Desterritorializados y desfigurados: Interiores queer
en la pintura de Joao Gabriel

Javier Jiménez-Leciñena

Universidad de Murcia

franciscojavier.jimenez8@um.es

Resumen: El presente artículo pretende analizar la representación de los interiores domésticos en la obra pictórica de Joao Gabriel, centrándose en diferentes estrategias figurativas a la hora de plasmar una especial vivencia doméstica propia de identidades queer del pasado. Así, a partir de la evocación tangencial de una vivencia privada lábil y apresurada se rescata una domesticidad queer que ha sido anulada, a la vez que se ensayan posibilidades de representarla. Esto interesará además no solo para reparar esas vivencias, históricamente opacadas, sino también para imaginar otras posibles domesticidades LGTBIQ+ que escapen de los cauces del neoliberalismo y la homonormatividad a partir de las potencialidades intrínsecas del lenguaje, la materialidad pictórica y el poder creativo de la imagen.

Palabras clave: Domesticidad queer; Joao Gabriel; Pintura queer figurativa; Arte queer; Temporalidad queer.

Deterritorialised and Defigured: Queer Interiors in Joao Gabriel’s Painting

Abstract: The present article aims to analyze the representation of domestic interiors in the pictorial work of João Gabriel, focusing on various figurative strategies employed to capture a particular domestic experience characteristic of queer identities from the past. Thus, through the tangential evocation of a fleeting and hurried private experience, a queer domesticity that has been marginalized is recovered, while also exploring possibilities for its representation. This analysis is not only relevant for acknowledging those historically obscured experiences but also for envisioning other potential LGBTQ+ domesticities that transcend the confines of neoliberalism and homonormativity, leveraging the intrinsic potentials of language, pictorial materiality, and the creative power of the image.

Keywords: Queer domesticity; Joao Gabriel; Queer figurative painting; Queer art; Queer temporality.

Recibido: 29 de octubre de 2024 / Aceptado: 22 de octubre de 2025.

Introducción

Dos figuras masculinas aparecen tiradas en el suelo, manteniendo relaciones sexuales [1]. El modelado de los cuerpos, a partir de una pincelada furiosa y rápida, los deshilacha, los mezcla, sus contornos se pierden entre sí, siendo casi una unidad de piel y carne. Aparecen tumbados en lo que parece un suelo embaldosado –marcado por una cuadrícula negra que divide en cuadritos pequeños y blancos de aspecto lacado–, mientras que, de fondo, una pincelada verde y apretada parece revelar un entorno boscoso, un espacio exterior. A simple vista, este cuadro parece darnos acceso a un momento de placer sexual esporádico, rápido, construido no solamente por esa alusión al espacio público –lo cual rápidamente nos sitúa en las prácticas del cruising–, sino, a un nivel plástico, por la figuración a través de la cual estos cuerpos cobran vida: es apresurada, imponiendo en la superficie y en el espectador que observa esa sensación de provisionalidad e instantaneidad. Un acceso raudo de placer entre dos desconocidos que aparecen despersonalizados, sin atributos que los individualicen: perfectamente anónimos1.

La representación de temáticas e idiosincrasias queer se está haciendo ubicua en la pintura contemporánea figurativa y Joao Gabriel (Portugal, 1992), pintor de este cuadro, es uno de sus máximos exponentes. Desde la segunda década del siglo XXI, un grupo de jóvenes artistas –en su mayoría estadounidenses y bautizados por el crítico Tyler Malone como los New Queer Intimists (Malone, 2023), han revitalizado el lenguaje pictórico partiendo principalmente de dos premisas. Por un lado, la plasmación de una iconografía específicamente LGTBIQ+ que lleva al lienzo unas dinámicas y modos de vida contemporáneos centrados en la exploración de una sexualidad e intimidad queer, especialmente concretadas en espacios domésticos y privados. Por otro lado, todos ellos se caracterizan por la utilización de la figuración como lenguaje estético y político. Así, frente a una estética queer –caracterizada por un cierto descrédito hacia el medio pictórico, que hunde sus raíces en la deslegitimación sufrida en los años ochenta2 y en las complicadas implicaciones de una figuración representativa para lo queer3– que se había caracterizado por la politización de otros medios artísticos –como la performance o la fotografía–, estos artistas recuperan el lenguaje de la figuración como medio idóneo para reflexionar críticamente acerca de una sociedad y arte eminentemente heteronormativos4.

De entre estos artistas –entre los que destacarían Doron Langberg, Salman Toor, Jenna Gribbon o TM Davy, entre otros– la figura de Joao Gabriel presenta características particulares. A pesar de movilizar la pintura figurativa desde una óptica claramente queer y contar con una edad muy parecida a los artistas mencionados, Gabriel es un pintor portugués y, por ello, europeo. Sin embargo, como David Deutsch ha afirmado, la poética de Gabriel está inserta en unos temas y políticas específicamente norteamericanos que hace que se le pueda analizar bajo sus mismas coordenadas (2023: 107). Por otro lado, algo interesante y fundamental que lo separa a nivel programático de sus compañeros es que Gabriel representa escenas del pasado, utilizando como referencia películas gais de los años setenta y ochenta que lleva al lienzo (Deutsh, 2023: 107-108). Sus compañeros, por el contrario, se encargan de plasmar escenas contemporáneas, con un alto grado de detalle y concreción en las texturas de lo cotidiano, enfatizando un solaz despreocupado más propio de las vidas actuales queer. Frente a esto, Gabriel, en otras palabras, viaja al pasado para recuperar una iconografía y un estado de cosas que van a dar forma y textura a una visión muy concreta de la cotidianidad e intimidad queer.

Si observamos este cuadro [2], podemos empezar a desentrañar lo que acabo de afirmar. En el lienzo, encontramos dos figuras masculinas, de espaldas, con el torso descubierto, vestidas exclusivamente con lo que parecen unos pantalones cortos de deporte o unos bañadores. Los protagonistas avanzan uno al lado del otro por un paraje boscoso en el cual se vislumbra un riachuelo o lago en donde las aguas evocan el movimiento rápido de la corriente. El día parece ponerse a juzgar por la tonalidad rosa que empieza a teñir el horizonte y comienza a bañar la escena. Sin embargo, ¿dónde enlazar en esta escena ese pasado mencionado? ¿Dónde detectar esa regresión temporal que caracteriza la poética de Gabriel? Primeramente, se podrá argüir que algo tan banal como la ropa moviliza en nuestra mente una determinada cronología: los pantalones excesivamente cortos y apretados de deporte, fetiche sexual dentro de la imaginería gay, mueven la escena lejos del presente, a finales de los sesenta; incluso los peinados –cortos, redondeados, a modo de casco– también sumen la escena en una inconcreción muy poco contemporánea. Sin embargo, es sobre todo la iconografía de dos chicos jóvenes en un paraje boscoso, posiblemente buscando un sitio donde entregarse al sexo, la que cita directamente esas películas proto-gay de décadas pasadas y la que inyecta al lienzo una temporalidad-otra articulada por el anonimato, la fugacidad del encuentro sexual, la promiscuidad gozosa y desaforada de aquella edad de oro pre-VIH. Es ese anonimato y mundo icónico de décadas pasadas lo que estas películas recogen y lo que el lienzo reactualiza –figurativa pero también pictóricamente– a través de la pincelada marca de la casa de Gabriel –larga, bravía, que prescinde de todo detalle o concreción– y los tonos elegidos –fríos y grisáceos, saturados de sombras marcadas–, que servirían como marcadores de esa llamada al pasado al rememorar la textura granulosa e inconcreta de estas películas en VHS (Deutsch, 2023: 113).

Así, los personajes habitarían un paisaje exuberante, casi mítico: una naturaleza como arcadia sexual, libre y placentera que se repite en toda la producción de Gabriel y que reproduce un reparto concreto de lo sensible y la evocación de una ontología espacial determinada por una posición queer en el mundo: el hiperinvestimento por parte de los hombres gay de la esfera pública como lugar de relacionalidad, sexual. Un espacio público que articulaba ese especial modo de vida queer y le dotaba de su esencia contrahegemónica frente al modo de vida heteronormativo articulado por la pareja y la familia epitomizada por el hogar y la domesticidad5. Así, desde mi punto de vista, si hay algo que instale esa temporalidad pasada en los lienzos es precisamente esta evocación edénica del espacio y la relacionalidad pública articulada y semantizada por una sexualidad esporádica. Pasada porque, siguiendo a Michael Warner, esta ha desaparecido de la agenda queer, centrada actualmente en defender una domesticidad como epítome de vida homonormativa (1999)6. Sin embargo, ¿es esto exclusivamente lo que movilizan estos cuadros? ¿Una recuperación nostálgica de un espacio público sexualizado? ¿Qué potencialidades nos revelarían, por el contrario, si los analizamos desde lo doméstico? Esto no sería algo descabellado, ya que, si estudiamos otros cuadros de Gabriel, vemos cómo la evocación de esta espacialidad pública está minada figurativamente por evocaciones a interiores y habitaciones, que funcionan y operan como síntomas estéticos y políticos de una preocupación que también articula sus cuadros, a saber: la posibilidad de imaginar una domesticidad queer en el pasado, pero también en el presente; una domesticidad no hegemónica, desterritorializada, temporalmente trastornada, que proponga nuevas maneras de habitarla.

Volvamos al cuadro con el que abríamos este texto [1]. A pesar de que el fondo de la escena sitúa el encuentro sexual en un espacio abierto –propio de las películas de la época–, la pareja que consuma su deseo aparece, como hemos dicho, tumbada en una especie de suelo baldosado propio de entornos domésticos. Hay, por ello, una domesticidad latente e innegable que fractura y tambalea una espacialidad exclusivamente pública. Así, esta tensión, que la introducción sorpresiva de entornos domésticos produce en los cuadros, viene a rescatar y figurar una vivencia doméstica queer del pasado casi inaudible, articulada por el ostracismo y la imposibilidad plena de concreción debido a una ideología espacial heteronormativa que solamente extendía los contornos de identidades no marcadas. Los sujetos queer se veían obligados no solo a habitar domésticamente el espacio público, sino a habitar lo doméstico de manera pública. Matt Cook se refiere a esta particularidad habitabilidad de la siguiente manera:

El «hogar» o más bien «estar en casa» no necesariamente significada donde estos hombres dormían. Los bares, las casas de otra gente, incluso iglesias y cines podrían haber sido lugares más fáciles para retirarse y relajarse para hombres que encontraban poca privacidad en las habitaciones donde vivían (2014: 114)7.

Una experiencia doméstica pasada, en definitiva, más epidérmica que material, más afectiva que tangible; una vivencia íntima y doméstica en disputa, articulada por una mezcla de espacialidades trastornadas que dan cuenta de la opresión vivida y las estructuras que la sustentan, teniendo como resultado la imposibilidad de materializar una casa, un hogar como tal. Así, la domesticidad queer pasada que veremos en estos lienzos estará siempre en tensión y en crisis, habitando un deseo de concreción inestable, como un vestigio de algo que no fue en su totalidad, pero que estuvo, irremediablemente, y que es representada a través de diferentes estrategias pictóricas por Gabriel de cara a materializar esta inteligibilidad particular.

Para esto será necesario atender con precisión a cómo y por qué medios pictóricos se producen tales representaciones y cómo la obra de arte las piensa (Grootenboer, 2020) en su propio lenguaje: es decir, analizar el especial posicionamiento de los cuadros de Gabriel como y desde la figuración. Como pintor figurativo, podíamos inferir que siempre hay una pretensión por convocar una realidad reconocible en el lienzo. Sin embargo, si esto es fácilmente sostenible en las escenas al aire libre o en los espacios públicos, las escenas de interiores propondrían un uso diferente de la figuración y de su entendimiento más masivo. Así, vemos que hay un rechazo claro al «representacionalismo» (Bolt, 2004), llegando a transitar muchas veces la abstracción y el abandono decisivo de la forma. Sin embargo, este desvío o alejamiento de la realidad nunca se consuma terminantemente sino que habita más bien un equilibrio pensado: un juego con la figuración que la acerca más bien a una «des-figuración» como «la voluntad de […] utilizar la figuración contra sí misma» (Bal, 2008: 58). Una figuración por ello que «no es la imitación» (Bal, 2008: 58) de la realidad, ni tampoco su copia; al contrario: es el re-hacer de esa realidad. En vez de movilizar la figuración como un modo de traducir el exterior en el lienzo, lo que hay es precisamente la utilización programáticamente queer de lo figurativo para un replanteamiento de lo doméstico; una politización de la forma pictórica para una crítica queer. Así, parafraseando la idea principal de Mieke Bal en su estudio sobre Balthus, lo que Gabriel hace es usar métodos más o menos realistas para dar lugar a un mundo doméstico, des-figurado, iconográfica y estéticamente hablando. Analicemos pues qué estrategias de des-figuración se complementan para alterar los regímenes de visibilidad y recuperar así aquellas domesticidades queer del pasado en el lienzo.

Estrategia n.º 1: superposición de espacialidades

En este cuadro [3], dos chicos sin rostro aparecen tumbados en lo que parece una cama de color azul turquesa. Uno de ellos nos da la espalda mientras se yergue para dirigirse a su compañero, que permanece acostado. Ambos aparecen tapados, compartiendo ese trozo de tela: visiblemente –figuralmente– no podemos decir que compartan más, no hay signos que nos aporten datos sobre una conversación o relación determinada, no hay caras ni expresiones ni muestra alguna de una relacionalidad mayor. Sin embargo, algo parece unirlos, comunicarlos: es la cama –esa enorme mancha azul– la que soporta la unión y la construye. Pero ¿estamos ante una cama? Si observamos, esta se ubica extrañamente en lo que parece un exterior: unos troncos delgados y curvados por el viento parecen rodear el lecho; el tinte azul del resto del cuadro evoca el mar, con la línea de horizonte blanca seccionando el cuadro en dos mitades; y, en la parte izquierda del cuadro, unas pinceladas verdes parecen reproducir briznas de hierba, arbustos pequeñitos creciendo a la sombra del follaje. Así, como si de un decorado se tratara, la habitación, entorno esperado que rodearía al lecho –paredes, mesilla, decoración– ha desaparecido, sumiendo a la escena en una inconcreción espacial total: esa sábana que les cubre parece ser incluso una prolongación de ese mar lejano.

Esta descomposición y a la vez incardinación extraña de ámbitos espaciales –el público y el privado– dota a la escena de un mutismo impenetrable dado que nuestros criterios de legibilidad domésticos son fracturados a través de una estrategia pictórica repetida en muchos otros cuadros de Gabriel: la superposición de espacialidades públicas y privadas, que crea una evocación doméstica desfigurada, desplazada, trastornada. En definitiva, una domesticidad hecha estructuralmente queer al desarticular todos los preceptos occidentales y heteronormativos que configuran la idea de hogar –su visibilidad tanto espacial como simbólica–. Literalmente, anula separaciones y hace rizoma con ellas, llevando a la domesticidad que emerge –siguiendo con la terminología deleuziana– a ser una desterritorialización en sí misma: un juego con las fronteras y con lo posible. Así, simbólicamente, frente a un hogar normativo, sellado y cerrado al exterior –en donde los extraños habitan el afuera, quedando el interior reservado a la familia nuclear–, aquí encontramos lo contrario: un ámbito doméstico en el que el anonimato constituye su inteligibilidad primaria y la extrañeza, su materia prima. Con esto me refiero a que no hay roles heterofamiliares identificables, tampoco un espacio sólido y cercado que lo personalice y lo adscriba a esa idea occidental de hogar como posesión capitalista y garante de ciudadanía (Morley, 2000: 26). Más bien, reina una exposición total, una vista pública, un acceso directo y despiadado del espectador a la escena íntima en el que todo recogimiento íntimo queda anulado.

Ante lo dicho, esta imagen convierte en signo una vivencia doméstica queer radicalmente opuesta a los imaginarios normativos de lo doméstico: estamos ante una vivencia pasada en donde la domesticidad es un flujo, una cohabitación efímera que empieza y acaba en sí misma y podría ubicarse y emerger en cualquier lugar. Esta imagen materializa las siguientes palabras de Matt Cook: cómo esos bosquecillos –pero cualquier otro entorno– devienen «espacios no domésticos [que] satisfacían algunos aspectos de una cultura doméstica idealizada» a la que no tenían acceso (2014:167).

Estrategia n.º 2: objetos domésticos invadidos por el espacio público

El espacio público, como vemos, invade lo doméstico y viceversa, como una traslación de las complicadas vivencias queer. Los troncos y esos fondos paisajísticos atacan la cama que se encarga de semantizar la escena domésticamente. De hecho, si podemos leer una cierta domesticidad en esta escena es gracias a los objetos domésticos –el mobiliario– que imponen tal peso semiótico en la narración, ya que tienen la cualidad representativa de redirigir la lectura e imponer automáticamente una intimidad doméstica en la imagen, pero también en la vida. En palabras de Gaston Bachelard, «en el equilibrio íntimo de los muros y de los muebles puede decirse que se toma conciencia de una casa […]» (2006:101). Gabriel va a jugar con esto: moviliza la materialidad emotiva de esos objetos para tratar de representar una domesticidad queer en una suerte de fort da inestable, que lucha por su concreción.

De cara a entender mejor este aspecto, pensemos con los famosos cuadros de domesticidad gay del pintor David Hockney (1937). En Domestic Scene Los Angeles (1963) vemos cómo el hogar está espacialmente constituido por un color plano, sin matices o variaciones tonales. No hay nada que nos haga situar los personajes en un hogar –ninguna ventana, puerta o habitación– salvo por los objetos domésticos. Hábil observador, Hockney los personaliza con cuidado, les dota de todo detalle posible –convirtiéndolos casi en símbolos totémicos autosuficientes– frente a la simplicidad pictórica del resto de la escena. Lo que concreta a estos personajes en una casa –lo que la construye como tal– no es sino ese teléfono, esa cortina, ese sofá que aparecen en la escena, perfectamente individualizados, tomando las riendas del sentido diegético.

En Untitled (2017) [4], un muchacho desnudo sosteniendo una taza en el regazo, aparece sentado en un sofá con estampado floral. Lo que es un signo visual claro de una domesticidad sólida y formada que parece citar la de Hockney –un sofá confortable con un tradicional estampado, que remitiría a la decoración pretérita de las casas de la infancia–, aquí deviene, en manos de Gabriel, la oportunidad para infectar la débil domesticidad interior de la escena. El estampado no solamente se sale de los contornos del sofá, sino que también invade al chico: unos recios tallos verdes comienzan a cercarlo, amenazando con tragárselo. El sofá así abandona su forma y también su poder semánticamente doméstico –solamente podemos sostener este nombre debido a la postura sentada del chico– y deviene un amasijo de vegetación que hace irrumpir otra ruptura en el seno de la concreción doméstica. En este caso, los objetos domésticos se ven también invadidos por una figuración muy pública, ofuscando esa domesticidad que imponen e infectando a la escena de confusión, continuando con ese juego de desestabilizaciones.

Como he sostenido, las espacialidades no solo se confunden, sino que Gabriel hábilmente desactiva el poder semántico de los objetos más connotados y sitúa aquella domesticidad queer en la experiencia del «desamueblamiento» (Preciado, 2019: 227). Sin embargo, no todo está perdido en la imagen: esa lámpara de mesa de la esquina, estoica, sólida, nos avisa de cómo estos movimientos de disolución no son tan perfectos: hay una suerte de esperanza en el apuntalamiento de esa domesticidad queer que naufraga. Esa lámpara perfectamente concretada, que resiste al avance vegetal, es el recordatorio de una resistencia doméstica, el contrapunto de ese sofá que ha perdido su forma y amenaza con tragarse a la figura; epitomiza la tensión, en suma, que caracteriza a las domesticidades queer que Gabriel representa, a la vez que deviene un tope a su desamueblamiento intrínseco, anulando una lectura excesivamente negativa o backward (Love, 2007) e insertando una potencia de cambio, construyendo estas domesticidades queer del pasado como realidades matéricas amenazadas, pero no por completo anuladas.

Así, toda experiencia queer de proposición de mundos tiene que levantarse en esa constante lucha epistémica que aquí deviene también pictórica y enraizada en la propia composición del cuadro. Los objetos decorativos en los cuadros de Gabriel encarnan por ello la promesa de una domesticidad queer; promesa que, en este lienzo, aparecería epitomizada en la superficie blanca del fondo [4]: una superficie por completar, intocable, un lugar de emergencia, un campo de posibilidades que no sustenta imaginario alguno: enmarcando además la cabeza de la figura, instaura la posibilidad de un futuro doméstico por imaginar. Tomando las palabras de Wolfgang Kemp y Raymond Meyer, este espacio vacío devendría un «lugar de indeterminación» que el espectador, como la figura, puede habitar, «[poniendo] en marcha [así] la interacción que tiene lugar entre el texto y el lector» (1985: 108) y por ello movilizando el germen de una domesticidad posible en el seno del cuadro.

En este otro cuadro [5], sucedería lo mismo pero aplicado a la colcha de la cama en donde el cuerpo desnudo del chico parece descansar. Lo que sería un estampado cómodo y estable deviene hojarasca, tallos que se escapan de sus contornos, mutando en un lecho vegetal vivo que anula cualquier pretensión doméstica fija, apacible, de descanso. Esta cama infecta de ese anonimato y transitoriedad toda la escena –la ausencia de rostro del chico también lo enfatiza, como si toda casa construyera una personalización– para subrayar otra vez esa especial domesticidad queer del pasado: un entorno que desaparece y tambalea, bajo una alusión pública, vegetal, que reaparece también en el cuadro de la pared. Sin embargo, al igual que en el cuadro anterior [4], el recuadro de la derecha, en la pared de fondo, instaura la promesa de una domesticidad queer dentro del lienzo: la presencia de este objeto decorativo enfatiza no solo unas paredes y un espacio arquitectónico, sino la pretensión de decorar el espacio para amoldarlo a los gustos e identidad personal. Es el detalle de ese clavo que sostiene el cuadrito el que perfila una cotidianidad inesperada en la escena: la rutina, lo minúsculo e intrascendente que integran lo doméstico y rivalizan con esa vegetación bravía, de la colcha y del cuadro de su izquierda. Estas tensiones, disoluciones y apariciones que se materializan en el lienzo vuelven, otra vez, a hablarnos «de cierta inseguridad y por tanto de la determinación de apoderarse y aferrarse al espacio doméstico y encontrar en él permanencia y estabilidad» (Cook, 2014: 238-239).

Estrategia n.º 3: solapamiento del cuerpo y el espacio

La presencia del imaginario y sistema de pensamiento heterodoméstico que estoy rastreando en estas imágenes imprime en los sujetos marcados un perpetuo sentimiento de no poder «sentirse en casa». «Después de todo, si los espacios que ocupamos son efímeros […] entonces esto es un signo de que la heterosexualidad determina los contornos de los espacios habitables o vivibles y también la promesa de lo queer» (Ahmed, 2019: 194). Lo que esta heterodomesticidad provoca es una constante sensación de fueridad en lo doméstico por parte de lo queer, dado que estos espacios y estas realidades, siguiendo a Sara Ahmed, no solo no extienden nuestros contornos, sino que los hacen desaparecer. Esta idea es la que parecen pensar los siguientes cuadros de Gabriel en donde el cuerpo queer directamente se diluye ante el peso de un interior doméstico, «lo que significa no solo no ser ampliado por los contornos del mundo, sino ser reducido como un efecto de la ampliación corporal de los otros»8 (2019: 194).

En el primer cuadro [6], dos chicos centran la escena. Uno de ellos aparece sentado en un sofá mientras el otro, arrodillado, parece bajarle la ropa interior, detenidamente. El espacio parece doméstico, a pesar de la pintura abstracta y desangelada que pretende sugerir más que concretar y, sin embargo, se intuye claramente un ramo de flores en el horizonte de la escena y una masa de color uniforme como fondo que parece dejar intuir el cerramiento de una pared, así como un sofá o sillón color azul. En el segundo cuadro [7] sucede lo mismo. Estamos ante uno de los interiores más concretados de Gabriel: un suelo negro y acerado destellea reflejos rojizos mientras que en sus límites se levantan paredes acristaladas que, a pesar de abrir la escena al exterior, limitan claramente un interior doméstico, remedando una suerte de casa de cristal.

En ambos lienzos, a diferencia de los otros, los interiores aparecen con un mayor grado de concreción, hay una mayor semantización doméstica. Sin embargo, como contrapartida, las figuras han desaparecido misteriosamente quedando como único rastro su silueta: si en el primero, el chico del sofá era una línea perfilada de blanco; en el segundo, dos siluetas rosas ocupan el suelo, sentadas, sin ninguna otra alusión corporal: son fantasmas, presencias que vagan por el espacio sin habitarlo, sin dejar marca, sin poder hacerlo suyo. Lo que piensan estos dos ejemplos es la imposibilidad de una cohabitación entre un cuerpo queer y un interior simbólicamente connotado: ante un interior formado, concretado, fácilmente legible como tal –heteronormado–, las figuras parecen asfixiarse, evaporarse, dejando simplemente su estela, la confirmación de un fracaso. Esto inscribe hábilmente una disonancia inevitable en la domesticidad queer: su complejidad, su dificultad inherente, la imposibilidad de iterar una idea normativa de domesticidad representada por estos interiores más legibles: todo cuerpo queer disidente, en un entorno doméstico –personalizado, privilegiado– corre el riesgo de no figurar. Sin embargo, si algo nos muestran estos cuadros, por el contrario, es la potencialidad de esa invisibilidad, la oportunidad de repensar, siguiendo a Jack Halberstam, las posibilidades de ese fracaso (2018): el hecho de que la domesticidad queer solo se podrá levantar sobre un proyecto radical de imaginación contra-hegemónica para que los cuerpos puedan, al fin, figurar; si no, están condenados, como vemos en los cuadros, a la disolución. Así, esta invisibilidad funciona no solo como una confirmación de un reparto determinado de lo sensible, sino, al mismo tiempo como una llamada a la acción política desde cero, poniendo a funcionar la imaginación como ingrediente básico para rellenar esas ausencias silueteadas, lejos de referentes y esquemas conocidos.

Conclusiones

Hemos visto, a lo largo del texto, cómo los cuadros de Gabriel, a través de diferentes estrategias figurativas y estéticas, pretenden reparar y recuperar una domesticidad queer pasada: una vivencia desmadejada, deshilachada, que viene a dar forma y figuración a un modo de habitar la intimidad basada en el solapamiento y la confusión que caracterizaba a un pasado queer. Así, lo doméstico queer aparece siempre en duda, inconcreto, siempre mezclado, como en un proceso de emerger o de desaparecer, o en un proceso de confusión o de esclarecimiento. Lo que esto nos muestra es cómo la domesticidad queer en el pasado era algo que no está ligado tanto a un espacio físico o arquitectónico –el cual aparece siempre desestructurado–, sino es más bien una vivencia procesual, íntima, afectiva, que se construye desde la «inseguridad, y […] [desde la] determinación de apoderarse y aferrarse a un espacio hogareño y encontrar permanencia y estabilidad allí» (Cook, 2014: 238-239).

Sin embargo, y esto es importante, no hay tanto una recuperación como una imaginación en el lienzo de ese pasado doméstico queer. Ante la imposibilidad de volver a un pasado, Gabriel se entrega a la tarea política de reparar un pasado posible doméstico creando un imaginario que nos ha sido sustraído y regalándolo a través de las potencialidades intrínsecas de la pintura. Una reparación que no solo es necesaria para la reconstrucción de una historia y genealogías propias, sino también porque esta aporta nuevos e inopinados ingredientes de cara a imaginar nuevas domesticidades en nuestro presente. De esta manera, actuar en un pasado es hacerlo también en el presente y viceversa y cómo pensar en el pasado, incluso melancólicamente, no es algo reductivo o reaccionario, sino una tarea fundamental a la hora de construir nuevos presentes y futuros9.

Esta tarea política de imaginar una domesticidad queer pasada inventa en nuestro presente una domesticidad queer alternativa a aquellas articuladas por lógicas más homonormativas representadas por los New Queer Intimists. Si las estrategias estéticas de Gabriel representaban las condiciones de inteligibilidad vitales de una domesticidad queer, esa poética de la desfiguración puede al mismo tiempo inaugurar, en la imagen, la promesa de una domesticidad queer radical por venir, espoleando nuestra imaginación personal y colectiva para materializar e intentar otras formas de cohabitación críticas y contestatarias: una domesticidad como lugar de resistencia y política.

Precisamente, esta tarea parece ser pensada por la figura 8 [8] con la que cerraré este análisis. En un primer plano, tres cuerpos desnudos en lo que parece una conversación, antes o después del sexo. El entorno que les rodea es sin duda un interior, curiosamente, de lo más normativo: una chimenea empedrada aparece en la esquina izquierda; una repisa con objetos la sigue en diagonal y otro aparador con bibelots y una lámpara. Sin embargo, a pesar de la legibilidad clara del espacio y de la queerness de los cuerpos, hay disonancias a nivel pictórico y compositivo que rompen cualquier dulce promesa de fácil integración, arrojando una sensación siniestra, en el sentido freudiano del término. Aquí, no hay una colocación perspectivística realista: los muebles se superponen y amontonan por capas, unos a otros. La representación de los chicos tampoco es realista: ¿dónde se encuentran? ¿En el suelo, en una cama? La integración de los cuerpos no es proporcional ni proporcionada con el espacio: hay una ruptura absoluta de la escala, donde las figuras son más grandes que el espacio. De hecho, parecen estar flotando en él, sin habitarlo, como si estuvieran pegadas encima, a modo de collage; asimismo, los muebles que componen el espacio están colocados de maneras inverosímiles, superpuestos unos a otros, demasiado juntos como para componer un espacio interior habitable y práctico. En esta línea, Norman Bryson afirma cómo «normalmente la composición invita a que el ojo entre en un cuadro estableciendo un camino de acceso, objetos cercanos que conducen a otros que retroceden, y un camino de circulación a lo largo de su superficie, a través de dispositivos que conducen de lo bajo a lo alto y al fondo» (2005: 78). Lo que podría ser un ejemplo de esa disonancia espacial y corporal doméstica de estas identidades queer, como antes la he leído, aquí quiero entenderla como una oportunidad de imaginación de una domesticidad queer como lugar de subversión, ya que inaugura –a través de esas disonancias compositivas– la posibilidad de pensar un interior doméstico lejos de la legibilidad visual normativa, en este caso, lejos de una de las herramientas más poderosas de dominación occidental en la imagen: la perspectiva. Si la perspectiva, siguiendo a Haneke Grootenboer, ha sido «la herramienta por excelencia para crear una imagen verdadera de la realidad, la verdad en pintura» (2005: 4), este uso perspectivístico torcido nos puede ayudar a representar otras domesticidades queer críticas que impugnen las maneras de representación occidentales y su carga naturalizadora y excluyente, inaugurando la posibilidad de otro régimen de visibilidad que articule una domesticidad queer por venir, en la imagen y fuera de ella.

Así, la desterritorialización y desfiguración que ha articulado pictóricamente esa domesticidad queer pasada, debido a una condición estructuralmente opresiva, puede en el presente servir como la materia prima y el punto de partida para inventar en la imagen nuevas realidades, nuevas formas de habitar por caminos torcidos desde otros regímenes visuales. Todos estos cuadros nos enseñan cómo la superposición espacial, el desamueblamiento, la impugnación de la perspectiva o la desorientación son potencias de reimaginación doméstica queer.

Notas

1 El presente trabajo ha contado con el apoyo y se ha desarrollado en el marco del proyecto I+D ITACA – Imaginarios del Tecnoceno. Análisis de la Cultura Visual y las Artes desde un enfoque ecocrítico (PID2023-151921NB-I00), financiado por MICIU/AEI/10.13039/501100011033.

2 Esta crítica está centrada en el círculo de la revista October y, principalmente, en figuras como Douglas Crimp, Benjamin Buchloh o Craig Owens. Sobre la muerte de la pintura o la recuperación del lenguaje figurativo como un nuevo conservadurismo estético e ideológico, véase Crimp, 1981; Buchloh, 2004; Owens, 1994.

3 David Getsy, historiador del arte queer, habla profusamente de la representación y la figuración como inherentemente limitante para una política y estética queer, ya que puede llevar a la estrechez a la hora de mostrarnos como queer debido a unas etiquetas de la disidencia dadas de antemano por el poder. Frente a esto, Getsy propone la «abstracción queer» como una posibilidad de articulación corporal e identitaria más libre para lo queer en tanto que no descansa en la figuración ni referencia externa para su existencia. Véase Getsy, 2019 y Getsy, 2015.

4 Debido a la estricta novedad de sus propuestas apenas hay estudios sistemáticos o académicos en torno a este grupo de pintores. Sin embargo, destaca Deutsch, 2023.

5 Acerca de la esfera pública como saturada de potencialidades queer, frente al espacio doméstico como normativo y conservador, véase Warner, 1999. Para leer críticas de esta posición simplista del espacio doméstico y la propuesta de una relectura política y subversiva del mismo, véase Wallace, 2011; Potvin, 2016; Gorman-Murray, 2017.

6 Sobre la homonormatividad, véase Duggan, 2003; Drucker, 2015; Puar, 2017.

7 Todas las citas textuales de libros en inglés no editados en español han sido traducidas por el autor.

8 La cursiva es mía.

9 En esta línea, véase Boym, 2015.

Bibliografía

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