Escultura en Colombia. Focos productores y circulación de obras (siglos XVI-XVIII)

CONTRERAS-GUERRERO, Adrián

Universidad de Granada, Granada, 2019

ISBN: 978-84-338-6430-7

Aunque muchas se dirán, por el gusto que hay en ello, pocas palabras bastan para resumir las valiosísimas aportaciones de la obra que se presenta. En Escultura en Colombia. Focos productores y circulación de obras (siglos XVI-XVIII) el doctor Adrián Contreras-Guerrero lleva a cabo el magno, riguroso y exhaustivo estudio que el fenómeno escultórico en Nueva Granada se merecía.

Añadiremos que la publicación es fruto de una investigación doctoral que, por contrastados méritos, ha merecido su reconversión, publicación y difusión como libro impreso por la prestigiosa Universidad de Granada. Esta institución ha acogido buena parte de la trayectoria académica y profesional de su autor, licenciado en Bellas Artes e Historia del Arte por la misma, y hoy miembro asentado de su plantilla.

La pasión del investigador por el objeto de estudio resulta lógica y evidente en tales circunstancias, y estas, a su vez, explican el contundente despliegue de referencias que sostienen todo su discurso. Respecto a la bibliografía, debemos señalar que no solo se conoce en abundancia, sino que se cuestiona y rebate, cuando es oportuno, con experta firmeza. Sorprende también el importante aparato documental que aporta su aplomo y certeza histórica a lo largo de las páginas. Hallazgos inéditos en muchos casos, que han permitido corroborar o corregir atribuciones u otros datos de importancia. Tan feliz como difícil tarea de investigación archivística resulta doblemente loable cuando se suma la limitación temporal de unas búsquedas condicionadas a la duración de las estancias americanas (nunca exentas de contratiempos) y por la consecuente distancia geográfica del resto del proceso.

Algo parecido podría decirse de las profusas fotografías de las obras, de remarcable calidad y debidas en buena parte al mismo autor. Estas no siempre son fáciles de conseguir, y más aún, me consta, cuando hablamos de imágenes de culto. Inteligencia, paciencia y dotes de mediación, entre otros recursos, han debido derrocharse ante tan amplio número de custodios y a lo largo de tan distantes y remotos destinos. Solo me permito comentar la agridulce sensación de tenerlas en blanco y negro entre las que acompañan al texto –cualidad que probablemente no les haga justicia–, si bien algunas a color añaden un dulce colofón en el selecto catálogo que cierra el volumen. Ojalá las futuras ediciones que sin duda merecerá este título puedan revertirlo.

Si reunir tanta información es difícil, particularmente con los condicionantes señalados, no menos complejo e importante resulta el saber trasmitirla correctamente. Y el doctor Contreras-Guerrero lo consigue con éxito, manejando el lenguaje preciso y apurado que corresponde a una investigación académica y especializada, pero en un discurso atractivo y fácilmente inteligible que permite hacer fluida una lectura de otro modo densa.

La organización general del discurso contribuye también a ello, tanto en los distintos capítulos en que se divide el libro como dentro de cada uno de estos. Abren sus páginas unas delicadas palabras del catedrático D. Rafael López Guzmán, prologuista idóneo por su buen conocimiento de una investigación y de un autor a los que ha capitaneado en sus fases doctorales. Le siguen otras notas introductorias que permiten conocer mejor la naturaleza del texto que se inicia, partiendo de breves notas y algunas experiencias vividas en el proceso de su concepción.

Y así el primero de los capítulos nos lleva hasta Tierra Firme, nombre que recibió durante las primeras décadas de dominio hispánico el posterior Nuevo Reino de Granada. Avanzando por el siglo XVI, y en paralelo al proceso de evangelización y dotación urbana de este territorio, asistimos a la llegada de imágenes de bulto a sus primeros templos, para el culto y adoctrinamiento de los naturales. Bellas, creíbles y eficaces, los impactantes crucifijos y dulces tallas de la Virgen con el Niño protagonizaron el repertorio iconográfico del quinientos neogranadino. Casi todas ellas procedieron de Sevilla (…siempre Sevilla) para llegar hasta Tunja o Santafé por razones y en procesos que se desgranan a conciencia. Entre las firmas hispalenses se citará primero a Roque Balduque o Jorge Fernández Alemán, para llegar después a los trabajos de Juan Bautista Vázquez «el Viejo». Este introdujo en Colombia las innovaciones que venía desarrollando en Sevilla, atendiendo a los numerosos encargos recibidos. Otras glorias sevillanas como la de Juan Martínez Montañés sorprenden con sus trabajos de juventud para estas tierras, como sorprende a su vez el rigor con el que el también joven doctor Contreras-Guerrero llega a realizarle importantes atribuciones. Juan de Oviedo, Diego López Bueno, Gaspar Núñez Delgado o Francisco de Ocampo también resuenan entre los compañeros de oficio con escultura en Colombia, así como Juan de Mesa, cuya fama le procuró encargos ultramarinos aun cuando ya existían allí talleres propios. Aquí el autor de este libro vuelve a ofrecer luz y argumentos propios en torno a atribuciones puestas en cuestión. Pedro y Luisa Roldán cerrarían por último este listado, aunque con prudente cautela sobre el momento de llegada de sus obras, y también Pedro de Mena, como exponente único de la escuela granadina en la Nueva Granada virreinal.

En este punto toca señalar el extraordinario conocimiento que todas estas referencias –y la oportunidad y precisión de las mismas– demuestran acerca de la escultura hispana de la Edad Moderna. Con ellas, el autor se acredita como verdadero experto en la disciplina, en cotas internacionales y más allá del carácter aparentemente regional de este estudio. Baste para corroborar y ampliar esta afirmación un breve repaso al cuarto capítulo, en el que se localiza y analiza la escultura llegada a Colombia procede desde otros focos productores. Destaca Italia, con envíos a lo largo de todo el setecientos (y algunos ejemplos anteriores) tanto de marfiles y tallas napolitanos como de mobiliario litúrgico genovés en mármol. También Perú, que proveyó de relieves en Piedra de Huamanga, e incluso México y las Filipinas que, pese a la restricción al comercio entre los virreinatos, contribuyeron con preciados tesoros como la eboraria.

El segundo capítulo nos acerca a la escultura propiamente neogranadina, producida mayoritariamente en los talleres de Tunja y Bogotá a lo largo del siglo XVII. Para entonces, las dos principales ciudades del altiplano cundiboyacaense no solo fueron importantes núcleos poblacionales, sino también florecientes focos artísticos. Dentro de la estatuaria iberoamericana, estos talleres destacan con su marcado carácter filoespañol, ya que buscaron imitar con la mayor fidelidad posible (desvirtuada con el tiempo) las obras y los autores sevillanos que tanto éxito habían cosechado en la región a finales de la anterior centuria. La escuela, no obstante, mantiene un acento y un ritmo propios caracterizados por la prolongación de la estética manierista mucho más allá de la cronología peninsular. También destaca por su abundante producción de relieves, muchos de ellos de manos de la extensa saga de los Lugo, a los que se dedican las atenciones que se merecen. En estas obras se interpretan en clave local composiciones de origen europeo, en modo acorde al mestizaje social propio de la época. Y en torno a dicho arte mestizo y a la escultura popular girarán precisamente las páginas que cierran el capítulo. Su minucioso análisis no solo identifica y presenta algunas de las obras más destacadas, sino que explica con pormenores todo el fenómeno desde un enfoque cultural integrador, que nos permite reflexionar sobre el concepto y entender sus matices, así como los porqués, medios y circunstancias de su producción, para valorar oportunamente sus rasgos formales.

En el siglo XVIII los obradores neogranadinos entraron en decadencia ante la pujante oferta de esculturas quiteñas de distintos formatos y calidades: imágenes de culto y devocionales, belenes, calvarios, ángeles o inmaculadas apocalípticas. También emigraron algunos artistas, desplazados desde Quito hasta la Nueva Granada, promovida de Real Audiencia a virreinato en 1717, y que tiene para entonces en Popayán su principal foco artístico. En el capítulo tercero se describe con detalle el interesantísimo sistema de producción de la escultura quiteña: una creación seriada que permite inundar el mercado de piezas de limitada originalidad, pero de buena calidad y mejores precios. Los modos, condiciones y rutas para su transporte también son analizados en un estudio que brilla por su integradora amplitud, queriendo explicar –y no dejar en demérito–, el consumo de una escultura tradicionalmente calificada como «de aluvión», pero no carente de valores. El pormenorizado análisis final de los distintos géneros nos permite descubrir interesantes aportes vernaculares en sus belenes, o en las esculturas del Niño Jesús «chumbado» a la manera indígena. A su vez, Bernardo de Legarda ideará inmaculadas apocalípticas de bailarinas posturas, tan características que adquieren el calificativo propio de legardianas. Se estudian junto a las «huestes angélicas» y otras iconografías y piezas singulares, descritas con el esmero que en muchos casos requieren.

Merecido es también, sin duda, el capítulo monográfico que cierra libro, dedicado al mejor y más afamado escultor en la Nueva Granada virreinal: Pedro Laboria. Tras analizar su fortuna crítica, alta ya en vida, se reconstruye una biografía que, aún con lagunas, resulta altamente representativa de los intercambios artísticos entre Andalucía y América del Sur. Artista de ida y vuelta, Laboria, de posible ascendencia extranjera, nació y se formó en Sanlúcar de Barrameda, trabajó al menos dos décadas en Colombia, y regresó a Andalucía al final de sus días. El apurado estudio de su técnica, bien conocida por el propio autor de la publicación, permite comprender algunas características de su producción, pareja en unos acabados que se describen al detalle. El escultor de figuras «que bailan», con bocas entreabiertas y miradas esquivas, se mantuvo firme en un lenguaje de marcados dejes europeos y nulas concesiones neogranadinas. Pero su huella en estas tierras fue profunda en sus seguidores, a pesar de no dejar discípulos constatados. A consecuencia de ello, el círculo de Laboria es amplio, y no le han faltado atribuciones. El doctor Contreras-Guerrero las revisa y contrasta con la documentación histórica para proponer un nuevo catálogo que, con su rigor y exquisitas descripciones, pone el broche de oro a su texto.

Para finalizar, debemos ensalzar el importante aporte que esta obra supone a los estudios del arte colombiano en particular e iberoamericano en general, como un caso destacado dentro de los estudios que, en las últimas décadas, están ofreciendo un nuevo y más completo entendimiento de las artes, las culturas y las sociedades virreinales. Con su consulta, el lector no solo adquirirá una visión amplia y profunda de la escultura en Nueva Granada, sino que aprenderá, por la ambición y carácter de la propuesta, toda una lección en cuanto a métodos de investigación. Se anima a los especialistas a adquirir una obra que sin duda será de consulta básica para los que se acerquen al tema, y que es promesa de los futuros logros de un autor que, de seguro, tiene aun mucho por decir.

José Ignacio Mayorga-Chamorro

Universidad de Málaga