Picasso y los filósofos: una panorámica
Gerard Vilar
Universitat Autònoma de Barcelona
Gerard.Vilar@uab.cat
Resumen: Bacon tuvo a Deleuze, Warhol a Danto, pero Picasso no ha tenido nunca su filósofo, aunque ello no quiere decir que bastantes filósofos no hayan abordado su obra en algún grado. El propósito de este artículo es hacer un cierto inventario, sin pretensiones de exhaustividad, de este plexo de pensadores que han tenido como referencia a Picasso, aunque en constelaciones de ideas muy distintas y que ordeno en cuatro grupos. Un primer grupo es el que ve en la obra de Picasso al revolucionario, a la vanguardia del nuevo mundo, la liquidación del viejo orden burgués, y la creatividad desatada de la modernidad. Un segundo grupo de pensadores conservadores o reaccionarios que vio ya tempranamente en la obra de Picasso un claro signo de la decadencia de Occidente. El tercer grupo reúne los pensadores interesados fundamentalmente por las cuestiones epistémicas, esto es, de la percepción, el espacio y el tiempo. Por último, el cuarto grupo, estaría formado por aquellos pensadores y sobre todo pensadoras contemporáneas que abordan la vida y la obra de Picasso desde una perspectiva de género, normalmente crítica y a las que el movimiento #MeeToo ha dado un visible impulso.
Palabras clave: Picasso; Filosofía; Política; Representación; Percepción; Kantismo; Feminismo.
Picasso and the Philosophers: an Overview
Abstract: Deleuze philosophized about Bacon, Danto about Warhol, but Picasso has never had his philosopher. However, this does not mean that many philosophers have not taken his work into account to some degree. The purpose of this article is to make a certain inventory, without claiming to be exhaustive, of this plexus of thinkers who have had Picasso as a reference, although in constellations of very different ideas and which are arranged in four groups. A first group that sees in Picasso’s work the avant-garde of the new world, the liquidation of the old bourgeois order, and the unleashed creativity of modernity. A second group of conservative or reactionary thinkers who already saw in Picasso’s work a clear sign of the decadence of the West. The third group brings together thinkers interested primarily in questions of perception, space and time. Lastly, the fourth group would be made up of those contemporary thinkers who approach the life and work of Picasso from perspective of genre, normally critical, and to whom the #MeeToo movement has given a visible boost.
Keywords: Picasso; Philosophy; Politics; Representation; Perception; Kantianism; Feminism.
El sintagma que da título a este artículo, Picasso y los filósofos, quizás precisa de una aclaración para que el lector no tenga una decepción al ver que no responde a unas expectativas acaso distintas a los objetivos del presente texto. Pues el lector no encontrará aquí una discusión de las influencias que algunos filósofos pudieron ejercer sobre el pensamiento de Picasso, ni un comentario de los pensamientos que el artista formuló en variadas ocasiones a lo largo de su dilatada vida1. Aquí trato únicamente de describir con botas de siete leguas cómo y por qué algunos filósofos se han sentido interpelados en un grado u otro por la obra de Picasso y han reflejado sus reflexiones en algunos textos. Algunos artistas han tenido especial suerte con los filósofos: Poussin con Wolheim, Rembrandt con Simmel, Goya con Todorov, Bacon con Deleuze, Velázquez, Manet y Magritte con Foucault, Warhol con Danto, Duchamp con Thierry de Duve. Pero Picasso nunca ha tenido un filósofo. Que los filósofos se confronten con un artista se debe en la mayoría de los casos a que un artista y su obra les plantea un problema filosófico o lo ejemplifica. Así, para Foucault Velázquez planteó tempranamente el problema de la representación. Para Danto, Warhol planteaba el problema de la indiscernibilidad del arte respecto a los objetos reales. Y los ready-mades de Duchamp planteaban el problema del nominalismo para Thierry de Duve. A pesar de que Picasso no ha tenido nunca su filósofo, ello no quiere decir que bastantes filósofos hayan tenido en cuenta su vida y su obra en algún grado. El propósito de este artículo es hacer un cierto inventario, sin pretensiones de exhaustividad, de este plexo de pensadores que han tenido como referencia a Picasso, aunque en constelaciones de ideas muy distintas que voy a tratar de ordenar en cuatro grupos. Para razonar esta clasificación no voy a utilizar una tipología de los problemas filosóficos tratados, si no que voy a utilizar como fundamentum divisionis la relación de las reflexiones de los filósofos con sus perspectivas normativas ético-políticas. Así, tendremos que un primer grupo es el afín al movimiento cultural revolucionario que encarna el arte moderno, el que ve en la obra de Picasso la vanguardia del nuevo mundo, la liquidación del viejo orden burgués, y la creatividad desatada de la modernidad. Se trata de la perspectiva progresista que reúne a toda suerte de posiciones políticas concretas, desde las anarquistas hasta las estalinistas. De hecho, esta primera perspectiva, la anarquista, es con la que el propio Picasso se identificó buena parte su vida, mientras que la segunda, la comunista, dominó su compromiso de madurez. Con este criterio normativo, pero yéndonos al otro lado del arco político, podemos definir un segundo grupo de pensadores conservadores o reaccionarios que vieron ya tempranamente en la obra de Picasso un claro signo de la decadencia de Occidente. El tercer grupo evidencia frente a los dos anteriores una neutralidad de los valores, una mirada sobre el arte más allá de la ética y la política. En este grupo se reúnen los pensadores que podríamos llamar «formalistas» en un sentido lato, así como también semiólogos, fenomenólogos y analíticos interesados fundamentalmente por las cuestiones epistémicas, las cuestiones en torno a la percepción, el espacio y el tiempo. Por último, el cuarto grupo, el aparecido último en el tiempo, estaría formado por aquellos pensadores y, sobre todo, pensadoras contemporáneas que abordan la vida y la obra de Picasso desde una perspectiva de género, normalmente crítica, y a las que el movimiento #MeeToo ha dado un visible impulso.
La izquierda y la vanguardia
El primer grupo, y el más obvio, encontraría en Picasso la manifestación artística de la potencia innovadora y revolucionaria de la cultura moderna y su conexión con la vanguardia política. Las lecturas de izquierdas de Picasso, aunque nunca sistemáticas, son patentes en el círculo de pensadores franceses que frecuentó en París: Sartre, Beauvoir, Bataille, Camus, Lacan, Leiris, Caillois y otros. Sin duda, este es el grupo más conocido, pero también es el menos interesante porque sus aportaciones filosóficas son tópicas, es decir, inciden en la idea del genio creador de Picasso como vanguardista revolucionario, rompedor y creador de un arte autónomo. En estos últimos años se han hecho famosas las fotografías de quienes asistieron al ensayo de la obra de teatro de Picasso Le désir attrapé par la queue [El deseo atrapado por la cola] el 19 de marzo de 1944 en casa de Louise y Michael Leiris, porque en ella se ven a Sartre, a Beauvoir, a Lacan, a Camus (quien fue responsable de la puesta en escena). Las dos fotografías que nos han llegado fueron hechas a posteriori, en el mes de junio, y en una de ellas aparecía Bataille que había estado entre el público. Faltaba Roger Callois, que pasó los años de la guerra exiliado en Argentina. Sin embargo, a pesar de la cercanía de estos pensadores franceses con el artista sugerida por este evento, ninguno de ellos encontró en la obra de Picasso una motivación seria para filosofar. Ninguno de ellos nos ha dejado más que alusiones siempre elogiosas en sus textos.
Georges Bataille (1897-1962) le pone como máximo ejemplo del arte rupturista frente a la tradición al final de su célebre texto Le soileil purri [El sol podrido] publicado en el número de homenaje a Picasso en el tercer número de Documents en 1930 (1970: vol 1, 232). Hay alusiones dispersas y siempre respetuosas a Picasso en unos cuantos artículos más, pero Bataille definitivamente no vio en el pintor malagueño ninguna problemática filosófica que le incitara a la reflexión. Por su parte, Jean Paul Sartre (1905-1980) cita elogiosamente a Picasso en su famoso texto ¿Qué es la literatura? (1948: 37, 63, 66 y 68). Y muy de pasada en su escrito El existencialismo es un humanismo. Pero eso es casi todo. Al igual que a Bataille la obra de Picasso no le resultó a Sartre filosóficamente estimulante. Por lo demás, lamentablemente solo le cita críticamente en sus escritos más estalinistas como ejemplo de las contradicciones que se objetivan en algunos malos comunistas (Sarte, 1964: vol. 4, 18,26,368 y 429). De Simone de Beauvoir (1908-1986) podemos decir otro tanto. La fundadora del feminismo contemporáneo, a diferencia de lo que acontece actualmente, nunca vio en Picasso un misógino y maltratador, sino a un gran artista con el que había colaborado en distintos momentos. En una entrevista que le hizo Alice Jardine en el contexto de un número de la revista Signs de Chicago dedicado al feminismo, Beauvoir cita a Picasso, pero solo porque éste nunca se entendió a sí mismo como un vanguardista, cosa que creía un error (1979: 232), pero no le pareció que filosóficamente Picasso fuera un objeto interesante para la reflexión feminista. Cosa distinta es la que encontramos en otro de los intelectuales cercanos a Picasso antes y después de la guerra, Michel Leiris (1901-1990), quien, aunque no fue un filósofo, sino un etnólogo especializado en culturas africanas y un notable escritor, dedicó muchos escritos a la obra picassiana. De hecho, en el volumen de sus escritos sobre arte reunidos por el CRNS es el autor sobre el que más escribió (2011).
Después de la guerra, el Picasso públicamente comunista, defensor de la paz, pintor de palomas y mediocres fusilamientos, alabado por la intelectualidad afín al PCF, tampoco suscita ninguna reflexión filosófica más allá de la arqueología del estalinismo en la que como hemos dicho encontramos al Sartre de aquellos años.
Aparte de los franceses, hay que mencionar en este amplio grupo, por ejemplo, a los defensores de la teoría crítica, esto es, a los frankfurtianos, muy especialmente a Walter Benjamin (1892-1940) y a Theodor W. Adorno (1903-1969), en cuya obra se cita repetidamente a Picasso en sentido positivo, pero nuca se le dedica una reflexión seria. Benjamin tiene a Picasso como paradigma de una vanguardia que está aún conectada con el arte del pasado, el arte aurático que se contrapone a las nuevas formas de arte reproductible. Así, en el famoso texto sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica sostiene que
[…] la reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso, por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin. Este comportamiento progresivo se caracteriza porque el gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e inmediatamente con la actitud del que opina como perito. Esta vinculación es un indicio social importante. A saber, cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. De lo convencional se disfruta sin criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente nuevo. En el público del cine coinciden la actitud crítica y la fruitiva. Y desde luego que la circunstancia decisiva, es ésta: las reacciones de cada uno, cuya suma constituye la reacción masiva del público, jamás han estado como en el cine tan condicionadas de antemano por su inmediata, inminente masificación. Y en cuanto se manifiestan, se controlan. La comparación con la pintura sigue siendo provechosa. Un cuadro ha tenido siempre la aspiración eminente a ser contemplado por uno o por pocos. La contemplación simultánea de cuadros por parte de un gran público, tal y como se generaliza en el siglo XIX, es un síntoma temprano de la crisis de la pintura, que en modo alguno desató solamente la fotografía, sino que con relativa independencia de ésta fue provocada por la pretensión por parte de la obra de arte llegar a las masas (1991: vol. I.2, 496-497).
Para Benjamin la pintura está en crisis y su relación con el público es retrógrada. A diferencia del cine, la pintura no está en situación de ofrecer una recepción simultánea y colectiva. El conflicto en el que se ha enredado la pintura a causa de la reproductibilidad técnica de la imagen no tiene en realidad solución. Por mucho que se haya intentado presentarla a las masas en museos y exposiciones no se ha dado con el camino para que esas masas puedan organizar y controlar su recepción. Y así «el mismo público que es retrógrado frente al surrealismo, reaccionará progresivamente ante una película cómica» (1991: 498). El hecho de que la pintura va asociada a la contemplación le impide ser un arte del futuro.
A diferencia de Benjamin, Adorno nunca tuvo familiaridad con la pintura y denostaba el cine como una forma de mercancía de la industria cultural capitalista. Lo suyo era, ante todo, la música, ya que estudió composición con Alban Berg y estuvo a punto de hacer carrera como miembro de la segunda escuela vienesa, aunque finalmente decidió dedicarse a la filosofía. Sus estudios sobre Schönberg y Stravinski, Wagner y Mahler, Beethoven y Berg, se siguen leyendo hoy en día como clásicos de la filosofía y la sociología de la música. Se dedicó además a la literatura y sus análisis de las obras de Beckett, Kafka, Proust, Valéry o Mann son también estudios que se han convertido en clásicos. Así que tampoco encontraremos ningún estudio de Adorno sobre Picasso, aunque le citaba muy a menudo en relación con su filosofía del progreso y la reacción que él veía encarnados en la trayectoria de Schönberg y de Stravinski. Por esta razón, a lo largo de toda su obra comparaba favorablemente a Picasso el progreso en el ámbito pictórico con Schönberg en el musical, a pesar de que era consciente del retour a l’ordre de la fase neoclasicista del pintor que luego abandonaría para proseguir su exploración, mientras Stravinski se habría quedado en el neoclasicismo y se habría entregado al show business, a Brodway, a la industria cultural, al conformismo (Adorno, 2003: vol. 18, 9)2. Adorno, quien defendía una estética negativa y creía que al arte contemporáneo solo le estaba permitido el lenguaje del sufrimiento, cita muchas veces al Picasso del Guernica. Por ejemplo: «El superviviente de Varsovia [de Schönberg] es sin duda, junto al Guernica de Picasso, la única obra de arte de la época que fue capaz de mirar a los ojos al terror extremo y sin embargo resultar estéticamente perentoria. El hecho de que, incluso en una situación en que la posibilidad del arte mismo se hizo cuestionable hasta en lo más íntimo, creara música que no se antoja impotente y vana a la vista de la realidad confirma al final lo que él una vez comenzó» (2003: vol. 18, 464). A pesar del aprecio de Adorno por Picasso, sin embargo, estamos ante una disonancia cognitiva, pues el arte de Picasso habló solo excepcionalmente el lenguaje del sufrimiento. Todo lo contrario, el arte de Picasso fue ante todo una celebración de la vida, una exaltación del cuerpo, el sexo y la mujer, algo contradictorio con la estética negativa adorniana. Cierto es que Adorno reconocía en Picasso su voluntad de ruptura, su fuerza innovadora especialmente como impulsor del cubismo, que para él era análogo al movimiento dodecafónico iniciado por Schönberg en aquellos mismos años que precedieron a la I Guerra Mundial (2003: 328). Pero ello no cancela esta contradicción de fondo.
El derechismo filosófico
El segundo grupo, opuesto al izquierdismo del primero, sería el formado por filósofos de orientación conservadora. Las obras de arte, sostenía Hegel, son la expresión en un medio sensible de una cultura en un determinado momento histórico. Por su parte, la filosofía, afirmaba también Hegel, es la propia época aprehendida en conceptos. Añadía que la filosofía, sin embargo, alza su vuelo al modo del búho de Minerva, al atardecer, cuando los acontecimientos del día ya han tenido lugar, y entonces intenta comprender cuanto ha acontecido. Eso es cierto muy a menudo, pero hay veces en que la filosofía intenta acompañar a los fenómenos que están aconteciendo, aunque ello ocurra con un poco de retraso. En la compleja línea del tiempo histórico, en realidad, los primeros pensadores que reflexionaron acerca de la obra de Picasso fueron los que entendieron, al modo de Hegel, que ésta era expresión esencial de su época. Pero fueron los que reaccionaron negativamente ante ella, es decir, aquellos que tomaron a Picasso como paradigma de la descomposición cultural que traía consigo la modernidad, y de la que el arte moderno sería un índice y a la vez un factor cultural disolvente junto a las otras artes. Por supuesto, hay muchos grados y diferencias en esto que llamo «derechismo». Son las filosofías conservadoras que trataron a Picasso como paradigma de lo que Ortega llamó «deshumanización» del arte. Pero tenemos también filosofías directamente reaccionarias. La expresión más tosca y bárbara de esta forma de pensar la tendríamos en los discursos nazis de los años 30, empezando por el discurso de Hitler en la inauguración de la «Gran Exposición de Arte Moderno» de 1937 en Munich que consagró la expresión «Entartete Kunst» o «arte degenerado». Además de al mencionado Ortega y Gasset, tenemos en este grupo a un reaccionario ruso como Nicolai Berdiaiev cuyas reflexiones son pioneras, o a pensadores alemanes ultraconservadores como Arnold Gehlen, cuya antropología filosófica le permitía la defensa del autoritarismo frente a la democracia. Y sin olvidar a un representante tardío de esta posición como Roger Caillois, aunque políticamente menos conservador quizás que los nombres mencionados.
En el momento de mayor madurez del movimiento cubista, en la vigilia de la I Guerra Mundial, Nikolai Berdiaiev (1874-1948) publica un artículo titulado simplemente «Picasso» (1914). La tesis principal es que la obra de Picasso es la más profunda expresión de la crisis civilizatoria en la que está inmerso el mundo occidental. Picasso representa una crisis dentro de la pintura, representa la crisis de la pintura y de las artes en general, la crisis de la cultura, la consciencia de su fracaso, de la imposibilidad de transformarse en una cultura de energía creativa. Picasso es un síntoma de este proceso enfermizo. Estamos frente a un discurso acerca de la desintegración, la inarmonía, la pesadilla, el artista irritante, el pesar por la pérdida de la vieja belleza del mundo. Tras el terrible invierno de Picasso, escribe, el mundo no volverá a florecer como antes.
Berdiaev, sin embargo, tras centrarse en la pars destruens del arte picassiano, al final de su texto hace una apuesta por el futuro y por lo nuevo, y escribe «creo, creo profundamente, que es posible una nueva belleza dentro de la vida misma y que la desaparición de la vieja belleza nos lo parece simplemente en relación con nuestra limitación, y porque toda belleza es eterna y presente en el núcleo más profundo del ser. Y el dolor debilitante tiene que ser superado... Picasso no es la nueva creatividad. Es el final de lo viejo».
En 1916, Berdiaiev publica una de sus obras más conocidas, El sentido de la creación (1916), una síntesis filosófica de su tesis acerca de la creatividad como modo de revuelta y resistencia contra la concepción moderna del mundo (Marchenkov, 2021), y donde de nuevo formula las mismas ideas acerca de Picasso. Por ejemplo: «El cubismo de Picasso es una manifestación de las más significativas y perturbadoras. En sus obras se siente como un estallido, una desmaterialización, una descristalización del mundo, el desmigajamiento de la carne del mundo, el desgarramiento de todos los velos. Después de Picasso, como si un vendaval cósmico hubiera soplado sobre la pintura, era imposible cualquier retorno hacia las interpretaciones precedentes de la belleza» (1978: 292).
Un par de años más tarde, en 1918, Berdiaev publica «La crisis de la cultura» (1918), otro texto que, como reconoce él mismo en una nota, es una reelaboración más amplia del primer texto sobre Picasso. El argumento es el mismo, pero ya aparece combinado con una cierta mística al formular su esperanza de superar la barbarie y la decadencia. Así, aboga por un nuevo gnosticismo que ayude en el crecimiento espiritual del hombre y el mundo, para su regeneración espiritual. Ferviente cristiano ortodoxo, exiliado en Francia hasta su muerte en 1948, escribirá una extensa obra, cada vez más teológica y mística, muy traducida en España en los años de la dictadura franquista. En ella el mundo contemporáneo era calificado de Nueva Edad Media y el sentimiento antioccidental que ya se encontraba en la obra de Dostoievski, se despliega en un título como La idea rusa de 1946, un concepto éste que haría fortuna después de la caída de la URSS y que reencontramos actualizada en el pensamiento de ideólogos del neoimperialismo ruso contemporáneo.
En los años veinte, el filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955) publica una serie de artículos en 1924 y 1925 que serían reunidos posteriormente en un volumito con el título de La deshumanización del arte. Se trata de la primera tentativa del filósofo por pensar las vanguardias artísticas, lo que él llamaba «el arte nuevo», de un modo directo y sistemático. El concepto de deshumanización apunta a que el arte moderno expulsa al ser humano de su centro. Ortega fue el primero en considerar el arte nuevo no como meras exploraciones sin orden ni concierto de jóvenes rebeldes, no como algo sólo comprensible en términos de lo caprichoso, lo arbitrario y estéril, sino como algo dotado de un principio orgánico y cierta lógica, «un movimiento unitario y lleno de sentido» (2005: 859, nota). Dicho sentido comienza evidenciándose justamente a partir del fenómeno sociológico de las dificultades para su recepción, esto es, de su «impopularidad». A diferencia del arte que dominara el siglo XIX, que según Ortega era un arte «realista» y popular –y tiene en mente a Balzac, a Galdós, a Sorolla, a Beethoven, a Wagner– el arte nuevo es un arte que busca la desrealización de la realidad y del arte, la transformación del arte en arte puro por medio del dominio del estilo y la idea frente al supuesto mundo real.
En La deshumanización del arte Ortega cita a Picasso una sola vez, y cuatro veces en el conjunto de su obra publicada (2005: 858 nota), pero parece evidente que Picasso, en tanto que creador del cubismo en todas sus variantes, era para Ortega el epítome de la modernidad artística. Ello se debe a que en el concepto de «deshumanización» reunía Ortega tres cosas que la obra de Picasso ejemplificaba mejor que la de ningún otro artista del arte nuevo. En primer lugar, la desrealización o pérdida de los elementos realistas, aunque para Ortega la pérdida total de relación con la realidad era imposible, lo que caracterizaba a la desrealización no era ese fin inalcanzable, sino el proceso mismo que entendía como clave de la deshumanización y que Picasso ejemplificaba. En segundo lugar, la inversión de la idea y la cosa, desencantamiento del realismo ingenuo, triunfo del perspectivismo. Esto es, el artista ya no pinta la realidad, sino que pinta su idea de la realidad, acomoda la realidad a su idea y, con ello, desrealiza la realidad y deshumaniza las ideas. Ello implica un giro hacia la subjetividad y hacia el subjetivismo relativista o, como Ortega prefería llamarlo, el perspectivismo. Y, en tercer lugar, la elitización, es decir, su naturaleza incomprensible para el ciudadano de a pie, su carácter antipopular, pues es un arte para minorías, que ha perdido el carácter trascendente y su capacidad de hablarle a cualquiera acerca de las cosas humanas.
En la generación siguiente a la de Ortega, otro filósofo conservador que pensó la obra de Picasso en la línea de los filósofos a los que nos hemos referido fue Arnold Gehlen (1904-1976), pensador alemán en un tiempo muy conocido por sus tesis antropológicas y que tuvo una amplia influencia difusa antes y después de la II Guerra Mundial. Su conocida tesis era que el ser humano al carecer de instintos necesita de las instituciones sociales y culturales para estabilizarse y poder producir y reproducir se existencia. De ahí que cuanto más sólidas y firmes sean las instituciones mejor pueden los individuos humanos llevar su existencia. Ello le permitía defender una visión autoritaria de derechas de la vida social, política y cultural y cuestionar las democracias occidentales, la modernidad cultural y la decadencia de Occidente. En esa línea de razonamiento, en su momento expresó claras simpatías por el nazismo e incluso, paradójicamente, por los regímenes comunistas. Indudablemente, fue un pensador del orden y un hombre de orden que, como Berdiaiev, tuvo sus lectores y traductores en la España franquista entre quienes vieron una sólida y coherente argumentación filosófica para sus propias posiciones autoritarias, más allá del nacionalcatolicismo casposo y la filosofía perenne tomista.
En 1960, Arnold Gehlen publica un estudio sobre el arte moderno titulado Imágenes de época. Sociología y estética de la pintura moderna (2016), un amplio estudio en el que defiende que la pintura, y el arte en general, tienen el doble papel de reflejo de la sociedad en el momento de su creación y de medio para la autorreflexión del ser humano. La historia del arte se dividiría en tres grandes etapas: la del arte ideal de la presentización del mundo clásico hasta el Renacimiento; el arte realista del mundo burgués; y la época de la abstracción propia del mundo postburgués y posthistórico del siglo XX (1994: 30 ss). Lo que caracteriza estas etapas es que en las dos primeras el arte estabiliza a la sociedad y el individuo. Para Gehlen, el arte tiene la doble tarea de representar el poder gobernante y al mismo tiempo determinar las opiniones de cada individuo3. Por lo tanto, el arte ayuda activamente a armonizar el ser humano interior con las exigencias del poder. Si esto tiene éxito y las «instituciones» se reflejan en el ser interior del individuo, entonces prevalece el «no cuestionamiento de la norma-natural». El hombre está en «equilibrio normativo».
Al entender el arte como un pilar de la estabilidad social, Gehlen le asigna un claro propósito. Describe el aspecto estético del arte como «sin consecuencias». El arte sólo se vuelve relevante cuando no es l’art pour l’art, sino «l’art pour le roi» o «pour l’eglise». Por lo tanto, solo puede cumplir su propósito si se comporta de manera «servidora». En su forma más elevada vive como un «espléndido parásito de la dominación» que practica la «obediencia, en la escucha». Por el contrario, la tercera etapa de la historia del arte es la de la progresiva desestabilización y el desorden que conlleva la «democratización» del arte y en la que Picasso tiene un papel fundamental. Desde la perspectiva de la falta de logos, Gehlen despliega la historia del arte como la historia de la respectiva «solución» a su «problema» fundamental. Tiene éxito en la sociedad feudal al estar disponible para grandes actuaciones heroico-históricas, en el Renacimiento al centrarse en las ciencias matemático-geométricas, y en la era burguesa finalmente por la mimesis realistamente correcta del mundo cotidiano de las cosas. Pero en la «sociedad industrial posburguesa» de la modernidad, las posibilidades de «anclaje» se evaporan. La fotografía resuelve la tarea de representar mejor la realidad, la ciencia se vuelve menos gráfica y, por lo tanto, inaccesible a la imaginación artística, la naturaleza ya no forma el entorno natural del hombre y, finalmente, la «democratización imparable» deja «vacía» la función representativa del arte. El artista liberado sin ningún «freno externo» sigue siendo sólo el camino hacia el interior de su subjetividad. El principal testigo de este giro es la abstracción, que expulsa la última referencia a la realidad, la representación de objetos reconocibles, y pierde así el «hilo rojo de la lógica pictórica». Sin anclarse en la racionalidad conceptual, el cuadro es devuelto a la forma pura, es decir, a la estética que no tiene finalidad ni consecuencias. No queda nada de ella «que se pueda traducir en moralidad, educación, servicio al pueblo o cosmovisión».
Con esto, el arte moderno ha perdido su derecho a existir. Abordando la posible objeción de cómo debe entenderse el interés continuo, incluso creciente, del público por el arte, Gehlen explica que esto también podría aplicarse a lo que ya está muerto, que es la diferencia entre naturaleza y cultura: «Aparentemente muerto es un ser biológico, una categoría cultural pseudo-viviente». Al definir el arte como algo controlado externamente, a través del cual primero logra significado y propósito, Gehlen le niega toda libertad y autonomía, así como toda expresividad o emotividad. Se equiparan formas artísticas de expresión, subjetividad e irracionalidad. Gehlen puede así describir un arte como «vacío de significado» y «muerto» que, como supuestamente el modernismo, está dedicado a la pura subjetividad.
En esta narrativa gehleniana acerca del arte moderno, Picasso y el cubismo ocupan un lugar central porque son la bisagra principal, el paso que abre el camino hacia la muerte del arte medio siglo más tarde. Picasso es el artista más citado por el autor en Zeit-Bilder, más que Klee, Kandinsky o Mondrian, por haber sido el primero en abolir la idea de mimesis en la pintura. Esta operación es la que abre la puerta a lo que culminaría en la Documenta de Kassel de 1972 –«la más sórdida exposición nunca vista» (1994: 350), según la califica– que fue precedida de una muy agresiva polémica en la televisión entre Gehlen y Josef Beuys4.
El último filósofo de este grupo de conservadores al que me referiré es el filósofo francés Roger Callois (1913-1978), conocido intelectual francés que en los años treinta se incorporó al movimiento surrealista parisino, cofundador con Bataille y Leiris del Collège de Sociologie, editor y traductor al francés de Borges, Carpentier, Mistral y otros escritores latinoamericanos, y alto funcionario de la Unesco en la última etapa de su vida. Callois, que había tratado a Picasso, siempre estuvo interesado por el lado irracional de la existencia humana y por lo imaginario, y después de la guerra hizo un camino progresivo hacia el conservadurismo que lo llevó a la publicación de un interesante artículo que lleva el significativo título de «Picasso, el liquidador» (1975). El texto empieza con la afirmación de que «tras la ruptura de Picasso con el arte de pintar, la pintura, si no el arte, no se ha recuperado». Por supuesto no es Picasso el único responsable de ello, pero para Callois la obra de Picasso «ofrece la ilustración más significativa» del fenómeno. En sus propias palabras, «Picasso, a quien una vez más he considerado aquí sólo como un síntoma. No lo veo como un sembrador pródigo de las semillas del futuro, sino como el liquidador astuto y sardónico de una empresa centenaria que previó, como las ratas que abandonan el barco, la disolución que se avecinaba y que aceleró, con sus especulaciones lúcidas, la declaración de quiebra». En efecto, apoyándose en las reflexiones de André Malraux en su libro La tête d’obsidienne, Callois argumenta que la belleza, que había dominado la tradición pictórica, es substituida por un nuevo englobant –un concepto compartido dominante– del que la obra de Picasso sería paradigma. El verdadero englobant de toda la vida, sin embargo, había sido «el sentimiento de lo sagrado», justamente lo ausente de la obra de Picasso, el gran liquidador de aquello que religaba los seres humanos. Callois acaba formulando su esperanza de que el arte autónomo, como el picassiano, «no sea más que un paréntesis, una suerte de modo en la historia de la humanidad». En su lectura de Picasso como «síntoma» del estado de la cultura Callois coindide con otros intelectuales conservadores de la fecha como el sociólogo norteamericano Daniel Bell, quien en su reconocido libro Las contradicciones culturales del capitalismo aparecido en 1976 también lamenta el desorden social, político y cultural de las sociedades democráticas secularizadas de la postguerra caracterizadas por el fin de las ideologías que Bell mismo ya había anunciado en otro célebre libro en 1960.
Callois fue un conservador en su etapa madura, pero, al igual que Gehlen, apreciaba la obra picassiana. Nos equivocaríamos completamente si les confundiéramos con los que despreciaban a Picasso. Lo que lamentaban es la lógica cultural de la que la obra picassiana era síntoma. Los cuatro pensadores a los que me he referido sumariamente en este apartado solo son algunos de los más representativos. Y todos ellos manifiestan un respeto por la obra de Picasso
Formalistas y analíticos
El tercer grupo sería el formado por aquellos pensadores y pensadoras que, dejando a un lado las dimensiones políticas de la vida y la obra de Picasso, han afrontado sobre todo su obra desde el punto de vista de la innovación formal, de su dimensión semiótica y hermenéutica, y de las novedades en el lenguaje pictórico que implicaron los diversos estilos que desarrolló y los medios que empleó. El problema filosófico fundamental que abordan la mayoría es, pues, el de la representación en la época de su crisis, no solo en las artes, sino también en las ciencias. La mayoría de estos pensadores y teóricos tiene un ancestro común en Immanuel Kant y su intuición filosófica de que siempre tenemos esquemas y conceptos a priori con los que construimos la experiencia y nos representamos el mundo y lo interpretamos. En este grupo encontraríamos, para empezar y como primer nombre a Daniel-Henry Kahnweiler. Quizás pueda sorprender que mencione a este nombre bien conocido como marchante y propagandista del cubismo y de las vanguardias francesas. Sin duda, Kahnweiler no era un profesor universitario ni un filósofo profesional, pero tenía una importante formación filosófica y su discurso sobre el arte estuvo fuertemente informado por posiciones neokantianas que había estudiado en sus años de formación en Frankfurt, París y Londres, y que nunca dejó de ampliar con continuas lecturas de filosofía y teoría e historia del arte hasta el final de su vida. Puede comprobarse eso en su texto de 1915 Der Gegenstand der Aesthetik [El objeto de la estética], o en el de 1917 Die Reformation und die Kunst [La Reforma y el arte] (1974), así como en otros textos bien conocidos como Der Weg zum Kubismus [El camino al cubismo] o su monografía sobre Juan Gris.
De la primera mitad del siglo XX seguramente habría que citar aquí a los más notables formalistas, esto es, a Clive Bell (1881-1964) y a Roger Fry (1866-1934). Aunque no fueran filósofos sino críticos de arte, sus contribuciones a la filosofía formalista del arte fueron muy importantes. Algo parecido puede decirse de un psicólogo del arte como Rudolf Arnheim (1904-2007). Además de apreciar a Picasso porque su obra plantea manifiestamente los problemas de la percepción del arte, como se puede constatar por la presencia reiterada del nombre e imágenes de Picasso en su obra más conocida (1974), Arnheim llegó a escribir un libro sobre la génesis del Guernica (1962), un trabajo que empieza citando a Kant y continua con Platón y Heidegger. Pero no me voy a entretener en estos teóricos dado que no eran filósofos a pesar de que sus escritos están impregnados de filosofía de ascendencia kantiana.
Pasemos a los grandes herederos de la filosofía kantiana en el siglo XX, esto es, a los filósofos analíticos. El británico Richard Wolheim (1923-2003), pionero de la filosofía del arte analítica con su libro de 1968 Art and its Objects [El arte y sus objetos], publicó en 1987 su gran obra sobre la filosofía de la pintura Painting as Art. The Mellon Lectures [La pintura como arte. Las conferencias Mellon]. Wollheim fue un pensador singular, familiarizado con el mundo del arte de su tiempo, amigo de David Hockney, Ron Kitaj, Frank Auerbach y Lucian Freud, profesor de lógica y filosofía de la mente en la University College de Londres, y acérrimo defensor del socialismo. Se le conoce también por ser el creador de la expresión «arte minimalista» en 1965. En su gran obra sobre la pintura como arte concede a la obra de Picasso un lugar muy destacado, aun cuando su pintor de referencia era Poussin. Picasso es puesto, en primer lugar, como paradigma de uno de los modos en los que «el contenido o significado de una pintura puede ser reforzado o aumentado». Uno muy típico es la textualidad, es decir, que un texto entre en una pintura como es típico en las obras de Poussin. El modo preferido de Picasso no es la textualidad, si no el préstamo. Picasso tomó prestados temas de los grandes pintores que le precedieron, de Cranach, del Greco, de Velázquez, de Delacroix, de Courbet, de Manet, y además no lo hizo como es más frecuente en su juventud, sino en su vejez. De algún modo el viejo Picasso necesitó intentar ir más allá del punto en el que se detuvieron grandes artistas que le precedieron. Para ello Wollheim toma el caso de las variaciones sobre Le déjuner sur l’herbe de Manet que Picasso pintó y dibujó en Vauvenargues entre agosto de 1959 y agosto de 1961. La identificación con Manet la realiza Picasso mediante radicales transformaciones de la composición (1987: cap. IV).
En segundo lugar, Wollheim establece una distinción entre el significado primario y el significado secundario de las pinturas (1987: cap. V). Ambos significados derivan de su modo de producción, pero el significado secundario se distingue porque deriva de lo que significa para el artista producirla o el acto de producirla. Wolheim muestra esta diferencia con un extenso análisis de la obra de Ingres, pero también elige a Picasso como ejemplo de artista moderno, quizás también porque Picasso siempre se sintió implicado en una especie de complicidad con Ingres. El enfoque del discurso estético de Wollheim es de carácter psicoanalítico. En las veinticuatro variaciones sobre Rafael y La Fornarina realizadas en 1968, Picasso establece una ecuación entre pintar a la modelo y poseerla. Y lo hace a través de un término medio: echándole pintura encima. Pintar a la modelo es como echarle pintura encima, igual que poseerla. Si hay algo claro en esta serie, sostiene Wollheim, es que en el caso de Picasso buena parte de la sobrevaloración de la pintura se confunde con su sobrevaloración de la mirada, de la mirada sexualizada del varón. Wollheim realiza un recorrido por la evolución de esa mirada masculina en la obra picassiana que en sus últimos años deja de ser patrimonio exclusivo del varón, de modo que cobra un nuevo estatuto basado en la reciprocidad en obras como El abrazo de 1969, El beso también de 1969 o La familia de 1970.
En 1981 Arthur Danto (1924-2013) publica su importante obra La transfiguración del lugar común (1981), la cristalización de una idea filosófica cuya epifanía se remontaba a 1964, cuando Andy Warhol inauguró la exposición de sus Brillo Box en la Stable Gallery de Nueva York y que Danto, profesor en la Universidad de Columbia, había visitado. Las Billo Box eran una colección de noventa cajas resultado de la apropiación de un diseño gráfico comercial de unas cajas de pastillas de jabón para limpiar baterías de cocina de aluminio, un diseño de James Harvey. Entonces no había legislación protectora de los derechos de autor de imágenes y Warhol pudo estar apropiándose de toda suerte de diseños sin pagar ninguna parte de sus importantes beneficios a los autores originales. La revelación que tuvo Danto ante las cajas fue que visualmente resultaban indistinguibles, aunque unas eran cajas de cartón comerciales y las de Warhol eran obras de arte. Por consiguientes, al menos en estas nuevas formas de arte y, por ende, quizás en toda forma de arte, lo que hace que un objeto sea una obra de arte y no un mero objeto ordinario no depende de sus cualidades estéticas, sino que reside en otro aspecto. El término teológico de transfiguración alude al fenómeno por el que cosas comunes se pueden convertir en arte. De hecho, para Danto Picasso fue un artista fundamental en la historia del arte moderno desde el momento que, en su periodo cubista, empezó a incorporar en sus collages fragmentos de periódico, billetes de tranvía, trozos de papel pintado, etc. Y en su etapa tardía convirtiendo en esculturas piezas de una bicicleta o trozos de madera en pájaros. En su libro de 1981, sin embargo, Picasso es utilizado por Danto para un experimento mental y no como un caso real. Los razonamientos modales de tipo contrafáctico son muy utilizados en filosofía –y en la física contemporánea– para esclarecer problemas teóricos, como Descartes con su genio maligno. Dante propone imaginar que el Picasso tardío hubiera encontrado alguna de sus viejas corbatas que había dejado de usar muchos años atrás y que la hubiera pintado cuidadosamente de azul. Tendríamos, así, una obra del último Picasso (La cravate) expuesta junto a otras obras del maestro, y escuchamos a un padre contemplando la pieza y diciendo que esto también podría hacerlo su hijo. Así que imaginemos que un niño coge una corbata de su padre y, para hacerla más bonita según dice, la cubre con pintura azul y extiende dicha pintura de la marca Sapolin de la forma más uniforme posible. El resultado es un objeto indiscernible de la obra de Picasso, pero la cuestión filosófica es por qué la obra del niño no es una obra de arte y la otra una creación del genio más grande del arte moderno. La respuesta de Danto era que ver algo como una obra de arte depende de que se halle insertado en el mundo del arte, y en particular en un entorno de teoría artística, de conocimiento de la historia del arte y que encarne un significado. Nada es una obra de arte sin una interpretación que la constituya como tal (1981: 135).
Danto, por otra parte, desarrolló una muy notable carrera de crítico de arte durante los últimos veinticinco años de su vida y dedicó varias críticas a exposiciones de Picasso. En particular, cabe destacar sus críticas «Braque, Picasso, and Early Cubism» de 1989, «Picasso’s Still Lifes» de 19925, «Picasso y el retrato» de 1996 (2003: 263-270), o «Picasso Érotique» de 2001 (2005: 117-124). Todas estas críticas están impregnadas del saber filosófico del autor y de sus conocimientos de la historia del arte. En ellas es capaz de establecer analogías originales, por ejemplo, entre Bertrand Russell y Picasso, que a cualquier crítico o historiador de arte jamás se le hubieran ocurrido. Pero en conjunto no se trata de piezas de filosofía del arte que aporten verdaderas ideas nuevas. El artista de Danto no fue Picasso sino Warhol.
Otro filósofo importante de la tradición analítica anglosajona, también especialista en la filosofía del arte, teórico del lenguaje de las artes, fue Nelson Goodman (1906-1998), profesor en los mejores años de la filosofía en Harvard y amigo de Quine. Un enfant terrible de la corriente analítica que defendía que el arte es una forma de conocimiento al lado de la ciencia, y defensor del irrealismo opuesto radicalmente al positivismo y el empirismo compartido por la corriente dominante del análisis filosófico hasta anteayer. Además, Goodman era propietario de una galería de arte en Boston y su despacho en la universidad era el único blindado porque contenía numerosas obras de arte. Conocido al principio por sus teorías sobre la inducción, su análisis de los condicionales contrafácticos, su defensa del nominalismo y del pluralismo epistemológico, publicó en 1968 un libro traducido a todas las lenguas, Los lenguajes del arte, que sigue siendo hoy una obra fundamental para entender los modos de la referencia en las artes. Goodman no tuvo nunca ningún artista preferente, pero tras un viaje a Barcelona en el año 1971 y visitar el Museo Picasso de la ciudad, la contemplación de la serie picassiana sobre Las meninas de Velázquez le descubrió un problema filosófico. «Variation on Variation, or Picasso back to Bach» es el resultado de sus reflexiones sobre el tema (1988: 66-82). Picasso utilizó muy a menudo distintas fórmulas de arte seriado, desde las tiras narrativas parecidas a los cómics, los libros ilustrados y las variaciones sobre obras de artistas del pasado. Sobre todo, en el último tramo de su vida encontramos muchos ejemplos de este último género. Por ejemplo, variaciones sobre Le déjeuner sur l’herbe de Manet o variaciones sobre Velázquez, como las variaciones sobre Las meninas a las que Goodman dedica sus reflexiones. La idea de Goodman es comparar las variaciones pictóricas con las variaciones musicales, que son el origen de este término matemático aplicado las artes. Las obras musicales se componen habitualmente de una partitura más la ejecución de la misma. Cualquier ejecución de una determinada pieza es la misma pieza y no una variación sobre esa pieza. Las variaciones son otra cosa. Goodman propone no enredarse en la cuestión de qué sea una variación exactamente y aplicar el mismo enfoque pragmático que empleó en su filosofía del arte, a saber: dejar a un lado la cuestión de qué es arte y substituirla por la cuestión de cuándo hay arte. Así, su reflexión se centra en intentar averiguar en qué condiciones tenemos una variación. Aquí se plantea entonces el problema de la referencia de una variación. En el caso de una variación musical tenemos que la variación no es exclusivamente denotativa ni exclusivamente ejemplificacional. Una variación debe ser similar a su tema en algunos aspectos y diferente en otros. Pero no basta con tener características compartidas y contrastantes. De lo contrario, cada pasaje sería una variación de los demás. Un pasaje no califica como una variación, sostiene Goodman, a menos que se refiera al tema a través de la ejemplificación de ambos tipos de características. La variación, entonces, es una forma de referencia indirecta. En el ámbito pictórico, Goodman consideraba las variaciones sobre Las meninas las más impresionantes de la historia del arte (1988: 76), y en su artículo aborda el problema de la ordenación de las piezas proponiendo un listado específico a partir de la tesis que la serie trata de pintar la pintura y las variaciones tienen una función cognitiva, es decir, funcionan como un ensayo sobre la obra velazqueña. Cada variación es una interpretación del tema, que de algún modo se enriquecen mutuamente y pierden cuando se aíslan una de otras.
Un extraño lugar en la panorámica que vengo trazando es la que ocupa Michel Foucault a quien pareciera que debería situar en el primer grupo de filósofos progresistas. Sin embargo, Foucault, cuyo pensamiento crítico también era de ascendencia kantiana, nunca se interesó específicamente por Picasso. No obstante, tras la publicación de Las palabras y las cosas que contenía su célebre interpretación de Las meninas velazqueñas, en 1970 Foucault aceptó la propuesta de Guy de Chambure de participar en la escritura para galería Maeght de un guion para un documental sobre la serie picassiana de Las meninas. El documental no llegó a rodarse por problemas jurídicos y técnicos y el guion de Foucault se quedó entre sus papeles póstumos hasta que en 2011 se publicó el texto original mecanografiado en un número de Cahiers de l’Herne dedicado a Foucault (2011). En dicho (pre)guion cinematográfico de Las meninas de Picasso, Foucault despliega su reflexión jugando con el macroplano y el microplano. Este último pivota en torno al óleo El pianista (catálogo del MPB 70.472), y desde él genera la comprensión de la totalidad de la serie. Lo que en ella ha sido designado como un pianista, para Foucault se convierte en un bailarín anónimo, sin cara, pero con un movimiento que determinará la mirada hacia el conjunto.
No quiero terminar esta panorámica de los filósofos que se han interesado por Picasso más por el lado epistémico en vez del normativo sin mencionar a las únicas mujeres que lo han intentado en serio, me refiero, en primer lugar, a la crítica de arte Rosalind Kraus, cuya obra tiene una fuerte componente filosófica y que en alguno de sus textos sobre Picasso hace un profundo análisis acerca de la naturaleza y función del signo pictórico (1999: especialmente 25-85). En segundo lugar, hay que mencionar a la filósofa y escritora francesa Florence de Méredieu (1944- ), autora de todo un libro sobre Kant y Picasso-El burdel filosófico (2000). Se trata de una obra con un título falsamente problemático que es «bastante» fácil de leer, incluso para los no filósofos y no especialistas de Kant, ya que trata temas universales: belleza, fealdad, placer y asco, significado erótico, forma, color, pastiche, arte y mercancías negros, etc. Cuestiones todas ellas que Emmanuel Kant ya abordaba en la época de la Ilustración, que Cézanne retomó (en parte) solo en el siglo XIX y que Picasso, este monstruo de la pintura, trabajará incesantemente cuestionando constantemente su obra. Este libro es el resultado de un curso en la Sorbona. La autora sostiene que tuvo el gran placer de enfrentarse a estos dos grandes maestros de la forma y del «placer estético», Kant y Picasso, y formulaba la esperanza de que el lector experimente hoy la misma satisfacción al leer y descifrar estos dos universos, poblados de formas, números, cristales y una multitud de personajes ahora «históricos» (Rafael, Guernica, Las Meninas, Gertrude Stein, etc.).
Lecturas de género
Por último, tenemos a un grupo de pensadores y pensadoras preocupados por las cuestiones de género que han encontrado en Picasso recientemente un motivo para sus reflexiones. Dicho grupo tiene seguramente como pionero al historiador del arte Robert Lubar (1997), y tiene un continuador actual en el también historiador del arte Eugenio Carmona, quienes, aunque no son filósofos profesionales, su interpretación de la obra picassiana está impregnada de pensamiento filosófico dedicado ante todo a poner de relieve las ambigüedades de la identidad picassiana, tanto en su vida como en su obra. Además de estos pensadores, el grupo que se distingue por la cuestión del género está constituido por filósofas feministas que han visto en la vida y en la obra de Picasso un paradigma de la cultura patriarcal y del dominio de ésta en la historia del arte, la museología y la curadoría. Sin duda, el movimiento #MeeToo está jugando un papel importante en la aparición de estas nuevas lecturas filosóficas de inspiración feminista y seguramente es pronto para hablar de ellas con un poco de objetividad. La filosofía, como he dicho más arriba, es normalmente tardona respecto a los eventos de cada presente, pero acaba enfrentándose a lo que pasa, a ser, como sostenía Foucault, ontología del presente y no solo analítica de la verdad. La figura de Picasso ha sido tratada en los últimos cien años como una encarnación de Fausto, un Don Juan, un Minotauro; ahora le ha tocado ser el Macho, el gran Cabrón misógino, maltratador, sexista, encarnación de la cultura de la violación, y su obra paradigma de la estetización de la violencia contra las mujeres. Ahora todas sus mujeres fueron sus víctimas y no sus musas. Estos discursos vienen difundiéndose en los últimos años y han adquirido fuerza en el año del cincuentenario de su fallecimiento. En medio de la algarabía actual, sin embargo, hay verdaderos problemas filosóficos normativos y epistémicos como la posibilidad de separar la vida y la obra del artista o la estetización de la violación y la violencia, que no habían sido abordados seriamente hasta ahora que nuestra sensibilidad ha cambiado. No se trata de que sean nuevos problemas filosóficos. Los conocemos desde antiguo, solo que no se habían planteado desde la nueva óptica y sensibilidad del feminismo contemporáneo. Los Weinstein no existían, pero ahora ha asociado a Picasso con Weinstein. Podemos esperar que en estos próximos años aparezcan serias reflexiones sobre todas estas cuestiones. Las más recientes lecturas ginocéntricas son un ejemplo inspirador de ello. Se entiende por lectura ginocéntrica de la obra de Picasso la que renueva el relato picassiano otorgando agencia a todas las mujeres que intervinieron en sus procesos creativos: mujeres de su família (muy especialmente Lola, su hermana, y María, su madre), mujeres amigas (de modo determinante Gertrude Stein) y mujeres que fueron su pareja. Esta lectura fue propuesta por Jèssica Jaques durante el curso 2021-2022 del Doctorado Picasso6, y presentada en la Fundación Botín en marzo de 20237. Es también el enfoque del artículo de esta autora en «Lo driádico: el matriarcado de Gósol y la iconografía de la mujer fuerte en la obra de Picasso» (2023).
Notas
1 Para lo primero no conozco ningún trabajo sistemático, aunque son interesantes los textos de Leo Steinberg (2022), especialmente, el artículo «The Philosophical Brothel», o los de Rosalind Krauss (1981) y (1999). Para lo segundo, véase, por ejemplo, la útil edición de Bernadac y Michel (1998) sobre las ideas estéticas de Picasso.
2 También especialmente en el texto «Sobre la relación entre pintura y música hoy en día», id., pp. 146-154.
3 Esto es lo que dice en «Zeit-Bilder»: «Ningún poder que se sienta llamado a gobernar en un sentido decidido puede prescindir de la conciencia humana, y la definitiva pertinencia de su empeño se expresa en el hecho de que determina completamente esta conciencia, es decir, hasta sus intuiciones. Lo que, visto desde el punto de vista del individuo, aparece como el soporte externo del ser interior, se presenta como representación desde el punto de vista de las instituciones; pues éstas toman cuerpo en símbolos visibles y poderosos en el ámbito de la existencia, símbolos entre los cuales las artes siempre han ocupado un alto rango», p. 45.
4 https://www.youtube.com/watch?v=2VLsaY4KGYs.
5 Ambas en 1994: 17-23 y 274-280 respectivamente.
6 https://museupicassobcn.cat/es/doctorado-picasso-programa-2021-2022.
7 https://www.centrobotin.org/actividad/lecturas-ginocentricas-de-la-obra-de-picasso-a-cargo-de-jessica-jaques-pi/.
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