La armadura y la máquina: notas en torno a la sustitución

The armor and the machine: notes on substitution

Antonio Castillo Ávila

Universidad Autónoma de Madrid (España)

Fecha de envío: 31/03/2024

Fecha de aceptación: 30/04/2024

DOI: 10.24310/crf.16.2.2024.19637

I

En una de las historias incluidas en Nuestros antepasados, de Italo Calvino, se narra las aventuras de un fantástico paladín del ejército de Carlomagno. Toda la maravilla de su existencia reside en que el interior de su armadura, en lugar de la concreción esperable de un cuerpo humano, oculta la nada de un vacío inquietante. Es Agilulfo de los Guildivernos, conocido como «el caballero inexistente»:

—Y vos ahí, con tan pulido atavío... —dijo Carlomagno [...].

— ¡Yo soy —la voz llegaba metálica desde dentro de yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura la que vibrase, y con un leve retumbar de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerioz y Fez!

— Aaah... [...] ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?

El caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada con una férrea y bien engrasada manopla apretó más fuerte el arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido por un escalofrío.

— ¡Os hablo a vos, paladín! —insistió Carlomagno— . ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?

La voz salió neta de la mentonera:

— Porque yo no existo, sire. [...]

Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimero no había nadie.

— ¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! —dijo Carlomagno— . ¿Y cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís?

— ¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo— y fe en nuestra santa causa! (Calvino, 1985: 295-296).

Un poco más adelante, en realidad, podremos observar cómo esta inexistencia no le supone a Agilulfo ningún impedimento para el servicio. Su constitutiva vaciedad, en todo caso, le permiten ejecutar con tanto más precisión y eficiencia sus tareas y obligaciones en el seno del ejército imperial. Su ausencia de sustancia concreta constituye la contraparte exacta de la presencia firme y funcional de una carcasa en la que se presentifican y reactualizan todas las acciones ritualizadas que se esperan de él. Agilulfo de los Guildivernos es, de hecho, el caballero ideal. Más aun, él mismo se erige guardián y valedor del correcto cumplimiento de todas las minucias burocráticas de la corte de Carlomagno. De noche, mientras el resto de paladines disfrutan de la bebida y la conversación junto al fuego, Agilulfo deambula a través del campamento buscando y corrigiendo las más pequeñas irregularidades organizativas. Allá donde dirige su mirada encuentra caballos mal atados, guardias mal distribuidas, tareas mal realizadas.

Y como a cada momento salían a flote negligencias en el servicio de sus colegas oficiales paladines, los llamaba uno por uno, sustrayéndolos a las dulces conversaciones ociosas de la noche, y discutía con discreción pero con firme exactitud sus fallos, y los obligaba a uno a ir de piquete, a uno de guardia, a otro abajo de patrulla, y así sucesivamente. Siempre tenía razón, y los paladines no podían sustraerse, pero no ocultaban su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia y Fez, era desde luego un modelo de soldado; pero a todos les era antipático (Calvino, 1985: 297).

La carcasa que es «el caballero inexistente» está constituida por la corrección misma de una serie de leyes y normas que informan de hecho todo su comportamiento y su ser. Hablar de la «vaciedad» de Agilulfo conlleva, en realidad, la incorrección de una metáfora inadecuada, toda vez que esta supone una topología espacial del tipo «exterior-interior» que el «caballero inexistente» revoca con su paradójica existencia. Agilulfo es, en todo caso, la pura y mera «exterioridad» de la coagulación de la ley social siempre a punto de colapsar sobre el espacio abierto de su cumplimiento. El «interior» de Agilulfo es, a su vez, la otra cara de la pulida superficie de su armadura, el presupuesto elusivo de una sustancia cuya pista conduce indefectiblemente, como en una banda de Möbius, a la cara «exterior», a la pulida pechera y la cimera iridiscente, al espacio representacional de la realización efectiva de la norma. El narrador hará de esta especulación la materia descriptiva misma del origen mítico del caballero. Agilulfo se origina, de hecho, como la cristalización concretizada de una fuerza abstracta e intercambiable («no tenían nombre ni distinción de lo demás») sobre un conjunto funcional de reglas, normas y convenciones. El ser individual de Agilulfo se desoculta como el soporte arbitrario de una fuerza que lo precede y lo sustenta:

Todavía confuso era el estado de las cosas del mundo, en la Edad en que esta historia se desarrolla. No era raro toparse con nombres y personas y formas e instituciones a las que no correspondía nada existente. Y por otra parte el mundo pululaba de objetos y facultades y personas que no tenían nombre ni distinción de lo demás. Era una época en la que la voluntad y la obstinación de ser, de marcar una impronta, de rozarse con todo lo que es, no era usada enteramente, dado que muchos nada tenían que ver con ella —por miseria o ignorancia, o porque en cambio todo les salía bien lo mismo— y por tanto cierta cantidad se perdía en el vacío. También podía darse entonces que en determinado momento esa voluntad y conciencia de sí, tan diluida, se condensase, formase grupo, como el imperceptible pulvísculo acuoso se condensa en vedijas de nube, y que este núcleo, por azar o instinto, chocase con un hombre o un linaje, como entonces existían a menudo vacantes, con un grado de escalafón militar, con un conjunto de tareas que desplegar y de reglas establecidas, y, sobre todo, con una armadura vacía, que sin ella, con los tiempo que corrían, incluso un hombre que existe se arriesgaba a desaparecer, conque figurémonos uno que no existe... Así había empezado a operar Agilulfo de los Guildivernos y a procurarse gloria (Calvino, 1985: 315-316).

El motor de la narración propiamente dicha se pondrá en marcha con la aparición de otro personaje fantástico, Gurdulú, un trotamundos enajenado que conforma algo así como la contraparte exacta de Agilulfo, una conciencia que existe en la inmediatez y la concreción, «uno que existe pero que no sabe que existe» (Calvino, 1985: 311). La vida de Gurdulú se desarrolla en la identificación instintiva, secuencial pero desordenada, con todo lo que le rodea; pura existencia en bruto, ahora cree ser árbol, ahora rana, ahora el mismo emperador. «La edad en la que esta historia se desarrolla» ha desahuciado la propiedad y la concreción de la existencia al desamparo de los campos y al frío de la intemperie. Solo la inercia automatizada de la ley encuentra la forma del favor y el cobijo de unos individuos que, con todo, «lo encuentran antipático».

II

La lectura los pocos fragmentos transcritos deberían ser suficientes para poner de manifiesto las características particulares de una narración que se instala a medio camino entre la ingenuidad sin afección del cuento popular o infantil y lo alegorizante del exemplum medieval. Lo que la escritura de Calvino toma prestado de ambos registros —a través de fórmulas narrativas temporales, expresiones coloquiales, entremezcla sin sorpresa de elementos realistas y maravillosos...— debe ponernos sobre la pista de un particular rendimiento estructural que hacen funcionar al relato en ciertos niveles hermenéuticos de sentido no directamente aparentes. En primer lugar, lo alegorizante y ejemplificante de la presentación narrativa de personajes y aventuras lanza necesariamente un vector de sentido ausente que apunta, desde la construcción misma de las frases, a un otro lugar del sentido del discurso (ἄλλος-ἀγορεύω) al que la literalidad del texto debe servir de soporte. No es necesaria una lectura demasiado perspicaz para realizar una operación de alegoresis de tipo rigurosamente moralizante que, de cualquier modo, Calvino no tarda en proporcionarnos en el posfacio: «Agilulfo, el guerrero que no existe, tomó los rasgos psicológicos de un tipo humano muy difundido en todos los ambientes de nuestra sociedad; [...]. Y es comprensible, porque prototipos de Agilulfo se encuentran por doquier» (Calvino, 1985: 402). La lectura de Agilulfo de los Guildivernos como figura alegórica o desplazada de un «tipo humano actual» es pues, no solamente una interpretación incardinada formalmente en el registro narrativo del texto, sino igualmente sancionada por la intentio auctoris.

Esta lectura, con todo, no deja de funcionar de manera insuficiente o insatisfactoria en el propio nivel temáticamente alegorizante en el que hace su aparición. La inocuidad de la lectura según la cual Agilulfo existe a título de la deixis textual del tipo social del ser humano alienado, sumido en el cumplimiento de unas normas sociales que no le incumben y que funciona como el vigilante propio y ajeno del cumplimiento de la normatividad psico-social, nos ofrecen un dispositivo-moraleja cuyo signo axiológico está decidido de antemano en un gesto de ridiculización inerme y complaciente. El verdadero valor de la narración de Calvino hay que ir a buscarlo, de forma diferente, a otra serie de rasgos textuales de igual modo inscritos en el registro popular del relato. La temporalidad abstracta a la que el narrador nos remite («...la Edad en que esta historia se desarrolla...») imbrica al presente de la lectura con el momento de la diégesis en la relación del tiempo secular o caído con el tiempo mítico del Origen. La remisión constante a elementos históricos (Carlomagno, Francia, los Templarios...) funcionan en realidad como la formulación ritualizada de los nombres-códigos que garantizan la aceptación convencional y consensual de la propia genealogía legendaria. El tiempo diegético es aquí un no-tiempo, algo así como una temporalidad neutralizada en la espacialización mítico-utópica de su acontecer: un tiempo que nunca-ha-ocurrido pero que precede ontológicamente a todo presente como su condición de posibilidad. El tiempo del Origen mítico, pues, hace habitar a todo lo narrado no tanto en el pasado cronológico del presente de la lectura como en el espacio de la fundamentación ontológico-histórica del mismo. El establecimiento de una alegoría del «tipo humano actual» en este espacio-tiempo desplazado y fundante obliga a transformar inmediatamente el funcionamiento moralizante del resultado de la alegoresis. La condición de Agilulfo deja de aparecer exclusivamente al modo de un comentario crítico-satírico del hombre presente para funcionar, en primer lugar, como la representación casi teatralizada de su fundamento o la Darstellung de su originariedad. «Inexistencia» y «vaciedad», pues, ocuparían la posición de una caracterización originaria del sujeto moderno en el proceso de su figuración.

III

La cuestión del «sujeto moderno», esto, de la existencia del ser humano inserta en los procesos de individuación y socialización de la modernidad, ha devenido verdaderamente el lugar común en el que la filosofía, desde el (post)estructuralismo de los años sesenta y setenta, ha desarrollado sus muchas y en ocasiones estériles batallas. La celebración de la desaparición o revocación del sujeto (anunciación kerigmática del fin de la autonomía de la voluntad del individuo, atravesado por los poderes supraindividuales del inconsciente, de la écriture o de las estructuras sociales; fin de la autoridad del Sujeto-Autor, etc.) así como la defensa neohumanista de la libertad y la autonomía fundamental de la vida individual, han constituido los diferentes momentos de un tira y afloja en el interior de una misma estructura que ninguna de las dos posiciones habría podido aprehender y revaluar en su conjunto. Y esto hasta el punto de poderse hablar, con todo derecho, de una «falsa oposición entre filósofos de la subjetividad y críticos de la subjetividad» (Bürger, 2001: 7). Tanto defender la específica «humanidad» del sujeto y buscar reivindicativamente aquello que lo diferencia del automatismo inercial de la máquina, como celebrar o deplorar el final o la desaparición del mismo, ahora ya subsumido por empujes y dinámicas que lo habrían liquidado o la harían superfluo, supone sendas proposiciones eminentemente adialécticas y sin memoria de la historia socio-conceptual que las ha generado. En la inocente fábula de Calvino reside, a decir verdad, un empuje y una penetración dialéctica mayor que en muchas de las intervenciones clásicas de la discusión. El artificio narrativo mediante el cual la «inexistencia» y la «vaciedad» de Agilulfo se le aparecen al lector como el Origen mítico de su propio Yo comienza a establecer unas posibles coordenadas reflexivas en las que el sujeto moderno no sea algo que haya que criticar o reivindicar, sino meramente el fenómeno histórico que contiene y comprende su propia denuncia y su propia defensa.

Lo crucial aquí es que una investigación histórico-textual de la cuestión de la «naturaleza humana» en el contexto de la modernidad en un sentido amplio no podría dejar de constatar que en el origen mismo del sujeto moderno habita el esquivo fenómeno de su «vaciamiento». Las escrituras autobiográficas de Montaigne, Pascal, Descartes o Rousseau nos muestran, por ejemplo, que los monumentos inaugurales de la individualidad moderna están hechos del material lingüístico excedente de la conjuración aterrorizada de su inexistencia. Casi todas las posiciones del debate (post)estructuralista acerca del sujeto presuponen la inminencia de una crisis que no deja de disolverse, frente al escrutinio de una mirada más atenta, como la inmanencia de una catástrofe continuada.

Hay que basar el concepto de progreso en la idea de catástrofe. Que «haya que seguir» es la catástrofe. Ella no es lo inminente en cada caso, sino que en cada caso está dado [...] El infierno no es nada que nos sea inminente, sino esta vida aquí (Benjamin, 2017: 476).

El sujeto moderno comienza, de hecho, como la vivencia catastrófica de la percepción de un vacío o nada «interior», como la toma de conciencia de ser la carcasa intercambiable de una abstracción indeterminada. Las escrituras subjetivas protomodernas nos muestran que el individuo, desde el siglo XVI, ha existido como la conciencia aterrorizada frente a una «nada» o «vaciedad» originaria que lo habita, y al que solo puede contraponer su vivencia a título del protocolo de la experiencia del ennui, el automatismo psicológico o el vitalismo impositivo. El sujeto moderno no ha entrado en ningún momento en crisis, sino que surge como su propia crisis consustancial; para él el abismo es un hecho fundante. De modo que «principio, peripecia y final de una posible historia del decurso del sujeto hacen históricamente acto de presencia en una sola época[...]. La desaparición del sujeto antecedería, visto así, a su constitución, tendría su lugar no al final de la historia del sujeto, sino al comienzo de su genealogía» (Bürger, 2001: 312-314).

IV

Afirmar que el «sujeto moderno» es una estructura originariamente «vacía» nos introduce necesariamente en los desplazamientos de una metáfora de la que debemos hacernos cargo. Para ello comienza a ser esclarecedora la incorrección de la metáfora aplicada a la existencia de Agilulfo. El hueco interno de la armadura del «caballero inexistente» no hacía referencia a ningún «interior» mermado o desalojado, sino a una sección del espacio continuo que hacía contacto con uno de los segmentos de la «exterioridad-interioridad» de una carcasa autónoma y autosuficiente. La «vaciedad» del caballero inexistente conforma en realidad el nombre y la figura desplazada de una entidad conformada enteramente por el movimiento inercial de su existencia social. Lo vacío de la estructura subjetiva moderna remite a una experiencia subjetiva para el que la concreción vivencial se ha osificado en el horror de una carcasa funcional y fundamentalmente intercambiable. La búsqueda obsesiva de la condition humaine en la concreción siempre inasible del ocasionalismo de Montaigne, la angustia de la experiencia del tiempo en bruto capeado por el divertissement pascaliano o el horror neurótico-compulsivo de la persecución de la autopresencia en la escritura de Rousseau ofrecen las imágenes adecuadas para una autocomprensión subjetiva desrealizada en la cual la propia individualidad ha devinido un fetiche extraño que siempre se mantiene un paso por delante de la conciencia. El afectado por dicha estructura «se experimenta como sombra deambulante, como fantasma que piensa»1. La liminalidad e indecibilidad ontológica del fantasma transforma la metáfora del «vacío» en otra acaso más adecuada. Y es que Agilulfo es, verdaderamente, un fantasma —no hay imagen más tópica del fantasma, desde la novela gótica inglesa, que el movimiento automático de una armadura hueca— y sus paseos nocturnos por el campamento es un deambular verdaderamente fantasmático. Agilulfo no decide transitar los espacios por los que pasa, como tampoco decide dejar de hacerlo: sus movimientos tienen la fatalidad de una necesidad no cuestionada y la seguridad de una regularidad ritualizada. Agilulfo no habita en el campamento imperial, sino que lo ocupa, lo frecuenta, lo encanta (hante). La imagen del fantasma, además, garantiza un nuevo movimiento de tránsito hacia el otro-lugar social de la estructura narrativa alegorizante de Italo Calvino. Y es que la «vaciedad» originaria del sujeto moderno puede ser adecuadamente revaluada como el automatismo ciego e inercial del espectro.

Marx, el gran escritor de las metáforas fantasmáticas, no solamente imaginó el fetichismo mercantil materializado en un mueble inerte que «se pone patas arriba» y «emite caprichos más maravillosos que las espontáneas danzas que emprenden algunas mesas» (Marx, 2018: 87), sino que figuró la condición del individuo moderno como la experiencia de la carcasa automatizada al servicio del constante incremento del valor abstracto. El sujeto moderno se desoculta como la marioneta espectral que vehicula la mercancía, y cuya existencia tiene sentido únicamente porque «las mercancías no pueden ir por sí solas al mercado ni intercambiarse ellas mismas» (Marx, 2008: 37). En la modernidad capitalista, en efecto, «las personas sólo existen unas para otras como representantes de la mercancía, y por ende como poseedores de mercancías» (2008: 103-104)2. Sus acciones son las diferentes manifestaciones repetidas ad nauseam, investidas de lo siniestro de la repetición del autómata o del espectro, de su ley y norma fundamental: la (auto)valorización del valor, la multiplicación incesante del dinero.

Le espectralización del sujeto viene consumada por la mercancía básica a la que este sirve de carcasa: una cierta cantidad de tiempo abstracto, no incardinado en ninguna actividad concreta, vacío de contenido efectivo, homogéneo, mesurable y universalmente intercambiable. La fuerza de trabajo del sujeto moderno reposa en la propiedad de un tiempo-mercancía abstracto que este se ve impelido, una y otra vez, a vender y comprar para cumplir una vocación tan voraz como miserable. La abstracción del tiempo-mercancía conforma la «sustancialidad» ausente del sujeto, y le comunica su única forma de existencia posible: «la ausencia de todo contenido, el vacío, la pura cantidad sin cualidad» (Jappe, 2019: 26). En efecto, «el sujeto pierde todo aspecto sustancial y se convierte en una forma pura» (2019: 73), la superficie bidimensional que formaliza y limita los contornos de un quantum sin cualidad de tiempo-abstracto. En consecuencia,

la relación de este sujeto con el mundo es indirecta e indiferenciada. En su vacío y su absoluta pobreza, la mónada-sujeto no conoce como relación social nada que no sea la competencia; la autoafirmación, individual o colectiva, se convierte en el contenido esencial de la existencia humana (2019: 55).

La inserción incesante del valor de su tiempo vacío en la lógica del acrecentamiento del valor conforma la única vocación objetiva de su estructura. El sujeto humano deviene la afirmación tautológica de su propia ausencia. Las metáforas de la «vaciedad» y la «espectralidad» quedan enlazadas en una precisa descripción de una forma-sujeto, estructuralmente homóloga o isomorfa a la dualidad abstractiva de la forma-valor. Sus intervenciones en el mundo son las apariciones espectralmente funcionales de los requerimientos y exigencias de la lógica del acrecentamiento de lo siempre igual: «Se trata de una desencarnación espectralizante. Aparición del cuerpo sin cuerpo del dinero: no del cuerpo sin vida o del cadáver, sino de una vida carente de vida personal y de propiedad individual» (Derrida, 2012: 55). La comparecencia ontológica de la humanidad constituye en cada instante la re-actualización, re-presentación o re-presentificación de su propio final, que quedó inscrito formalmente, desde su origen histórico, en su misma estructura.

Pero si, dentro de esa lógica, los hombres no existen más que como los representantes de una generalidad abstracta, de una esencia, de un concepto o de un espíritu, de una sacralidad o de una alteridad ajena, entonces no están presente unos para otros más que de forma fantasmática, como espectros. La humanidad no es más que una colección o una serie de fantasmas (Derrida, 2012: 156).

V

La «subjetividad», «el sujeto» humano moderno, es, pues, el nombre desplazado de una función del capital. Tener esto en cuenta posibilita una comprensión reajustada y revaluada de uno de los discursos más insistentes de la esfera de la circulación moderna: el de la inminencia, siempre aparentemente a la vuelta de la esquina, del «desplazamiento» o la «sustitución» del ser humano por el automatismo de la máquina. Ya sea críticamente (desde los movimientos ludditas del siglo XIX) o de manera celebratoria y optimista (empezando por todas las formas de socialismo utópico clásico hasta las diversas formas de «aceleracionismo de izquierdas» de nuestro tiempo), la sustitución del ser humano y su capacidad productiva por los procesos de automatización posibilitados por los diferentes avances científico-técnicos ha sido una constante renovada en los últimos 200 años. La clave para tratar de posicionarse en relación con este problema de manera dialécticamente adecuada comienza por enfocar con nitidez el núcleo lingüístico-tropológico de este discurso. ¿Qué es «lo que se sustituye» y qué es «lo sustituido» en este evento tan temido como deseado? ¿Qué es lo que estaría aconteciendo realmente en esta «sustitución»? Lo que está en juego en cualquier de las posiciones tradicionales de este debate es la pérdida o la recuperación de la «propiedad» o lo «distintivo» de lo humano a causa de la acción de lo cósico-maquinal. El discurso de la «sustitución» del ser humano implica o bien el temor a que «lo propio» del ser humano se pierda, diluido en el automatismo de la máquina, o bien que este (re)aparezca diferencialmente en el intervalo que media entre ambos: que la automatización de muchas tareas humanas dé lugar al advenimiento o el refuerzo de otras «propiamente» humanas, en las que se responda positivamente acerca de la diferencia ontológica fundamental entre «inteligencia propiamente humana» y la «inteligencia artificial» o «no-humana». En ambas posturas se mantiene el presupuesto común de una «esencia humana» opuesta al automatismo inercial de la máquina que estaría o bien en peligro o bien en la coyuntura de su definición.

Lo que ambas posturas tienden a ignorar es que la pregunta por la «propiedad» de lo humano, en la modernidad, debe remitir siempre a un núcleo fantasmático, inercial o cósico de su estructura social, estructura que la máquina no «sustituye» sino que reproduce y desarrolla. En la modernidad capitalista, la relación entre «ser humano» y «máquina» no es en ningún caso ni la de la competencia, ni la amenaza, ni siquiera la de la posibilidad emancipadora: se trata más bien de una extensión semántica, una metonimia dentro de una metáfora, de una operación traslaticia a su vez trasladada a los arrabales de un centro vacío. Nos encontramos aquí con una paradoja que ya ha sido enunciada: la de un sujeto que nace ya como su propia sustitución o reemplazo, como un movimiento trópico de sustitución, de autosustracción, algo así como la alegoría luctuosa, epitáfica o prosopopéyica3 de sí misma, la personalización grotesca del espacio funcional de la función del crecimiento del valor. El sujeto es el espacio vacío de un movimiento de sustitución o desplazamiento en marcha y siempre-ya consumado; en el interior de dicha estructura, propiamente hablando, no hay nada que sustituir que no haya sido sustituido ya por él mismo en el movimiento catastróficamente reactualizado de su forma.

En este sentido, no es suficiente constatar, como ya hizo Marx, que la máquina-no-humana no genera plusvalía, sino que en todo caso aumentan la plusvalía producida por la máquina-humana4, lo que provoca que, en el capitalismo, toda revolución tecno-científica no termine por cumplir en ningún caso los temores o las esperanzas que proyecta sus nuevas posibilidades de automatización. En efecto, todas las revoluciones industriales han tenido, en el momento de su ocurrencia, la posibilidad fáctica y real de «sustituir» el trabajo humano de su tiempo. Que, en todos los casos, indefectiblemente, esta «sustitución» haya sido a su vez «sustituida» o «desplazada» por la promesa de un nuevo horizonte, apocalíptico o parrusíaco, en el que, finalmente, ahora sí que sí, el trabajo humano se hará superfluo, es la confirmación de que habitamos la interioridad psico-social de un meta-tropo involucrado en la reactualización de un desplazamiento originario. Lo verdaderamente crucial aquí es la toma de conciencia de la función que ocupa los sucesivos «saltos» y «mejoras» en la automatización y optimización del trabajo humano. Si estos en ningún caso cumplen la promesa o la amenaza que proyectan es porque están insertos en un movimiento cíclico o una «dialéctica de la transformación y la reconstitución» (Postone, 2006: 388) impuesta por la inercia de la ley del valor, según la cual cada avance tecno-científico se implementa en la producción mercantil primero parcialmente (lo que genera una ventaja competitiva relativa de ciertos sectores sobre otros) y luego totalmente por el conjunto del mundo industrial para volver a recrear, después de producir una crisis socio-económica, el punto osmótico de partida. La lógica cíclica de «avance técnico —implementación parcial— implementación generalizada de la nueva tecnología —crisis económica— generación de nuevo tejido laboral —nuevo avance técnico— ...», es el baile pesadillesco en el que el ser humano ejecuta o dramatiza cíclicamente su «sustitución» primaria u originaria, la Totentanz en la que el «sujeto automático» se (auto)sustituye una y otra vez manteniéndose, al final de cada ciclo, idéntico a sí mismo: el rito secular mediante el que el sujeto renueva los votos de su vocación vacía.

VI

El reciente revuelo social en torno a la IA (en concreto, de la IA generativa, es decir, algoritmos probabilísticos que producen textos, imágenes o códigos complejos a fuerza de prueba y error retroalimentados por un bucle de corrección estadística), a medio camino entre la histeria y la euforia, es instructivo a la vez que mistificador. En primer lugar, semejante reacción, propia de un público de consumidores ávido de novedades, nos pone sobre la pista de lo que semejante fenómeno tiene de discurso inflacionario propio de una campaña de marketing. Es instructivo notar que en los orígenes históricos del término «Inteligencia Artificial» está el intento del informático John McCarthy por utilizar, en los años cincuenta, un término sensacionalista que impresionara a los evaluadores de la beca de la fundación Rockefeller que efectivamente le sería concedida. Más recientemente, el uso intensivo e inflacionario de un término tan colorido para hacer referencia a una serie de chatbots y generadores de imágenes está indisolublemente unida a la tremendamente efectiva campaña de marketing con las que Apple, AmazonFacebook, Google y Microsoft tratan de salir de «la crisis de las “big tech”» de 2021 y 20225.

Lo que el revuelo reciente en torno a la IA tiene de consecuencia de un fenómeno marketiniano, además, tiende a obturar e impedir, un análisis y diagnóstico realista y verdaderamente crítico de los avances de esta particular tecnología de la automatización y su relación con el ser humano. Lo importante a tener en cuenta es que ninguna invención técnica producida por el capitalismo supondría una verdadera amenaza a la dialéctica cíclica de la «transformación y la reconstitución» de la cual su misma existencia depende. Esta nueva tecnología de la automatización, como ya estamos empezando a ver, conlleva una nueva reactualización del ciclo tropológico mediante el cual el sujeto humano revalida su naturaleza históricamente vacía, cósica, automática e individualmente sustituible. El carácter prescindible de muchas tareas humanas, incluso las laboralmente consideradas como «creativas», frente a una nueva tecnología automatizada, no debe provocar la pregunta acerca de la diferencia entre «ser humano» y «máquina», una interrogación sobredeterminada por un tipo de ideología humanista condenada a reproducir los propios parámetros problemáticos de una situación que hay que revocar en su totalidad. El ciego automatismo del algoritmo funciona como un espejo que no nos devuelve una imagen diferencialmente revalorizada del ser humano, sino en todo caso la figura deformada de nuestra propia naturaleza histórica. No se trata de pensar o reclamar el valor distintivo del ser humano, como si su aparición dependiera de nuestro parecer o pudiera generarse a fuerza de desearlo. Se trata de transformar en la práctica el ordenamiento socio-productivo que nos genera como sujetos objetivamente automatizados, intercambiables y sustituibles. Un verdadero humanismo solo podría ser la consecuencia material del desmantelamiento organizado de «una constitución general que virtualmente no necesita de sus miembros» (Adorno, 1995: 241).

Referencias bibliográficas

Adorno, T. (1995). Minima Moralia. Madrid: Taurus.

Benjamin, W. (2017). Libro de los pasajes. Madrid: Akal.

Bürger, C., & Bürger, P. (2001). La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot. Madrid: Akal.

Calvino, I. (1985). Nuestros antepasados. Madrid: Alianza.

Constant, B. (2014). Journal intime. Association Les Bourlapapey

Derrida, J. (2012). Espectros de Marx. Madrid: Trotta.

Jappe, A. (2019). La sociedad autófoga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción. Pepitas de calabaza, Logroño.

De Man, P. (2017). Retórica del romanticismo. Madrid: Akal.

Marx, K. (2008). El capital. Vol. I. México D.F.: Siglo XXI Editores

- (2019) Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. Madrid: Siglo XXI.

Postone, M. (2006). Tiempo, trabajo y dominación social. Una reinterpretación de la teoría crítica de Marx. Madrid: Marcial Pons.

WildCat (2023). Capitalist Intelligence?, disponible en https://www.angryworkers.org/2023/11/10/capitalist-intelligence-an-article-on-ai-by-wildcat-germany, última consulta el 29/04/2024.

Antonio Castillo Ávila: Doctor en Estudios Artísticos, Literarios y de la Cultura en la Universidad Autónoma de Madrid con una tesis en torno a las escrituras autobiográficas de Friedrich Schlegel, André Breton y Walter Benjamin. Es además Graduado en Literatura Comparada por la Universidad de Granada y Máster en Crítica y Argumentación Filosófica por la Universidad Autónoma de Madrid.

Líneas de investigación:

– Sus líneas de investigación principales son la teoría literaria y la literatura comparada, con especial atención a las relaciones entre los discursos literarios y filosóficos. Sus intereses principales se centran en las relaciones entre la escritura literaria y los procesos de subjetivación modernos, las homologías e isomofrinos entre fenómenos literarios y estructuras socioeconómicas y, recientemente, la radical historicidad de algunas literaturas fantásticas y de terror.

Publicaciones recientes:

– Castillo Ávila, A. (2024). Mínima Moralia y la vivencia de lo tardío. Azafea: Revista De Filosofía, 26, 253–274. https://doi.org/10.14201/azafea202426253274

– Castillo Ávila, A. (2022). Escritura, autografismo y catástrofe en la obra de Mario Bellatin. Tropelías: Revista De Teoría De La Literatura Y Literatura Comparada, (38), 257–272. https://doi.org/10.26754/ojs_tropelias/tropelias.2022386847

Correo-e: antoniocastilloavila@gmail.com


1. «Je ne suis pas tout à fait un être réel», llega a decir llega a decir Benjamin Constant en su diario (2014: 86).

2. También, en los Grundrisse: «Los sujetos existen mutuamente en el intercambio sólo merced a los equivalentes; existen como seres de valor igual y se confirman en cuanto tales mediante el cambio de la objetividad, en donde uno existe para el otro. Existen unos para los otros sólo como sujetos de igual valor, como poseedores de equivalentes y como garantes de esta equivalencia en el intercambio, y al mismo tiempo que equivalentes, son indiferentes entre sí; sus restantes diferencias individuales no les atañen; todas sus demás cualidades individuales les son indiferentes» (Marx, 2019: 186).

3. Ver Paul de Man, 2007: 147-159.

4. Ver Marx, 2021: 304-309. En efecto, «es fácil imaginar que la máquina en cuanto tal, por el hecho de operar como fuerza productiva del trabajo, pone valor. Pero si la máquina no requiriera trabajo alguno, podría acrecentar el valor de uso; en cambio el valor de cambio que creara nunca sería mayor que sus propios costos de producción, que su propio valor, que el trabajo objetivado en ella. No por remplazar trabajo, la máquina crea valor, sino únicamente en la medida en que es un medio para aumentar el plus-trabajo» (Marx, 2021: 305). Ver también Postone, 2006: 388-399.

5. Ver al respecto el artículo escrito por el colectivo WildCat, ¿«Capitalist intelligence?», disponible en https://www.angryworkers.org/2023/11/10/capitalist-intelligence-an-article-on-ai-by-wildcat-germany/. Última consulta el 29/004/2024.

Resumen

El presente artículo pretende reflexionar en torno al problema de la potencial sustitución o remplazo del ser humano por parte de la tecnología de la automatización. El debate, tan antiguo como la modernidad, ha sufrido en los últimos tres años un impulso sorprendente debido a la aparición en la esfera pública de los algoritmos probabilísticos productores de textos o imágenes: las llamadas IA generativas. En un contexto de discursos sensacionalistas arrastrados por un alarmismo o utopismo fomentado por las estrategias comerciales de las big tech, el presente trabajo se propone pensar críticamente los términos del problema, ahondando en lo que hay ontológica y políticamente en juego en esta supuesta sustitución. Este artículo propone, partiendo de una lectura de un relato de Italo Calvino, que el problema puede ser adecuadamente reenfocado si se entiende que en el origen del sujeto moderno no yace ninguna cualidad distintivamente humana, sino el vacío de un movimiento tropológico de (auto)sustracción siempre en marcha.

Palabras claves

Sujeto moderno; sujeto automático; inteligencia artificial; automatización.

Abstract

This article aims to reflect on the problem of the potential substitution or replacement of the human being by the technology of automation. The debate, as old as modernity, has suffered a surprising boost in the last three years due to the appearance in the public sphere of probabilistic algorithms that produce texts or images: the so-called generative AI. In a context of sensationalist discourses dragged by alarmism or utopianism promoted by the commercial strategies of the «big tech», the present work proposes to critically think about the terms of the problem, delving into what is ontologically and politically at stake in this supposed substitution. Beginning with a reading of a novella by Italo Calvino, this article proposes that the problem can be adequately refocused if it is understood that at the origin of the modern subject does not lie any distinctively human quality, but rather the emptiness of a tropological movement of (self)subtraction always in progress.

Keywords

Modern subject; automatic subject; artifitial intelligence; automation.

Claridades. Revista de filosofía 16/2 (2024), pp. 267-282.

ISSN: 1889-6855 ISSN-e: 1989-3787 DL.: PM 1131-2009

Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)