas de nuestra vida en las que nos sentimos plenamente autónomos, sanos y racionales, excluyendo, en consecuencia, esas otras instancias de nuestras vidas, y las vidas de los otros, que no se ajustan a los criterios de una humanidad privilegiada. Según MacIntyre, los seres humanos somos «animales, dependientes y racionales». La exploración de estos tres términos «animalidad», «dependencia» y «racionalidad» es indispensable en la confección de una antropología filosófica y su plena realización, un imperativo en nuestra búsqueda de autocomprensión (Macintyre, 1999).
Por lo tanto, una antropología filosófica informada por la biología es imprescindible, no solo por las implicaciones que esto conlleva para nuestras concepciones de la justicia en lo que respecta a la extensión de su reconocimiento, sino también en relación con la comprensión de su alcance. Una antropología filosófica atenta a nuestra condición encarnada, consciente tanto de las continuidades y solapamientos de nuestra experiencia humana con la de otros animales no humanos, como a las discontinuidades que trae consigo nuestra condición histórica y cultural, deja atrás el triunfalismo y la ingenuidad ilustrada respecto a nuestra naturaleza, al reconocer la profundidad del sufrimiento, la vulnerabilidad y la dependencia que caracteriza la vida humana en su conjunto, poniendo con ello en entredicho la ciega ontología política que subyace a la noción humanista ilustrada centrada exclusivamente en la razón y la autonomía como esencia de lo humano.
Siguiendo la advertencia de Nancy, podemos decir: los derechos humanos contemporáneos se debaten (i) entre la «superficialidad» de la filantropía y la «profundidad» que supone la asunción plena de la responsabilidad compartida por el daño perpetrado en el pasado, (ii) entre el humanismo emotivista que despliega en su lenguaje y en su intervencionismo la petulante superioridad del rico frente al desafortunado, y la vergüenza de formar parte de una maquinaria que manufactura el horror actual. Después de todo, ¿cómo es posible que las incontestables responsabilidades del humanismo europeo en el advenimiento del «antisemitismo (y no solamente el odio a los judíos), del imperialismo (y no solamente la conquista) y el totalitarismo (y no solamente la dictadura)» (Arendt, 1968, p. xi) sean endilgados exclusivamente al pasado, dejando impunes las complicidades de la cultura de la que somos herederos, como si los tesoros hurtados por nuestros antepasados no fueran nuestras riquezas del presente, como si nuestra historia y nuestro lenguaje hubieran sido descontinuados por medio de las pomposas declaraciones promulgadas y las proclamas de intenciones que nos han servido para seguir sometiendo al mundo (con otros modales), forzándolo a avenirse a cumplir con nuestras exigencias para hacer perdurar nuestros privilegios? ¿Qué vive en nosotros en el presente de ese pasado que nos empecinamos en mantener en cuarentena? Los derechos humanos contemporáneos parecen arrastrados por la inercia de esa concepción humanista, condescendiente, que se da de bruces con esa verdad que somos, también, nuestro pasado. Ese pasado, en cuanto la historia lo exige con su ley de las causalidades, vuelve a renovar las circunstancias que amenazan con llevarnos de regreso al horror.
A la superficialidad con la que el sentimiento filantrópico informa los discursos de los derechos humanos contemporáneos, se debería oponer un sentido de solidaridad global fundado en la asunción de una responsabilidad común por el mal cometido por todos a lo largo de la historia. Arendt lo planteaba de este modo:
Aquellos que hoy están preparados para seguir este camino en una versión moderna no se contentan con la confesión hipócrita, «Gracias a Dios, no soy como ellos»… Por el contrario, en temor y temblor, han comprendido finalmente de lo que es capaz el hombre – y esa [comprensión] es de hecho la condición de cualquier pensamiento político moderno (Arendt, 1994, p. 132).
Eso significa que los derechos humanos no pueden ser fundados ya en la admiración y el asombro exaltado que animó a los pensadores y poetas del pasado al contemplar la diferencia cualitativa del ser humano, sus talentos y capacidades innatas para el bien, la belleza y la justicia (BIRMINGHAM, 2006, p. 7). La responsabilidad incontestable del humanismo europeo en la manufacturación de los horrores del siglo XX y sus secuelas, ahora, bien entrados en el siglo XXI, arrastra a los derechos humanos contemporáneos a la inercia de esa condescendiente concepción humanista, la cual se da de bruces con el sentimiento de vergüenza y responsabilidad que esperamos de nuestra civilización. Hoy, después de Auschwitz (y todo lo que siguió a Auschwitz) que nos confrontó con el reflejo de nuestra maldad, nuestras innumerables reincidencias que, paradójicamente, Auschwitz nos ha ayudado a minimizar en vista de su controvertida excepcionalidad, los derechos humanos deben ser pensados, primero, a la luz del mal que somos capaces de hacer, el sufrimiento que somos capaces de padecer y perpetrar, y solo después de aceptar en toda su profundidad nuestra «condición caída», buscar el camino que nos lleve al bien y la justicia que (dicen) nos convoca.
Todo esto exige que articulemos un nuevo humanismo, fundado, como en el pasado, en la capacidad innata de nuestra especie para trascender las determinaciones biológicas sobre las cuales (y solo a través de las cuales) somos capaces de construir nuestra realidad humana. Pero, ahora un humanismo humilde, consciente del mal que hemos sido capaces de encarnar al acceder al poder tecnológico y a las formas de organización social que nos alejan peligrosamente de la responsabilidad de gobernarnos genuinamente a nosotros mismos, inmersos como estamos en entramados societales organizados por lógicas que parecen inmunes a todos nuestros intentos de contención moral. Sin embargo, frente a los crímenes y reincidencias, ese «humanismo no filantrópico» está obligado a recoger el interrogante que Carl Schmitt formuló hace ya casi un siglo cuando decía:
Se podrían valorar todas las teorías del Estado y las ideas políticas con la piedra de toque de su antropología y, siguiendo este criterio, clasificarlas según descansen en el supuesto, consciente o inconsciente, del hombre «malo por naturaleza» o «bueno por naturaleza». La distinción es sumaria y no se ha de tomar en un sentido moral o ético especial. Lo que importa es si – como supuesto de toda reflexión política exterior – el hombre debe ser considerado como un ser problemático o como un ser no problemático. ¿Es el hombre un ser “peligroso» o inocuo, entraña riesgo o es inocente e inofensivo? (Schmitt, 2006, p. 78)
O, para decirlo de otro modo: ¿desde dónde y hasta dónde llega el mal que somos capaces de perpetrar? ¿Desde dónde y hasta dónde el sufrimiento que somos capaces de padecer? La decisión a favor o en contra de un plus de bondad que trasciende e informa finalmente lo humano está más allá de toda constatación empírica. La respuesta a un interrogante de este tipo corresponde, en última instancia, a la metafísica o a la teología. Nuestras explícitas teorías políticas están fundadas finalmente, aunque sea tácitamente, en antropologías y éticas confeccionadas a la medida de nuestros presupuestos ontológicos, y la orientación que demos a nuestra «naturaleza humana» define probablemente nuestras tendencias existenciales y psicológicas. Por consiguiente, el presupuesto de la teología política es en buena parte acertado.
Sea como sea, aun cuando decidamos mantener en suspenso la respuesta final sobre esta cuestión, aduciendo –como hace Arendt– a la imposibilidad de regresar a tradiciones de pensamiento que han perdido su «fuerza vinculante» (Arendt, 1968, p. 195), o nos inclinemos por mantener vacante el lugar del fundamento para permitir que se despliegue una pluralidad de teologías y filosofías congregadas para consensuar un orden normativo, sigue siendo cierto que la manera hegemónica en la que entendemos el sufrimiento y la violencia, los imaginarios que nos informan de ello, parecen sospechosamente funcionales a nuestras perspectivas ilustradas, a nuestros agonizantes, pero aún persistentes, horizontes de progreso, colaborando, cada vez con menos convicción por nuestra parte, en las distinciones etnocéntricas que nos permiten definirnos a nosotros mismos con un triunfalismo ciego, en contraste con las periferias brutales, violentas y sufrientes de las que nos protegen nuestras fronteras amuralladas (Brown, 2015).
Abordar los derechos humanos desde una perspectiva «profunda» exige un radical «giro epistemológico», una nueva manera de ver el mundo. La respuesta a la pregunta «¿qué son los derechos humanos?» depende en última instancia (i) del modo en el cual concibamos el sufrimiento y la violencia, y (ii) el modo en el cual nos concibamos a nosotros mismos (como especie y como individuos): la manera en la que entendamos nuestro encaje en el mundo, y la significación que demos a nuestra relación con los otros. Las respuestas a estas dos cuestiones no se resuelven necesariamente formulando una nueva metafísica, un veredicto sobre la naturaleza humana. Eso no impide que reconozcamos que resulta ineludible, como punto de partida, afrontar la cuestión de nuestra condición humana.
Charles Taylor enfatiza en su antropología filosófica una doble perspectiva. Por un lado, señala que la antropología filosófica se juega su estatuto como tal (i) en el ejercicio analítico mediante el cual intenta establecer los «invariantes» humanos, entendidos estos como «condiciones» constitutivas que posibilitan (ii) la diversidad fáctica, históricamente determinada, de los modos de ser humano en diferentes épocas y culturas. Esta doble perspectiva, ontológica e histórico-filosófica, nos permitirá dilucidar el tipo de ejercicio hermenéutico que exige el intento de un entendimiento intercultural en torno a los derechos humanos. Para ello, el punto de arranque consiste en establecer cuáles son las bases ontofenomenológicas sobre las cuales se articulan en nuestro marco cultural: (i) la noción de «dignidad» y (ii) los principios de «libertad e igualdad» que sirven como estructura conceptual de los derechos humanos contemporáneos.
Comencemos, por lo tanto, explicando el sentido de algunas de las expresiones utilizadas en el párrafo anterior. ¿Qué pretendemos cuando nos referimos a las «bases ontofenomenológicas»? Para explicarlo debo embarcarme en una digresión «epistemológica». Debo hacerlo porque la cuestión no se resuelve exclusivamente a través de un análisis conceptual. Incluso si somos capaces de formular alternativas nocionales, solo si cambiamos la posición del sujeto que expresa estas alternativas podemos visualizar algunos aspectos que nuestra posición actual mantiene empecinadamente ocultos. En esta digresión «epistemológica» me referiré a dos cuestiones. La primera concierne a los procesos de aprehensión corriente de los entes del mundo en la vida cotidiana. La segunda, en cambio, se refiere al tipo de disociación cognitiva que se produce en los procesos de comprensión intercultural. En ambos casos, lo que me interesa es «liberar» el aspecto nominal y nocional de las bases «apropiadas» (en el sentido de «apropiación») sobre las que se instituyen los entes y los eventos.
Con respecto a lo primero, comencemos prestando atención a los entes que forman parte de nuestros «juegos de lenguaje» nativos. En nuestra «experiencia de término medio» (no reflexiva: es decir, la mayor parte de nuestra experiencia consciente) los entes de nuestro mundo aparecen «naturalmente» como los entes que son debido a un proceso de reificación que ha sido extensamente estudiado por autores como Lukács y Heidegger (Honneth, 2007). Aquí, la expresión «juego de lenguaje» se refiere, obviamente, a la noción tematizada por Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas, quien critica frontalmente la idea de que el lenguaje existe de manera separada, aunque en correspondencia con sus referentes, es decir, la versión dualista, en términos de esquema-contenido que él mismo había defendido en el Tractatus. En contraposición, el «segundo» Wittgenstein concibe el lenguaje como intrínsecamente entrelazado con acciones y formas de vida.
La otra expresión utilizada en los párrafos anteriores es «término medio», la cual se refiere, obviamente, a la noción heideggeriana en Ser y tiempo que da cuenta de la experiencia no reflexiva de aprehensión de los entes en nuestro trato pragmático, habitual y cotidiano.
Sea que nos refiramos a fenómenos empíricamente perceptibles, o entidades simbólicas, en nuestra experiencia de término medio los fenómenos aparecen con una existencia de suyo que no afirma ni niega su substantividad, en contraposición a la aprehensión reflexiva esencialista que cosifica estas entidades. En este último caso estamos hablando exclusivamente del resultado de una especulación filosófica.
La alternativa al esencialismo implica una disociación perceptiva que entiende las entidades del mundo como instituidas por nuestros juegos lingüísticos, sin que ello implique necesariamente una epistemología dualista, eludiendo de este modo las amenazas escépticas y relativistas, al concebirse los juegos lingüísticos dentro de una teoría de la acción social a la que subyace una antropología filosófica que concibe al anthropos como un ser encarnado y, por ello, prioriza una epistemología de contacto directo entre el agente y el mundo de la vida, en contraposición a las epistemologías que enfatizan las aprehensiones mediadas que, de muchos modos, reeditan explícita o veladamente el dualismo (Dreyfus & Taylor, 2015).
Este tipo de experiencia ordinaria que es la aprehensión de término medio se interrumpe –nos dice Heidegger– cuando la funcionalidad de la entidad aprehendida es cancelada o dislocada. Algo semejante ocurre en los encuentros interculturales, cuando se producen solapamientos entre diversos «juegos de lenguaje». En estos casos, los participantes del encuentro se enfrentan a una experiencia en la cual ambos juegos se vuelven transparentes, fragilizando o relativizando los conceptos instituidos en ambos marcos, produciendo una desvinculación o disociación parcial de los nombres o conceptos en relación con las hipotéticas X sobre las cuales se dicen o instituyen los fenómenos. Estas dislocaciones, son el motor de iteraciones, hibridaciones y mestizajes lingüísticos a través de los que se intentan creativamente nuevos juegos de lenguaje, que redefinen las cartografías originales para acomodar el encuentro de los mundos y las disputas que suscitan. La política multiculturalista pretende que el lugar de la hipotética X quede vacante, disponible para la apropiación pluralista. Sin embargo, como indica Wittgenstein, los juegos de lenguaje no se reducen a sus reglas, sino que dependen de los trasfondos de sentido y las praxis de vida. Esta es una de las razones por las que la retórica multiculturalista tiene cierta apariencia de simulacro.
En el primer caso, Heidegger utiliza como ejemplo una herramienta de carpintería. Cuando el martillo se rompe, lo que queda es un «no-martillo», una pieza de madera (el «mango») y otra de hierro (la «cabeza»), cuyo (i) ensamblaje material, (ii) función y (iii) nombre, establecen la entidad «martillo» en el marco de una forma de vida específica. Cuando la agregación contingente de estos elementos se interrumpe, nos encontramos con un «martillo roto», el cual, en última instancia, es un «no-martillo». Advirtamos, sin embargo, que «martillo roto» y «no-martillo» son también funciones nominales en juegos de lenguaje específicos.
El segundo caso, como dijimos, es el de los procesos de rearticulación que sufren ciertos conceptos cuando se exponen a las negociaciones culturales. Para ilustrarlo me referiré al concepto «religión», concebido por los viajeros, conquistadores y agentes coloniales modernos sobre las bases paradigmáticas, alternativamente, del cristianismo y la Ilustración, que sirvieron como referentes y criterios de valoración de un conjunto heterogéneo de ejemplares (judaísmo, islam, hinduismo, budismo, confucionismo y otros) organizados jerárquicamente en función de su mayor o menor semejanza o congruencia con aquello que consideraban relevante y valioso.
De este modo, «religión» fue, primero, el nombre con el cual se designó el conjunto de creencias, instituciones y prácticas con cierta semejanza o «aire de familia» que los observadores organizaron «tipológicamente» en función del lugar hipotéticamente análogo que tenían esas creencias, instituciones y prácticas «exóticas» en el orden social occidental. Si echamos un vistazo a cualquier texto reciente de sociología de la religión notaremos que a estas «tradiciones mundiales» se han sumado «nuevas religiosidades o espiritualidades», fruto de las hibridaciones, mestizajes e iteraciones que han traído consigo los flujos de la globalización, al convertir en porosas las fronteras imaginarias entre las diversas culturas. Pero también notaremos que a estas religiones tradicionales y a las nuevas religiosidades se asocian otras prácticas cuyo parentesco con las anteriores es fruto de nuevos marcos categoriales. Por ejemplo, la categoría en la que se incorporan las prácticas del «cuidado de sí», asociadas a la terapeutización de la cultura contemporánea, se solapa con las nuevas espiritualidades, las cuales, a su vez, se asocian con las religiosidades tradicionales, con todas las implicaciones que estas asociaciones suponen en términos de porosidad intercultural e inter-categorial (Illouz, 2010).
Sin embargo, lo que me interesa destacar es la significación de esta fragilización o disolución de las fronteras culturales y categoriales para la experiencia religiosa contemporánea, especialmente en las sociedades del Atlántico norte, y específicamente en Europa occidental, en donde los procesos de secularización parecen haber causado los mayores estragos en la dimensión institucional y en la continuidad de la práctica religiosa tradicional. La «fragilización» a la que nos referimos es, fundamentalmente, una fragilización de los axiomas religiosos, lo cual se traduce experiencialmente en una «desvinculación» que, al relativizar la «verdad» de la experiencia, subjetivándola, en parte suspende (o incluso cancela) la aprehensión de la experiencia como «religiosa», negándole de este modo su estatuto anterior y convirtiéndola en «no religiosa». El modismo «espiritualidad» es testimonio de esta reconceptualización. Ahora la experiencia ha dejado de formar parte del campo «religioso» (considerado como constreñido por axiomas y reglas institucionales) para formar parte de un nuevo campo, el de la espiritualidad, con las evidentes connotaciones a la consciencia, la mente o el espíritu que permite una acomodación más «generosa» de las tendencias individualistas de nuestra época.
Como ocurre con la herramienta de carpintería, el concepto “religión» ocupa un lugar funcional en nuestra ordenación categorial del mundo, y se define pragmáticamente en vista de su capacidad operativa. Ahora bien, cuando la noción ya no coincide con su base funcional (no cumple con la expectativa) se produce una desvinculación de la «noción» respecto a la base. Lo que antes era visto de manera inmediata en la experiencia de término medio como «religión» es ahora «no religión» y, por ese motivo, una base reapropiable para establecer otras iteraciones categoriales o existenciales.
Por supuesto, esto deja abierto el interrogante acerca de los límites de esos procesos de expropiación y reapropiación conceptual. Tentativamente, nosotros identificamos estos límites en las bases ontofenomenológicas y existenciales: nuestro carácter genérico animal, nuestra especificidad lingüística, y con ello, las formas coincidentes de sufrimiento y vulnerabilidad que compartimos con otros animales no humanos, y los modos peculiares en los que sufrimos y hacemos sufrir, ejercemos o padecemos violencia los seres humanos. Como señala Žižek, frente a la idea extendida de que el lenguaje es un medio de reconciliación o «mediación», el fundamento de una coexistencia pacífica, alternativa a la confrontación inmediata y brutal, cabe objetar que la violencia es inherente al propio lenguaje:
¿Y si los humanos excedieran a los animales en su capacidad para la violencia precisamente porque hablamos? El propio Hegel era consciente que hay algo violento en la simbolización misma de una cosa, que equivale a su mortificación. Esta violencia opera en múltiples niveles. El lenguaje simplifica la cosa designada, la reduce a una única característica. Desmiembra la cosa destruyendo su unidad orgánica, tratando sus partes y propiedades como autónomas. Inserta la cosa dentro de un campo de significado que es en última instancia externo a la cosa misma. Cuando nombramos al oro «oro», violentamente extraemos al metal de su textura natural, invirtiendo en nuestros sueños de riqueza, poder, pureza espiritual, etc., que no tiene nada que ver con la realidad inmediata del oro (Žižek, 2008, p. 61).
Eso significa básicamente que la comunicación humana, contrariamente a lo que pretenden las teorías políticas liberales, no se despliega en un espacio igualitario en el cual los encuentros intersubjetivos se establecen sobre la base de simetrías normativas. Muy por el contrario, el propio espacio de comunicación está constituido por un discurso de legitimación que impone «violentamente» un orden de sentido en última instancia injustificable racionalmente.
Por consiguiente, en lo que concierne al específico juego de lenguaje que son los derechos humanos, la paradoja es ineludible, porque las nociones de «dignidad humana» y sus análogos interculturales, junto con los principios de igualdad y libertad que pretenden establecer como criterios últimos de legitimación, no pueden eludir la marca de su origen, la imposición asimétrica y violenta que los constituye y sustenta, como ocurre con cualquier otro orden del discurso fundado en la imposición de reglas de inclusión, exclusión y jerarquía.
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Juan Manuel Cincunegui es Investigador en la Universitat de Barcelona.
Líneas de investigación:
Epistemología, Ética, Filosofía contemporánea, Filosofía Social y Política, Filosofía e Historia de los Derechos Humanos, Sociología e Historia del Pensamiento Económico
Publicaciones recientes:
2022: «Después de kant, ¿la posverdad? La ancestralidad y la metáfora en Quentin Meillassoux y Graham Harman». Análisis. Revista de investigación filosófica, Vol. 9, Nº. 1, pp. 51-75
2022: «Metarrelatos de la secularización». Eikasia: revista de filosofía, Nº. 106, pp. 251-277
Email: jcincunegui@uoc.edu
© Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVIII Nº1 (2023), pp. 101-114. ISSN: 1136-4076
Departamento de Filosofía, Universidad de Málaga, Facultad de Filosofía y Letras
Campus de Teatinos, E-29071 Málaga (España)