Decir y escuchar la verdad: Michel Foucault y la «parrhesía» magistral en la filosofía antigua

Telling and listening to the truth: Michel Foucault and masterful «parrhesia» in ancient philosophy

Edgar Gili Gal

Universidad de Barcelona (España)

Fecha de envío: 01/08/2023

Fecha de aceptación: 06/10/2023

DOI: 10.24310/crf.17.1.2025.17337

Introducción

D

espués de terminar las páginas correspondientes de Vigilar y castigar, obra que finalmente saldría publicada en el año 1975, Michel Foucault emprende la elaboración de una historia de la sexualidad de la que no dejará de ocuparse hasta el final de su trayectoria académica y vital en junio de 1984. Sin embargo, en una entrevista que concede a Hubert L. Dreyfus y a Paul Rabinow en el año 1983, Foucault llegará al extremo de afirmar, contra todo pronóstico y de manera ciertamente lacónica, que «el sexo es aburrido» y que, en cambio, está mucho más interesado en lo que denomina las «tecnologías del yo», esto es, técnicas diversas a través de las cuales un individuo puede dar forma a su propia subjetividad (2001: 261). Efectivamente, el análisis del dispositivo de sexualidad en las sociedades modernas occidentales (I. La voluntad de saber) había conducido a Foucault a un interés creciente por el cristianismo (IV. Las confesiones de la carne), y, a su vez, el estudio del cristianismo le permitió descubrir que el tema de la austeridad, obviamente ligado a la cuestión de la ética sexual, no sólo se encuentra ya en una cultura pagana falsamente calificada por algunos de liberal o tolerante, sino que, además, había que subsumirlo en el interior de un vasto conjunto de prácticas —religiosas o filosóficas, en una palabra, espirituales— destinadas a modificar el modo de ser del sujeto (II. El uso de los placeres y III. El cuidado de sí) (Dreyfus y Rabinow, 2001: 262). De esta manera, lo que no debía ser más —y nada menos— que una historia de la sexualidad se enmaraña con —y por momentos incluso se troca en— una historia de las prácticas de sí que va de la filosofía antigua al cristianismo medieval. Los volúmenes II, III y IV de Historia de la sexualidad a los que se acaba de hacer referencia dan buena cuenta de lo que no deja de ser ahí un cuasi desplazamiento, pero los últimos cursos en el Collège de France reflejan más bien un desplazamiento tout court, es decir, el viraje total de los intereses de Foucault hacia las tecnologías del yo tanto filosóficas como cristianas. En uno de estos cursos postreros, en concreto, el del año 1982 titulado La hermenéutica del sujeto, aparece por primera vez la noción de la que este artículo se ocupa, a saber, la noción griega de parrhesía (Foucault, 2005: 342-343).

En esta primera aparición, la parrhesía se define de entrada como el principio al que debe obedecer el discurso del maestro de filosofía en respuesta «a la obligación de silencio planteada por el lado del discípulo» (Foucault, 2005: 343). Se trata de «la apertura que hace que» el maestro «diga» a los discípulos que escuchan «lo que considera un deber decir porque es necesario, útil, verdad» (Foucault, 2005: 343). Más aún, la parrhesía apunta a lo que hace posible que lo que el maestro «dice de cierto se convierta al final, al término de su acción y dirección, en el discurso verdadero subjetivado del discípulo» (Foucault, 2005: 343). Desde este punto de vista, ya se ve que, por una parte, si bien la parrhesía, tal y como se mostrará a las claras en los dos cursos siguientes, esto es, en El gobierno de sí y de los otros y en El coraje de la verdad, tiene un origen, un interés y un sentido político, lo cierto es que Foucault se topa con ella a propósito de una serie de análisis en torno a las técnicas de sí y la dirección o guía filosófico-espiritual (Foucault, 2010: 26). Se plantea entonces una disyuntiva entre una parrhesía política y una parrhesía ética o magistral, pero, en contra de lo que parece ser más habitual, en este artículo se propone centrarse únicamente en la segunda. Por otra parte, también se ve que el análisis de la parrhesía puede ser enmarcado en el interior del proyecto foucaultiano de fondo de una investigación en torno a las relaciones entre subjetividad y verdad (Foucault, 2005: 14, 2020: 25). Y, por último, es posible ver igualmente que los estudios sobre la parrhesía también pueden ser vinculados, tal y como hace el propio Foucault en una conferencia pronunciada justo después de la impartición de La hermenéutica del sujeto, con algo que ya «había estudiado desde hacía en el fondo bastante tiempo», a saber, «la cuestión de la obligación de decir la verdad» (2015: 238).

Ahora bien, lo que verdaderamente había interesado a Foucault desde Historia de la locura (psiquiatría) hasta Historia de la sexualidad (concupiscencia), pasando por Vigilar y castigar (práctica penal), es la cuestión más específica y particular de la obligación de «decir la verdad sobre sí mismo» (Foucault, 2015: 238-239). Y, en efecto, en la filigrana que poco a poco se dibuja en el despliegue moroso de La hermenéutica del sujeto se aprecia con claridad que la parrhesía, si bien no deja de ser un decir veraz del maestro, es un decir veraz del maestro referido principalmente al discípulo mismo. En otras palabras, la verdad que está en juego en la parrhesía no es cualquier clase de verdad, sino que es, más específicamente, la verdad de sí del discípulo. Es cierto que en aquel momento, a falta de rectificaciones posteriores, Foucault todavía tendía a pensar que en la filosofía antigua apenas se planteó que los discípulos tuvieran el deber de decir la verdad acerca de sí mismos y que, por tanto, la parrhesía del maestro de filosofía, no sólo era prácticamente lo único que permitía revelar semejante tipo de verdad, sino que también era lo que más tarde iba a trocarse, a través de una inversión de los roles, en la obligación cristiana de confesarse1. Pero sean cuales sean los pasos en falso de una investigación en curso como las que Foucault ofrecía en el Collège de France, una idea parece segura, a saber, que en el orden de la dirección filosófica la parrhesía designa el decir veraz del maestro sobre el discípulo. En la medida en que no es posible corregirse sin conocerse y en la medida en que a menudo es difícil ser capaz de ver y admitir lo que se es, es preciso que el maestro asuma la tarea de decir al discípulo la verdad de lo que es. Se puede afirmar entonces que en el trasfondo de la parrhesía asoma el impulso del gnothi seauton, esto es, la exhortación socrática al conocimiento de sí mismo, pero también lo que, de acuerdo con una de las tesis mayores de La hermenéutica del sujeto, sirve a lo anterior de marco general, a saber, la epimeleia heautou o cura sui, esto es, la conminación, igualmente socrática, al cuidado de sí mismo (2005: 17-18). Ahora bien, puesto que, al mismo tiempo, una verdad de esta naturaleza puede resultar incómoda o hiriente para el discípulo, es inevitable que en el maestro convivan a la vez la necesidad de hablar y cierta resistencia también a la hora de hacerlo. De ahí que el término parrhesía se traduzca por la expresión «hablar franco» y de ahí también que los latinos lo tradujeran con el término «libertas» (Foucault, 2005: 348). En suma, la parrhesía magistral es por encima de todo la libertad del maestro para hablar con franqueza al discípulo y revelarle de este modo una verdad de sí que, con frecuencia, puede ser ofensiva. Esto es al menos lo que podría decirse de entrada, pues lo que aquí se pretende es precisamente ir más lejos porque el concepto de parrhesía es más rico y complejo de lo que se ha visto hasta ahora.

En un primer momento, se trata de dar cuenta en este artículo de ocho principios definitorios de la parrhesía magistral que han sido reconocidos, extraídos, delimitados, fijados, titulados y agrupados a partir de una serie de indicaciones más o menos dispersas que se encuentran en los últimos cursos que Foucault impartió. En otras palabras, se empieza por exponer el resultado de un trabajo que básicamente ha consistido en recoger los pedazos que como un rompehielos Foucault fue dejando a su paso en su aventura exploratoria para componer con ellos un concepto de la parrhesía magistral que fuera lo más completo y preciso posible. Tal y como se verá, Foucault hace posible dar cuenta de esta riqueza conceptual a partir de un juego de oposiciones del que salen definiciones negativas de la parrhesía que a su vez se traducen fácilmente en definiciones positivas. Por un lado, en La hermenéutica del sujeto se opone la parrhesía a la adulación y a la retórica (Foucault, 2005: 348-349). Y, por otro lado, en El coraje de la verdad se opone la parrhesía a la sabiduría, a la profecía y a la enseñanza técnica (Foucault, 2010: 33-38). De esta manera, se pone en claro que en una eventual aspiración al establecimiento de una relación parrhesiástica entre maestros y discípulos —o, dicho sea también en términos más modernos y actuales, entre profesores y alumnos— es preciso observar los ocho principios siguientes: alteridad, veracidad, claridad, generosidad, convicción, coraje, oportunidad y humildad. A continuación, en un segundo momento, y sobre la base del trabajo conceptual que se acaba de describir, se trata de probar, por medio de un estudio de las fuentes originarias griegas y romanas y con la sistematicidad que parece faltar en los tanteos de Foucault2, que la parrhesía rigió efectivamente cuando menos buena parte de la formación filosófica antigua. Esta idea puede tener, desde luego, un valor de verdad histórica que justifica el interés por la parrhesía magistral, pero también puede tener un valor de incitación porque se diría que los filósofos antiguos ejercen todavía hoy un poder de seducción que los reviste de cierta autoridad. Se presta atención entonces a algunos de los maestros de filosofía más destacados de la Antigüedad tales como Pitágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Diógenes, Crates, Epicuro, Metrodoro, Filodemo, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Con este último se cierra el desarrollo de este texto, pues la correspondencia con su maestro Frontón esconde una sentencia que, a modo de síntesis perfecta, permite poner el broche final a este análisis de la parrhesía magistral antigua.

I. Los ocho principios del maestro parrhesiasta

En primer lugar, y a fin de dejar aquí el principio bien acotado y establecido, hay que insistir en el hecho, aunque sea brevemente, de que el discurso que se emite en la forma de la parrhesía es un discurso que está principalmente dirigido y referido al otro. En la parrhesía se trata de lo que el maestro tiene que decir al discípulo acerca del discípulo mismo. En esto, el discurso de la parrhesía se opone al discurso de la sabiduría, que es un discurso en el que se hace referencia más bien al «ser mismo de las cosas y el mundo» (Foucault, 2010: 38). En contraposición con el hombre sabio, «el parrhesiasta —dice Foucault— es el interpelador incesante» cuyo decir «siempre se aplica […] a individuos» (2010: 37-38). En este punto, tal vez de podría hablar, en relación con la parrhesía y por su oposición a la sabiduría, de un principio de alteridad.

En segundo lugar, en ese discurso que está dirigido y referido al otro, el parrhesiasta siempre dice la verdad. Por un lado, esto quiere decir que en el maestro que habla en la forma de la parrhesía se produce una armonía perfecta entre lo que piensa y lo que dice o entre su pensamiento y su discurso. De ahí que la parrhesía se asocie con cierta franqueza o libertad de palabra. Por otro lado, en la medida en que esta verdad que el maestro piensa y dice está dirigida y referida al otro, es obvio que la verdad que está en juego es una verdad sobre el discípulo. Ahora bien, esta verdad sobre el discípulo no parece que tenga nada que ver con una identidad esencial que le habría sido dada por naturaleza o por nacimiento. Por tanto, no se trata de que el maestro realice y comunique al discípulo la exégesis de lo que es por necesidad. En otras palabras, en la parrhesía no es cuestión de que el maestro descifre y exprese una verdad de sí que el discípulo debería reconocer y a la cual está y debería quedar ligado. Se trata más bien de que el maestro debe revelar al discípulo la verdad del estado en que se encuentra para que justamente se haga posible iniciar un proceso de corrección. La verdad de sí del discípulo que hay que poner al descubierto por medio del discurso parrhesiástico del maestro es una verdad que atañe a toda una serie de desperfectos en la manera de ser, en la manera de actuar o en la manera de vivir. Como dice Foucault, se trata de dirigirse a los discípulos para decirles «lo que son en realidad, […] la verdad de sí mismos que se oculta a sus propios ojos, revelarles su situación actual, su carácter, sus defectos, el valor de su conducta» (2010: 38). Y, a partir de aquí, a partir del reconocimiento de lo que no está bien en el individuo, se trata de iniciar, naturalmente, un trabajo de superación. Desde este punto de vista, parece claro que la parrhesía se opone a la adulación y a la retórica. Esto se debe al hecho de que tanto en la adulación como en la retórica no parece que sea cuestión, ni mucho menos, de decir la verdad. Por una parte, el adulador se dirige al otro para afirmar que está dotado de virtudes que en verdad no posee. Por tanto, en la adulación se impide al otro conocer la verdad de sí mismo, y, en consecuencia, se impide también que el otro pueda empezar a ocuparse de sí mismo para combatir sus propios vicios. En palabras de Foucault, «la adulación hace que su destinatario quede impotente y ciego» (2005: 352). Por otra parte, el orador que se dirige al otro o a los otros no se vale de la retórica para decir la verdad, sino que se vale de ella sobre todo para convencer. Foucault (2005: 357) se acuerda en este punto de Aristóteles y de su definición de la retórica como «la facultad de considerar en cada caso lo que puede ser convincente» (Aristóteles, Retórica, I, 2, 1355b). Es cierto, todo hay que decirlo, que el estagirita considera que la retórica debe ponerse al servicio de la verdad, pero en la definición pura y dura que ofrece es palmario que se trata fundamentalmente de persuadir (Arist. Rh. I. 1. 1355a-1355b). Como dice Foucault, cuando se trata de la retórica «la cuestión del contenido y la de la verdad del discurso emitido no se plantean» (2005: 357). En cambio, la cuestión de la verdad y de la verdad sobre el discípulo es esencial para la parrhesía. En este sentido, y tal y como ya se ha dicho, la parrhesía está claramente vinculada con el gnothi seauton («conócete a ti mismo»). En definitiva, parece que, en relación con la parrhesía y por su oposición a la adulación y a la retórica, se puede hablar simplemente de un principio de veracidad.

En tercer lugar, el maestro que habla de forma parrhesiástica habla también de forma clara, sencilla y directa. La verdad sobre el discípulo que el maestro debe exponer tiene que ser expresada sin puntos oscuros, sin ornamento y sin rodeos. En este sentido, la parrhesía se opone a la sabiduría, a la profecía y a la retórica. En efecto, el hombre sabio, tal y como es caracterizado por Foucault, vive por lo general en una suerte de silencio o de reserva discursiva esencial que solamente interrumpe cuando los demás consiguen arrancarle unas palabras que no podrán ser sino parcas, y, por tanto, algo imprecisas y enigmáticas (2010: 36). Algo parecido puede decirse también del profeta, pues es seguro que las profecías que emite, en virtud de la pluralidad de interpretaciones que suscitan, no presentan precisamente la cualidad de la transparencia. Por último, ya se sabe que en la retórica se procura embellecer el discurso con toda clase de florituras y adornos que pueden confundir o pueden, cuando menos, restar claridad y sencillez. Nada de todo esto sucede en la parrhesía. Como dice Foucault, «el parrhesiasta […] no habla mediante enigmas», sino que «dice las cosas lo más clara, lo más directamente posible, sin ningún disfraz, sin ningún adorno retórico» (2010: 35). En este punto, quizás se podría hablar, en relación con la parrhesía y por su oposición a la sabiduría, a la profecía y a la retórica, de un principio de claridad.

En cuarto lugar, el discurso parrhesiástico es un tipo de discurso con el que solamente se busca el beneficio de aquel a quien está dirigido y nunca, en ningún caso, el beneficio de aquel que lo pronuncia. Esto quiere decir que el maestro que habla bajo la forma de la parrhesía solamente habla en interés del discípulo y jamás en el propio. Incluso en el caso de que la verdad de sí que se revela pueda ser hiriente u ofensiva, el maestro parrhesiasta, movido o animado siempre por la generosidad y la benevolencia, no busca otra cosa que el bien del discípulo. Por supuesto, casi sobra decir que, fuera de la parrhesía, no siempre se ofende por el bien del otro. De hecho, con frecuencia se hiere con el fin de perjudicar y con el fin de satisfacer algún interés egoísta y particular. Pero este no es el caso del parrhesiasta. Desde este punto de vista, parece claro que la parrhesía se opone de nuevo a la retórica. En efecto, cuando se trata de persuadir a los otros se trata de actuar sobre los otros —sus deliberaciones, sus opiniones— «siempre para el mayor beneficio —dice Foucault— de quien habla»; en cambio, prosigue, «la generosidad para con el otro está en el centro mismo de la obligación moral de la parrhesia» (2005: 361). Así las cosas, parece que es posible hablar, en relación con la parrhesía y por su oposición a la retórica, de un principio de generosidad.

En quinto lugar, para que sea posible hablar de parrhesía es preciso que aquel que habla esté presente en el discurso que emite. Esto es así en dos sentidos diferentes. Por una parte, el maestro que habla como un parrhesiasta está presente en el discurso que emite en el sentido de que su discurso expresa su propia opinión o en el sentido de que habla en su propio nombre. En esto, se puede decir que la parrhesía se opone a la profecía. En efecto, por mucho que el profeta crea en lo que dice, no se puede decir que esté presente en el discurso que emite porque no habla en su propio nombre, sino que habla en el nombre de Dios. En la profecía se ejerce una función de mediación entre la voz divina y los hombres y de tal manera que no es exactamente la propia opinión lo que se expresa. De hecho, si así fuera, el profeta no sería reconocido por los demás como un sujeto que dice la verdad. La razón por la que se escucha y se cree al profeta es precisamente que no dice lo que él piensa, sino que dice lo que le viene de otra parte. En cambio, en lo que se refiere a la figura del parrhesiasta, Foucault afirma que «es esencial que lo que formula sea su opinión, su pensamiento y su convicción»; en otras palabras, el parrhesiasta «debe firmar sus dichos» (2010: 34-35). Por otra parte, el maestro que habla como un parrhesiasta también está presente en el discurso que emite en otro sentido. Ya no se trata de la idea de que habla en el nombre de sí mismo, sino que se trata de la idea de que habla de tal manera que es posible reconocer en lo que dice su propia manera de ser y de vivir. Es preciso, pues, que en la parrhesía no solamente se dé una armonía entre el pensamiento y el discurso del maestro (principio de veracidad), sino que es preciso que se dé también una armonía entre lo que piensa y dice y la manera de ser y de vivir. Dicho de otro modo, la parrhesía exige que el logos, el ethos y el bios del maestro estén perfectamente alineados. En este caso, no se está haciendo referencia a un aspecto de la parrhesía que Foucault habría puesto de manifiesto a través del juego de las oposiciones, pero es bastante claro que en la retórica no se exige que lo que se dice concuerde con la manera de ser y de vivir del que habla. De hecho, ya se ha visto que en la retórica, en la medida en que no se trata de la cuestión de la verdad, ni siquiera se espera que lo que se dice concuerde con lo que se piensa. Por el contrario, la parrhesía, como dice Foucault, puede ser caracterizada como una «sinfonía» en la que aquello que se dice está marcado y autentificado por «el sonido de la vida» del que habla (2010: 163). Evidentemente, lo que está en juego en este punto es la cuestión del ejemplo que el maestro representa con respecto a lo que piensa y dice. En suma, tal vez se podría hablar, en relación con la parrhesía y por su oposición a la profecía y a la retórica, de un principio de convicción.

En sexto lugar, el discurso parrhesiástico no puede ser pronunciado si aquel que lo emite no está dotado de la virtud del coraje. En este punto, hay que recordar que la verdad que el maestro revela con la palabra puede ser hiriente y ofensiva y, por tanto, puede enfurecer al discípulo. Es claro entonces que la parrhesía está ligada al ejercicio socrático del desasosiego. En consecuencia, la verdad que se dice puede poner en riesgo la relación afectiva que une al maestro con el discípulo. En el límite, se puede incluso decir que lo que el maestro parrhesiasta arriesga con su palabra franca no es sólo la relación que lo une al discípulo, sino la propia vida, pues la cólera del que no es capaz de encajar una verdad desagradable sobre sí mismo puede conducir a la violencia. Pero si el maestro es valiente, todos los riesgos involucrados en la verdad incómoda que dice no han de impedir que diga lo que tiene la obligación de decir. De ahí que el coraje sea indispensable para todo maestro que habla en la forma de la parrhesía. Desde este punto de vista, la parrhesía se opone a la enseñanza técnica. Esto se debe al hecho de que el profesor que simplemente se dedica a transmitir cierta forma de saber no corre ningún riesgo en lo que dice y, por tanto, no necesita ser valiente (Foucault, 2010: 40). En cambio, el maestro que habla en la forma de la parrhesía «arriesga la relación», dice Foucault, y pone «en juego hasta su vida» porque «puede provocar» la «ira» o «suscitar la hostilidad» (2010: 40-41). Es preciso, pues, que sea valeroso. De ahí, sin duda, que aquel último curso en el Collège de France en el que se presta tanta atención a la noción de parrhesía lleve por título precisamente El coraje de la verdad. Parece que se puede hablar entonces, en relación con la parrhesía y por su oposición a la enseñanza técnica, de un principio de coraje.

En séptimo lugar, el maestro parrhesiasta debe contar con cierto sentido de la oportunidad. En concreto, esto quiere decir que el maestro, sobre la base de un conocimiento del discípulo, deberá revelar la verdad en el momento oportuno, kairos, así como en la forma adecuada. Ahora bien, en este punto no hay que pensar que la razón por la que el parrhesiasta debe observar esta suerte de principio de prudencia táctica es el temor a la reacción que puede inducir, pues ya se ha visto que se le presupone cierto coraje. La razón es más bien que debe hacer todo cuanto esté en su mano para que la verdad dolorosa que debe decir pueda ser efectivamente aceptada por el discípulo. Con la vista puesta en este fin, el maestro escrudiñará al discípulo, aguardará la ocasión y escogerá las palabras. Desde este punto de vista, la parrhesía se opone a la retórica. En efecto, si bien se puede pensar que la exigencia de persuasión comporta que en la retórica sea preciso atender a la singularidad del momento y a la singularidad de los individuos a los que se habla, lo cierto es que, por lo menos de acuerdo con la lectura que hace Foucault de autores como Quintiliano y Cicerón, se trata de un arte en el que el discurso se organiza más bien en torno al «tópico que se aborda», por ejemplo, la defensa de «una causa» como «la guerra» o «una acusación criminal» (Foucault, 2005: 359)3. Por el contrario, el discurso parrhesiástico se organiza en función del individuo al que se dirige y en función del momento o la coyuntura en que se encuentra para que la verdad que se dice pueda ser efectivamente recibida y aceptada (Foucault, 2005: 360). Parece que se puede hablar, pues, en relación con la parrhesía y por su oposición a la retórica, de un principio de oportunidad.

Para terminar, en octavo lugar, el discurso parrhesiástico también se define por una condición que, esta vez y a diferencia de lo que se ha visto hasta el momento, no cae del lado del maestro, sino que cae del lado del discípulo. Es preciso hacer notar que los siete principios de la parrhesía a los que se acaba de hacer alusión coinciden con obligaciones o compromisos que atañen por completo al maestro y nada más que al maestro. A fin de cuentas, es a él a quien corresponde el deber de dirigirse y referirse al discípulo para decir la verdad con claridad, generosidad, convicción, coraje y cierto sentido de la oportunidad. Pero si la verdad que es preciso poner en evidencia a través de la palabra del maestro parrhesiasta es una verdad que, por mucho que duela, el discípulo debe reconocer, entonces se comprenderá que también se plantee la exigencia de que el discípulo tenga por su parte el coraje y la humildad de admitir lo que se le dice que es. De lo contrario, sin esta capacidad de aceptación, el discípulo no llegaría nunca a conocer la verdad sobre sí mismo por más que el maestro se empeñara en decírsela. En este sentido, se puede decir que la parrhesía se opone a la profecía. En verdad, no se trata tanto de que la parrhesía se oponga en este punto a la profecía, sino que se trata más bien de que presenta, con respecto a ella, una ligera desviación. Por un lado, el discurso de la profecía y el discurso de la parrhesía tienen en común el hecho de que dejan a los que lo reciben un encargo ineludible. Ahora bien, por otro lado, ambos tipos de discurso se distinguen por el hecho de que la naturaleza del encargo que dejan es diferente. Así como el discurso de la profecía, en virtud de su carácter enigmático, deja a los que lo reciben el encargo de interpretar, el discurso de la parrhesía, en virtud de su claridad, no podría dejar a los que lo reciben un encargo semejante, pero en virtud de lo sangrante que puede ser la verdad que revela, deja a los que lo reciben el encargo de aceptar lo que se les dice. Como dice Foucault, el parrhesiasta «deposita en aquel a quien se dirige la dura tarea de tener el coraje de aceptar esa verdad, de reconocerla y de hacer de ella un principio de conducta», pero «no plantea el arduo deber de interpretar» (2010: 35). Desde este punto de vista, parece que se puede hablar, en relación con la parrhesía y por su oposición parcial a la profecía, de un principio de humildad.

Ya se ve entonces que, a pesar de que la mayor parte de las obligaciones recaen sobre el maestro, el hecho de que el discípulo tenga también un deber que cumplir permite hablar de la parrhesía en términos de pacto: así como el maestro se compromete a decir la verdad sobre el discípulo, el discípulo se compromete al mismo tiempo a aceptar la verdad sobre sí mismo que el maestro le dice (Foucault, 2010: 41). Por lo demás, también parece que la parrhesía es una forma discursiva de carácter más ético que técnico (Foucault, 2005: 360, 2010: 42). Con la excepción quizás de los principios de claridad y oportunidad, los principios parrhesiásticos están ligados sobre todo a virtudes éticas como la veracidad o la franqueza, la generosidad, la convicción, el coraje y la humildad. En suma, en la enseñanza antigua de la filosofía es preciso establecer un pacto parrhesiástico de naturaleza principalmente ética que haga posible que el maestro pueda abrir su corazón para decir una verdad que, aunque duela, el discípulo debe ser capaz de reconocer en aras de su propio perfeccionamiento (Foucault, 2005: 343).

II. La parrhesía en los maestros de filosofía de la Antigüedad grecorromana

Tal y como se irá viendo en lo que sigue, parece que la parrhesía es una práctica que está presente en la filosofía antigua desde el principio hasta el final. En este caso, se propone empezar por la figura de Sócrates porque parece bastante claro que encarna particularmente bien los ochos principios de la parrhesía de los que se acaba de dar cuenta. Más aún, en la medida en que la prueba de ello se encuentra en los diálogos platónicos, algo parecido podría decirse también del propio Platón. En primer lugar, el discurso de Sócrates es con frecuencia un discurso que se dirige y refiere a los otros (principio de alteridad). En este punto, simplemente hay que recordar que Sócrates afirma en la Apología que va «por todas partes sin hacer otra cosa que intentar» persuadir a todos de que dejen de ocuparse de sus «cuerpos» y de sus «bienes» para centrarse en la «virtud» de sus respectivas «almas» (Platón, Apología de Sócrates, 30a-b). Se trata del Sócrates «tábano» que se dedica a aguijonear a todos para despertarlos o para abrirles los ojos a la verdad de lo que son y propiciar así un cambio en su manera de ser y de vivir (Pl. Ap. 30e). En segundo lugar, Sócrates es el hombre que siempre dice la verdad (principio de veracidad). Por un lado, Sócrates proclama en la Apología que es un «deber» para el que habla «decir la verdad» (armonía pensamiento-discurso) (Pl. Ap. 18a). Por otro lado, Sócrates afirma con ironía en el Gorgias, pues es claro que en verdad se refiere a sí mismo, que Calicles es como una de aquellas piedras de toque con las que es posible comprobar, no ya la calidad del oro, sino el estado en que se encuentra el alma que entra en contacto con él (Platón, Gorgias, 486d-487a; Foucault, 2010: 159, 2009: 375). Se trata del Sócrates básanos que se dedica a poner en evidencia la auténtica verdad de lo que son los demás (la verdad de sí de los otros). En tercer lugar, Sócrates es también aquel que se expresa con claridad, con sencillez y sin rodeos (principio de claridad). El hecho resulta bastante notorio en los diálogos de Platón o Jenofonte, pero se reconoce de forma explícita en el arranque mismo del discurso de la Apología, pues Sócrates advierte a los atenienses que no «modela sus discursos» y que no oirán de él «bellas frases» «adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos», sino que hablará como siempre lo hace, es decir, de manera sencilla, a partir «frases dichas al azar con las palabras que le vengan a la boca» (Pl. Ap. 17b-d; Foucault, 2010: 88).

En cuarto lugar, no hay duda de que Sócrates, por muy ofensivo que pueda resultar por su condición de tábano y de básanos, no busca nada más que hacer el bien a los demás (principio de generosidad). Sócrates afirma en el Gorgias (Pl. Grg. 487a; Foucault, 2015: 248) que la «benevolencia» es una de las condiciones de las piedras de toque y en la Apología (Pl. Ap. 31b) recuerda que, «como un padre o un hermano mayor», ha desatendido todos sus asuntos para ocuparse «privadamente» de cada uno de los atenienses a cambio de nada. En quinto lugar, Sócrates siempre expresa su propia opinión y no piensa ni dice nada que no sea reconocible en su manera de ser y de vivir (principio de convicción). La prueba de ello está en aquel breve pasaje del Critón (Platón, Critón, 46b-c) en el que Sócrates asegura, por una parte, que él es de la «condición de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento que, al reflexionar», le «parece el mejor», y, por otra parte, que no está dispuesto a huir de la condena a muerte que han dictado contra él porque no está dispuesto a desmentir con sus actos lo que en otro tiempo ha defendido con sus palabras4. En sexto lugar, parece seguro que no puede dudarse del coraje de Sócrates, pues el miedo al rechazo de los demás o a la muerte nunca fue un motivo para dejar de confrontar a todos a la verdad de lo que son (principio de coraje). Él mismo explica en la Apología que las numerosas «enemistades» que se ha granjeado poniendo en evidencia a los otros no lo disuadieron nunca, aun sintiéndose disgustado y atemorizado, de persistir en la tarea (Pl. Ap. 21e). Y un poco más adelante profiere que no sería digno que en su momento aceptara el riesgo de morir en la guerra cuando los atenienses se lo pidieron y que, al mismo tiempo, rechazara, por temor a la muerte, la misión de examinar a todos que el dios le ordenó (Pl. Ap. 28d-e)5. En séptimo lugar, es claro también que Sócrates quiere y sabe adaptarse a las situaciones y a los individuos cuando habla con ellos (principio de oportunidad). Así, por ejemplo, Sócrates afirma en el Cármides que es preciso primero «examinar» al joven de nombre homónimo antes de ponerse «sin criterio a hacer de médico», es decir, antes de aplicar su ensalmo (Platón, Cármides, 158d-e). En este punto, hay que referirse también de manera exclusiva a Platón, pues, de acuerdo con Diógenes Laercio, consideraba que, así como Aristóteles necesitaba un «freno», Jenócrates necesitaba más bien una «espuela» (Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, IV, 6; Hadot, 1998: 233). Por último, en octavo lugar, se puede dar cuenta también del hecho de que tanto Sócrates como algunos de sus interlocutores tienen la voluntad de dejarse examinar y de escuchar, si es preciso, una verdad incómoda sobre ellos mismos (principio de humildad). Por una parte, Sócrates asegura en el Gorgias que se «sentiría contento» si pudiera encontrar una piedra de toque para su alma (Pl. Grg. 486d). Y, por otra parte, dice Nicias en el Laques que se alegra de estar «en contacto» con Sócrates porque no cree «que sea nada malo el recordar» lo que no se ha hecho bien o lo que no se ha hecho (Platón, Laques, 188a-b). En suma, parece que en Sócrates, aunque también en cierto modo en Platón, es posible reconocer punto por punto los ocho principios del maestro parrhesiasta.

Pero más allá de estos dos referentes mayúsculos, parece que la parrhesía se encuentra igualmente en muchos otros maestros de filosofía de la Antigüedad grecorromana. De manera general, parece que se puede decir que la parrhesía funciona como un principio básico de la formación filosófica de la época. De acuerdo con Diógenes Laercio (D.L. VIII. 20), Pitágoras «llamaba al reprender “enderezar”», y, según Jámblico (Jámblico, Vida pitagórica, XXII [101]), la «pedartaseis», esto es, el ‘enderezamiento’, debía efectuarse «con buenas palabras y cautela», con «gran solicitud y solidaridad», para que así pudiera ser «decorosa y beneficiosa». En la Retórica de Aristóteles, a diferencia de lo que se ha visto hace un momento a partir de Quintiliano y Cicerón, es posible comprobar la importancia que concede a la «disposición» de aquellos a quienes se habla cuando se trata, «fuera» incluso «de los discursos de exhibición», de «exhortar», «disuadir», «elogiar», «censurar» o «acusar» (Arist. Rh. II. 1. 1377b-1378a). Como dice Pierre Hadot a propósito del mismo texto, es indispensable para «la dirección espiritual» filosófica que se sepa de «las disposiciones del oyente», «por ejemplo, las influencias que ejercen en él las pasiones», el «nivel social» o «la edad» (1998: 238). Y, después de todo, no se olvide que Aristóteles vincula en la Ética Nicomáquea la prudencia, que es una de las virtudes dianoéticas, con la capacidad para determinar lo que conviene o no conviene a los hombres y con la capacidad para atender al caso particular (Aristóteles, Ética Nicomáquea, VI, 1141b). Con respecto a los cínicos, se diría que la apuesta por la parrhesía no podría ser más clara y explícita. Según refiere Diógenes Laercio, cuando preguntaron a Diógenes el Cínico «cuál de las bestias muerde más dañinamente», contestó que, entre «las domésticas», «el adulador» (D.L. VI. 51). Y cuando le preguntaron «qué es lo más hermoso entre los hombres», respondió, simplemente, «“la sinceridad”» [parrhesía] (D.L. VI. 69; Foucault, 2010: 178). Algo parecido podría decirse también de Crates. El filósofo de Tebas aseguraba «que los que están acompañados por aduladores están tan abandonados como los corderos entre los lobos» (D.L. VI. 92). Y cuenta Pierre Hadot que Crates reprendía e incluso humillaba a Zenón con el fin de ponerlo a prueba, en el sentido quizás de medir el alcance de su humildad o de sopesar su capacidad para reconocer lo mucho que aún le faltaba (1998: 234). De manera general, el cínico es el hombre que, con toda generosidad, ejemplaridad y coraje, se hace cargo de los hombres para decirles, diatriba mediante e incluso ladrando, lo que no está bien con ellos (Foucault, 2010: 256). Así como Sócrates, en su práctica de la parrhesía, no perdió nunca, como dice Pierre Hadot, cierta «urbanidad sonriente», el maestro cínico es claramente más agresivo cuando se dedica a denunciar los extravíos de los hombres (1998: 125).

En cuanto a los epicúreos, parece que también atribuían una importancia más que notable a la parrhesía del maestro. Tanto es así que, en torno al año cero, el epicúreo Filodemo llegará incluso a escribir un tratado que lleva por título precisamente Peri parrhesias, esto es, Tratado del hablar franco o Sobre la libertad de palabra (Foucault, 2005: 363; Hadot, 1998: 139). Tanto Foucault como Pierre Hadot se hacen eco de este texto para dar cuenta de la parrhesía epicúrea. Para empezar, es posible destacar, con la ayuda del segundo, no menos de tres ideas. En primer lugar, el discípulo debe ser capaz de aceptar «las reprimendas», «aun si provocan a veces un estado de “contrición”» (Hadot, 1998: 139). En segundo lugar, el maestro no debe «temer hacer reproches» (Hadot, 1998: 139). Con respecto a esto último, Pierre Hadot permite aportar dos ejemplos. El primero es una carta, comentada por el propio Filodemo, en la que Epicuro se muestra severo con su discípulo Apolónides; el segundo es otra carta, está vez dirigida a Pítocles y escrita por Metrodoro, en la que se advierte que «las cosas de Venus [los placeres del amor] jamás favorecen» (Epicuro, Sentencias vaticanas, 51; Hadot, 1998: 235). En definitiva, ya se ve que en el Jardín se hace valer la necesidad del establecimiento de un pacto parrhesiástico entre el maestro y el discípulo. Por último, en tercer lugar, las amonestaciones, como se ha visto, deben ser severas, pero también deben hacerse con no pocas precauciones (Hadot, 1998: 235). De lo contrario, se corre el riesgo de que el discípulo tenga dificultades para aceptarlas. Por un lado, es preciso que el maestro explique cuál es el propósito de las críticas que hace. Por otro lado, el maestro debe estar en guardia frente al fracaso previsible de sus discípulos, y, por tanto, por mucho que deba insistir en sus reprimendas, no debe perder la serenidad y no debe dejar de ser amable.

Por otra parte, el maestro debe tener también cierto sentido de la oportunidad. Como dice Foucault en referencia al mismo texto de Filodemo, la parrhesía se basa en el kairos, es decir, que el maestro que hace reproches a sus discípulos debe tener en cuenta el estado de ánimo en que se encuentran y debe «elegir exactamente el momento adecuado» para que «todo se dé placentera y jubilosamente (hilaros)» (2005: 365). Para ello, es posible que fuera útil que, más allá de un tipo de asesoramiento grupal en el que un maestro dispensaba consejos válidos para una pluralidad de discípulos, se practicara también en el Jardín un tipo de dirección más individualizada (Foucault, 2016: 231, 2018: 108). En efecto, a través de conversaciones que podían tener lugar una vez por semana o una vez al mes, el maestro podía conocer mejor al discípulo, y, por tanto, podía aplicar con más garantías el principio de oportunidad. En las cartas de Epicuro sería posible encontrar muchos ejemplos de este tipo de relación más individualizada, pero hay al menos una en la que la individualización se hace explícita en los términos siguientes: «esto lo digo no para muchos, sino para ti; pues somos un público bastante grande el uno para el otro» (Usener, Epicurea, 208, citado en Séneca, Epístolas morales a Lucilio, I, 7, 11). En suma, parece que, desde Epicuro y Metrodoro hasta Filodemo, en la escuela epicúrea se considera que la parrhesía es una condición que no puede faltar en la formación filosófica de los individuos. Los maestros deben ser capaces de decir a sus discípulos una verdad incómoda acerca de lo que son, pero deben hacerlo con toda cautela para facilitar que los discípulos, por su parte, puedan cumplir con el deber correspondiente de aceptarla.

Algo parecido puede decirse también de la escuela estoica. Los textos de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio contienen numerosos ejemplos de la importancia que se atribuye a la parrhesía en esta escuela filosófica. En la carta 29 a Lucilio, Séneca explica que cierto amigo prácticamente ha dejado de visitarlo porque «teme escuchar la verdad»; así las cosas, quizás habría que dejarlo estar, «pues no hay que dar lecciones sino a quien esté dispuesto a escucharlas», pero en este caso particular, Séneca no desespera y aún está «decidido a mostrarle sus males» (Séneca, Ep. III. 29. 1-4). Por tanto, ya se ve que, aun a riesgo de comprometer una relación afectiva, Séneca considera que no hay que renunciar a decir al otro una verdad desagradable acerca de lo que es. Ahora bien, también en este caso se piensa que las verdades incómodas que se dirigen y refieren al otro deben ser dichas bajo ciertas condiciones. En primer lugar, es preciso establecer una relación individualizada que permita conocer al otro y que permita, en consecuencia, hablar con cierto sentido de la oportunidad para que la verdad que se pone de manifiesto pueda ser efectivamente escuchada y aceptada. Como dice Foucault, frente a las formas populares o públicas de predicación tan habituales en la época, «Séneca hace valer los derechos y la riqueza específicos de lo que puede y debe ser una relación individual de hombre a hombre» (2005: 374). Sin duda, esto se debe a que es necesario «adaptarse a aquel a quien se habla» y «esperar el momento adecuado» (Foucault, 2005: 375-376). En la carta 40, Séneca agradece a Lucilio que le escriba «con frecuencia» porque «las epístolas» revelan los «auténticos rasgos» «del amigo ausente» (Séneca, Ep. IV. 40. 1). De lo contrario, sin esta suerte de conversación a solas que hace posible intimar, puede ocurrir lo que ocurre cuando los hombres se dirigen a una multitud de personas a las que no conoce, a saber, que se cae en el absurdo de intentar corregir con la palabra a quien no está preparado para escuchar. Es preciso, pues, que las verdades desagradables sobre el otro sean dirigidas únicamente a aquellos de quienes se sepa, por el contacto cercano, que puede haber una predisposición a recibirlas y aceptarlas. ¿Qué se puede conseguir, se pregunta Séneca, cuando se amonesta a todos sin miramientos de tal manera que, en verdad, se está intentando corregir a los sordos? (Séneca, Ep. III. 29. 1). Se diría que nada, por supuesto. El amigo de Séneca al que se hacía alusión hace un instante no parecía, como muchos entre las multitudes, muy inclinado a escuchar, pero Séneca, en virtud de lo que sabe de él, aún cree que hay alguna esperanza. Aguardará, pues, el momento.

En segundo lugar, Séneca también considera que las verdades que se pueden transmitir en una relación íntima deben ser dichas con sencillez y sin el aire de falsedad y trivialidad que el artificio retórico y ornamental confiere al discurso. En caso contrario, se sobreentiende que el discurso verdadero no podría calar en aquel a quien está dirigido, pues sólo se cree a quien parece creer en lo que dice. En palabras de Foucault, para que el «discurso dirigido al otro pueda descender al fondo de aquel a quien se dirige», es necesario que «sea simplex, es decir, transparente: que diga lo que tiene que decir» sin adornos ni disfraces (2005: 375). Así, cuando Lucilio se queja por «la poca pulcritud de las cartas» que está recibiendo, Séneca se defiende reivindicando que quiere hablarle tal como lo haría si estuvieran «sentados o caminando», es decir, de manera «sencilla y ágil» y sin caer en nada que sea «rebuscado o falso» (Séneca, Ep. IX. 75. 1). A partir de aquí, ya se ve que, en tercer lugar, aquel que habla debe decir lo que piensa y debe pensar lo que dice. Como dice Foucault, «es preciso manifestar que esos pensamientos que se transmiten son precisamente los pensamientos de quien los transmite» (2005: 379). Pero Séneca va, en verdad, mucho más lejos. Por un lado, no sólo hay que pensar lo que se dice, sino que hay que amar lo que se dice y piensa. Así lo expresa Séneca en la misma carta a Lucilio en la que habla de la sencillez: «Esto es lo único de lo que quisiera persuadirte enteramente: que siento todo cuanto te digo y que no sólo lo siento sino que lo siento con amor» (Séneca, Ep. IX. 75. 3). Y, por otro lado, en palabras de Foucault, también es necesario que se dé una adecuación entre el sujeto de la enunciación y el sujeto de la conducta, pues «no puede haber enseñanza de la verdad sin un exemplum» (2005: 380-381). Así lo expresa, de nuevo, Séneca: «que nuestra forma de hablar concuerde con nuestra vida» (Séneca, Ep. IX. 75. 4). En suma, por mucho que una ofensa pueda poner en peligro una relación afectiva, hay que decir al otro la verdad de lo que es, pero no sin convicción, no sin sencillez y no sin la intimidad que permite afinar el discurso por el conocimiento que se obtiene sobre el otro. Parece que hay, pues, parrhesía también en Séneca.

En cuanto a Epicteto, es significativo que en el breve texto que Arriano escribe como introducción a las Disertaciones se destaque precisamente la dimensión parrhesiástica del discurso del maestro. A este respecto, Arriano es, como observa Foucault, claro y explícito, pues afirma que la razón por la que quiso tomar notas de las lecciones de Epicteto es que quería conservar para su propio provecho en el futuro «memoria del pensamiento [dianoia] y la franqueza [parrhesía] de aquél» (Epicteto, Disertaciones por Arriano, «Salutación», 2-3; Foucault, 2005: 344). A partir de aquí, Arriano da a entender que la parrhesía de Epicteto consistía en cierta «espontaneidad», así como en cierta capacidad para actuar sobre «los ánimos de sus oyentes» (Epict. Disert. «Salutación». 3-6). De ahí que Arriano se impusiera a sí mismo el deber de transcribir «con las mismas palabras» lo que el maestro decía (Epict. Disert. «Salutación». 2). De lo contrario, de no haber optado por esta fidelidad, se habría perdido la naturalidad y la potencia transformadora del discurso del maestro. Se comprenderá entonces que, a diferencia de los escritos que se dan habitualmente a leer, las notas que ha tomado y que ahora publica no pueden constituir un discurso bien cuidado y pulido, sino uno que es más bien de estilo sencillo, pero, por eso mismo, eficaz desde el punto de vista de los efectos que producía al menos en quienes lo escuchaban. Es notable entonces que la sencillez, quizás porque permite transmitir que quien habla está verdaderamente presente en lo que dice, es esencial para que el discurso parrhesiástico pueda mover algo en el alma de quien lo escucha (Ortiz García, 1993: 7). Ahora bien, puede suceder, advierte Arriano, que sus notas, a pesar de la espontaneidad de quien hablaba y a pesar también de la fidelidad de quien apuntaba, no produzcan en los lectores lo mismo que las palabras de Epicteto producían en sus discípulos. En este punto, Arriano admite que es posible que la culpa de esto sea suya, pero también es posible que «sea forzoso que así ocurra» (Epict. Disert. «Salutación». 8), tal vez porque la parrhesía no es esencialmente un tipo de discurso que se dirija a todos, sino uno que se piensa y dirige nada más que a una sola persona. Cabe entonces preguntarse por qué Arriano tomó aquellas notas. La respuesta podría consistir en decir que se trataba sobre todo de no olvidar, no ya lo que Epicteto dijo a cada uno, sino lo que tal vez haya que considerar finalmente como su lección más fundamental, a saber, que es preciso hablar al otro con toda libertad y franqueza. Después de todo, no hay que pasar por alto que las Disertaciones no recogen las enseñanzas más generales de Epicteto, sino lo que ocurría después de que las impartiera, a saber, los diálogos que el maestro mantenía con sus discípulos (Ortiz García, 1993: 13-14). Estos diálogos no eran otra cosa al fin y al cabo que el medio a través del cual Epicteto hacía ver a sus discípulos, con toda parrhesía, simplemente la verdad de lo que eran.

Para acabar, no hay duda de que Marco Aurelio aprendió la parrhesía y no hay duda de que la aprendió, en buena medida al menos, de sus maestros parrhesiastas. Entre ellos, se puede destacar la figura de Rústico, pero también y quizás muy especialmente la figura de Frontón. Dice Marco Aurelio en un mismo acápite que el maestro que precisamente le «procuró los escritos de Epicteto», esto es, Rústico, le enseñó también a acostumbrarse «a la idea de que es necesario corregir el carácter y vigilar las inclinaciones» (M.Ant. I. VII). No parece que realizara este aprendizaje con facilidad, pues, de acuerdo con Pierre Hadot, Marco Aurelio se irritó a menudo con Rústico a causa de su franqueza (1998: 236), pero parece que al final lo consiguió. Además, de este maestro también aprendió a no dejarse «llevar por la vanidad de hacer ostentaciones públicas ni larguezas extraordinarias», a «renunciar al estudio de la retórica, de la poética y del bello estilo» y a escribir sus cartas con sencillez (M.Ant. I. VII). Por un lado, ya se ve que Rústico era un maestro parrhesiasta. La prueba de ello está en que parece que tomaba a Epicteto como referente, repudiaba toda forma de ornamentación del discurso y no temía hacer reproches, lo cual es, en este caso, especialmente valeroso porque Marco Aurelio no estaba quizás al principio muy abierto a la reprimenda y porque la posición de poder que un Príncipe ocupa facilita, aunque en este caso no se llegara tan lejos, que se pueda descargar sobre el que amonesta toda la ira que se quiera (Foucault, 2005: 350-357). Por otro lado, también se ve que Marco Aurelio aprendió de Rústico, aunque tal vez también de Epicteto, a lidiar con los parrhesiastas y a ser él mismo un parrhesiasta. Con respecto a lo primero, se trata de que terminó por aprender a encajar con humildad las críticas que se le hacían. Con respecto a lo segundo, se trata de que aprendió a discurrir con sencillez.

En el caso del vínculo con Frontón, parece que todo transcurrió de manera más alegre. En una de las cartas que Marco Aurelio envía a su maestro se pone de manifiesto que Frontón era capaz de elogiar a su discípulo para mantener su entusiasmo, pero también era capaz, en base a argumentaciones, de echar en cara lo que fuera necesario (Frontón, Epistolario, 3). Por tanto, parece claro que Frontón entendía que es preciso hacer reproches, pero también parece claro que consideraba que, si no tomaba la precaución de argumentar sus críticas y de complementarlas incluso con elogios, su discípulo habría podido tener dificultades para aceptarlos. Por su parte, parece que Marco Aurelio aprendió a escuchar las verdades hirientes que se le decían, pues en la misma carta afirma que ha sentido «más alegría» por las amonestaciones que por los elogios (Frontón, Ep. 3). Por tanto, es claro que entre los dos se estableció un pacto parrhesiástico en toda regla. Ahora bien, la carta no solamente revela que Marco Aurelio aprendió a escuchar la verdad, sino que también revela que aprendió a decirla, no porque la tarea fuera fácil, pues, según dice, incluso las profecías de un oráculo pueden ser enigmáticas, sino porque las palabras de Frontón, tanto si expresaban acusaciones como si expresaban estímulos, mostraban «de un golpe el camino mismo, sin engaño ni falsas palabras» (Frontón, Ep. 3). Por tanto, Marco Aurelio aprendió la parrhesía a través de la parrhesía de sus maestros, aunque parece que a este respecto, como se decía, Frontón pudo ser más decisivo. La prueba de ello está en que dedica a este último unas palabras de gratitud que bien pueden ser consideradas como la expresión de una suerte de síntesis perfecta de lo que es el discurso parrhesíastico: «Así, pues, debería darte las gracias aunque sólo fuese porque me has enseñado a un tiempo a decir la verdad y a escucharla» (Frontón, Ep. 3).

Conclusión

Decir al otro la verdad de lo que es y escuchar del otro la verdad de lo que se es: he aquí, en definitiva, lo que se halla en la medular de la parrhesía de aquellos antiguos e ilustres maestros de filosofía. Pero más allá de lo que pueda pensarse como su quintaesencia, en la primera parte del desarrollo de este artículo se ha visto que la parrhesía es una práctica ciertamente ardua y compleja que, con todo, no hay más remedio que asumir cuando se quiere verdaderamente conducir a los discípulos hacia la virtud. Por un lado, el discurso parrhesiástico es indispensable porque, en la medida en que abre los ojos y permite verse, hace posible que los discípulos se pongan a la tarea de corregirse y transformarse a sí mismos. En otras palabras, con la parrhesía se va del gnothi seauton a la epimeleia heautou. Y, por otro lado, el discurso parrhesiástico es efectivamente espinoso porque está ligado a toda una retahíla de condiciones que son sobre todo de naturaleza ética, aunque también de carácter técnico. El maestro parrhesiasta, cuando se dirige y refiere al discípulo mismo para poner sobre la mesa la verdad de lo que es, debe hablar con claridad y sencillez, con benevolencia y generosidad, con convicción y ejemplaridad, con valentía y determinación y no sin un fino sentido de la oportunidad; adicionalmente, el discípulo, cuando atiende al maestro y a la verdad que se le dice sobre él mismo, debe escuchar, simplemente, con humildad para abrir la posibilidad de una aceptación. De este modo, se fragua, entre maestros y discípulos, un pacto que no es otro que el pacto de la parrhesía. A partir de aquí, si se tiene en cuenta este resultado, así como también el juego de las oposiciones del que Foucault se vale en su proceder analítico, se diría que el maestro parrhesiasta puede ser considerado como una figura ciertamente singular en el contexto de la cultura antigua: no es el hombre sabio que dice, no sin algo de misterio, la verdad del ser y del mundo; no es, desde luego, el adulador que ciega y castra con sus mentiras; no es el rétor que, entre florituras varias y formas tópicas, no busca otra cosa que persuadir para beneficio de sí mismo y aun a costa de la verdad; no es tampoco el profeta que de manera enigmática transmite la verdad que le viene del Dios; no es, en fin, el profesor de la enseñanza técnica que, en el fondo, no arriesga nada en lo que dice. Es cierto, todo hay que decirlo, que no corresponde solamente al maestro de filosofía el mérito de haber encarnado en la Antigüedad la imponente figura del parrhesiasta. En este sentido, no todo hombre de la parrhesía es maestro de filosofía. Ahora bien, todo parece indicar que no puede decirse lo mismo a la inversa, pues se diría que no hubo en la época maestro de filosofía que no fuera a la vez hombre de la parrhesía.

Efectivamente, en la segunda parte del desarrollo de este artículo se ha visto que la parrhesía es una práctica discursiva que a todas luces parece atravesar toda la historia de la formación filosófica antigua; más aún, se podría decir incluso que prácticamente no hay escuela de filosofía en la Antigüedad grecorromana en la cual la parrhesía no rigiera la relación entre maestros y discípulos. Desde la escuela pitagórica en los albores de la filosofía antigua hasta la escuela estoica de la época imperial ya en los estertores, pasando por Sócrates, Platón, Aristóteles, los cínicos y los epicúreos, la parrhesía funciona como una suerte de matriz común que pasa de una generación a la siguiente con la tenacidad y la obstinación de una exigencia aparentemente irrenunciable. Así las cosas, bien podría afirmarse que, al menos de acuerdo con la filosofía antigua, no puede haber formación filosófica sin la concurrencia de un maestro parrhesiasta. Desde luego, siempre se puede objetar que, por mucho que la muestra que se ha tomado como superficie de estudio posea cierta amplitud y variedad, lo cierto es que no se ha llegado al extremo de tener en consideración a todos los que protagonizaron aquella historia milenaria. Sin embargo, es posible que lo que falta sea menos de lo que puede parecer porque la verdad es que el objeto de análisis que se ha elegido adolece de algunos límites que tal vez no saltan inmediatamente a la vista. Así, por ejemplo, no se ha podido optar por la inclusión en el estudio de filósofos presocráticos como Tales, Anaximandro o Anaxímenes por la sencilla razón de que, como asevera Henry-Irenée Marrou, no son «educadores», sino «sabios puros […] absorbidos totalmente por el esfuerzo creador que los aísla y singulariza» (2004: 71); y qué decir de la época helenística, pues, tal y como recuerda alguien como Pierre Hadot, se trata de un periodo que no se conoce más que «de manera muy imperfecta» a causa de la pérdida de gran parte de las obras filosóficas que a la sazón se escribieron (1998: 109). Sea como sea, el recorrido histórico que aquí se ha propuesto permite al menos afirmar que la parrhesía fue a no dudar un rasgo fundamental de buena parte de los maestros de filosofía de la Antigüedad grecorromana. Así pues, con las lentes del último Foucault se hace posible proyectar sobre la filosofía antigua una mirada a través de la cual se descubre que formarse a golpe de escuchar la verdad sobre uno mismo es en la época un requisito insobornable para esculpir la figura del filósofo.

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Edgar Gili Gal: Doctor en Filosofía Contemporánea y Estudios Clásicos por la Universidad de Barcelona. Profesor e investigador de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona.

Líneas de investigación:

– Filosofía e historia de la educación.

– Filosofía e historia de la cultura.

– Antropología filosófica.

– Filosofía contemporánea (Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, José Ortega y Gasset, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Peter Sloterdijk).

Publicaciones recientes:

– Gili Gal, E. (2024): «La regla del silencio y la escucha en la filosofía antigua: una lectura desde Michel Foucault», Revista de Filosofía, 49 (2), pp. 443-462.

– Gili Gal, E. (2024): «El mecanismo de la ejemplaridad-docilidad como fundamento educativo», en Y. Sánchez Pérez, F. Esteban Bara y J. L. Fuentes (eds.), Ideas y propuestas para pensar la universidad en tiempos de incertidumbre. Barcelona: Octaedro, pp. 139-142.

– Gili Gal, E. (2023): «La filosofía como disciplina non grata para la institución escolar moderna», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 35 (1), pp. 65-79.

– Gili Gal, E. (2023): «Resistir en las instituciones educativas: silencio y escucha en la era de la hiperfasia», en V. Caballero de la Torre (dir.), ¿Quién dijo que no se puede enseñar filosofía? Apuntes sobre su didáctica. Valencia: Tirant lo Blanch, pp. 397-410.

Correo: edgargili@ub.edu


1. Para cotejar los avances de Foucault en torno a esta cuestión, compárese, por ejemplo, lo que dice en La hermenéutica del sujeto (2005: 342-343) con lo que dice en El coraje de la verdad (2010: 20-21).

2. Secundariamente, en este artículo también se recurre a otros estudiosos de la cultura antigua como Henry-Irenée Marrou, Pierre Hadot o Paloma Ortiz García.

3. En una nota a pie de página se ofrece la referencia del texto de Quintiliano, en el que se cita efectivamente a Cicerón, pero contiene un error (o errata). Parece que la referencia correcta debería aludir al capítulo veintidós, que no veintiuno, del libro segundo de las Instituciones oratoria de Marco Fabio Quintiliano.

44. Sobre la cuestión de la armonía entre discurso y acción en Sócrates, se pueden consultar también otros textos de Platón (Laques, 188d-189a) y Foucault (2010: 161).

5. Con respecto al tema del coraje de Sócrates, se puede consultar también a Foucault (2010: 87-107).

Resumen

A partir de un cierto número de indicaciones dispersas que se encuentran en los últimos cursos que Michel Foucault impartió en el Collège de France y de una lectura sistemática de las fuentes originarias de la filosofía antigua, en este artículo se analiza la noción griega de parrhesía, no ya en el sentido político que también posee, sino en su vertiente magistral. Desde esta perspectiva, la parrhesía puede ser definida como el discurso franco con el que un maestro de filosofía revela a sus discípulos la verdad de lo que son. En un primer momento, se trata de profundizar en el concepto a través de la delimitación y el establecimiento de ochos principios definitorios. En un segundo momento, se trata de probar que la parrhesía rigió efectivamente la formación filosófica antigua por medio de un estudio de algunos de los más destacados maestros de la época.

Palabras claves

Ética; filosofía de la educación; historia antigua; historia de la educación; Michel Foucault.

Abstract

On the basis of a number of scattered references found in the last courses that Michel Foucault taught at the Collège de France and a systematic reading of the original sources of ancient philosophy, this article analyses the Greek notion of parrhesia, not in the political sense that it also possesses, but in terms of its masterful aspects. From this perspective, parrhesia can be defined as the frank speech with which a master of philosophy reveals to his disciples what they truly are. Firstly, it is a matter of exploring the concept in depth by defining and establishing eight defining principles. Secondly, the aim is to prove that parrhesia did indeed shape ancient philosophical training through a study of some of the most prominent masters of the time.

Keywords

Ethics; educational philosophy; ancient history; educational history; Michel Foucault.

Claridades. Revista de filosofía 17/1 (2025), pp. 107-133.

ISSN: 1889-6855 ISSN-e: 1989-3787 DL.: PM 1131-2009

Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)