Didáctica de la utopía. De la filosofía a la investigación social y educativa
Didactics of utopia. From philosophy to social and educational research
Antonio Nadal
Universidad de Málaga (España)
Fecha de envío: 22/7/2022
Fecha de aceptación: 21/4/2023
DOI: 10.24310/crf.16.1.2024.15162
1. Introducción. El arte de enseñar la representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano
Obedecer. Asumir. No cuestionar. Memorizar. Escribir a mano. Calificaciones que marcarán nuestro futuro. Un funcionario o una funcionaria hablando. Día tras día. Mes tras mes. Año tras año. No soñar. Un sistema de enseñanza como enseñanza del sistema que no detiene ni un coronavirus. Un régimen que nos encierra, nos pone una mascarilla a modo de bozal, nos agrede si salimos a la calle cuando él impone lo contrario… pese a que posteriormente los estados de alarma fueran declarados inconstitucionales, en el caso del Estado español. Una pesadilla en vida. Un aburrimiento irremediable. Una auténtica educación tóxica, con un imperio de las pantallas y una música dominante en menores, e incluso mayores de edad, cuyos valores dejan el concepto de tóxico en poco (Illescas, 2019). Un escenario dantesco, donde los suicidios es un tema censurado, donde una representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano —que no es más que como el Diccionario de la Real Academia Española define la utopía— es algo totalmente impensable, dentro de una didáctica regida, aún siglos después, por la clase magistral y por el contenido que juzgue la legislación y concrete el libro de texto, o, casi aún peor, por la televisión, el gobierno político de turno, o redes que tienen poco de sociales, puesto que no pertenecen precisamente a la sociedad, sino a multinacionales. El régimen económico está ahí, es el gran hermano que todo lo controla, y no es precisamente un ente abstracto, tiene un buen número de siglas que nos hacen saber quiénes son y dónde están, al menos, aproximadamente, y tras la pertinente investigación social mínima.
Stanley Milgram, Philip Zimbardo, Wilhelm Reich, Jean-Léon Beauvois, Anselmo Lorenzo, Francisco Ferrer Guardia, o Louise Michel, por citar algunos ejemplos, han podido mostrarnos, de una u otra forma, distintos conocimientos para llegar a conclusiones que se alejan de ese pensamiento único, ese que constantemente nos inculca toda esa amalgama de intelectuales de consumo al servicio de que nada cambie (Fortes, 2010). En el extremo, cuando, por otra parte, «los antisemitas más comprometidos y virulentos de la historia se hicieron con el poder del Estado y decidieron convertir una fantasía asesina particular en el núcleo de la política estatal» (Goldhagen, 2019: 10), un sueño criminal se hizo realidad, con el holocausto nazi. Lo que acontecería con posterioridad a horrendas arengas, por parte de militares españoles —nunca juzgados como asesinos aún—, en 1936, como por ejemplo Gonzalo Queipo de Llano o Juan Yagüe, es explícito, y todo ello ya se encontraba en sus mentes criminales. Yahya Jammeh, dictador gambiano, dijo que cortaría la cabeza hasta a la última persona homosexual que hubiera en Gambia, en 2015; Idi Amín, el carnicero de Uganda; en El Salvador, el dictador Maximiliano Hernández; Tiburcio Carías Andino, en Honduras; Omar al-Bashir, en Sudán… serían, de nuevo, algunos ejemplos de criminales, cuyos deseos iniciales se convirtieron en realidades, con todas las víctimas que ello implica, cuantiosas. Y, aún, en cualquier escrito relacionados con las ciencias sociales, podemos escapar del etnocentrismo, y ver más allá de las fronteras impuestas dentro de las cuales nos encontramos, escapando de los ejemplos habituales en los escritos académicos, si es que la originalidad es un valor que se aprecie.
Existe la posibilidad de considerar que todas las grandes realizaciones de la humanidad han sido en algún momento utopías y para construirlas es necesario soñar (Moreno, 2000), pero tan cierto es como que el fascismo, por su parte, entendió la oportunidad que ofrecía el mundo de la enseñanza para introducir su ideología entre la juventud (Domínguez, 2014), como que el capitalismo diseñó precisamente la institución escolar para inculcar el principio de autoridad, reproducir la dominación social y sujetar a la juventud (García, 2009). No fue la única estructura creada para el control de la población, para vigilar y castigar (Foucault, 2003).
En la actualidad, un alto número de conceptos nos son presentados como algo prácticamente ideal, contándose por miles las publicaciones, y aún más, los discursos, en los cuales ello es así, desde la innovación, al progreso, pasando por la interculturalidad, hasta la atención a la diversidad, la discriminación positiva, el aula invertida, el aprendizaje basado en proyectos, modernizar, sumar, la sostenibilidad, la economía circular, la filosofía positiva, el mindfulness… Probablemente, todos ellos no cuestionan el papel del Estado, de los estamentos privilegiados, de la razón de la fuerza y el monopolio de la violencia, y de las desigualdades de todo tipo, las actuales, y las pasadas, en las cuales se fundamenta la actualidad. En las coordenadas de todo ese paquete de conceptos, que pueden llegar a ser bastante o totalmente vacíos, no existen, precisamente, Gambia, Uganda, o Centroamérica, ni hay cuentas que arreglar con las dictaduras vigentes o recién pasadas, no hay esqueletos en las cunetas, y si hay un verdadero problema con lo que acontece en Ucrania, es porque suben los precios. Meditando, atendiendo a coachs o tutoriales de YouTube, viendo TikToks, fútbol, actuaciones religiosas diversas, o monólogos de cualquier tipo, la sociedad futura ni se plantea. Tenemos medios estatales, privados, y plataformas de pago por visión, para entretenernos constantemente. Y cualquier cambio real que se plantee desde cualquier ámbito, sería tildado de, precisamente, utópico, radical, revolucionario o fuera de contexto, puesto que, efectivamente, el contexto ya no es que no se cuestione, es que ni se plantea transformarlo, que es ir más allá. Proponer cambios, aunque no sean radicales, es prácticamente hablar en un idioma que quien nos lee, o escucha, no entiende, al tener algo aún superior a la alienación no solo inculcado desde la más tierna infancia, sino constantemente repetido, hasta la saciedad. El neuromarketing es un tema también fundamental en este sentido, una auténtica distopía, por qué no reconocerlo, científica, de una ciencia al servicio de la manipulación y el lucro.
Llegamos a la introducción de la connotación de la utopía, y no precisamente a través de considerar a Tomás Moro como una especie de divinidad. En este sentido, hay una casi deidad mayor en lo que abordamos, igualmente, desmontable, puesto que la lectura directa de Emilio, de Rousseau, y no el recurso a las fuentes secundarias, por ejemplo, nos hace entender de primera mano la misoginia, los absurdos, la defensa de la autoridad y hasta, probablemente, de la violación de la mujer:
Uno debe ser activo y fuerte, el otro pasivo y débil: es totalmente necesario que uno quiera y pueda; basta que el otro resista poco. [...] Si la mujer está hecha para agradar y para ser sometida, debe hacerse agradable para el hombre en lugar de provocarle (1998: 535).
La utopía rousseauniana, literalmente, hablaba de una enseñanza que inculcara el amor a la patria, el respeto por las leyes, y el hábito de la subordinación y de la obediencia (13), donde «el pobre no tiene necesidad de educación: la de su estado es forzada; no podría tener otra» (64). Algún catedrático puede incluir a Rousseau como pedagogo, incluso en el mismo conjunto de profesionales de la pedagogía en el que incluye a Ferrer Guardia, a los psicólogos Vygotsky, Bruner o Piaget (Santos, 2017), o a la antigua militante fascista María Montessori (Arjona, 2020; Nadal, 2018). Para algún doctor en filosofía, muy en la línea del verdadero Rousseau, la utopía probablemente sería una realidad en la que «si una norma la manda el profesor debe ser respetada, precisamente, porque la manda el profesor. Y si a algún alumno no le gusta, que se esfuerce por sobrellevarlo con paciencia. Es un esfuerzo muy sano» (Moreno, 2018).
Si acotáramos posteriormente la utopía en base a factores poco o nada tenidos en cuenta, sí delimitaríamos su cualidad de existencia, es decir, el hecho de que hablemos «del mejor lugar que no existe» (Gálvez, 2016: 7) no implica, en ningún caso, posibilidad o imposibilidad de que dicho espacio —y/o, incluso, situación— llegue a realizarse alguna vez, pues no hay una delimitación temporal (Reyes, 2013). De hecho, podría coincidirse en que, en el platonismo, el gobierno debe confiarse al filósofo rey, en San Agustín, a la Iglesia Católica, y en Campanella, a sacerdotes, coincidiendo con Moro y Francis Bacon, en una sociedad controlada verticalmente: la utopía, bajo estos autores y parámetros,
elimina la libertad en el nombre del orden, justicia, paz, progreso, bienestar y seguridad, todos ellos definidos desde arriba, como si fuese un orden natural. Así, los principios que sustentan a la utopía se sacralizan, generan una estética propia, un sistema de valores absolutos, por los que se legitima la represión, el control y la conservación del statu quo.
En el Estado moderno se da idéntico paralelismo. La posición del Uno la ocupa el Estado. La voz divina se traslada de la biblia a la ley, y el séquito sacerdotal usará sotanas que llamará togas e impondrá su poder desde templos denominados palacios de justicia. La legitimidad descansa en la voluntad del pueblo, interpretado legislador, y reprimirá la desobediencia mediante reglas que sostienen a la burguesía, como nueva élite política (Salgado y Gudiño, 2018: 35-36).
Hay que cuestionarse si todo ello está tan lejos de la realidad, si acaso lo que fueron utopías de dominio y control, realmente, conlleva a una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano: «que “el Estado debe velar por el bien común como propia misión suya” y este tipo de vocabulario ya lo encontramos en la carta encíclica Rerum Novarum, de León XIII, en 1891, y hasta en discursos de Hitler» (Nadal et al., 2019: 75). Si la historia es, en realidad, una historia económica (Bloch, 2017), como nos indicaba el autor de El espíritu de la utopía, probablemente no podremos considerar al utopismo como ajeno a ello. Si aplicamos el necesario análisis contextual, ya sea referido a privilegios de clase, o ámbitos de poder, entenderemos como la utopía no puede disociarse de su autoría, no puede enseñarse sin las fuentes primarias que nos muestran a qué presunto bien común, o humano, se refiere.
2. La utopía de los privilegiados o la distopía social
Nos vendieron, y nos siguen vendiendo la moto (Chomsky y Ramonet, 2010): «fiel a la inspiración cristiana característica del humanismo del norte, la educación debería… fomentar las virtudes del amor, la modestia y la humildad. En Utopía encontramos, pues, un planteamiento muy semejante» (Klocker, 2022: 13). Probablemente no es así, y para demostrarlo, solo hay que recurrir a la fuente primaria.
En Utopía, Tomás Moro (2013) deja claro que las mujeres sirven a sus maridos (98), y son los criados o siervos los obligados a descuartizar a los animales para que los utópicos solo vean en el mercado carne limpia (99). Los trabajos más sucios y molestos se encomiendan a los criados, a cargo de las mujeres está la cocción, aderezo de las comidas y toda la preparación de la mesa (101). Quienes tienen males incurables y sufrimientos atroces, exhortados por sacerdotes y magistrados, pueden dejarse convencer para poner fin a sus días, dejando de comer…
o se les priva de la vida mientras duermen… Este tipo de eutanasia se considera como una muerte honorable. Pero el que se quita la vida, por motivos no aprobados por los sacerdotes y el Senado… se le arroja ignominiosamente a una ciénaga (127).
La mujer no puede casarse antes de los 18 años, ni el varón, antes de los 22, y son severamente castigados si se han entregado antes del matrimonio a amores furtivos (127). Si un ciudadano de Utopía es maltratado o muerto injustamente en el exterior, exigen al lugar donde ocurriera que les sean entregados los culpables, que son castigados con la muerte o la esclavitud. Si no se les entregan, se declara inmediatamente la guerra (137), la venganza se cierne implacable sobre aquellos que consideran culpables, y «el terror los apartará de cometer semejantes desmanes en el futuro» (138). Sin duda, como leíamos, una Utopía fiel a la inspiración cristiana, esa misma que aplicaba la pena de fuego para los/las herejes desde el año 1184, o empleaba la tortura en materia de fe desde 1199 (García, 1991).
Es fácil obviar toda una serie de factores en la investigación, dado que los acuerdos sin principios pueden ser más fácilmente obtenidos, como si no hubiera ideología en la teoría de las ciencias sociales, siendo más sencillo el desvío de la cuestión coyuntural, y básica, de qué ciencias sociales y para qué (Castells y de Ipola, 1975). Moro fue paje, residente en convento de cartujos, miembro del parlamento, abogado de embrionarias multinacionales, noble, canciller del reino de Inglaterra, ferviente beato, defensor de la fe tradicional y de la Iglesia católica. Todo aquello que apoyó hasta el último momento, no lo defendió cuando fue condenado a
muerte con los crueles procedimientos reservados para los reos comunes: será arrastrado en un «hurdle» a través de la City de Londres hasta Tyburn, y allí será colgado hasta estar medio muerto y, tras ello, todavía vivo será troceado y se le extraerán las entrañas del cuerpo que se hervirán frente a sus ojos, se le cortarán las partes privadas y la cabeza, el cuerpo se dividirá en cuatro partes, y la cabeza y el cuerpo se colocarán en los lugares que el rey disponga (Corral, 2010: 273).
Casi como él apoyaba que hicieran en Utopía, para quienes optaran por la eutanasia sin el beneplácito de las autoridades, irónicamente, sus despojos acabaron en una fosa común de una capilla. A Tommaso Campanella su propia orden lo había denunciado ante la Inquisición por sospecha de herejía, y pasó más de dos décadas en prisión. Eso no le hizo renegar de la religión y, de nuevo, encontramos en su obra utópica, sobre la Ciudad del Sol, por ejemplo, la represión al amor libre, cuando se afirma que, a los sorprendidos en flagrante acto de sodomía, si reinciden, el castigo va aumentando, hasta llegar a la pena de muerte. Si alguna mujer no es fecundada por el varón que le fue asignado, es apareada con otros, y si resulta estéril, se convierte en común para todos (Campanella, 2017).
Como en la democracia ateniense, las utopías de los privilegiados mencionados hasta el momento no eran precisamente sociedades ideales para quienes nunca lo fueron: personas esclavas, mujeres, infancia… En la antigua Grecia, de hecho, ya existía toda una serie de relatos, proyectos sociopolíticos y filosóficos en donde el pensamiento utópico o esa propensión utópica estaba totalmente presente. Privilegiados como Hipodamo de Mileto, Fales de Calcedonia, Pitágoras y Licurgo, entre otros, ya presentaban en sus narraciones literarias, tratados o propuestas, un esbozo de cómo debería ser la polis ideal, en la cual los recursos estaban presentes en abundancia, existía una organización estructurada y organizada, la propiedad era explotada (habitualmente) mediante un presunto régimen colectivo, y quienes ostentaban la ciudadanía podrían gozar de una igualdad, libertad y felicidad notables. La influencia de estos en Platón, en su diseño de ciudad ideal representada en La República, es un hecho a considerar (Navarro, 2020: 11).
El aristócrata Platón, en los diálogos de su última obra mencionada, considera que el Estado es la base de todo, y los magistrados son los pastores de la ciudad, estando el Estado también compuesto por guerreros y mercenarios. El Estado, sobre el cual se refieren los discursos de su obra, y del que establecieron un plan, no creen que exista en ningún lugar del mundo, hallándose a lo mejor en el cielo un modelo para el que quiera contemplarlo y, al verlo, lo estableciera en su propio gobierno (2003).
Una vez más, la utopía de un privilegiado es la distopía social, presentándose un modelo probablemente dictatorial, elitista y aristocrático, como su autor, que discrimina a quienes tienen el privilegio de la ciudadanía en base a las actitudes que presentan desde la infancia, que subestima totalmente la capacidad de decidir correctamente del pueblo, que ejerce una vigilancia férrea sobre sus ciudadanos (que apenas disfrutan de libertad), al mismo tiempo que tiene total legitimidad y puede actuar con impunidad para manipular (ya que el filósofo-rey es el único que puede mentir), y que promueve una especie de comunismo aristocrático (nada que ver con una socialización de los bienes de manera igualitaria) que está controlado en todo momento por el Estado (Cappelletti, 1966). La felicidad, para este autor, es la subordinación e inmersión del individuo en el grupo y en la presunta grandeza del Estado (Berneri, 1975: 10).
En Nueva Atlántida, de Francis Bacon, dios, Estado, rey, y reverencia y obediencia al Tirsán (padre de familia) son la norma, dentro de una nación casta llamada Bensalem, donde el espíritu de la fornicación es representado por un pequeño, feo y sucio etíope; en esa nación, no hay mancebías, el matrimonio fue establecido para remediar la concupiscencia ilegal y la vida de soltería se considera impura y libertina (Bacon, 2019).
John Stuart Mill habría acuñado el concepto de distopía en 1868 para referirse a un proyecto demasiado malo, o malvado, para ser factible o realizable, mientras que Emil Cioran afirmó, tras los eventos del siglo XX, que los sueños de la utopía (esa que se concibe para alcanzar la perfección) que se habían llevado a cabo habían terminado en desgracias (Martorell, 2015). Probablemente, el discurso de Maquiavelo era más pragmático, cuando, aun reconociendo que el hombre tenía dos formas de combatir, las leyes y la fuerza, como la primera muchas veces no bastaba, al príncipe convenía recurrir a la segunda; y en una frase totalmente útil para tantos aspectos actuales, así como para el mundo de la publicación en revistas de alto impacto probablemente, la apuesta no es precisamente por la utopía: «prospera aquel que armoniza su proceder con la condición de los tiempos y, paralelamente, decae aquel cuya conducta entra en contradicción con ellos» (Maquiavelo, 1991: 118).
El autodenominado socialismo científico, igual que el pensamiento de Maquiavelo, puede pensarse que carece de normatividad, por lo cual sería inútil pedirle a Marx una referencia concreta del mundo que propone (Nuñez, 1986). Lenin, por su parte, escribió que el Estado podrá extinguirse por completo cuando la sociedad ponga en práctica la regla: «De cada cual, según su capacidad: a cada cual, según sus necesidades» (1948). Con la introducción por parte de Gramsci de la idea de hegemonía, la pretendida utopía vemos en lo que se convierte: el moderno Príncipe-gramsciano es el partido político, que adquiere un rol de divinidad absoluta; esto exige, junto a un ejercicio de un poder en forma directamente represiva, la capacidad del partido-clase hegemónica de producir en torno a sí un consenso de masas… Un Estado así entendido es un Estado que castiga (Ferrajoli y Zolo, 1980). Y los castigos en formas de crímenes, torturas, gulags, deportaciones, asesinatos fuera de fronteras, el eufemístico concepto de las desapariciones… en este momento histórico, y por supuesto, en el pasado, que es cuando acontecieron en mayor medida, bajo la excusa de las dictaduras del proletariado, se cuentan por millones (Courtois, 2021; Sandoval, 1999).
El buenismo con el que se puede considerar, y calificar, de utópicos a determinados autores, ignorando por completo el contexto y los crímenes circundantes, también llega a Fray Bartolomé de las Casas, un clérigo definido como utópico, y hasta como pacifista, que se comprometió a enseñar a los/las indígenas y «predicarles la religión cristiana y a hacerles vasallos del Rey de España» (Vico et al., 1982: 80). Hasta definido como «profeta de la liberación» (Pereña, 1974), nos movemos en una utopía marcada por el dominio eufemísticamente llamado pacífico, en una esclavitud con derechos, en una legitimación del colonialismo como un hecho prácticamente bondadoso de un miembro de la institución responsable de la Inquisición y el latrocinio, incluso hablándose de «intensa actividad libertaria de Fray Bartolomé de las Casas» (Maestre, 2004: 96) junto a las dificultades de la conquista de Perú, efectivamente, toda una muestra de liberación conquistadora, esa que el propio autor describía, narrando escenas del mayor horror, crueldad y violencia, describiendo matanzas, torturas, destrucción, incendio y expoliación de poblados enteros, sometimiento a la esclavitud y servidumbre de los indígenas… este ser utópico apoyó «la legalidad del dominio de la Corona sobre los territorios americanos, así como también las tareas de evangelización y cristianización de los indios, las cuales se validan por la autoridad, concesión y donación de la Santa Sede Apostólica» (Sancholuz, 2013: 207).
La didáctica de la utopía, o de la distopía, según, quizás, la clase social, ideología o ideales de quien escriba, no puede constituirse en un invento filosófico, descontextualizado, ignorante de la historia. La evangelización pacífica es una infamia, como gran parte de los escritos que obvian las realidades:
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V importar negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas (Borges, 1998: 5).
Si «es bien sabido que la historia la escriben los vencedores y que no gustan de mostrar los trapos sucios» (Fernández, 1990: 147), aún contamos con la opción de Maquiavelo, de no disentir con el pensamiento políticamente correcto, para lograr los mayores méritos y ser publicados/as en las revistas, libros y congresos que no van más allá de lo oficial, seguir sin llamar a las cosas por su nombre, ignorar las fuentes primarias. Veamos, originalmente, algunos ejemplos de quienes optaron por el camino más difícil, aquel que no consiste en ser bufones de la corte, en ser apéndices de la ideología de quienes dirigen y ostentan el mando.
3. La racionalidad del pensamiento utópico o la utopía pragmática
El sueño de una vida mejor no puede ceñirse a la razón, como si esta fuera sinónimo de resignación; la racionalidad del pensamiento utópico carece de justificación en la era de la presunta racionalidad científico-técnica (del Águila, 1984). La utopía no es una palabra de moda, es casi algo negativo: «preferimos, con Fukuyama, hablar del “fin de la historia”, en el sentido de la renuncia a proyectos omniabarcantes y contrapuestos, como en su día fue el grandioso ensayo comunista de un paraíso final en la tierra» (Hernández-Pacheco, 1998: 50). Ya hablamos, más arriba, del citado grandioso ensayo, y sus, por ejemplo, nada precisamente utópicas finales redes del terror (Faraldo, 2018).
Precisamente, por razones que no llegamos a comprender, y por ello mismo, no compartimos, determinadas personas lograron que permanecieran las etiquetas de utópicos para quienes Marx y Engels se las asignaron, con escasa mayor argumentación que sus opiniones, dentro de las cuales, y en base a su subjetividad, su opción política sí era científica. Cómo no, antes de ellos, «la literatura revolucionaria que acompaña a estos primeros movimientos del proletariado es forzosamente, por su contenido, reaccionaria. Preconiza un ascetismo general y un burdo igualitarismo» (2011: 69). Atiende a la lógica de estos señores, incluir a Babeuf en la citada clasificación, pues los juicios de este revolucionario asesinado por el poder, no les beneficiaban: «es necesario temer menos los inconvenientes de la publicidad de que disfruta la política, y contar más con las ventajas de la fuerza colosal que evita las trampas de la política...» (2014: 6).
Marx y Engels consideraron que los sistemas de Saint-Simon, de Fourier y de Owen, en lugar de las condiciones históricas de la emancipación, pusieron condiciones fantásticas: «se proponen alcanzar su objetivo por medios pacíficos, intentando abrir camino al nuevo evangelio social valiéndose de la fuerza del ejemplo, por medio de pequeños experimentos, que naturalmente fracasan siempre» (2011: 71). En el caso de Robert Owen, su experiencia, una utopía hecha realidad, duró, en New Lannark, Escocia, de 1816 a 1824, y en New Harmony, Indiana, Estados Unidos, de 1824 a 1827 (Nadal, 2015). No compartimos el descrédito que los citados autores atribuyeron a toda una serie de caracteres históricos, que no contaron con las posibilidades y privilegios de los que no se autodenominaban burgueses, y que tildaron con una carga semántica, enteramente negativa, a otros como utópicos (Vico et al., 1982: 109).
La educación de la Comuna de París, con Louise Michel y otras mujeres al frente, nada tenía que ver con marxismo alguno (de Santiago, 2015), y dicha presunta utopía no fracasó, sino que fue aplastada estatal y militarmente, asesinándose a más de veinte mil personas (Ollivier, 1971). Otras utopías, educativas, posteriormente, se sucederían, como la experiencia, también francesa, de Paul Robin, en Cempuis —que podría recordar a la supuestamente fracasada de Robert Owen—, que duró casi catorce años (Dommanget, 1972), finalizando con su cese gubernamental. Yásnaia Poliana, del ilustre Tolstói, duró tres años (Tolstói, 1978). La Escuela Moderna, de Ferrer Guardia, duró casi cinco años. La Ruche (La Colmena), experiencia puesta en marcha por Sebastián Faure en 1904, en Seine-et-Oise, cerca de Rambouillet, Francia, duró 13 años. Y más que fracasos, estas, y otras tantas utopías pragmáticas, fueron víctimas de la represión, y de contextos no precisamente afines.
De nuevo, en las antípodas del marxismo, contamos con el documental Vivir la utopía, sobre el período acontecido en territorio del Estado español durante el período 1936-1939, que consta de treinta entrevistas. Según este testimonio gráfico, la organización de colectividades agrícolas de millones de campesinos/as, 3000 fábricas y empresas colectivamente autogestionadas en las ciudades, la unión de 150.000 milicianos/as anarquistas contra el fascismo, así como las actividades culturales, educativas y el colectivo Mujeres Libres (Gamero, 1997), contra el patriarcado, y el propio machismo dentro del movimiento libertario, atestiguan otra más de las experiencias cuya didáctica no forma parte, probablemente, ni de los contenidos ni de la enseñanza de tantos estudios oficiales.
En la utopía libertaria, no se recogen ideologías basadas en el dios, patria y rey, ni hay matanzas ocultas a inocentes o genocidios, ni ejércitos, ni poderosos/as, ni vanguardias. No hay un Estado omnipotente, pues ni tan siquiera se concibe la existencia de tal, ni de su monopolio de la violencia. No hay castigos, torturas, represión o muerte para quienes conciban la vida de otra forma:
Las relaciones afectivas —con la educación que consideraban adecuada— se basarían en el amor libre, en la unión respetuosa y digna, y en la salud física y moral. Los niños que nacieran de estas uniones deberían ser educados en libertad y armonía mediante la escuela racionalista y el correcto ambiente familiar. Y para el apropiado desarrollo de la juventud reivindicaban la necesidad de educar para el progreso intelectual y sin lagunas sobre la sexualidad (Bernat, 2021: 185).
El sueño hecho realidad, o la utopía pragmática, fue la base de distintos espacios revolucionarios, más allá del concepto de Estado, y todo lo que este conlleva. Dado que ello no les era beneficioso, Lenin, Marx, el introductor de este en Rusia, Plejánov, o el filósofo marxista austriaco Karl Kautsky, estigmatizaban al antiestatalismo como una utopía, y a los anarquistas como bandidos y agentes de policía; ello no logró que Kronstadt, en Ucrania, fuera una segunda Comuna de París y, cómo está, no fracasó, sino que fue masacrada militarmente, con cientos de víctimas, bajo la distopía soviética (Mintz, 2007).
Hasta Asia pudo llegar la utopía libertaria, con la comuna coreana de Manchuria, en una experiencia que duró tres años, de 1929 a 1932. Cómo no, todo finalizó con una invasión militar, en este caso, por parte del Estado de Japón, que reinstauraron la distopía (o su utopía): «las empresas japonesas asentadas en el lugar fusilaban a los obreros que hacían huelga o inclusive a los que se encontraban enfermos para evitar gastos en salud, prácticas ya conocidas en la península coreana» (Crisi, 2015: 112).
Desde México, podríamos hablar de Ricardo Flores Magón. De orígenes lituanos, podríamos hablar de Emma Goldman, etiquetada como la mujer más peligrosa de América, o de la mujer más odiada de América, la destacada defensora del ateísmo Madalyn Murray O›Hair. La lucha por la jornada de ocho horas laborales diarias costó la vida a los mártires de Chicago: cuatro trabajadores libertarios fueron condenados a pena de muerte y ejecutados en 1887, uno de ellos se suicidó antes de ello, y a las cinco víctimas se sumaban otros tres condenados, indultados en 1893.
Mayo del 68 en Francia, las protestas en Seattle contra la cumbre de la Organización Mundial del Comercio en 1999, la desobediencia civil frente a la imposición del estado de sitio por parte del pueblo argentino frente al expolio económico —eufemísticamente llamado corralito— del Estado y el sistema financiero, en 2001, las manifestaciones del mundo árabe entre los años 2010 y 2013… quizás podrían considerarse muestras de que la utopía, transformadas, más allá del pensamiento, la teoría y la filosofía, en la lucha por un mundo mejor, fueron, y son, racionales, frente a un régimen político-económico que sigue destruyendo a su paso cualquier sueño emancipador. Antes, y después, de los períodos citados, las, digámoslo así, revueltas utópicas, se han sucedido.
Pese todo lo visto, una insurrección no se transforma automáticamente en una revolución, y experiencias utópicas no tienen que convertirse en el más mínimo progreso social, de hecho, la Escuela Moderna de Ferrer Guardia, y sus postulados, siguen sin ser una realidad tangible, más de un siglo después, ni en Barcelona, ni en Cataluña, ni en el Estado español, ni en el mundo. La racionalidad utópica, el pragmatismo utópico, por ejemplo, pudo ser posible cuando, tras un golpe de Estado militar nacional-católico español, son los propios trabajadores y las propias trabajadoras quienes hicieron la utopía realidad, «quienes sabían perfectamente cómo organizan sus fábricas sin jefes y cómo organizar la vida social de todo un país. ¡Porque se habían preparado también para esto!» (Bookchin et al., 2006: 36).
Si vamos un poco más allá, además, entenderemos que la utopía, tal y como la estamos entendiendo en esta última fase del escrito, nos hace entender, a partir de lo excluido, qué se entiende por la estructura del todo, cómo actúa el pensamiento único, la historia homogénea, cuáles son sus normas, su sistema universal, eterno, unitario (Toro-Zambrano, 2017), algo parecido a ese régimen distópico que nos recordaría esa España nacional-católica franquista que se autodenominaba una, grande y libre. La razón del dominio plantea la utopía como imposible, cuando no impensable, pues nada puede ya cambiar, y a lo sumo, podrá soñarse, a riesgo de ser patologizado/a.
4. Vigencia y potencialidad utópica
Antes de que la música alternativa no fuera ampliamente promocionada, distribuida y comercializada, grupos como Eskorbuto cantaban contra la monarquía, contra España, y contra la manipulación política y publicitaria, expresando, sin género de dudas, como nada más nacer comienzan a corrompernos (Porrah, 2006). Quizás en las antípodas de esta música antiautoritaria, pero coincidiendo en el objeto, «el gran filósofo utópico marxista Ernst Bloch desarrolló un método de crítica cultural que amplía los enfoques marxistas convencionales sobre la cultura y la ideología … para desarrollar la crítica de la ideología» (Kellner, 2021: 1): para él, la función del pensamiento utópico se relaciona con la adquisición de un carácter crítico y demoledor ya que, al nacer de la insatisfacción de las condiciones materiales de la vida en sociedad, se configura en una protesta abierta contra el statu quo vigente (Gálvez, 2008: 53).
La potencialidad de crítica, tras el pensamiento utópico que implica el sueño de un verdadero mundo mejor general, y no para las clases privilegiadas, no es ajena al conocimiento de cómo, precisamente, bajo la etiqueta de utopías se desarrollaron auténticas distopías sociales. Presuntas utopías históricas o proyectos utópicos pueden quedar desacreditados de forma coherente (Misseri, 2015), dado que el pensamiento utópico, como los sueños, no es estanco.
Contamos con Gustav Landauer, que nos hace entender la diferencia entre la topía reaccionaria y la utopía revolucionaria (Vico et al., 1982: 5), también con Martin Buber, que en Caminos de utopía (1955) nos aproximó a un socialismo libertario. Para Karl Mannheim, por su parte, la utopía implica una ruptura con el orden establecido, teniendo en cuenta cómo nos inculcan que todo lo que esté en oposición a la realidad o al statu quo vigente puede ser considerado como utópico y tiende a considerarse irrealizable. Sin embargo, se considera irrealizable porque se parte del punto de vista del esquema social impuesto; señala, además, una curiosa paradoja de la utopía respecto a su carácter subversivo de lo ya existente, puesto que al mismo tiempo que tiene esta función de crítica, estaría condenada a instalarse como un nuevo orden (Facuse, 2010), y hacer emerger otra nueva organización, que a su vez daría lugar a una nueva utopía, creándose así una especie de círculo vicioso utópico, alejado del concepto distópico de progreso actual.
Más recientemente, Michael Löwy (2018), en sus más de doscientas páginas de Redención y Utopía. El judaísmo libertario en Europa Central: un estudio de afinidad electiva, describió las circunstancias que produjeron una inusual combinación de pensamiento religioso y no religioso, mostrando suposiciones comunes que unieron a figuras aparentemente dispares como Martin Buber, Kafka, Walter Benjamin y Georg Lukacs, e incluso manteniendo epígrafes sobre los derrotados de la historia, o el mesianismo judío y la utopía libertaria, estableciendo relaciones bastante impactantes. La difusión de la obra de este profesor de la Universidad de París, tuvo alcance internacional, hasta siendo publicada por la editorial de la Universidad de Stanford, California. El pensamiento utópico sigue siendo, aunque fuera de forma limitada, un referente, por tanto, pero vayamos más allá.
Función del pensamiento utópico es la que diversas personalidades de la teoría (dentro de las cuales está el citado Bloch) han señalado como función reguladora, a saber, la de servir como horizonte o punto de referencia, ideal orientador, de la praxis histórica, individual y colectiva, es decir, como un ideal intrahistórico (Pérez, 1988). Posiblemente, además, la mayor potencialidad de la visión utópica sería, también, contribuir a la consciencia del mundo distópico que nos aguarda, y que pareciera llegar sin remedio alguno.
Aún hoy, el pensamiento único no lo ha copado todo, e incluso hay quien se plantea, y ello es publicado, si lo robots agrícolas, por ejemplo, son una utopía ecológica o una distopía (Daum, 2021). La Universidad de Harvard, por su parte, publicaba un ensayo sobre la automatización como utopía, considerando como florecimiento humano el vivir en un mundo sin trabajo (Danaher, 2019), como si la tecnología se construyera sola y los robots tuvieran formación geológica universitaria incorporada, y la capacidad minera prácticamente como función intrínseca.
La utopía del poder es la distopía de la sociedad, y la utopía social, bajo nuestro punto de vista, sería la pesadilla del poder si se llevara a cabo. Un deseo histórico del poder, como atesora el Club Bildelberg (Estulin, 2010), por ejemplo, es un mundo donde controlen, aún más, nuestro dinero, esto es, una sociedad sin efectivo, y para ello, hay quienes se preguntan si ello es el futuro del dinero o es una utopía (Fabris, 2019).
Probablemente, la utopía de un mundo, o al menos, de Nápoles, sin narcotráfico, hizo a Roberto Saviano (2017) escribir Gomorra; posteriormente, Nacho Carretero (2015) escribiría Fariña, seguramente, sin sospechar ni soñar que el secuestro judicial temporal de su obra lograría su mayor difusión. Quizás una utopía sería que los ámbitos académicos investigaran, publicaran, y ello contribuyera, a que este tipo de problemáticas finalizaran, pero ello sí que, a día de hoy, pareciera un imposible.
Que una modesta serie, emitida en el canal estatal inglés Channel 4, crítica con la distopía tecnológica que vivimos, lograra difusión mundial, probablemente, fue una utopía para quienes la crearon. Sin embargo, la multinacional con más de 180 millones de clientes en el mundo Netflix, hizo que Black Mirror, que así se llama la serie, fuera conocida a nivel planetario, puesto que no solo llegó a los clientes de dicha plataforma de pago por visión.
Para el escritor uruguayo Eduardo Galeano (2004), posiblemente fue una utopía que Las venas abiertas de América Latina fuera traducido a más de una decena de idiomas, fuera un superventas, y que parte del planeta pudiera conocer la historia del saqueo a esa tierra, y sus responsables: «los tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors» (22-23). Aunque no haya precisamente planteamiento utópico en sus líneas, sí que fue posible leer que «toda memoria es subversiva, porque es diferente, y también todo proyecto de futuro» (363).
La vigencia y la potencialidad de la utopía, del verdadero planteamiento, organización e incluso desarrollo ya no solo del pensamiento, sino de la acción, para contribuir al logro de un mundo mejor, se encuentra en función de diversos factores. Sin lugar a dudas, un sistema de enseñanza marcado por la memorización, un régimen meritocrático, con unas instituciones privadas que perpetúan los privilegios de clase de quienes reciben formación en ellas, para luego gestionar sus bienes, con los que ya nacieron, y un sistema marcado por el binomio Estado-capital, no resultan el mejor escenario para cambio alguno. Hoy, hasta el capitalismo, se disfraza de garante de la igualdad de género, de ecológicamente sostenible, y contra la pobreza en el mundo. Las mismas editoriales pueden publicar a Jiménez Losantos, César Vidal y Pérez Reverte, por un lado, y a Alberto Garzón, Juan Carlos Monedero o Iñigo Errejón, o, por otro lado, libros sobre la igualdad de género, a la para que un libro del líder de Vox que no concibe dicho concepto, sin que ellos o ellas manifiesten problema alguno con formar parte de lo mismo. Como ya dijimos, para el capital, los y las intelectuales son un producto de consumo, si es que ello no fuera, acaso, una distopía más.
5. Conclusiones
Si, en base al citado Bloch, la utopía concreta sería la tarea a realizar por el proletariado como sujeto de la historia (Acosta, 2021), la didáctica específica de ello sería una labor, como mínimo, de enseñantes y de quienes se dedican a la investigación social y educativa, pero de una forma crítica. Sin embargo, si no se delimita, la utopía será un concepto abstracto, en tanto en cuanto se refiera a la visión, o sueños, de nobles católicos y clases privilegiadas, aspirantes a dictaduras del proletariado con consecuencias sociales terribles como demuestra la historia, o seres en cuyos sueños no hay privilegios, desigualdades, patriarcado, sumisiones, o mesías perpetuadores de injusticias. No es lo mismo, precisamente, el medio Libertad Digital, que cuando Stalin empleaba la palabra libertad, o cuando Publicaciones de la Escuela Moderna, entre sus obras editadas, difundía la libertad tal como se entendía en Sembrando Flores (Urales, 1906).
Si la desinformación es la norma, los medios ocultan el mundo (Serrano, 2013), y el ejército será quien velará por nuestra adecuada información (Serrano, 2022), quizás el 1984 de Orwell y el Mundo feliz de Huxley —referencias que probablemente no pueden faltar en un artículo como este— están más presentes de lo que pensamos, si es que no lo estaban ya, y nos aproximamos a un mundo sin emociones a modo de la película Equilibrium, donde el Fahrenheit 451 esté próximo. Dramáticamente, o coherentemente bajo la dictadura del capital, la inmensa mayoría de la gente no aprendió en la escuela absolutamente nada acerca de las grandes utopías: «jamás habían oído hablar de los anarquistas españoles o de los de la Comuna parisina, que fueron aplastados por la fuerza militar. La amnesia limita la ambición y atiza la impaciencia» (Chomsky, 2015).
Si es posible incitar a la acción (Bakunin, 2017), la utopía aspiraría a ser un hecho, y no solo un pensamiento. Si la investigación social y educativa muestra todas las experiencias utópicas, tanto en planteamiento, como en prácticas reales, estaremos más cerca, siquiera, de plantear, realmente, un mundo mejor, pero no para quienes ya viven la utopía en la tierra, sino para la mayoría de la población, que sufre todas las problemáticas existentes y producidas por un sistema económico-político que somete, domina, excluye y hasta extermina todo aquello que no le es útil.
Prácticamente en el primer cuarto del siglo XXI, seamos conscientes que de «las mayores Utopías por las que luchar, con la Razón como arma, es la de construir una sociedad más justa y equitativa… tenemos una gran responsabilidad, pues en el pasado se busca frecuentemente una legitimación de las desigualdades actuales» (Pérez, 2012: 31).
Conociendo el volumen —y número— de intelectuales de consumo que nos rodea, y que, incluso, de su veredicto depende el futuro profesional de tantas personas en ámbitos académicos —probablemente una auténtica distopía—, y del «alijo de prozac en que se ha convertido la cultura» (Vargas, 2015: 121),
pasarán generaciones para que se dé la utopía; se sabe y se asume; más ello no desmerece el esfuerzo de todos aquellos a lo largo y ancho del mundo: obreros, campesinos, milicianos, estudiantes, mujeres, hombres, compañeros todos que dieron su vida por un ideal de justicia, libertad y dignidad (Silva, 2017: 116).
Decía Don Gregorio, en La lengua de las mariposas, que, si conseguimos que una generación, una sola generación, crezca libre en España, ya nadie le podrá arrancar nunca la libertad. Que ello sea en el Estado español, o en cualquier lugar de planeta, una realidad, parece una utopía. Pongamos nuestro grano de arena, desde la investigación social y educativa, para que la utopía no sea una fantasía, sino una realidad.
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Antonio Nadal, Máster en Gestión de la Cooperación Internacional y de las ONGs (Universidad de Granada), Doctor en Pedagogía y profesor del Departamento de Teoría e Historia de la Educación y Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación (Universidad de Málaga).
Líneas de investigación:
Escuela Moderna (Ferrer Guardia); Cultura de la diversidad y Escuela (HUM246); La transición hacia la Formación Profesional Grado Básico. Estudio de caso desde la perspectiva de género (Plan Propio Universidad de Málaga); Igualdad de Género (Cost Action CA20137); Las emociones en la investigación sobre educación ambiental y sostenible (WERA International Research Network-IRN).
Publicaciones recientes:
– (2023). Análisis crítico de sociedad, familia y educación. Principios pedagógicos. Barcelona: Octaedro.
– (2023). «Educación alternativa: Ciencia crítica frente a profecías autocumplidas y principios pedagógicos libertarios», Encuentros. Revista de Ciencias Humanas, Teoría Social y Pensamiento Crítico, 19, pp. 102-116.
– (2023): «El violador eres tú. Sociedad podrida, dictadura científica, Escuela Moderna, principios pedagógicos... y una revista», Revista Internacional de Educación y Análisis Social Crítico Mañé, Ferrer & Swartz, 1/1, pp. 1-34.
Correo: antonionm@uma.es
Resumen
Las siguientes líneas presentan un análisis de las connotaciones de la utopía, a través del cual es posible un cuestionamiento certero acerca de si, hasta el momento, por medio de lo institucional/académico, se ha estado considerando, y con ello, proyectándose didácticamente, una utopía que, lejos de la ambigüedad, no es el mismo sueño para estamentos privilegiados que para la mayoría de las personas que no ostentan dichos privilegios. Desde el pasado a la más rabiosa actualidad, se trata de mostrar cómo hay otra forma de enseñar la utopía, que puede ser un pensamiento racional, y algo más pragmático, de lo que quizás nos inculcaron, algo con una vigencia y una potencialidad que diversas fuentes, desde la investigación social, y educativa, pueden atestiguar.
Palabras claves
Filosofía; filosofía de la educación; investigación; pensamiento crítico; utopía.
Abstract
The following lines present an analysis of the connotations of utopia, through which an accurate questioning is possible about whether, until now, through the institutional/academic, it has been considered, and with it, didactically projecting itself, a utopia that, far from being ambiguous, is not the same dream for privileged classes as it is for the majority of people who do not hold these privileges. From the past to the most furious current times, it is about showing how there is another way of teaching utopia, which can be rational thought, and something more pragmatic, than what was perhaps instilled in us, something with a validity and a potentiality that diverse sources, from social and educational research, can testify.
Keywords
Philosophy; philosophy of education; research; critical thinking; utopia.
Claridades. Revista de filosofía 16/1 (2024), pp. 233-257.
ISSN: 1889-6855 ISSN-e: 1989-3787 DL.: PM 1131-2009
Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)