John Ruskin. Odiador de la civilización moderna1

John Ruskin. Hater of modern civilization

Jorge Polo Blanco

Escuela Superior Politécnica del Litoral (Ecuador)

Fecha de envío: 21-11-2022

Fecha de aceptación: 10-02-2023

DOI : 10.24310/Claridadescrf.v15i2.15753

1. Un esteta antimoderno

John Ruskin (1819-1900) es una figura fascinante, pero no es muy conocida por el gran público hispanohablante, a pesar de que ya existieran a comienzos del siglo XX ciertas recopilaciones de sus textos en lengua española (Ruskin, 1901). Miguel de Unamuno lo mencionó admirativamente en diversos lugares, poniendo en valor el papel de Ruskin como adalid de la belleza natural y como crítico de los estragos generados por la civilización industrial (Litvak, 1973; Unamuno, 1966a: 971; Unamuno, 1966b: 1035). También Marcelino Menéndez Pelayo se había ocupado de nuestro autor en el tomo cuarto de su Historia de las ideas estéticas en España (1940 : 400-410) . Más adelante, Ramón Gómez de la Serna (2020) escribiría una semblanza sobre él, publicada como prólogo de una antología de textos aparecida en Argentina en 1943. Con anterioridad, en la segunda década del siglo XX, Carmen de Burgos había preparado las traducciones españolas de algunas obras de Ruskin, como Las piedras de Venecia, Los pintores modernos o Las mañanas en Florencia (1913a), entre otras. En lengua inglesa, las biografías y monografías han sido más abundantes (Hilton, 2002; Batchelor, 2001; O›Gorman, 1999; Kemp, 1992; Evans y Howard Whitehouse, 1958; Evans y Howard Whitehouse, 1956).

Hijo único, recibió una educación muy rígida y estricta, que sentó las bases de su vasta erudición. Su infancia se desarrolló en un cierto aislamiento, pero viajó con su padre (comerciante de vinos de Jerez) por buena parte del continente europeo (Francia, Suiza e Italia), teniendo así ocasión de empaparse de muchas obras maestras de la arquitectura, la pintura y la escultura. También pudo deleitarse con imponentes espectáculos agrestes, despertándose su intenso amor por la naturaleza (Ruskin, 2019a). Muy influido por la religiosidad evangélica de su madre (ella quería que hiciese carrera eclesiástica), se familiarizó profundamente con los textos bíblicos. Y adquirió desde muy temprano sólidos conocimientos sobre música, dibujo y ciencias naturales. Desarrolló desde niño una sensibilidad extrema, y su formación se desenvolvió en una fuerte tensión, toda vez que se movió en los parámetros de una autodisciplina religiosa bastante rigorista, demostrando al mismo tiempo una querencia irresistible por la belleza que ofrecía el mundo, ya fuese en la naturaleza o en el arte. Como veremos, la «solución» que halló a dicha tensión fue la de considerar que la belleza captada por los sentidos es siempre un signo o una manifestación de Dios. Padeció crisis nerviosas a lo largo de toda su vida. En 1885 comenzó a redactar una autobiografía, que concluyó en 1889, poco antes de su desvanecimiento psíquico definitivo (Ruskin, 2018).

Se graduó en Oxford, universidad en la que terminaría siendo catedrático de bellas artes (cátedra obtenida en 1869, a los cincuenta años). Tuvo como alumno a Oscar Wilde, en aquellos años. Bien es verdad que desde aquel púlpito académico peroró sobre asuntos que no eran estrictamente artísticos. Fue un reputado crítico de arte, y al mismo tiempo un gran polemista como pensador moral y social. Adquirió notoriedad como figura pública. Pero si algo lo definió de una manera sustancial es el hecho de que siempre se sintió extraño en el mundo moderno. Lo comprobaremos en las próximas páginas. Debe remarcarse que fue un autor muy prolífico. En 1912 ya estaban reunidos y publicados en lengua inglesa la práctica totalidad de sus escritos, que ocuparon la formidable cifra de 39 tomos. Los artífices fueron E. T. Cook y Alexander Wedderburn.

En 1840 conoció a Turner, el pintor romántico, cuando aquel era un anciano y él todavía un jovencito. Trabaron amistad, y Ruskin lo convirtió en su héroe. Compartían ideas sobre la naturaleza y sobre el arte. Escribió tanto sobre él, siempre en tono apologético, que uno ya no puede acercarse a su obra pictórica sin pasar por los textos que Ruskin le dedicó. En Modern Painters, extensa obra de cinco volúmenes, defendió con brío a Turner y a los paisajistas ingleses. Lo hizo en el primer volumen, publicado anónimamente en 1843. Cabe destacar que fue un gran lector y admirador de los escritores románticos, como Robert Southey, Lord Byron o Walter Scott. Fue un maestro para William Morris, figura señera del socialismo británico (Wilmer, 2017). También fue admirado y ensalzado por Marcel Proust (su primer traductor al francés). Y mostró indisimuladas simpatías por Charles Dickens, en especial por su Hard Times (1854).

Es cierto que, a juicio de Ruskin (publicó una reseña de Tiempos difíciles en 1860), el novelista había sucumbido a la tentación de construir personajes demasiado esquemáticos (exageradamente malvados o exageradamente bondadosos), recayendo con ello en cierta artificiosidad. Sin embargo, se trataba de un relato que debería ser estudiado con minuciosa atención por todos aquellos que estuvieran interesados en las cuestiones sociales (véase la página 41 de la «Introducción» de Fernando Galván a la edición de Tiempos difíciles citada en este trabajo). Sus crudas descripciones de las calamidades más atroces de este orden social (explotación infantil y degradación absoluta de la clase trabajadora), y la muestra de unas vidas humanas enteramente subordinadas a la calculabilidad y al beneficio, eran aportaciones dickensianas valiosísimas. Ruskin también habría de sentir afinidad por sus descripciones de la fealdad insalubre de las ciudades industriales. La «Coketown» que aparece en la novela de Dickens, ciudad ficticia ubicada en el norte de la Inglaterra victoriana, aparece descrita en toda su sordidez. Edificios y casas que no dejan ver su color genuino, tan recubiertas se hallan de hollín. Un paisaje urbano repleto de humeantes chimeneas, atravesado por un río contaminado y pestilente. El estrépito de las máquinas restallando a todas horas, horrísono fragor de una productividad enloquecida. Sucias calles por las que deambulan unos individuos despersonalizados que viven sometidos a una monotonía inhumana (Dickens, 2012: 107).

Sin embargo, por quien profesó Ruskin verdadera admiración fue por el escocés Thomas Carlyle (1795-1881), pues consideraba que había logrado articular una oposición absoluta al devenir mórbido de la modernidad (por cierto, Dickens le dedicó Hard Times a Carlyle; véanse las conexiones). En Past and Present (1843), Carlyle trazó las líneas maestras de aquella reacción romántica que se oponía, sin matices, a un presente degradado por los efectos corrosivos de la religión de «Mammon», esto es, la religión del «Dios dinero». Lúgubres tiempos eran aquellos en los que el dinero se había erigido en el único lazo que vinculaba a los hombres. Arremetió contra el laissez faire y contra la filosofía utilitarista. No era un revolucionario; pero advertía que serían inevitables y catastróficas las conmociones que sobrevendrían, si no se lograba un orden social más justo. Las sacralizadas leyes de la oferta y la demanda estaban hundiendo en la más abyecta de las miserias a casi todos los trabajadores. Carlyle, zafándose de la monserga del progreso, observaba que en el mundo moderno la vida de las gentes humildes era más insoportable que en cualquier época pretérita (1903: 300-302). También en la obra Signs of the Times (1829) había mostrado su malestar con la «era mecánica». Todo lo tradicional iba quedando triturado por la implantación de la Máquina; los propios seres humanos se volvían mecánicos en su cabeza y en su corazón (Carlyle, 1971: 64-67). Aquí encontramos un tópico del pensamiento romántico, a saber, la división irreconciliable entre lo orgánico-viviente (cálido) y lo mecánico-artificial (frío). Pertrechado con estas oposiciones conceptuales, Carlyle mostró una beligerante hostilidad contra los desarrollos del maquinismo y contra los avances de la mecanización, añorando la armonía que, presuntamente, existía entre el hombre y la naturaleza en los tiempos premodernos. Todas estas ideas fueron absorbidas por Ruskin, que concibió ese proceso como una «caída», un descalabro que se precipitó con el ocaso de la Edad Media.

2. Un esteta anticapitalista

El austriaco Ludwig von Mises, uno de los padres de eso que dio en llamarse neoliberalismo, publicó en 1956 una obra que llevaba por título The Anti-capitalistic Mentality. En cierto momento, arremetió duramente contra John Ruskin, al que tildaba de depravado (Mises, 2011: 77-78). Denigraba los fundamentos teóricos de la ciencia económica, pero en realidad no entendía nada de dicha ciencia. Medievalista y enemigo del mercado, contribuyó a difundir la estúpida idea —estúpida, a juicio de Mises— de que el capitalismo no sólo es un sistema económico nocivo e injusto, sino que además destruye la belleza e implanta la fealdad. Y es cierto; el escritor británico sostuvo tales cosas.

Unto this last. Four essays on the first principles of political economy constituye la principal obra de Ruskin, en lo que tiene que ver con los asuntos sociales y económicos. Se publicó por primera vez con ese título en 1862, aunque los cuatro ensayos que la componen habían sido escritos y publicados mensualmente en una revista, en 1860. Tantas fueron las críticas recibidas, que el editor le comunicó a Ruskin que no se publicarían más ensayos (en principio, se iban a seguir publicando algunos más). Hasta ese momento, la problemática socioeconómica había aparecido en sus textos sólo de una forma oblicua (enmarcando sus críticas en la decadencia de lo artístico). Siempre fue un esteta, y su labor como crítico de arte fue tal vez la más notoria. Pero ahora, en este y en otros trabajos, pondría todas sus energías en derribar algunos de los presupuestos teóricos de la ciencia económica, toda vez que ellos constituían el armazón de ideas perversas que facilitaban el avance de una sociedad inhumana. En cierto momento, observará que «nada en la historia ha sido jamás tan desgraciado para el intelecto humano como la aceptación entre nosotros de las doctrinas comunes de la economía política como ciencia» (Ruskin, 2002: 182). Y en otro lugar de estos ensayos comentaba, muy provocadoramente, que la ciencia económica al uso (la de Ricardo y compañía) era una pseudociencia, que era con respecto a la verdadera economía política lo que la hechicería era con respecto a la medicina o la astrología con respecto a la astronomía (Ruskin, 2002: 192).

En el «Prefacio» a la edición conjunta de 1862 desgranó unas propuestas muy concretas. Debía establecerse una educación universal y gratuita, garantizada por los poderes públicos; debían levantarse industrias estatales para producir los bienes de primera necesidad; a los desempleados debía ofrecérseles la oportunidad de acomodarse en algún empleo estatal, brindándoles la formación necesaria e incorporándoles a los talleres organizados por el Gobierno; debían garantizarse habitación y subsistencia a los ancianos, enfermos y desamparados (Ruskin, 2002: 112-113). Latía en todo ello una suerte de socialismo paternalista y reformista, que en principio no pretendía transformar radicalmente las relaciones de propiedad. Pero de lo que no cabe duda es de que Ruskin se enfrentó contundentemente a las doctrinas esgrimidas por los apologetas del liberalismo económico. Si Unto this last fue un fracaso editorial cuando apareció, a comienzos del siglo XX se habían vendido en Inglaterra más de cien mil ejemplares. La obra influyó notablemente en el Partido Laborista, y Gandhi reconocería en su autobiografía la influencia que este libro ejerció sobre él.

Una de las premisas básicas del pensamiento de Ruskin era la de considerar que la cristiandad —o la civilización occidental— se hallaban enfangadas en un proceso de descomposición progresiva, una decadencia que se manifestaba por igual en la producción artística y en el ámbito de los valores morales. Pero ese desmoronamiento estético-moral venía de lejos. El Renacimiento, aquel arrogante y ensoberbecido movimiento que supuso una autoglorificación del hombre, propagó el gusto por el lujo y por la frívola sensualidad. La arquitectura renacentista encallaba, para más inri, en la sequedad de la proporción matemática. Por lo tanto, ese nuevo estilo debía entenderse como una degeneración con respecto al universo estético y espiritual del gótico. Era ésta una tesis verdaderamente polémica. En una obra anterior se había referido al «repulsivo torrente del Renacimiento», entonando a su vez una elegía por aquel gótico que desapareció (Ruskin, 1964: 94-95). Pero fue en la edad contemporánea cuando aquellos gérmenes acabaron por desatar la pandemia del interés egoísta, que todo lo devora en el ignominioso presente.

En Unto this last venía a decir que la «economía política» no era más que la execrable disciplina que le pone nombre a esa degeneración, a ese predomino del Homo oeconomicus cuya estrecha racionalidad utilitaria aniquila cualquier principio de cooperación humana. Sus adversarios eran los «profetas» de la escuela de Manchester. Esa pseudociencia (discutió explícitamente con John Stuart Mill) pretendía sostenerse sobre una serie de falsos postulados antropológicos, que concebían al ser humano como una máquina codiciosa y competitiva (Ruskin, 2002: 117). Como si los hombres fuesen animales permanentemente egoístas, espoleados nada más que por un impulso de acrecentar el propio placer —el interés propio— y no entrasen en juego otras consideraciones. La deleznable moral de los tiempos actuales configuraba un calamitoso escenario en el que los lazos comunitarios aparecían corroídos hasta el tuétano por ese abismal egoísmo y por la malévola preponderancia del valor de cambio. Recordará, en este contexto, la etimología griega de la palabra «idiota», aplicada a todo aquel que sólo se ocupa de sus asuntos privados. Siguiendo la estela de Carlyle, observará que lo más valioso de la vida no puede ser expresado por las leyes de la oferta y la demanda. Apuntará que la riqueza adquirida con métodos injustos es ilegítima, y está manchada de dolor (Ruskin, 2002: 160). Y sentenciará que la competencia anárquica tiene afinidad con las leyes de la muerte, mientras que la cooperación organizada la tiene con las leyes de la vida (Ruskin, 2002: 181). Más adelante, en 1871, dirá cosas como ésta:

Quinientas mil personas, por lo menos, murieron de hambre en nuestros dominios británicos […]. Retened bien esto en vuestra memoria y anotadlo como la mejor ilustración posible de la moderna economía política en la práctica y de las relaciones que ha establecido entre la oferta y la demanda (Ruskin, 1950: 17).

Se estaba refiriendo a lo que, más de un siglo después, Mike Davis (2006) denominaría «los holocaustos de la era victoriana tardía». Ruskin tendrá duras palabras para criticar la injusta distribución de la riqueza, pues la desorbitada acumulación de unos se produce únicamente mediante el impúdico aprovechamiento del trabajo de los otros, que terminan exánimes y empobrecidos. Ese monopolio de la riqueza es un verdadero latrocinio, que corrompe por lo demás todos los nervios del tejido social. Se precisa perentoriamente de una organización justa del trabajo.

Es verdad que sus mordaces críticas sociales tenían que ver, muy a menudo, con el hecho de que la apabullante presencia de un homo oeconomicus calculador, burdo y desalmado, había supuesto una trituración de las potencias estéticas del hombre. Apenas quedaban lugares en los que pudiera medrar un «hombre artístico», por así decir. Pero Ruskin observaba que los obreros necesitaban percibir un salario que fuese más elevado que aquel que sólo alcanza para garantizar la mera subsistencia física, pues era perentorio generar condiciones materiales en las que las familias de trabajadores tuvieran tiempo y medios para formarse espiritual y culturalmente. Los obreros tenían que poder disfrutar de las cosas bellas, y ello implicaba tener que brindarles educación. Es así que participó activamente en el proyecto «Working Men's College», puesto en marcha por algunos socialistas cristianos. En él daba clases de dibujo. Todos los hombres deberían poder desarrollar su parte intelectual, imaginativa y creativa. El entorno laboral de un trabajador no debiera ser un espacio inmundo y despiadadamente mecanizado. Afirmaba que los propietarios debían mantener los puestos de trabajo y los niveles salariales con independencia de los vaivenes del mercado (Ruskin, 2002: 126-129). Todo ello se sustanciaba en un paternalismo (él mismo utilizaba este término) que no se aproximaba a posiciones revolucionarias, ciertamente. Lo que Ruskin exigía es que dichos propietarios se comportasen con una lógica humana, muy distinta a la implacable lógica de obtener las máximas ganancias con el mínimo coste. El comportamiento de los propietarios no debería guiarse por el egoísmo más atroz, dejándose llevar por un anhelo de beneficios rápidos y suculentos. Su moralidad debería ser ajena a los parámetros de esa «racionalidad económica» consagrada por la pseudociencia económica. La honorable función de fabricantes y comerciantes es la de proveer a la nación, garantizando que toda la población pueda consumir lo imprescindible para sostener una vida sana y digna. El propietario debe ser responsable, y no un vulgar olfateador de oportunidades de negocio para la obtención de beneficios rápidos. Debe ser, ante todo, un padre para todos sus empleados. Dice Ruskin que su sagrado deber es tratarlos como si de sus hijos biológicos se tratase. Y cuando las cosas vengan mal dadas, no los despedirá. Aguantará como sea, manteniendo sus puestos de trabajo y sus salarios, sacrificando si fuera menester su propio patrimonio. Como el capitán en un naufragio, será el último en abandonar la nave (Ruskin, 2002: 130-139).

En otra obra titulada Munera pulveris. Six essays on the elements of political economy (textos que aparecieron primeramente en una revista, en 1862 y 1863, y después como libro en 1872) siguió desarrollando sus críticas a la ciencia económica y proponiendo reformas sociales (Henderson, 2000). Ya en un cuento que había escrito en 1841 (aunque no sería publicado hasta 1851), titulado The King of the Golden River or the Black Brothers, emergieron en un jovencísimo Ruskin ciertas concepciones sobre la riqueza, el comercio y la codicia que prefiguraban algunas de sus ideas ulteriores. Latían en este relato ciertas resonancias de los hermanos Grimm. Pero lo interesante es que en la moraleja de este cuento (que no fue escrito con la intención de publicarse, sino más bien como una suerte de regalo personal a la que acabaría siendo su esposa) aparece una crítica al egoísmo de los duros de corazón, a la moral cruenta de los explotadores, a la mentalidad codiciosa de los especuladores, al materialismo de los impíos y a la riqueza mal adquirida de los avaros (Ruskin, 1990).

En una conferencia titulada «El trabajo» (1865), que apareció publicada en un volumen de 1866, había despotricado contra todos aquellos —estúpidos e indignos— que hacían de todos sus quehaceres vitales un negocio. Nada hay más infame que hacerlo todo en este mundo únicamente para obtener ganancias monetarias, convirtiendo al acaparamiento de dinero en el objetivo supremo de la vida. Ruskin lanza contra ese tipo de existencia unos vituperios ardorosos. Esos «hombres metalizados», cuya entera existencia está movilizada por una avaricia demoniaca, merecen un desprecio absoluto (Ruskin, 1913b: 21-24). Ahora bien, no es la de Ruskin una crítica moralista, que pierda de vista el fundamento económico de todo ello. Tan es así, que se refiere a la «potencia del capital», toda vez que «el capitalista puede apropiarse todo el producto para él, excepción hecha del alimento del trabajador» (1913b: 24-25). Palabras estas últimas que habría podido firmar Karl Marx. Y añade: «No tengo tiempo para demostraros de cuántos modos puede ser injusto el poder del capital» (1913b: 25). Ruskin se revuelve contra el malicioso apotegma que dice aquello de que «cada uno debe estar satisfecho con la situación en la cual la Providencia le ha colocado». Observa, con amargo sarcasmo, que ése es el «cristianismo moderno». Es decir, hundimos a una persona en el fango y en la miseria, y nos contentamos con decir que la Providencia así lo ha aquerido (1913b: 34-35). Ése es el cinismo criminal de los apologetas del orden socioeconómico moderno.

Ruskin se revolvía contra el destino que hacía de la nación una gigantesca fábrica de beneficios económicos. Aseveraba que

una nación no puede perdurar como una multitud fabricante de dinero; no puede impunemente —no puede, so pena de la vida— continuar despreciando la literatura, despreciando la ciencia, el arte, la naturaleza, despreciando la compasión y concentrando su alma en los peniques (1950: 64).

Un país se convertía en un monstruo aberrante cuando dirigía todas sus energías a los negocios económicos. Ahora bien, esta crítica, que se refiere a la degradación espiritual de una nación que chapotea en la codicia materialista y pecuniaria, olvidando de tal modo otras dimensiones más nobles de la vida humana, no se desentiende de la cuestión social. Ruskin se refiere con amargura al hecho de que las personas humildes pueden entrar en la cárcel por robar unas nueces, mientras rendimos pleitesía a los banqueros que se han enriquecido con los ahorros de los pobres. También se refiere con desprecio a esos hombres que se han hecho millonarios vendiendo opio a la sombra de los cañones en los mares de China. Y se sorprende de que nos revolvamos furiosos contra una injusticia privada, mientras permanecemos silentes ante la «injusticia pública» (Ruskin, 1950: 62-63).

En cierto momento, Ruskin —ese conservador religioso— se deja llevar por una suerte de visión ilustrada. Clama contra las injustas guerras provocadas por los avarientos capitalistas, y sueña con un mundo en el que la riqueza se ponga al servicio de la instrucción del pueblo; un mundo en el que a los campesinos se les entreguen libros, en lugar de bayonetas. Exige que la nación invierta sus recursos no en absurdos conflictos militares, sino en bibliotecas, en museos de todo tipo, en jardines y en galerías de arte (Ruskin, 1950: 82-84). En otro lugar, dicho sea de paso, alertaba sobre el horror inaudito de la guerra moderna, que es «la guerra científica, la guerra química y mecánica» (Ruskin, 1913b: 105). En estas palabras se perfilaba una espeluznante prognosis. Observaba que en épocas más antiguas las guerras albergaban algún honor y alguna nobleza. «Tal vez los progresos de la ciencia no puedan reconocerse de otro modo que por las nuevas facilidades de destrucción, y el amor fraternal expansivo de nuestro cristianismo no pueda probarse sino por la multiplicación de la mortaldad» (Ruskin, 1913b: 105). Una inocultable amargura asomaba en estas reflexiones.

3. Los horrores sociales, morales y estéticos de la civilización industrial

Ruskin se nos presenta como un paseante apesadumbrado que va comprobando cómo aquello que antaño eran verdes campos (proyectando en ellos la visión de una vida campesina sencilla y armónica) se ha transformado en el presente en un inenarrable paisaje de pestilentes suburbios urbanos. Un erial industrial en el que las horripilantes chimeneas de las fábricas envenenan el ambiente, al mismo tiempo que las almas humanas son descuartizadas bajo un estrépito metálico. Desiertos de fealdad e insalubre suciedad. Dirá en cierto momento que se precisaban «legisladores vigorosos» capaces de ponerle freno a semejante debacle, procurando evitar que miles de personas tuvieran que vivir en «suburbios enfermizos», en los que reinaba el hampa y en los que no había ni el menor resquicio de naturaleza, así fuera en forma de huertos o jardines. Debía ponérsele freno a esa degradación de la vida urbana (Ruskin, 1950: 159). En ese contexto, aparece una vindicación nostálgica de formas de vida preindustriales y formas de trabajo artesanales, que se presuponían más arraigadas en un entorno comunitario (y más armonizabas con el medio natural). Formas de vivir y de trabajar arruinadas por un industrialismo triturador, que degradó hasta la náusea el paisaje espiritual y natural de las gentes comunes. En uno de los capítulos de Las piedras de Venecia, titulado «La naturaleza del gótico», Ruskin se detiene en los estragos de la moderna división del trabajo. Habla de la degradación de unos operarios industriales que, a diferencia de lo que ocurría en los gremios medievales, ya no sentían ningún disfrute con su trabajo, experimentado más bien como un lacerante sinsentido. Este capítulo llegó a publicarse como libro independiente, y tuvo mucha influencia (Ruskin, 2019b). William Morris leyó este texto con fruición, y preparó una hermosa edición (ornamentada por él) que publicó en su propia editorial.

El nuevo orden no era más que otra forma de «esclavitud», tal vez la peor de todas las habidas, en cierto sentido.

Podía haber más libertad en Inglaterra en aquellos tiempos en que los señores feudales eran dueños de vida y muerte y en que la sangre de los campesinos regaba los surcos de sus campos, de la que hay hoy cuando se arroja toda la animación y la vida de esas multitudes en los hornos de las fábricas, como combustible para alimentarlos (Ruskin, 1933: 190).

Los sórdidos paisajes de la modernidad industrial, las ennegrecidas y hacinadas ciudades industriales repletas de hombres desarraigados que eran pulverizados en la maquinaria productiva, todo ello, era contemplado desde la nostalgia. La añoranza de un viejo mundo preindustrial ya extinguido. Estas reflexiones de Ruskin se anticipaban, en alguna medida, a los análisis de Karl Polanyi. Éste, ya en la primera mitad del siglo XX, estudiaría detenidamente la irrupción del industrialismo y de la sociedad de mercado, que supuso a su juicio una transformación violentísima del mundo humano, un cataclismo antropológico sin precedentes. En su obra laten ciertos elementos y perspectivas que pueden rastrearse en los escritos de Ruskin (Polanyi, 2003).

Aquel bucólico mundo, comunitario y aldeano, quedó sepultado por el fragor del molino industrial. «El grito agudo que se deja oír en todas nuestras ciudades fabriles, más alto que las llamaradas de sus hornos, es porque allí lo elaboramos todo menos hombres» (Ruskin, 1933: 194). Los monstruosos ritmos del maquinismo industrial desmembraban la esencia humana. Seres reducidos y disminuidos. Criaturas desmoralizadas, en todas las acepciones de dicho término. Ruskin observará que esas desdichadas criaturas apenas soportan la existencia, pues «comprenden que la clase de trabajo a que están condenados es verdaderamente degradante y los convierte en algo menos que hombres» (1933: 191). En las modernas factorías el trabajo había perdido todo su sentido, mutando en un proceso absurdo y despojado de cualquier dignidad.

Mas eso de sentir cómo el alma se marchita dentro de uno, sin que nadie lo agradezca; encontrarse sumergido en un abismo de indiferencia; ser considerado como elemento de una maquinaria, contado como una de sus ruedas y calculado como uno de los golpes de martillo, esto no lo mandó nunca la naturaleza, esto no lo bendijo Dios, esto no lo puede soportar la humanidad por más tiempo (1933: 193).

Un pasaje tremendo, tras el cual sigue una crítica a ese «gran invento de la civilización» (se refiere con esta amarga ironía a la organización moderna del trabajo) que contribuye a trocear el espíritu y la inteligencia de los hombres. No debiéramos anhelar aquellos bienes cuya elaboración requiere de un trabajo denigrante y embrutecedor. Sólo deberíamos aspirar a disponer de aquellas cosas cuya producción puede efectuarse mediante un trabajo saludable y ennoblecedor.

Pero no se trata de un problema meramente económico o salarial, a juicio de Ruskin. Es algo más profundo. En todas las épocas los hombres han soportado penalidades; pero al menos, la existencia de nuestros antepasados estaba orientada o sostenida por algún significado. En cambio, el orden moderno presenta un vacío absoluto en lo que al sentido de la vida se refiere. Un orden deshumanizador, en lo espiritual. Explotador, sin duda, pues los hombres son considerados como piezas desechables de una gran maquinaria. Pero ese martirio físico desemboca en una situación incomprensible, experimentada como absurda. La vida se convierte en un absoluto sinsentido. En ciertos pasajes, Ruskin parece un crítico frankfurtiano avant la lettre, si se nos permite decirlo así. También él consideró, como harían más tarde Herbert Marcuse (1987) y otros, que la industrialización irrestricta conllevaba el encajonamiento de los hombres en una organización tecnoeconómica metálica, inhóspita y desalmada. Pero los textos de Ruskin partían de unas coordenadas morales y religiosas muy distintas.

La imaginación y la inteligencia han sido cruelmente cercenadas, en los trabajadores manuales modernos. El actual sistema los ha convertido en criaturas lerdas y obtusas. Ruskin señala sin paños calientes a los dueños del nuevo orden, cuando los acusa de haber convertido a millones de hombres en meras «herramientas animadas». Y es que sólo mediante una violenta desnaturalización de su ser pueden los hombres trabajar con precisión maquinal.

Y considerad que estáis puestos en el trance de una elección que en este punto no tiene término medio: o hacéis un instrumento de la criatura, o un hombre. No podéis hacer las dos cosas. Los hombres no fueron creados para trabajar con la precisión de los instrumentos, para ser exactos y acabados en todas sus obras. Si queréis conseguir de ellos esta precisión y hacer que sus dedos midan los grados como una rueda dentada y que sus brazos tracen curvas con la exactitud de un compás, es preciso que los desnaturalicéis antes. […] Toda su atención y todo su esfuerzo deben dirigirse a realizar una obra insignificante. Tienen que estar diez horas al día con los ojos del alma fijos en la punta de los dedos, y la fuerza del alma debe impulsar los invisibles nervios que los guían para no errar en su férrea precisión; así se agostan el alma y la vista y se pierde todo el hombre, reduciéndose a no ser más que un montón de polvo en cuanto respecta a su vida intelectual en este mundo (Ruskin, 1933: 188).

La degradación humana es completa, en tal sistema. Provoca una despersonalización atroz. Los trabajadores terminan con los nervios triturados y con las almas marchitadas. El trabajo moderno está desprovisto de cualquier atisbo de placer. No hay nobleza alguna, en la labor llevada a término por esas pobres gentes. La tarea productiva, monótona y lacerante, se ejecuta sin la intervención de la inteligencia. Ruskin denunciaba como una calamidad esa tajante separación entre el «trabajo manual» (convertido en una labor literalmente bestial) y el pensamiento. Es aberrante una sociedad en la que millones de hombres desempeñen una labor mecánica y despojada de todo pensamiento, mientras que otro grupo de hombres se dedican sólo a pensar, sin trabajar jamás (Ruskin, 1956: 305-307).

Ruskin dirige palabras duras a la burguesía. El «verdadero significado político-económico» de esos hermosos vestidos, dice, es que han puesto (ustedes, los burgueses) a un conjunto de personas hambrientas y ateridas, durante un determinado número de días, bajo la omnímoda tiranía de un «negrero». Han «comprado las manos y el tiempo de esas obreras» y, por ende, en esos vestidos ha quedado depositada una parte de la propia vida de dichas obreras textiles (Ruskin, 1933: 197-198). Lo que Ruskin está queriendo decir (el texto es de 1857), manejando nociones muy parecidas a las de Marx, es que esos vestidos han sido elaborados con sudor y con sangre. En esas prendas han quedado adheridas ciertas cantidades de vida humana. También observará que, mientras existan personas que padezcan frío, ocuparse en la producción de vestidos estilosos y lujosos «no dejará de ser un crimen» (Ruskin, 1933: 199). Muchas páginas de Ruskin se asemejan sustancialmente a aquellos terribles relatos de Marx y Engels en los que se describía el horror del exceso de trabajo, provocando la destrucción física y la degradación espiritual de aquellas criaturas proletarizadas (Engels, 1980; Marx, 1992: 178-294). Cómo pueden permitirse estas dantescas situaciones, de ignominiosa explotación, en una sociedad que se dice cristiana. Esa incisiva pregunta se hacía el pensador inglés. Millones de seres humanos son tratados como animales, como infames bestias de carga. Sin embargo, esos obreros —sin dignidad y casi sin pan— son los que hacen que Inglaterra viva (Ruskin, 1950: 70-76). Y lo mismo valdría para cualquier otra nación del mundo.

4. La «edad oscura» es el presente: una civilización antiartística

La vastedad de los temas tratados por Ruskin es digna de admirarse. Son interesantes sus análisis de la categoría de lo grotesco en el arte, por poner un ejemplo (Ruskin, 2019c). Pero nunca fue un esteta desinteresado por la cuestión social. Su anticapitalismo reaccionario, si así cupiese denominarlo, se alimentó de esa melancolía romántica que pugnaba contra una sociedad industrial en la que todos los lazos comunitarios y todas las lealtades personales se diluían en lo pecuniario. El afán de lucro se expandió como una peste. Ruskin clamó contra «el deshonor y la crueldad que se prodigan en la consecución de las riquezas» (1933: 211). Dibujaba las escenas que encontraría un paseante en las proximidades de una ciudad medieval, en comparación con las que hallaría en los inmensos suburbios de una ciudad moderna. Dos mundos absolutamente distintos, en lo estético y en lo moral. Dos maneras de trabajar y de vivir muy diferentes; dos cosmovisiones irreconciliables, valdría decir. Así lo apuntó en The Two Paths, unas conferencias que publicó bajo este rótulo en 1859. En ellas imaginó con aprensión los horrores de un futuro demasiado industrializado, un mundo iluminado exclusivamente por lámparas de gas, al haber quedado la luz del sol enteramente opacada por el humo venenoso de las fábricas. No quedará un solo prado verde; sólo un poco de maíz cultivado en los tejados de las casas, cosechado por algún mecanismo de vapor. Ni un acre de tierra carecerá de su eje y de su motor. En ese mundo no será posible despliegue alguno de las bellas artes. El arte sólo puede ser producido por personas que tienen cosas hermosas a su alrededor y tiempo libre para mirarlas. Pero en esas conferencias también criticaba la despiadada explotación padecida por los trabajadores, advirtiendo que doramos nuestros libros de oraciones con peniques robados del salario de los niños. El lujo de unos pocos se levanta sobre los dolores famélicos de muchos. Las clases pudientes se enriquecen sin mala conciencia con el asesinato cotidiano de los pobres.

En los populosos suburbios fabriles se yerguen esos hornos que vomitan incesantemente vapores sulfurosos (Ruskin, 1933: 146-147). Fealdad metálica, naturaleza envenenada y hombres degradados. La calamidad industrial avanza. El horizonte se enturbia. Ruskin invierte radicalmente los términos «progresistas» de la Ilustración, puesto que a su juicio era el presente el que debía ser denominado con el ominoso título de «edad oscura». Trazará imágenes del porvenir angustiosas y distópicas, tras observar la devastación antropológica y natural del presente ¿A dónde nos conducirá esta indetenible e intensa industrialización? El futuro sólo puede ser coloreado con tonalidades de pesadilla. Señalaba, ya lo habíamos apuntado, que nos esperan guerras infinitamente más aniquiladoras que las del pasado, puesto que serán tecnológicas, mecánicas y químicas. En esto último acertó más de lo que nos hubiera gustado.

Su contundente reprobación de la modernidad basculará a través de algunos ejes determinantes: crítica de los efectos más nocivos de la ciencia moderna; crítica del imperio absoluto del dinero y crítica del industrialismo galopante. Con respecto a la ciencia, se lamentará amargamente de que ese avance en el terreno de los conocimientos conlleve una muerte de la fe y de la religiosidad. Se perdió el sentido de lo sagrado y el contacto con lo sobrenatural. Se instauró, con dicha inflexión histórica, una visión del universo enteramente mecanicista. Pero el espíritu humano se empobreció, en ese trayecto. Es por ello que abominará de la filosofía positivista. En el tercer tomo de Modern Painters (1856) se referirá al mundo homérico, al que también mirará con cierta nostalgia, pues en aquellos tiempos la naturaleza estaba aún poblada de dioses. Aquel era todavía un mundo encantado, al igual que el gótico. Y a su juicio, los mitos de la Antigüedad encerraban más sapiencia de lo que el cientificismo grosero del presente estaba dispuesto a conceder (Ruskin, 2017). Y sólo en un contexto semejante podía emerger un arte noble y profundo, a diferencia de esa vulgarización cultural del presente, desmenuzada en «The Political Economy of Art», una serie de conferencias que pronunció en Mánchester en 1857, y que más tarde se publicarían con el título A Joy for Ever (and its Price in the Market).

La muerte de lo religioso conlleva una degeneración del sentido estético. He aquí una de las tesis más importantes de Ruskin, que ya estaba presente con otros matices en Novalis (1977), el escritor romántico alemán. El «desencantamiento del mundo» (no emplea, obviamente, esta archiconocida fórmula de Max Weber, pero se está refiriendo exactamente a eso) también atrofió nuestro gusto, cercenó nuestra sensibilidad artística. Ambos procesos son inseparables; la desacralización del universo corrió pareja a la mercantilización del arte.

Digo que habéis despreciado el arte! «¡Cómo! —replicaréis de nuevo— ¿no tenemos exposiciones de arte, de varias millas de longitud; no pagamos miles de libras por algunos cuadros aislados, y no tenemos escuelas e instituciones, más que nación alguna ha tenido nunca antes?» Sí; verdaderamente, pero todo esto es por motivos comerciales. Venderíais con tanto gusto lienzos como carbón (Ruskin, 1950: 68).

Es una crítica durísima de la conversión del arte en un producto más, que se compra y se vende en el mercado. El arte subsiste, es cierto, pero de forma malograda y prostituida.

El desplome del mundo medieval conllevó la desaparición de algo valioso para la vida y para el arte. En el calamitoso mundo moderno ha quedado destruido el «amor a la naturaleza». Los hombres del presente son ya incapaces de acercarse a ella desinteresadamente, para gozar de su simple contemplación. No captan la belleza del mundo. Su sensibilidad está atrofiada. Corazones enfriados, incapaces de conmoverse con las manifestaciones más hermosas de la naturaleza. Pero para Ruskin, la belleza de los paisajes naturales, esa misma que los hombres modernos ignoran o aniquilan, es un reflejo de la Verdad. Cuando la luz crepuscular dora las altas cumbres de un paisaje alpino, lo que se aprehende es una reverberación de Dios. La captación sensorial de lo hermoso en la naturaleza pone en juego una suerte de semiótica sacral, puesto que esos destellos de sublime belleza son signos que nos remiten al Altísimo. Y los hombres de hoy, desalmados profanadores, no saben conectar con ello.

Habéis despreciado la naturaleza. Es decir, todas las profundas y sagradas sensaciones del escenario natural […] Habéis puesto un puente ferroviario en las cataratas de Schaffhausen. Habéis perforado con túneles las rocas de Lucerna, cerca de la capilla de Tell; habéis destrozado la playa de Clarens del Lago de Ginebra; no hay ni un valle tranquilo de Inglaterra que no hayáis llenado con fuego rugiente; no hay ni una partícula de tierra inglesa que no hayáis hollado con cenizas de carbón (Ruskin, 1950: 69).

Este párrafo está atravesado de romanticismo, añorándose aquella pureza que la naturaleza aún mostraba cuando no estaba intervenida por la sucia mano de la industria y de la tecnología. El encanto se esfumó. Incluso los Alpes, concluye Ruskin, que los poetas solían cantar con tanta reverencia, han sido invadidos por una masa de estúpidos y banales turistas (no usa este término, pero a ello alude). Desde una óptica religiosa, Ruskin se niega a considerar que la naturaleza no sea más que un recurso explotable. Observará que Él no encauzó los ríos sobre la tierra sólo para que sus cristalinas ondas volteasen ruedas, ni agrupó las rocas de la montaña únicamente para que sirvieran de cantera (Ruskin, 1933: 172). Pensaba que la naturaleza es depositaria de una belleza absoluta que trasciende cualquier valoración meramente utilitaria.

En un pasaje de su autobiografía encontramos una descripción que sintetiza a la perfección el talante estético de Ruskin. Refiriéndose a un momento vivido en Milán, observaba que

la cordillera de los Alpes era visible por un lado, y por el otro, la preciosa ciudad con las impresionantes agujas del Duomo que parecen esculpidas en hielo y cristal. Luego regresamos a casa en un carruaje abierto, a la puesta de sol, subiendo las empinadas calles, y rodeando el Duomo, el suave pavimento bajo las ruedas le añadía con su silencio un aspecto de misterio: el aire puro con una calma absoluta, la impresionante vista de los imponentes Alpes, su perfección —o eso me parecía a mí— y la pureza del mármol sólido e inmaculado que se destacaba contra el cielo. ¿Qué más, qué más se podía pedir ante una belleza inmutable en este mutable mundo? (Ruskin, 2018: 108).

Abundancia de arquitectura gótica y, al fondo, la majestuosidad de la cordillera alpina. Una conjunción sublime; el culmen de la belleza, a ojos de nuestro autor.

El tipo de educación que se va imponiendo en el presente es mutiladora. Los únicos conocimientos que se consideran esenciales son aquellos basados en palabras. También los de las ciencias abstractas. Sin embargo, todo lo que tenga que ver con la educación estética queda relegado a un segundo plano. Las inclinaciones artísticas no son incentivadas en los niños; más bien son refrenadas y asfixiadas (Ruskin, 1933: 9-11). Ruskin establecía una nítida distinción entre el artista y el «hombre de ciencia». La manera de penetrar en la realidad que tienen el uno y el otro es diferente. El artista aprehende una dimensión de lo real que no aparece en las leyes descubiertas por el científico. Todos los conocimientos acumulados por la Sociedad Geológica serán insuficientes para acceder a una verdad que sólo emerge cuando Turner plasma en el lienzo su visión de las montañas. Ruskin llega a decir que un artista no necesita ser un hombre excesivamente instruido. No niega que al artista le puedan aprovechar ciertos conocimientos científicos; pero advierte que un exceso de tales conocimientos embotaría su capacidad sensitiva. Si se atiborra de saberes científicos, su espíritu irá alejándose de aquella manera artística de ver y sentir el mundo. El científico y el artista ven cosas diferentes en un mismo fenómeno. Una puesta de sol puede ser reflexionada y analizada a partir de un conjunto de saberes científico-naturales; pero sólo el hombre sensitivo podrá dejarse impresionar por ese fenómeno de una manera distinta, la propia del artista (Ruskin, 1956: 344-349).

Los hombres de hoy son adiestrados en la credulidad absoluta, en lo que tiene que ver con las verdades de la ciencia. Éstas deben ser asumidas sin rechistar. Todo lo que la ciencia produce es necesariamente bueno. Y los hombres de este siglo se jactan de vivir en una edad científica, aunque su inteligencia apenas pueda comprender algún aspecto de ese aparatoso y extraño edificio que otros construyeron (Ruskin, 1933: 219). No era un enemigo de la ciencia, pero consideraba que una civilización entregada en cuerpo y alma a la investigación científica sería una civilización amputada o mórbida, pues las facultades imaginativas y poéticas del hombre permanecerían arrinconadas u olvidadas. Un exceso de ciencia conllevaba un olvido de lo artístico. Distintas son las facultades humanas ejercitadas en la ciencia y en el arte, siendo así que la hipertrofia de las unas provoca una atrofia de las otras. Esta última tesis había asomado en Friedrich Schiller (1990), y también en Denis Diderot (Olszevicki, 2020). Sea como fuere, observaba Ruskin que ese amor desmedido y desquiciado por lo científico empezó a cuajar en el Renacimiento. Es bueno conocer el mundo, y dominar hasta cierto punto la naturaleza; pero el universo puede ser admirado y contemplado de otra forma, tal y como lo hacen los artistas. Y una civilización antipoética, que ya no sabe poner en juego un mirar y un hacer artísticos, es una civilización desalmada (Ruskin, 1913d: 92-103). De alguna manera, Ruskin estaba alertando contra el predominio absoluto de los saberes tecnocientíficos. En ese sentido, no podía ser sino un acérrimo enemigo de las filosofías positivistas, tan pregnantes en aquel siglo XIX.

Influyó notablemente en los «prerrafaelistas», aquel movimiento artístico británico que pretendió un regreso a los estilos, temáticas y atmósferas del arte medieval. De hecho, en 1851 salió en defensa de este grupo de pintores, cuyos miembros habían sido vituperados y calumniados de una forma muy virulenta (Ruskin, 2014a: 19-66). Ahora bien, su querencia medievalista no era escapista, puesto que la «cuestión social» formaba parte de sus preocupaciones principales. Debe mencionarse el volumen Fors Clavigera, que fue el nombre dado por Ruskin a una serie de cartas dirigidas a los trabajadores británicos. Estas cartas, escritas desde 1871, son una prueba de su interés por el infortunio de las clases trabajadoras. En alguna de tales cartas comentaba que, si los obreros se lanzaban a desesperadas aventuras insurreccionales, el motivo no era otro que la colosal codicia de los ricos. Esas mujeres tan delicadas y esos hombres tan bien educados —pertenecientes a las honorables clases poseedoras— eran los culpables de la miseria moral y material de los obreros, que permanecían hundidos en un lodazal inenarrable. Son los capitalistas, que viven a costa del trabajo explotado de otros, los que han generado el caos. Eso decía Ruskin. Son los crueles capitalistas los que han mantenido a los obreros pobres, ignorantes e inmorales. El conflicto violento es ineludible, en esas condiciones sociales. Bien es verdad que en algunos pasajes exhibía cierto temor hacia la clase obrera, a la que veía como una fuerza que podría llegar a ser brutal y destructiva, entre otras cosas porque llevaba la impronta de los amos que la habían oprimido (Thompson, 1988: 189-192).

Decía Raymond Williams (2001: 126-132) que las diatribas de Ruskin contra el laissez faire y contra los componentes más deshumanizadores de la sociedad industrial fueron, en cierto modo, una perfecta anticipación de las críticas socialistas (e incluso una prefiguración de las críticas ecológicas). Pero no era un socialista, aunque hablase en muchas ocasiones de la imperiosa necesidad de una «distribución justa». Y no sólo se oponía al liberalismo económico; también se oponía al liberalismo político y a la democracia. El orden social que tenía en su cabeza era más bien autoritario, gremial y paternalista.

5. Corrosión antropológica, degradación estética y depravación moral

En dos conferencias ofrecidas en Edimburgo, impartidas en 1855 y publicadas en 1856, lanzó su implacable diatriba contra la arquitectura moderna. La degradación de la sociedad industrial también quedaba reflejada en su forma de construir y edificar. Un paseante cualquiera, que conserve todavía un gramo de sensibilidad, quedará espantado con las construcciones más recientes. Ruskin va estableciendo sugerentes comparaciones. Contemplad, le dice a su auditorio, las insulsas y desagradables ventanas de un edificio moderno; y mirad después la insuperable belleza una ventana construida hace seiscientos años. Con esa imagen nos haremos cargo de la degeneración arquitectónica de los tiempos actuales. Los hombres que construyeron aquellas ventanas góticas eran más sabios; eran capaces de elaborar formas repletas de significado y buen gusto. La monotonía gris de los edificios modernos es el reflejo de la corrupción espiritual de nuestro presente (Ruskin, 2014a: 73-110 y 111-137). La forma gótica es más orgánica, frente a la homogeneidad simétrica de los edificios actuales, mamotretos artificiosos. En ocasiones, aparecen insufribles ornamentaciones pseudogriegas. Y el hierro empezó a enseñorearse, para desgracia de todos. La apoteosis del ángulo recto es el signo de una depravación; hombres atrofiados incapaces de experimentar lo sublime. Ya en The Stones of Venice (obra publicada en 3 volúmenes, aparecidos entre 1851 y 1853) se había explayado sobre la creciente fealdad arquitectónica de las ciudades contemporáneas. Nuestros ojos se han acostumbrado a las ventanas cuadradas y a los techos planos. Una arquitectura impersonal y carente de espíritu. Las formas más bellas –como pudieran ser los arcos puntiagudos o los techos abovedados– se encuentran en las reliquias del mundo premoderno: añosas abadías, iglesias vetustas y viejas catedrales. Tales construcciones son los espléndidos restos de un naufragio generalizado, hermosos rescoldos de un mundo perdido; vestigios de una admirable y periclitada edad (Ruskin, 1913c: 224-231).

Conviene aclarar que su encendida pasión por las catedrales góticas no participaba de un impostado gothic revival. No se puede resucitar a los muertos. No es posible invocar el espíritu de los artesanos y constructores medievales. Es absurdo pretender copiar aquel estilo, pues el espíritu que estaba detrás de aquel impulso estético ya no existe. Y es que su interés por lo arquitectónico no tenía tanto que ver con los aspectos técnicos, por muy sofisticados que estos pudieran llegar a ser. Su predilección por el gótico estaba relacionada con su idea del devenir degenerativo de nuestra civilización. El gótico servía de contrapunto, a la hora de comprender el horripilante presente. Ruskin otorgaba prioridad a la significación espiritual y moral de las obras de arte. Y, en el caso de la arquitectura gótica, lo determinante es que tan deslumbrante belleza —cuya magnificencia desborda cualquier criterio utilitario— irradia una determinada visión del mundo. Las catedrales son libros que nos hablan, que nos enseñan ciertas cosas extraordinariamente valiosas. En su piedra hay depositados diferentes estratos de espiritualidad. Ese legado arquitectónico es, antes que nada, una presencia moral que nos habla de unos valores que se esfumaron, pero dignos de ser recordados una y otra vez.

The Bible of Amiens (publicada entre 1880 y 1885) es un perfecto botón de muestra de la obra ruskiniana. Esas catedrales medievales, que aún se yerguen en medio del marasmo de la sociedad industrial, nos recuerdan que hace un tiempo existió una sociedad más orgánica y más comunitaria. Esas catedrales, y el tejido urbanístico medieval que suele rodearlas, son vestigios de un mundo más hermoso y más espiritual que ya se perdió. El contraste es demoledor, desde el momento mismo en el que uno se aproxima a la ciudad de Amiens. El tren que nos lleva a la urbe ya es, en sí mismo, una herida; el ferrocarril es el epítome de esa revolución industrial que vino a trastocarlo todo. Prisa y desarraigo; individualismo y egoísmo; amoralidad e insensibilidad artística. Enseguida se topa el viajero con el desolador paisaje fabril, aceitoso y ruidoso. Pero, más allá del bosque de chimeneas humeantes, puede vislumbrarse la aguja de la heroica catedral, que aún resiste en medio del estrépito de la ciudad moderna; un testimonio hermoso que nos recuerda que hubo un tiempo en el que los hombres vivieron y trabajaron de otro modo (Ruskin, 2006: 142-144).

Para Ruskin las obras arquitectónicas valiosas son aquellas que logran transmitir verdades humanas inmarcesibles y, al mismo tiempo, expresar la vitalidad profunda de la comunidad que las produjo (Ruskin, 2014b). Y si a un viajero de nuestros días no le embarga la emoción cuando entra en una de estas catedrales, mostrándose más bien indiferente, eso querrá decir que su espíritu está completamente modernizado. Y estar «modernizado» equivale, en las coordenadas de Ruskin, a tener prácticamente aniquiladas o marchitadas las facultades estético-morales.

Y, si no sois presa de admiración por este coro y el círculo de luz que lo rodea cuando levantéis los ojos hacia él desde el centro del crucero, es que no tenéis necesidad de continuar viajando a la búsqueda de catedrales, porque la sala de espera de cualquier estación será un lugar más adecuado para vosotros (Ruskin, 2006: 271).

Y es que, «las formas arquitectónicas nunca podrán verdaderamente encantarnos si no nos encontramos en simpatía con la concepción espiritual de la que salieron» (2006: 263).

También en The Seven Lamps of Architecture (1849) había exhibido su temor de que la arquitectura terminase haciéndose «metálica», con una espantosa predominancia del hierro. Consideraba que debían retenerse, hasta donde fuera posible, los principios arquitectónicos y los materiales de construcción de edades pretéritas, aquellos tiempos en los que el espíritu y el gusto de los pueblos todavía no se habían marchitado (Ruskin, 1964: 67-69). Cosas similares había escrito Chateaubriand, en Génie du christianisme, una obra aparecida en 1802. Aquel mundo perdido era más sabio, más afable y sobre todo más bello que este deplorable presente, enfangado en el materialismo y en la racionalidad incrédula. La mejor apologética del cristianismo era aquella que resaltaba su inigualable poética (Chateaubriand, 2010). Ruskin estaba en la misma línea. El presente es un tiempo desagradable, en el que hasta las labores manuales adquieren las características de lo hecho a máquina. Se refiere Ruskin a «la degradación de nuestra sensibilidad para la belleza» (1964: 82). Y observaba que eran vanos los esfuerzos por embellecer las estaciones de ferrocarril, esos desabridos templos de la era industrial (1964: 145-147). ¿Acaso no es palmario el abismo que media entre la belleza sagrada de una torre gótica y la sucia fealdad de una chimenea de fábrica? Compárense estas actitudes y concepciones con las de Vladimir Maiakovski (1893-1930), el poeta futurista. Viajó a América en 1925, entrando a los Estados Unidos desde México. Fue en tren hasta Nueva York, y quedó deslumbrado desde el minuto uno. Como buen futurista, el escritor ruso experimentará una indecible fascinación por la descomunal urbe, por los ferrocarriles elevados y subterráneos, por el estrépito metálico. Sentirá fascinación por los edificios inmensos, por esa soberbia verticalidad de hierro y acero. Más fascinación por la presencia omnímoda de una iluminación eléctrica que nunca se apaga, y por el permanente movimiento de una ciudad infinita. Quedará maravillado por la poética de la ciudad gigantesca y mecánica; la poética de las faraónicas estructuras industriales; la poética del poder tecnológico. Es la celebración de los valores «electro-dinamo-mecánicos», por emplear una expresión suya, plasmada en el libro que dejó sobre el viaje (2011). Maiakovski es una perfecta contrafigura del pensamiento de Ruskin.

Ahora bien, su crítica a la ciudad moderna no es meramente estética. A su juicio, la bella arquitectura permite una vida saludable y tranquila. Y, correlativamente, una arquitectura espantosa promueve o determina formas de vida degradadas.

Pero nuestras ciudades, construidas en un aire negro que, por la mugre que acumula, hace invisible todo adorno a lo lejos y ciega con hollín los intersticios; ciudades que son simples masas atestadas de tiendas y almacenes y mostradores […]; ciudades donde el designio del hombre no es la vida, sino el trabajo, y en las que el valor principal de un edificio es que contenga maquinaria; ciudades donde las calles no son avenidas para el paso de gente feliz, sino alcantarillas que desaguan a una multitud atormentada, donde llegar a un sitio solo sirve para ser desplazado a otro; donde la existencia se vuelve mera transición y cada criatura no es más que un átomo en un montón de polvo humano, una corriente de partículas intercambiables que circula, aquí, por túneles subterráneos, y allí, por tuberías en el aire… En ciudades así es imposible tener arquitectura; qué digo, es imposible que sus habitantes la deseen (Ruskin, 2014c: 58-59).

No sólo son ciudades feas y sucias, las modernas. Son también inhóspitas, lugares concebidos para la circulación rápida e impersonal. Pavorosos conglomerados urbanos dedicados al comercio y al trabajo extenuante; un muladar infame en el que unas criaturas atomizadas se agitan perpetuamente en un movimiento carente de sentido. En estos párrafos ruskianos, la crítica estética se entrelaza, una vez más, con la crítica político-moral.

Esa idea manejada por Ruskin, de que a través de la arquitectura podía entenderse el modo de vida y el alma de una civilización, ya estaba presente en el arquitecto y escritor inglés A. W. Pugin (1812-1852), que era también un amante nostálgico del gótico. Sin embargo, Ruskin no fue demasiado generoso, cuando se refirió ocasionalmente a Pugin (Williams, 2001: 119-121). Sea como fuere, nuestro autor consideraba que la fealdad creciente era un síntoma de descomposición moral. Existe una íntima conexión entre las virtudes artísticas (de un pueblo o de una época) y las virtudes políticas. Si decaen las unas, es porque se han extinguido las otras. El «buen gusto» se halla consustancialmente unido a la fuerza moral. La degeneración de uno implica necesariamente la degeneración de la otra (Ruskin, 1913b: 53-66). Por cierto, Ruskin siempre se opuso al esteticismo y al «arte por el arte», precisamente porque entendía que las verdaderas creaciones artísticas están sustentadas en una intencionalidad moral.

En The Ethics of the Dust (1866) señaló que la indiferencia hacia lo bello (se refería, en este caso, a la grandiosa belleza natural, creada por Dios) estaba ligada a la desalmada indiferencia que solemos experimentar hacia el dolor (socialmente originado) de millones de seres humanos, del cual tenemos noticia todos los días al leer la prensa. Si no somos capaces de emocionarnos con la divina belleza natural, tampoco sabremos compadecernos del sufrimiento del prójimo. Porque ambas insensibilidades están conectadas (Ruskin, 1917: 108-109). Por cierto, era esta una pieza extraña y singular. Se trababa de una suerte de diálogo pedagógico, inspirado en conversaciones reales mantenidas con ciertas alumnas de un colegio femenino en el que ejerció como profesor. En tales lecciones se ofrecían disertaciones —a veces un tanto fantasiosas— sobre mineralogía, cristalografía y gemología, mezcladas con enseñanzas estético-morales.

Ruskin también muestra su desagrado ante el imperio de la velocidad, proporcionada por los medios modernos de locomoción. Antiguamente, las distancias podían ser vencidas, pero sólo con arduos esfuerzos y con serias dificultades. Pero al menos, en aquellos periplos, los viajeros tenían tiempo para deleitarse con los diversos paisajes. Eran travesías con encanto. Qué hermoso era doblar una curva del camino, con el cuerpo entumecido por el cansancio, y divisar a lo lejos la apacible aldea en la que se iba a descansar; o las torres de una espléndida ciudad, iluminadas por el sol poniente. Esa experiencia se había perdido. El tren permitía desplazamientos rápidos y mecánicos. Las ruidosas locomotoras perforaban el viento, y los viajeros modernos penetraban en las ciudades sin que paisaje alguno hubiera dejado huella indeleble en su memoria (Ruskin, 1913c: 153). Se referirá a eso mismo, en otro lugar. «No conceptúo agradable el viaje por ferrocarril, es más bien ir facturado como una mercancía» (Ruskin, 1933: 154). Los avances tecnocientíficos aniquilan todas las dimensiones poéticas de la existencia. Más velocidad y más precisión técnica hacen del mundo un lugar prosaico y anodino. Desaparece el misterio. No se pueden saborear con parsimonia los excelsos paisajes del mundo. Que un hermoso viaje de muchas horas quede reducido a un desplazamiento rápido en ferrocarril, equivale a concentrar un suculento conjunto de manjares en una sola píldora (1933: 154). Lo moderno es demasiado rápido y antipoético. Los amantes de lo nuevo creen, con ingenuidad, que la verdadera felicidad vendrá de la mano del vapor, del hierro y de la electricidad. Pero no es así (1933: 156). Aquellos hombres que exhiben un amor desmedido por las novedades —y, de forma concomitante, un desapego absoluto por las viejas y entrañables costumbres— son los de inteligencia más débil y corazón más duro (1933: 159). Apenas pueden establecer lazos duraderos y auténticos. Siempre pensando en la novedad, se deshacen de todo con demasiada rapidez. Ya nadie construye nada para la eternidad.

A pesar de sus querencias medievalizantes, George Bernard Shaw comentó en alguna ocasión que los verdaderos herederos de Ruskin fueron los bolcheviques. Una observación errónea, entre otras cosas porque los bolcheviques eran muy amigos de la industrialización irrestricta. Su influencia sí fue decisiva en el socialista inglés William Morris, otro odiador de la civilización moderna. Es más, podría rastrearse esa influencia en la formación misma del obrerismo británico, siendo así que en la evolución del mismo estuvo muy presente una obra como Unto this Last. Incluso se embarcó en cierto proyecto educativo-laboral de carácter utópico, «Guild of St. George», concebido para restituir hasta donde fuera posible una comunidad fundamentada en principios comunitaristas, gremiales y preindustriales. Un lugar saludable, donde la personalidad humana no estuviese pervertida por el racionalismo económico típico de la sociedad moderna y donde el trabajo recobrase una dignidad ya perdida. Se consagró casi íntegramente a este proyecto en la segunda mitad de la década de 1870, pero hacia 1880 se fue alejando de todo ello. En 1884 impartió una última serie de conferencias, bajo el sombrío título de «The Storm Cloud oh the Nineteenth Century». La oscuridad gana terreno día tras día, y nos encaminamos de forma inexorable hacia un futuro envenado y sin esperanza. Su crítica demoledora de la modernidad alcanza un paroxismo alucinatorio y apocalíptico (Löwy y Sayre, 2008: 163-165). En un sorprendente paralelismo biográfico con Nietzsche, Ruskin sufrió un progresivo desquiciamiento psíquico, hasta que su equilibrio mental se quebró definitivamente. Al parecer, no escribió nada desde 1890 hasta su muerte, acaecida en 1900; la misma década de silencio y locura que contemplamos en el filósofo alemán.

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Jorge Polo es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente, trabaja como docente e investigador en la Escuela Superior Politécnica del Litoral (Guayaquil), universidad pública de la República del Ecuador.

Líneas de investigación:

Su principal línea de investigación es la filosofía política (moderna y contemporánea). Ha publicado múltiples artículos en revistas académicas especializadas. También es autor de cuatro libros, enmarcados en el ámbito del ensayo político y filosófico: Románticos y racistas. Orígenes ideológicos de los etnonacionalismos españoles (2021); Anti-Nietzsche. La crueldad de lo político (2020); La economía tiránica. Sociedad mercantilizada, dictadura financiera y soberanía popular (2015) y Perfiles posmodernos. Algunas derivas del pensamiento contemporáneo (2010).

Publicaciones recientes:

- «Romanticismo de acero. Un examen de las raíces intelectuales de la hecatombe europea», Revista de História das Ideias, Vol. 41, 2023, pp. 295-320. DOI: https://doi.org/10.14195/2183-8925_41_13

Correo: polo@espol.edu.ec

Código ORCID: https://orcid.org/0000-0001-9415-5406


1. Este trabajo es un producto vinculado al Proyecto de Investigación Estética, política y cultura, perteneciente a la Facultad de Arte, Diseño y Comunicación Audiovisual de la Escuela Superior Politécnica del Litoral (ESPOL), Guayaquil, República del Ecuador. El Proyecto está dirigido por Jorge Polo Blanco.

Resumen

En el presente trabajo expondremos y analizaremos algunos de los aspectos más significativos del pensamiento de John Ruskin. Comprobaremos que sus reflexiones sobre el arte en general y sobre la arquitectura en particular están íntimamente conectadas con sus ideas morales, religiosas y sociopolíticas. Fue un enemigo declarado de la civilización industrial, responsabilizándola de haber convertido el mundo en un lugar inhóspito, cruel y feo. Debía comprenderse en toda su profundidad el abismo que media entre la belleza sagrada de una torre gótica y la insufrible fealdad de una chimenea fabril. Pero Ruskin no fue un esteta despreocupado de lo social. Contempló con horror la miseria material y espiritual de esas muchedumbres hacinadas inhumanamente en los suburbios urbanos, la creciente devastación de la naturaleza, el endiosamiento del dinero, la degradación del gusto artístico y el desfallecimiento de las artes. Todos esos fenómenos o procesos estaban ocasionados por una misma lógica económica, injusta y absurda.

Palabras claves

John Ruskin; sociedad industrial; capitalismo; devastación estético-moral; degradación del arte.

Abstract

In this paper we will present and analyze some of the most significant aspects of John Ruskin’s thought. We will verify that his reflections on art in general and on architecture in particular are intimately connected with his moral, religious, and socio-political ideas. He was a declared enemy of industrial civilization, blaming it for having transformed the world into an inhospitable, cruel, and ugly place. The abyss between the sacred beauty of a Gothic tower and the insufferable ugliness of a factory smokestack was to be understood in its full depth. But Ruskin was not a socially unconcerned aesthete. He watched with horror the material and spiritual misery of those crowds inhumanly confined in the urban suburbs, the increasing devastation of nature, the deification of money, the degradation of artistic taste and the decay of the arts. All these phenomena or processes were caused by the same unfair and absurd economic logic.

Keywords

John Ruskin; industrial society; capitalism; aesthetic-moral devastation; degradation of art.

Claridades. Revista de filosofía 15/2 (2023), pp. 177-207.

ISSN: 1889-6855 ISSN-e: 1989-3787 DL.: PM 1131-2009

Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)