La hermenéutica del kitsune: una ontología especular
Kitsune’s Hermeneutics: a Specular Ontology
María del Carmen Molina Barea
Universidad de Córdoba (España)
Fecha de envío: 05/09/2022
Fecha de aceptación: 18/01/2024
DOI: 10.24310/crf.17.1.2025.15321
«Ocho millones son las divinidades del Shinto
que viajan por la tierra, secretas.
Esos modestos númenes nos tocan,
nos tocan y nos dejan»
—Shinto (Borges, 1989: 333).
Introducción
S
uele decirse que el sintoísmo —del japonés, shinto (procedente a su vez del chino shin tao, que significa camino de los dioses)—es la creencia en los ocho millones de dioses, caracterización que subraya su acusado pluralismo animista, el cual con igual devoción estima sagrados, por poner solo unos ejemplos, una cascada, una roca de gran tamaño o un árbol centenario. Esta religión —designación que, en cualquier caso, conviene someter a valoración— servirá en este trabajo como elemento auspiciador para entablar un diálogo transversal con los procedimientos derivados de la hermenéutica, en un momento en que la disciplina atraviesa la deconstrucción de parámetros referenciales, y el desvelamiento del ser enfrenta la disolución de la idea de esencia. En este escenario, ¿cómo pensar una hermenéutica ontológica en los tiempos en que el sujeto se encamina por la senda posmoderna? Con tal propósito es necesario superar la visión del círculo hermenéutico como herramienta para interpretar textos jurídicos, religiosos o literarios, e ir más allá de Schleiermacher y Dilthey para posicionarnos en la estela de Heidegger y Gadamer, quienes hacen de la hermenéutica un terreno fértil para la cuestión ontológica. En concreto habremos de situarnos en los últimos aportes de la hermenéutica heideggeriana, y acudir al pensiero debole de Vattimo, que se interna ya en la espesura posmoderna. Llegados a este punto, es ahí precisamente donde propondremos convocar determinados principios extraídos del sintoísmo, ya que bien podrían inspirar el siguiente paso en la evolución de la hermenéutica y así llevar a su máximo cumplimiento las consecuencias de la hermenéutica ontológica. El argumento, por tanto, es que en el sintoísmo se hallan aspectos afines a la hermenéutica del ser, capaces de vehicular la comprensión del yo en la contemporaneidad, cuando toda substancia se torna evasiva, polívoca y relativa.
De este modo el sintoísmo se presenta como una cantera de recursos que anima la continuación de una etapa que tome el relevo de la hermenéutica filosófica. El sintoísmo se presta, como veremos, a seguir desarrollando la autointerpretación en un trasfondo de verdad constructiva de la mano de un yo en descomposición. En esta línea, se abordarán sugerentes metáforas de préstamos sintoístas para perfilar una hermenéutica en la que el sujeto dialogue consigo mismo asumiendo el reto de plantear una esencia evanescente. Conviene especificar en este contexto que quizá el rasgo principal del sintoísmo sea su falta de trascendencia. El camino o vía de los dioses (kami no michi) localiza lo sagrado en el plano de inmanencia de la vida fáctica, lo cual permite hablar prácticamente de una metafísica inmanente1. Es en este régimen de existencia donde se encuentran los dioses —imprecisa traducción del japonés kami—, o sea, la esencia. Estos no son entidades autosuficientes alejadas del mundo de los humanos, más bien «el mundo está habitado por kami porque el mundo y los kami son tan interdependientes que son incompletos uno sin el otro» (Kasulis, 2012: 37). He aquí la inmanencia ontológica del sintoísmo. Dada su singularidad, durante mucho tiempo se consideró una manifestación nativa del archipiélago nipón, que reflejaba la sensibilidad e idiosincrasia típicamente japonesas. Sin embargo, gran parte de las deidades sintoístas son fruto de la simbiosis con ritos importados, como el taoísmo (culto chino al dao, o Tao)2. Esto interroga la deformación del evento vivencial de los kami como un estereotipo identitario, fenómeno examinado críticamente en años recientes3. En este estado de cosas, el sintoísmo atesora estrategias potencialmente reutilizables en la tarea de articular una hermenéutica de la subjetividad contemporánea. A su favor figura el hecho de promover una ousia vacía y metamórfica en un grado que supera y sistematiza las propuestas de la hermenéutica filosófica, sin por ello someterse a la dispersión que instila la posmodernidad. De ahí que sirva para rastrear una noción ausente de esencia en el panorama subjetivante del individuo actual. La reflexión que hace Byung-Chul Han sobre la tendencia del pensamiento oriental a la ausencia de substancia reafirma esta convicción:
Es sabido que el pensamiento posmoderno se opone a la idea de sustancia e identidad. Tanto la différance de Derrida como el rizoma de Deleuze cuestionan radicalmente la unidad y el cierre sustancial, y los señalan como constructos imaginarios. Su negatividad se acerca, por cierto, a la ausencia o al vacío. Pero les resulta ajena, como al pensamiento posmoderno en general, la idea de una totalidad mundana, del peso del mundo, que constituye el pensamiento del Lejano Oriente. El vacío o la ausencia tienen, en último término, un efecto recolector y congregante, mientras que de la différance o del rizoma emana un efecto de dispersión intenso. Dispersan la identidad, fuerzan la multiplicidad. El cuidado por la totalidad, por su armonía y consonancia no es su cuidado. El pensamiento oriental sobre el vacío deja atrás la deconstrucción para alcanzar una reconstrucción especial. El pensamiento del Lejano Oriente está consagrado a la inmanencia. Incluso el dao no es una entidad monumental, sobrenatural o suprasensible que, como en la teología negativa, solo puede ser expresada en formas negativas, que huye de la inmanencia y favorece la trascendencia. El dao se funde totalmente con la inmanencia del mundo, con el «es-así» de las cosas, con el aquí y ahora. En el mundo oriental de las ideas no hay nada por fuera de la inmanencia del mundo. Si el dao se sustrae a esta fijación o denominación no es porque sea demasiado elevado, sino porque fluye, porque se mueve como serpenteando. El dao denomina la permanente transformación de las cosas, el carácter procesual del mundo (Han, 2013: 30).
Así pues, el pensamiento oriental, de cuya estirpe participa el sintoísmo, no solo se queda en los logros obtenidos por el enfoque deconstructivo, sino que da un paso más, recomponiendo lo que se mantenía disperso, ya que, en efecto, el rizoma no organiza ningún corpus unitario ni permite armar esencia alguna. El ser, ampuloso protagonista del relato filosófico desde Grecia, resulta dinamitado. En cambio, el sintoísmo tiene la habilidad de hacer de esta dispersión un sistema. El ser es ser disperso. Como se verá, la clave estriba en una esencia no metafísica en virtud de la cual el ser es potencia a condición de ausencia, no solo de vacuidad. En esta medida el sintoísmo no solo lleva el vacío al corazón de la idea de substancia (a saber, suprime todo fundamento en la base del ser), sino que elimina la propia substancia; aparente contradicción que resulta extraña en la tradición del pensamiento occidental. El ser, que mediante las prácticas posmodernas era simplemente destruido, en el pensamiento oriental primero se vacía —desubstancializa— y después se hace desaparecer. El yo como ausencia implica un vacío esencial. Por eso el pensamiento oriental favorece una especial ontología, seguramente la más propicia a tenor de las desmigadas identidades contemporáneas. Es la ontología del Vacío, de la Nada, del No-Ser, que demanda una hermenéutica del proceso y de la mutabilidad; una hermenéutica del yo-en-camino trasmutada en hermenéutica del vacío y, finalmente, de la ausencia. Pues bien, este logro no lo consiguió totalmente la hermenéutica filosófica. Sobre esto se analizará el caso de Heidegger, a quien, pese a sus aproximaciones al pensamiento oriental, difícilmente dejaría de considerársele un filósofo de la esencia (Han, 2013: 16), pues en su opinión tanto el ente como el ser y la potencia tienen fundamento (Nihil est sine ratione)4. Solo al final, el segundo Heidegger sorprenderá con el gesto de desubstancializar el ser, que queda como «ser-carente-de-fundamento». En consecuencia, lo que se sugiere en estas páginas es que el sintoísmo toma figuradamente el testigo de la desfundamentación heideggeriana, convirtiéndola ya por completo en un ser ausente. De esto se encuentran precedentes, por ejemplo, en la Nada budista, definida como ser vacío de ser, que como tal niega su propio ser. Este No-Ser es la Nada oriental. Y ser No-Ser es ser ausencia.
Una hermenéutica de la ausencia se caracteriza por no aventurarse en caminos de trascendencia, lo cual cumple también el camino de los kami. Podría decirse que el sujeto del camino oriental echa a andar a partir del rizoma y avanza sin limitarse a su inherente dispersión. Resultado de ello, compone una esencia polivalente a través de un camino que «se extiende en la planicie, cambia de recorrido constantemente, sin cesar “bruscamente”, sin sumergirse “en lo hollado”, sin acercarse a lo “oculto”» (Han, 2016: 13-14). De modo muy distinto discurren los caminos de bosque heideggerianos, que no cesan de profundizar. La aportación del sintoísmo es, al contrario, una senda carente de profundidad, que se transita sin dejar huellas, pues la atraviesa un yo que se comprende como evanescente. El rastro desaparece al caminar, así evocando el verso machadiano. El caminante oriental peregrina sin rumbo. «Se funde totalmente con el camino, que a su vez no lleva a ningún lado. Solo en el ser surgen huellas. […] La huella indica un rumbo determinado. Y este señala un autor y su intención» (Han, 2013: 18). Por eso, el dios Hermes, patrón de la Hermenéutica, no deja huellas, sino que sobrevuela de un punto a otro. Su hábitat es el cruce de caminos. En esto consiste la esencia inmanente: ser el camino que se recorre, en el cual no hay origen ni destino, solo el camino y sus múltiples intersecciones. Diríase que este concepto de ser opera, en definitiva, como un espejo (elemento clave del sintoísmo): «Está vacío y ausente. Así, permite que las cosas que se reflejan allí vengan y se vayan» (Han, 2013: 25). El ser propio deviene un yo oscilante que se busca en un reflejo esquivo, plagado de imágenes especulares. Con el espejo surgirá una hermenéutica de ontología débil, la cual, para evitar confusiones, debemos localizar lejos de tentativas metodológicas como la hermenéutica analógica, la cual, procurando asimismo dar respuesta a las necesidades del individuo de hoy, no pasa de ubicarse a caballo entre la modernidad y la posmodernidad para paliar las lagunas de una y pulir los excesos de la otra (Beuchot, 2016: 49). Este trabajo defiende que una hermenéutica basada en dinámicas emparentadas con el estatuto ontológico que se desprende de las prácticas sintoístas facilitará una incursión más precisa e inspiradora en las fórmulas de interpretación del yo contemporáneo.
I. Heidegger y el espejo de Amaterasu
«Toma este espejo como si se tratara de mi augusta alma y venéralo como si me veneraras a mí misma»
(Kojiki, 2012: 109).
Si como decía Byung-Chul Han, Heidegger se mantiene como un pensador de la esencia, sería oportuno indagar en aquellos aspectos de su concepción del ser que muestran una doble lectura desde la inmanencia. De entrada, si acudimos a la crítica que dirige contra la metafísica tradicional —que denuncia, como es sabido, por el olvido del ser— Heidegger califica el ser como indeterminado en su carga significativa pero a la vez determinado en su forma de aprehenderlo, casuística que lo postula como un ser contradictorio. Para el pensamiento oriental esto no sería un problema, habida cuenta de que la oposición de contrarios entronca con la base del sintoísmo y está presente en el budismo, en los koan zen, en el yin y yang del taoísmo... En pocas palabras, la contradicción heideggeriana del ser radica en su indeterminada determinación:
Por tanto, la palabra «ser» es indeterminada en su significado y sin embargo la comprendemos de manera determinada. El «ser» se muestra como algo sumamente determinado en tanto totalmente indeterminado. Según la lógica común, nos las tenemos que ver aquí con una contradicción manifiesta. Algo que se contradice, empero, no puede ser. No existen los círculos cuadrados. Y, sin embargo, existe esta contradicción: el ser como lo determinado completamente indeterminado (Heidegger, 2001: 77).
Esta circunstancia arroja una particular dualidad del ser, ya que solo en tanto que indeterminado lo comprendemos como determinado y solo en tanto que lo percibimos como determinado podemos comprender su carácter de indeterminado. En consecuencia, Heidegger desconfía de que el ser sea una palabra vacía, pues pese a todo, nos referimos a algo determinado. Es justamente a partir de sus determinaciones que deducimos un ser común a todas sus concreciones. La clave de esta contradicción la resume Heidegger de la siguiente manera:
Ese algo determinado está tan determinado y es tan único en su especie que incluso nos vemos obligados a decir: Este ser que es común a todos los entes, cualesquiera que sean y que así se disemina en lo más corriente, es lo más inconfundiblemente único que existe (Heidegger, 2001: 77).
Esta declaración tampoco debe inducirnos a pensar, como advierte el propio Heidegger, que el ser constituye una entidad trascendente, unitaria y permanente que se concretiza, a la manera del Espíritu Absoluto hegeliano, en materializaciones diversas. Esta intrigante naturaleza bifaz que ostenta el ser retroalimenta sus dos facetas, de suerte que no es posible distinguir una de otra, el ser determinado del indeterminado. A pesar de semejante radiografía del ser, que recuerda la trascendencia en la inmanencia de los kami sintoístas, Heidegger se reafirma en que el ser no está vacío, como sí ocurrirá en el sintoísmo, llevando a su resolución el nudo gordiano que el filósofo aún no se arriesga a cortar. La hipótesis heideggeriana se respalda en la formulación del Dasein. Nótese que la dualidad del ser se explica por encontrarse determinado a causa de la facticidad, ya que solo conocemos el ser en su ser-ahí, en su concreción espacio-temporal y existencial. Sin embargo, al mismo tiempo introduce Heidegger la naturaleza de un doble Dasein, que según argumenta Modesto Berciano, se olvida con frecuencia en beneficio del Dasein fáctico: «Dasein es anterior a toda concreción, a todo individuo y a toda humanidad concreta. No hay que empeñarse en reducir el Dasein a lo concreto» (Berciano, 1992: 435). La insistencia en la facticidad podría dar la impresión errónea de que el Dasein se reduce a la concretez de individuos y de situaciones históricas, cuando en realidad va más allá. «Dasein no puede confundirse con estas concreciones, aunque sean estas en cada caso el lugar de la apertura» (Berciano, 1992: 441). En suma, existe también un Dasein neutral, que es fuente originaria, pero no a priori, sino existente solo en el Dasein fáctico:
Dasein es la potencia del origen, la positividad originaria, una especie de esencia antes (?) de toda concreción; origen y potencia de donde puede surgir toda humanidad concreta fáctica y toda diversidad de géneros. «Este Dasein neutral no es nunca el que existe; únicamente existe en cada caso el Dasein en su concreción fáctica. Pero el Dasein neutral es la fuente originaria (Urquell) de la posibilidad interna, que emana en todo existir y hace posible internamente la existencia». La descripción precedente del Dasein pone de relieve que este es antes de toda concreción y que sobrepasa toda concreción […]. Lo dicho antes del Dasein como potencia de origen, fuente originaria, etc. no debería llevar tampoco a hacer de él una esencia en sí y a priori, de la cual se pueda tener una sabiduría. Esto solo tiene cabida en una metafísica (Berciano, 1992: 442).
De esta forma intenta Heidegger sortear el territorio de la metafísica. No obstante, dicha estrategia no termina de expandir todas sus consecuencias dado que aún conserva el ser substanciado, esto es, esboza un tándem de trascendencia inmanente cuyo régimen ontológico sigue cargado de substancia. Por ende, no cabe confundirlo con el Vacío del pensamiento oriental, a pesar de que engañosamente funcione como vacío. Heidegger explica que no se trata de una gran esencia originaria que se ramifica ónticamente, sino de la posibilidad interna de diversificación de cada Dasein, siendo la corporalidad de su materialización un factor de organización. Los conceptos de fuente originaria y potencia de origen son vistos, por lo tanto, como equivalentes del Dasein individual. Hasta aquí, la trascendencia en la inmanencia. Pero seguidamente, la teoría heideggeriana se vale de este mismo argumento de la posibilidad interna para justificar que el ser no está vacío, aunque sí indeterminado, lo que le hace parecer vacío sin estarlo: «Comprendemos la palabra “ser” y con ella todas sus modificaciones, aunque parece como si esta comprensión permaneciera indeterminada […] tiene una significación evanescente, casi es como una palabra vacía» (Heidegger, 2001: 81). En el sintoísmo se descubre una expresión de esta ocurrencia, aunque ya plenamente lograda, habiendo evacuado la substancia del ser, que desemboca en una ausencia. Esto se aprecia especialmente en la función del espejo sagrado, conceptualizado como vacío y ausente, e indeterminado pero determinable. El espejo tiene su origen en la principal deidad del sintoísmo, Amaterasu, diosa del sol y gobernadora del cielo. Según el relato mitológico recogido en las fuentes del Kojiki y Nihongi, el espejo era una de las ofrendas con la que los dioses agasajaron a Amaterasu para obligarla a salir de la cueva en la que se había encerrado, sumiendo al mundo en una completa oscuridad. Del árbol sagrado sakaki colgaron el espejo y joyas relucientes, y la diosa Ame no Uzume bailó una obscena danza de posesión divina (origen del kagura) que hizo estallar en carcajadas al resto de deidades. Entonces la curiosidad hizo que Amaterasu abriese la puerta de la cueva. Así pues, al visitar un santuario sintoísta no hallaremos ninguna estatua a la que rezar, solo un pequeño espejo circular colocado sobre el altar. Con esto se alcanza el consiguiente efecto de que el fiel, al orar ante el kami, no ve a otro que a sí mismo [Fig. 1]. El rostro del dios es, sorprendentemente, el del propio sujeto, con lo cual se podría afirmar, casi en una sentencia sacrílega, que el individuo deviene kami. El sintoísmo parece una fe herética, al igualar ambos planos, el trascendente y el inmanente.

Fig. 1. Sacerdote sintoísta arrodillado ante el espejo en el santuario de Dazaifu Tenmangu.
Semejante unión de trascendencia e inmanencia la efectuaba también Heidegger, pero entre su propuesta y la del sintoísmo se dan todavía importantes diferencias. Como se ha dicho, en el pensamiento heideggeriano el ser se muestra como si estuviera vacío, mientras que en el sintoísmo está inevitablemente vacío. Pues un espejo —aquí traslación de la esencia que supone la divinidad—, está vacío a todos los efectos. Su vacuidad se ve en la ausencia de imagen, que produce en potencia, pero no como posibilidad interna (dado que está vacío) ni mucho menos por causa de alguna substancia superior, sino en función de cada individuo con el que entabla contacto, generando un evento igualmente vacío en su potencialidad. Dicho brevemente, un espejo vacío, más la potencia también vaciada de quien se mira en el espejo, suman un ser-ahí vacío que da como resultado un ser ausente. Toda potencia vacía de ser es No-Ser, o lo que es lo mismo, un ser ausente. Esta ecuación, contraria al «Nihil est sine ratione» heideggeriano, obtiene el ser como ausencia. Así, el espejo refleja imágenes que determinan la esencia en innumerables situaciones fácticas, las cuales constituyen un Dasein internamente vacío. Dicho esto, no se piense que el espejo replica una fuente u origen, esto es, la imagen esencial y verdadera de quien tiene delante; al contrario, la imagen que da el espejo se presenta borrosa e incierta. Oscila como el reflejo ondulante en la superficie del agua. El espejo no regala una imagen clara sino difusa, con lo cual el sujeto no se re-conoce, sino que se comprende en una nueva faceta que le invita a reinterpretarse. En esta medida la imagen especular, siempre en proceso, cambiante y adaptable, perfila múltiples caminos por recorrer. El espejo es superficie y por tanto no permite profundizar en pos de supuestas esencias. Plano inmanente por excelencia, el espejo persigue la esencia en la superficie, esencia constructiva y no meramente desvelable -como hubiera defendido Heidegger- puesto que no permanece oculta en el interior del espejo, el cual, ya lo sabemos, se encuentra vacío de ser. Por ende, el Dasein neutral, o potencia de origen, se torna esencia no-originaria, de modo que sus determinaciones hacen que dicha esencia sea realmente esencia. El espejo articula, por fin, un ser ausente que, vaciado de substancia, puede ser todas las imágenes sin contenerlas. La posibilidad interna de cada Dasein debe entederse, pues, como vacía. En esto se distingue del dispositivo trascendente-inmanente de Heidegger: en que las imágenes potenciales que aparecen en el espejo en la facticidad del Dasein proceden no solo de un vacío —de una esencia desfundamentada— sino aún más, de una ausencia.
En resumen, se detecta un proceso a la inversa: Heidegger llama a proceder como si el ser estuviera vacío, porque para él, al menos por ahora, está lleno —es decir, cargado de ser— aunque indeterminado; mientras que Amaterasu reclama el ser como si estuviera lleno, porque para ella, de hecho, está vacío. Sucedió que tiempo después del episodio de la cueva, Amaterasu se presentó ante sus descendientes mortales llevando consigo el espejo ofrendado y les legó el mandato de venerarlo como si fuera ella misma. Sabedora, pues, de que el espejo está vacío, insta a rendirle tributo como si contuviese substancia. Solo puntualmente, cuando la esencia de la diosa se hace presente en el espejo, se puede decir que este albergue ser alguno; a saber, solo cuando la diosa, que estaba ausente, sale de la cueva y vuelve al mundo. En la creencia sintoísta el espejo funciona así como el cuerpo espiritual (goshintai) del kami. «As Amaterasu’s earthly body, the mirror contains her essence; when Amaterasu’s essence animates the mirror, the object is literally her body, in the same way that the skin and bones which “contain” your essence are your body» (Dumpert, 1998: 27). Y lo mismo sucede con cualquier persona que se refleje en el espejo. Con cada fiel que se pone delante tiene lugar un Dasein que, por contener el ser solo en ese momento existencial, lo vacía mientras le da forma. Así, las corporizaciones que lo determinan se concretan en sucesivas imágenes que aparecen en la superficie especular, donde la dialéctica original-reflejo se disuelve, dado que el origen son sus determinaciones. Ocurre así también en la liturgia de la reconsagración (kanjo), por la cual el kami permanece en su santuario mientras una porción de su espíritu se divide para efectuar su traslado a otra localización con el fin de fundar un nuevo templo (Smyers, 1999: 156). Un caso notorio que ha sido dividido infinitas veces es el de Inari, deidad sintoísta de la que luego nos ocuparemos. Por ahora, es de advertir que la división resulta tan auténtica como el kami del cual se escinde. Esto pone en cuestión el estatuto esencial de la fuente originaria como referencia del ser, puesto que su doble, su reflejo, es incluso más originario que el origen mismo.
Con la celebración del kanjo se acostumbraba a renovar los kami por lo menos una vez al año. Esto recuerda a la renovación cada veinte años del santuario de Ise, el enclave más importante del sintoísmo, consagrado a Amaterasu, donde se dice que se custodia su espejo sagrado junto con las otras dos insignias del Tesoro Imperial: la joya y la espada. «Ise es una construcción y un vacío, el kodenchi. Cada veinte años el vacío se activa con un nuevo templo mientras se desmonta el anterior y su recinto se queda entonces vacío. El rito de construir nos muestra la vida que fluye, cómo la forma es lo permanente y no la materia» (Blanco y Espuelos, 2014: 164). Con este intrigante rito topamos de nuevo con un original y sus reflejos mediante un hábito que testimonia el ser como vacío y devenir. Tal como subraya el cuento de László Krasznahorkai, este fenómeno no se circunscribe a destruir un santuario original del cual se construye una copia exacta cada dos décadas; lo que se construye en realidad cada vez es un original en sí5. Esto se comprende si se tiene en cuenta la inexistencia del original que ya identificamos como característica del pensamiento oriental. No es casual que Byung Chul-Han recurra al ejemplo del santuario de Ise (Han, 2016: 63) para exponer que en el arte oriental no existe la idea de original, lo cual conlleva no pocas confusiones acerca del estatuto ontológico asignado a copias, falsificaciones o reproducciones. Por este motivo una copia se estima original por sí misma, no remite a una identidad de la cual deriva. Desde esta perspectiva, un original ausente hace que la copia devenga original. Por extensión, no hay una huella original del ser, molde primigenio de donde se extraen las copias. No en vano, ya se avisó que el camino oriental no deja huellas:
En chino clásico, el original se denomina zhenji. Literalmente significa «huella verdadera». Se trata de una huella singular, puesto que no tiene lugar en una trayectoria teleológica. Y en su interior no está habitada por ninguna promesa. Tampoco está relacionada con nada enigmático ni kerigmático. Además, no se condensa hasta adoptar una presencia unívoca y uniforme. Más bien deconstruye toda idea de un original que encarna una presencia y una identidad invariables e inconfundibles que descansan en sí mismas. El proceso y la diferencia le confieren una fuerza centrífuga deconstructiva. […] Su diferencia respecto de sí misma no le permite alcanzar el reposo que le podría proporcionar una forma definitiva. En este sentido, siempre se aparta de sí misma. […] La huella se borra a favor de un proceso que no admite una fijación esencialista. El Lejano Oriente no conoce ninguna dimensión predeconstructiva como la del original, el origen o la identidad. En realidad, el pensamiento del Lejano Oriente comienza con la deconstrucción (Han, 2016: 20-21).
Siguiendo el mandato de Amaterasu, hallaremos nuestro propio ser al mirarnos en el espejo como si fuésemos otro, en ese ser-ahí en el que somos dioses (devenir kami), copias verdaderas de nosotros mismos que huyen del original. Nos reflejamos, pues, en el espejo como ente que aparece y que es en ese modo concreto de darse6. La facticidad del espejo favorece que cada vez que nos miramos en él —en el espejo del ser— surja un ser transitivo, un ser que es ser-ahí (ser ausente) en cada ocasión fáctica (vacía de ser). «El cómo del ser despeja y delimita, concretándolo, el “aquí” posible en cada ocasión. Ser-transitivo: ¡es el vivir fáctico!» (Heidegger, 2000: 25). Cada vez que acudimos frente al espejo sagrado acontece el advenimiento de un ser vacío que toma forma como ausencia. Sucede algo parecido cuando -sirva la analogía- nos situamos delante de una obra de arte: nos miramos en ella como en una superficie reflectante. Aquí la hermenéutica de Gadamer sostiene que el espectador de una obra lo es también de sí mismo, al participar en un juego medial-interpretativo por el cual experimenta una transformación en una construcción. En esta vivencia no queda del todo claro quién es el sujeto y cuál el objeto, en tanto que obra y público se retroalimentan mutuamente, transformando y construyendo sus respectivas identidades. «El concepto de juego se ha introducido precisamente para mostrar que, en un juego, todos son co-jugadores. Y lo mismo debe valer para el juego del arte, a saber, que no hay ninguna separación de principio entre la propia confirmación de la obra de arte y el que la experimenta» (Gadamer, 1991: 76-77). Es más, en la hermenéutica de la facticidad dice Heidegger que «lo primero que hay que evitar es el esquema de que hay sujetos y objetos, conciencia y ser; de que el ser es objeto del conocimiento» (Heidegger, 2000: 105). Lejos de esto, el ser es el residuo de un proceso especular, y el espejo, un plano de autointerpretación, o sea, de interpretación reflexiva en la facticidad proyectante7.
Tal cosa no debería extrañarnos si, como declara Borges: «El arte debe ser como ese espejo / que nos revela nuestra propia cara» (Borges, 1984: 843). Podríamos pensar en obras como Art & Language. Untitled Painting (1965) de Michael Baldwin, que consiste en un espejo sobre lienzo [Fig. 2], en Mirror Paintings (2012) de Michelangelo Pistoletto, o en piezas como The artist is present (2010) realizada por Marina Abramovic en el MoMA de Nueva York, que planteaba dinámicas especulares entre la artista y el visitante anónimo que decidía sentarse frente a ella y mantener un silencioso diálogo de miradas. También aquí tiene lugar un proceso de transformación en una construcción. La propia Abramovic explicaba que en esta performance la presencia de la artista quedaba en un segundo plano y se diluía en la presencia del otro. Ella misma reconocía cumplir el rol de un espejo en el que cualquiera pudiera mirarse. Por conservar la terminología gadameriana, el espejo sería el lugar de fusión de horizontes. De esta forma, el círculo hermenéutico se convertiría en un espejo sintoísta.

Fig. 2. Michael Baldwin: Art & Language, Untitled Painting (1965), Tate Modern.
Con todo, el de Amaterasu no es un espejo narcisista. No proclama el «conócete a ti mismo» de la mayéutica socrática, sino más bien un «conocéte a ti mismo a través de mi reflejo». Así diría la diosa sobre cómo orar ante el espejo: «venéralo -venérate- como si fuera yo, porque tú eres yo y yo soy tú». Bien le serviría el verso del sufí Farid al Din Attar: «¿Qué es la esencia? Convertirse en el propio espejo, y verse a sí mismo sin sí mismo» (Crespo, 2008: 171). Por eso aquí no ha lugar a un Narciso que se busca a sí mismo en el reflejo. Es cierto que al principio el Narciso de la mitología griega no se reconocía en su imagen y por eso se amó como otro, pero llegó a conocerse, y fue este terrible descubrimiento lo que le hizo perecer; compleja diatriba del autorreconomiento que abordan también cuentos japoneses como El espejo de Matsuyama y Reflejos, recogidos por Lafcadio Hearn (2004a). El autoconocimiento de lo mismo ahoga toda aventura hermenéutica8. La clave para esclarecer esta dificultad la aporta Barthes:
En Occidente, el espejo es un objeto esencialmente narcisista: el hombre solo piensa en el espejo para mirarse en él; pero en Oriente, según parece, el espejo está vacío; es símbolo incluso del Vacío de símbolos (El espíritu del hombre perfecto, dice un maestro del Tao, es como un espejo. No coge nada pero tampoco rechaza nada. Recibe, pero no conserva): el espejo solo capta otros espejos, y esta reflexión infinita es el vacío mismo [...] (Barthes, 1991: 105-108).
Llegados a este punto, parece que Gadamer secundase el análisis del espejo desde una óptica hermenéutica. Distingue el filósofo entre copia e imagen, y argumenta que la primera se anula en sus determinaciones a favor del origen al cual remite, mientras que la segunda es el ente mismo, dado que no se refiere a ningún referente. «La imagen no se agota en su función de remitir a otra cosa, sino que participa de algún modo en el ser propio de lo que representa» (Gadamer, 1999: 204). En este contexto, podría haberse creído que un espejo constituiría el mejor ejemplo de copia, por reflejar una hipotética imagen original; sin embargo Gadamer defiende que es propiamente una imagen: el espejo se halla vacío, conforma un ser ausente que solo está ahí para quien lo mira en ese instante9. Por estas mismas razones el espejo del sintoísmo está vacío, por el hecho de ser también imagen y no copia. De modo que no hay copia de un original, sino copia como original. Dicho de otra forma, no hay imagen original salvo en el reflejo. «La imagen adquiere entonces una autonomía que se extiende sobre el original. Pues en sentido estricto este solo se convierte en originario en virtud de la imagen, esto es, lo representado solo adquiere imagen desde su imagen» (Gadamer, 1999: 191). Ya se dijo que tan solo las determinaciones hacen que la esencia sea esencia. Una esencia que dura mientras dura el reflejo. Así es como funciona la hermenéutica ontológica que acaece en el espejo de Amaterasu.
II. Hermes y los kitsune: interpretar en la frontera
«Foxes not only live on the boundaries, they cross them. And by crossing, they challenge them»
(Smyers, 1999: 189).
Un motivo recurrente a la hora de explicar el origen de la hermenéutica, que menciona también el propio Heidegger, es emparentar el término con Hermes, el mensajero de los dioses del panteón clásico. A partir de este mítico antecedente, Heidegger hace un breve recorrido histórico en el que no podían faltar Schleiermacher y Dilthey, y a continuación introduce una distinción fundamental con la hermenéutica venidera, que llamará de la facticidad, ya que no puede entenderse una sin la otra. La relación entre hermenéutica y facticidad no es —insiste Heidegger— como la que se da entre la aprehensión de un objeto y el objeto aprehendido. En sus palabras: «La interpretación es algo cuyo ser es el del propio vivir fáctico» (Heidegger, 2000: 34). Así, lo que Hermes comunica es la autocomprensión del ser que se da en la vida fáctica, si bien ya se ha especificado la advertencia de no incurrir solamente en la concretez del Dasein, sino que urge contemplar cómo interactúa con el ser neutral de forma que este se determine en base a un potencial vacío. Aquí se ubica la contradicción del ser llevada a sus máximas consecuencias en el pensamiento oriental, que encaja con dificultad en la historia de la metafísica occidental. En cambio, resulta llamativo que los kami sintoístas compartan aspectos reveladores con la deidad griega patrocinadora de la hermenéutica, como por ejemplo su ambigüedad y constante difusión. Hermes es, de hecho, un dios de variado culto: protector de pastores, viajeros y comerciantes, hace gala de su astucia con traviesos trucos y engaños, cualidad por la que lo veneraban también los ladrones, timadores y salteadores de caminos. El inquieto Hermes es, precisamente, el dios de las encrucijadas, nómada incansable que recorre los senderos y cruza todas las fronteras. Como resultado, el ser que Hermes comunica ha de ser necesariamente lábil, fugitivo, mudable, en definitiva, sometido a interpretación:
Hermes, el mensajero de los dioses, ejercía una actividad de tipo práctico, llevando y trayendo anuncios, amonestaciones, profecías. En sus orígenes míticos, como más tarde en el resto de su historia, la hermenéutica, en cuanto ejercicio transformativo y comunicativo, se contrapone a la teoría como contemplación de las esencias eternas, no alterables por parte del observador. Es, ante todo, a esta dimensión práctica a la que la hermenéutica debe su tradicional prestigio: hermeneutike techne, ars interpretationis, Kunst der Interpretation: arte de la interpretación como transformación, y no teoría como contemplación (Ferraris, 2005: 11).
En la disciplina hermenéutica no existe una esencia conclusa y permanente, como si fuera un origen inmutable cuyo velo se levanta y simplemente se contempla. Véase que el espejo sintoísta no induce a la contemplación, sino a la fluidez y producción de esencias. Los propios kami se muestran fluidos y proclives a la ambigüedad. Existen a medio camino entre el mundo celestial y el terrenal, con igual participación en uno y en otro, porque, de hecho, gracias a moverse entre ambos, hacen que sean uno solo10. Ya se explicó que en el sintoísmo los dioses están completamente integrados en el mundo, fuera de cuya inmanencia nada existe de manera autónoma. Así, al igual que Hermes, trasladándose constantemente entre el Olimpo y la tierra, los kami enlazan trascendencia e inmanencia como si tendieran una de las cuerdas trenzadas (shimenawa) que marcan en el sintoísmo el lugar que habita lo sagrado. Una muestra representativa de esta actividad de los kami la vemos en Inari, divinidad de los comerciantes, del arroz, de los cultivos y la fertilidad. Su ambigüedad se detecta incluso en su androginia, ya que a veces se le caracteriza como un anciano y otras como una mujer joven, identificada con la diosa de los cereales. Pareciera así emparentar con Hermafrodito, hijo de nuestro dios mensajero. Además, la relatividad propia de Inari destaca por la ya citada práctica de reconsagración, que diversificó su culto en numerosas advocaciones locales. «Thus the individualization of the kami paradoxically widened Inari’s appeal, for all the new functions were taken to be specialties of the original deity» (Smyers, 1999: 159). Es más, se produce incluso cierta fusión identitaria entre las figuras de Inari y Amaterasu. Sus cultos se solapan en el atributo del arroz, que a veces comparten. Así por ejemplo, las narraciones mitológicas recogen que Amaterasu cultivó con esmero unos arrozales que su hermano Susa no Wo destruyó con sus juegos perversos. Existen también versiones según las cuales, cuando la diosa confió a sus herederos el espejo junto a la joya y la espada, símbolos del poder imperial, les entregó asimismo unas espigas de arroz. El sol es naturalmente el benefactor de los cultivos y por eso la ceremonia en honor de la agricultura (kinensai) estaba originalmente adjudicada a Amaterasu (Breen y Teeuwen, 2010: 33).
La estrecha relación de la diosa del sol con el arroz ilustra el proceso cíclico de la naturaleza que se repite cada año: tras la estación invernal el sol reaparece —Amaterasu sale de la cueva— y gracias a su luz hace brotar de nuevo los campos de arroz (Naumann, 1999: 85). No por casualidad, en esta moraleja se ha visto un claro paralelismo con el mito de Deméter. Precisamente, la inmanencia definitoria de los kami les hermana con el politeísmo griego: «In Shinto, life is full of the presence of the spirit of the Kami, but this closeness is not linked to omnipotent deities. When you look at Greek mythology, you see this idea in the power of the spirits of animals […]» (Nelson, 1996: 188). En efecto, los kami, como los dioses clásicos, no son entes omnipotentes y trascendentes, al contrario, están íntimamente ligados a la vida fáctica de los humanos, con los cuales se comunican e interactúan. Y lo que es más, si hemos de buscar evidencia de esta esencia inmanente resulta recomendable, en efecto, acudir a los animales. Animales celestiales, a medio camino entre los dioses y las personas, son mediadores de ambos mundos. En este contexto destaca el célebre zorro mensajero de Inari. Los kitsune —zorro en japonés— pueden ser de muchas clases, entre otros: shakko es el zorro rojo que trae buena fortuna, toka es el zorro que lleva espigas de arroz, byakko o myobu es el zorro blanco consagrado a Inari, y kyubi no kitsune es el zorro blanco de nueve colas que simboliza la longevidad y la sabiduría. Los zorros corren veloces por los campos de arroz y cruzan las lindes, desde la llanura a la montaña, sede celestial de los dioses. Viajan llevando el aviso del rebrote del arroz. El kitsune cumple así funciones parecidas a las de Hermes, heraldo que traslada mensajes desde la cima del Olimpo a los mortales. Y como Hermes, las historias tradicionales japonesas sitúan a los zorros en los cruces de caminos, donde gastan bromas pesadas a los viajeros. «Inari himself is also a road-deity, therefore his shrines can be found all along the field-roads» (Casal, 1959: 49).
Otras cualidades coincidentes entre Hermes y los kitsune son su carácter engañoso y astuto y la tarea de conductor de almas (psicopompos) entre el mundo de los vivos y de los muertos. Ciertamente, como alguna vez se ha intuido (Smyers, 1999: 212), los zorros tienen mucho en común con Hermes11. Además, estos animales son responsables de posesiones que debían someterse a exorcismo. El espíritu del zorro se introducía por lo general en el cuerpo de mujeres jóvenes a través del fino espacio entre las uñas de los dedos y la carne (he aquí otro cruce liminal), provocando comportamientos alienados, alucinaciones y episodios melancólicos. La posesión del zorro (kitsune tsuki) concedía también interesantes dones, como la capacidad de comprender otras lenguas y entender las conversaciones de las plantas, los árboles y los animales (Takahashi, 2009: 210). Como puede deducirse, lo que el kitsune regala es el don de la interpretación. Se nos antoja casi un zorro hermeneuta. En esta línea, las víctimas de la posesión eran agraciadas con la habilidad de profecía y adivinación. Ejercían a veces como médiums, emulando a las sacerdotisas sintoístas (miko) que bailaban las danzas de posesión (kagura) y entraban en un trance durante el cual los kami hablaban a través de ellas; algo similar a la pitonisa délfica. Este tipo de fenómeno se medicalizó posteriormente como casos de histeria o enfermedad mental, pero desde antiguo estuvieron presentes en el imaginario popular, confundiéndose en ocasiones con la enfermedad de los espectros (rikombyo). Esta aquejaba a féminas que languidecían de mal de amores y creaban una réplica fantasmal, obteniendo dos cuerpos iguales, de modo que no podía diferenciarse a simple vista el original de la aparición. Resulta de esto un doble especular. «Si, cuando está sentada en su tocador, / ella ve reflejarse / dos rostros en el espejo, / será por una aparición en el espejo mismo, / afectado por el mal de los fantasmas…» (Hearn, 2004b: 68). Nuevamente aparece en el espejo una copia que es original por sí misma.
Así ocurría también en el cuento del joven sacerdote sintoísta Matsumura, que ve aparecer en la superficie de un pozo el rostro de una bella mujer que le sonríe. Decidido a dar con la clave del misterio, halló en el fondo un espejo que supuso el preciado objeto de su dueña fantasmal, «pues los espejos son elementos fantásticos que tienen alma propia, y el alma de un espejo ¡es el alma de una mujer!...» (Hearn, 2004b: 121). Así pues, no es que el espejo replique el rostro de la mujer, sino que ella es la imagen del espejo. No por casualidad, los kitsune se caracterizan asimismo por la capacidad para provocar ilusiones. Pero sobre todo, uno de sus más reconocidos poderes es el de la metamorfosis (bakeru), que también caracteriza al juguetón Hermes. El zorro adopta con frecuencia la forma de mujeres hermosas para engañar a los hombres con los que se cruza por el camino, pero casi siempre lo hace como gesto de agradecimiento a un joven samurái o peregrino que le brindó ayuda en un momento de apuro. Se casa entonces con él, viven una vida feliz y tienen hijos, sin que el marido sospeche que su esposa es un kitsune metamorfoseado. Abundan los relatos de estas doncellas-zorro, como la trágica historia de Tamamo no Mae, o la leyenda de Kuzunoha, conservada en obras de kabuki y bunraku, quien fue una kitsune que se casó con Abe no Yasuna en gratitud por haberla salvado, y se convirtió en la madre de Abe no Seimei, concediendo a su hijo los dones que hicieron de él el más poderoso hechicero onmyoji de la historia de Japón [Fig. 3]. Cuando el niño tenía cinco años, fue testigo de algo sorprendente:
Algunos dicen que fue cuando se miró en un espejo, otros dicen que mientras dormía… pero su madre accidentalmente dejó que su verdadera forma apareciera por un breve segundo: ¡era una kitsune de pelaje blanco! Con su secreto al descubierto, Kuzunoha no tuvo más remedio que dejar a su amada familia. Con un pincel en la boca, escribió un tanka de despedida en la puerta corrediza y desapareció: «Si me amas, ven a visitarme / al bosque de Shinoda en Izumi. / Tu resentida hoja de kudzu» (Meyer, 2018: 182).

Fig. 3. Utagawa Ichiyusai Kuniyoshi: Kuzunoha, del libro Azuma nishiki-e (1860s).
Los cuentos de kitsune metamórficos suelen terminar según este patrón narrativo: en un descuido, la sombra de la mujer, o más comúnmente su reflejo, revela la imagen de un zorro y entonces ha de abandonar a su familia y volver al bosque. No quiere decir esto que la auténtica esencia fuera la del animal y esta quedase al decubierto como cuando se desvela un engaño. Esto sería incurrir en una fácil malinterpretación de la historia. Téngase en cuenta que una metamorfosis no es un disfraz. Este presupone una esencia auténtica escondida tras el disfraz. Así pues, no consiste en ocultar la identidad verdadera con una máscara ficticia, sino hacer de la máscara la identidad. El kitsune, transformable por definición, habita este término medio. Su apariencia es su identidad. Sabe construir su esencia en una superficie vacía, donde encarna un ser ausente que se formaliza como mujer o como zorro dependiendo de la determinación. El kitsune, al igual que el espejo, no contiene identidades potenciales, sino que es potencia, y en esa medida solo puede entenderse como vacío y como identidad que se ausenta. Por lo tanto, la enseñanza del cuento es, más bien, que el kitsune vive entre dos mundos sin pertenecer a ninguno; va y viene y su identidad es según la facticidad, esto es, si está con su familia humana o si regresa al medio silvestre. Con lo cual, el zorro ilustra el perfecto cruce de caminos: ni humano ni animal, ni doméstico ni salvaje, fantasmal por momentos, viaja entre el reino de vivos y muertos. Lo encontramos, pues, al margen de cualquier identidad cerrada. Tal cosa no comporta motivo de sorpresa, pues un kitsune se considera un tipo de yokai, como así se designan los demonios, monstruos, fantasmas y demás criaturas fantásticas del folclore japonés. Los yokai se definen por su tendencia a la transformabilidad y por ocupar la frontera entre dioses y humanos, lo cual encaja con la tarea del zorro12. En los kitsune se produce además una circunstancia llamativa: su referida ambigüedad se acusa hasta el extremo de sintetizarse casi por completo con el propio kami (Bathgate, 2003: 76). Es frecuente que se confunda al zorro mensajero de Inari con la divinidad, y así muchos fieles rezan a las estatuas de kitsune que flanquean la entrada de los santuarios como si fuesen Inari13. [Fig. 4] Pudieran funcionar entonces de la misma manera que el espejo, que debe adorarse como si fuera Amaterasu.

Fig. 4. Santuario de Inari en Ikuta, Kobe, precedido por la estatua de un kitsune.
Dicho esto, es muy significativo que sean los zorros los animales que custodien el espejo sagrado en los altares sintoístas, pues existe la costumbre de colocar dos figuritas de kitsune blancos a cada lado del espejo. Así, aunque el zorro sea el mensajero de Inari, también se dispone como el protector del espejo. [Fig. 5] En otras palabras, se erige en el guía que conduce a los fieles al encuentro con el kami, o lo que es lo mismo, en el responsable de facilitar el acceso a la transformación en la construcción. Los kitsune constituyen así la antesala del ser. Si investigamos el motivo mitológico de la relación de los zorros con la divinidad sintoísta del sol, comprobaremos que procede de China, donde se rastrean los orígenes de la iconografía de este animal que luego se adoptó en Japón. Abundan en China las historias de mujeres-zorro y del zorro de nueve colas (huli jing) que destaca por su ambigüedad y transitoriedad y por mediar como psicompos entre el mundo terrenal y celestial, ya que al vivir en cuevas tiene contacto con la realidad de ultratumba (Faure, 2016: 133). Por otro lado, la propia Amaterasu deriva de un personaje de la mitología china: la Reina Madre de Occidente, llamada Xi Wang Mu, a quien se representa con el cabello enmarañado, con colmillos de tigre y cola de pantera, acompañada por un zorro de nueve colas. Deidad agresiva al principio, su figura varía y va endulzándose con el tiempo hasta llegar a conceder la inmortalidad a los hombres (Birrell, 2005: 48). Gobierna las altas montañas y da la bienvenida a las almas de los difuntos que llegan al paraíso. El culto a la Reina Madre de Occidente es versátil y se desarrolló hasta ocupar el puesto principal en el santoral taoísta (García-Noblejas, 2007: 399), lo que la emparenta con Amaterasu como diosa suprema del sintoísmo. Una última referencia que constata la profunda conexión de los zorros con Amaterasu es la diosa budista Dakiniten, que monta un zorro volador como los mensajeros de Inari, pues en Japón, Dakiniten se considera literalmente el espíritu del kitsune (Nozaki, 1961: 169). Esta deidad conoce con antelación la hora de la muerte de cada persona, y devora el nin-o, parecido a un bezoar alojado en el corazón humano, y así une el mundo de los vivos y el más allá, desembocando en una amalgama de rasgos entre Amaterasu e Inari14.

Fig. 5. Harukawa Goshichi: Espejo con el diseño de un zorro de nueve colas (1870).
Con estos precedentes, tiene sentido identificar la hibridez, multiplicidad y doble corporeidad como rasgos de los kami, que lo mismo son divididos en porciones según se necesite, que se venera al zorro como si se tratase del propio kami. Los kitsune no solo protegen el espejo sino que, como se ha indicado, sus estatuas suelen estar a la entrada de los santuarios, junto a los torii, las reconocibles puertas adinteladas por las que se accede a los lugares sagrados del sintoísmo [Fig. 6]. Estas estructuras marcan un límite invisible, una frontera, el paso de un mundo a otro, el devenir del estado pagano al sagrado. Son, pues, un indicador de cruce de caminos, otro umbral que anuncia una mutación. Son puertas aparentemente en medio de la nada, pero actúan como altos en el camino, como puentes de conexión. El torii no representa un punto de llegada, sino de partida; es la entrada a la construcción del ser. «Es un acceso tangible a una intimidad con el mundo, con las personas y con uno mismo» (Kasulis, 2012: 38). El torii conecta y comunica, permite que el caminante fluya. Solo una vez pasando el torii llegaremos al espejo que aguarda en el altar. Como podrá suponerse, los kitsune son quienes mejor conocen este camino. Un camino en el que las ágiles patitas de los zorros no dejan huellas. En esta senda son ellos los cicerones, los ángeles de la guarda del camino, que nada tienen que ver con el guardabosque o el leñador heideggerianos, que conocen como la palma de su mano los caminos de bosque que se internan en lo profundo. Los kitsune en este sentido son como la divinidad a la que se asocian: «Inari seems particularly adept at spanning, moving, and adapting» (Smyers, 1999: 216). De ahí que en el cumplimiento de su labor, los zorros se tornen un signo ambiguo y fuente de mensajes ambivalentes e interpretaciones subversivas (Bathgate, 2003: 31). Por tanto, en la figura del kitsune, mensajero nómada y metamórfico, se ha visto un instrumento hermenéutico polivalente; un signo sin origen en tanto que elemento metasemiótico:
As both a metamorph and a trickster, the shapeshifter fox personifies the challenges —ontological as well as epistemic— posed by transformation and duplicity in virtually every arena of human experience, and provides those skilled in the arts of signification with an idiom through which to represent, and thus respond, to those challenges. Foremost among these are the challenges inherent in the cultural enterprise itself, and the shapeshifter fox often appears to function as what might be called a «metasemiotic figure», a sign used to signify signification itself (Bathgate, 2003: 26).

Fig. 6. Estatuas de kitsune flanquean el torii de acceso a un santuario dedicado a Inari.
Ahora se comprende finalmente que la metamorfosis del kitsune no es un disfraz, sino un recurso metasemiótico: un signo que, carente de carga sígnica, autoconstruye su significación en una tarea transformativa. Un signo desubstancializado que, aun más, se autoinmola, desaparece, se hace presente por ausente. La interpretación ante el espejo solo cabe imaginarla como signo vacío y transformación en una construcción:
Transformación no quiere decir alteración, por ejemplo, una alteración particularmente profunda. Cuando se habla de alteración se piensa siempre que lo que se altera sigue siendo, sin embargo, lo mismo y sigue manteniéndose como tal. […] En cambio, «transformación» quiere decir que algo se convierte de golpe en otra cosa completamente distinta, y que esta segunda cosa en la que se ha convertido por su transformación es su verdadero ser, frente al cual su ser anterior no era nada. Cuando decimos que hemos encontrado a alguien transformado, solemos querer decir justamente eso, que se ha convertido en una persona distinta. […] Nuestro giro «transformación en una construcción» quiere decir que lo que había antes ya no está ahora. (Gadamer, 1999: 155)
Dice Gadamer que la transformación no es el «cambio de ropaje» de una esencia auténtica que se hace pasar por otra. Tal sería, de hecho, el caso del kitsune, que no se limita a disfrazarse sino que deviene otro, aunque la suya sea, por demandas del cuento, una transformación reversible. Sabemos que su identidad humana no es más verdadera que la animal. La esencia del kitsune es la metamorfosis misma, potencia como vacío, ser evanescente. En suma, «shapeshifters tend to suggest that their transformations are strictly limited to the level of surface appearance» (Bathgate, 2003: 93). El kitsune manifiesta que la identidad se forma en el espejo. La suya es una identidad superficial, solo existe en la superficie reflectante. Ya se dijo que la apariencia (la imagen especular que aparece) es la esencia. Por tanto, lo que muestra realmente su reflejo es que se trata de una mujer y también de un zorro, surgidos en sus respectivas facticidades sin remitir a una potencia cargada de ser que contenga dichas identidades. Y así evidencia que no existe esencia originaria salvo aquella que se ausenta. «In contrast, the deceptive shapeshifting of foxes is marked by its fundamental lack of content. Instead of the hidden truth signified by expedient manifestations, in deceptive shapeshifting there is only another outward form» (Bathgate, 2003: 93). En esta tesitura, el hecho de que el kitsune sea descubierto al final del relato da síntomas de una apariencia que construye identidad, y no de una apariencia que deja al descubierto la identidad verdadera que mantenía en secreto el zorro. En este sentido, el kitsune va un paso más allá de Heidegger, quien insiste en teorizar el ser como desencubrimiento: acude a la alétheia como desvelamiento del ser y argumenta que la apariencia es uno de los aspectos que oculta la esencia, que no es otra cosa que «estar-al-descubierto». Sostiene que ambos se pertenecen mutuamente, pues donde hay apariencia hay estado de descubierto y al revés. Afirma incluso que estar descubierto no posee más carga ontológica que la apariencia15. No obstante, a pesar de su intento de equipararlos en la inmanencia, Heidegger persiste en el paradigma del disfraz, puesto que no renuncia a la auténtica esencia que reside tras la apariencia, aunque dicha esencia no sea más que su «estar al descubierto». Esta substancia que Heidegger pretende desubstancializada está sobrecargada de metafísica subliminal. En cambio, el kitsune afirma que el ser no consiste en desvelar, desencubir, una esencia, por fáctica y polifacética que sea. Es más, diría que el ser no es estar al descubierto, sino la cobertura misma, solo la apariencia que ya no encubre nada. En resumen, que el kitsune sea descubierto no pone al descubierto su identidad auténtica escondida sino que subraya su ser como pura transformación.
Así las cosas, se produce el advenimiento del régimen ontológico de la apariencia verdadera. Esta conjunción contradictoria solo puede ser auspiciada por Hermes o por un kitsune. Ya sabemos que ambos son unos perfectos embusteros. Aficionados al ardid y la burla, sin embargo su engaño conlleva la verdad. Se trata del signo metasemiótico aludido anteriormente: un signo que engaña en la medida en que se revela como vacío, pero al hacer esto comunica efectivamente el ser, aunque este figure como ausente. Tal sería la moraleja del espejo: solo la apariencia es fuente de esencia. Este signo engañoso puede deducirse incluso a partir de las posesiones de los zorros: «The revelation of spirits, in other words, constitutes a particular sort of sign, one in which the tenuous connection between signifier and signified, medium and message is frequently exemplified by the shapeshifting of figures like the fox» (Bathgate, 2003: 79). Así, el signo vacío que promueve la hermenéutica del kitsune oscila como el propio animal, entre el significante y el significado, cuyos límites no cesa de emborronar. Se trata, por así decir, de un signo in-between. Ocurre de esta forma en las sesiones de adivinación y espiritismo del kokkuri, una especie de juego de la güija en el que un espíritu zorro se comunica con los participantes, quienes deben interpretar sus arcanos mensajes, abiertos, por lo tanto, a lecturas diversas16. Aquí de nuevo el kitsune media entre el mundo de los humanos y los espíritus, acarreando mensajes sujetos a interpretación. El propio juego kokkuri tiene un carácter fronterizo. Surge como adaptación foránea en una época de inseguridad y redefinición identitaria, cuando Japón afronta la difícil situación de armonizar su pasado tradicional y folclore animista con la mentalidad occidental a la que comenzaba a abrirse el archipiélago. «As a site of both conflict and collusion, Kokkuri signifies in-betweenness» (Foster, 2008: 87). El propio hermetismo del juego invita a imaginar al kitsune como un daimon hermético sobre los que escribía Hermes Trismegisto, quien pareciera referirse a Amaterasu y su cohorte de zorros:
El Sol tiene, a su alrededor, numerosas legiones de daimones, parecidos a diferentes ejércitos que, cohabitando (con los mortales), sin embargo, no se hallan distantes de los inmortales y desde lo alto, después de haber recibido como dominio la región de los humanos, vigilan sus asuntos y llevan a cabo lo que les mandan los dioses […]. Dispuestos de tal modo, se hallan al servicio de los astros, y son buenos o malos según sea su naturaleza, es decir, por lo que hace a sus actividades —pues la esencia de un daimon es su actividad— y algunos de ellos son, a la vez, buenos o malos según las circunstancias. […] Se instalan en el interior de nuestros músculos y en nuestras médulas, en nuestras venas y en nuestras arterias, incluso en el mismo cerebro, y penetran hasta lo más hondo de nuestras entrañas (Trismegisto, 1997: 246-248).
Al kitsune le sucede como al daimon, que su esencia es su actividad. Aunque más que como un daimon mejor pudiera visualizarse en forma de ángel. Hermes es, no en vano, un dios angelical. Tocado de alas, revolotea incesante en el cruce entre lo divino y lo humano, ámbitos que pone en conexión e induce a que se interpreten mutuamente. El ángel es el mensajero por excelencia. No extrañará entonces que Michel Serres equipare el rol de Hermes y los ángeles. En su opinión, el método de Hermes consiste en exportar e importar, atravesar y conectar, hacer fluir y poner en comunicación. Como planteaba Vattimo en línea del pensamiento débil: «El verdadero ser no es, sino que se envía (se pone en camino y se manda), se trans-mite» (Vattimo, 2000: 29). Hermes no es un dios creador omnipotente fuera del mundo; su modelo no es el Sol de la idea platónico-plotiniana del cual emana la luz creadora. Al contrario, se trata de una miríada angelical pululando por doquier17. En su vuelo, traslada mensajes encriptados que requieren interpretación. Hermes nunca ha sido un dios trascendental, más bien mundano y pedestre, imbricado en el devenir de los hombres, y al igual que los ángeles, se sitúa a caballo entre el mundo terrestre y celestial. Se dedica a viajar, dice Serres, de cruce de camino en cruce de camino, en el lugar de las interferencias, donde no hay referencia a la que acudir (Serres, 2000: 60). Esto explica que Hermes sea considerado un dios del in-between18. Esta cualidad está muy presente en el culto al kitsune (Kang, 2005: 75). Los caminos del kitsune son los mismos caminos plagados de interferencias por los que transita Hermes. Caminos que conectan sucesivas situaciones fácticas, de modo que el ángel mensajero opera, en la expresión de Serres, como un intercambiador entre varios polos. En calidad de mediador, transforma y transgrede los contenidos que conecta. Entonces, la última pregunta que se formula Serres no puede ser otra que la duda retórica sobre el yo, a la cual responde con la idea del intercambiador: soy un nudo de emisión y recepción que absorbe y redistribuye con posibilidad de cortocircuito. En resumen, ser un intercambiador es comunicar el vacío del ser, el signo sin sentido, la identidad ausente, el ser en blanco -potencial vaciado como un comodín- a los pies de la estatua de Hermes, o del kitsune:
Who am I? A blank domino, a joker, that can take any value. A pure capacity. There is nothing more abstract. I am just the plain whore of the thoughts that accost me. I wait for them, morning and evening, at the crossroads, under the statue of the angel Hermes, all wind and all weather (Serres, 1995: 31).
III. Alumbrar una ontología débil
«Hermes’s great enterprise continues»
(Serres en Serres y Latour, 1995: 74).
Decíamos antes, a partir de Michel Serres, que el ángel no se rige por un dios superior que irradia su luz creadora y así infunde vida a todo lo existente. Los kami tampoco son dioses de este tipo. La divinidad suprema del sintoísmo, la diosa del sol, no encarna un poder trascendente. De hecho, el relato de la creación en la cosmogonía sintoísta destila un alto componente de inmanencia causal y multiplicidad. Cuentan las fuentes míticas que Amaterasu rompió la espada de su hermano Susa no Wo y masticó los fragmentos. Al soplar nacieron cinco deidades femeninas, en respuesta a lo cual Susa no Wo masticó la cinta de cuentas de jade que ataba el cabello de Amaterasu, su corona y pulseras, y al soplar nacieron cinco deidades varones. Así que podría decirse que el reflejo solar de Amaterasu no constituye exactamente una fuente de luz unívoca y trascendental. Sus rayos espejean, fugitivos, en una superficie esquiva. Pero sí se puede afirmar que su luz alumbra. Cuando por fin abrió la puerta de la cueva, su luz volvió al mundo, el cual, durante el enclaustramiento de la diosa, había permanecido sumido en una oscura noche. Por lo tanto, la luz de Amaterasu ciertamente ilumina el proceso de autoconocimiento, pero no da a luz una esencia permanente. Conviene recordar aquí que el alumbramiento de Amaterasu no es mayéutico: Sócrates sacaba a la luz una esencia ya presente en el interior del sujeto, mientras que Amaterasu procede a construirla desde cero, desde el vacío originario, según refractan los rayos que inciden en la superficie especular. Así pues, la diosa no ejerce como partera, pero sí proporciona sus resplandecientes tesoros -el espejo y las joyas- para que a partir de estos nazcan infinitas identitades. Las joyas, en concreto, refrendan la función del espejo sagrado, pues al igual que este son una especie de receptáculo corporal-espiritual para el kami. De hecho, las joyas aparecían ya junto al espejo en la leyenda de la cueva:
De las ramas más altas de su copa [del árbol sakaki] los dioses mandaron colgar el largo rosario de cuentas de jade; de las ramas del medio colgaron el gran espejo; y de las ramas más bajas ataron dos telas, una blanca de algodón y otra azul de lino (Kojiki, 2012: 76).
La joya suele definirse como una perla o piedra esférica que puede tener forma de una coma (magatama) o de cebolla. Con este aspecto aparece en la punta de la cola de las estatuas de los kitsune. Como no podía ser de otra manera, joya y zorros están íntimamente hermanados, siendo la fuente de poder de estos animales, la cual les permitía metamorfosearse y adquirir vida eterna, una creencia heredada de la mitología china (Smyers, 1999: 126). Un elemento que les relaciona es concretamente el jade, material del que estaban hechas, no por casualidad, la horquilla que sujetaba el pelo de la Reina Madre de Occidente y las cintas y adornos de Amaterasu. En China se pensaba que los zorros celestiales vivían en lugares ricos en jade (Ning y García-Noblejas (eds.), 2000: 107-108). Uno de estos enclaves era la cordillera de Kuenlun, el señorío de la Reina Madre de Occidente, donde podían encontrarse las hierbas de la inmortalidad (Shaughnessy, 2005: 23; Birrell, 2005: 58). Al jade se le atribuían, de hecho, valores ultramundanos: se acostumbraba a poner un fragmento en la boca de los muertos o se forraba el ataúd con planchas de jade para evitar la descomposición. Por eso se creía que la mítica joya tenía el poder de devolver la vida. He aquí que los kitsune son capaces de producir ellos mismos la misteriosa piedra. Un relato japonés narra que un campesino que volvía de noche a casa vislumbró una cuenta de cristal luminosa flotando en el aire. Intrigado, se escondió y observó que el responsable era un zorro que estaba preparando el elixir de la vida. Cada vez que expulsaba la respiración salía de la boca del animal una bola de fuego que iba subiendo hacia la luna. Cuando tomaba aire, la esfera descendía y así repetía el proceso una y otra vez. En un descuido, el hombre le arrebató la esfera y se la tragó.
A partir de ahí el campesino pudo hacerse invisible, ver a los espíritus y a los demonios y estaba en tratos con el otro mundo. Cuando la gente estaba inconsciente a causa de una enfermedad, podía volver a llamar a sus almas a la vida y, si alguien había cometido algún pecado, interceder por él (Wilhelm, 1997: 156).
Como puede apreciarse, la joya irradia el don del kitsune, a saber, la capacidad hermenéutica del psicompos, encargado de interpretar y mediar entre mundos. Variantes de esta historia se hallan también en la cultura coreana, donde el zorro de nueve colas se denomina gumiho. Se cuenta que para ascender al cielo, un gumiho tenía que conseguir la fuerza vital de cien hombres. Con este objetivo debía pasar una joya de su boca a la del hombre, y aquella le sustraería la energía. En cierto modo recuerda al bezoar que engullía Dakiniten, en cuya mano estaba también el poder de quitar la vida o conceder la inmortalidad. En concreto, la joya fabricada laboriosamente por el zorro suele describirse como una bola roja salida de los fuegos fatuos que emite el animal19, y que este usaba para gastar bromas por la noche a los desorientados viajeros (Casal, 1959: 10). Por tanto, lo que produce el zorro no es una piedra cualquiera sino la joya de la trasmutación que hace posible la transformación ontológica, caracterizada aquí como el paso a la vida eterna20. Al igual que la experiencia del orante trasmutado frente al espejo, acontece el tránsito humano a la divinización, es decir, el devenir kami, pues devenir inmortal no es otra cosa que recorrer el cambio inagotable del yo. La inmortalidad que persigue el kitsune entronca con la alquimia taoísta (Kang, 2005: 51) y alude, en general, al proceso de descubrir en uno mismo la cualidad transformadora de nacer como otro. Descrita como una perla o piedra de jade, su apariencia es incolora, vacía de color, pero puede ser todos los colores que recibe y hace fluir. La joya es, pues, una extensión del espejo.
As shining, pure reflection of light, the mirror stands as a perfect metaphor for Amaterasu. In the same manner, seeing the exact double of oneself reflected in a mirror brings to mind the idea of self outside the normal boundaries of the self (Dumpert, 1998: 27).
En esta línea, al abordar la formación de la identidad autocomprensiva del sujeto ante el espejo, ya se ha explicado que no se trata de encarnar una bien delineada imagen como imposición autolegitimada, pero tampoco consiste exactamente en ser el espejo mismo. En otras palabras, no se trata de asimilar la relatividad del espejo, sino más bien de llegar a ser la identidad del Dasein que aparece en su superficie en cada ocasión. Así se define, como se señaló en la introducción, la esencia dispersa que el sintoísmo logra sistematizar. Pues bien, esta esencia es lo que llamamos devenir kami. Y devenir kami es metafóricamente devenir luz, o sea, la alquimia que nos convierte en la luz de la diosa. Los rayos de Amaterasu caen sobre el espejo, luz iluminadora pero escapista, de «fulgores fugaces y perezosos», tal y como describe Tanizaki (2015: 37) la luz huidiza que resbala sobre el jade. Por tanto, nos interesa ahora pensar en la luz que refracta en el espejo. «Ya no es el espejo, ni el espejeo, es la luz en su fuente y en su producción nuclear» (Serres, 1991: 52). Es curioso que esta luz mantenga concomitancias con la que nace en el claro de bosque heideggeriano. La luz a la que alude el filósofo se define como iluminación (Lichtung) y se caracteriza por un velamiento-desocultamiento. Como la luz evasiva en la superficie opalina del jade, ilumina pero a la vez busca resguardo en las sombras. Esta luz se muestra, pues, en el juego de ocultarse-desvelarse como ambiguo despejamiento de una clara noche21. De un lado, el claro de bosque es el lugar abierto donde acontece el evento (Ereignis) del Dasein, pero este estar abierto —estar iluminado—, que es darse el ser como desencubierto, lo es solo en tanto que auto-ocultación. Dada esta doble dinámica, comprobamos por fin que el desvelamiento de la alétheia no es necesariamente un disfraz y que en esa medida encaja con la actividad metamórfica del kitsune, que mostraba su identidad ocultándola. La apertura se da, en todo caso, como iluminación, que bajo el símil del lumen naturale, indica que un ente está iluminado por sí mismo, al estar-en-el-mundo, y no porque sea el reflejo de la luz verdadera de una entidad divina, sino porque él mismo es la iluminación divina, divina en cuanto humana.
Heidegger no presupone un dios que enuncia la palabra creadora —¡hágase la luz!—, recibida después por el sujeto, quien resulta iluminado por la verdad del verbo esencial. Aquí se plantea la iluminación humana como iluminación originaria (Berciano, 1992: 440), a lo cual el sintoísmo añadiría que la iluminación originaria es no-originaria. Recordemos que la posibilidad interna del ente que confluye en el Dasein no es sino vacía22. Como también la del propio ser; Amaterasu es una diosa inmanente, presente en el espejo en tanto que ausente. Por tanto, no estamos ante el espejo de una deidad absoluta que envía su iluminación a los hombres, sino ante luz humana, luz sin esencia que se produce en el reflejo. La luz propia del Dasein no debe verse como metafísica, pues es luz contingente. No es la luz de cierto misticismo neoplatónico23. Consiste en otro tipo de iluminación, dícese, otro modelo de autointerpretación; otra hermenéutica que ilumina un yo naciente a cada rato, divino por humano e inmortal por constructivo. Quizá la metáfora visual de este alumbramiento sean estampas japonesas de temática pornográfica que ilustran imágenes de vaginas de cuyo interior brotan rayos de sol. Cuentos populares japoneses se inspiran en este motivo. Cuenta la leyenda que una mujer dormía la siesta a la orilla de un lago cuando los rayos del sol penetraron en sus genitales. Al despertarse, se encontró encinta y parió una bola de color rojo. Un hombre que pasaba por el lugar lo vio todo y le pidió la bola, que entregó al hijo del rey. Esta se transformó en una bella muchacha que el príncipe convirtió en su esposa, pero un día, tras una discusión, la mujer decidió volver al país de sus familiares, los dioses (Kojiki, 2012: 196-197). Este tipo de relato recuerda a aquellos de la bola roja de los kitsune y a las historias de las mujeres-zorro, e insiste en subrayar la alquimia transformativa de la refracción solar que ilumina la divinización. Si en virtud de esto podemos hablar, pues, de devenir luz, o devenir kami, cabe formular entonces una ontología débil, y por extensión, una hermenéutica del declinar, tomando prestadas las expresiones de Vattimo. El filósofo se refiere al pensamiento débil como mecanismo de la nueva hermenéutica que marcará el final de la metafísica mediante el declinar de sus estructuras y la desvalorización de los fundamentos objetivos (Rodríguez, 2002: 252).
Precisamente en el texto Hacia una ontología del declinar, Vattimo menciona la conocida tesis de Heidegger según la cual Occidente (Abendland) no designa solamente el lugar geográfico de nuestra civilización, sino el poniente del ser, sitio ontológico del ocaso. Considerando que el ser se desvela en tanto que se oculta, Vattimo transforma la fórmula de Heidegger en esta otra: Occidente es la tierra del ocaso, y, por eso, del ser.
Y así, Occidente no es la tierra en la que el ser se pone, mientras en otra parte resplandece (resplandecía, resplandecerá) alto en el cielo de mediodía; Occidente es la tierra del ser, la única, precisamente en cuanto es también, inseparablemente, la tierra del ocaso del ser (Vattimo, 1992: 47).
Si Occidente es el lugar donde se pone el sol, es decir, donde se oculta el ser, también es donde este se descubre. Pero por este mismo sistema, la tierra de Oriente, en concreto la del sol naciente, es la tierra del ser, produciéndose el fenómeno contrario: ya que aquí nace el ser, es a la vez donde este se oculta. Además, es en este lugar donde brota la luz de Amaterasu pero también donde se retira al interior de la cueva. Diríase que Oriente es la piedra de toque del pensamiento heideggeriano. Tres conceptos clave de tipo oriental se interrelacionan en su obra: el claro (Lichtung), la nada (Nichts) y el vacío (Leere), que sirven a Heidegger para afirmar en numerosas ocasiones que ser y nada son lo mismo. Sin embargo, hasta el segundo Heidegger, nada siempre es algo24. A diferencia de la Nada oriental, la de Heidegger no está vacía de substancia hasta que argumenta su desfondamiento a partir del estudio de la proposición del fundamento. Ante la pregunta de la metafisica «¿por qué es lo ente y no más bien la nada?», Heidegger responde: «Nihil est sine ratione. Nada es sin fundamento. Nada, cosa que aquí quiere decir que, de todo aquello que es de alguna manera, no hay nada que sea sin fundamento» (Heidegger, 2003: 26). Pero seguidamente percibe una dualidad en el seno de la propia proposición, dos tonalidades, expresadas de forma afirmativa y negativa. La primera se refiere al ente, la segunda al ser. Con esta última Heidegger se plantea la necesidad de vaciar el ser. Finalmente, procede a desfundamentar el fundamento:
Al dilucidar por vez primera la segunda tonalidad de la proposición del fundamento quedó dicho: ser y fundamento: lo mismo. Al mismo tiempo, quedó dicho: ser: el fondo-y-abismo. […] En la medida en que el ser abre su esencia como fundamento, no tiene él mismo ningún fundamento. Y ello, sin embargo, no por el hecho de que se fundamente a sí mismo, sino porque toda fundamentación -y también, y justamente, la fundamentación por sí mismo- sigue siendo inadecuada al ser como fundamento. Toda fundamentación, toda apariencia de fundamentabilidad, tendría que deponer al ser, hasta hacerlo algo ente. Ser se queda como ser-carente-de-fundamento. El fundamento -entendido como un fundamento que por vez primera fundamentara al ser- queda pendiente y distante del ser. Ser: el fondo-y-abismo (Heidegger, 2003: 153).
El fundamento se visualiza ahora como un abismo. Resulta de ello un fundamento sin fondo, un fundamento abisal. Ya sí el ser heideggeriano puede equipararse a la Nada, pues ha obtenido un ser indeterminado y también vacío. «En realidad, con el “ahí” del ser, con la aletheia, solo se expresa que la nada no es, y no que es esto pero no aquello» (Gadamer, 2002: 380). No obstante, todavía no alcanza la complejidad del espejo sintoísta, el cual no solo vacía sino que también ausenta el ser, mientras que Heidegger desfundamenta el ser pero no lo elimina. Así pues, a pesar de las afinidades del último Heidegger con el pensamiento oriental —ampliamente estudiadas desde el taoísmo y el budismo zen, pero rara vez en relación con el sintoísmo— el filósofo no logra prescindir de la huella aún latente del ser, y se limita a introducir un giro mediante el cual deja a la esencia sin substancia, al ser sin fundamento:
[…] ¿qué significa, pues, ser? Respuesta: ser significa fundamento. Con todo, la proposición del fundamento, en cuanto palabra acerca del ser, ya no puede querer decir: ser tiene un fundamento. Si comprendiésemos la palabra acerca del ser en ese sentido, entonces nos representaríamos al ser como un ente. Solo él tiene un fundamento y, además, necesariamente. Él es solo en cuanto fundando. El ser, sin embargo, por el hecho de ser él mismo el fundamento, queda sin fundamento (Heidegger, 2003: 167).
Como se recordará de páginas anteriores, Heidegger había tenido éxito al evitar la trascendencia, pero no la metafísica, ya que mantenía el ser lleno de substancia a pesar de su inmanencia. Esto cambia en el momento en que el filósofo se decide a aligerarlo de la citada carga. Con ello hace efectivo un vaivén de considerable impacto en el modo en que la tradición filosófica de Occidente se acercaba a la comprensión del ser, y sobre todo inaugura, aun sin fundamento, y precisamente por eso, la singular fundamentación de la hermenéutica del declinar y su inherente ontología25. A pesar de lo dicho, Vattimo, quien celebra el logro heideggeriano en línea del nihilismo posmoderno, aún sospecha que Heidegger no termina de desligarse del todo de la metafísica con esta propuesta, en la medida en que la desubstancialización del ser se efectúa solo en tanto en cuanto se somete a una cobertura óntica26. Sea como fuere, Heidegger ha superado las mayores incidencias metafísicas, incluida la tenencia de ser en el ámbito de la posibilidad, que por fin se libera de fundamento y así pone las bases del ser ausente. La potencia es vacía precisamente por ser potencial, como reclamaba el espejo sintoísta. Puede afirmarse que el borramiento del ser que procura el sintoísmo lleva entonces a su plena resolución el desfondamiento de la ontología débil desarrollada a partir de Heidegger.
IV. Coda: Por una hermenéutica herética
«El sinto shuha es fronterizo»
(García, 2021: 118)
El claro iluminado de bosque, siendo el espacio de la apertura y el ocultamiento, es además, por esta misma razón, el lugar del cruce de caminos, de la interferencia27. Es el enclave de la luz —en el cual devenimos luz— que, sin necesidad de éxtasis místico, se constituye en el espacio del anonadamiento, o sea, la apertura en la que llegamos a ser la Nada: «El Ser anonada (nichtet) —en cuanto a Ser. En el Ser, eso-que-anonada (das Nichtende) es el tener-lugar (Wesen) de aquello que yo llamo Nada» (Heidegger en Saviani, 2004: 48). El claro es donde anonadarse en la luz. Constituye el terreno para el aniquilamiento, en el que fusionarse, agostarse, en la luz. También es el sitio de la sorpresa, resultado del encuentro con el ser que somos en la vacuidad de la potencia. Por eso, en el claro es donde se produce la admiración, pues sin esta no es posible el anonadamiento. Precisamente la clave que explica la experiencia sintoísta es una exclamación de asombro, un ¡ah! sorpresivo que testimonia el autorreconocimiento del sujeto. Dicho asombro puede producirse ante un paisaje o un elemento natural sobrecogedor o misterioso, pero también ante una persona o animal, un objeto o una obra creada por el ser humano (Kasulis, 2012: 31). Cualquiera de estas posibilidades induce a pensar en la experiencia sintoísta como semejante a una experiencia estética. Una idea parecida se extrae del libro de Adolfo García Ortega titulado La luz que cae, un ensayo dedicado a la figura ficticia de Hiroshi Kindaichi, pensador japonés del siglo XVIII, supuesto autor del Tratado de sintoísmo herético. García Ortega se sirve de este personaje para plantear un acercamiento personal al sintoísmo, que denomina herético, conocido como shinto shuha. Los rasgos que definen esta versión del sintoísmo suponen una extensión coherente de su animismo original, que se expande hasta armar lo que podría ser prácticamente el sistema de una hermenéutica alternativa, valga decir, una hermenéutica herética, o sencillamente, vacía.
Particularmente lo herético de este sintoísmo se concentra en la forma de entender a los dioses y la relación con ellos, lo que supone una manera propia de concebir el ser, los entes y la comprensión del yo. En pocas palabras, para el sintoísmo shuha, el ser de los kami no es una esencia que esté concluida, de lo cual se encargará cada sujeto en una interacción personal e intransferible, de modo que, por así decirlo, cada persona, en su relación con el kami, termina al kami. Este no reviste una esencia trascendente, unitaria y permanente, dada de antemano como cerrada y conclusa, sino que representa un ser polivalente y constructivo manufacturado en colaboración con el sujeto en un encuentro dialógico, circular, como el propio espejo que propicia dicho encuentro. Uno frente a otro, trazan un círculo -véase como un enso- de mutua transformación constructiva. El kami necesita de esta relación hermenéutica para ser kami. Esta completitud esencial es sin embargo puntual y efímera aun siendo eterna. Así es como se resume la confluencia del Dasein neutral y el Dasein fáctico, o sea, la trascendencia en la inmanencia de un dios que se hace humano y viceversa. El dios necesita a su fiel para ser dios. «Los kami, así vistos, son un indicio por desarrollar, un camino por recorrer. “Los kami están inacabados; es la mente humana la que ha de culminar su significado”, decía Kindaichi» (García, 2021: 102). En esto se traduce el «sacrilegio» del sintoísmo herético, en afirmar que la esencia se construye. No en vano, ya se dijo que el sintoísmo era una fe sacrílega. Así entendido, lo que enseña el sintoísmo shuha es, en suma, la lección de la hermenéutica del espejo. En el diálogo esclarecedor ante el espejo sagrado —o ante cualquiera de sus sinónimos: naturaleza, paisaje, obra de arte...— es cuando se produce el asombro, cuando se profiere la exclamación que ratifica la iluminación.
Se necesita este asombro para conferir su estatuto ontológico al kami, ya se trate, como se anunció, de una cascada, de una roca o de un árbol. Solo por este asombro el kami es kami. Solo gracias al orante, Amaterasu se hace presente en el espejo y su luz cae por la superficie, iluminando el diálogo circular que allí tiene lugar. Como sabemos, la luz que cae es la luz de la diosa, pero con origen en la iluminación natural no interna -o mejor dicho, vacía- del Dasein. Por eso, esta luz no cae sobre el mundo de las cosas creadas desde un origen trascendente. Al contrario, incide en lo que desde el inicio se identificó como propio del sintoísmo: la falta de trascendencia de los kami:
La superioridad del kami ya no es transcendente, sino que sale de uno mismo. No es que uno mismo sea alcanzado por el kami (o el dios, como lo llaman otros), sino que el kami lo es porque uno mismo lo determina y crea a su voluntad […] son «mis» kami. […] Mantendrá los conceptos de pluralidad y simultaneidad, pero eliminará el de trascendencia. […] Por así decir, tan solo en la relación entre el kami y yo, el kami es kami (García, 2001: 49-52).
Entonces, si un kami es tal porque alguien le concede este estatuto, tiene sentido que el sintoísmo se conozca como la religión de los ocho millones de dioses, es decir, de los infinitos dioses. Además, si en esto consiste su funcionamiento, es lógico pensar que el sintoísmo no encaja del todo en la definición habitual de religión, a causa de su marcado carácter personal que hace que cada cual elabore su propio panteón de deidades. Cada individuo tiene sus kami. Y dado que cada sujeto termina de hacer a sus dioses, habrá un dios diferente por cada sujeto. Ocurre así especialmente con Inari, que no solo varía por las incesantes particiones que multiplicaban su culto, sino que varía sobre todo individualmente. Cada cual rinde tributo a su propio Inari28. Existe, de hecho, la expresión «mi Inari» (watashi no O-Inari sama) que reza que si hay cien devotos habrá cien Inaris. «Inari is a different kami to each devotee, shaped by what each person brings of his own character, how he understands the world» (Smyers, 1999: 156). El kami será, pues, de una u otra forma en virtud del diálogo con el orante, estando este encuentro determinado por las circunstancias concretas que cada cual trae consigo en el momento de aproximarse al espejo. Lo dicho perfila claramente una suerte de círculo hermenéutico que recuerda incluso a los prejuicios gadamerianos:
Muchos y diversos kami velan por nosotros, y lo hacen en la medida en que cada uno de nosotros, en nuestra individualidad, hemos decidido otorgarle de buena fe esa cualidad […]. El principio de ese animismo es la reciprocidad de conciencia entre nosotros y los kami, generándose, de alguna manera, un diálogo permanente entre ambas partes. El kami puede ser un árbol centenario, y un cumpleaños, y un parque en otoño, y una travesía en barco, y una risa distendida, y la lluvia de un día de verano, y una carpa en el río, y una manzana en el alféizar de una ventana. He aquí algunas de esas «maneras» que uno mismo ha de descubrir y desarrollar para que ese diálogo exista y satisfaga, si desea ir hasta el final en el sintoísmo herético (García, 2021: 44-45).
No todo el sintoísmo admitiría con facilidad esta idea. Lafcadio Hearn distingue al menos tres ramas principales dentro del sintoísmo: el de culto estatal, culto comunal y culto doméstico, aunque son muchas más las variantes surgidas a lo largo del tiempo29. Para nuestros fines, sirva diferenciar el sintoísmo estatal (Kokka Shinto), que se designó como la fe nacional de Japón, y el sintoísmo sectario (Kyoha Shinto) integrado por trece sectas al margen del sintoísmo estatal, aunque sí reconocidas oficialmente. Esta diversidad deriva de una compleja trayectoria que empieza a dar síntomas en época medieval con el solapamiento de los kami y los cultos budistas, naciendo un nuevo sistema religioso conocido como Ryobu Shinto o Honji-suijaku30. Siglos después, sintoísmo y budismo se separaron abruptamente en época Meiji. De esta ruptura nació el mencionado sintoísmo estatal, que pretendía controlar el sintoísmo popular, por representar el Japón folclórico que deslucía el programa modernizador occidentalizante el gobierno Meiji (Yoneyama, 2019: 27). Previamente, en época Edo se había querido volver a un supuesto purismo del sintoísmo como la fe autóctona del país y establecer la identificación masiva de la población con estos preceptos. Con tal propósito se instituyó el movimiento intelectual Kokugaku, cuya figura más destacada fue Motori Norinaga (1730-1801)31. Esta corriente se convirtió en un referente durante la Restauración Meiji, en el intento de someter a férreo control el sintoísmo (Picken, 1994: 36). Incluso los modernos estudios de sintoísmo (Shintogaku) se ven empañados por cierto aire de nacionalismo imperialista resultante de dichos antecedentes. El iniciador de estos estudios, Tanaka Yoshito (1872-1946), erigió el sintoísmo en el sistema que regulaba todos los aspectos de la vida de los japoneses, y lo hizo coincidir con la senda imperial, así convirtiendo el sintoísmo en el espíritu de la nación y en una moral estatal (Isomae, 2014: 245). Como se indicó en la introducción, la idea del sintoísmo como fe nativa debe mucho a estos programas políticos que activaron una maquinaria cultural e ideológica para controlar de forma efectiva la producción de identidad. «Certainly, there was no Japanese religion called Shinto in ancient Japan. By implication, this means that the “pure Shinto” of modern times was not the product of a restoration, but a modern invention» (Breen y Teeuwen, 2010: 20).
En este panorama, no es casual que Kindaichi sea caracterizado como un discípulo rebelde de Norinaga. Según imagina García Ortega, una de las mayores discrepancias entre el padre del Kokugaku y el fundador del sintoísmo herético tendría que ver con el modo de entender a los animales. A diferencia de Norinaga, que desmerecía la función de estos como mensajeros de los dioses, considerándolos enviados sin más función ni substancia que la instrumental, Kindaichi estimaba a los animales como nexo activo y enlace comunicador que transformaba y traducía el mundo. No le sería extraño entonces considerar al kitsune el perfecto intercambiador metasemiótico encargado de anunciar un signo vacío32. La relación de Kindaichi con los zorros se perfila íntima y profunda. En una ocasión, cuando atravesaba el torii de acceso al santuario de Izumo, Kindaichi resbaló aparatosamente y, convencido de haber sido salvado de una mortal caída por la estatua del kitsune allí ubicada, decidió que el zorro sería el animal que lo acompañaría el resto de su vida. El zorro pasó a ser un kami para él. Este animal fue, de hecho, el que le dictó el tratado del sintoísmo herético. Entre las indicaciones que le dio el zorro se decía que en un santuario no debían hacerse plegarias ni ofrendas, sino solo una sincera disposición de corazón, lo que recuerda en buena medida a la dinámica circular de la hermenéutica especular:
Comienza, en cambio, tu diálogo con el kami mediante una reflexión o un nexo mental con lo que ese kami representa para ti. Y déjate llevar por el gozo feliz que es para ti reconocer el kami de tu elección» (García, 2021: 92).
Otra de las diferencias entre Kindaichi y su maestro era el problema de la copia.
Kindaichi, para contradecir a Norinaga, decía que todos los kami son copias, reproducciones de algo muy admirable que no se sabe qué es, pero que no importa lo que sea, porque es su condición reproducida lo que le da el valor para cada persona (García, 2021: 100).
Así, para el sintoísmo ortodoxo de Norinaga el original presentaba un valor absoluto; cada kami es único y original. Pero para Kindaichi, la copia es el original:
«¿No hay en los templos un espejo? —preguntaba Kindaichi, repitiendo la voz del zorro—. ¿No se produce en la reflexión el enfrentamiento entre el yo y su doble, el “otro yo” que es capaz de mirar y de admirar? Por tanto, el valor está en la copia». Y, ante el silencio de Norinaga, adujo que era «como con los libros o con los grabados, que son valiosos por sí mismos porque multiplican un original que solo existe gracias a que se conoce su reproducción» […] (García, 2021: 98-99).
Habiendo superado el rol de la mera copia, el kami del espejo se convierte en un original por sí mismo gracias al cual el original gana valor ontológico, pues ya se ha dicho que un kami nunca está terminado. En este caso, el original espera que la copia lo termine. Amigo inseparable de los kitsune, Kindaichi parece secundar la producción inagotable de innumerables Inaris, a cada cual más personal aunque no por ello menos originarios. Todas estas deidades constituyen un origen que tiene como origen una copia, siendo, por ende, un origen sin origen, la esencia no-originaria del sintoísmo. Este dios es mi Inari, el kami de mi elección, por tanto soy yo. La respuesta se antoja afirmativa, a sabiendas de que en el sintoísmo «el acercamiento a lo sagrado no se produce como si lo sagrado fuera algo exterior en que fijarse, sino más bien como si se tratara de algo de lo que la persona ya forma parte» (Kasulis, 2012: 54). Dicho lo anterior, si Heidegger afirmaba conclusivamente que solo un dios puede aún salvarnos, no será muy arriesgado pensar que este pudiera ser Hermes, o el espíritu del kitsune. Solo ellos son capaces de construir esencias en calidad de proyecto, como la luz en el espejo que metaforiza la hermenéutica de la ausencia.
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Referencias de las ilustraciones:
Fig. 1. Sacerdote sintoísta arrodillado ante el espejo en el santuario de Dazaifu Tenmangu.
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Fig. 2. Michael Baldwin: Art & Language, Untitled Painting (1965), Tate Modern.
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Fig. 3. Utagawa Ichiyusai Kuniyoshi: Kuzunoha, del libro Azuma nishiki-e (1860s), Watson Library Special Collections.
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Fig. 4. Santuario de Inari en Ikuta, Kobe, precedido por la estatua de un kitsune.
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[This file is made available under the Creative Commons CC0 1.0 Universal Public Domain Dedication (https://creativecommons.org/publicdomain/zero/1.0/) and is freely available at https://commons.wikimedia.org/w/index.php?title=File:MET_DP138369.jpg&oldid=648197193].
Fig. 6. Estatuas de kitsune flanquean el torii de acceso a un santuario dedicado a Inari.
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María del Carmen Molina Barea: Profesora Titular en el área de Filosofía de la Universidad de Córdoba (España), concretamente, en el Departamento de Ciencias Sociales, Filosofía, Geografía y Traducción e Interpretación. Licenciada en Historia del Arte con Mención Nacional y Graduada en Filosofía, tiene en su haber un Doctorado Internacional cum laude, y un Máster en Teoría del Arte Contemporáneo por Goldsmiths College University of London. Ha realizado estancias de investigación en la Università degli Studi di Firenze, Warburg Institute de Londres y École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Es miembro del Grupo de Investigación HUM-1025: CREARESGEN (Creación, Arte Gráfico, Estética y Género).
Líneas de investigación: Sus temas de investigación abordan diversos aspectos de la filosofía del arte contemporáneo y la ontología posmoderna, la estética japonesa, así como la hermenéutica del cine y los estudios visuales y digitales.
Publicaciones recientes:
– Revistas científicas como Isegoría, Anuario Filosófico, Areté, Contemporary Aesthetics, Aisthesis, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, Revista Humanidades, Boletín de Estética, Archivo Español de Arte, entre otras.
– Libros como Jardín y rizoma. El giardino renacentista como cartografía nómada, de Ficino a Deleuze (Madrid: Fórcola, 2022), que ha sido traducido al italiano (Perugia: Graphe.it, 2024); y Arte y deseo. El surrealismo desde la filosofía de Deleuze y Guattari (Córdoba: UCOPress, 2017).
Correo: l52mobam@uco.es
1. «In its orientation toward the sacred, Shinto must be classified as an immanent rather than a transcendent religion. Shinto finds the sacred in this very world —in nature. Transcendent religious experience, which is the opposite of immanent religious experience, posits a God who is radically different from the things of this world. Metaphorically, immanent religion is the horizontal plane of religious experience» (Williams, 2005: 58).
2. «In Japan, many of the deities that would become Shinto gods were imported from China, Korea, and, indirectly, from India. There were deities believed to be indigenous to Japan, but at a fairly early period most of them were assimilated to foreign gods and systematically included in Buddhist discourse. In most Japanese deities, one finds overlapping discursive fields both imported and local that work to identify some particular site as simultaneously universal and local» (Storm, ٢٠١٢: ١٠٠).
3. «Traditionally, there has been a tendency to stress the “uniquely Japanese” character of Shinto, and little effort has been made to compare kami worship in Japan with the indigenous religions and folk beliefs of other East-Asian countries. It is only recently that researchers have focused on the similarities between kami cults and Taoism, and on the profound influence of Chinese folk religion and Chinese theories of Yin and Yang and the Five Phases of matter on Japanese kami cults» (Nobutaka, ٢٠٠٣: ٦).
4. «Aquello que cada vez es efectivamente real tiene un fundamento de su realidad efectiva. Aquello que cada vez es posible tiene un fundamento de su posibilidad. Aquello que cada vez es necesario tiene un fundamento de su necesidad. Nada es sin fundamento» (Heidegger, 2003: 157).
5. «[…] cada veinte años los edificios se levantan de nuevo en solares vacíos de idénticas dimensiones y contiguos a los edificios existentes, y estos se derriban, pero no se trata de construir simplemente copias de los anteriores, señalaban las instrucciones de Temmu, sino de construir otra vez exactamente los mismos edificios, todo, cada viga, cada pared, cada pilar, cada consola, cada cubierta, de verdad exactamente igual, puesto en el mismo momento y en el mismo sitio, para renovarlo, para mantenerlo en la lozanía del nacimiento […]» (Krasznahorkai, 2015: 383).
6. «El ente es el qué, lo que aparece, la cosa con todas sus características, su ser es el carácter que esa cosa tiene en cuanto aparece en un modo determinado de darse o, para usar el término predilecto de Heidegger, de hacer frente (begegnen). El ser de un ente responde siempre a la estructura que este tiene por su específico modo de hacer frente, de presentarse. “Ser” hace así referencia a una modalidad, pero a una modalidad en el darse» (Rodríguez, 2006: 53).
7. «Ser-ahí es un proyecto arrojado, arrojado una y otra vez. En otras palabras, el fundamento, el principio, el proyecto inicial de nuestras reflexiones no puede ser sino la fundamentación hermenéutica» (Vattimo, 2000: 19).
8. «Si bien es cierto que Narciso se enamoró de sí mismo, en principio ignoraba que era él mismo de quien se había enamorado. De lo primero que se enamoró fue de su propia imagen, tal como se la devolvía la pulida superficie de un manantial cristalino —un espejo natural— [...]. Y en efecto, tal como Tiresias profetizara, Narciso murió de autoconocimiento, toda una lección práctica de suicidio epistemológico, a tener muy en cuenta por quienes están convencidos de que el celebrado imperativo cognitivo socrático “conócete a ti mismo” puede ser cumplido con impunidad» (Danto, ٢٠٠٢: ٣٢).
9. «Lo esencial de la copia es que no tenga otra finalidad que parecerse a la imagen original. El baremo de su adecuación es que en ella se reconozca esta. Esto significa que su determinación es la cancelación de su propio ser para sí al servicio de la total mediación de lo copiado. La copia ideal sería en este sentido la imagen de un espejo, pues esta posee realmente un evanescente; solo está ahí para el que mira al espejo, y más allá de su mera apariencia no es nada en absoluto. Sin embargo la realidad es que esta imagen no es ningún cuadro o copia, pues no tiene ningún ser para sí; el espejo devuelve la imagen, esto es, hace visible lo que refleja para alguien solo mientras se mira al espejo y mientras se ve en él la propia imagen o cualquier otra cosa. No es casual que en este caso hablemos justamente de imagen y no de copia o reproducción. En la imagen reflejada es el ente mismo el que aparece en la imagen, de manera que se tiene a sí mismo en su imagen. En cambio la copia solo pretende ser observada por referencia a aquello a lo que se refiere» (Gadamer, 1999: 186-187).
10. «Call it animism, polytheism, or any number of handy categorizations, the Kami remain intimately connected to “this” world but are, at essence, decidedly “other” […]» (Nelson, ١٩٩٦: ٣٣).
11. Así lo ha notado Carlos García Gual: «Por su astucia y su inteligencia la zorra es, en el mundo de las bestias parlantes, un modelo como lo es Hermes, el dios marrullero, o Ulises, el muy sabio y artero, en el mundo divino y humano» (García Gual, ١٩٩٥: ١١٤).
12. «The central idea behind yokai is the transmutability of all beings. […] Yokai appear on the border between the worlds of kami and human, of this world (gense) and the other world (takai), such as on bridges, at crossroads, at the edge of the water or in the forest glade. They appear when night turns into day or day turns into night, at dusk or dawn. Yokai are either mutations from humans, animals, plants or utensils, or a mutation from a kami (god)» (Papp, ٢٠١٠: ١١-12).
13. «La Inari con forma de zorro era blanca como la nieve y tenía varias colas. […] A menudo, se acompañaba a sí misma metamorfoseada en su propio lacayo, un zorro alado con una sola cola. Y, simultáneamente, era un bodhisattva o, a veces incluso siete, además de ser el agua, el cereal y la tierra. Ella era un él y un ello» (Wunnicke, 2022: 171).
14. «Despite the disapproval of some members of the orthodox clergy, who looked down on heterodox rituals, the Dakiniten rite was elevated (together with the fox deity as its center) to the highest and most scared spheres of kingly power, and it became a ritual of identification of the ruler with his ancestral goddess Amaterasu in her manifestation as the “divine fox”. […] In any case, under the name “Fox King”, Dakiniten became a manifestation of the sun goddess Amatersau, with whom the new emperor symbolically became a fox, the fox (or Dakiniten) became a king. The Buddhist ritual allowed the ruler to symbolically cross over the limits separating the human and animal realms in order to harness the wild and properly superhuman energy of the “infrahuman” world, so as to gain full control of the human sphere» (Faure, ٢٠١٦: ١٢٦-127).
15. «Ahora hemos llegado donde queríamos. Puesto que el ser, Ousía, consiste en ofrecer un aspecto y puntos de vista, tiene esencialmente, y por eso necesariamente y siempre, la posibilidad de ofrecer un aspecto “Aussehen” que precisamente encubra y oculte aquello que el ente es en verdad, es decir, el estar al descubierto. Este aspecto en el que el ente llega a sostenerse es la apariencia en el sentido de aparentar. Donde el ente se halla al descubierto, allí cabe la posibilidad de la apariencia y a la inversa: allí donde el ente esté en apariencia, sosteniéndose en esta con firmeza y durante mucho tiempo, allí puede quebrarse y desmoronarse dicha apariencia. […] Al ser mismo, en tanto el aparecer, pertenece la apariencia. Como apariencia, el ser no es menos poderoso que el ser en tanto el estar-al-descubierto» (Heidegger, 2001: 99-103).
16. «That is, the same signifier can indicate a completely different signified, depending on which community is doing the interpreting. And some signifiers —those that have a stronger “occult” association— lend themselves to a wider range of interpretations. For the transitional years of the 1880s, Kokkuri serves as just such an occult signifier, a cipher meaning something radically different to different interpreters» (Foster, ٢٠٠٨: ٩٧-98).
17. «Traditional philosophy usually has either a central god who is a producer, a radiating source of life like a sun, or a story of the origin of time. My philosophy is more like a heaven filled with angels, obscuring God somewhat. They are restless, unsystematic (which you find suspect), troublemakers, boisterous, always transmitting, not easily classifiable, since they f1uctuate» (Serres en Serres y Latour, 1995: 118).
18. «We must conceive or imagine how Hermes flies and gets about when he carries messages from the gods —or how angels travel—. And for this one must describe the spaces situated between things that are already marked out-spaces of interference, as I called them in the title of my second book on Hermes. This god or these angels pass through folded time, making millions of connections. Between has always struck me as a preposition of prime importance’ (Serres en Serres y Latour, 1995: 64).
19. «El fuego fatuo se denomina Kitsuné-Bi (fuego de zorra) por la creencia general de que lo creaba el espectro de la zorra. En los dibujos primitivos está representado por una lengua de llamas color rojo pálido revoloteando en la oscuridad, sin esparcir luz alguna sobre las superficies por las que desliza» (Hearn, 2004b: 59).
20. «In China, the powers of the jewel were broadly transformative, for it was related to the elixir of life, which bestowed powers to see and communicate with spirits and revive unconscious people. The Chinese fox’s jewel could also transform base metal into silver» (Smyers, ١٩٩٩: ١٢٦).
21. «En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar abierto. Hay un claro. Pensado desde lo ente, tiene más ser que lo ente. […] Este claro es el único que proporciona y asegura al hombre una vía de acceso tanto al ente que no somos nosotros mismos como al ente que somos nosotros mismos. Gracias a este claro lo ente está no oculto en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo ente solo puede ser en el espacio que le brinda el claro. Todo ente que se topa con nosotros y camina con nosotros mantiene este extraño antagonismo de la presencia, desde el momento en que al mismo tiempo se mantiene siempre retraído en un ocultamiento. El claro en el que se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo, encubrimiento» (Heidegger, 2010: 38).
22. «El ser, que ya no es pensado metafísicamente como presencia, debe entenderse como iluminación; dicha iluminación acontece solo en el hombre y por el hombre, quien empero no dispone de ella, porque más bien es la iluminación la que dispone de él» (Vattimo, 2009: 101).
23. «[En el budismo] Satori (iluminación) no tiene en realidad nada que ver con el iluminar o con la luz. También en eso se diferencia la espiritualidad oriental de la mística occidental de la luz y de la metafísica de la luz. […] El Lejano Oriente tiene una relación muy reservada con la luz. No existe esa luz heroica que busca diezmar la oscuridad. Luz y oscuridad, antes bien, se arriman una a otra. Esta in-diferenciación entre luz y oscuridad también es característica de la pintura con tinta del budismo zen. […] La luz de ausencia de Asia Oriental se opone totalmente a las configuraciones de la luz en la pintura europea» (Han, 2013: 56-57).
24. «Heidegger había llamado a aquello que el conocimiento puro conoce —el horizonte puro— una nada, de la que decía: “Nada significa: no un ente, pero, al mismo tiempo, ‘algo’”. […] Según todas estas aclaraciones, no hay que entender por nada la nada absoluta. Pero como se habla de las diversas formas de la nada sin discutirlas, no queda claro a qué clase de algo se alude cada vez» (Stein, 2010: 83).
25. «La fundamentación que de tal modo no se ha alcanzado “ha llegado”, pero acaso “se delinea” (ya que no es nunca algo como un punto final al que se llega para detenerse en él) solo se puede definir como un oxímoron, como fundamentación hermenéutica. Puesto que funciona fundamentando solo (ya) en este sentido, el ser se carga de una connotación del todo extraña a la tradición metafísica, y precisamente esto intenta expresar la fórmula “ontología del declinar”» (Vattimo, 1992: 57).
26. «La “negatividad” que, en los escritos inmediatamente posteriores a Ser y tiempo, caracterizaba al ser frente al ente, se manifiesta desde este punto de vista como una connotación todavía vinculada con el pensamiento metafísico. El ser aparece como la nada solo si se lo considera desde el punto de vista del ente, solo si se lo concibe atendiendo al ente como criterio del ser y de la verdad» (Vattimo, 2009: 124).
27. «“Where are you?” “What place are you talking about?” I don’t know, since Hermes is continually moving on. Rather, ask him, “What roadmap are you in the process of drawing up, what networks are you weaving together?” No single ward, neither substantive nor verb, no domain or specialty alone characterizes, at least for the moment, the nature of my work. I only describe relationships. For the moment, let’s be content with saying it’s “a general theory of relations”. Or “a philosophy of prepositions”» (Serres en Serres y Latour, 1995: 127).
28. «Another form of individualizing Inari occurred in the latter part of the nineteenth century, just before the start of the Meiji period. This was the setting up on Inari Mountain of rocks altars called otsuka to specific forms of the Inari deity. This custom grew slowly at first and initially was opposed by the priests» (Smyers, ١٩٩٩: ١٦٠).
29. La diversidad de expresiones del sintoísmo abarca, con carácter general, siete corrientes: el sintoísmo imperial (Koshitsu Shinto), el sintoísmo nacional o de estado (Kokka Shinto), el sintoísmo de santuario (Jinja Shinto), el sintoísmo sectario (Kyoha Shinto), el sintoísmo folclórico, popular o shamánico (Minkan Shinko), el sintoísmo doble (Ryobu Shinto), e incluso el sintoísmo doméstico (Tsuzoku Shinto) consistente en el culto individual en casa ante pequeños altares colocados en una estantería (kamidana). (Williams, 2005: 17-22).
30. «A partir del siglo IX comienza a vertebrarse la teoría del sincretismo Shintoísmo-Budismo expresado por el término “Honji-suijaku”, que significa que los dioses nativos sintoístas son manifestaciones o encarnaciones (“Suijaku”) de las divinidades budistas indias que son el prototipo eterno original (“Honji”)» (Lanzaco, 2000: 75).
31. «The claim of indigeneity enabled kokugaku scholars to interact with and domesticate forms of knowledge considered threatening epistemologically and culturally. That is, indigeneity provided the necessary mode of articulation in distinguishing Shinto from other forms of knowledge, from which it actually adopted structural and thematic features for its own construction, while simultaneously subjecting them to fierce attack» (Zhong, ٢٠١٦: ١٠).
32. «It is precisely within this gap between signifier and signified that the imagery of duplicitous beings like the fox plays its most important role» (Bathgate, 2003: 101).
Resumen
Este trabajo se aventura en un singular recorrido a través de los principios ontológicos de la hermenéutica filosófica, con el propósito de establecer un diálogo comparativo con procedimientos extraídos del sintoísmo. El texto se centra especialmente en el modo en que Heidegger se aproxima a la concepción del ser e intenta resolver la superación de la metafísica. Con este objetivo se dedica una mirada crítica a la formulación del Dasein y se desmenuza el consiguiente proceso de desfundamentación del ser. Para llevar esto a cabo se referencian apropiados motivos sintoístas, como el espejo sagrado y el kitsune (el zorro mensajero que recuerda a Hermes como dios benefactor de la hermenéutica). Asimismo, se acude a aspectos teóricos seleccionados de Gadamer y Vattimo. En esta medida, el presente estudio aborda un tema poco frecuentado, y acomete un ejercicio metodológico transversal que propone una renovada visita a la hermenéutica ontológica.
Palabras claves
Hermenéutica; ontología; sintoísmo.
Abstract
The present paper ventures on an amazing journey among the ontological principles of philosophical Hermeneutics, with the purpose of establishing a comparative dialogue with procedures taken from Shintoism. Thus the text focuses particularly on the way in which Heidegger approaches the notion of being and how he tries to overcome the problem of metaphysics. With this aim, it will be taken a critical eye on the formulation of Dasein as well as carefully analyzed the corresponding process of de-substantiation of being. In order to do so it will be mentioned appropriated Shintoist motifs, such as the sacred mirror and the kitsune (the messenger fox that mimics Hermes in the role of the Hermeneutics’ god). Likewise, selected theoretical aspects by Gadamer and Vattimo will be considered. In this sense, the paper addresses a rare topic and methodologically develops a transversal exercise which proposes revisiting ontological Hermeneutics.
Keywords
Hermeneutics; ontology; shintoism.
Claridades. Revista de filosofía 17/1 (2025), pp. 135-186.
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Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)