Una dolorosa inédita atribuida a Fernando Ortiz

José Manuel Torres Ponce

Universidad de Málaga y Junta de Andalucía

jmtp@uma.es

Fernando de Vicente Ortiz Comarcada (1717-1771), popularmente conocido bajo el nombre de Fernando Ortiz, supone, a todas luces y sin menoscabos, uno de los escultores más interesantes de cuantos ejercieron la mencionada profesión, al menos, en la segunda mitad del siglo XVIII, no solo a nivel local y autonómico, sino que, el mismo, y como veremos a continuación, puede ser tildado de tal forma a nivel nacional (Sánchez, 2014: 739 y 2016: 245). Mencionada afirmación, como bien señala Romero, viene determinada por el desarrollo de una estética particular (1981: 148) que le permitió imprimir un sello propio y personal a los tradicionales tipos iconográficos que, en el caso malagueño, estaban embaucados en la mencionada fecha por la genialidad artística y las poéticas derivadas de las fórmulas del granadino Pedro de Mena y Medrano (1628-1688).

A lo largo de su existencia –recordemos que el escultor fallece en 1771 a la edad de 54 años (Llordén, 1953: 59)– ejecutó un número muy significante de obras que nos aporta el alto grado de fama y reputación de la que gozó en vida y que, además, le permitió aproximarse, bien a través de la escultura y la retablística o bien a través del dibujo y del diseño, a un amplio catálogo iconográfico (Romero, 2016: 117-134), que renovó y actualizó desde los poºstulados vernáculos tradicionales que imperaban en el momento hacia otros relacionados con una estética más internacional.

El viaje a la Corte en 1756, bajo el cometido de ponerse a las órdenes del escultor italiano Giovanni Domenico Olivieri (1706-1762) –quien se estaba encargando de la decoración escultórica del Palacio Real de Madrid (Tárraga, 1992)–, le supuso un viraje técnico que se plasmó, a nivel teórico, en el perfeccionamiento de la maestría de la talla en piedra, unas nociones adquiridas, según Romero, junto a Annes y Ramos quienes eran los «únicos artistas con dominio de la talla de piedra» en la Málaga del primer tercio del ochocientos (2011: 96); mientras que a nivel práctico, mencionada experiencia se tradujo en la incorporación de ciertos aires novedosos patentes, por ejemplo, en el tratamiento de los paños bajo una apariencia muy angulosa y aristada, con cierta tendencia a la geometrización de las formas, con el fin de otorgarles un aspecto pétreo. Pero, además, a nivel estético las dolorosas posteriores a la mencionada fecha manifiestan un total, rotundo y absoluto alejamiento de las fórmulas intimistas y, para la cronología que aquí manejamos, un tanto monótonas, que caracterizaron a los continuadores de las poéticas menosas, para, como apunta Sánchez, generar una nueva estética que rompe «la soledad y la intimidad del llanto, para clamar al cielo por la muerte de su Hijo» (1996: 290). Tal cisma encuentra explicación en la absorción durante la estancia madrileña de elementos puramente italianizantes (Sánchez, 2010: 46). De esa forma, Fernando Ortiz conseguía ejecutar una serie de esculturas bajo la tipología de dolorosas que abriendo y extendiendo los brazos, no solo se salían del plano tradicional establecido en el setecientos, sino que, además, alcanzaba valores teatrales, declamatorios, dramáticos, y elocuentes hasta la fecha poco explotados y que suponían, por otro lado, el paso de la habitual formulación orante a la originalidad de la implorante, además de una actualización de los valores más castizos de nuestra escultura policromada al incorporar elementos renovadores procedentes de la plástica cortesana e internacional. La mencionada contribución a la escultura vernácula malagueña podemos rastrearla en una sugestiva Virgen de los Dolores de Servitas (Parroquia de San Felipe Neri de Málaga, 1743-1756), en la Virgen del Mayor Dolor (conservada en la parroquial de San Juan Bautista de Marchena, 1756-1771), en la Virgen de los Dolores de la Cofradía del Amor (Basílica de la Victoria de Málaga, 1756-1771) o en la Virgen de los Dolores (Catedral de la Encarnación, 1756-1771) [1].

La importancia en ese cambio esencial en la concepción de esta tipología iconográfica no solo radica en el hecho de que las obras fernandinas posteriores a 1756 recojan mencionadas novedades, sino que marcará un hito estético que se perpetuará en diferentes piezas ejecutadas por escultores posteriores a él, sirvan para ilustrar esta afirmación una serie de esculturas marianas, como la Concepción (finales del siglo XVIII) o la Amargura (Antonio Gutiérrez de León, siglo XIX), que vinieron a continuar, al menos, durante el último tercio del siglo XVIII y la centuria decimonónica las fórmulas de Ortiz (Torres, 2015: 23-24).

En este sentido, y a través del presente artículo, queremos dar a conocer una nueva obra, conservada en el taller del escultor Ramón Cuenca Santo (1975), bajo la concepción tipográfica de la dolorosa que adscribimos al catálogo del escultor malagueño y que, concretamente, situaríamos en la etapa posterior al periplo madrileño. Las formulaciones técnicas fernandinas se traducen, como podemos ver en la pieza que aquí historiamos, a través de una alta calidad plástica conseguida a partir de la utilización de una serie de recursos que vemos en la obra de Ortiz, en general, y en esta en particular. Así el rostro se presenta, como en la mayoría de sus creaciones, bajo una configuración ovalada, elemento enfatizado a partir de la fecha de 1756, en la que el óvalo facial se va ensanchado fruto del proceso de geometrización al que se verá sometida sus ideas estéticas. En líneas generales, y ciñéndonos a la configuración general de la testa, la misma describe, desde la vertical, una potenciada inclinación hacia la derecha que resulta idéntica a la descrita en piezas como la Virgen de los Dolores de la Catedral de Málaga o el Ecce Homo del Portal (1770) de la Hermandad de la Vera Cruz de Osuna [2].

Dicha inclinación genera una potente tensión anatómica que se manifiesta a través del cuello y en el escorzo descrito por la extensión y apertura de la mano izquierda –misma analogía que hallamos en las piezas de Nuestra Señora del Mayor Dolor de Marchena o en la Virgen de los Dolores de la Cofradía del Amor, aunque estas describen la mencionada teatralidad hacia el lado contrario–. Por otro lado, y bajo otra tipología iconográfica, también rememora la tensión subyacente en el desaparecido San Sebastián (h. 1767-1770) de la parroquial de Santa Cruz de Teba, pieza que, sin duda, ha sido catalogada como la más italianizante de todo su catálogo (Sánchez, 2014: 744), amén de compartir con este último la voluntad de rememorar unos rasgos menudos e infantiles, muy propios también de la estatuaria femenina mencionada con anterioridad [3].

La obra aquí historiada presenta una concepción de la frente ancha y despejada, tan solo alterada por la tirantez que concurre en el músculo supraciliar –aquel ubicado en el extremo de las cejas y que genera una aparente y bien definida «v»– debido al arqueamiento de las cejas como recurso técnico, a la par que estético, que busca impulsar y aumentar los valores dramáticos concentrados en esta parte de la faz. El dibujo generado por la curva descrita por las delgadas y apuntadas cejas, así como los prominentes volúmenes del citado músculo anteriormente, también son rastreables en piezas como el San Sebastián de Teba o el también desaparecido San Pedro que formaba parte del grupo escultórico de Jesús entregando las llaves de la Iglesia de San Pedro de la Iglesia Parroquial del Sagrario de Málaga (1767-1771). Por último, en cuanto a esta zona, apuntar que, al igual que en la obra conservada en la Catedral malagueña, esta Virgen presenta la parte superior del músculo frontal oculto por la talla del pelo, sin grandes alardes técnicos, en su parte alta, aunque bien definido en los laterales. En ambas piezas, además, podemos constatar que el cabello nace en la parte central describiendo un pequeño pico y que, a lo largo de su desarrollo, cae dejando entrever los lóbulos y parte de las orejas. Al igual que ocurre en la mayoría de las obras con la que estamos comparando la recién aparecida dolorosa, la nariz cuenta con un acusado desarrollo vertical, aunque no es prominente, la mencionada «v» bien destacada en su zona superior y con dos pequeños agujeros nasales en la inferior.

Nuevamente, el filtrum –zona de transición entre la nariz y la boca–, así como la línea dibujada por las comisuras de los labios, nos remite a la Dolorosa de San Felipe Neri y, más concretamente, puesto que se nos antoja como un trasunto idéntico desde una perspectiva formal, a la escultura mariana fernandina catedralicia. Junto a los ojos, la boca se convierte en la parte anatómica del rostro que Fernando Ortiz va a utilizar para potenciar la carga elocuente y dramática inherente a la tipología iconográfica representada. De esta forma, la misma aparece entreabierta y, pese al pequeño tamaño –característica otrora de todas las esculturas que comparamos–, deja entrever seis pequeñas piezas dentales tratadas de forma individual y con un minúsculo espacio entre ellas en su zona superior, y que, además, resultan de idéntica concepción a las presentes en el ejemplar de la Catedral y en otras obras como el Niño de la Espina o la Virgen de los Dolores de Servitas. Por último, en cuanto a la faz se refiere, también se nos antoja destacable la configuración del mentón con un marcado hoyuelo, un sello propio que podemos reconocer en las piezas femeninas e infantiles de Fernando Ortiz.

El concepto de dolor descrito por la conjunción de todos los elementos que definen el rostro también encuentra parangón con otras obras conservadas o desaparecidas del catálogo fernandino. Así, de este modo, la aflicción latente en el semblante mariano aquí estudiado entronca, lejanamente, con aquel presente en la testa de Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (1756), con la desaparecida Virgen de la Soledad (1740-1756), con la dolorosa de Marchena o la de la Cofradía del Amor. Sin embargo, encontramos una filiación directa e inmediata con la Virgen de los Dolores de Servitas (1740-1756), con aquella otra conservada en la capilla catedralicia de San Sebastián (1756-1771), con el Ecce Homo del Portal de Osuna y con el Niño Jesús de la Espina del Convento de Santa Teresa de Jesús de Jaén (1756-1771). Todas ellas, a excepción de la Virgen de la Soledad y la de Servitas, que suponen el punto de partida de la escisión que llevaría a Ortiz a romper con la estética de Mena en su etapa posterior al incluir elementos declamatorios y trágicos distintos a los del granadino, resultan ser obras del último periodo creativo del malagueño.

Teniendo en cuenta que la Dolorosa que aquí damos a conocer resulta estar concebida bajo la tipología de obras de vestir, la misma tan solo cuenta con la cabeza y las manos talladas. Por ello, y una vez concluida la cabeza, buscaremos más semejanzas entre esta y las obras de Ortiz a través de las manos [4].

Esta parte de la anatomía humana, de pequeño tamaño y acorde en proporción a la testa, se resuelve a través de dedos muy estilizados unidos a una palma que cuenta, en su interior, con tres líneas que guardan una filiación directa con las presentes en las piezas fernandinas. Así, la palma de la mano, fruto de la postura adoptada, se resuelve a través de la colocación de las fibras musculares que componen el final de esta extremidad en diversos planos. Además, y más elocuente si cabe, resulta la colocación de los dedos en distintas horizontales buscando enfatizar la expresión y la carga dramática de esta zona. De esta forma, el dedo anular se encuentra extendido y dispuesto hacia arriba mientras que el meñique, el índice y el corazón se hallarían en uno más bajo. El pulgar, por la disposición natural del mismo, así como la postura adoptada, se halla estirado y en un plano diferente. Todas estas características, no solo se rastrean en la Dolorosa que custodia el escultor Ramón Cuenca, sino que, además, podemos verlas presentes en las manos de la desaparecida Virgen de la Soledad, la Virgen de los Dolores de Servitas –a través de fotografías antiguas puesto que las actuales se deben al quehacer escultórico de José María Ruiz Montes (1981)–, la Virgen de los Dolores de Marchena y, una vez más, en la Virgen conservada en la capilla de San Sebastián de la Catedral.

En conclusión, y por todo lo que hemos apuntado y argumentado anteriormente, consideramos que la pieza escultórica, concebida bajo la tipología de la Virgen dolorosa, dada a conocer es una obra del escultor malagueño Fernando Ortiz y que, por concretar, habría que situarla en el período creativo del mismo que abarca desde 1767 a 1771, coincidente con su última fase de producción. Al mencionado desenlace llegamos a partir del uso del método del conocedor que nos invita a establecer analogías y disimilitudes entre distintas obras de arte atendiendo a cuestiones formales y técnicas. De este modo, la mirada elevada y dirigida al cielo, como recurso teatral y dramático que enfatiza la tensión y el dolor en busca de consuelo, y el escorzo descrito por la extensión de las manos sumergen a esta obra en el universo fernandino de dolorosas implorantes que, a su vez, consuman y certifican el giro de la obra del malagueño hacia los gustos cortesanos e internacionales en los que, sobre todo, existirá, en la determinada fecha, un profundo capricho de exaltar el pathos a fin de provocar una fuerte emoción a quien contempla la obra.

Bibliografía

LLORDÉN, Andrés (1953), El insigne maestro Fernando Ortiz. Notas históricas para su estudio biográfico, Imprenta del Real Monasterio de El Escorial, Madrid.

ROMERO TORRES, José Luis (1981), «Fernando Ortiz: aproximación a su problemática estilística», Boletín del Museo Diocesano de Arte Sacro de Málaga, n.º 1-2, pp. 147-169.

ROMERO TORRES, José Luis (2011), La escultura del Barroco, Colección Historia del Arte de Málaga coordinada por Rosario Camacho, tomo 10, Diario Sur, Málaga.

ROMERO TORRES, José Luis (2017), Fernando Ortiz, un escultor malagueño del siglo XVIII, Patronato de Arte/Amigos de los Museos de Osuna, Osuna.

SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio (1996), El Alma de la Madera. Cinco siglos de iconografía y escultura procesional en Málaga, Hermandad de Zamarrilla, Málaga.

SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio (2010), «Fernando Ortiz: Aires italianos para la escultura del siglo XVIII en Málaga», en SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio, Modus Orandi. Estudios sobre Iconografía Procesional y Escultura del Barroco en Málaga, Asociación Cultural Cáliz de Paz, Málaga, pp. 44-77.

SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio (2014), «Barroquismo triunfal, alabanza de corte y clasicismo atemperado. La escultura del siglo XVIII en Andalucía Oriental», en SÁNCHEZ-MESA MARTÍNEZ, Domingo y LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Juan Jesús (coords.), Diálogos de arte: homenaje al profesor Domingo Sánchez-Mesa Martín, Universidad de Granada, pp. 723-754.

SÁNCHEZ LÓPEZ, Juan Antonio (2016), «Málaga y su proyección escultórica en los siglos de oro», en FERNÁNDEZ PARADAS, Antonio (coord.), Escultura Barroca Española. Nuevas lecturas desde los siglos de oro a la sociedad del conocimiento. Escultura barroca andaluza, vol. II, Exlibric, Antequera, pp. 209-272.

TÁRRAGA BALDÓ, María Luisa (1992), Giovan Domenico Olivieri y el taller de escultura del Palacio Real, Patrimonio Nacional, Madrid.

TORRES PONCE, José Manuel (2015), En busca de una paternidad desconocida: la imagen de Nuestra Señora de la Concepción en el panorama escultórico malagueño. Una primera aproximación a su estudio histórico-artístico, Universidad Internacional de Andalucía, Málaga.