Pesimismos antagónicos: Mainländer y Nietzsche

Antagonic Pessimisms: Mainländer y Nietzsche

Pedro Naranjo

Universidad de Sevilla (España)

Fecha de envío: 22-04-2022

Fecha de aceptación: 20-09-2022

DOI: 10.24310/Claridadescrf.v15i1.14622

1. Pesimismo clásico

1.1. Definición

Cabe pensar que, para definir una variante «clásica» del pesimismo, primero debemos haber definido el pesimismo en su acepción más general. Sin embargo, el eje de este trabajo es la indefinición teórica en la que el pesimismo filosófico ha existido desde su nacimiento, careciendo de un corpus teórico común a todos sus autores. En nuestra búsqueda, no nos hemos topado con ningún intento, ni siquiera aproximativo, de sistematizar el pesimismo, con la excepción de Joshua Foa Dienstag, al que recurriremos en este apartado.

No obstante, antes de acotar el pesimismo por lo que contiene, nos será útil definirlo por aquello con lo que contrasta. En su ensayo La conspiración contra la especie humana, Thomas Ligotti nos dice que «el carnicero, el panadero y la aplastante mayoría de los filósofos coinciden en una cosa: la vida humana es algo bueno, y debemos mantener en vida nuestra especie el mayor tiempo posible» (Ligotti, 2017: 29), lo cual es, naturalmente, un ideario contrario al pesimismo. Es ahí cuando el propio Ligotti matiza que «algunas personas parecen haber nacido para rezongar que estar vivo no está bien» y que «podrán hacerlo sin preocuparse por que sus esfuerzos vayan a tener un exceso de admiradores» (Ligotti, 2017: 29), debido a lo que es nuestro primer postulado respecto al pesimismo: que tiene una faceta clásica porque es tan antiguo como la filosofía misma, aunque, de forma más o menos deliberada, ha sido marginado y enterrado por sus detractores, es decir, la inmensa mayoría de la comunidad académica. Esto no debe extrañarnos, ya que, «como orientación filosófica, el pesimismo va contra las disposiciones mayoritarias que ven la vida como […] significativa y útil, y justifican —aun contra toda probabilidad— la esperanza en un futuro mejor» (Packer y Stoneman, 2018: 1-2, traducción nuestra), cosa que es muy común en cierto tipo de pesimistas que en este capítulo trataremos bajo el nombre de «pesimistas de la fortaleza». Con todo, no son pocos quienes, aun declarándose contrarios al pesimismo, lo han secundado, acaso sin saberlo:

El pesimismo, como vengo diciendo, ha estado escondido a plena vista. Sus ejemplares incluyen, entre otros, a: Rousseau, Leopardi, Schopenhauer, Nietzsche, Weber, Unamuno, Ortega y Gasset, Freud, Camus, Adorno, Foucault, y Cioran —por nombrar solo unos pocos de lo que podría ser una muy larga lista. […] Y se podría decir que tiene vínculos cercanos con escritores como Sartre, Arendt, Benjamin, Wittgenstein, y Weil (Dienstag, 2006: 5-6, traducción nuestra).

Lo primero que saltará a la vista del lector al mirar estos nombres y los complejos sistemas filosóficos que llevan consigo son las diferencias que guardan entre sí. Esta es la razón por la que, en el presente trabajo, hemos distinguido dos tipos de pesimismo (aunque, de hecho, podrían distinguirse aún más subtipos): la falta de sistematización del pesimismo facilita idiosincrasias en los autores que lo abanderan. Así, por ejemplo, puede verse una relación clara entre Schopenhauer, Mainländer, y Cioran, pero pese a su empleo común del término «pesimismo», solo podemos definir entre ellos la clara inclinación ontológica hacia los aspectos más sombríos de la realidad.

Dicho de otro modo: el pesimismo —en tanto que doctrina filosófica, existente por ejemplo en Schopenhauer o en Eduardo von Hartman— supone el reconocimiento de un «algo» (naturaleza o ser) cuyo carácter constitucionalmente insatisfactorio afirma. En este sentido, el pesimismo constituye, evidentemente, una afirmación de lo peor (Rosset, 1976: 16-17).

Pero, se nos dirá, lo «sombrío» que mencionamos más arriba no es en modo alguno una clasificación filosófica. Por ello, sintetizaremos la definición que tan elusiva resulta diciendo que el pesimismo, entendido en su acepción general, es aquella filosofía en cuyo núcleo se encuentra una valoración esencialmente negativa de la existencia debido a que en esta hay lo que habremos de llamar un dolor «estructural», es decir, perteneciente o relativo a la constitución misma de nuestra condición Y es que el pesimismo se debe a la certeza de que «el dolor estructural no es tan solo un sentimiento, sino que se apoya en pruebas materiales a su favor», tales como «la fragilidad del cuerpo, en la enfermedad y en el conflicto inevitable entre seres naturales (como los humanos)» (Cabrera, 2014: 145).

Con todo ¿qué implica esa «negatividad» pesimista? ¿Hasta dónde llega su alcance, y de qué forma podemos, si es que podemos, lidiar con ella? He ahí lo que distingue a los pesimistas de la fortaleza, que veremos en el siguiente apartado, de los pesimistas clásicos, a los que trataremos a continuación.

Si decimos que «el pesimismo puede derivarse de considerar el lugar ontológico del sufrimiento frente a la felicidad» (Cabos, 2015: 153), debemos decir también que la condición de ese sufrimiento es intrínseca en nuestra existencia; esto es, que no hay modo alguno de eludirla. Es así como piensan los autores a los que hemos denominado «pesimistas clásicos»: para ellos, la vivencia subjetiva del sufrimiento humano desmiente, a priori, que podamos salir de nuestra propia condición. Aunque en el autor que hemos seleccionado como ejemplo de este subtipo de pesimismo, Philipp Mainländer, veremos que aporta matices cruciales a esta definición, adelantamos ahora que hemos escogido el término «clásico» porque este pesimismo lidia con la valoración negativa de la existencia después de haberla experimentado, y no esquivándola en primera instancia. Los pesimistas clásicos no pretenden de antemano sobreponerse al pesimismo. En lugar de eso, son descriptivos y hay en ellos un obvio componente de desistimiento.

De hecho, «el mayor ataque contra el pesimismo filosófico quizá sea que su único tema es el sufrimiento humano» (Ligotti, 2017: 95), y esto es especialmente visible en los pesimistas clásicos. Los pesimistas de la fortaleza, como más adelante veremos, son una respuesta a tales ataques, y se proponen plantear el pesimismo como susceptible de ser heroicamente superado. Esto hace que el pesimismo clásico tenga unos rasgos particulares que le distinguen del pesimismo de la fortaleza, y, sin embargo, ambos se cobijan bajo el paraguas terminológico de «pesimismo». Pero ¿qué hace que un pesimista sea tal, además de la característica nuclear de reconocer el dolor estructural de la existencia, y erigir su filosofía en torno a él?

Como hemos dicho, rara vez ha intentado responderse a esta pregunta, puesto que el pesimismo filosófico es en sí una materia tan marginal dentro del ámbito académico que proceder a su sistematización no genera ni interés ni demasiados aplausos. Con todo, Dienstag hizo un respetable intento al decirnos que «si bien podría dar una serie de caracterizaciones de cada autor [pesimista], será más efectivo a la hora de mostrar su esfuerzo común proceder mediante una serie de proposiciones que los pesimistas suscriben en mayor o menor grado» (Dienstag, 2006: 19, traducción nuestra), pero es en esa variación de grado donde encontramos nuestro problema. A nadie se le escapa el sabor filosófico común de los autores pesimistas, que nos permite reconocerlos como tales, pero demostrar ese vínculo en una sucesión causal e inequívoca de factores es difícil, tanto por los diferentes tiempos y contextos en los que dichos autores vivieron, como por su empeño voluntario en que no se les asociara a líneas de pensamiento tan poco populares. Aun así, Dienstag considera, como anuncia, que existen unas proposiciones que hermanan esos sistemas de pensamiento, y escribe:

Estas proposiciones, que hasta cierto punto se apoyan unas en otras, son, en su forma más tosca, las que siguen: que el tiempo es una carga; que el curso de la historia es, en cierto sentido, irónico, que la libertad y la felicidad son incompatibles; y que la existencia humana es absurda (Dienstag, 2006: 19, traducción nuestra).

Nuestra postura es sencilla: Dienstag se equivoca al definir el pesimismo general de esta forma. No porque no sea cierto lo que dice, sino porque la aplicabilidad de los términos es demasiado débil para que funcione en tantos autores como él propone. A nuestro entender, es cierto, por ejemplo, que la mayoría de autores pesimistas suscriben en mayor o menor medida que la existencia humana es absurda, pero la noción de absurdo que toma Dienstag es la más sistematizada: la de Albert Camus. No obstante, por lógico que sea defender, por ejemplo, una suerte absurdismo schopenhaueriano, el término tiene unas connotaciones tan propias de la dialéctica existencialista que el parentesco que guarda con Schopenhauer resulta tan claro como forzado de etiquetar. Algo análogo ocurre con considerar «que el tiempo es una carga». Tal cosa podría afirmarse fácilmente de varios autores, pero, como ocurre con el absurdo, el problema llega cuando hay que profundizar en la noción de «carga». Al hacerlo, la claridad que unía a los pesimistas se desvanece. Algunos, como Schopenhauer y su aburrimiento, consideran que el tiempo es, en efecto y simplemente, un instrumento del sufrimiento, mientras que otros, como Sartre, ven en el tiempo nuestra posibilidad de redención.

Consideramos que, para que el pesimismo filosófico se identifique como tal, no hemos de crear unas subcategorías en las que meter los distintos sistemas a golpe de léxico, sino que debemos permitir que la comunalidad de sus planteamientos hable por sí misma. En pos de esto, para la presente investigación, contactamos con varios exponentes del pesimismo contemporáneo en distintas áreas, y les entrevistamos sobre la pertinencia de nuestra investigación sobre el pesimismo filosófico en general. En esta materia resultó especialmente útil el filósofo argentino Julio Cabrera, quien, en sus e-mails, nos proporcionó varias introspecciones muy fructíferas. Gracias a él nos ratificamos en que, aunque el pesimismo no cuente, hasta ahora, con un listado académicamente aceptado de términos que lo definan, sí que está acreditado «en lo que, desde Wittgenstein, llamamos “parecidos de familia”. Es lo que permite decir que Schopenhauer, Nietzsche, Sartre, Cioran, Weininger y Cabrera son pesimistas, mientras que Paul Ricoeur, Gabriel Marcel, Karl Jaspers y Jürgen Habermas no lo son» (J. Cabrera, comunicación personal, 21 de marzo de 2021). En su e-mail, concluye ese mismo párrafo diciendo: «No podrías afirmar esto si no te fuera claro, de algún modo, lo que significa “pesimismo”» (Cabrera, comunicación personal, 21 de marzo de 2021).

Pero lo mismo que hace que, para definir el pesimismo, sea suficiente prestar atención al criterio básico del dolor estructural, y ya después, admitir las diferencias entre los autores, también hace necesario distinguir el pesimismo clásico del pesimismo de la fortaleza. Entre los autores de cada uno no es necesario un parentesco terminológico, pues sus sistemas, como a continuación demostraremos, parten del mismo lugar y tienen objetivos análogos, que, además, se influyen entre sí; no obstante, entre esos dos subtipos de pesimismo sí que hay marcadas diferencias.

Y al igual que antes renegábamos de su genérica caracterización del pesimismo, no tenemos problema a la hora de coincidir con Dienstag en que:

hay una división entre aquellos pesimistas, como Schopenhauer, que sugieren que la única respuesta razonable a estas proposiciones es una cierta resignación, y aquellos, como Nietzsche, que rechazan la resignación en favor de una ética afirmadora de la vida, el individualismo y la espontaneidad (Dienstag, 2006: 19, traducción nuestra).

Si, como decíamos, lo que define al pesimismo en general es el reconocimiento de un dolor estructural en la existencia, ahora decimos que el pesimismo clásico y el pesimismo de la fortaleza se distinguen en la respuesta que proponen a dicho dolor. Los pesimistas clásicos, como veremos a continuación, no consideran que tal dolor sea superable (si bien algunos proponen métodos que, según dicen, pueden ayudarnos a «perder victoriosamente»), mientras que los pesimistas de la fortaleza sostienen que podemos manejar y/o escapar de ese dolor.

Establecido esto, procedamos ahora a ver un exponente del pesimismo clásico, que ilustrará lo que venimos defendiendo.

1.2. Philipp Mainländer

Mainländer, nacido y muerto en Alemania (1841-1876), enarboló el impacto de su pesimismo acabando con su propia vida. Su muerte, aun discutiblemente trágica, fue coherente con el sistema que propuso, cuya esencia pesimista radica en su aportación más original: la voluntad de morir. El paralelismo con la voluntad de vivir schopenhaueriana no es casual, naturalmente, pero no fue Schopenhauer el único cuyo pensamiento tuvo eco en los autores posteriores, y hasta en nuestros días.

En la introducción al volumen de Mainländer que aquí nos interesa, Filosofía de la redención (1876), Pérez Cornejo nos dice que «la lectura de este libro cambiaría por completo el destino de Nietzsche, y el de toda la filosofía posterior» (Pérez Cornejo, 2020: 14), lo cual era cierto incluso para campos extra-filosóficos, como el psicoanálisis. La idea de que en el ser humano habita una voluntad de morir resuena claramente en el Tánatos freudiano, y la afirmación de que «placer y displacer son los estados inmediatos del demonio; son movimientos completos e indivisos de la auténtica voluntad de vivir, o, expresado objetivamente, estados de la sangre, del corazón» (Mainländer, 2020: 115), puede darnos una idea de hasta qué punto la herencia de Mainländer le sobrevivió. En palabras de Pérez Cornejo, «la “voluntad de morir” inconsciente de Mainländer estaría detrás de la “voluntad de vivir” de Schopenhauer y de la “voluntad de poder” de Nietzsche» (Pérez Cornejo, 2020: 28), pues el pesimismo clásico al que adscribimos a nuestro autor influye también en el pesimismo de la fortaleza. Pero empecemos por el principio.

Al lector más agudo no le habrá pasado por alto que el año de la muerte de Mainländer coincide con el de la publicación de su obra magna. No es coincidencia. Nuestro autor se ahorcó tan solo un día después de que su trabajo saliese a la luz. En la obra que constituyó para él una suerte de epitafio, se preguntaba: «¿Y quién es y debe ser un pesimista? Quien está maduro para la muerte» (Mainländer, 2020: 290), cosa que, sarcasmo aparte, cumplió al pie de la letra. La muerte fue para Mainländer el eje ontológico desde el que abordar al ser humano. Si Cabrera nos dice hoy que «hay en la ontología afirmativa un sistemático favorecimiento del ser contra el no ser» (Cabrera, 2014: 36), le debemos a pesimistas clásicos como Mainländer la afirmación de que «la vida, en general, es “una cosa lamentable”: fue siempre algo miserable y lamentable, y siempre lo será; de manera que no ser es mejor que ser» (Mainländer, 2020: 199). Y este lamento tiene una trascendencia pragmático-mística que remite al núcleo teológico del pensamiento mainländeriano.

Como muchos antes que él, Mainländer incluyó a Dios en su propuesta, pero no en la acepción común de «creencia», puesto que consideraba haber demostrado científicamente tanto la existencia de Dios en su momento como su inexistencia presente, llegando a decir «que por primera vez lo ha fundamentado [el ateísmo] de un modo científico» (Mainländer, 2011: 136). Por el contrario, sostenía que, en efecto, Dios había existido, pero que se había suicidado. En su plenitud, había comprendido que su «omnipresencia de ser» era, en tanto tal, una condena, y ante esta, lo único que podía hacer para pasar al no-ser, es decir, para morir, era fragmentarse, y dejar que esos pedazos de divinidad tendieran al mismo fin al que él, de forma holística, se entregó. Para quien ha visto un mundo de cualidad semejante al que Schopenhauer nos describe, no hay más alternativa:

Por lo tanto, a Dios le quedó solo una acción posible y ciertamente fue libre, dado que él no estaba bajo ningún tipo de coacción, pues del mismo modo en que bien pudo prescindir de esta, pudo ejecutarla, entrar en la absoluta nada, en el nihil negativum, a saber: exterminarse completamente, dejar de existir (Mainländer, 2011: 54).

Más arriba adelantamos que, para este trabajo, hemos contactado con exponentes del pesimismo filosófico contemporáneo, entre los cuales se encuentran el profesor sudafricano David Benatar y el autor estadounidense Thomas Ligotti. Nos interesa traer esto a colación ahora porque, habiendo expuesto la figura de una unidad original y suicida, cuyos fragmentos a la deriva somos nosotros, se comprenderá que Pérez Cornejo nos diga que «cabe reconocer paralelismos evidentes entre los planteamientos mainländerianos y […] algún escritor lovecraftiano como Thomas Ligotti […] o el antinatalista sudafricano David Benatar» (Pérez Cornejo, 2020: 35). De ahí que el estatus de Mainländer como pesimista clásico no le reste actualidad alguna. En su idea de un Dios que ingresó en la nada, esparciéndose en un universo de fragmentos que llevan impresos ese mismo deseo, encontramos una concepción antropológica que se repetirá en el pesimismo: la de que el universo es indiferente a nosotros, la de que en cada corazón humano late una velada autodestrucción, y, en definitiva, la de que «la meta de toda vida es la muerte» (Freud, 2015: 72), que encontramos impregnando nuestro alrededor.

Como Cornejo señala, entre los múltiples sucesores de Mainländer se encuentra Ligotti, que sintetiza la idea pesimista de la futilidad condenatoria de la existencia en unas sencillas frases: «Para decirlo simplemente: no somos de aquí», defiende, «si desapareciéramos mañana, ningún organismo de este planeta nos echaría de menos. Nada en la naturaleza nos necesita. Somos como el Dios suicida de Mainländer» (Ligotti, 2017: 271).

Recapitulando hasta ahora: para Mainländer, «esta unidad simple [Dios] ha existido, pero ya no existe. Se ha hecho añicos, transformando su esencia completa y enteramente en el mundo de la pluralidad. Dios ha muerto y su muerte fue la vida del mundo» (Mainländer, 2020: 133-134), pero lo fue en tanto que nos dejó marcada la trayectoria a seguir. Nosotros somos los restos, el cadáver danzante de un Dios que comprendió que no existir era mejor que existir.

La existencia antecedente de Dios es fundamental en la filosofía de Mainländer y en ella se sustenta la entropía del universo en su transitar a la Nada. Dios debió morir para que el resto de entidades existentes pudiese vivir. […] De tal modo, la creación del universo fue, efectivamente, obra de Dios, pero no en función de una voluntad por la vida, sino por la muerte, por su propia muerte, de la cual es heredero el hombre viviente, al menos hasta que es congruente con el designio implícito en su naturaleza (Sevilla, 2019: 150).

Esa es nuestra genealogía: Dios «creó a la humanidad como medio para dispersar su conciencia y, en último término, extinguirse» (Packer y Stoneman, 2018: 145, traducción nuestra). En nosotros pervive esa tendencia hacia la no existencia, que nuestro autor llama «voluntad de morir». Sin embargo, en contraposición a la voluntad de vivir de Schopenhauer, a la que, según este, solo podemos oponernos negándola, Mainländer toma otra vía:

El pesimismo autodestructivo mainländeriano transmuta el concepto de negación por el de destrucción. Voluntad de muerte (Wille zum Tod) es la conciencia de la vida como medio para alcanzar la liberación a través de la muerte. Bajo esta cosmovisión, toda cosa en el mundo es inconscientemente voluntad de muerte (Baquedano, 2007: 123).

En efecto, para Mainländer, la vida no es más que un medio para la muerte, el designo último marcado por el Dios suicida del que provenimos. Vivir es una forma de desgastarnos, y el desgaste nos llevará, en último término, a la muerte. Por eso, «en su curso de desarrollo, cada individuo es conducido, a través del debilitamiento de su fuerza, hasta el punto en el que puede cumplirse su tendencia a la aniquilación» (Mainländer, 2020: 268-269). Con todo, hemos de apuntar, la voluntad de morir guarda un parentesco con la voluntad de vivir de Schopenhauer que trasciende el mero nominalismo, y es, entre otras vertientes, la omnipresencia. Para Mainländer, todo cuanto existe es voluntad de morir, y esta se sobrepone a la de vivir. Sin embargo, lo hace de forma camuflada y no tan evidente:

He señalado, en primer lugar, que cada cosa en el universo es inconscientemente voluntad de morir. Esta voluntad de morir está, sobre todo en el ser humano, oculta en su totalidad por la voluntad de vivir, porque la vida es medio para la muerte y como tal se le presenta también claramente al más imbécil: morimos sin cesar, nuestra vida es una lenta agonía, diariamente gana la muerte en poderío frente a cada ser humano hasta que, finalmente, apaga de un soplo la luz de la vida de cada cual (Mainländer, 2011: 128).

La lucha perdida de antemano contra la muerte, corazón mismo de la existencia, hermana a estos dos pesimistas clásicos, Schopenhauer y Mainländer. Pero mientras que aquel repudiaba el suicidio, este es el único filósofo moderno que hemos podido encontrar que, abiertamente, lo aprueba:

Quien ya no es capaz de soportar el peso de la vida, que la arroje. Quien ya no pueda soportar este salón carnavalesco, […] esta cámara de servicio que es el mundo, que salga por esa puerta que «siempre está abierta» a la noche serena (Mainländer, 2020: 291).

Y a eso nos anima Mainländer: a favorecer nuestra propia inexistencia del modo en que más cómodo nos resulte. Tan seguro está de que lo que en realidad nos guía es la voluntad de morir que «su predicción fue que algún día nuestra voluntad de sobrevivir en este mundo o en cualquier otro se extinguirá universalmente por obra de una voluntad consciente de morir y desaparecer, siguiendo el ejemplo del Creador» (Ligotti, 2017: 49), puesto que Mainländer no creía en una vida tras la muerte, ya que el propio Dios estaba muerto. Quien muera debe tener «la certeza de que no le espera ningún estado nuevo, ni placentero ni doloroso, sino la desaparición de todos los estados por sí mismos, con la aniquilación de su ser más íntimo» (Mainländer, 2020: 221-222). Por este carácter de finitud, nuestro autor también se encarga de remarcar que no nos insta a suicidarnos, si bien tampoco censura que lo hagamos. Desde su perspectiva, es indiferente que nuestra muerte se dé por la propia mano o por la del tiempo, porque la voluntad de morir nos lleva hacia la inexistencia, ya sea por el debilitamiento que conlleva vivir o por el acto deliberado acabar con nosotros mismos. Tan solo es una cuestión de eficacia, y aquel que «ha puesto el fin antes que el medio […] actúa, igualmente, en pro de los intereses de la naturaleza y del suyo propio, pero debilita más eficazmente tanto la suma de fuerza del todo como también su tipo» (Mainländer, 2020: 287). Con todo, cabe añadir que la muerte voluntaria debe producirse en determinadas condiciones, que se resumen en no haber «expandido» el propio ser mediante la reproducción. Esto implicaría haberse propagado a modo de herencia, y corrompería la esencia redentora que nuestro autor le adjudica al suicidio. Por tanto, la extinción de la propia vida debe darse en condiciones de virginidad, ya que solo de esa forma se cumple el designio teleológico que vertebra la cosmovisión de Mainländer.

En este sentido, Mainländer se sirve de la teleología para ir más allá de la experiencia y poder determinar el curso del universo […]. De la misma forma en que la teleología sirve para remontarnos y enjuiciar el origen del universo, nos sirve para determinar el fin hacia el cual se dirige (Gajardo, 2020: 93).

Dicho de otra forma: en la muerte está la redención, y el suicidio es el camino de una selecta minoría de ejecutores privilegiados y fuertes de la voluntad de morir. Esto trae a colación las palabras de otro célebre filósofo suicida, el austríaco Jean Améry (1912-1978), que en su Levantar la mano sobre uno mismo: Discurso sobre la muerte voluntaria, escribió:

La muerte voluntaria existe y nos libra, nos rescata del ser, convertido en fardo pesado, y del ex-sistere, que ya solo es angustia. Así pues, es evidente que la pregunta acerca del sentido o sinsentido de la muerte voluntaria debe ser repensado, aun a riesgo de no encontrar una respuesta (Améry, 1999: 129).

Mainländer acepta el riesgo al afirmar que cada suicida «recorre la vereda más corta de la redención, lejos del camino principal hacia la redención, reservado a la multitud; ve elevarse ante él la cima, con su dorada luz, y la culminará» (Mainländer, 2020: 287).

Y esta es la filosofía de Mainländer, nuestro ejemplo de pesimista clásico. En un mundo donde creemos que queremos vivir, pero secretamente nos conduce una terrorífica voluntad de morir, encontramos que

miremos donde miremos, nos sale al paso el egoísmo más despiadado, y una completa carencia de consideración. Y esto no quiere decir sino que es necesario vigilar constantemente, y empujar a derecha e izquierda para no ser tirado al suelo y pisoteado (Mainländer, 2020: 157).

El hombre es un lobo para el hombre, pero, sobre todo, para el tipo único de hombre que él mismo constituye.

2. Pesimismo de la fortaleza

2.1. Definición

Visto el pesimismo clásico, hemos de sumergirnos ahora en su homólogo alternativo: el pesimismo de la fortaleza. Si aquel diagnostica el pesimismo en el seno de nuestra existencia y no considera que tal condición sea superable, este difiere: su característica principal es la variedad de propuestas con las que pretende superar el pesimismo. El sufrimiento al que alude esta vertiente es prácticamente el mismo que encontramos en aquella, y las influencias de unos autores en otros son patentes, pero aquí se concibe el sufrimiento como premisa que no hemos de considerar, en sí misma, negativa, puesto que solo es síntoma de las posibilidades que nos ofrece.

Tomamos el nombre «pesimismo de la fortaleza» de la ópera prima de Nietzsche, autor al que consideramos máximo exponente de este pesimismo, titulada El nacimiento de la tragedia, en la que leemos:

¿Es el pesimismo, necesariamente, signo de declive, de ruina, de fracaso, de instintos fatigados y debilitados? ¿Como lo fue entre los indios, como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros, los hombres europeos «modernos»? ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predilección intelectual por las cosas duras, horrendas, malvadas, problemáticas de la existencia, predilección nacida de un bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de existencia? ¿Se da tal vez un sufrimiento causado por esa misma sobreplenitud? ¿Una tentadora valentía de la más aguda de las miradas, valentía que anhela lo terrible, por considerarlo el enemigo, el digno enemigo contra el que poner a prueba su fuerza, en el que esta quiere aprender qué es «el sentir miedo»? (Nietzsche, 1996: 26).

¡Cómo no tomar este fragmento como referencia de un nuevo enfoque del pesimismo! Y es que, como decíamos, no ha escapado a los ojos de varios autores contemporáneos que

están los pesimistas «heroicos», o más bien los «pesimistas» heroicos. Se trata de pesimistas sedicentes que toman en consideración el polo desfavorable… pero no se comprometen con su implicación de que la vida es algo que no debería ser (Ligotti, 2017: 61),

sino que su trabajo radica en buscar una salida del sufrimiento, una superación ontológica del mismo. Los pesimistas clásicos dicen «no» a la existencia, a menudo mediante vías de abstinencia o de desistimiento, mientras que los pesimistas de la fortaleza tienen como nexo común de sus sistemas el proferir un gran «sí».

No podemos olvidar, como antes decíamos, que el pesimismo no es bien recibido, ni en el panorama académico ni, menos aún, en el social. El público demanda la afirmación de la vida que tiene, y en caso de descontento, promesas de cambio, y esto es algo que ni Mainländer ni Schopenhauer ni Cioran están dispuestos a ofrecer. No así sus contrapartes. Nos dice Thacker que «con Nietzsche llega el pronunciamiento de un pesimismo dionisíaco, un pesimismo de fuerza o goce, un decir-sí a lo peor, un decir-sí al mundo como es» (Thacker, 2017: 20) o, dicho de otro modo: un pesimismo afirmativo. En la sociedad occidental se venera lo que añade, no lo que resta; lo que promete, no lo que desmiente; lo que descubre, no lo que desacredita. Es a esta tendencia a la que obedecen autores como Nietzsche, Unamuno y Sartre, puesto que «la sociedad intelectual teme a los pensadores que tienden a acabar reflexiones. Ama y estimula, en cambio, a aquellos capaces de renovarlas incesantemente» (Cabrera, 2014: 148), y es este empeño en salvar la vida del individuo a toda costa lo que ha enaltecido a los pesimistas de la fortaleza. Sin ir más lejos, «para Schopenhauer la consecuencia de sus negaciones ha sido que ocupa mucho menos espacio en el museo del pensamiento moderno que su compatriota y antagonista Friedrich Nietzsche» (Ligotti, 2017: 150), ya que este fue capaz de sintetizar la opresora voluntad de vivir de aquel en una flamante voluntad de poder que revitaliza al individuo.

El pesimista de la fortaleza quiere, en efecto, mirar al abismo, pero con la certeza de que él es más fuerte. Saber lo que es el sentir miedo, nos decía Nietzsche en la cita arriba mencionada, pero no el miedo paralizante del mundo -sin-nosotros, que Thacker define en su obra En el polvo de este planeta, sino una suerte de vértigo que remita a nuestra propia libertad. El pesimismo de la fortaleza nos cede el control de nuestra condición, y sea esto una ilusión o no, lo cierto es que ha creado una gran tradición en Europa. Es precisamente un autor español quien, en su obra Filosofía para una vida peor (2016), define con exactitud el espíritu con el que nace el pesimismo de la fortaleza:

¿No será posible, para el hombre común, actuar como si se supiera que hay un bien puro en otro lugar, afuera —pero sin saberlo ni creerlo verdaderamente— y con ello, actuar con la libertad y generosidad del que no espera nada y, justamente por ello, es, por fin, libre? (Quintana, 2016: 54).

Y aunque es cierto que «cómo podríamos alimentar y apoyar a voluntad lo que sabemos que son ilusiones sin un pacto de ignominiosa pretensión entre nosotros es algo … que nunca ha sido explicado» (Ligotti, 2017: 62), también lo es que los pesimistas de la fortaleza reclaman que su pensamiento es una manera de enfrentarse a la tragedia en lugar de ser aplastados por ella. «El filósofo trágico puede así definirse como un pensador sumergido en la alegría de vivir y que, a pesar de reconocer el carácter impensable de ese júbilo, desea pensar al máximo su impensable prodigalidad» (Rosset, 1976: 58), que es a lo que nos instan Nietzsche y sus correligionarios.

Para ellos, la prevalencia del sufrimiento se parece a un juego que hay que ganar. Son autores de prosa hábil e ideas carismáticas, que, aunque beben claramente del pesimismo clásico, a menudo rehúsan ser tratados como cercanos al mismo. Por ejemplo, Cioran defendía una tradición de autores pesimistas y un derrotismo casi ascético, mientras que «Unamuno y Camus, por otra parte, aunque están de acuerdo con Cioran en la prevalencia de la infelicidad, ambos abrazan enérgicamente la vida que se nos ofrece bajo el diagnóstico pesimista» (Dienstag, 2006: 122, traducción nuestra).

La problematización del pesimismo de la fortaleza y su renuencia a ser considerado pesimista (ya vemos que, cuando Nietzsche emplea el término, se encarga de definirlo en su propia acepción huidiza) radica en que, a la vista de sus conclusiones, cuesta distinguirlos de las tradiciones contrarias. Son pesimistas, sin duda, pero ¿hasta dónde llega su tolerancia al sufrimiento?, «¿cómo puede uno separar al pesimista del optimista en obras como Del sentimiento trágico de la vida de Unamuno o El mito de Sísifo de Camus?» (Thacker, 2017: 42). En efecto, «nadie necesita nunca el pesimismo de la manera en que uno necesita el optimismo […], los libros edificantes o una palmadita en la espalda», (Thacker, 2017: 11-12), y para eso está el pesimismo de la fortaleza, que diagnostica un dolor estructural para luego redimirnos de él.

Cuestiones como «la verdad» en los pesimistas de la fortaleza resultan más heterogéneas que en los pesimistas clásicos. A menudo, estos tienen una actitud cínica a ese respecto, pero para los pensadores afirmativos, como los que aquí tratamos, «no se trata pura y simplemente de “la verdad”, sino de toda la verdad compatible con la continuidad de la vida, con la empresa de que el pensamiento no quede empantanado y pueda continuar desarrollándose» (Cabrera, 2014: 133). Es el desarrollo lo que persigue el pesimista de la fortaleza: el cambio, la mutación, la superación, la victoria. Nos encontramos con que estos autores transitarán senderos oscuros, pero, invariablemente, emergerán victoriosos al otro lado, lo cual les hace merecedores de más aceptación social que pensadores como Mainländer.

El antinatalista David Benatar escribió: «El pesimismo tiende a no ser bien recibido. Debido a la disposición psicológica a pensar que las cosas son mejores de lo que son, […] la gente quiere oír mensajes positivos» (Benatar, 2006: 209, traducción nuestra). Mientras acabe en alto, el pesimista de la fortaleza tendrá éxito, sin importar la profundidad de los infiernos a los que haya descendido por el camino. Cuando entrevistamos al propio Benatar, hablando de los pesimistas de la fortaleza, le preguntamos si creía que estos autores fueron víctimas de esa imposición de poner una nota positiva final, y nos contestó:

Probablemente es cierto, pero no se trata solo del valor de enfrentarse a la sociedad, sino también del impulso natural que mucha gente tiene a darle un giro positivo a las cosas. Hay casos donde estos autores, quizá, no querían alienar demasiado a la gente, así como escenarios en los que realmente sentían en su interior el impulso de darle una visión positiva al apuro humano (Benatar, comunicación personal, 22 de diciembre de 2020, traducción nuestra).

Las razones que condujeron a los pesimistas de la fortaleza a las conclusiones a las que llegaron son, en efecto, variadas, y a continuación, procedemos a exponer sus sistemas para juicio del lector.

2.2. Friedrich Nietzsche

El exponente a tratar en este apartado es uno de los más citados y referenciados del último siglo: Friedrich Nietzsche (1844-1900). Sus textos inspiraron a generaciones y generaciones de filósofos posteriores, entre los cuales se hallan muchos contemporáneos de los ya citados, como Dienstag o Thacker. La pertinencia de presentar aquí a este autor es, además de que le consideramos padre del pesimismo de la fortaleza, que «en la vasta literatura que Nietzsche ha generado, se presta muy poca atención a su autodefinición como pesimista» (Dienstag, 2006: 161-162, traducción nuestra), de modo que el análisis de su sistema nos valdrá para ilustrar lo más emblemático del pesimismo de la fortaleza. Asimismo, sus conexiones con pesimistas previos son patentes, tanto con Schopenhauer, que a continuación mencionaremos, como con Mainländer, siendo el propio Nietzsche quien le escribe a Overbeck en sus Correspondencias que «ha leído mucho a Voltaire» pero que «ahora le toca el turno a Mainländer» (Nietzsche, 2009: 187).

En primer lugar, debemos decir que «aquellos que muestran lo que Nietzsche llama un «pesimismo de la fortaleza», parten de la premisa de que los valores no son intrínsecamente significativos […] sino que son el producto de varios procesos de construcción de significado» (Packer y Stoneman, 2018: 85, traducción nuestra), y esta aportación, aun con antecedentes, no se había expresado con tal contundencia hasta la llegada del pensador alemán. «Nietzsche fue el primero en sacar la conclusión de que los valores desprendidos del sentido obligatorio no son más que perspectivas» y «ve muy claramente que la posición idealista de todos los principios morales lleva al nihilismo», concepto de capital importancia en su obra (Weire, 1997: 187). En Más allá del bien y del mal nos dice que el que «la verdad sea más valiosa que la apariencia, eso no es más que un prejuicio moral; es incluso la hipótesis peor demostrada que hay en el mundo» (Nietzsche, 2012: 76), pues es característica de nuestro autor una rebeldía intelectual contra los moldes que vienen impuestos en la Europa en la que vive.

Hablando de forma coloquial, Nietzsche no deja títere con cabeza. Les reprocha a los griegos su miedo ancestral a los instintos, llegando a decir que «la cuestión de si […] el instinto merece más autoridad que la racionalidad […] continúa siendo aquel mismo viejo problema moral que apareció por primera vez en la persona de Sócrates» (Nietzsche, 2012: 151); a Schopenhauer el ser «meramente el heredero de la interpretación cristiana», con el agravante de que «supo dar su aprobación también a lo rechazado por el cristianismo, los grandes hechos culturales de la humanidad, todavía en un sentido cristiano, es decir, nihilista» (Nietzsche, 2002: 129); y a todos los filósofos en general un pecado de cobardía:

Todos ellos [los filósofos] simulan haber descubierto y alcanzado sus opiniones propias mediante el autodesarrollo de una dialéctica fría, pura, divinamente despreocupada […]: siendo así que, en el fondo, es una tesis adoptada de antemano, una ocurrencia, una «inspiración», casi siempre un deseo íntimo vuelto abstracto y pasado por la criba lo que ellos defienden con razones buscadas posteriormente (Nietzsche, 2012: 32).

Respecto a Schopenhauer, sin embargo, pervive en Nietzsche un respeto filosófico, producto de haberse considerado una suerte de discípulo suyo en los albores de su carrera. Nuestro autor hereda de él la problemática respecto al pesimismo y la condición ontológica del ser humano, que no abandonará en el resto de sus trabajos. He ahí el origen del pesimismo de la fortaleza: la pugna con los postulados schopenhauerianos.

Ya se identifican indicios de disensión en el ex-discípulo de Schopenhauer en las primeras páginas de su primera obra, El nacimiento de la tragedia. El polémico problema entre Schopenhauer y Nietzsche se encuentra en el argumento principal del libro: la significancia de la tragedia vis à vis con el pesimismo (Cauchi, 1991: 253, traducción nuestra).

Y es que, en esta purga del pensamiento, encontramos ideas muy heterogéneas en los distintos volúmenes de Nietzsche, de entre las cuales, aquí resaltaremos la que entronca directamente con nuestro tema y que se remonta, como señala Cauchi, a su primera obra: el pesimismo de la fortaleza. Lo primero que diremos es que «Nietzsche es famoso como promotor de la supervivencia humana, siempre y cuando haya suficientes supervivientes que sigan sus pasos como pesimista pervertido: alguien que se ha dedicado a amar la vida precisamente porque es lo peor imaginable» (Ligotti, 2017: 150). Tal cuadro de horror empieza, para nuestro autor, con el diagnóstico de la moral caduca bajo cuyo yugo vivimos. Según él, es responsabilidad directa del pensador ser libre, absteniéndose y escapando de las categorías en las que el puritano juicio de sus congéneres intenta situarlo. Así, en El crepúsculo de los ídolos leemos:

Es conocida mi exigencia al filósofo de que se sitúe más allá del bien y del mal, de que tenga por debajo de sí la ilusión del juicio moral. Esta exigencia se deriva de un conocimiento que yo he sido el primero en formular: no hay en modo alguno hechos morales. Lo que tiene en común el juicio moral con el religioso es que cree en realidades que no existen. La moral es solamente una interpretación de ciertos fenómenos, o, dicho más concretamente, una mala interpretación (Nietzsche, 2002: 89).

Vemos ahí el desprecio que Nietzsche siente por la tan reverenciada moral cuyos defensores encumbran como pilar de la convivencia entre individuos. Esta es la causa de que se le vincule frecuentemente con el nihilismo, núcleo teórico del pesimismo que, por cuestiones de espacio y foco temático no podemos tratar aquí, pero que es una piedra angular de las propuestas nietzscheanas. En la sociedad en la que vivía, «el concepto de nihilismo empezó siendo como descripción general del peligro que el idealismo [alemán] planteaba a la salud intelectual, espiritual y política de la humanidad» (Gillepsie, 1995: 65, traducción nuestra), peligro que Nietzsche abraza desafiante con su revolucionaria crítica a la puritana moral de su entorno. Encontrándose ante la pobre separación entre «lo bueno» y «lo malo», como valores binarios abiertamente cognoscibles mediante un todopoderoso cristianismo, Nietzsche escribe La genealogía de la moral, donde nos dice que «necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores» (Nietzsche, 2011: 33). Su puesta en entredicho consiste en invertir lo ya existente, transmutando los valores malos en buenos y viceversa. Nietzsche pasa aquí a juzgar las proposiciones filosóficas en virtud de su carga de poder, y no de adecuación a la moral tradicional. Nos insta a abandonar la multitud y a crear nuestro propio código moral basado en la destrucción del anterior y en la subsiguiente consecución de poder. Vivimos en un rebaño de seguidores natos que miran a las aves majestuosas en el cielo, nos dice Nietzsche, y nos propone la siguiente idea:

Cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito, — ¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadadas en absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero» (Nietzsche, 2011: 66).

Esta dialéctica del poder es un elemento nuclear en la filosofía nietzscheana. El mundo se divide en esclavos y señores, nos dice, y los primeros han creado la moral judeocristiana para retener a los segundos en su ascenso. Nietzsche asegura que «la moral de los esclavos es […] una moral de la utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis “bueno” y malvado”: — se considera que del mal forman parte el poder y la peligrosidad» (Nietzsche, 2012: 276), pero para él, la cuestión es justamente la inversa.

Lo bueno es lo poderoso. Esa es la piedra angular del criterio nietzscheano. Mediante nuestra propia afirmación, aceptamos nuestro deseo de dominar tanto a otros como a nosotros mismos. Siguiendo tal volición, despreciamos los esquemas preestablecidos, entre ellos, y sobre todo, la moral, creando unos valores nobles y señoriales. El elemento que hilvana este camino, y segunda idea a resaltar, es la voluntad de poder.

Schopenhauer defendía la voluntad de vivir, fuerza irreprimible que guía nuestro inconsciente y a cuyos devaneos estamos sujetos aun en nuestro propio detrimento; Mainländer hablaba de la voluntad de morir, presente en todo tras el suicidio de Dios, y a la que debemos seguir hasta la muerte misma para culminar con el plan que Él trazó para nosotros. Heredero de ambos pensadores alemanes, Nietzsche «no dudará en sustituir el pesimismo schopenhaueriano por una “voluntad de poder” más vigorosa y vitalista» (Thacker, 2015: 31), que nos muestra la esencia del pesimismo de la fortaleza. Nietzsche le da al individuo el control de su propio devenir. Diagnostica, en efecto, unas circunstancias existenciales terribles, pero reivindica un heroísmo personal capaz de sobreponerse a la condición humana. Nos dice que «el sufrimiento profundo vuelve aristócratas a los hombres» (Nietzsche, 2012: 294), y, por tanto, lo reclama para todo aquel que quiera ser independiente. De ahí que, «aunque Nietzsche distinguía entre lo que frecuentemente llamaba “mi pesimismo” y aquel que lo precedió, su adopción del término “pesimismo” también indica la tradición desde la que su filosofía se expande» (Dienstag, 2006: 163, traducción nuestra).

Donde el pesimismo clásico aborda el sufrimiento en la negativa sobriedad de considerarlo básicamente indeseable, el pesimismo de la fortaleza antepone la exaltación y la épica:

Vosotros queréis, en lo posible, eliminar el sufrimiento — y no hay ningún «en lo posible» más loco que ése; —¿y nosotros? — ¡parece cabalmente que nosotros preferimos que el sufrimiento sea más grande y peor de lo que ha sido nunca! (Nietzsche, 2012: 212).

Tanto abunda ese deseo de sufrimiento para que el pesimista de la fortaleza pueda probarse a sí mismo su catadura que Nietzsche plantea la tercera y última idea de su sistema que vamos a exponer: el eterno retorno. En la que quizá sea su obra más célebre, Así habló Zaratustra, el protagonista del mismo nombre se encuentra con un enano que le dice que «toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo» (Nietzsche, 1997: 230). A esto, y de forma aún más elocuente, Zaratustra responde:

Cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá que haber recorrido ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez? […]

¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras de sí todas las cosas venideras? ¿Por lo tanto — incluso a sí mismo?

Pues cada una de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia delantetiene que volver a correr una vez más!— (Nietzsche, 1997: 230).

Pero si bien es cierto que «la visión cíclica de la historia, en su versión metafísica, conduce, en suma, a un pesimismo existencial» (Illanes, 1993: 99), la idea de que nuestras vidas se repitan eternamente sin variación alguna es, para Nietzsche, motivo de gozo. Con todo, nos advierte, solo lo será para lo que él denomina «superhombre»: es el único tipo de ser humano que no se sentirá aterrado ante la idea de una vivencia cíclica de su propia existencia. Según Nietzsche, el superhombre es aquel individuo que, guiado por la voluntad de poder, ha escapado del rebaño del pensamiento esclavo y se nutre ahora tanto de su soledad como de los pensamientos particulares y heroicos que de ella nacen. Es tanta la satisfacción que el superhombre siente respecto a su vida que, ante la aparente pesadilla de repetirla en bucle, dice: «¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!» (Nietzsche, 1997: 229).

Como vemos, la filosofía de Nietzsche es tan extensa como compleja, y para mayor profundidad en su estudio, el lector puede indagar en la vasta literatura que encontramos alrededor de este pensador. Por nuestra parte, consideramos cumplida la meta que nos propusimos: mostrar, de forma breve y sucinta, las características fundamentales del sistema nietzscheano, referente del pesimismo de la fortaleza. Este, como hemos visto, diagnostica un dolor estructural en nuestra existencia, pero nos asegura que podemos superarlo desmarcándonos de los valores tradicionales, creando los propios, siguiendo el impulso de dominancia que es voluntad de poder, y convirtiéndonos en superhombres satisfechos con el eterno retorno de lo mismo.

Con todo, cabe seguir a Ligotti cuando, hablando de Nietzsche, se pregunta: «¿Por qué creía este adepto del sí —que decía que no con la boca chica— que era tan importante mantener alto nuestro espíritu de cuerpo evitando la crisis del nihilismo cuya inminencia predijo?» (Ligotti, 2017: 152). Esta pregunta y otras más habrán de responderse en estudios de otra clase.

3. Conclusión

Así termina nuestro trabajo sobre las variantes del pesimismo. Si tuviéramos que dar un corolario de lo dicho hasta ahora, sería que el pesimismo se caracteriza por considerar que en el centro de la existencia humana hay un «dolor estructural», en términos de Cabrera, así como que la pervivencia de dicho dolor es irremediable y que permea todo cuanto vivimos. Dentro de esto, nosotros proponemos distinguir entre dos grupos de pesimistas, los clásicos y los de la fortaleza, atendiendo a una característica muy definitoria: aquellos defienden que el sufrimiento de la existencia siempre vencerá y se limitan a formar un sistema a su alrededor, mientras que estos consideran que existen métodos «heroicos» para sobreponernos al dolor estructural, e incluso para superarlo.

Establecido esto, nosotros nos posicionamos a favor del pesimismo clásico. Esta es una decisión que, si bien tendrá en su genealogía un fuerte componente personal y actitudinal respecto a la bibliografía empleada, se cimenta en una consideración sólida: que el pesimismo clásico respeta la premisa de la que parte, mientras que la historia del de la fortaleza está repleta de perversiones de la misma. Los autores paradigmáticos del primero, como hemos observado en Mainländer, se ciñen al dolor estructural a la hora de hacer crecer sus sistemas: en un universo en el que Dios se ha suicidado y nosotros somos sus restos mortales, no puede pretenderse una sobreposición a nuestra condición como si esta fuera mutable o un simple mal de humor. Por el contrario, el pesimismo de la fortaleza tiene un amplio currículum en partir del dolor estructural inescapable para luego escapar de él. Esto lo hace anulando sus consecuencias, a menudo mediante reformulaciones líricas de lo que, en un inicio, era un punto de partida incontrovertible. Así, vemos que Nietzsche cambia la vivencia misma del sufrimiento al pedir que sea más grande y peor en Más allá del bien y del mal, y que, mediante abstracciones como el superhombre, convierte la existencia maldita por el sufrimiento ubicuo en una especie de desafío heroico en Así habló Zaratustra.

Esta asimetría es fundamental a la hora de acometer la lectura de los autores de cada corriente, y en especial, de construir algo sobre las mismas. Mientras que el pesimismo clásico remitirá de forma consistente a una misma cosmovisión (acaso fatalista o incluso desagradable, pero esa no es la cuestión), el pesimismo de la fortaleza nos sorprenderá frecuentemente presentando una lectura animada y resiliente respecto a un factor que, se suponía, nos iba a mantener en un registro fenomenológico concreto. Los exabruptos de rebeldía existencial son constantes en las obras del pesimismo de la fortaleza, como si hubiera considerado de forma apriorística que el problema que va a tratar es susceptible de derrotarse antes incluso de habernos sumergido en él. Esa filosofía afirmativa provoca un sesgo lógico-deductivo en el corpus de estos autores, y en el caso de Nietzsche resulta especialmente llamativo a la luz de que, en más de una ocasión, como hemos mostrado, sus avances argumentativos se dan mediante saltos posibilistas por la pura lírica. Es el caso de la inclusión de su voluntad de poder como respuesta al pesimismo y al nihilismo que lo vertebra, que, a diferencia de la voluntad de morir de Mainländer, carece, a nuestro entender, de fundamento filosófico estable. Por ello cabe afirmar que «no solo el diagnóstico de Nietzsche sobre la causa del nihilismo —la muerte de Dios— estaba errado, sino que su cura falla porque no es consciente de los prejuicios que guían su valoración de la voluntad de poder» (Storey, 2011: 21, traducción nuestra), ya que esta remite en la mayoría de sus enunciaciones a una supuesta hambre instintiva de victoria.

Victoria, decimos nosotros, ¿contra qué? Es cierto que el pesimismo de la fortaleza parte de una lectura del dolor estructural de la existencia en términos de contienda, pero también es cierto que, tomada como la hemos definido, la característica fundamental del pesimismo como tal es que describe la condición humana de forma ontológica, es decir, retratando nuestro ser en el mundo, y no una situación coyuntural que dependa de las ganas que le pongamos a nuestra vida diaria. Si bien existe una clara variación del sufrimiento individual en función de la actitud con la que se afronte la existencia, resulta pobre y carente de fundamento situar esa variación en el plano filosófico, donde el dolor estructural pasa a ser, para el pesimismo de la fortaleza, un enemigo a batir, y no nuestra propia naturaleza última.

Es por ello que consideramos, como decíamos, que el pesimismo clásico es preferible como corriente filosófica a la hora de indagar en el dolor estructural, dada su constancia y corrección metodológica general frente a la variabilidad a menudo insuficientemente justificada del pesimismo de la fortaleza.

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Pedro Naranjo es psicólogo y doctor en Filosofía por la Universidad de Sevilla. Pertenece al grupo de investigación «Filosofía Aplicada: Sujeto, Sufrimiento, Sociedad», de la misma institución, en cuyo seno ha realizado comunicaciones en congresos internacionales y ejercido de Asistente Honorario para el Departamento de Estética e Historia de la Filosofía. Entre su actividad filosófico-literaria reciente se encuentra ser miembro del comité editorial de Cuadernos de Pesimismo. Revista Internacional de Filosofía y haber ganado el premio Narrativa Breve en el festival nacional Letras en Off (2023) por la obra de narrativa existencial Ceniza bajo la soga (2022).

Líneas de investigación:

Su principal línea de investigación es la fenomenología existencial.

Publicaciones recientes:

- Naranjo, P. (2022). El absurdo de la condición humana en Sartre y Camus. Pensamiento. Revista de Investigación e Información Filosófica. (En prensa, aceptado el 3 de febrero de 2022).

- Naranjo, P. (2023). Más allá del sufrimiento: cómo Nietzsche reconceptualizó el pesimismo. Cuadernos de pesimismo. Revista de Filosofía.(2), 76-86.

Correo: pedro_naranjjo@hotmail.com

Resumen

Valiéndonos de traducciones propias, así como de entrevistas personales con exponentes del área investigada y de la bibliografía recabada, en el presente trabajo perseguimos tres objetivos: definir la característica neurálgica del pesimismo filosófico, proponer un modelo bipartito del mismo que divide esta escuela en «pesimismo clásico» y «pesimismo de la fortaleza», y finalmente, ilustrar mediante sendos ejemplos el corpus teórico de uno y otro. Nuestra conclusión será que no solo dicho modelo es posible, sino que el pesimismo clásico ha de preferirse al de la fortaleza cuando se trata de abordar cuestiones de filosofía existencial desde una óptica intelectual puramente pesimista.

Claridades. Revista de filosofía 15/2 (2023), pp. 11-36.

ISSN: 1889-6855 ISSN-e: 1989-3787 DL.: PM 1131-2009

Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM)

Palabras claves

Nietzsche; Mainländer; pesimismo; voluntad; morir; poder

Abstract

Making use of our own translations, personal interviews with exponents of the investigated area and the gathered bibliography, in this essay we chase three goals: to define the neuralgic characteristic of philosophical pessimism, to propose a two-part model that divides it into “classical pessimism” and “pessimism of strength”, and finally, to illustrate with the corresponding examples the theoretical corpus of both of them. Our conclusion will be that not only such a model is possible, but also that classical pessimism is way more preferable when it comes to address issues of existential philosophy from a purely pessimistic point of view.

Keywords

Nietzsche; Mainländer; pessimisn; will; death; power.