Rembrandt/Picasso

María Dolores Jiménez-Blanco

Universidad Complutense de Madrid

dolores.jimenezblanco@ghis.ucm.es

Resumen: Picasso se aproxima la obra de Rembrandt a partir de los años treinta y en ella encuentra respuesta a muchas de sus propias obsesiones, que pueden resumirse en dos: experimentación artística y exploración de la naturaleza humana mediante la imagen. Este artículo repasa algunos de los episodios de esa aproximación, que se inscribe en la continua relación de Picasso con el arte del pasado.

Palabras clave: Picasso; Rembrandt; Grabado; Pasado; Deseo; Muerte.

Rembrandt/Picasso

Abstract: When Picasso approaches Rembrandt’s work in the 1930s he finds answers to many of his personal obsessions that can be reduced to two: artistic experimentation and exploration of human nature through images. This article reviews some of the episodes of this connection that can be inscribed in Picasso’s continual relation with art of the past.

Keywords: Picasso; Rembrandt; Engraving; Past; Desire; Death.

I

¿Innovador o historicista? ¿Clásico o romántico? Como tantos otros dilemas, también estos dejan de tener sentido cuando se aplican a Picasso (Pablo Ruiz Picasso, Málaga, 1881-Mougins, 1973), cuya aportación principal quizá sea la síntesis, la fusión de realidades y conceptos aparentemente contradictorios –algunos de ellos, difícilmente compatibles con la sensibilidad actual–. La relación de su figura y de algunas de sus obras con las del pintor y grabador holandés Rembrandt (Rembrandt Harmenszoon van Rijn, Leiden, 1606-Amsterdam, 1969), no planteada como antagonismo sino como acercamiento, aporta información sobre esta cualidad y ayuda a entender la complejidad de una figura que se resiste a todas las categorizaciones.

Delacroix, Ingres o Manet miraron al pasado para legitimar sus apuestas, y la posición de Picasso, que contempló y versionó selectivamente a estos (y a otros) predecesores, le convertiría en un eslabón más en la cadena de historicismos. Sin embargo, su actitud frente al pasado difiere de la de sus predecesores. Además de un factor legitimador o un inmenso catálogo de temas y formas, el pasado supone en su caso sobre todo un desafío que, disfrazado bajo una actitud distante, irónica, incluso irreverente, le enfrenta a los artistas que más admiraba, casi siempre europeos. Picasso realizó series de variaciones sobre obras de maestros de las tradiciones francesa, italiana, alemana y española, un trabajo al que dedicó gran parte de su esfuerzo en las últimas décadas. Pero Rembrandt llegó a obsesionarle en su etapa final. Es entonces cuando el paralelismo entre ambos artistas se centra sobre todo en su constatación, intuitiva y atemorizada, de la finitud de la vida, de la fisicidad de los cuerpos y de su propia vulnerabilidad.

En un artículo titulado «El fantasma de Rembrandt» Simon Schama afirma (2007) que es la necesidad de Picasso de equilibrar sus instintos iconoclastas con su compulsión historicista la que le hace explorar asuntos, en definitiva, tan típicos de la modernidad como el carácter auto-reflexivo del arte, y menciona una serie de tensiones que se resumen en binomios como ruptura-continuidad, creador-espectador, pasado-presente, o unidad-multiplicidad, todos ellos también inseparables de las preocupaciones propias del arte del siglo XX. En realidad, viene a decir Schama, los términos de estas tensiones dialécticas que articulan la relación de Picasso con la historia llegan a alterarse con el tiempo hasta situarle en el lado opuesto al que inicialmente ocupaba. Porque si originalmente Picasso se enfrentaba al pasado situándose en el lado de la ruptura, del espectador del inmenso espectáculo de la historia y de su multiplicidad desde el lado del presente, cuando se contempla desde la actualidad Picasso pasa de ser observador a ser observado, su presente ya es historia y el tiempo ha hecho que sus bodegones cubistas, sus retratos, sus desnudos o sus variadísimas formas de entender la escultura hayan adquirido la dignidad de clásicos, la misma que las grandes obras renacentista, barrocas, neoclásicas o románticas en las que él se miró a lo largo de su vida.

De entre todas las series de variaciones de Picasso, quizá sea la dedicada a Las meninas en 1957 la más conocida. Pero si Las meninas fue la obra concreta y singular que más centró su mitómano interés por el pasado, el artista que más pareció perseguirle como un fantasma, y lo sabían especialmente bien quienes más le conocieron, no fue Velázquez, sino Rembrandt, como apunta el título del artículo de Simon Schama (2007): el fantasma de Rembrandt fue una sombra que siempre le acompañó. Hélène Parmelin cuenta en su libro sobre Picasso que este decía que:

[…] cuando [un artista está pintando], todos los pintores están con él en el taller. O mejor dicho, detrás de él. Y le miran […]. Los de ayer y los de hoy […]. Su presencia puramente es la de la pintura, tanto la de ayer como la de hoy... Un pintor solitario jamás está solo (1968: 37-38).

Pero en el caso de Rembrandt además de la compañía había otros factores. En primer lugar había, obviamente, un componente de rivalidad. Así lo demuestra el hecho de que, para mortificarle años después de su tormentosa separación, su ex-mujer la bailarina rusa Olga Koklova le siguiera enviando de vez en cuando postales con reproducciones de obras de Rembrandt en las que ponía: «si fueses como él, serías un gran artista», lo que al parecer irritaba e inquietaba enormemente a Picasso porque reconocía la dificultad de superarle. En algún momento, como recoge Françoise Gilot en su libro de memorias, Picasso afirmó: «Todos los pintores se creen Rembrandt…Todos se hacen falsas ilusiones» (1959: 81)1. En segundo lugar, la confrontación de Picasso con Rembrandt tiene también, y me atrevería a decir que sobre todo, un sentimiento de cercanía, de afinidad. De hecho, si observamos detenidamente las trayectorias de ambos artistas, son muchos los rasgos compartidos por Rembrandt y Picasso. En el catálogo de la exposición Rembrandt. Pintor de Historias, celebrada en el Museo del Prado en 2008-2009, Alejandro Vergara, su comisario, apunta en esa dirección al escribir lo siguiente:

[…] Rembrandt se muestra como un pintor reverente e irreverente al mismo tiempo, que conoce bien la tradición artística europea y que se nutre de ella, pero que al mismo tiempo pretende siempre ser un pintor original (2008: 17-57).

En algún otro lugar de su texto, escribe también:

[…] Rembrandt supo aprovechar la libertad que le concedió esta nueva forma de entender la práctica artística [se refiere a la posibilidad de modificar el diseño de la obra a medida que se trabaja en ella]: a juzgar por sus cuadros, se sentía cómodo iniciando el proceso de creación de una obra con ideas apenas esbozadas en su mente, avanzando gradualmente desde una imagen inicial hacia la solución final.

Muy relacionado con lo que acabo de citar estaría este otro párrafo:

[…] La conciencia de lo pictórico es un ingrediente importante en la obra de Rembrandt […]. El arte de Rembrandt, como el de Tiziano antes que él y el de Velázquez de forma casi contemporánea, alumbra nuestra conciencia de la propia naturaleza del arte de la pintura. Este gusto por lo que la pintura tiene de material y de factura nunca se disocia, en esos artistas, del contenido de los cuadros: el pintor, al querer transmitir intensamente, acaba fijándose en los medios que usa para comunicarse y nos convierte en cómplices de ese esfuerzo.

Y acerca de la colaboración de los jóvenes pintores Rembrandt y Lievens en la década de 1620 afirma:

[…] desde la distancia, las obras tempranas de estos artistas son sumamente parecidas y se confunden […] en algunos inventarios contemporáneos […]. La impresión que causan los cuadros de Rembrandt y Lievens en estos años […] es que ambos jóvenes compartían una aproximación experimental hacia el arte de la pintura que –como si de una premonición de la relación entre Picasso y Braque se tratase– formaban parte de una misma cordada, ayudando el uno a los progresos del otro, que a su vez hacía posibles los avances del primero.

Por último, en el mismo texto recuerda Vergara que Rembrandt no fue a Roma, aunque ello no le impidió conocer los avances del centro más importante del panorama internacional de la pintura de su tiempo. Curiosamente, tanto Rembrandt, con su traslado de Leiden a Amsterdam en 1630, como Picasso con el suyo de Barcelona a París en 1904, apostaron por situarse en el lugar donde estaban las mejores posibilidades de mercado y donde parecían abrirse nuevos campos al arte, pero más allá de eso renunciaron a realizar el viaje a las verdaderas metrópolis artísticas de su tiempo.

De los fragmentos citados del texto de Alejandro Vergara se deducen los siguientes conceptos coincidentes entre las figuras de Rembrandt y Picasso: una ambigua y constante relación con el pasado, pero siempre afirmando la propia originalidad; un sentido experimental de la pintura, que parece anticipar la idea de improvisación; una clara consciencia de lo pictórico; una colaboración juvenil con otro artista produciendo grandes avances en la historia de la pintura; una ausencia del viaje al nuevo centro artístico (que en el caso del Picasso posterior a las dos guerras mundiales sería Nueva York) que no impide un conocimiento puntual de las novedades artísticas de su época. Alejandro Vergara añade también otras ideas importantes desde el punto de vista historiográfico, como la distorsión que sufre la comprensión de la obra de Rembrandt por verse siempre interpretada desde parámetros biográficos. Algo que, como se sabe, ha sucedido también con la obra de Picasso. Aunque es cierto que en ambos casos es difícil separar pintura y vida, no es menos cierto que en la consideración de la obra de los dos pintores, efectivamente, pesa lo que sabemos de sus relaciones personales o de los vaivenes de su fortuna crítica –en un sentido tan negativo como positivo–. Algo que, además, varía de forma notable en función de los valores sociales, políticos, y muy especialmente éticos y de género de quien, cuando y donde se emite el juicio. En resumen: rasgos esenciales de la figura de Rembrandt y de su apreciación posterior podrían describir igualmente a lo sucedido con Picasso. Y podría señalarse un paralelismo más: su creciente deseo de penetrar en lo humano, especialmente visible en el Picasso final –el más cercano, como ya se ha dicho, a la obra de Rembrandt–.

II

Es posible trazar un recorrido por el conjunto de la trayectoria de Picasso que revele episodios clave en relación con el maestro holandés, aunque hay que señalar dos momentos en los que la conexión se hace especialmente visible. El primero se produce entre 1933 y 1936, cuando Picasso realiza la serie de grabados que conocemos como Suite Vollard. A partir de ese momento la obra de Rembrandt se convierte en una fuente a la que Picasso recurre de manera intermitente. El segundo se produce ya a mediados de los sesenta y hasta el final de su vida, cuando la obra de Rembrandt, pero también la propia figura del artista holandés –su fantasma, como decía Schama– se convierten en el centro de una obsesiva exploración. Sabemos que los estantes de su estudio en Mougins, la última casa de Picasso en el Sur de Francia, estaban llenos de libros sobre Rembrandt, incluyendo el célebre catálogo de dibujos editado por Otto Benesch, y que Picasso, siempre ansioso por medirse con los grandes para su admisión en el Panteón, hablaba constantemente de Rembrandt, según refiere Pierre Cabanne.

No es casual que la figura de Rembrandt sea invocada por Picasso por primera vez cuando se tiene que enfrentar a un gran proyecto en el campo de la estampación, en el que Rembrandt había creado verdaderas obras maestras, referencias ineludibles para todo grabador posterior. Dos cualidades de los grabados de Rembrandt debieron resultar especialmente atractivas, y servirían para crear una especie de camaradería entre los dos artistas separados por varios siglos: la primera sería la libertad experimental que Rembrandt se permitía –esbozando ideas sobre una plancha y rehaciéndolas luego, añadiendo otros dibujos, a veces relacionados y a veces no–. Era un tipo de grabado que podríamos llamar experimental que podía contener un rostro, un árbol o un ojo en una misma plancha, y que Picasso podía considerar una especie de antecedente para sus juegos de collage con fragmentos de objetos que creaban una imagen discontinua, cuyo sentido inorgánico que a veces tanto sorprendía a sus contemporáneos. La segunda tiene que ver con la relación que Picasso intuía entre Rembrandt y sus modelos, a las que convertía en objetos indistintamente de curiosidad estética y deseo.

En la primavera y el verano de 1933 Picasso había realizado unos aguafuertes que después se englobarían en la llamada Suite Vollard, que le ocupó realmente entre 1930 y 1937. El marchante y editor Ambroise Vollard había comprado inicialmente esas once planchas a Picasso y después le encargó una serie, en la que incluyó aquellas once, que debía extenderse hasta el número de cien planchas. Vollard no impuso ningún tema preciso, lo que explica la variedad de asuntos tratados, que abarcan desde borrachos en cabarets hasta escenas de las Metamorfosis de Ovidio, pasando por imágenes del escultor en su taller o del Minotauro. Varias de ellas sugieren fuentes rembrandtianas. La serie también incluye una enorme variedad formal, pues comprende dibujos lineales de inspiración clásica junto a otros en los que los volúmenes y las sombras se construyen mediante un denso rayado cruzado. Algunos incluso combinan estas dos modalidades, como ocurre en Escultor y modelo arrodillada mirándose en un espejo, del 8 de abril de 1933, que podríamos comparar con Anciano con la mano sobre los ojos, grabado por Rembrandt hacia 1639 [1].

Parece claro que Picasso, cuya memoria visual es tantas veces aludida, tenía en mente los aguafuertes de Rembrandt cuando estaba trabajando para la Suite Vollard. Con frecuencia, cuando se habla de su manera de citar las formas de otras obras de sus contemporáneos o del pasado se habla de apropiación, y efectivamente Picasso parece apropiarse de las formas de Rembrandt abstrayéndose de sus técnicas y de sus temas. Algo que se hace evidente si se compara el grabado picassiano Tres perfiles de Marie-Thérèse, de 31 octubre 1933, con el de Rembrandt titulado Tres cabezas de mujer, probablemente Saskia, h. 1637 [2]. La disposición de las manchas sobre el plano de la plancha, la diagonal, el hecho de que las tres formas sean cabezas de la persona que acompaña e inspira al maestro en ese momento (Marie Thérèse Walter y Saskia respectivamente), son algunas de las coincidencias más notables.

Pensando en Júpiter y Antíope, un aguafuerte, buril y punta seca de Rembrandt de 1659, Picasso parece autorretratarse en Fauno desvelando a una mujer dormida (Suite Vollard, 27. 12 junio de 1936), que con una mano levanta la sábana mientras acerca la otra a un voluptuoso pecho, y que forma parte de la Suite Vollard [3]. Rembrandt suprime todo lo que el desnudo pudiese tener de ornamental. Las dos obsesiones que ya hemos mencionado –el sentido experimental del grabado y la mirada erótica– se unen en una estampa espoleada por el azar: Rembrandt y tres cabezas de mujer [4]. El 27 de enero de 1934, mientras Picasso estaba preparando un grabado con varias imágenes del rostro de Marie-Thérèse, el barniz se cuarteó. Según el diario del marchante Daniel-Henry Kahnweiler, muy cercano a Picasso desde años atrás, el malagueño improvisó a partir de ese accidente precisamente del mismo modo que podría haber hecho Rembrandt en sus planchas de pruebas, algunas de las cuales eran una especie de antología de cabezas de Saskia, su mujer. «Me dije: está estropeada», sentenció Picasso, «así es que puedo hacer cualquier cosa con ella. Empecé a hacer rayajos. Y apareció Rembrandt. Comenzó a divertirme y continué. Hice incluso otro, con su turbante y sus pieles, y con esa mirada suya de elefante, ya sabes. Ahora estoy retocando esa plancha para conseguir negros como los suyos, pero no es fácil conseguirlos a la primera» (Asthon, ed., 1988: 165)2.

Efectivamente, aquel el garabato se convirtió en el rostro de Rembrandt. Aunque quizá no fuese exactamente el puro accidente el que hizo que apareciese Rembrandt como por ensalmo. Porque aquel grabado con los rostros de Marie-Thérèse ya recordaba a los grabados con el rostro de Saskia citados anteriormente, y probablemente Picasso tenía ya a Rembrandt en mente incluso antes de ponerse a garabatear. Lo que sí está claro es que una vez invocado Rembrandt, Picasso se sintió absolutamente identificado con él. La verdad es que el rostro de Rembrandt muestra un gesto de satisfacción que podría recordar a la del propio Picasso en muchas de sus imágenes a esta edad intermedia: tenía 53 años.

Hemos recordado antes que Picasso decía que «todos los pintores se creen Reembrandt», y es verdad que ningún otro artista ha sido tantas veces evocado como alter-ego heroico por los artistas posteriores –ni siquiera Miguel Angel o Rafael–. Muchos artistas de los últimos siglos, desde Delacroix hasta van Gogh, se han considerado en algún momento apóstoles de Rembrandt, entre otras cosas porque veían en él al primer artista que supo modelar la imagen con la luz y el color más que con la línea. Este era ya un rasgo que podría apartar a Rembrandt del clasicismo, por lo que no es extraño que fuesen los artistas de temperamento romántico quienes le adorasen como su profeta. Pero había otro rasgo tan importante o más que este (en realidad muy relacionado): lo que podríamos llamar la «integridad pictórica», en el sentido de presentar una imagen de la realidad que despreciaba los límites impuestos por el academicismo –tales como la jerarquía de los géneros, la exclusión de los temas de la vida real a favor de una visión ideal de la naturaleza– para explorar la forma material de la realidad. Rembrandt parece decirnos con sus obras que sólo la estremecedora imagen de la verdad natural, sin los condicionamientos impuestos por la idealización, podía servir a los altos objetivos del arte.

Esta visión romántica, anticlasicista, de Rembrandt ha hecho que muchos consideren algo extraña la atracción que pudo sentir por el holandés el Picasso de los años 30 justamente, recién salido de un período en el que tanto sus temas como sus formas eran una reflexión sobre la pureza y la permanencia del legado clasicista mediterráneo. Pero no hay que olvidar que el clasicismo de Picasso, que aflora de forma contundente también en la Suite Vollard, nunca fue académico ni excluyente. Picasso, personalidad dionisiaca por excelencia, era capaz de evocar los elementos de la forma ideal precisamente para socavar las pretensiones del clasicismo convencional, y reconocía en Rembrandt un antepasado de su propia inteligencia visual, tan disolvente que podía moverse libremente entre las más puras conveniencias estéticas del desnudo clásico y la más desordenada y erótica realidad del modelo desnudo. Merece la pena recordar, en ese sentido, que Rembrandt pintó por ejemplo imágenes de mujeres desnudas o medio-vestidas acercándose a una estufa para ahuyentar su frío: para ver una visión tan verazmente prosaica del desnudo había que esperar al menos al siglo XIX, quizá a alguien como Degas.

De hecho, es posible intuir que Picasso pensara en una cadena que unía su manera de entender el arte (el arte moderno) con otros artistas del pasado, especialmente Greco, Velázquez, Goya y Rembrandt. Quizá las mujeres en interior semidesnudas de Rembrandt puedan verse como un antecedente conceptual tanto de Les Demoiselles d’Avignon como de Mujeres en la Fuente, casi trescientos años después de la obra del holandés. Su sentido de la fidelidad a los sentimientos por encima de conceptos como el acabado tradicional, o su capacidad para transmitir el latido de la vida (tanto interior como exterior) de sus personajes, más allá de cualquier convención narrativa, le singularizaban en la historia del arte. Y a ojos de Picasso quizá este Rembrandt evocado, el Rembrandt inspiración es tan importante como el Rembrandt autor documentado de obras concretas. Aunque no podamos asegurar que Rembrandt fuese deliberadamente en busca de novedades formales en el sentido moderno, lo cierto es que alguien como Picasso, que había escogido de entre los artistas del pasado a Cranach, Velázquez, Delacroix o Manet como sus predecesores, no podía dejar de ver a Rembrandt como el más estimulante de todos ellos, aquel que en vez de registrar la presencia humana en retratos inmortales o, aún peor, en mortecinas réplicas de seres vivos, conseguía viveza precisamente mostrando la caducidad de todo lo carnal, la experiencia transitoria de la vida humana.

Quizá fuese eso lo que vio en cuadros como Betsabé, de 1654, que conocía de sus visitas al Louvre. Picasso pintó una serie de variaciones sobre este cuadro a finales de enero de 1960. Acababa de terminar un grupo de dibujos y pinturas sobre la figura que aparece al fondo del Déjeuner sur l’Herbre de Manet, a la que representó lavándose los pies. Con una de sus asociaciones de ideas, se acordó del cuadro de Betsabé, en cuyo ángulo inferior izquierdo aparece una inquietante figura: la esclava que está lavando los pies de la protagonista, preparándola para su encuentro con el Rey David [5]. En 1963 volvió a esta imagen en una serie de dibujos. Manteniéndose fiel a la composición del cuadro original, transformó sin embargo a la joven Betsabé, destinada a encontrarse con el rey a su pesar, en su reciente esposa, Jaqcueline Roque (se habían casado en 1961). Pero lo más llamativo es cómo enfatizó la presencia de la criada. Su interés por esta figura, que podría sorprender por cuanto el interés del cuadro parecería centrarse en la figura de Betsabé, entre deseable y doliente, había quedado de manifiesto ya algo antes, en 1955, como nos revela una conversación de nuevo con Kahnweiler (1988), en la que Picasso comparaba a Caravaggio con Rembrandt:

[Caravaggio] ve a la hija del portero, le hace un retrato y ¡ya tenemos a Baco! Pero fíjate en Rembrandt: quería pintar a Betsabé, pero la criada que le hacía de modelo le interesó mucho más, y por eso la retrató a ella.

En Betsabé muestra Rembrandt toda la quietud contemplativa y la concentración psicológica propia de su obra de este momento, que contrasta poderosamente con la aproximación más dinámica y activa de épocas anteriores. El tema del cuadro es, en realidad, el deseo sexual y sus consecuencias. El segundo libro de Samuel cuenta que el rey David observó desde su palacio a la joven Betsabé, mientras se bañaba. Le informaron que era la esposa de uno de sus soldados que se encontraba en el campo de la batalla. El rey, que la mandó llamar, mantuvo con ella relaciones sexuales. Después de mandar matar a su marido, se casó con ella. Esta historia está llena de términos contradictorios: amor-dolor o placer-muerte. También lo está el cuadro: Rembrandt nos habla del deseo de David, pero muestra también y con la misma intensidad la otra cara de la moneda: el dolor de la joven Betsabé, verdadera víctima de la historia, que, en una relación de poder absolutamente desigual y violenta, no puede negarse a la solicitud del anciano rey. En los dibujos de Picasso quizá aflore una alusión, entre melancólica e irónica, de la relación del propio Picasso, ya anciano también, con la joven Jacqueline.

De las variaciones e interpretaciones de la obra de Rembrandt que hizo Picasso a lo largo de los años se deduce que le interesaba la forma en que el maestro utilizaba los relatos bíblicos, mitológicos o históricos para destilar su visión del ser humano y su aproximación artística, que conjugaba realismo y consciencia de lo pictórico. Quizá ese fuera el motivo por el que, en 1969, una de esas escenas mitológica de Rembrandt, la Dánae de 1636 [6], atrajera otra vez a Picasso. Trataba de uno de los temas favoritos de Picasso, especialmente en su etapa final: el desnudo femenino desde la mirada del deseo, y porque contenía un elemento de ambigüedad que ya estaba presente en otras obras de mismo tema que habían aparecido en la pintura occidental desde el Renacimiento. En casi todos los ejemplos conocidos de este tema aparecen dos figuras, una joven desnuda y una anciana vestida, que reaccionan ante un hecho apenas perceptible: la entrada de Júpiter en la estancia convertido en lluvia de oro (o de luz dorada) para fecundar a la joven, que había sido encerrada por el rey, su padre, después de que un oráculo hubiese pronosticado que el monarca sería asesinado por su nieto. Esta historia, que ya había sido tratada por Picasso en un linóleo de 1962, contrapone vejez y juventud, avaricia e inocencia, y ha sido explicada tanto como un emblema de la prostitución cuanto como una prefiguración de la concepción inmaculada de la virgen María, en un juego de duplicidades que sin duda intrigarían a Picasso en su etapa final.

Pero hay que recordar que en este, como en otros casos, las variaciones sobre un tema de la pintura anterior no constituyen una serie cerrada. Por el contrario, da la impresión de que su memoria visual había registrado esta imagen, es decir, se la había apropiado, y que sale a la superficie ahora, cuando trabajaba en varias imágenes de desnudos femeninos recostados, a los que dota de algunas características de la representación de esta figura. Entre los elementos específicos de los desnudos picassianos que contienen reflejos de la Dánae de Rembrandt está la posición del cuerpo, de lado, apoyándose en el brazo izquierdo y con el derecho alzado, así como la cabeza erguida con el pelo recogido en un moño. Así la vemos en un dibujo de 6 de julio de 1969. En ocasiones aparece también una segunda figura, que puede ser desde un cupido hasta un voyeur, que ocuparía el lugar de la criada de Rembrandt, siempre como contrapunto a la presencia y el atractivo erótico de la protagonista.

El sustrato erótico está también presente en otras obras de Picasso relacionadas con Rembrandt, como Mujer desnuda con mosquetero, de 1963, o Mosquetero y desnudo sentado, de febrero-marzo de 1967, que se inspira en El hijo pródigo en la Taberna (Autorretrato con Saskia). En ambos cuadros está presente el motivo que tanto le interesaba en esa época: la relación entre el artista y su modelo, que tiene tanto de posesión artística –el pintor se hace dueño de sus formas– como de pulsión erótica. En la segunda pieza mencionada Picasso se centró en el Hijo Pródigo de Rembrandt. Después de la muerte del artista, su viuda Jacqueline explicó a André Malraux que los abundantes mosqueteros que aparecen en la obra final de Picasso no proceden del mundo de Velázquez y el Siglo de oro español, como Malraux creía, sino de Rembrandt [7]. Y en efecto, esta vez Rembrandt ya no es representado como el pintor, como en otras ocasiones, sino como un mosquetero fumando en pipa con una mujer desnuda en su regazo: como Saskia, la figura femenina tiene el cabello recogido, ojos penetrantes, cejas cortas y altas y labios cerrados. El mosquetero, con rostro dorado, como tantas otras referencias picassianas a Rembrandt, remite al tono dorado que domina la paleta del holandés. En otros cuadros posteriores relacionados con esta serie, Picasso incluye referencias a elementos concretos del original, como el sombrero con plumas, la espada o la copa.

Obras de este tipo, inspiradas en la pareja de Rembrandt y Saskia, continuaron apareciendo esporádicamente en la obra de Picasso hasta el final. Pero quizá sea en sus autorretratos finales donde más cerca se siente el aliento del artista holandés sobre el hombro del español. A lo largo de toda su trayectoria y de forma más o menos explícita, Picasso volcó su afán autorreflexivo en su obra. Es difícil, como hemos dicho, separar vida y obra de este artista, y esa dificultad se hace cada vez más patente cuando nos damos cuenta de que, en realidad, toda ella, desde el principio hasta el final, es un autorretrato. Cuando tenía 63 años le dijo a François Gilot: «Yo pinto como otras personas escriben su autobiografía. Los cuadros, terminados o no, son las páginas de mi diario…». Con todo, son muchos los autorretratos explícitos que podemos encontrar en la obra de Picasso, curiosamente sobre todo al principio y al final del trayecto. Al principio, cuando Picasso necesita afirmar su personalidad como artista, y al final, cuando necesita aferrarse a su presencia corporal en el mundo. Suele decirse que el género del retrato nace por un deseo de crear imágenes eternas que puedan dar al efigiado una vida más allá de la muerte, convirtiéndolo de este modo en inmortal. Sin embargo en la obra de Picasso, como antes en la de Rembrandt, a medida que avanza el tiempo la vanidad o la intemporalidad parecen ir dejando paso a otra realidad más perentoria: la de la consciencia de la fisicidad, de la caducidad de la vida. En sus años finales, Picasso crea una serie de retratos verdaderamente sobrecogedores que, lejos de toda idealización heroica, nos hablan sobre todo de su miedo a la decrepitud y a la muerte, dos conceptos cada vez más presentes en su vida. Es decir, nos hablan de lo contrario que pretendía el clasicismo, cuyo objetivo era la belleza intemporal. Quizá no sea casual, pues, que, a medida que pasaban los años, Rembrandt insistiera también en esa forma de verse a sí mismo. De ser un caballero atractivo y poderoso como en Autorretrato con traje oriental, de 1631, poco a poco Rembrandt pasa a ser, sobre todo, un ser humano, con todas sus grandezas y sus miserias. Así se presenta en Autorretrato como Zeuxis (o como Demócrito), de h. 1667-1668. La consciencia de la fisicidad, tanto del ser humano como de la propia pintura, llegan aquí a su máximo protagonismo. Rembrandt, al final de su intensa vida, en la que había conocido tanto los éxitos como las contrariedades, se asoma a la pintura ya no tanto como un artista –aunque siga llevando el sombrero distintivo del oficio, y aunque se relacione, por su risa, con el padre de todos los pintores, el griego Zeuxis–, sino como ser humano. La leyenda habla de Zeuxis como el inventor de la belleza ideal, que murió de risa al pintar a una anciana de pavorosa fealdad. Confirmando con ello su crítica a la belleza clasicista, es decir, eterna y universal, Rembrandt hablaba de la caducidad de la vida –una reflexión muy barroca–, aceptando su destino. Picasso, por su parte, en sus autorretratos de 1972 se presenta tal como es, o más bien tal como está, lo que no podemos considerar sólo como un lamento o como un ejercicio de narcisismo, sino también y sobre todo como una manera de poner en cuestión la propia ilusión del clasicismo [8]. Con su decisión de fijarse en la vertiente más tenebrosa de la fisicidad, de fijarse en el tiempo y sus estragos –de los que parecía haber escapado durante tantos años– Picasso toma una clara posición estética. La decrepitud del artista no es, como tampoco lo es la de Rembrandt, un rasgo más de vanidad mundana o una anécdota: es de hecho una trascendente toma de postura que, además de poner de manifiesto la imposibilidad del clasicismo, de la belleza ideal, afirma la fragmentariedad y la finitud de todo lo humano. Quizá Picasso fuese, finalmente, un pintor barroco.

Notas

1 Traducción de la autora.

2 Traducción de la autora.

Bibliografía

ASHTON, Dore (ed.) (1988), Picasso on Art. A Selection of Views, Da Capo Press, Nueva York.

GILOT, Françoise and LAKE, Carlton (1989), Life with Picasso, Anchor Books, Nueva York.

PARMELIN, Hélène (1968), Habla Picasso, traducción de Fernando Gutiérrez, Gustavo Gili, Barcelona.

SCHAMA, Simon (2007), «Rembrandt’s Ghost. Picasso Looks Back», The New Yorker, Nueva York, March 26. En: <https://www.newyorker.com/magazine/2007/03/26/rembrandts-ghost>.

VERGARA, Alejandro (2008), «Historias de Rembrandt», Catálogo de la exposición Rembrandt Pintor de Historias, Museo del Prado, Madrid, pp. 17-57.