El progreso como metafísica de la potencia: una reflexión sobre Ernst Jünger
Progress as metaphysics of potency: a reflection on Ernst Jünger
Martín Heredero Campo
Universidad de Valladolid (España)
Fecha de envío: 28/2/2023
Fecha de aceptación: 24/3/2023
DOI: 10.24310/crf.16.1.2024.16281
1. Introducción: el progreso bajo la luz de la guerra
Los acontecimientos vividos durante la Primera Guerra Mundial produjeron una sacudida espiritual sin precedentes en Europa. Entre el final de la guerra franco-prusiana, en mayo de 1871, y el estallido de la Primera Guerra Mundial, en julio de 1914, no se dio en Europa ningún conflicto bélico en el cual un país cruzase la frontera de otro (Hobsbawm, 2000: 31). Pero el mundo estaba experimentando transformaciones profundas cuya magnitud no era todavía evidente. La capacidad de producción de las industrias aumentaba, se inventaban medios de comunicación como la radio y el teléfono, y se extendía el alcance de las redes de ferrocarril. En general, puede afirmarse que la técnica orientada hacia las máquinas experimentaba un agudo progreso. Y este desarrollo del maquinismo postulaba, como ya señaló Nietzsche en 1879, una serie de premisas cuyas conclusiones no podían todavía ser extraídas (1988: 143).
Fue la experiencia de la Gran Guerra la que permitió comprender hasta qué punto las categorías que se venían utilizando para comprender la realidad iban a ser puestas en jaque. En ninguna guerra decimonónica los militares tuvieron que adoptar el papel de administradores de la maquinaria industrial. Del mismo modo, nunca se había realizado una economía de guerra total, capaz de producir una gran máquina mortífera (Hobsbawm, 2000: 33). Tampoco antes se habían involucrado tantas naciones en una misma guerra. Pero, quizá, el cambio más importante consistió en la aparición de una crueldad distinta a la de toda guerra anterior.
El ambiente embarrado y letal de las trincheras producía una crispación cuyo eco resonaba hasta los centros de las ciudades. La distinción entre el soldado y el civil comenzó a disiparse, proceso al que contribuyó el desarrollo de medios técnicos capaces de abstraer la administración de la muerte. Un ejemplo de esto es la novedosa utilización de los gases tóxicos como arma (Haber, 2002; Pita, 2008). Las nubes de gas no distinguen enemigos: su avance impasible barre a los que no consiguen enmascararse a tiempo (Jünger, 1995: 100, 134). Resulta evidente que cualquier rasgo de individualidad queda borrado en esta nueva forma de lucha, en la que no se observa al enemigo directamente, sino de forma distanciada, a través de mirillas y visores ópticos. En El teniente Sturm, novela publicada por Jünger en 1923, el autor escribe que los soldados en la trinchera:
Se mataban unos a otros sin verse; se recibía un impacto sin saber de dónde venía. El disparo preciso del tirador consumado, el fuego directo de los cañones y, con ello, lo atractivo del duelo hacía tiempo que había cedido el paso al fuego masivo de las ametralladoras y de las concentraciones de artillería. El resultado venía a quedar reducido a una cuestión de números (2014: 18).
Estas notas acerca de la honda transformación experimentada a nivel planetario a raíz de la Primera Guerra Mundial, que más adelante desarrollaremos, son ya suficientes para comprender que las fuerzas desatadas en esta contienda iban a continuar actuando también tras el final de la última batalla. La necesidad de una nueva mirada se correspondía, entonces, con la urgencia de categorías capaces de dar cuenta del mundo creado por el fuego prometeico de la técnica armamentística. En este contexto, la revisión de un concepto clave en el pensamiento occidental, tal como lo es el de progreso, se impuso como una necesidad.
Fueron muchos los intelectuales que, desde muy distintas posiciones, cuestionaron las bases mismas de la idea de progreso (Spengler, 2011, 2013; Weber, 2012; Benjamin, 2021). La contribución de Jünger a este respecto es fundamental, pues tras su vivencia de la guerra en primera persona pudo desarrollar una visión propia del mundo en el centro de la cual encontramos un análisis crítico de la idea de progreso.
El pensamiento de Jünger despliega una reacción contra el orden de valores establecido por una tradición ilustrada y positivista desde su primera obra publicada, Tempestades de acero. Allí leemos que los jóvenes alistados como voluntarios para viajar al frente no eran meros inconscientes, sino corazones aventureros deseosos de conocer la olvidada cara negativa de la vida: «Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande» (Jünger, 2015: 5). Pero el contacto con el peligro en la guerra de trincheras se desarrolló con tal crudeza que cualquier postura cercana al romanticismo era, como mínimo, inadecuada. No obstante, esto no hizo claudicar a Jünger en su exploración de las dimensiones abismáticas de la existencia, pues en ellas encontró un estímulo para el ejercicio de una mirada fría, capaz de reconocer en el conflicto armado la impronta negativa de una forma de vida1. Es cierto que Jünger, considerado uno de los representantes de la ambigua Revolución Conservadora2, adopta a veces un tono muy distinto al del entomólogo centrado en el análisis objetivo de la realidad. La exaltación del ethos guerrero en algunos fragmentos de sus primeras obras puede llegar a sobrecoger, especialmente cuando la violencia es el camino a una embriaguez que, envuelta en la camaradería surgida del destino mortal compartido, se concibe como una «pregunta que hacemos a la Vida» (Jünger, 2015: 389) . Pero sería injusto con la óptica y el método de observación jüngeriano señalar esto como una ausencia total de «distancia contemplativa» (Soto Carrasco, 2022: 510). Tan solo una página después de caracterizar la experiencia del frente a partir de una comprensión dionisíaca de la existencia, Jünger reconoce la imposibilidad de acostumbrarse a la visión de los cadáveres (2015: 390). Esto engarza perfectamente con lo que Jünger asumirá como un imperativo moral años más tarde, ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial: «En ningún momento me es lícito olvidar que estoy rodeado de personas que sufren» (Jünger, 1989: 332). Así, su análisis crítico del concepto de progreso será abordado desde este crisol de perspectivas propio de la forma de mirar de Jünger, que aspira siempre a la totalidad, más allá de las contradicciones. Jünger extiende esta peculiar mirada al estudio de la cultura, con lo que se enfrenta a la concepción de la razón especializada que Esparza ha considerado hija de la Ilustración (2006: 157), incapaz de reconocer la presencia latente de la nada y, por tanto, inhábil para desarrollar una visión completa de la realidad.
Desde la experiencia de la guerra convertida en vivencia interior (Jünger, 1926), y no sin un buen grado de conciencia heroica, Jünger desarrolla un análisis distante del progreso, adoptando las maneras de un filósofo que acude a la realidad en busca de las categorías que se encuentran esperando en su profundidad. En su caso, esto no conduce a un descrédito del mundo fenoménico, sino más bien a su reivindicación como fuente de sabiduría y de sentido. Pues, en el doble estatus del fenómeno, como aquello que es, a la vez, aparente y mostrado (Heidegger, 2012: 48–49), se encuentra un camino de conocimiento que conduce a la alétheia descubierta tras la inmanencia de la realidad mundana (Benoist, 2017: 55). Así, podemos decir que Jünger ejercita una visión basada en una distante cercanía, tras la que cabe reconocer lo que Molinuevo denomina una «estética fenomenológica» (1994: 92), que supone una «teoría de la verdad oculta» (Bosque Gross, 1990: 97). Su atención microscópica al sufrimiento de la persona singular (Einzelne) en la guerra se complementa con el intento macroscópico de buscar una unidad de sentido capaz de explicar el devenir de un mundo aparentemente absurdo (Ocaña, 1996: 51).
Teniendo en consideración lo que acabamos de señalar, es posible comprender que la fijación que Jünger muestra por el estudio de la guerra no corresponde inequívocamente a una elegía belicista. Más bien, la guerra es considerada como un ámbito privilegiado para el observador atento, pues en ella despuntan los instintos silenciados de una época. En el caso que nos ocupa, será la Gran Guerra el acontecimiento a partir del cual atisbar los hilos invisibles que han dirigido las «marionetas de madera del progreso» (Jünger, 1995: 92). Y es que, para Jünger:
La guerra no es una situación que esté sujeta enteramente a leyes propias, sino que es el otro lado de la vida, un lado que raras veces sale a la superficie, pero que se halla estrechamente ligado a ella, a la vida (Jünger, 1995: 129, 2002: 153).
Se trata, por tanto, de observar atentamente la guerra, que no es sino la expresión violenta del Zeitgeist. Con esta actitud, Jünger se opone radicalmente a la forma de vivir de lo que, en sus escritos de entreguerras, y especialmente en su famoso ensayo El trabajador, se reúne bajo la noción de «burgués» (Jünger, 2003). Este tipo humano, del que Jünger anuncia el ocaso, será sustituido por la figura del trabajador (Gestalt des Arbeiters), bajo la que Jünger expondrá su filosofía de la técnica.
De acuerdo con Jünger, la principal característica de la vida burguesa consiste en el destierro de todo rasgo trágico de la existencia en busca de un bienestar indefinido. El esbozo de Jünger recuerda a la caracterización del último hombre nietzscheano (Jünger, 1995: 29; Nietzsche, 2019: 48). Incapaz de integrar en su abanico representativo cualquier realidad ajena a una razón estrecha, heredera del positivismo decimonónico, el burgués trata de desterrar el sufrimiento, la pasión, la muerte y, en suma, aquello que Jünger denomina «lo elemental» (das Elementare) (Jünger, 2003: 52). La identificación de lo elemental con lo irracional se completa con su categorización dentro de lo inmoral, con lo que el burgués destierra toda posibilidad de llevar una vida creativa. Como señala Villacañas, la crítica de Jünger la democracia se sustentará sobre el reconocimiento de que esta es la forma política propia de la burguesía, pues es en sus instituciones donde mejor puede perseguirse la extensión igualitaria del bienestar y la comodidad (Villacañas Berlanga, 2006: 175). En suma, puede afirmarse que el burgués aparece, para Jünger, como la encarnación del nihilismo pasivo que busca huir de la nada, pero no hace sino hundirse en sus propios fangos.
La deslegitimación ontológica de todo lo que escapa al mundo burgués impide realizar una valoración precisa de acontecimientos como la guerra. Pero para Jünger, después de la Primera Guerra Mundial, resultaba imprudente volver la vista hacia otro lado y confiar en el progreso constante de la humanidad. Las fuerzas conjuradas durante la contienda habían transformado el mundo para siempre: «De la Tierra desgarrada por el Fuego y empapada de Sangre álzanse unos espíritus que no se dejan desterrar cuando quedan en silencio los cañones» (Jünger, 2003: 61). La grave significación del umbral atravesado en 1914 también fue reconocida por Friedrich Georg Jünger3, hermano de Ernst Jünger. En su ensayo de 1944, La perfección de la técnica, Friedrich Georg escribe que «la noción de posguerra expresa con claridad lo que sucedía. También la victoria estaba socavada. Los medios que se habían utilizado para la guerra no guardaban ninguna proporción con lo obtenido» (2016: 272). Pero esto no impidió que el nihilismo pasivo del burgués imperase, de acuerdo con la perspectiva de Jünger, incluso tras 1914 (Villacañas Berlanga, 2006: 176). Su resultado sería la elevación de la fachada del Estado del Bienestar (Ocaña, 1993: 253) tras la Segunda Guerra Mundial, en un nuevo intento de olvidar la negatividad, sin la cual, por otra parte, no puede desplegarse una comprensión plena de la existencia.
En cualquier caso, con el restablecimiento del peligro como expresión primordial de la vida, podemos reconocer en Jünger el deseo de explorar las consecuencias no asumidas del concepto de progreso que, especialmente con la modernidad ilustrada, dominó el pensamiento occidental. Tras realizar un reconocimiento de las conclusiones de la fe en el progreso, Jünger desarrollará tanto una crítica como una respuesta al mundo construido en torno a la técnica y al maquinismo, bajo el cual rastreó la presencia de la voluntad de poder como fondo metafísico (Ocaña, 1993: 209). Esta voluntad es señalada como una de las principales fuerzas nihilistas enraizadas en el pensamiento moderno, pues su transformación formal de la realidad no se acompaña de ningún criterio axiológico, sino más bien del vaciamiento de toda valoración (Volpi, 2012: 121).
Asumiendo que los problemas a los que la humanidad hubo de hacer frente a partir de 1914 siguen siendo hoy relevantes, nos proponemos continuar con el análisis de la idea de progreso desde los hallazgos realizados por Jünger, así como mostrar la pertinencia de su respuesta al mundo transformado por un principio cuyas últimas consecuencias siguen hoy despertándonos angustia.
2. El mundo transformado: técnica y nihilismo
Publicados en su traducción al español en un mismo volumen, los ensayos Fuego y movimiento, La movilización total y Sobre el dolor conforman una triple aproximación a los presupuestos y a las consecuencias de la fe en el progreso, en especial en su relación con la «prepotencia de la técnica» (Jünger, 1995: II) . La exposición que Jünger realiza en estos ensayos ha de complementarse con El trabajador, pues aquí se reúne gran parte del trabajo de reconocimiento de la situación realizado por Jünger.
Como ya ha quedado claro, la discusión de la idea de progreso en el pensamiento de Jünger es indisociable de la experiencia del frente. El cambio sufrido en el ámbito militar durante la Primera Guerra Mundial fue, a pesar de su apariencia revolucionaria, fruto de una evolución paulatina (Jünger, 1995: 127). La guerra fue el escenario en el cual se experimentó con medios ya prefigurados durante la paz. Y, de acuerdo con el análisis de Jünger, una vez terminado el conflicto, la realidad que mostró su patencia durante las batallas de material sentaría las bases para la construcción de un mundo nuevo.
Según Jünger, aquello que caracterizó a la Gran Guerra fue la clara predominancia del fuego sobre el movimiento (1995: 130). La conversión de la guerra tradicional en batalla de material supuso la configuración de un nuevo espacio donde el movimiento humano se encontraba condicionado al inclemente fuego de las armas. Esta desproporción entre la técnica armamentística y la posibilidad del movimiento fue la explicación que Jünger encontró a la guerra de posiciones, donde los contendientes se vieron obligados a permanecer estáticos durante meses, bajo tormentas de proyectiles. Esta forma de hacer la guerra es incomprensible si no se atiende al papel desempeñado por «los turnos de trabajo técnico de los grandes Estados industrializados» (Jünger, 1995: 134). Estos llevaron a cabo, durante la paz, una labor cuya dirección se reveló en la guerra. Pues la situación en la que el fuego sometió a la posibilidad del movimiento fue una creación colectiva de todas las potencias industriales, incluso de las aparentemente enemistadas. Y en el marco de la batalla técnica la cuestión del movimiento trató de resolverse con el desarrollo de nuevos medios maquinales, como el carro de combate que, sin embargo, no llegó nunca a ser decisivo. A pesar de esto, el protagonismo de la máquina fue cada vez mayor, algo que acentuó la derrota del ser humano frente a los medios por él mismo creados. En sus diarios de la Segunda Guerra Mundial, desencantado ante la enorme devastación producida por las nuevas formas de crueldad, Jünger escribirá: «El ser humano se ha colocado fuera de la obra, se ha salido de ella; esta se ha vuelto autónoma, y ahora aquel deviene cada vez más sustituible y prescindible» (Jünger, 2005: 51). Este extrañamiento, nacido en el fragor de la batalla de material, destruyó las formas tradicionales de luchar. Pero Jünger señala que, en el caso de la Primera Guerra Mundial, las innovaciones técnicas no pudieron ir más allá del terreno de la experimentación en la producción de una nueva imagen de la guerra. Esta disolución de la tradición, sin una nueva producción valorativa más allá de los mandatos mecánicos de la máquina, es lo que la Gran Guerra ofreció para Jünger como «reflejo de nuestra vida en general» (Jünger, 1995: 141).
El orden que caía, más allá del conflicto armado, era el del burgués, y Jünger anunciaba con esto el nacimiento del tipo humano del trabajador. Este sería el titán capaz de domeñar la técnica y portarla como fuego prometeico con talante victorioso, para encarar la construcción de un dominio allende cualquier nación, de carácter planetario: «La técnica es el lenguaje del trabajador; es el idioma mundial» (Jünger, 2003: 335)4.
Para Jünger, el trabajador trasciende toda valoración estamental, y se asemeja más a un centro metafísico unívoco, de corte neoplatónico, que impone su forma a la totalidad de lo real (Jünger, 2016: 117). Esta nueva figura mítica es capaz de desplegar una relación auténtica con lo elemental, aquello que el burgués esperaba controlar mediante la roturación racional de lo real. Jünger señala, contra la confianza en el progreso indefinido de la razón, que la tecnificación de la guerra no ha producido un aumento de la seguridad y del bienestar, sino que ha propiciado la creación de medios que, más allá de los límites del confort, han invocado fuerzas incontenibles por la razón que los concibió. Esta es, de acuerdo con el vocabulario de Jünger, la ruptura que marca el fin del dominio de la medida humana de la realidad y que inaugura el reino de los titanes (Benoist, 1995: 47).
A este tiempo le corresponde, también, una nueva concepción del ser humano. Jünger acude a un fenómeno fundamental de la existencia para observar los rasgos del tipo humano que nace con el mundo del trabajo: el dolor. Este es observado como un camino a través del cual explorar tanto la intimidad propia como la realidad de la circunstancia. Por otra parte, Heidegger señala con acierto que en el ensayo de Jünger Sobre el dolor no encontramos una exploración de la esencia misma del dolor, sino más bien de la relación que con él establece el ser humano en una época dada (Heidegger, 2013: 509–510). Pero es con esta realidad, tan largamente ignorada por el mundo burgués, con la que Jünger busca establecer un diálogo para conocer la situación del ser humano en el mundo abierto con la marcha triunfal de la técnica. Gracias a la experiencia cruda del dolor es posible reconocer «la impronta negativa de una estructura metafísica» (Jünger, 1995: 85). Así, el dolor es examinado por Jünger no tanto en busca de su esencia, sino más bien como una herramienta de conocimiento5. Y, dado que «nada nos es más cierto y nada nos está más predestinado que cabalmente el dolor» (Jünger, 1995: 15), no cabe ya refugiarse en el sueño ilustrado que quiso ver en el dolor un prejuicio rebatible por la razón.
Los sacrificios que el tiempo de la técnica exige al ser humano son, según Jünger, muy grandes. Esto resulta especialmente notable al constatar la ambivalencia con la que se nos aparecen los medios técnicos. No obstante, la ambivalencia no ha de confundirse con la neutralidad. Jünger comprende que el progreso técnico conduce a «situaciones enteramente determinadas» (2003: 161). El ejemplo que Jünger recoge en Sobre el dolor para dar cuenta de la técnica como realidad ambivalente pero no neutral es el de la anestesia. Esta, por un lado, es un instrumento que permite liberarnos del dolor. Sin embargo, esto presupone la transformación «del cuerpo en un objeto abierto a la intervención mecánica a la manera de una materia sin vida» (Jünger, 1995: 81).
En este contexto, Jünger entiende que se impone el cumplimiento del mandato de la técnica en relación con el propio cuerpo, sede de todo dolor. Se ha de lograr una aceración del físico, algo que es posible dependiendo del «grado en que puede tratarse el cuerpo como un objeto» (Jünger, 1995: 35). El imperio absoluto del pensamiento funcional de la técnica es impuesto por la figura del trabajador a cada uno de sus representantes humanos, de manera que el cuerpo ha de disciplinarse en la resistencia al dolor.
Solo mediante la objetivación de la propia vida puede, según Jünger, mantenerse la plena disponibilidad para los mandatos de un mundo configurado en torno a las exigencias de la máquina. Esto inaugura una suerte de dualismo, que exige el extrañamiento del cuerpo y la génesis de una «segunda consciencia» (Jünger, 1995: 70), capaz de mirar al cuerpo propio como un objeto movilizable. En el fondo de esta nueva forma de mirar se encuentra la «construcción orgánica»6 (Jünger, 1995: 37–38, 2003: 115 y ss., 2006: 579), concepto mediante el cual Jünger describe la disolución de cualquier diferencia entre physis y téchne, e integra al organismo humano en el amasijo maquinal. Tanto el kamikaze como el hombre-torpedo ofrecen un ejemplo de lo que puede implicar la construcción orgánica. Como señala Jünger, ambos son «un miembro técnico del proyectil» (1995: 37), y esto exige que porten el uniforme invisible de la técnica, «espejo en el que se refleja con máxima claridad la creciente objetización de nuestra vida y que se halla impermeabilizado de manera especial contra el acoso del dolor» (Jünger, 1995: 59). Esta demanda inhumana condena a aquellos que, de acuerdo con la jerga propia del mundo maquinal, «sufren una avería y quedan fuera de servicio» (Jünger, 2003: 108). La prueba trágica de estos representantes averiados del mundo del trabajo se encuentra en los soldados que, como comprobó Walter Benjamin, volvían del frente habiendo perdido el habla (1989: 168).
Todavía hemos de profundizar más en el análisis de Jünger para comprender su afirmación de que «el carácter de confort de nuestra técnica está fusionándose de un modo cada vez más inequívoco con un carácter instrumental de poder» (1995: 59). Friedrich Georg también ha sabido señalar esta ambivalencia de la técnica: «La técnica no solo cubre las necesidades, también las organiza. Y, al hacerlo, coloca al hombre a su servicio» (F. G. Jünger, 2016: 130). Salvando las distancias establecidas por las distintas posiciones metafísicas, aquí una inquietud compartida con Heidegger, que examina lo Gestell como modo del desvelar que exige a la naturaleza el suministro de energía extraíble y almacenable en calidad de Bestand, o fondo permanente (2021). Y es que, en el núcleo de la movilización técnica de la naturaleza en manos del trabajador, Jünger sitúa la noción de disponibilidad.
En La movilización total, Jünger enuncia claramente la dificultad para reconocer «lo que se oculta bajo el concepto de progreso» y su investigación trata de encontrar «el auténtico significado del progreso... más secreto, que se sirve, como de un escondite magnífico, de la máscara de la razón» (Jünger, 1995: 91). Solo así se explica que movimientos basados en la fe en el progreso conduzcan, tan frecuentemente, a resultados contrarios a sus pretensiones.
Jünger introduce el concepto de «movilización total» (totale Mobilmachung) para hacer comprensible el proceso mediante el cual ha logrado el progreso, al que denomina «la gran Iglesia popular del siglo XIX» (1995: 93), erigirse como el factor moral fundamental en la conducción de la guerra. La movilización total se opone a la parcial, anterior a 1914. Hasta esa fecha todavía existía una herencia del orden estamental, que mantenía vinculados al ejército y a la Corona. Sin embargo, con la industrialización de la guerra, Jünger señala que el militar devino trabajador, y ya no fue posible concebir un mundo donde pudiera haber «un solo átomo que no esté trabajando» (Jünger, 1995: 101, 2003: 68). La movilización total supuso que la distinción entre combatientes y civiles quedase desdibujada mediante la extensión planetaria del trabajo, hecho que inauguró «una democracia de la muerte» (Jünger, 1995: 100). Así, la disolución de la casta guerrera se acompasó con el nacimiento de ejércitos de trabajo, ya fuesen estos bélicos o industriales. De esta manera concibe Jünger que la totalidad de lo real quedó disponible a la movilización (1995: 102). Aquí, los medios técnicos fueron examinados por Jünger como la expresión de la conversión de lo real en energía potencial (1995: 99) extraíble a partir de una voluntad de poder desconocedora de cualquier principio superior a ella misma.
Jünger sostiene que el estudio de este proceso de uniformización a través de la movilización total no puede ser comprendido exclusivamente por el desarrollo de las condiciones materiales, y por este motivo sostiene que el materialismo histórico solo puede «rozar la superficie del proceso» (1995: 103). De acuerdo con esto, ha de atenderse al componente cultual del proceso descrito; a la fe capaz de expresar la unidad de acción —la figura— de los agentes enfrentados, pues Jünger reconoce que «no había ninguna diferencia esencial entre quienes jugaban en un lado y quienes jugaban en el lado contrario» (1995: 118).
Toda victoria en el frente fue, para Jünger, una victoria de la movilización total, que se expresa en un lenguaje transnacional. También la derrota es explicada por Jünger como una consecuencia de la sustracción de fuerzas a la movilización, algo que sucedió en Alemania, incapaz de abandonar su Kultur y abrazar plenamente la fe del progreso (Jünger, 1995: 106–110). Algo muy distinto aconteció en Estados Unidos, capaz de movilizar totalmente sus recursos en la medida en que supo apelar a las convicciones de la maleable civilization, que Jünger considera asentadas sobre el humanitarismo progresista (1995: 110). Jünger sostiene que esta es la única forma de explicar que hombres pacíficos empuñasen fusiles voluntariamente, pues «el humanitarismo no puede prescindir ni del tiro de barrera ni de los ataques con gas ni tampoco de la guillotina» (1995: 114). La creciente uniformización de las masas armadas en nombre de ideales como el progreso aumentaba, en el análisis jüngeriano, «la índole abstracta y, por tanto, también cruel de todas las relaciones humanas» (1995: 120). Quizá a esto apuntaba Dostoyevski cuando hizo decir lo siguiente a uno de sus personajes en Los hermanos Karamázov: «Cuanto más quiero a la humanidad en general, tanto menos quiero a los hombres en particular, es decir, por separado, como simples personas» (2021: 80).
El recorrido que acabamos de hacer sobre los textos que Jünger escribió en el periodo de entreguerras ha dado cuenta de la configuración de un mundo nuevo en el que la fe en el progreso condujo al sometimiento de todos los pueblos bajo unas formas que Jünger equipara a «las de un régimen absolutista» (1995: 120). Así, hemos asistido a la conformación de un régimen planetario novedoso, en el que la figura del trabajador, con la técnica como uniforme, moviliza la realidad de acuerdo con sus mandatos, ante los cuales Jünger señala que solo cabe la obediencia o la muerte (2003: 78), en tanto que el acceso a la realidad se da en la medida en que se representa la figura del trabajador como tipo.
Ante las constataciones que hemos realizado a través de la obra de Jünger, es menester investigar cómo los órdenes configurados a partir del estatus cultual del progreso distan tanto de lo que sus primeros profetas aventuraron. Para responder a esta cuestión, hemos de seguir el hilo dispuesto por Jünger en su descripción del mundo movilizado por la razón moderna, que aspira a transformar el mundo entero en un problema aritmético (Simmel, 2016: 63). Trataremos de mostrar ahora cómo el mundo titánico reconocido por Jünger, ese que convirtió la Tierra en una «esfera muerta» disponible para «una planificación inteligente y artificial» (F. G. Jünger, 2016: 174), se encontraba ya latente en las bases filosóficas de la idea moderna de progreso.
3. Breve genealogía de una metafísica de la potencia
Aunque Nisbet señala que los primeros trazos de la idea de progreso pueden rastrearse en algunos autores del mundo clásico (1996: 27), en la antigüedad precristiana la concepción dominante del tiempo era más cercana a un esquema cíclico, basado en la percepción de un movimiento continuo e infinito en la totalidad del cosmos (Löwith, 2007: 251). Esta concepción cíclica de la temporalidad puede rastrearse ya en algunos fragmentos de Heráclito (DK 22 B 30, 67, 88), donde la idea de un mundo que siempre ha sido y que siempre será, resulta perfectamente compatible con la acentuación del rasgo procesual de lo real.
Desde luego que en Platón también encontramos una perspectiva del tiempo donde la clave es su carácter cíclico y eterno. Nisbet subraya que en la filosofía política de Platón existe una concepción del progreso, entendido como avance gradual y continuo a través de la historia humana hasta el momento presente (1996: 54). Pero en el Timeo leemos que el tiempo fue creado con la naturaleza eterna como modelo, de manera que toda imagen del devenir encuentra su fundamento en la eternidad circular que le sirve de sustento metafísico (Plat. Tim. 37c-39d).
Aristóteles, por su parte, expone un complejo análisis del tiempo cuya profundidad excede completamente las intenciones de este artículo. No obstante, es conocida su definición del tiempo como «número del movimiento según el antes y el después» (Arist. Phys. 219b). Y en Acerca de la generación y corrupción, el movimiento de la naturaleza se describe como cíclico, de tal manera que la generación y la corrupción mantienen su continuidad de forma eterna (Arist. De Gen. et Corr. 336b-337a).Entonces, toda numeración del movimiento es posible solo dentro de un esquema circular.
También la doctrina cosmológica de la ecpírosis, sostenida por estoicos como Crisipo de Solos, fue concebida dentro una perspectiva cíclica del tiempo marcada por el eterno retorno de lo idéntico, idea rastreable también en algunos pitagóricos (Sandbach, 1989: 81).
Dentro de este horizonte representativo resulta inconcebible el nacimiento de una idea de progreso como la que motivó el análisis de Jünger. Debemos, entonces, centrarnos en las novedades introducidas por la cultura judeocristiana, que fueron vividas como skandalon por un mundo pagano cuya visión del tiempo seguía la circularidad del movimiento natural. Así, siguiendo a Löwith (2007), reconocemos en la concepción bíblica del tiempo las bases teológicas del pensamiento progresista de la historia característico de la modernidad7. Parece que estudiando la peculiar recepción moderna de la visión cristiana de la historia puede comprenderse cómo la fe en el progreso configuró un mundo como el que Jünger describió.
La concepción bíblica de la historia establece un esquema procesual donde existe un progreso en la historia, entendida como historia de la salvación. Son dos las bases teológicas sobre las que se sostiene esta perspectiva: el pecado original cometido contra Dios y la misericordia infinita de Dios, que perdona a la criatura caída (Löwith, 2007: 224). Así, el tiempo contenido entre la caída y la salvación prometida es lo que conforma la historia entera, que se convierte en una marcha desde la distancia con Dios en la civitas terrena hasta el acontecer salvífico en la civitas Dei. Mientras que los ojos paganos no ven en la historia nada más que un devenir desesperanzado de generaciones temporales, la visión cristiana propone una mirada sostenida por la fe en el plan divino, capaz de subordinar la historia entera a la palabra de Dios (Löwith, 2007: 207). Esta concepción del tiempo, que cuenta además con la llegada de Dios encarnado en Jesucristo como acontecimiento central, plantea una visión lineal y progresiva de la historia asentada sobre la virtud cristiana de la esperanza, que interpela directamente al futuro por llegar. Y la relación cristiana con el futuro es también distinta de la judía, pues mientras que puede afirmarse que esta última continúa esperando la llegada del Mesías, el cristiano basa su fe en el hecho consumado del triunfo definitivo de Cristo en su resurrección. Esta comprensión de la historia es subrayada por San Agustín en sus sermones, donde la historia es una peregrinación en la que se camina a «la verdad y la vida, es decir, a la vida eterna, la única que merece llamarse vida» (1985: 111), que ya ha vencido a través de Cristo.
Esta idea de progreso, contenida implícitamente en la visión de la historia como camino hacia Dios, es muy distinta del progreso moderno que analiza y critica Jünger. La posibilidad de una perspectiva cristiana del progreso está limitada por una condición fundamental: la concepción de la historia como un tiempo limitado. En el cristianismo, el mundo tiene un origen, que involucra la creación ex nihilo de todo cuanto hay, hecho que marca la procedencia supramundana del mundo mismo. Y el mundo también cuenta con un final, una escatología ya realizada en la pasión de Cristo. Sobre este acontecimiento central se asientan la fe y la esperanza que, no sin angustia, permiten confiar y esperar el futuro, en cuyo final se ha de realizar la promesa, aunque mantiene una lejanía por el momento indeterminable. No obstante, la indeterminación del momento concreto de la parusía no hace sino reforzar la virtud de la espera, pues su distancia temporal no pone en duda su inminencia, y más cuando se sostiene sobre la eternidad.
En suma, el progreso desempeña, dentro del cristianismo, un papel limitado, que se conjuga siempre en función de la distancia con respecto a Dios. Y la salvación final se realiza indefectiblemente a partir de los términos divinos de la Providencia, que gobierna la historia. Por tanto, dentro del cristianismo el progreso conduce a un fin claramente determinado, que inaugura la posibilidad de la esperanza trascendente más allá de la historia mundana, fe mediante. El tiempo comprendido entre la resurrección y el regreso de Cristo es anterior a la plenitud de la culminación final del reino supraterrenal de Cristo, que se eleva por encima de los muros del tiempo. El cristiano espera, pero no espera un futuro indefinido, sino que su confianza se basa en el hecho ya cumplido de la redención final del pecado y de la muerte (Löwith, 2007: 231).
Esta concepción del progreso, sostenida y, a la vez, limitada por su orientación trascendente, sufrió una profunda transformación con la modernidad. Aunque es cierto que la idea de progreso moderna mantiene la atención cristiana al futuro, la diferencia fundamental radica, según Löwith, en la eliminación del punto de vista teísta, con lo que el éscathon «definido y supramundano» es sustituido por otro «indefinido e intramundano» (2007: 141). La idea de progreso, en este último sentido secularizado, se configuró, según autores como Bury (1920) y Eliade (2011: 166–167), en torno al siglo XVII. Fue entonces cuando se estableció como una «visión universal del mundo» (Löwith, 2007: 82). No obstante, esta visión del mundo concentraba una serie de contradicciones internas que explican, al menos en parte, las consecuencias que Jünger constató siglos más tarde.
Una de estas contradicciones consiste en que la idea moderna de progreso trata de aunar dos perspectivas irreconciliables, como son la visión pagana de la historia y la cristiana. Ambas son coherentes a su modo. La visión pagana, que defiende la existencia eterna del mundo y de la historia, mantiene una perspectiva cíclica de la historia. Por otro lado, el cristianismo puede escapar del tiempo cíclico dado el lugar central que ocupa la orientación trascendente de la historia, cuyo esquema no es ya circular, sino que se parece más a un segmento delimitado. Sin embargo, la visión moderna sostiene la existencia de un tiempo infinito, carente de trascendencia, pero no es capaz de aceptar la estructura circular pagana, y sueña con una línea en continuo crecimiento, es decir, con una circunferencia de radio infinito.
Esta es la primera incoherencia del progreso, y fue percibida con claridad por Jünger, pues afirmó que solamente una fe, incluso disfrazada bajo el racionalismo del proyecto ilustrado, podía «caer en el atrevimiento de extender hasta el infinito la perspectiva de finalidad» (1995: 92). Oswald Spengler apuntaba en la misma dirección en su ensayo El hombre y la técnica:
Progreso fue la gran voz del siglo pasado. Veíase la historia como una gran carretera sobre la cual «la humanidad» marchaba, valientemente, siempre adelante. [...] Pero ¿adónde? ¿por cuánto tiempo? Y luego ¿qué? Era algo ridícula esa marcha hacia el infinito (1967: 16).
No obstante, quizá esta indefinición de la finalidad inherente al concepto de progreso moderno no sea solo ridícula, como afirma Spengler, sino también peligrosa. Y es que la negación del éscathon trascendente no puede ser suplida ni tan siquiera con una versión inmanente del mismo, pues, como el propio Spengler señala, la idea de progreso es contraria a todo «estar» (1967: 13). Esta es una de las aporías de aquello que Jünger denominó «esperanza secularizada» (1985: 42).
La confianza en la perfectibilidad humana en términos exclusivamente mundanos que exhiben algunos autores modernos puede considerarse nacida de esta esperanza secularizada. A la luz del mundo reconocido por Jünger, quedan muy lejanas las ilusiones de Descartes, cuando confiaba en que el conocimiento racional de las leyes naturales nos condujese a ser pequeños dioses, «dueños y señores de la Naturaleza», capaces de inventar «una infinidad de artificios que nos permitirían gozar sin trabajo alguno de los frutos de la tierra» (Dissertatio de Methodo, AT VI: 56 trad. 1983). En sentencias como las que acabamos de citar se observa aquello que señala Löwith al sostener que la visión de la historia típicamente moderna es «cristiana por su origen y anticristiana por su resultado» (2007: 245). En la misma dirección señala Jünger al afirmar que la fe en el progreso supone la sustitución de la redención divina por la voluntad de autorredención humana a través del conocimiento (2003: 160), en una suerte de neognosticismo. Huelga decir, entonces, que Dios no aparecerá como fundamento omnipotente de la historia moderna, sino que la idea de progreso lo diluye en el mismo proceso de la historia (Nisbet, 1996: 187). A la Providencia divina le sustituye la capacidad de predicción humana (Löwith, 2007: 117). Algo así es todavía más evidente en algunas reflexiones de Condorcet, que sostiene lo siguiente en su Bosquejo:
Los progresos de esta perfectibilidad [del ser humano], de ahora en adelante independientes de la voluntad de quienes desearían detenerlos, no tienen más límites que la duración del globo al que la naturaleza nos ha arrojado. Indudablemente, esos progresos podrán seguir una marcha más o menos rápida, pero tiene que ser continuada y jamás retrógrada (1980: 82–83).
El contraste entre estas palabras y la afirmación de Jünger de que «el progreso no es un avance» (1995: 91) es radical. Pero la Primera Guerra Mundial fue para Jünger un argumento suficiente para cuestionar ideas como las de Condorcet. Allí se forjó su perspectiva de la historia conforme a la cual el progreso es la perspectiva temporal propia de la soberbia mundana. Esta implica una antropormofización de la lectura del decurso histórico (Jünger, 2016: 22), e inaugura una época miope incapaz de advertir los movimientos velados tras la «falacia óptica del progreso» (Jünger, 1995: 92).
Jünger fue certero al ilustrar el advenimiento de la figura del trabajador con la imagen del triunfo de los titanes sobre los dioses. De acuerdo con esta perspectiva, el mundo del trabajo es el rostro oculto de la idea de progreso moderna, donde solo cabe un homo faber cada vez más fusionado con sus creaciones técnicas. Es posible que esto se deba al hecho de que la lectura progresista de la historia ofrece una perspectiva del tiempo marcadamente futurista, donde el verdadero protagonismo lo tiene el tiempo que ha de llegar. Es así como el pasado —lo que ya ha sido— y el presente —lo que ahora mismo está siendo— se subordinan al futuro, que apunta aquí a lo que puede ser, pero que no es, ni ha sido todavía. La realidad entera es valorada conforme a esa potencia supuestamente encerrada en el presente; potencia que, sin embargo, no se actualizará totalmente jamás, pues la visión progresista elimina toda meta definida que implique arribar a un punto final. Así, la fe en el progreso concibe la realidad a partir de lo que hemos resuelto denominar una metafísica de la potencia, en la que no cabe la plenitud del ser realizado ni la posibilidad de una plenitud realizable, sino solamente el proyecto contradictorio, siempre incompleto, de un paraíso que se mantiene difuso en un horizonte indefinido. Acontece así una reducción del ser al poder ser, al puro movimiento incuestionado que se oculta bajo las «marionetas de madera del progreso» de las que habla Jünger (1995: 92) y que no admite ningún grado de actualidad. Y, quizá, «los delgados hilos que ejecutan los movimientos de las marionetas» (Jünger, 1995: 92), en los que Jünger comprende que se encuentra el núcleo mismo de la idea de progreso, estén formados a partir de esta metafísica de la potencia. Aquí, la totalidad de lo real se reduce a la promesa de una posibilidad imposible, como lo es la configuración de un mundo perfecto cuya perfección, paradójicamente, se encuentra desde el principio fuera de todo alcance. No obstante, ya hemos señalado que para Jünger la fe en un progreso indefinido no es capaz de vislumbrar que la transformación técnica del mundo en potencia no mantiene una neutralidad total, sino que conduce al mundo del trabajador.
Es por eso por lo que una comprensión de la realidad exclusivamente en términos de potencialidad puede caer en el optimismo de los primeros profetas del progreso, confiados ante las capacidades de la razón humana para controlar fuerzas tan poderosas. Jünger, tras haber vivido dos guerras mundiales, confirmó la existencia de realidades recalcitrantes para la estrecha razón ilustrada. Las consecuencias nihilistas de la fe mundana en el progreso convencieron a Jünger «de que todo racionalismo lleva al mecanicismo y de que todo mecanicismo conduce a la tortura, que es su consecuencia lógica» (Jünger, 1993: 151).
La movilización racional de fuerzas en aras del bienestar de la humanidad desbordó, de acuerdo con Jünger, sus intenciones iniciales. Un futuro muy distinto a todas las utopías imaginables se dibujaba, secretamente, tras la estrecha unión existente entre la ilusión de omnipotencia y el nihilismo (Villacañas Berlanga, 2006: 192). Una prueba del nexo entre la voluntad de bienestar y la catástrofe fue, para Jünger, el hundimiento del Titanic, hecho que supuso un profundo impacto en su pensamiento. Este acontecimiento fue para él la expresión histórica de la soberbia del ser humano titánico, pues Jünger sostiene que en el famoso naufragio la catástrofe se amalgamó con el automatismo destinado al bienestar, y la máquina reveló su carácter ambivalente, indomeñable por la razón que la ideó como medio de comodidad (Jünger, 1985: 87, 1993: 63, 1997: 62, 2005: 338, 2016: 118).
En definitiva, de acuerdo con el análisis de Jünger, la fe en el progreso realizó el trabajo de voladura de sus propios cimientos, pues su basamento en una metafísica de la potencia redujo la espesura de lo real a voluntad de poder, y nada más. Lejos de edificar el paraíso sobre la tierra, la metafísica de la potencia bajo el progreso fundamentó la construcción de paisajes industriales-bélicos singularmente inhumanos, que Jünger comparó a los infiernos del Bosco o de Cranach (1995: 17).
Con nuestro análisis hemos tratado de arrojar algo de luz a las bases filosóficas subyacentes a la idea de progreso, que Jünger analizó a partir de la observación directa del medio transformado por la técnica. Las reflexiones que aquí hemos desarrollado apuntan a una dirección clara: existe una vinculación entre progreso y movilización total; entre voluntad de bienestar y catástrofe; entre búsqueda de comodidad y crueldad. Es por esto por lo que la Gran Guerra es tan significativa para la historia universal en general, y para el pensamiento de Jünger en particular: en ella se constató lo que la voluntad de progreso técnico podía llegar a fabricar.
No obstante, antes de finalizar, hemos de señalar que la constatación del mundo informado por la figura del trabajador como destino de la época no condujo a Jünger al fatalismo al que la movilización total podría empujar. Para ilustrar esta cuestión, presentamos un esbozo de los distintos caminos que el pensamiento de Jünger exploró pasada la mitad de la década de los treinta.
Especialmente en 1939, con la publicación de Sobre los acantilados de mármol, Jünger mostró su condena radical al nihilismo destructor de la tradición, encarnado políticamente en el partido nacionalsocialista (2019). Complementó su reconocimiento del mundo totalmente movilizado con La emboscadura y, más tarde, Eumeswil, donde a la figura del trabajador se le oponen las del «emboscado» (Waldgänger) (1993) y el «anarca» (Anarch) (2017), respectivamente, que presentan contrapuntos de libertad en un mundo marcado por la necesidad. Ambas figuras requerirían desarrollos propios, pero podemos simplemente enunciar un rasgo común que las convierte en garantes de libertad esencial en un mundo crecientemente automatizado: ambas muestran las aporías de una metafísica de la potencia, y mantienen una distancia interior con respecto al mundo que les rodea y sus mandatos. Con ellas, Jünger propone un cierto ascetismo oculto (Cangui y Pennisi, 2018: 228) como estrecho camino intersticial por el que discurrir en libertad en un mundo nihilista, a pesar de los imperativos de movilización total. El refuerzo de la interioridad de la persona ocupará algunas de las últimas reflexiones de Jünger, consciente de que «el cáncer de la técnica lo sería no la rebelión romántica, sino el escepticismo dentro de la técnica» (2003: 287). Así, frente a la voraz voluntad de poder oculta tras la idea de progreso y su movilización del mundo, Jünger propondrá el refuerzo del interior de la persona singular como centro inmóvil de resistencia contra la desvalorización (Volpi, 2012: 121).
Desde el humilde tabernáculo de la persona, Jünger esperará la caída de los titanes y el retorno de los dioses desterrados. Esto plantea un peculiar estoicismo con el que Jünger trata de recuperar la primacía del ser sobre la «voluntad de» (Ocaña, 1993: 253). La riqueza de esta actitud reside, a nuestro juicio, en su carácter esperanzado, alejado de todo fatalismo. Pues lo que Jünger invita a esperar -contra Nietzsche- es el «Retorno de lo Eterno; solo se producirá una vez – y entonces llegará el tiempo al final del trayecto» (2017: 84). De este modo, con la esperanza como fuente de sentido, Jünger consigue fundamentar un cierto escepticismo respecto al progreso como forma de prudencia histórica. Además, la orientación de la espera hacia un objeto trascendente plantea la posibilidad de recuperar aquello que originalmente sirvió de límite a la idea de progreso, idea que en sus derivas posteriores logró ser a la vez hýbris y némesis.
4. Conclusiones
En este trabajo hemos intentado recoger la contribución realizada por Jünger al análisis de la idea de progreso, con su pronto reconocimiento del avance de la técnica, para, a partir de ella, continuar con la profundización crítica en torno a este concepto. Como hemos visto, Jünger señaló cómo tras el progreso, se agolpaban fuerzas incontenibles por una civilización desacostumbrada a la tragedia. La prueba de este movimiento soterrado tras la idea de progreso la encontró Jünger en la Primera Guerra Mundial. Allí se orientaron todos los esfuerzos a la producción de un entorno deshumanizado, bañado en fuego, donde todos hubieron de tomar parte y resistir las enormes sumas de dolor que se invocaron. Esa fue la fragua donde se galvanizó el trabajador como figura bajo la cual Jünger capturó la unidad de acción de una época sin precedentes. La hipótesis relevante que hemos presentado aquí consiste en que, aunque 1914 significó el paso de un umbral, en el sentido de que la transformación del mundo fue irreversible, esta situación se encontraba ya prefigurada en la hondura inexplorada de la idea moderna de progreso.
Además, Jünger percibió en la técnica un factor fundamental en el despliegue de la idea de progreso. La transformación del mundo en un paisaje de talleres bélico-industrial encajó perfectamente con la ampliación de la técnica como forma de vida. Así, todo lo real quedaba reducido a energía organizable mediante rigurosos planes. Sin embargo, la técnica no pudo, como se constató en el frente, ofrecer un marco axiológico a partir del cual orientar su poder formal. Y este es el núcleo nihilista que Jünger señala en el centro del concepto moderno de progreso, bajo el que el camino de la razón se angostó hasta devenir mera voluntad de poder movilizador. De este modo explicó Jünger la reducción de todo valor a su aspecto técnico, es decir, a su dimensión funcional.
Esta transformación del mundo tuvo, para Jünger, importantes consecuencias antropológicas. El ser humano, sumergido en la movilización total, es comprendido como una herramienta activa de este proceso. Como tipo representante del trabajador, su ethos «consiste en servir limpiamente al aparato», y esto «no solo sin ideas superiores, sino también con un rechazo consciente de ellas» (Jünger, 2003: 289). Sin embargo, frente a esta reducción antropotécnica de lo humano, Jünger formuló distintos caminos mediante los que la persona singular podía tratar de resistir a la masificación inherente a la movilización total mediante la recuperación del interior como centro intocable por el proceso de desvalorización.
En suma, parece que los resultados de la fe en el progreso acusados por Jünger se comprenden algo mejor tras haber indagado sus supuestos metafísicos. El tríptico dibujado por el progreso, la técnica y el nihilismo se reúne en torno a lo que hemos denominado una metafísica de la potencia. Esta implica una comprensión unilateral de la realidad, obsesionada por su dimensión potencial. Pero, como hemos tratado de mostrar, la idea de potencia contenida en el progreso es indefinida, pues es contraria a todo acto final ya realizado —o realizable— en el tiempo. La negación de toda actualidad en favor del poder ser extendido al infinito equivale a una negación del ser en su plenitud, algo que puede conducir a un culto a la nada, como advierte Jünger. Y todavía hoy mantienen sus observaciones vigencia, pues cabe preguntarse hasta qué punto los nuevos medios de la técnica, que nos prometen comodidades cada vez mayores, plantean una situación análoga a la que vivió Jünger en el primer tercio del siglo XX, donde una confianza imprudente en el progreso condujo al centro del abismo nihilista.
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Martín Heredero Campo doctorando en filosofía por la Universidad de Valladolid. Actualmente, compagina la labor investigadora con su trabajo como profesor de filosofía en la enseñanza secundaria.
Líneas de investigación:
Filosofía contemporánea, nihilismo, filosofía de la técnica, fenomenología, Ernst Jünger.
Publicaciones recientes:
– (2023). «Técnica, cuerpo y dualismo: una reflexión sobre la antropotecnia a partir de Ernst Jünger». Cuadernos de pensamiento, 36, 299-320. Disponible en: https://doi.org/10.51743/cpe.399
– (En avance) «La rebeldía sutil: una revisión de la influencia de Max Stirner en Ernst Jünger». Daimon Revista Internacional de Filosofía, pp.1-20. Disponible en: https://revistas.um.es/daimon/libraryFiles/downloadPublic/12641
– (2022). «Pensar al borde del abismo. Ontología del peligro y existencia en Ernst Jünger», en Trabajos Fin de Máster Seleccionados: Máster en Profesor de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanzas de Idiomas: Curso 2021-2022. Valladolid: Ediciones Universidad de Valladolid, pp. 95-105.
Correo: martinhere99@gmail.com
1. En sus diarios de la Primera Guerra Mundial, a partir de los que elaboró Tempestades de acero, él mismo confiesa su pretensión de objetividad: «La finalidad de mi libro es tan solo describir al lector objetivamente lo que he vivido en mi regimiento y lo que he pensado durante ese tiempo» (٢٠١٣: ٤٢٣).
2. Aunque su cercanía con esta corriente disminuirá a partir de 1932 (Mohler, 1989). Julius Evola ha resumido la Revolución Conservadora como una reacción, entendida como renovación revolucionaria que no aspira a un mero retorno a formas políticas antiguas, ya periclitadas (Evola, 1998: 144) Cf. (Traverso, 2009: 191).
3. A él nos referiremos, de ahora en adelante, como «Friedrich Georg», para no confundirlo con su hermano Ernst, al que seguiremos nombrando solo con su apellido.
4. Hemos de señalar la importancia del hallazgo de Jünger, que vincula la técnica planetaria con una configuración política también mundial. Esto aparece prefigurado en su ensayo El trabajador, de 1932, y es desarrollado con prolijidad en 1964, en El Estado mundial (Jünger, 1996, 2003: 201). La importancia de los medios técnicos como marco de desarrollo de nuevas formas de vida anticipa algunas de las tesis de Marshall McLuhan sobre los medios y su configuración de la global village, de suma importancia para la reflexión de los espacios configurados por la técnica (McLuhan, 2001).
5. Hemos de indicar, aunque no podamos desarrollarlo en este trabajo, que en textos posteriores, como Sobre la línea o La emboscadura, Jünger sí que presentará algunas hipótesis sobre la esencia misma del dolor humano (Jünger, 1993, 1994).
6. Merece la pena señalar, aunque sea de forma sumaria, que este concepto resulta similar al de «proyección orgánica» acuñado por Ernst Kapp (2020). Con este concepto, Kapp reconduce las creaciones técnicas a la realidad humana. Esta se expresa de forma extendida en el medio y, al mismo tiempo, se conoce a sí misma a través de sus proyecciones. Con esta última precisión, Kapp introduce la bidireccionalidad en la relación del ser humano con la técnica, aunque el concepto de proyección sitúa al ser humano como origen de esta relación. Por otra parte, la construcción orgánica de Jünger nace ante la perspectiva de una perfección de la técnica; es decir, ante la posibilidad de un mundo donde no haya ningún ámbito proyectable no mediado ya por la técnica. Toda proyección sería, entonces, una proyección ya técnica, y no propiamente humana, dado que el ser humano aparecería ya inserto en estas construcciones orgánicas, que amalgaman el poder generador de la naturaleza con las creaciones de la técnica.
7. Hemos de anotar que nuestro apoyo sobre la tesis de Löwith se justifica porque esta es la que mejor permite comprender la crítica al progreso que plantea Jünger, como intentaremos mostrar más adelante al vincularla con el desarrollo de la técnica. No obstante, la comprensión que propone Löwith de la modernidad a partir de la secularización de los contenidos teológicos del cristianismo, con el desplazamiento de la orientación trascendente del pensamiento a una inmanencia total, no ha estado libre de críticas. La más importante es la que presentó Hans Blumenberg (2008), quien defendió la autonomía del proyecto moderno como una autoafirmación de la razón humana independizada de la teología cristiana. Si nos decantamos por Löwith, frente a Blumenberg, es porque en el análisis jüngeriano del mundo moderno parece encontrarse latente la cuestión de la secularización. Un ejemplo, aunque a lo largo de este trabajo podremos señalar más, lo encontramos en su ensayo sobre el nihilismo dedicado a Heidegger titulado Sobre la línea, donde Jünger afirma que el nihilismo es, ante todo, «la decadencia de los valores cristianos» (١٩٩٤: ٢٣).
Resumen
En este trabajo se analizan las reflexiones de Ernst Jünger sobre la idea de progreso para, después, ofrecer una hipótesis acerca de las bases metafísicas de este concepto. Para ello, se presenta una lectura de los textos fundamentales de Jünger en torno a esta cuestión, publicados durante la época de entreguerras, en los que el progreso aparece vinculado al desarrollo de la técnica y del nihilismo. Después, se propone una genealogía de la idea de progreso para descubrir sus cimientos filosóficos desde una perspectiva crítica. Por último, se presenta la propuesta de superación del mundo configurado en torno al progreso planteada por Jünger.
Palabras claves
Progreso; técnica; nihilismo; guerra; trabajador; movilización total.
Abstract
In this work we analyse Ernst Jünger’s reflections on the idea of progress to, later, offer an hypothesis regarding the metaphysical bases of this concept. To do so, we present a reading of Jünger’s essential texts surrounding this topic, publish during the interwar era, in which progress appears linked to the development of technology and nihilism. Later, we present a genealogy of the idea of progress to discover its philosophical foundations from a critical perspective. Lastly, we present Jünger’s proposal for overcoming the world configured around progress.
Keywords
Progress; technology; nihilism; war; worker; total mobilization.
Claridades. Revista de filosofía 16/1 (2024), pp. 65-91.
ISSN: 1889-6855 ISSN-e: 1989-3787 DL.: PM 1131-2009
Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)