Antígona versus Nina. Piedad trágica y santidad en María Zambrano

Antigone versus Nina. Tragic piety and holiness in María Zambrano

Fernando Pérez-Borbujo Álvarez

Universidad Pompeu Fabra (España)

Fecha de envío: 06-07-2023

Fecha de aceptación: 10-10-2023

DOI: 10.24310/crf.15.2.2023.17179

La figura de Antígona, personaje central de la tragedia antigua, ha sido objeto de una minuciosa atención por parte de estudiosos y eruditos, desde la década de los años cincuenta y sesenta1. Antígona había sido ya referencia obligada del pensamiento idealista alemán y romántico. Hegel dedica unas hermosas páginas a plantear el conflicto entre la ley clara de la ciudad, encarnada en la figura de Creonte —que ha condenado al hermano de Antígona, traidor a la patria, a yacer insepulto, devorado por las aves de rapiña, ante los muros de la ciudad— y la ley oscura, la de la piedad familiar y las fuerzas de la sangre, defendida por las Erinias, personificada por Antígona, quien está dispuesta a enterrar a su hermano para evitar que su alma vague fugitiva sin encontrar reposo2. El pago por transgredir la ley es la condena a muerte. En unas páginas magistrales de su obra La tumba de Antígona, Zambrano nos narra las meditaciones de Antígona, encerrada ya en la cámara mortuoria, donde ha sido enterrada viva, mientras espera la muerte3.

Resulta evidente, para quien se acerque a la vida y obra de María Zambrano, que Antígona encarna a la perfección el doble de su autora4. Como ella, también Zambrano se vio condenada al exilio, después de haber sacrificado su juventud en un conflicto civil, defendiendo una causa que no podía vencer5. Y, como veremos, a lo largo de toda su obra resuena el canto de esa piedad trágica que emerge desde ese fondo abismático de las entrañas, en la que una ley oscura impulsa el imperativo ético de oponerse al destino, de enfrentarse a él, acosta aún de la propia vida. La historia de España, y de Europa, inmersas en una terrible guerra civil, serán el marco del ejercicio de esa piedad trágica en la que Zambrano luchará por cumplir con su deber.

Lo que no se ha resaltado tanto en los estudios zambranianos, salvo alguna excepción, es el papel que Nina de Misericordia ha ejercido en la vida de la autora6. Sin embargo, Zambrano, como Nina, abandona un matrimonio malogrado, regresando a Paris, para cuidar de su hermana enferma y comenzar una vida anónima, marcada por la soledad y la penuria, que la llevará desde Roma a Madrid, pasando por Suiza. Esa vida anónima se identifica plenamente con Nina (no otra es la mujer real que despertó a don Quijote de su sueño en la interpretación zambraniana7), quien encarna a la perfección esa ansia de alumbramiento, alborada y pureza, a las que la autora canta en la edad tardía8. Si la joven Zambrano hizo suyo el espíritu rebelde de Antígona, entregándose sacrificialmente al conflicto trágico para reconciliar razón y entrañas, ley clara de la ciudad y oscura del corazón, será, no obstante, en la santidad de Nina donde la vida de Zambrano halle su enigmático punto de fuga9 y luz.

La vida de Zambrano estuvo marcada por la existencia en éxodo y exilio, como diría mi maestro Eugenio Trías10. Tras su intervención en el bando republicano durante la Guerra Civil, hecho que marcará todo su pensamiento, iniciará un periplo vital que la llevará a Cuba, México, París, Roma y Suiza para acabar, ya entrada la década de los años ochenta, en su retorno a España, a Madrid, donde moriría en 1991. Este periplo vital va acompañado por un camino filosófico que constituye un verdadero tránsito de las entrañas a la luz, de la piedad trágica a la santidad de los bienaventurados, de Antígona a Nina.

1. El origen trágico de la razón poética: el corazón de Antígona

Para Zambrano el ser humano, como ya decían los gnósticos, se encuentra arrojado a la existencia, separado por el vacío de la conciencia11 del mundo en derredor y sometido al peso terrible de las fuerzas históricas. Esta sensación de aislamiento, caída y abandono existenciales se ve incrementada en una época: la de la muerte de Dios o apagamiento de la divino. La Gran Guerra, y la Guerra Civil española, pusieron de manifiesto, según Zambrano, que la tradición occidental había favorecido un racionalismo frío y abstracto, conceptual, basado en el mero cálculo y en un formalismo abstracto y vacío, que rompían toda conexión con la vida y la historia. Esta razón universal, vacía y huera, se opone al verdadero pensamiento moral, involucrado con la vida y el arte de vivir, relegado ahora a un segundo plano, primando tan sólo la búsqueda afanosa de seguridades, dominio y control del mundo. Zambrano coincide aquí con el diagnóstico de su tiempo realizado, entre otros, por Nietzsche, Heidegger, Scheler, Jaspers y su propio maestro, Ortega y Gasset.

Frente a esta situación urge recuperar una forma de razón, la razón poética, que vuelva a acoger en su seno todos esos saberes herméticos, orillados por el racionalismo: una razón diestra en el arte de vivir, que sirva de guía al alma para el camino de la vida. Con este objetivo es necesario emprender una recuperación real de la physis, del hombre en su integridad y de Dios, como elementos esenciales de todo vivir verdaderamente humano. Esta tarea exige remontarse a los orígenes, a la cuna de las diferentes las religiones y las mitologías, como propusieron Schelling y los grandes mitólogos del XIX (Voss, Görres, Müller) para descubrir una verdad enriquecida que permita a la conciencia abrirse a los ínferos, a los sueños y las entrañas de la propia personalidad: allí donde ubica Zambrano el verdadero concepto de realidad. Recuperar esa dimensión escondida de la razón es el objeto de la reflexión emprendida en su obra Filosofía y poesía (1932), con la que inaugura su andadura filosófica.

Su filosofía se propone unir la razón metódica y abstracta de Occidente con la poesía, en la cual se muestra un saber del corazón. En la filosofía, tal como se ha impuesto en Occidente, el sujeto quiere salvarse a sí mismo mediante la razón, alcanzando certeza y seguridad, valiéndose de leyes inmutables y de nociones seguras, así como de un conocimiento cierto e indubitable. Este titanismo de la voluntad, ejercido como una forma de intelectualismo que prima el conocimiento metódico, quiere el ser como algo hecho, pero no como algo recibido12. En la poesía, por el contrario, el ser aparece como donación y regalo. Y junto a ese don recibido se acepta, como ya viera Derrida, el veneno que late en todo regalo: el sufrimiento, el paso del tiempo, el envejecimiento y la muerte. La poesía nace del amor que se mueve entre la dádiva y el sufrimiento, configurando la dimensión trágico-cómica de la existencia13.

Abrir la razón humana a esa dimensión cordial significa para Zambrano renunciar al intento de Ortega de acometer una reforma del entendimiento, sustituyendo su proyecto de una razón vital por una concepción plural de la razón, que vaya articulando los distintos dominios de la persona. La razón poética no es ninguna razón, sino esas razones de amor, como las llamaba su autora, en la cual el fondo abisal, cordial y esencial de lo humano se abre al fondo de la physis y de Dios.

2. La piedad y el «ser en nacimiento»: Antígona ante su vocación

Esa razón poética, verdadera guía para la existencia humana, no tiene otra finalidad que ayudar al hombre a alumbrar su ser. Todo ser venido a este mundo se encuentra sumido en el conflicto entre ser, historia y vida. Ese conflicto nace de que la vida desconoce su fondo y habita aún en la superficie. La conciencia debe afanarse en el descubrimiento de su interioridad. Tal es el único camino, que la herencia romana de los misterios griegos (camino que va de Platón, pasando por Proclo y Plotino, hasta Séneca), luego retomada por los grandes padres de la Iglesia, capaz de conducir a una verdad encarnada, vital y operativa. A ese camino apunta Zambrano cuando reivindica la necesidad que tiene el hombre contemporáneo de recuperar un saber sobre el alma14. «Alma» en Zambrano quiere decir lugar del recogimiento, meditación y soledad en la cual el sujeto se remonta a su fuente15: allí, en la fuente, se mueve como una sierpe el ser oculto16, que se debate en su camino hacia la luz. Tal como la autora lo plantea en el que sea, sin duda, su libro de referencia, El hombre y lo divino (1955), la mitología nos relata el alumbramiento de lo humano a partir de lo divino, el nacimiento de la figura lumínica (Apolo) a partir de su fondo oscuro, amorfo y caótico (Dioniso), enseñándonos que el fondo humano está emparentado con el fondo divino, como lo evidencian los delirios y sueños que se apoderan periódicamente de lo humano.

Por eso toda vida humana es lucha constante por alumbrar, en la propia existencia, la figura escondida que se nos ha dado con la existencia, a fin de que podamos apreciar, en visión contemplativa, la forma acabada de nuestro propio rostro, vislumbrando nuestro nombre propio. Vocación, delirio y destino hablan de ese ser escondido que sufre, gime y anhela su liberación gracias a la acción humana, así como a esa capacidad de recogimiento rememorativo, oración y visión en la cual se cumple el dictamen sobre el propio vivir. La herencia en el pensamiento zambraniano del pensamiento místico resulta, a todas luces, evidente. Sólo en la visión contemplativa puede el hombre encontrar la llama originaria que alimente su vida. Sólo en la soledad del recogimiento puede asistir a ese alzarse de la noche en su dirigirse al alba, donde se preanuncia la Aurora17.

Como ya quedaba claro en su aplicación, emblemática en este sentido, de la figura del Alba al despertar de la locura el Quijote —llamado a despertar de su ilusión, de su novelería, para conservar tan sólo su buena voluntad desnuda18, esa voluntad férrea, dirigida como un proyectil a su objetivo, que no se deja seducir por las cosas mudas en derredor19— , el alba implica una oscuridad previa, una noche oscura del alma y del sentido, desde la que el alma ha de despertar hacia un saber de sí. Este estadio previo, el de la noche que precede al nacimiento del alba, es desarrollado por Zambrano en dos direcciones: el de la noche, en términos románticos; y el de la forma sueño, en términos gnósticos.

La vocación, en forma de delirio, convoca, desde las entrañas del corazón, a la conciencia para seguir fielmente su ley. Tal es la enseñanza escondida en la tragedia de Antígona, tal como la lee Zambrano, pues ella se entrega, a pesar de toda la oposición externa, a su vocación, asumiendo su delirio. Esa ley de la conciencia la sitúa por encima y más allá de la ciudad, la eleva por encima de cualquier forma social y estatal, siendo el reverso del seguimiento de la propia vocación el sufrimiento y el padecimiento, el choque con la ley inexorable del destino.

3. El drama de la historia: Antígona frente al destino

Después de formular la dialéctica entre filosofía y poesía, razón y entrañas, al modo de su venerado Unamuno en su obra Del sentimiento trágico de la vida y de los pueblos, — conflicto que es la plasmación en ella de una doble herencia: la generación del 27 (generación de poetas) y la del 98 y del 14 (fundamentalmente filosófica, Ortega, Unamuno y, posteriormente, Zubiri)—, Zambrano dirige ahora su atención a la traumática y dolorosa experiencia de la Guerra Civil, donde la posibilidad de otra España quedó abortada, obligando a toda una generación al exilio. Dicha experiencia ha sido narrada de un modo magistral en las dos versiones de Delirio y Destino.

Junto con la Guerra Civil española, y cómo no podía ser de otra manera dada la polémica entre Unamuno y Ortega acerca de la necesidad de españolizar Europa o europeizar España20, la Gran Guerra Civil europea ha sido el otro objeto de la reflexión filosófica de María Zambrano, cuyo pensamiento siempre estuvo ligado, como el de Hannah Arendt, a la realidad política de su tiempo21, realizando un pormenorizado y riguroso análisis de la situación española y europea en su obras Horizontes del liberalismo (1930) y Persona y Democracia (1956).

Para Zambrano la «alienación» de lo humano tiene lugar en dos procesos: el de la modernidad de la razón calculadora y mecánica, simbolizada por Descartes y la industrialización tecnológica; y la del historicismo y el positivismo de finales del siglo diecinueve. Este segundo, como ya se ve en su polémica con determinada versión del realismo, reduce todo a la cruda materialización de hechos, positivados y comprobables. Pero el peligro más grande de la crisis europea consistió en la reacción positivista de finales del siglo XIX contra el romanticismo, que condujo a reducir el ser humano a pura historia. Esa historización, objeto de la reflexión de Martin Heidegger en Ser y Tiempo, es el gran peligro que Zambrano ha de afrontar.

La visión de la historia de Zambrano se cifra en la lucha del hombre por despertar de un sueño que amenaza con volverse pesadilla. Es el hombre una persona en busca de su personaje, el cual vive su esperanza y su anhelo envuelto en el capullo de una ensoñación que da forma a su ideal y a su vocación: lo que quiere ser, lo que desea ser. La situación con la que el hombre se enfrenta no es la de la adaptación al medio, como querían las doctrinas evolucionistas; ni la de la confrontación trágica con un obstáculo insuperable, como quisieron románticos y simbolistas; sino la de la lucha con la materia de una ensoñación interna que el hombre ha de volver realidad, pues el objetivo de toda vida buena es convertir el personaje en persona. Dicha tarea, la de inventarse la propia vida como diría Ortega y Gasset22, pasa ineludiblemente por una labor ética y moral.

El problema radica en que algunos personajes se han apoderado de sus personas, como queda de manifiesto en la dimensión expiatoria de un endiosamiento, «el seréis como dioses», en el que la persona permanece oculta detrás de la máscara que representa, quedando encerrado en ella. Así ve Zambrano la historia de los totalitarismos como la historia del crimen que nace de este proceso de endiosamiento de la «persona» convertida en «personaje» que exige necesariamente víctimas sacrificiales que alimenten su reconocimiento23. La lucha a favor de la persona, por el advenimiento de la democracia, pretende eliminar la estructura sacrificial del ámbito de la historia, despertando a la gente de su delirio. De este modo, Zambrano concibe el absolutismo, la estructura sacrificial de la sociedad, como el gran pecado de la historia de Occidente, que ya encontramos en nuestro Felipe II.

La democracia para Zambrano no ha de entenderse como el gobierno del pueblo para el pueblo sino como el ejercicio de la ciudadanía verdadera, mediante el cual el individuo se manifiesta como persona, más allá de su origen, procedencia o condición. Con sutileza Zambrano problematiza con el comunismo y el materialismo marxistas. Siempre habrá clases y las clases son necesarias, pero el pueblo sólo puede ser fuente de legitimidad y soberanía cuando representa lo humano en su pureza y sencillez, no cuando actúa como clase frente a otras. El verdadero problema es el de la demagogia que condujo la democracia a su verdadera antítesis en la figura del totalitarismo nazi. De un modo sutil, pero extraño, Zambrano ve en la herencia cristiana las bases de un humanismo universal, en el que la persona encuentra expresión en derechos inalienables, en el ámbito de minorías que den lugar al nacimiento de nuevas clases que hagan avanzar la sociedad para integrar en ella a la totalidad del pueblo24. Siguiendo los análisis de Ortega y Gasset en torno a la rebelión de las masas, Zambrano realiza una maravillosa distinción entre «pueblo», depositario de un lenguaje culto, hermético, fruto de una sabiduría experiencial manifestada en la riqueza de los proverbios y romanceros, y la «masa», despersonalizada, instantánea, analfabeta y demonizada25. Sólo a aquel pueblo teñido de sabiduría vital, fruto de la experiencia forjada en el sufrimiento, en el marco de una realidad plural y diferenciada, puede transformarse en verdadera democracia.

Vemos de qué manera la figura de Antígona, en la concepción zambraniana de la persona en la democracia, se va elevando a ese universalismo ético, el de una Humanidad redimida, que va más allá de la Historia, atravesándola, al mismo tiempo que padeciéndola, para alcanzar el alumbramiento de su ser verdadero en el ámbito de la luz.

4. La agonía de Europa: del secreto a la confesión

Como sostiene en los cuatro ensayos que dan forma a su libro La agonía de Europa (1945), Europa se ha movido siempre entre «un fondo oscuro que camina, gracias a la esperanza, vivir un equilibrio entre el anhelo oscuro y la imagen que se vislumbra solamente; imagen que no tolera ser vista, como el Ángel de Jacob, nada más que a la madrugada26. La pasión de Europa, coincidiendo en este punto con un pensador aparentemente tan alejado de ella como Foucault27, no es otra que la de la confesión. Sacar las entrañas a la luz, verter la interioridad en lo exterior, conocer confesándose, es la gran aventura que constituye la pasión del conocimiento en esa raíz de fuego espiritual que es Europa:

Por raro que parezca es posible fijar casi al año la fecha de nacimiento de la cultura europea, la salida a la luz de su protagonista… Ese gran hombre es San Agustín. Su vida, hecha transparente por las Confesiones, nos ofrece en su concreción personal, el tránsito del mundo antiguo al mundo moderno. Sus Confesiones, en verdad, nos muestran en estado de diafanidad el doble proceso coincidente de una conversión personal que al propio tiempo es histórica. La Historia misma se confiesa en él. Pues lo que cambia no es tanto el alma de Agustín, sino el alma del mundo antiguo que se convierte en nuevo. El mundo antiguo del que S. Agustín sale, no muere en sus esencias más verdaderas; va a formar parte de la nueva cultura que se llama Europa28.

El siglo IV, el de la Antigüedad tardía, marca para Zambrano el tránsito del humanismo griego, encarnado por Antígona, emancipada del terror y el dominio de los dioses, por un humanismo cristiano en el cual el alma personal se independiza de la historia, del dominio de lo colectivo y exterior, para dar lugar a la manifestación de una interioridad individual irrecusable:

Este hombre nuevo es el hombre interior: «Vuélvete a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad». El hombre europeo ha nacido con estas palabras. La verdad está en su interior; se da cuenta por primera vez de su interioridad y por eso puede reposar en ella; por eso es independiente, y algo más que independiente29.

Desgraciadamente, esa interioridad se va a ver encarcelada del nuevo en la Modernidad por el proyecto de una Razón universal y objetiva, dialéctica y automática, que se manifiesta en un progreso imparable en el marco de la historia. Ese racionalismo absoluto culmina en la filosofía del Espíritu de Hegel, para inmediatamente después declararse en crisis en pensadores tan dispares como Kierkegaard, Comte y Marx, que coetáneamente denuncian la «objetividad idealista». Nietzsche más tarde denunciará la filosofía toda desde Sócrates. El último período del pensamiento occidental podría llamarse el de la destrucción (Abbau) de la filosofía».

Según Zambrano, después de las dos Guerras mundiales, Europa se ha hundido moral y espiritualmente, ha caído en decadencia por haber dado la espalda a su pasado cultural, renegando del humanismo que emana de su raíz cristiana, lo que ha conducido la democracia a la demagogia totalitaria. Recuperar el legado ético de Europa, la sacralidad de la persona que no puede reducirse ni a lo social ni a lo colectivo, ni renunciar a su proyecto personal, es la tarea política, moral y espiritual de la Europa de posguerra.

Pero recuperar esa herencia, rehacerla, exige la confesión como género. La interioridad que amenaza con perderse, con quedar diluida en la pura apariencia e hipocresía sociales, aplastada por una realidad extraña que no permite su comunicación, anhela vehemente la confesión como médium para su revelación, conocimiento y esclarecimiento. La confesión, como en San Agustín, se corresponde con el grito de la interioridad en tiempos de crisis, donde el alma anhela verse desde fuera, conocerse como es conocida, volverse luz y en ella purificarse. El contraplacado de ese género, el de la confesión, es el de la Guía para la perplejidad de los tiempos de crisis.

Como se ha señalado recientemente en los estudios zambranianos, el secreto inconfensable juega un papel fundamental tanto en la figura de Antígona como en el caballero de la fe, Abraham, tal como lo analiza Kierkegaard en su obra30. Para el héroe trágico es esencial la incomunicación, el cierre en su inaugurada interioridad, su clara conciencia de inconmesurabilidad entre su ser interno y externo, la conciencia de la elección divina que le sitúa fuera del marco de la ley y de la comunidad, más allá de la ética. Cargar con el secreto constituye un deber ineludible y un padecimiento infinito, que le expone a la incomprensión de los demás y le obliga a renunciar a toda forma de justificación31.

Justo en esta fase del pensamiento de Zambrano vemos cómo la máscara de Antígona dará paso a la de Nina, siendo la confesión el parteaguas que separa el mundo griego y judío del cristianismo32. Ya no basta el padecimiento en el seguimiento de la vocación como delirio, sino que es necesaria la confesión para salir de las entrañas a la luz. Dicha confesión no es fruto tan sólo de un acto de voluntad sino, como diría de Simone Weil, de la correspondencia de la voluntad propia con la gracia, que sale al encuentro del sujeto en forma de Guía, Ángel o Aurora. El secreto debe quedar atrás, en el marco de la piedad trágica. Por eso nos encontramos, en estas lecciones sobre Europa y su destino, con el tránsito de Antígona a Nina, o sea, a una verdadera metamorfosis en el alma de Zambrano.

5. La «forma sueño» en el vivir humano: el despertar, de las entrañas a la luz

Frente a aquellos que manipulan los sueños del pueblo, apelando a su necesidad de pan y forjando falsas esperanzas33, Zambrano indaga una vía moral y ética en la que la persona realice su vocación, su sueño interno, sin caer en el delirio, la enajenación y la falsedad. Ese despertar del sueño es el tránsito del «personaje» (favorecido por el rol social y la opinión de los demás, por la herencia de la clase, por el peso de la tradición) a la «persona». Partiendo del pensamiento antiguo, de clara raíz gnóstica, que concibe la existencia como un sueño o una ilusión, como una cárcel de la cual se ha de liberar uno mediante la iluminación, Zambrano transita por el Barroco y el Romanticismo para llegar a formular su fenomenología de los sueños, en clara crítica y contraposición al freudismo. Si bien para Freud la naturaleza onírica del deseo tiene una base pulsional determinada por la inhibición —personal, individual y social—, que permite redirigir toda la fuerza inhibida, de carácter erótico-pasional, hacia formas de sublimación artística y social, para Zambrano las nieblas de la existencia nacen de este fondo oscuro que tiene que ver con una caída primordial, no sólo del alma sino del mundo todo. Aquí formula su famosa teoría cristiano-platónica-gnóstica donde el tiempo, su época, la del nihilismo y el retirarse de los dioses, la de la ocultación de lo divino, sólo permite una reminiscencia de lo sagrado. Los ciclos de alternancia muestran que el tiempo que le tocó vivir a Zambrano (en su caso concreto, marcado no tan sólo por las dos guerras mundiales sino por la experiencia agónica de la Guerra Civil española, como preludio de esa agonía de Europa34) es uno de esos tiempos, como los denominaba Hannah Arendt, oscuros35.

Esta oscuridad determina que el hombre viva en el ocultamiento de su propio ser, en el divorcio entre vida y existencia, en la ruptura con su fuente, en la pérdida de la conexión de la razón con sus ínferos, con sus entrañas. Esta ruptura marca, de manera terrible, la aparición de ese soñar en su carácter de pesadilla, engaño y extravío. Así la Modernidad, desde Descartes, no ha podido conjurar ese monstruo terrible de los sueños. Toda vigilia, como vio claramente la escuela psicoanalítica, está transida de la realidad del sueño, plagada de imaginaciones y fantasías oníricas, en las que el deseo habla el lenguaje de ese fondo abisal. Así lo vio Freud en su Psicopatología de la vida cotidiana, y Bloch en su trilogía de El Principio de Esperanza, donde los lapsus linguae y los lapsus de la vida cotidiana ponían de manifiesto cómo la vida despierta, vigilante, está plagada de fantasías diurnas, ya que las entrañas son la atmósfera en la que el espíritu humano habita36.

Se impone, pues, la necesidad del despertar, de salir del sueño. En su obra El sueño creador (1965), que vendría a culminar en Los sueños y el tiempo (1965), se establece una fenomenología de los sueños como scala Dei, escala ascendente, cuyo objetivo último no es otro que el despertar. Zambrano nos habla allí de los «sueños de la psique» a los que siguen, en el último nivel, los «sueños de la persona», y entre estos, del más elevado, aquel en el que se apura el cáliz del dolor, en el máximo abandono: el del Huerto de los Olivos37. En la descripción de este sueño tiene un papel fundamental la imagen del Crucificado, asistido, en medio de su agonía por la figura del Ángel. Esta invitación es de radical importancia para Zambrano porque, a la conclusión que llega, es que lo humano-divino sufriente debe ser consolado en el momento de su máxima agonía, cuando el alma está abandonada de todos y por todos.

Este último sueño es el sueño del alba en su tránsito a la Aurora: todo ser que anhela nacer, que sufre los dolores del parto, ha de transitar por este momento de máxima agonía. Es el sueño de angustia por antonomasia, pero allí el hombre recibe un consuelo único: la presencia de una voz que se siente en el silencio, la belleza de una luz crepuscular que se hace presente en la muerte del viviente, cuando el alma parece abandonar el cuerpo a su suerte38.

Toda existencia apetece, según Zambrano, la luz, salir a la luz, ver y darse a ver, conocer y conocerse, amar y ser amado. Este juego quiere que la vida gane, desde la turbiedad de su condición original, momentos de claridad y transparencia:

Trascendencia es transparencia, es decir, una claridad naciente, algo que se concibe en el hombre que se entrega sin poner condiciones, y al mismo tiempo, en completo desvelo; claridad que es como un parto indefinido, que se da en alguna imagen italiana del Renacimiento —«La Virgen del Parto», que está desnuda, o lo parece—, o en aquellas mujeres vivientes que, sin ponerse paño alguno, están nutriendo según la naturaleza a su hijo, sentadas al pie de un confesionario39.

Vemos aquí cómo la piedad trágica da paso a la piedad cristiana, marcada por el símbolo de la Cruz, donde la muerte se trueca en vida, y que exige por tanto la presencia y la asistencia del Guía en forma de Alba y Aurora que acompaña a la extrema agonía. Como veremos, es Nina la figura simbólica que encarna para Zambrano la figura del Guía, en su calidad de bienaventurada.

6. La guía como forma de pensamiento: los bienaventurados

En este nacimiento, en este alumbrarse el propio ser desde la interioridad, juega un papel fundamental la guía. La guía es un género que prolífera, de un modo especial, en los momentos de crisis y confusión, cuando la razón ha perdido la conexión con la vida, rompiendo su continuidad con la tradición, y se encuentra sumergida en un mundo heredado, lleno de símbolos y signos, que han enmudecido porque se ignora su sentido. Igual ocurre con las prácticas, las costumbres y las instituciones, cuyo ritualismo sin vida, muestran en las nuevas generaciones que a ellas se someten sin entenderlas, la perplejidad40.

Zambrano cree, firmemente, que la Guía es el género más propio y singular de la cultura española41, dadas las continuas crisis de nuestra historia que nos han obligado a transitar por medio de la perplejidad. La forma más genuina del español de hacer su historia, según Zambrano, es padecerla. De ahí que guiado por su pasión y por su oscuro instinto el hombre actúe y obre sin saber bien qué hace hasta que el padecimiento posterior le ilustre sobre su propia acción. Zambrano encontrará el paradigma de todas las guías en la Guía para perplejos de Maimónides.

Esa Guía, la de esos guías que han de guiar a un pueblo en medio de la oscuridad de un momento de perplejidad, son aquellos para los cuales la ética es medicina del alma, cura:

Sucede que hay otros seres más individualizados que, además del módulo de la cultura, de la clase, de la situación social, exigen por su mayor conciencia y capacidad, por su mayor energía vital, de otro individualismo. Vivirán detrás de su personaje, de un personaje a la manera del ángel de la guarda que enseña el catecismo. Ángel de la guarda que, en vez de ir al lado cubriéndonos con las alas, va adelante, exigiéndonos implacablemente, mostrando a medias su rostro —el rostro del destino— y a veces escondiéndolo. Quienes lo tengan aun en drama, en el terrible drama de Jacob, no necesitarán ni aún podrán aceptar una Guía. Constituyen el caso de una máxima individualidad, y sobre ellos no recae ni ciencia ni experiencia, solo peligrosa inspiración. La vida de estos seres será una alternativa de gracia y angustia, de transparencia y confusión, que solo ellos sabrán resolver. Unidad que enriquecerá al mundo, y que de lograrse sólo ellos podrán intuirla, forjarla en un combate sin tregua, con diplomacia y energía sin medidas.

Pero existen otros seres en quienes la transparencia de la forma tradicional no basta y a quienes el ángel del destino, el personaje individual cuyo nombre solo ellos conocen, o solo ellos pueden descifrar, no les ha visitado. Y éstos, perplejos, son los que necesitan la Guía42.

Queda claro, para Zambrano, que en esta inmensa labor de alumbramiento desde la propia entraña juega un papel fundamental el Guía, el preludio del bienaventurado que en forma de alba preanuncia la hora de la Aurora. Morir es el trasunto de un volver a nacer, de una transformación que apunta a un cielo sin infierno. Sostiene Zambrano:

(…) ya que la experiencia de continuo despertar de la existencia es un elevarse al lugar donde vida y existencia se funden en el acogido por un cielo. Mientras que al recaer en el ínfero, vida y existencia se le confunden, y la una acaba fatalmente sobreponiéndose a la otra. Asfixiada la vida, si la existencia se le sobrepone y desarmada la existencia, si es la vida la que sobre ella se alza. El peligro de la vida es de asfixiarse bajo el peso de la existencia o de anegarse en el mar originario también43.

Así vemos en su obra póstuma, Los bienaventurados, en el capítulo sobre el filósofo y el guía, cómo se ha interiorizado esta imagen de la necesidad de un ángel para el pueblo que le guíe cuando ha perdido el hilo de Ariadna de la costumbre heredada, que seguía con tiento y casi instinto. Donde se quiebra la tradición, donde enmudece el sentido de lo heredado, se alza infatigable el Guía cuya finalidad es conducir a los hombres al encuentro de sí mismos, librarlos del laberinto de la historia cuando ésta se ha vuelto deidad peligrosa. En este laberinto, el ansía de querer ser ofusca el entendimiento convirtiendo la vida en novela o, mejor dicho, novelería, historia que suele acabar casi siempre en tragedia, como ejemplariza magníficamente nuestro Don Quijote de la Mancha44.

Será en esta misma obra, donde se acerque a la figura del filósofo, que vemos dedicado a su padre, Blas Zambrano, al que se le denomina, sin ambages, filósofo y guía. El guía es, pues, el que permite circunvalar las circunstancias, salvarlas, iluminarlas y esclarecerlas desde un centro, ese centro que constituye el punto arquimédico de toda vida, de todo lo viviente. El hombre anhela vivir, vivir en plenitud, y esa plenitud es la que debe acabar en el despertar, en el nacimiento, en la salida de la cueva o el laberinto.

7. Ángeles y bienaventurados: Nina de Misericordia

El fin del Guía, de lo angélico, no es otro que llevar a lo humano a la bienaventuranza. Pero, ¿quiénes son los bienaventurados? Zambrano nos acerca a su figura:

Siendo los seres perfectamente dichosos solamente en la hondura de la desdicha se hacen presentes, se aparecen. Y no en una desdicha sin más sino en una cierta y determinada, en aquella que envuelve el ser casi por entero, en la que afecta y pone en entredicho al ser mismo que se siente a la merced de todo y de cualquier adversario, a punto de sumergirse en la adversidad misma, en la ilimitación de algo que debía aparecer únicamente como una isla identificable no como un mar sin límites y de fuerza y duración incalculables. La ilimitación de la réplica, la plenitud de lo concreto contrario, del conflicto que pierde sus caracteres de tal al extenderse sin dar señales de pasar. Ante la extensión ilimitada de la contrariedad y del desmentido de cualquier pequeña esperanza la desdicha se hace desconocida. Y si no se consigue quedar en la pasividad flotando sobre esta amenaza, acogiéndose a ella, la amenaza de extinción del ser andaría a punto de cumplirse o se cumpliría quizás. Es lo inteligible del destino envolviendo la vida, retirando con ella todo posible asidero o punto de referencia. Sólo se logra la plenitud del ser bajo una total carencia o una continua sed; un sufrimiento inacabable puede ofrecer vida y verdad, única posible vía de rescate45.

En esas páginas magníficas de su libro Los bienaventurados Zambrano nos describe a los bienaventurados como aquellos hombres del mundo, anónimos, que no se distinguen en nada de los demás, que han alcanzado la identidad de lo humano liberado de toda novelería, de toda fantasía y fantasmagoría. Lo humano en plenitud viviente, en realidad total. Esos bienaventurados son lo que sufren silenciosa y calladamente en medio del mundo, porque ellos representan la presencia silenciosa y callada de lo que ha superado la contradicción en un mundo confuso, caótico y contradictorio. Ellos, individualmente, son individuo y especie, como los ángeles:

Los bienaventurados están en medio del mundo como rehenes, retenidos bajo cualquier aparente causa sufren. Y el sufrimiento está en ellos distribuido según su especie, pues que se está tentado de creerlos al modo de los ángeles, individuo y especie unidamente. Mas son hombres en quienes la condición humana se especifica desde la lograda identidad. Son lo que son sin contradicción alguna. Y así vienen a parecemos como personajes o actores de un drama constante: la unidad del ser del hombre prisionera de las contradicciones del mundo, ya que el mundo es eso ante todo y hasta el fin, sede de la contradicción. De la contradicción asentada, consolidada, persistente, enemigo de por sí de todo ser simple o criatura insobornable. Y así la contradicción congénita del mundo se siente fascinada por todo aquello que transita por él insobornable, donde sus alusiones no prenden. Ya que la contradicción mundanal se hace reflejo, eco, alusión, incidentes, causas ocasionales en suma, pues la razón y la verdad se esconden entre las circunstancias. Y la vida misma se embosca acobardada46.

Esos bienaventurados, los de las bienaventuranzas evangélicas, son los que nos atraen como un «abismo blanco», aquel que ha alcanzado la muchacha que aprende a coser de Zurbarán, o tantas lunas de las Inmaculadas suyas. Esa blancura de la luz, —la del Alba que asaltó a nuestro don Quijote cuando se puso en camino, la de la Aurora a la que señala todo Claro del Bosque—, fue pintada de modo magistral y único por nuestro Zurbarán. Tal como nos relata la propia autora en su autobiografía, Delirio y Destino:

Nada les dijo a ellos que conversaban entre sí, su embobamiento zurbaranesco47. También ella tenía sus secretos y aquello lo era, aquel pintor del que nunca se atrevía a hablar, porque sentía que había apresado su último secreto, una pureza más difícil aún, más misteriosa que la de la luz que viene desde arriba y se refleja, la pureza de cada cosa, de cada cosa aquí abajo; la tierra en santidad. Y de eso no podía hablarse. Y la santidad, la santidad, es lo que libra de la tragedia48.

Estos sujetos, los esperanzados, se mueven por una esperanza pura, desasida; esa esperanza que no se basa en hecho concreto ninguno, sino que es un estado en el cual el alma ha ido más allá de toda esperanza:

La esperanza se presenta en ocasiones desasida, como flotando sobre todo acontecimiento, sobre todo ser concreto, visible, ella sola, la esperanza sin más. Escapa entonces de todo razonamiento, de todo discurrir más o menos dialéctico: no se alimenta, al parecer, de nada y puede sostener la vida de quien así la siente y sustraerse —ella que tanto tiene que ver con el tiempo— al transcurrir temporal y sumir el tiempo mismo —para esa persona que la siente— en una especie de supratemporalidad de instante único: un punto sólo que posee la capacidad de albergar en su inextensión la extensión del tiempo todo en su fluir indefinido. Todas las contradicciones quedan entonces abolidas y la historia no cuenta. Se produce raras veces, individualmente en personas que todo lo han perdido y que nada en concreto esperan; tal parece que la esperanza se haya convertido en sustancia de la vida y que la vida adquiera en virtud de ello los caracteres de la sustancia: identidad, permanencia a través del tiempo, consistencia, individualidad en grado extremo49.

Pues que hay una esperanza que nada espera, que se alimenta de su propia incertidumbre: la esperanza creadora; la que extrae del vacío, de la adversidad, de la oposición, su propia fuerza sin por eso oponerse a nada, sin embalarse en ninguna clase de guerra. Es la esperanza que crea suspendida sobre la realidad sin desconocerla, la que hace surgir la realidad aún no habida, la palabra no dicha: la esperanza reveladora; nace de la conjunción de todos los pasos señalados, afinados y concertados al extremo; nace del sacrificio que nada espera de inmediato más que sabe gozosamente de su cierto, sobrepasado, cumplimiento. Es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades50.

Así vemos que los ángeles para Zambrano son guías que llevan a los hombres a la bienaventuranza para que éstos se vuelvan la fuente de la esperanza cumplida, en su condición de hombre íntegros, escondidos y anónimos, que han ido más allá de la historia, que han renunciado a toda novela o novelería, evitando perderse en los laberintos de la imaginación y la fantasía y que, habiendo emprendido el camino de su exilio y éxodo en búsqueda dela luz que se encierra en sus propias entrañas o ínferos, no se dejan seducir por el canto de una razón formal o externa, ni por una razón discursiva que dé cuenta de la historia, aún menos por el pragmatismo o el positivismo de hechos y sólo hechos, sino por la fuerza invisible de su espíritu.

De ahí que, de un modo sorprendente, y en contra del parecer de su propio maestro Ortega y Gasset, que ve en realismo de Zola la encarnación de un positivismo romo, opuesto a todo ideal, Zambrano se dirija al universo de Galdós, donde éste relata, a partir de las historias reales de los personajes anónimos del pueblo, de qué manera los sujetos hacen y padecen la historia, y de qué modo se encuentran perdidos en ella. Y sea, en la figura de una mujer humilde, verdadera antítesis de la Dulcinea del Toboso quijotesca, que es pura realidad, presencia, solicitud amorosa a la vida, a la pura vida, que halle la presencia misma de la bienaventurada: Nina de Misericordia. Nina es la mujer que acepta la vida como es, que se dedica a vivir, cuidando de su ama, arruinada y venida a menos. Nina cuida al moro enfermo; no tiene ningún reparo en mendigar; se arregla con lo que hay; es realista, solícita, sacrificada hasta el extremo sin darle importancia; parece que no tuviera aspiraciones propias ni vida propia, pero ella misma es la vida:

Y era Nina sola la devorada sin que su capacidad de serlo mermase, antes se acrecentaba en el tiempo. Más era devorada, más viviente aparecía, como si ese límite que contiene toda humana condición se le hiciese poroso; como si el ser se deshiciera en vida51.

Conocida es la importancia de la figuras femeninas en María Zambrano; conocido es su análisis de la figura de Antígona, dramatizado en su famoso escrito La tumba de Antígona52, donde asistimos al nacimiento de la piedad antigua, la piedad trágica, donde Antígona se opone a las crueles leyes de la ciudad, la ley clara de la ciudad en términos de Hegel, que prohíbe dar sepultura a un traidor, condenando al alma a vagar eternamente, rondando por la superficie de la tierra, y está dispuesta, de manera inmediata, al sacrificio de su propia vida, a la condena de Creonte de ser enterrada viva, por dar sepultura a su hermano. Este sacrificio que se hace por una ley interior, viviente, que no se pregunta por el más allá, por el efecto de su acción, sino por una ley de la sangre, por un deber que nace de las entrañas.

Pero más importante que esa figura de Antígona, mucho más porque supuso el fogonazo de una revelación que marcó todo su pensamiento, como ella misma dice en la introducción a una obra menor53, Zambrano ve en la Nina de Galdós el modelo de toda su vida: su Ángel. Ese Ángel que para quien, como es conocido, ha abogado firmemente por la importancia de la visión, por la herencia de Plotino y los pitagóricos, por la impronta necesaria del gnosticismo, en su reivindicación de la visión frente al pensamiento racionalista occidental, entronizando así la figura de la María de la tradición evangélica, donde la dimensión mística es clara (de ahí el interés de Zambrano por la mística (san Juan de la Cruz, fray Luis de León, fray Luis de Granada, santa Teresa, Miguel de Molinos, etc.), sin embargo, vea en la mujer solícita, entregada a la acción, el modelo más firme de la bienaventuranza: Marta. Nina es un trasunto de la Marta evangélica, quien, ante la presencia divina, se encuentra entregada por completo a los deberes menesterosos y humildes de quien vive en la vida, atendiéndola, asistiéndola, alumbrándola; olvidada de sí, en absoluta renuncia, movida por una esperanza que no es de este mundo, sino que va más allá del mundo. Nina, como Marta, es una de las Guías, una de los bienaventurados, que no son otros que los hombres plenos, la encarnación de la humanidad en su identidad integral54, que alumbra el vivir de todos los que con ellos se encuentran o están, sin que nadie pueda descifrar el secreto de su interior. Pero dichos bienaventurados lo son, en modo supremo, porque han vivido siempre, de modo pleno, bajo la guía de esa luz interior que, al modo de alba que anuncia la Aurora, no es otro que la presencia del Ángel que guía sus vidas.

8. Tragedia y santidad: Zambrano entre Antígona y Nina

Antígona, Cristo, Maimónides…Tal es la letanía de nombres que, junto a Séneca, acompañan inevitablemente al lector de Zambrano. Piedad antigua, el novum del cristianismo, una filosofía del nacimiento de la persona, el papel de la confesión, la necesidad de un Guía para tiempos oscuros, los leitmotivs de su aventura filosófica. Pero, sobre todos ellos, la luz de Zurbarán, como limbo y nimbo de bienaventuranza: el alba y la Aurora. Esa luz tenue, ambigua y palpitante que marca el umbral del tránsito de la noche al día, no se encarna en visiones místicas vacías o estentóreas, sino que apela a la unión de mística y ascética en la santificación de las cosas ordinarias, y se encarna en la sencillez del pueblo solícito y autosacrificado, que vive atento al cuidado de la vida. Dicha luz, pintada por Zurbarán, tiene en Zambrano nombre propio: la Nina de Misericordia de Galdós.

Si Unamuno estableció, siguiendo a su amado Kierkegaard, la irreconciliable dualidad entre nihilismo y fe, razón y sentimiento; Zambrano, fuertemente influenciada por la enseñanza gnóstico-pitagórica, vivió su vida bajo el sangrante conflicto entre tragedia y santidad, piedad y luz. Desde Filosofía y poesía hasta Claros del bosque y Los bienaventurados, toda la travesía zambraniana nos habla de ese conflicto entre corazón y luz, piedad de las entrañas y revelación. Tal es la lectura que Zambrano ensayó de la tragedia antigua mediante la figura de Antígona en la que, en la línea de Hegel, ve el choque ineludible de la ley de la ciudad, la ley de la guerra y el conflicto, son encarnados en un conflicto irresoluble que amenaza siempre la condición humana, obligándola a vivir exiliada de sí misma, fuera de su corazón y sus entrañas, sumida en extrañas razones de la época y del momento histórico. El hombre existe sin vivir, fuera de sí, enajenado, sin conseguir unir cabeza y corazón, contemplación y acción, a María con Marta.

Ese conflicto exige el ineludible viaje hacia la interioridad con que nace el nacimiento de la persona en el marco de la historia. Antígona, dando voz a sus entrañas, se enfrenta con el poder de la autoridad pública en nombre de una ley ancestral, anterior a toda ordenación humana, a todo derecho positivo. Ese nacimiento de la persona que viene a marcar la historia de Occidente supone el arrojo y la valentía de la piedad trágica.

El cristianismo zambraniano, de inspiración gnóstico-pitagórica, no puede eludir hacer suya la teología de la Cruz de Martin Lutero, en el que el padecimiento, sufrimiento y holocausto sacrificial es elemento de elección y predilección divinas, una predilección amorosa, a la par que momento epifánico donde los ínferos de la persona salen a la luz, donde la fuerza de su ser y sus motivaciones profundas se revelan y desvelan a los demás, a la comunidad que llevaba en su seno este espía de la divinidad. Zambrano se nos muestra así, en su papel histórico y filosófico, bajo la máscara de Antígona: ella es la piedad de las entrañas entregada al holocausto sacrificial para confesar públicamente la verdad que ha de Guiar a su pueblo, español y europeo, en el momento de oscuridad y declinar.

El hecho de que Zambrano aplique la figura de Antígona a la Guerra Civil española tiñe todo su discurso de una dulce y terrible ambigüedad. Su ferviente creencia en los ideales del bando republicano no se deja obnubilar por encontrarse en medio de un conflicto fratricida, de hermanos, de la sangre propia derramada. Antígona, como Zambrano, encarna la piedad familiar que se entrega sacrificialmente para reconciliar a los hermanos, siendo su voluntad una voluntad pura que va más allá de la guerra misma. Curiosamente, otra mujer, Simone Weil, quien vino a vivenciar la fuerza terrible desatada en esa guerra, se irá con la misma carga terrible de dolor y padecimiento, que va más allá de los bandos y sus fines concretos55. En realidad, este camino es el que marca el paso de la tragedia a la santidad, siendo la santidad la única vía de superación de la tragedia.

Antígona, la piedad antigua, muere enterrada viva con la esperanza de su resurrección futura. Ella cancela el nudo trágico, rompe con la ley inmutable de las Erinias, con la ley de la culpa y la venganza que modelan a las generaciones en el curso de la historia. Antígona es un cortocircuito que se sobrepone al conflicto trágico, que paraliza la historia.

La tragedia, sin embargo, es sólo la herencia del pasado en el presente, pero no sirve para construir una vida, para introducir la luz en las entrañas. Como hemos visto, el secreto de los héroes trágicos ha de dar lugar a la confesión, como género que permita a la Humanidad errante, atravesar la Historia hacia una nueva Aurora, hacia un nuevo Alba. Sólo la memoria herida que se examina a la luz de esa Aurora puede producir un giro ético, una metanoia, un cambio de vida. No se trata ya de padecer la historia sino de revelar-se, de salir a la luz, de manifestarse. El cristianismo, con su imperativo de luz, exige una filosofía de la revelación, por eso, como dice Zambrano, la confesión necesita de un Guía. En su fenomenología del sueño y en la raíz ontológica de la confesión se encuentran las claves de la interpretación zambraniana de la figura de Nina: la de una Guía para tiempos de crisis. Ese Guía, esa luz, es para Zambrano la santidad como vivencia plena del presente, como realidad sin sueños, como caridad activa entrega al cuidado y la ayuda perpetuas. La presencia de los bienaventurados en el mundo, los seres plenos de carne y hueso, que no fabulan e inventa su vida, que no rehúyen el sufrimiento y el dolor, que no anhelan la evasión hacia un mundo de ultratumba, hacia una trascendencia que niegue el mundo, son la presencia de la vida redimida y resucitada, esclarecida e iluminada. Todo el pensamiento de Zambrano es el perpetuo transitar de Antígona a Nina, de la tragedia a la santidad, de las entrañas a la luz...Y, sin tan evidente nos resulta la imagen de Zambrano como una Antígona contemporánea, y su razón poética como una versión de la piedad trágica, más claro nos debería resultar la visión de Zambrano como una Nina misericordiosa, la de una piedad trágica redimida e iluminada por la santidad de una realidad desnuda, sin sueños ni novelería.

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Fernando Pérez-Borbujo Álvarez es profesor titular de Filosofía en la facultad de humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.

Líneas de investigación:

Filosofía alemana y española de los siglos XIX y XX. Relaciones entre ética, política y religión en el pensamiento contemporáneo.

Publicaciones recientes:

- (2023): «Neobarroco y crisis contemporánea», en Res pública. Historia de las Ideas Políticas, 26/3, 115-126.

- (2022): El principio de angustia. Barcelona: Herder.

- (2022): «La filosofía del límite de Eugenio Trías y el viaje a Oriente», en Comprendre. Revista Catalana de Filosofía, 24/2, 53-70.

Correo electrónico: fernando.perez@upf.edu


1. G. Steiner, Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, Barcelona: Gedisa Editorial, 2000.

2. G. W. F. Hegel, La fenomenología del espíritu: México, FCE, 1993, pp. 259-283.

3. M. Zambrano, «La tumba de Antígona», en Senderos. Los intelectuales en el drama de España. La tumba de Antígona, Barcelona: Anthropos, 1986, pp. 257-267.

4. C. Revilla, «La Antígona de María Zambrano», en Laura Llevadot/Carmen Revilla (eds.), Interpretando Antígona. Barcelona: UOC, 2015, pp. 47-63.

5. M. Zambrano, Delirio y destino. Los veinte años de una española, Madrid: Alianza Editorial, 2014, pp. 242-270.

6. M. Zambrano, «Nina», en La España del Galdós, Madrid: Ediciones Endymion, 1989, pp. 57-144; I. Giner, “Das Sein der Frau in Maria Zambranos Philosophie. Eine Begründung für das ontologischen Dasein der Frau”, en B. Christensen (Hg.), Wissen, Macht, Geschlecht. Philosophie und Zukunf der “Condition féminine”. Zürich: Chronos Verlag, 2002, pp. 741-747.

7. M. Zambrano, «Lo que le sucedió a Cervantes: Dulcinea», España, sueño y verdad. Madrid: Siruela, 1994, pp. 38-48.

8. F. Pérez-Borbujo, Tres miradas sobre el Quijote, Barcelona: Herder, ٢٠٠٩, pp.١٨٦-١٩٣.

9. «Fuga» es usado aquí con la máxima y profunda ironía, con toda la ambigüedad e incoherencia aparente del término. La fuga, tanto en el ámbito musical como arquitectónico, alude a ese centro oculto sobre el cual gravita toda la construcción. Dicho centro, en su aparente vacío y ausencia, se constituye en verdadero pilar y fundamento de todo lo construido. Nina, símbolo de los bienaventurados, es esa existencia anónima, escondida, fugada, sobre el que pivota, sin más, el peso del mundo que le rodea. Que la mística sea hija de la ascesis, que el verismo realista sea el fundamento de la máxima espiritualidad, que la mujer real de carne y hueso sea la encarnación de lo más sublime, ideal y etéreo, constituye la reivindicación de este artículo, al reclamar a Nina como verdadera máscara de María Zambrano.

10. E. Trías, La razón fronteriza, Barcelona: Destino, 2001, pp. 29-40; E. Trías, El hilo de la verdad, Barcelona: Destino, 2003, pp. 65-73; O. Amaris Duarte, Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano, Herder, Barcelona, 2021.

11. M. Zambrano, «Notas de un método», en Obras completas IV, tomo ٢, Barcelona: Galaxia Gutenberg, ٢٠١٩, pp. ٣٥-٤٠.

12. M. Zambrano, Filosofía y poesía, México: F. C. E., 1991, pp. 16-17.

13. M. Zambrano, op. cit., pp. 33-34.

14. Esta expresión da título a una de sus más conocidas obras donde se recoge lo más florido de su pensamiento. M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Madrid: Alianza, 2000, pp. 25-37.

15. La influencia de San Juan de la Cruz es determinante en el pensamiento zambraniano. El neoplatonismo, tan enemigo del gnosticismo en tantos puntos, tan coincidente con él, no puede negar su raíz en esta idea de «fuente», «fons», a la que se remonta siempre el alma: raíz, vida, manar.

16. M. Maillard, María Zambrano. La literatura como conocimiento y participación, Lleida: Servei de Publicacions, 1997, pp. 61-80.

17. M. Zambrano, Claros del bosque, Barcelona: Seix Barral, 1977, pp. 51-63; M. Zambrano, De la Aurora, Madrid: Tabla Rasa, 2004, pp. 165 y ss.

18. M. Zambrano, España. Sueño y verdad, op. cit., p. 30.

19. Tal es la visión orteguiana del Quijote, donde el idealismo es inseparable del voluntarismo férreo, que marca la raíz luterana de la Modernidad, y que la cultura mediterránea quiere domesticar, trayéndola de vuelta a la vida, a las cosas mismas, dispuestas en derredor, configurando la circunstancia, eso que el existencialismo sartreano denominará la situación.

20. J. Valero Berzosa, ¿Españolización de Europa o europeización de España? Reflexiones sobre la naturaleza España-Europa en las obras de Unamuno y José Ortega y Gasset, Madrid: Apeirón Ediciones, ٢٠١٦.

21. O. Amaris Duarte, Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano, Herder, Barcelona, 2021.

22. P. Cerezo, La voluntad de aventura. Aproximamiento crítico al pensamiento de Ortega y Gasset, Madrid: Ariel, 1994, pp. 56-78; J. M. Lasaga, Figuras de la vida buena (ensayo sobre las ideas morales de Ortega y Gasset, Madrid: Fundación Ortega y Gasset, 2006, pp. 37-47.

23. M. Zambrano, Persona y democracia. La historia sacrificial, Madrid: Siruela, 1996, pp. 105-112.

24. M. Zambrano, La agonía de Europa, Madrid: Trotta, 2000, pp. 169-172.

25. Ibid., pp. 172-180.

26. Ibid., p. 182.

27. M. Foucault, Historia de la sexualidad. Las confesiones de la carne, vol. IV, Madrid: Siglo XXI, 2019, pp. 99-126.

28. M. Zambrano, La agonía de Europa, op. cit., p. 183.

29. Ibid., p. 184.

30. L. LLevadot, «La Antígona de Kierkegaard», en Laura Llevadot/Carmen Revilla (eds.), Interpretando Antígona. Barcelona: UOC, 2015, pp. 47-63; A, Bungard, «El reflejo de la tragedia antigua en dos versiones modernas de Antígona: Søren Kierkegaard y María Zambrano». Aurora: papeles del Seminario María Zambrano, 16, 2015, pp. 18-27.

31. F. Pérez-Borbujo (ed.), Ironía y destino. La filosofía secreta de S. Kierkegaard. Barcelona: Herder, 2013, pp. 23-24.

32. En realidad, la confesión separa el mundo griego, judío y protestante del mundo católico. Dicha división en el seno de la cristiandad, que distingue al mundo reformado del contrarreformado, son claves para la comprensión del Barroco y del neobarroco contemporáneos, profundamente presentes en el pensamiento zambraniano. F. Pérez-Borbujo, «La gravedad y la gracia. Un análisis del Festín de Babette», en Filosofía y cine 1: Ritos. Sevilla: Thémata Editorial, 2017, pp. 185-216; F. Pérez-Borbujo, «Neobarroco y crisis contemporánea», en Res pública. Revista de Historia de las Ideas Políticas, ٢٦, ٢٠٢٣, pp. ١١٥-١٢٦.

33. El primer sueño humano, para Bloch, es el que nace de la necesidad primaria del hambre. El psicoanálisis, con su reducción a la libido como energía sexual, olvidó este componente basal de toda existencia humana: el hambre de pan, en el cual se forjan todos los sueños de los países de Jauja, de los paraísos artificiales, que han dominado el pensamiento utópico político del siglo XIX. E. Bloch, El principio esperanza, Madrid: Trotta, 2007, pp. 94-101.

34. M. Zambrano, La agonía de Europa, op. cit., pp. 34-56.

35. H. Arendt., Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona: Gedisa Editorial, 2008, pp. 13-43.

36. Peter Sloterdijk, con su formulación de la esfera como espacio matricial simbiótico, en la que el hombre intenta rehacer el seno materno originario, como elemento esencial del vivir humano, coincide plenamente con esta profunda intuición zambraniana. P. Sloterdijk, Esferas I. Burbujas. Microesfereología, Madrid: Siruela, 2009, pp. 251-271.

37. M. Zambrano, El sueño creador, Barcelona: Círculo de Lectores, ١٩٨٦, pp. ١٦٧ y ss.

38. M. Zambrano, Claros del bosque, op. cit., p. 153.

39. M. Zambrano, «Notas de un método», op. cit., p. ٧٧.

40. M. Zambrano, Confesiones y Guías, Eutelequia, Madrid, 2011, pp. 121 y ss.

41. Ibíd., p. 131.

42. M. Zambrano, Confesiones y guías, op. cit., p. 120.

43. M. Zambrano, Claros del bosque, op. cit., pp. 142 y 143.

44. M. Zambrano, «La obra de Galdós: Misericordia», en La España de Galdós, op. cit., 1989, pp. 29 y ss.

45. M. Zambrano., Los bienaventurados, Madrid: Siruela, 2003, pp. 63-64.

46. Ibíd., p. 66.

47. En esta línea de Zambrano se encuentra el explícito consejo de Manuel de Falla a Gerardo Diego sobre la imperiosa necesidad de que en su viaje a Cádiz visite la Torre Valdiena pero, sobre todo, las pinturas de Zurbarán que se conservan en el museo de la Ciudad, provenientes del antiguo claustro de la Cartuja de Jerez de la Frontera.

48. M. Zambrano, Delirio y destino, op. cit., p. 168.

49. M. Zambrano, Los bienaventurados, op. cit., p. 98.

50. Ibíd., p. 112.

51. M. Zambrano, La España de Galdós, op. cit., p. 60.

52. M. Zambrano, Senderos. Los intelectuales en el drama de España. La tumba de Antígona, Barcelona: Anthropos, op.cit., pp. 199-266.

53. M. Zambrano, La España de Galdós, op. cit., p. 25.

54. Curiosamente, para Zambrano los bienaventurados, como los ángeles, están más allá de la cuestión de género. Los Guías son imágenes vivientes de una Humanidad redimida, encarnan la plenipotencialidad de lo humano, y por ello son ejemplos y referencias para todos los humanos, todos los que encarnan en sí mismos la condición humana, más allá de toda división o estigma. Zambrano no se cansa de repetir que estos personajes femeninos no son guías o faros en su condición de mujeres, sino en su condición de encarnación de un modelo vivo para toda la Humanidad. I. Giner, op. cit., p. 747.

55. S. Weil, Escritos históricos y políticos, Trotta, Madrid, 2007, pp. 509-527.

Resumen

El pensamiento de María Zambrano emerge, en la distancia histórica, bajo la imagen, siempre sugerente, de una Antígona contemporánea. Como ella asiste al conflicto trágico de una Guerra Civil; como ella apura el cáliz del sufrimiento y la soledad para hacer emerger una conducta ética y moral que sirva de Guía a sus contemporáneos, en un momento de crisis y confusión. Todas las grandes nociones del pensamiento zambraniano (sueño, confesión, guía, alba y aurora) se dan cita en esta máscara, pero será el personaje galdoniano de la Nina de Misericordia, como aspiración pura nunca lograda, el verdadero motor que revela la personalidad de María Zambrano, tal como la vemos florecer en sus obras finales, Aurora, Claros del bosque y, sobre todo, Los bienaventurados.

Palabras claves

Antígona; sueño; confesión; guía; tragedia; santidad; aurora.

Abstract

The thought of María Zambrano emerges, in the historical distance, under the image, always suggestive, of a contemporary Antigone. As she witnesses the tragic conflict of a Civil War; how she renounces all marital happiness or offspring to care for others; like her, he drains the chalice of suffering and loneliness to bring out an ethical and moral conduct that serves as a Guide to his contemporaries, in a moment of crisis and confusion. All the great notions of Zambranian thought (dream, confession, guide, alb and dawn) come together in this mask, in this character, but it will be the Galdonian character of the Nina of Misericordia, as a pure aspiration never achieved, the true driving force that reveals María Zambrano’s personality, as we see her flourish in her final works, Aurora, Claros del Bosque and, above all, Los bienaventurados.

Keywords

Antigone; dream; confession; guide; tragedy; holiness; dawn.

Claridades. Revista de filosofía 15/2 (2023), pp. 261-287.

ISSN: 1889-6855 ISSN-e: 1989-3787 DL.: PM 1131-2009

Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)