Entrevista:
Conversando con Pedro G. Romero
Enrique Fuenteblanca
Universidad de Málaga
Las siguientes páginas ofrecen una conversación con el artista Pedro G. Romero (Aracena, Huelva, 1964). En ella, se discuten cuestiones relacionadas con la obra del artista y con el estado de la praxis artística contemporánea. La entrevista tuvo lugar el día 10 de junio de 2020 en la Alameda de Hércules, Sevilla.
Empecemos hablando sobre los que podrían ser considerados tus dos grandes trabajos: La Máquina P.H. y el Archivo F.X. Me gustaría preguntarte sobre sus lugares comunes y sus puntos de fuga. ¿Qué diferencia al archivo y a la máquina en su función dentro del reparto de lo sensible, utilizando la expresión de Jacques Rancière?
Mi relación con el archivo ha sido un poco complicada por varias razones. Empecé a trabajar en Archivo F.X., que llamé así de modo paródico. Sabía que, en realidad, para mí el archivo no es tanto la colección de cosas sino su clasificación, su taxonomía. Para mí el archivo era la máquina del museo, y el museo representaba un orden hegemónico. Me atravesaron dos corrientes de moda, la del archivo y la de la memoria histórica, que me dieron mucho trabajo y me sirvieron para tener una posición. En realidad, en los dos casos, utilizaba esas herramientas de forma paródica. Yo quise constituir el Archivo F.X. porque pensaba que, en el campo en el que trabajaba, lo que importaba era no era tanto lo que uno hacía sino la manera en la que uno posicionaba su trabajo dentro de la máquina del conocimiento que era el arte contemporáneo. En ese sentido, la institución o los comisarios llegaban a ser mucho más importantes que los artistas. Muchos trabajos míos iban a distintas exposiciones y, según el criterio del comisario, aquello tomaba un significado u otro. Mi trabajo todavía tenía una densidad que lo dificultaba pero, en muchos casos de artistas que conocía, la misma obra operaba con dos discursos absolutamente diferentes. Entonces, cuando me planteé trabajar con las imágenes de la iconoclastia, pensé en crear una institución y que esta hablase con las otras instituciones de tú a tú. Pensaba que esa era la única posibilidad de mover mi trabajo. Es cierto que, por algunas cuestiones que no se me han dado mal, mucha gente me llamaba para hacer trabajo de archivo real, como asesor de archivo. Además dominaba el lenguaje. Agamben dice que la verdadera parodia es aquella que coincide punto por punto con aquello que intenta parodiar, es más su encarnación que su revés cómico. Él habla, por ejemplo, de cómo Rabelais entiende en Gargantúa y Pantagruel las instituciones franciscanas. Me vino esa doble tesitura; por un lado parodiando el archivo y, por otro, encarnando muchos trabajos que estaban relacionados con él.
Con respecto a la máquina y el archivo, siempre me han interesado las taxonomías y el dispositivo que construye las taxonomías realmente funciona de forma «máquina». El archivo suele ser una máquina tipológica, que de alguna forma da una visión concreta del conjunto de máquinas que se mueven en el cuerpo social. En ese sentido me resulta de gran interés Marcel Broodthaers, que se dio cuenta muy pronto de eso. Su obra juega de otra manera con el lenguaje, nombre y nomenclátor del aparato museo y lo hace parodiando esa máquina hegemónica que funciona en el mundo del arte. Para mí, la función del archivo sería esa, la de máquina paródica; una máquina que parodia una de las máquinas dominantes en el campo de las artes. Hay una relación frustrante en ese sentido, pero también tengo que reconocer que haber trabajado con personas que son nombres importantes dentro de esas formas de hacer me ha hecho darme cuenta de que son máquinas muy interesantes. No son máquinas muertas, sino que están en transformación. A niveles muy distintos de hegemonía, lo que hizo Catherine David en Documenta X, curator con la que he podido trabajar y con la que comparto amistad, me parece algo ejemplar. Si pienso en lo que ha estado haciendo Manuel Borja-Villel en el MACBA o en el Reina Sofía, la mayor crítica que puedo hacerle es que ha sido demasiado eficaz. Entonces es hegemónica y eso no permite que haya un afuera del discurso, algo que me produce un gran conflicto.
El otro día hablaba de esa gran dicotomía que hemos tenido muchos artistas de mi generación, que hemos tenido que ser hipercríticos y, a la vez, modernizar las instituciones en las que nos movíamos. Mientras las modernizábamos (porque no éramos tontos y veíamos que había que tener al menos un mínimo nivel) inmediatamente parecía que éramos duros y demasiado críticos. Yo estaba deseando que las instituciones españolas tuvieran un nivel europeo (por decirlo de alguna manera) para poder discutir con ellas, no para asentar lo que dicen. Esta contradicción no solo me ha ocurrido a mí, sino a muchos artistas de mi generación como Juan Luis Moraza o Rogelio López Cuenca.
La risa parece la asignatura pendiente de la academia artística histórica. ¿Cómo se vehicula el humor en el marco de la institución arte?
Ahora, replanteando mi trabajo desde los 80, me doy cuenta de que hay algo común en la base de todo lo que he hecho y que tiene que ver con dos polos; uno sería un humor muy intelectual, duchampiano, muy ligado a ese tipo de operaciones que también están entroncadas con el conceptismo barroco español y la poesía del XVI sevillana. El otro está relacionado con el Carnaval de Cádiz, las letras flamencas, algo que siempre me ha interesado mucho. Curiosamente, en todo momento los he entendido como si fueran la misma cosa. Ahora estoy trabajando en un proyecto con una bailaora chilena sobre la familia Parra, Nicanor Parra y Violeta Parra y, releyendo a Nicanor, me reconocía totalmente cuando dice que la música popular está viva mientras hay parodia de ella. A la vez, era un tipo que leía a Wittgenstein. Mis primeras exposiciones eran muy «pedantuzcas» y yo me quedé muy deslumbrado con Wittgenstein, no tanto porque entendiera lo que decía, sino porque a través de un amigo cayó en mis manos su diario personal y, al mismo tiempo, estaba leyendo los diarios filosóficos. Cuando yo veía que, el mismo día, escribía en dos cuadernos diferentes los proto-apuntes del Tractatus Logico-Philosophicus y hablaba con su novio sobre que el mundo era una mierda, me parecía muy interesante. Sobre todo, me reconocía en el hecho de que no somos una sola voz y que el lenguaje nos media. Es importante sospechar del lenguaje, que es una de las herramientas principales del humor. Sospechar de que lo que estamos hablando «no es».
Mis primeras obras eran juegos de palabras, el humor siempre estaba ahí. Por ejemplo, los juegos entre traición, tradición y traducción que desarrollé en los ochenta y que luego comentaría mucho con Morente. Ahí me aproximaba de una forma completamente formal y, en realidad, esas tres palabras, mueven casi toda la máquina flamenca que a mí me interesa. Por todo esto, el humor me ha parecido algo fundamental (y he tenido la suerte de trabajar con el Selu y las chirigotas del Carnaval de Cádiz). Para mí sería imposible concebir el lenguaje y la comunicación sin el humor, aunque sea de forma defensiva. Creo que no me soportaría ni a mí mismo si no fuera por entenderme de esa forma paródica.
Hablabas del ser y el no ser y la sospecha sobre el lenguaje. Me interesa mucho que tu trabajo se desarrolla frecuentemente sobre historiografías rigurosas, pero también deja espacio abierto a la fantasía, la jerga, la construcción de imaginarios colectivos y al rescate de fantasmas en el sentido en el que los formula Didi-Huberman; apariciones veladas que hacen tambalear las nociones de lo cultural aprendido. ¿Cómo funciona en tu obra ese equilibrio entre lo real y la incertidumbre, lo abierto y lo deseable?
Antes de conocer a Huberman, había leído su libro sobre la histeria. En realidad, los seminarios que puse en marcha sobre Warburg, Bataille y Benjamin, que para él también son tres grandes pilares, fueron por otras vías. Sobre todo está lo de lo flamenco, que eso sí que es una verdadera rareza. A mí me sorprendió mucho encontrar a un historiador del arte con unas claves conceptuales tan similares y sentí que lo tenía que conocer. Todo era bastante coherente. Algo tiene que ver con el interés por Aby Warburg, por la idea del pathos, algo que a mí me interesa mucho del flamenco. Yo nunca soporté la idea de la pervivencia de los símbolos de la forma jungiana ni tradicional y, de repente, con Warburg, encontré una idea laica sobre cómo perviven ciertas formas simbólicas y gestos, lo que él llama «Pathosformel» y que me llaman la atención de sobremanera. En realidad, le debo mucho al historiador del arte Ángel González García, que me invitó a un curso en el Escorial cuando yo estaba haciendo mis primeras cosas. Pasé con él cinco o seis días impresionantes. Él y yo estábamos muy distanciados en el gusto estético, pero con él aprendí mucho. Lo hice por tener una gran fuente de referencias culturales, pero también aprendí a no adscribirme a ninguna manera de hacer, a intentar poner siempre el objeto sobre el que escribo en el centro. Como él mismo decía, mi único método es que empiezo por el principio y cuando llego al final acabo. Me parece que ese trayecto construye algo que a mí me interesa porque es muy respetuoso con el objeto del que se habla. Precisamente me interesa la idea de episteme paródica, la idea de jerga. Me interesa mucho el flamenco porque es una jerga, y me interesa mucho la filosofía posestructuralista porque también lo es. Cuando se les critica por haber construido una jerga, por no hablar como se habla el lenguaje llano en el mundo pienso que, efectivamente, no todo el mundo tiene la suerte de los kantianos para hablar ese lenguaje llano sobre el mundo, y hay otra gente que tiene que construir un lenguaje a medida para poder relacionarse con él. En ese sentido, me da igual que sean los delincuentes de la droga o los filósofos de la deconstrucción. A mí lo que me interesa es esa forma. Después coincide en que, en este caso y casi que por desgracia para la teoría, la mayoría de las teorías radicales de los años sesenta en adelante solo perviven en el mundo del arte, lo que significa que han fracasado en el resto de sus operaciones, aunque en el arte sigan conservando gran operatibilidad. A mí me interesan mucho por esas formas de construcciones de lenguaje que intentan hablar con el mundo desde la única manera posible, que es reconocer nuestra incapacidad de expresar el mundo absolutamente. Creo que a eso contribuye la jerga.
Esta idea da gran relevancia a la ponderación del discurso poético en el mundo del arte y el mundo filosófico. También me interesa mucho cómo funciona la contraposición entre el texto escrito y el texto oral frente a la imagen que, al ser ubicadas en conjunto, ganan una narratividad propia, fundamental para comprender el mundo actual hipermediatizado por la imagen. Me pregunto por el carácter de esta relación, esta dialéctica.
Sin cerrar en ninguna expresión concreta el qué me interesa, creo que para mí el clásico Ut pictura poesis sigue operando. En realidad, me puedo reconocer más en eso que en otras formas de entender la poesía visual. Cuando estuve comisariando la exposición sobre Joan Brossa, intentaba huir de la idea del jeroglífico y entender que las imágenes de Brossa eran un poema en sí. En ese sentido, me gusta mucho una película que hizo Dalí, su primer vídeo, llamado Chaos and Creation. Comienza haciendo un juego de superposiciones del ojo con la boca y habla de que el ojo hoy en día ya no funciona y que lo único que «mira» es la boca. Obviamente, influye la tensión que se produce en el mundo que me ha tocado vivir respecto al intento desde la semiótica, la policía y tantos otros sitios de hacer que las imágenes tengan un significado y que se construyan como un vocabulario, y la idea de que las imágenes representan el mundo como desborde. También es esto por lo que Warburg me interesa tanto; porque se negó a convertir su saber en una iconografía. Esa es la gran diferencia con Gombrich, Wind, Panofsky y toda la escuela inconográfica, siendo a la vez su maestro y su principal crítico. Me ha interesado muchísimo y me sigue interesando esa latencia.
Por ejemplo escribo muchos textos, pero yo no escribo; no tengo la pulsión de la escritura. Tengo muchos amigos escritores que se levantan por la mañana y escriben, y esas cosas terminan siendo un poema o una novela. Tienen esa pulsión de registrar el mundo a través de la escritura. Yo no, cuando encaro un texto, lo hago siempre como proyecto. Soy un maniático de las líneas del folio, los caracteres, que me salgan folios impares e incluso cambio el tamaño de la letra para que el folio salga impar si me han pedido un número de caracteres que resulta en doce o catorce páginas. Todo tiene que ver con algo que para mí es muy importante, el carácter materialista de las imágenes y los textos. Cómo imágenes y textos tienen la virtud de estar en el mundo, como dice Paulhan a través de Agamben, de una manera terrorista, encarnándose en cosas como una piedra o un árbol en un riachuelo. Eso me fascina y, a la vez, también me fascina el lado retórico, cuando el lenguaje no es capaz de hacer eso e intenta hacerlo mediante explicaciones complejísimas. Me interesan los dos extremos. Hice un proyecto que para mí fue muy importante llamado El esqueleto y el fantasma a partir de un texto de José Bergamín. Me fascinaba la idea del fantasma y el esqueleto como dos figuras extremas que representaban exactamente dos posiciones que estaban al borde de lo material. Si el estructuralismo hablaba del esqueleto y la fenomenología de los fantasmas, Bergamín intentaba establecer un campo en el que la tensión entre los dos estaba en el medio de la verdad. Me interesa mucho la idea de la paradoja y de la contracción. Me gusta mucho una frase de Bergamín que descubrí hace no mucho tiempo y que decía algo así como que la paradoja es la forma en que los tontos llaman a la verdad. En realidad el mundo no es explicable por el lenguaje y lo que este hace son operaciones de simplificación. De la misma forma, lo que hacen las imágenes son simplificaciones del mundo para intentar reducirlo de alguna manera. Me interesa que esa tensión esté siempre, que, cuando hago algo, la gente sospeche que por debajo anda la cosa real.
Hablemos de lo que podríamos llamar las máquinas flamencas. Aunque ya has mencionado algo de esto, me gustaría saber cómo y por qué llega a ocupar un lugar tan importante en tu obra el campo de lo flamenco, lo rrom y lo gitano.
Bueno, es algo que nunca llegué a pensar. Aunque es verdad que, en el primer catálogo personal que tengo, que es de finales de los ochenta en Barcelona y que se llamaba El Almacén de las ideas, hay un texto que digo que para mí son iguales Se pelean en mi mente de Camarón de la Isla y The Black Angel’s Death Song de The Velvet Underground. Siempre me ha gustado el flamenco aunque en mi familia no le interesaba a nadie. Nunca he entendido mucho cuando a la gente le interesaba el flamenco como una forma de tradición, aunque después he descubierto que mi abuelo era muy amigo de Canalejas, pero yo ahí no he tenido ninguna relación ambiental.
En realidad, siempre me ha interesado mucho. Empecé haciendo teatro, tenía un grupo que se llamaba El traje de Artaud. Escribí un par de obras que se representaron. Pepa Gamboa, que entonces era mi cuñada, veía que yo controlaba de flamenco y que tenía una mirada distinta. Me decía que había gente nueva con la que se podía trabajar. Cuando empecé a trabajar con Israel Galván e hicimos el primer espectáculo, Zapatos Rojos, tuvo muy buena crítica aunque económicamente fue un desastre. Recuerdo el día en que Israel me dijo que quería que trabajase con él y yo le respondí que entonces, si esto iba a ser de verdad un modus vivendi, me lo tendría que tomar en serio. Entonces empecé de manera sistemática a organizar algunas intuiciones que yo había focalizado en los primeros trabajos de Israel. Afortunadamente, tengo un concepto tan amplio del flamenco que puedo escuchar a Luigi Nono y que me parezca flamenco. También se daban muchas cosas que tienen que ver con el interés por el lugar donde vivía. Recuerdo que, en mis primeros viajes a Nueva York, yo era muy fan de The Velvet Underground y Sonic Youth. También era muy fan de Chano Lobato y aquí terminé siendo su amigo. Nunca he tenido facilidades con los idiomas, entonces, para mí, era muy importante conocer ese tipo de experiencia profunda, que no tiene que ver con las palabras sino con otra cosa. Previamente a todo eso, descubrí La máquina de trovar de Meneses, un texto que cuando lo leí por primera vez tuve que releerlo porque no daba crédito. Creo que es el texto llave que abre para mí ese campo, algo absolutamente portentoso a la hora de explicar mis intereses. Curiosamente, es un texto de Juan de Mairena que no está en sus obras completas, algo que para mí es una casualidad muy grande. De hecho, llevo bastante tiempo trabajando en una especie de edición crítica.
Así acabe con esta idea de entender el flamenco como un campo de trabajo y tomándome en serio los estudios de flamenco, de forma que he aprendido mucho de grandes maestros como Ortiz Nuevo y Gamboa, pero también me permito discutir algunas de sus ideas.
Defines el flamenco como «un laboratorio de experimentación estética que sobrevive en los peores lugares, flores que nacen en las peores condiciones». Por otro lado, hablas del flamenco como la expresión artística de un lumpen-proletariado situado en los márgenes de lo institucional hegemónico y de los poderes fácticos. ¿Crees que esta marginalidad en un sentido no peyorativo integra una relación necesaria para la producción de lo flamenco o se trata más bien de algo contingente?
Es un asunto peliagudo. Tendría una respuesta, que se dio en una conversación con Morente, pero no creo que sea una respuesta definitiva. Yo soy muy poco dado a las fórmulas teóricas y pienso que hay muchas cosas que funcionan con las peores teorías detrás. Pero lo que resulta es algo que me emociona mucho. Un día, hablé con Morente sobre esta idea del periodismo más banal de que «si el flamenco no pasa hambre no es flamenco». No recuerdo muy bien cómo fue la cosa porque estábamos muy al final de la noche. Él decía que lo que le gustaba de la idea de la unión del flamenco y las vanguardias era que lo ponía en la necesidad de riesgo que suponía la experiencia de los desclasados que tenían que buscarse la vida con el flamenco. Había una necesidad de apelar a unas construcciones poéticas, a una poiesis. Había un motor que los impulsaba y que era peligroso. Tenían que jugarse la vida, ser creativos y encontrar algo. Tenía que ver con una cosa que los nazis terminaron llamando arte degenerado, aunque curiosamente fue un judío, Max Nordau, el que acuñó ese término, y que tenía que ver con esa idea del riesgo en el arte del simbolismo a las vanguardias. De esta manera, cuando las generaciones de artistas «ya comían», buscaban un campo poético que tuviera la misma necesidad de experiencia que había provocado lo marginal. Desde ese punto de vista, a él esa experiencia se la daba algo que simplificaríamos mucho si dijéramos la vanguardia o la experimentación, pero que tenía que ver con poner en riesgo el propio legado. Eso es lo que habían hecho los pobres: poner en riesgo el legado que heredaban. Eso me interesaba muchísimo. A mí me pasó también algo que tengo que reconocer, y es que cuando empecé a trabajar con los flamencos encontré un talento impresionante. Israel Galván, el Niño de Elche, Rocío Márquez, Perrate, Rosalía, en fin. Yo ese talento no lo veía en la danza moderna o el arte contemporáneo y no acababa de entender por qué la gente no tenía la misma percepción que yo, y por eso he hecho mucho proselitismo. Para mí había un talento descomunal y un lado salvaje en ese talento. Son artistas con una capacidad a la que merecía muchísimo la pena dedicarle mi tiempo. Yo he aprendido mucho ahí, sobre todo he aprendido algo que tenía que ver con la experiencia. Para mí las clases marginales son algo importante, pero sobre todo creo que para mí lo más importante es algo que tiene que ver con el desclasamiento, y es una clave para comprender finalmente mi propia condición. Pienso en mi condición como artista hoy día, en eso que Martha Rosler llama las clases culturales. Cuando Rosler hace una arqueología de esas clases culturales y afirma que su comienzo es la bohemia de principios del siglo XIX, llego a que esa bohemia se llama así por los gitanos, y a que el flamenco no es otra cosa que la versión española de la bohemia. Como bien ha estudiado Steingress, la misma gitanofilia que se produce en las bohemias de principios del XIX en Europa se produce en España con el flamenco. Curiosamente, llega a España una bohemia importada de Francia, que es a la que llamamos la bohemia propiamente. Pero, como forma, los artistas flamencos eran exactamente eso, una bohemia. Por eso un tardo-romántico como Ferrán o como Becquer, es ya un escritor cuya escritura es la misma que la de una soleá en el flamenco a posteriori.
Steingress habla de la hibridación cultural del flamenco y de su relación con el paso de una sociedad agraria a una industrializada. En tus escritos sobre Darcy Lange hablas de cómo el artista neozelandés retrata el paso del trabajo material al cognitivo a través del desarrollo de lo que podríamos llamar la era de la información, del proletariado al cognotariado. Por otro lado, en tu trabajo identificas que el flamenco parte de un sustrato lumpenproletario. ¿Cómo afectaría esto a ese sector lumpenproletario que identificas en relación al campo flamenco? ¿Crees que ese trasbase del cuerpo social afecta a las nuevas formas de producción y a la estética flamenca?
Creo que la obra maestra de Steingress es Sociología del cante flamenco, que quizás era un libro todavía muy marxista. Después, tuvo que ponerse al día con la teoría posmoderna y desarrolló la idea de la hibridación transcultural. No obstante, siempre me pregunto qué no es hibridación transcultural. El Bach que hace La Chacona a partir de los ritmos de los negros de Perú que traen los españoles, ¿eso no es hibridación transcultural? En realidad es lo mismo pero, ¿por qué a una cosa se le llama hibridación transcultural y a otra gran música clásica? Para mí, ese tipo de palabras solo intentan acotar el fenómeno. Peor esa otra, más popular todavía, de «mestizaje» y que por suerte ya está desapareciendo. A mí me interesa mucho más entender las peculiaridades de la máquina de hacer que es el flamenco y no esa cosa genérica de la hibridación transcultural que para mí lo es todo. Bueno, la teología quizás no lo es, pero todo es ponerse.
En realidad, me parecía que era algo que reducía un fenómeno que para mí es mucho más complejo. Es un fenómeno que para mí siempre ha sido muy intelectual. Creo que la raíz del conceptismo que hay en la Sevilla del XVI y el XVII y muchos de esos elementos del barroco español que eran obviamente intelectuales (y que están en ese Góngora que igual hace letrillas populares a la forma de Lope de Vega que del culteranismo crítico), pasan al lumpen y se produce esa especie de, como llama Ortiz Nuevo, degeneración. Realmente, los iletrados, con una capacidad poética importante, operan con las mismas categorías. Creo que la construcción de la jerga a partir de todos estos elementos gitanos y lo que hacen todos estos poetas que Steingress piensa que constituyeron el principio del flamenco tienen una potencia filosófica que no es nada despreciable. De Darcy Lange he aprendido muchas cosas. He aprendido su idea de que la fiesta era un trabajo y de que el flamenco era un medio. De hecho, he estado mucho tiempo trabajando con los flamencos pero sin hacer cosas que tuvieran que ver con el flamenco. No ha sido hasta que aprendí esta idea de que el flamenco es un medio que pensé que, si el medio es el flamenco, cuando haga cualquier cosa, la puedo hacer utilizándolo. Si tocara jazz, lo haría con el jazz. Por qué no voy yo a hacer una pieza sobre la bomba atómica de Mururoa tocando por Morón. De hecho, eso me hizo decidirme a empezar a trabajar con el flamenco de una forma mucho más abierta e inclusiva, y decididamente flamenca.
Dan Graham le dijo a Darcy Lange que lo que le cuenta de Morón es como una especie de Factory de Andy Warhol pero con Diego del Gastor. Es una forma de hacer que viene del productivismo ruso y que tiene que ver con una cierta idea de lo colectivo junto a la idea de fábrica y de producción. Me parece que, en la Andalucía de los sesenta, la manera más interesante de reconfigurar el flamenco (y que venía de atrás) tiene que ver con estos lugares. Aunque ya escribí un texto sobre Morente, si lo volviera a hacer ahora, no dejaría de evaluar lo importante que fue para él Poesía 70, ese lugar en Granada que servía de encuentro a los poetas, los artistas, los flamencos. Algo como lo que fue en Sevilla La Cuadra de Paco Lira, en La Puebla el concurso de Moreno Galván o en Lebrija el Teatro Estudio Lebrijano. Esos lugares donde, por desclasamiento, se juntaban gente de focos culturales y sociales muy distintos y empezaban a hacer un tipo de producciones conjuntas.
La idea del cognotariado tiene que ver más con que Darcy Lange ensaya en su obra una especie de productivismo fordista y, después, el cognotariado. Finalmente, cuando entiende gracias al flamenco que la fiesta es también un sistema de producción, el British Council le retira las ayudas. Es una intuición. Sus textos sobre flamenco son un verdadero disparate. Claro, la literatura y la historiografía del flamenco hasta la generación de Ortiz Nuevo, Faustino, Gamboa, etc. es toda superchería, un delirio. Incluido Lorca, Falla...
Hablábamos de cómo relacionas el flamenco y lo moderno a través de la idea de lo bohemio. ¿Crees que es posible trazar una serie de conexiones similares entre lo flamenco y lo contemporáneo?
Creo que sí. Ahora mismo se pueden establecer y, de hecho, cuando hago todo esto, lo que intento de alguna forma es comprender mis propias prácticas. Lo que pasa es que creo que las máquinas son más difusas. Eso está relacionado con algunos procesos que se han dado como el de la audiovisualización del flamenco a partir del acceso a las redes y que ha permitido otras maneras de acceso al archivo. Es curioso que el flamenco es también un arte en el que el archivo siempre ha tenido mucho peso. El archivo literal, como los discos de pizarra; y el archivo también como arqueología del conocimiento. Creo que, a partir de los años noventa, la manera en la que trabajé con Israel Galván Los Zapatos Rojos hasta el campo de producción tan amplio del flamenco actual está relacionada con eso. Solo que ahora no se da, como entonces, de una forma concreta. Es decir, un grupo de gente que, con las carencias de la iconosfera y el sistema de comunicación, se juntaban en un espacio y construían. Ahora funciona de una manera difusa, más democrática por decirlo de alguna forma. Aquello eran modelos, como decía Debord, más integrados. Todavía estaban ligados al productivismo comunista. Ahora se hace de una manera más difusa pero el campo de influence opera de la misma manera.
A riesgo de formular una pregunta demasiado abierta, ¿qué es para ti lo contemporáneo o qué tipo de contemporaneidad te interesa?
Ahí te diré que, aunque Agamben agotó un ensayo entero sobre qué es lo contemporáneo, recuerdo que Dalí tenía una frase genial, que venía a decir que todo era contemporáneo. Lo contemporáneo no tiene ningún valor, porque contemporáneos son los imagineros manieristas que trabajan en Sevilla y un artista como Gerhard Richter o Alejandra Riera. Todos esos son contemporáneos a la vez. Me gusta mucho lo que escribe José Esteban Muñoz en Utopía Queer sobre cómo se habla del futuro y del pasado, pero nunca del aquí ahora, que él dice que es patriarcal, heteronormativo, etc. Sin llegar a esos términos, sí que hay un aquí y ahora que sitúa estas formas de hacer como el flamenco en un lugar inconveniente, y por eso en el flamenco conviven dos tendencias muy potentes, una melancólica y otra utópica, que se resuelven de una manera muy interesante. Joaquín Vázquez siempre dice que, en casi todos mis trabajos, estoy hablando de lo que está pasando de una manera absolutamente desviada, a través de otra cosa. Siempre he intentado no estar a la última, a la moda o a la par, porque desde el principio he sospechado de eso. Aunque esas tendencias me han interesado mucho por la lectura de Benjamin de los síntomas del tiempo, por ser casi patológicas. Siempre me ha gustado esa posición del anacronismo, que reconozco ampliamente en el flamenco y en la que conviven muchos tiempos a la vez. Una de las facultades del flamenco es que, aunque está pasando ahí, siempre intenta proyectar que lo que ocurre sucede en algún otro lugar. Cuando los turistas ven un espectáculo flamenco, y aunque les esté emocionando mucho, piensan que es maravilloso, pero que eso donde sucede de verdad es en alguna aldea por Lebrija y que allí posee más verdad. Y es mentira, pero ese efecto de dos temporalidades a la vez me parece potentísimo. Ya me gustaría a mí ser capaz de acceder a ese pathos, a lo que se produce en esa forma de hacer.
Estéticamente, es verdad que tengo cierta afinidad por posiciones que están al límite. En el campo del arte me interesa, y por eso empecé a meterme en el flamenco, adentrarme en territorios ignotos, en zonas donde no hay reglas y donde todo está por hacer. Es verdad que siempre me he dicho a mí mismo que puede producir cierto confort. Jugar en ese terreno siempre tiene sus ventajas. Como no hay reglas, cuando uno opera está construyendo las reglas que lo miden. Pero eso es lo que a mí me interesa, adentrarme en miradas que todavía no están absolutamente regladas. Eso es lo que me interesó de la vanguardia y eso es lo que me interesa del flamenco, siendo dos campos que por clase y por muchas relaciones parecerían, a priori, antagonistas.