La prenda dialéctica. Apuntes sobre el uso de la ropa en las acciones artísticas de José Pérez Ocaña y Miguel Benlloch

Irene Campos Pérez

Universidad Complutense de Madrid

icampo03@ucm.es

Resumen: El presente artículo pretende reseñar las conexiones existentes entre la idea de imagen dialéctica propuesta por Walter Benjamin y las prendas de ropa que, dotadas de una densa significación, son objetos centrales en las performances de dos artistas andaluces: José Pérez Ocaña y Miguel Benlloch. Ambos desarrollan, desde la Transición, una producción artística que pone en cuestión la división binaria del género y su modulación a través de la identidad cultural fabricada por la dictadura franquista. En sus acciones, los accesorios y la ropa se convierten en fisuras de la historia que permiten rescatar memorias olvidadas; un encuentro dialéctico entre un pasado vivo y un presente que lo interroga. La identificación de los dos artistas con los/as marginados/as, traducida en un interés estético por lo pobre, los emparenta con el trapero benjaminiano, que busca restituir su historia a los olvidados a través de los desechos.

Palabras clave: Anacronismo; Camp; Cutre; Folclore; Imagen dialéctica; Ropa; Trapero.

Dialectical Garments. Reflections on the Use of Clothes in José Pérez Ocaña and Miguel Benlloch’s Artistic Actions

Abstract: This article attempts to highlight the existing connections between the idea of dialectical image proposed by Walter Benjamin and the garments that, endowded with deep significance, are main objects in the performances of two Andalusian artists: José Pérez Ocaña and Miguel Benlloch. During the transition to democracy both develop an artistic production that questions gender binarism and its modulation through the cultural identity built by the Francoist dictatorship. In their actions, the accessories and clothes become cracks in history that allow them to recover forgotten memories, a dialectical encounter between a past still alive and a present that interrogates it. The affinity of the artists with outcasts, transcribed into an aesthetic interest in poverty, links them to Benjamin’s junkman, who tries to restore their history to the dispossessed through rejected materials.

Keywords: Anachronism; Camp; Clothes; Dialectical image; Folklore; Junkman; Shabbiness.

Recibido: 14 de febrero de 2023 / Aceptado: 11 de mayo de 2023.

1. Introducción

Walter Benjamin situaba la imagen dialéctica en el corazón mismo de la historia. La entendía como una fisura en el proceso histórico a través de la que emergía un nuevo saber, ignorado hasta entonces. En la dislocación que producía, la memoria colisionaba con el presente, generando un anacronismo. La imagen era, por tanto, cesura y sobresalto; un torbellino del que surgía, impuro y brumoso, el origen de las cosas. Algo imprevisible, móvil, disgregante y catalizador al mismo tiempo. Era también fulgurante, una revelación que iluminaba y esclarecía, pero sólo por un breve instante. Casi de inmediato, ese fulgor se extinguía y el saber volvía a sumergirse en la penumbra. La imagen era también frágil, precaria (Didi-Huberman, 2006: 146-155).

Benjamin consagró no pocas páginas a contradecir la concepción positivista de la historia que el siglo xix había dejado en herencia. Esta era ampliamente entendida todavía como una disciplina científica y, en consecuencia, universal y objetiva: el estudio de una serie de acontecimientos probados, relacionados entre sí por un principio de causalidad, que jalonaban la progresiva evolución de la civilización humana. Para él, no obstante, la historia era como sus propios textos: fragmentaria, bullente, liminar. Quedaba por rescatar la memoria de la subalternidad, invisibilizada siempre por la narración de los vencedores. Benjamin imaginaba al historiador como un trapero, como un recolector de desechos en los que latía la historia aún no contada de los/as desheredados/as.

La intención de este artículo es interpretar, a través de la lectura benjaminiana de la imagen dialéctica, el uso que hacen de las prendas de ropa en sus acciones dos artistas conectados por lenguajes e inquietudes comunes: José Pérez Ocaña y Miguel Benlloch. Esta puesta en relación surge al constatar la importancia que adquiere en la obra de ambos la memoria; el pasado evocado, adulterado y trasplantado en un presente que lo escruta en busca de formas de vida en resistencia. Esa memoria contrahegemónica alcanza consistencia física en las prendas pobres, desplazadas y cutres de los dos artistas, dotadas de una profunda densidad discursiva y emocional.

La trayectoria artística y vital de Ocaña y Benlloch puntea la historia reciente de nuestro país. El primero se instala en Barcelona en 1973, en un momento en el que las utopías emancipatorias de la izquierda borbotean bajo la superficie en descomposición de la dictadura. Pertenece a un ambiente contracultural que acaricia la idea de un porvenir exuberante, canalla y libérrimo en el que la figura del travesti, ser monstruoso que se instala en una ladina indeterminación de género, goza de reconocimiento en ciertos sectores de izquierdas (Guasch y Mas, 2015). Su actividad, que imbrica arte y activismo, discurre en paralelo a una Transición que pronto se sacude las promesas liberadoras para abrir paso a un acomodaticio consenso. La victoria del PSOE en las elecciones de octubre de 1982 marca un punto de inflexión en ese recorrido: un año después Ocaña fallece como consecuencia de un trágico accidente. Mientras tanto, el joven Miguel Benlloch entra en contacto con el Movimiento Comunista y diversos espacios de socialización y militancia homosexual en Granada. No obstante, como si hubiera decidido tomar delicadamente el relevo de Ocaña, su actividad artística no comienza hasta justo después de su muerte, con el primer Cutre Chou. La irrupción del Estado español en el mercado global está ya consumada y el activismo gay, más preocupado ahora por la aceptación social y el encaje pragmático dentro de las coordenadas neoliberales, desdeña a los indecorosos y pioneros travestis. Desarticulada ya la gran promesa revolucionaria, Benlloch se centra durante las siguientes décadas en las luchas pacifista, ecologista y queer. Aunque su trayectoria como artista no es demasiado conocida fuera de un determinado circuito cultural y político1, está detrás de la fundación de la emblemática sala Planta Baja de Granada o de la participación de James Lee Byars en el proyecto expositivo Plus Ultra, contrapunto crítico de los fastos de 1992. Su fallecimiento en 2018 ha motivado una serie de homenajes que empiezan a dar a conocer su figura a un público más amplio2.

Más allá de que sus trayectorias, vistas conjuntamente, nos permiten remontar la historia reciente de España a contrapelo, por continuar con la terminología benjaminiana (2008:43), hay en las intervenciones artísticas de Ocaña y Benlloch unas concordancias palmarias que animan este análisis comparativo: ambos provienen del medio rural andaluz y utilizan elementos del folclore para indagar en la construcción de su propia identidad. Ambos actúan desde el cuerpo; lo visten, travisten y desvisten para desvelar la arbitrariedad de los roles de género. Y ambos habrán de enfrentarse a la dificultad de reclamar su espacio como sujetos que trascienden el modelo binario de género en movimientos políticos de izquierdas acaparados todavía por la masculinidad y la heteronorma (Preciado, 2011: 72-169 y Vázquez, 2021: 47-55).

La izquierda ortodoxa –así como el arte institucional, ansioso por ingresar en los circuitos artísticos europeos– contemplaba con suspicacia, además, cualquier referencia a la cultura popular. Dado que el folclore andaluz había sido utilizado durante la dictadura franquista tanto para fabricar una identidad nacional pretendidamente homogénea, como para atraer al turismo extranjero y edulcorar la imagen exterior del régimen, su evocación resultaba para la vanguardia artística y la izquierda metropolitana conservadora, cutre y provinciana (Aliaga, 2018: 15-32). Ocaña y Benlloch, no obstante, supieron ver, entre los resquicios que dejaba abierto ese folclore irremisiblemente ligado a sus raíces, el rastro de una memoria a la contra. Las prendas que cubren y descubren sus cuerpos disidentes, enfermos y desplazados son contratiempos en una historia de España que ellos tantean en busca de fisuras desde las que narrar la crónica de quienes quedaron enterrados debajo.

2. Anacronismo del folclore

En una fotografía de 1978, Ocaña aparece maquillándose [1]. Se ha dibujado unas cejas finas, arqueadas, y la cámara lo captura en el momento de aplicarse el pintalabios. Sostiene un espejo de mano; en su rostro de expresión absorta, los ojos parecen cerrados. Es una imagen plácida. Ocaña permanece aparentemente ajeno al hecho de estar siendo fotografiado. No asistimos a la puesta en escena del personaje, ostentoso y procaz, sino a su creación, en un primer plano teñido de intimidad. En el cabello recogido lleva prendida una peineta que, en acusado protagonismo, acapara el tercio superior de la fotografía.

La peineta es un atributo inequívoco, al igual que muchos otros de los abalorios que Ocaña despliega en sus apariciones –abanicos, mantillas, claveles, mantones–, de los tipos femeninos ligados a la cultura popular andaluza. Estos accesorios se encuentran, en el momento en el que es tomada la fotografía, en el centro mismo de una constelación de opresiones: encarnan la obligatoriedad de una identidad nacionalcatólica retrógrada; la asfixia de la plurinacionalidad del Estado; la negación del origen lumpen de esos mismos elementos folclóricos; la imposición de unos estereotipos femeninos que oscilan entre la exuberancia animal de la gitana y el espíritu abnegado de la Dolorosa. En 1978, año en el que sería ratificada la Constitución, impera el deseo de dejar atrás ese poso conservador. Ocaña, no obstante, anarquista y homosexual, pulverizará el tradicionalismo reaccionario proyectado sobre las prácticas y los saberes populares y los pondrá de nuevo en circulación como expresión de una memoria colectiva que puede articularse en formas alegres y contestatarias (López, 2018: 53-55).

La fotografía de Ocaña –toda su obra, en realidad– ocupa una fisura. Se sitúa en el pliegue entre el sueño y la vigilia, allí donde Benjamin ubicaba el instante lúcido del despertar; un momento galvanizador en el que el pasado detona en el presente, pleno de significado político (2005: 394-397): entre las rémoras del franquismo y las promesas de la Transición; entre el folclore andaluz y la escena underground barcelonesa; entre la tradición y su desmantelamiento. Su indefinición sexual emana de un contexto en el que las teorías en torno a las disidencias sexuales aún no se han asentado, pero ya se proyecta hacia una futuridad de sugestiva imprecisión queer3. La peineta anacrónica –fuera de su tiempo, fuera de su geografía, fuera de su género–, prótesis somatopolítica que desdibuja el género, delata la exigencia del artista hacia la memoria, hacia sus raíces; su necesidad de encontrar en ellas una vía de expresión en el presente. Su uso desviado nos obliga a replantearnos todo lo que creíamos saber sobre ella. Desde la España cañí, aupado por la tradición anarquista del campo andaluz, Ocaña se asoma al futuro y precede a una teoría queer que nacerá una década más tarde, cuando él ya haya muerto.

El sevillano se identifica con el sufrimiento silencioso y abnegado de las mujeres de su pueblo. Una empatía que extiende hasta el Muro de Berlín en el cortometraje de Gérard Courant Ocaña, der Engel der in der Qual singt (Ocaña, el ángel que canta en el suplicio) de 1979 [2]. Allí, en una plataforma habilitada ante la Puerta de Brandemburgo para que los/as turistas occidentales puedan atisbar algo del Berlín-Este, Ocaña se encuentra con una Marilyn Monroe de cartón a tamaño natural, un reclamo publicitario de una marca de bombones. El artista, ataviado con un par de mantones, peineta y dos grandes claveles, encarnando a una «andaluza marginal», tal y como se autodenomina, se identifica con la estrella, emblema de la feminidad voluptuosa y deslumbrante de Hollywood, malograda por la voraz industria del cine y la sociedad de consumo. Durante diez minutos le habla y le canta, se lamenta por la suerte de ambas, hasta que la arropa con uno de los mantones y se la lleva a cuestas. La compasión de Ocaña alcanza a los centinelas soviéticos, que deben estar asistiendo al espectáculo con una mezcla de suspicacia y perplejidad: el artista se desprende un clavel del pelo, lo besa y lo lanza al lado oriental del muro. Se encuentra sobre la cicatriz viva de la historia, en la frontera que fractura la ciudad natal de Walter Benjamin como secuela de la guerra que le costó la vida, junto a Marilyn Monroe, un 28 de febrero, día de Andalucía. El montaje de elementos incongruentes apunta a un dolor que se revela común. Se convierte en un torbellino que, proveniente de un pasado híbrido, sacude y craquela el ahora en un resplandor que, durante diez minutos, esclarece el dolor presente.

Años más tarde, Courant recordaría el miedo que le produjo ver a Ocaña lanzar el clavel a los soldados del Berlín-Oeste4. El gesto, de una teatralidad no exenta de ternura, resume la tragedia, la irracionalidad de la división. La flor, tan fuera de lugar en el gélido invierno alemán, encarna un temerario gesto de amor que, evocando la célebre frase de Benjamin, «relumbra en un instante de peligro» (2008: 40).

3. Fulgores camp

Fue su controvertida actuación en las Jornadas Libertarias de Barcelona, en 1977, lo que granjeó a Ocaña una notoriedad que trascendería los límites de la contracultura. El carácter cabaretero, paródico e improvisado de aquella legendaria aparición encuentra eco en las actuaciones más célebres de Miguel Benlloch, que se repetirían por espacio de unos veinte años: el Cutre Chou [3]. Esta suerte de espectáculo de variedades politizado vio la luz por primera vez a mediados de los ochenta, en la caseta del Movimiento Comunista –rebautizado por el lojeño y sus amigos/as como Meneíllo– en las fiestas del Corpus Christi de Granada. Ambas acciones tienen en común el empleo de lo cutre –un vestuario compuesto de baratijas, la priorización en el elenco de la amistad sobre la profesionalidad, un histrionismo folletinesco– como vía de expresión de la subalternidad. Aquellos/as que han sido excluidos/as del reparto de lo sensible (Rancière, 2002), tras haberles sido negados los recursos económicos y educacionales para poder participar en la esfera político-cultural, encuentran en la inmediatez belicosa y procaz del arte cutre una forma de manifestar su disconformidad. Ocaña y Benlloch se convierten en traperos del kitsch: en recolectores de boas de plumas, lentejuelas y pulseras de flamenca con los que cubren sus cuerpos carnavaleros, provocadores y ofensivos, en una fiesta en la que el orden dado es profanado (Stallybrass y White, 2009).

Estas actuaciones, en las que los intérpretes se travisten con frecuencia, conectan claramente con el universo de los cafés cantante; locales que, desde mediados del siglo xix y hasta el estallido de la Guerra Civil, ofrecían a un público obrero entretenimientos ligeros, entre los que tenían especial presencia los espectáculos flamencos. En estos cafés, decorados del lumpen nocturno, se producen las primeras actuaciones de transformistas en España. El travestismo de Ocaña y Benlloch, emparentado con estas prácticas pioneras, produce un seísmo en la representación de los géneros al señalar la artificialidad de su construcción. La reactivación de prendas femeninas, muchas veces ligadas al arquetipo de la folclórica, en cuerpos leídos como masculinos hace saltar por los aires la lógica del binarismo de género, difuminando sus fronteras al atravesarlas una y otra vez. La grotesca comicidad con la que visibilizan el estigma produce grietas en la moral hegemónica y reencauza esas prendas ligadas a la opresión sexual y de género para contar a través de ellas las historias que sepultaron. El transformismo cutre recupera memorias silenciadas, usos desviados y libera a los sujetos subyugados.

El tono arrabalero de las actuaciones de Ocaña y Benlloch entronca con el espíritu camp; ese humor ágil, mordaz e insolente con el que la comunidad gay capea como puede la discriminación. El sevillano es una de las estrellas más rutilantes en la constelación de travestis que lideran las reivindicaciones del colectivo LGTB+ en la primera Transición; personajes excesivos, marginales, de ambigüedad perturbadora, políticamente activos de una forma tan poco convencional como implacable. Benlloch reconoce la influencia en su obra de estas figuras pioneras (2013: 73) y despliega una acción queer en la que articula la teoría a la que Ocaña y compañía se adelantan. El transformismo de ambos artistas está hermanado con la beligerante chabacanería de los travestis que Esther Newton ubicó, en su pionero estudio sobre la subcultura drag estadounidense, en el último peldaño social de la comunidad homosexual masculina (2016: 11-20). En este punto resulta relevante señalar que Newton utiliza para describir lo camp el mismo adjetivo que emplea Didi-Huberman para hablar de la imagen dialéctica benjaminiana: malicioso. La malicia, con su carácter ambiguo, es un síntoma de malestar ante la inadecuación a un orden determinado (Didi-Huberman, 2006: 155-163). Se enfrenta a lo establecido atravesándolo de forma oblicua, exponiéndolo ante sus paradojas. Tensiona y disloca para forzar una recombinación de la que emerjan formas reveladoras. En un ejercicio sin duda dialéctico, uno de los transformistas entrevistados por Newton asocia el término «camp», de origen incierto, con su significado en inglés: campamento. Un espectáculo de drag consiste, para él, en acampar con el público; en sentarse con él en igualdad de condiciones y comunicarse a través de la actuación (2016: 155-156). La acampada maliciosa aúna fiesta y activismo.

4. Cuerpo danzante, cuerpo pensante

Miguel Benlloch irrumpe, envuelto en destellos, en el Museo Marítimo de Ceuta. Es 1997 y lleva por primera vez el traje de espejos que se convertirá en una de las prendas recurrentes de su vestuario. Está realizada a partir de un mono de trabajo, en recuerdo una vez más de los entretenimientos proletarios del café cantante. Pero su danza desmañada, delante de una patera recubierta de papel de plata, resulta triste. Se trata de Ósmosis. Mi x ti = zaje [4], una obra perteneciente al proyecto Almadraba, dedicada al flujo migratorio en el Estrecho de Gibraltar. El resplandor del traje bajo los focos hace pensar en la belleza engañosa del Mediterráneo, en el rastro trágico dejado en él por quienes tratan de cruzarlo.

El traje de espejos volverá a aparecer en Desidentifícate (2010), una performance realizada en la fiesta de clausura del seminario Movimiento en las bases: transfeminismos, feminismo queer, despatologización, discursos no binarios organizado por UNIA-arte y pensamiento. Benlloch aparece en la sala donde bailan las asistentes entre los centelleos de su traje. La estela de afectos que representa no cesa de nutrirse a través de la alegría y la complicidad de los cuerpos que danzan con él. Al cabo de un rato, se desprende del traje. En la cabeza lleva una braga activista, prendidas en ella chapas de distintas luchas sociales; en el sexo, un tanga rojo intervenido con un falo de trapo. A través de una danza cabaretera, burlona y algo torpe, que recuerda a los números del Cutre Chou, el artista intercambia el lugar que ocupa cada prenda. La acción propone, así, una relocalización de los saberes. El pensamiento, el placer y el activismo se entremezclan en un cuerpo que diluye todo tipo de fronteras. Ya no hay forma de entenderlos por separado. El trapero benllochiano recicla prendas cuya yuxtaposición redistribuye, metamorfosea y enriquece significados. Los haces de luz que despiden los espejos del traje testimonian el entrecruzamiento de apegos que nos nutren y alientan las posibilidades de construir desde las diferencias compartidas. El traje, entre festivo y melancólico, simboliza la necesaria alianza de los/as disconformes.

El trapero, figura con la que Benjamin describía el hacer del historiador auténtico, era un personaje asociado al heterogéneo grupo de desheredados, ociosas y delincuentes que conformaba el lumpen, con el que Ocaña y Benlloch se identifican plenamente. Entre ellos/as ocupa un lugar particular el pueblo romaní, dado que posee una identidad propia que funciona como aglutinador y está, en el caso de España, paradójicamente entrelazado con la configuración de la cultura nacional. Por tanto, el traje de gitana que Ocaña lleva en numerosas ocasiones –la más célebre probablemente sea la fiesta mayor del barrio de Gràcia de 1978– es una prenda dotada de una apabullante densidad de significados.

La indumentaria de los/as gitanos/as, al igual que su lengua y sus costumbres, fue perseguida en el territorio español desde 1499. No obstante, las fuentes escritas apuntan a que en los siglos siguientes la convivencia entre blancos/as y gitanos/as fue hasta cierto punto buena y el primer grupo asimiló algunos usos del segundo: la muestra más palmaria es que el vestido de las mujeres gitanas se convertiría en el traje tradicional andaluz. Al mismo tiempo que aquellas costumbres que contravenían las necesidades del Estado eran perseguidas, los rasgos culturales que podían sustraerse de su contexto socioeconómico iban siendo incorporados a la identidad nacional. De este modo, una prenda ligada a un grupo étnico perseguido, el pueblo gitano, identificada luego con una cultura romantizada y en muchas ocasiones leída como atrasada, la andaluza, terminará por convertirse en un emblema banal de la marca España (Filigrana, 2021: 75-81).

El vestido de Ocaña tiene un aire barato que remite a las gitanillas de plástico que, sobre los televisores de los españoles, se convirtieron en el símbolo más reconocible del typical spanish. Su espectáculo en las fiestas de Gràcia arranca con un tono estridente y verbenero; hasta que el artista, con expresión grave, coge el micro para autoproclamarse «libertataria», un anarquista sin carné. Parece que, de repente, las violencias conjugadas en el traje eclosionan en el escenario, abrumándolo. Ese traje diseñado para constreñir el movimiento de las mujeres, marcador de género que impone una voluptuosidad hecha de pasividad y repliegue (Navarro: 2012), se vuelve insoportable. Ocaña invoca a una serie de comadres, mujeres pobres y sufridas, a las que denomina «vírgenes reales, de carne», antes de ensañarse con el vestido: «¿Por qué la represión me ha puesto cuatro trapos sucios?», declama mientras se lo arranca y lo lanza, hecho jirones, a la concurrencia, «¡Que yo no quiero la ropa, que se la doy a mi público!». Y, tras un convulso zapateado, cae de bruces al suelo, arrogante y exhausto5.

El desnudo de Ocaña, que suele ser provocador, adquiere aquí un tono trágico. Su desnudez –como su vestir– es absoluta radicalidad beligerante. Se convierte siempre en un gesto tan abrupto y urgente como su necesidad de aniquilar la moral nacionalcatólica. El cuerpo desnudo, señalado como masculino, se cubre o se despoja de prendas femeninas y populares que activan un juego de agitación y desplazamientos. El contexto anacrónico en el que Ocaña activa su traje de gitana revela una historia de dominación misógina con la que empatiza y que se aúna al trauma de su infancia no normativa en un pueblo rural durante la posguerra6. Aunque el artista termina por enfrentarse triunfalmente a ese dolor en su vida barcelonesa, en la actuación de Gràcia una mirada retrospectiva percibe cierta sensación de derrota, como si hubiese adivinado las decepciones de una Transición a la que no sobreviviría. El desnudo retozón de Benlloch, que se entregaría a la búsqueda de nuevas vías de articular la protesta en democracia, resulta en este caso más esperanzador. Para el granadino, despojarse de la ropa supone desprenderse, además de marcadores de género, de suspicacias y miedos. Desnudarse no es un acto de perversión o erotismo, sino el reconocimiento de la propia vulnerabilidad y del deseo de zambullirse en la vida con los/as demás de forma desprejuiciada. Vestirse significa arroparse, hallar un refugio en la comunidad.

5. Jirones de memoria

Miguel Benlloch realiza su primera performance en 1994, en un bar de Barcelona, como regalo de cumpleaños para un amigo. Cabe imaginarse el acontecimiento como una reverberación del carácter festivo y pícaro de las actuaciones en los cafés cantante, donde la distancia entre escenario y público era mínima.

La acción se titula Tengo tiempo [5.1] y [5.2]. En la versión conservada en vídeo –realizada ese mismo año en The Kitchen, en Nueva York–, Benlloch aparece en el escenario bajo un abultado anorak y un gorro de leñador. A lo largo de los siete minutos que dura la intervención, el artista va desprendiéndose de la ropa con solemne parsimonia. A pesar de la seriedad del performancero –así se autodenomina el artista–, lo estrafalario de la acción suscita por momentos la risa de los/as asistentes; especialmente cuando, bajo una camiseta y unos pantalones de una anodina masculinidad, aparecen un coqueto jersey sin mangas a rayas rosas y amarillas y una minifalda de lentejuelas. Cuando se queda desnudo, el artista despliega una sábana con el título de la obra y abandona el escenario.

La relación detallada de las prendas que conforman la acción –«chilaba blanca, chaleco rojo de lana de M.ª José, camiseta negra de Plus Ultra, camisa blanca de hormigas de Juan Carlos…» (Benlloch, 2019: 26)– delimita la constelación de personas, lugares y vivencias en la que se inscribe el artista. El cuerpo así arropado encuentra la entereza para reconocer su fragilidad y mostrarla en el acto de desnudarse. Se genera en torno a él un espacio de complicidad en el que la vulnerabilidad íntima, puesta en común, desvela su dimensión política. La acción de Benlloch potencia vínculos que sobrepasan aquellos privilegiados por el sistema. Trasciende las imposiciones de la división binaria del género, la heteronormatividad y las exigencias de individualismo y consumo de un orden económico que permea la esfera afectiva. Los trapos que atesora Benlloch, repositorios de memoria, tejen en su superposición una contrahistoria personal y colectiva. El título de la performance, sus movimientos pausados, imponen un contrarritmo: una contravención en los afectos, cuerpos, velocidades y estilos de vida que hemos asumido como naturales.

Inversión [6], una instalación y performance de 1998, plantea un viaje desde el calor del refugio construido con los demás hasta el frío, trasunto de la contingencia de la vida. De ese trayecto resulta una aceptación de la propia diferencia indispensable para construir una vida colectiva emancipadora y transformadora.

Benlloch emerge, arrastrándose lentamente, de una pila de cien mantas prestadas por personas de su entorno. Su yuxtaposición origina ese espacio seguro y reconfortante que creamos junto con quienes nos rodean y que es el punto de partida de toda búsqueda de la propia identidad. Al desprenderse de la ropa que lleva puesta, mientras se yergue y camina, el artista se despoja de los miedos e imposiciones que lo oprimen. Finalmente, el cuerpo liberado, cubierto tan solo por la minifalda de lentejuelas, se encuentra con el hielo en forma de pechos femeninos. En ese intercambio entre el calor del cuerpo arropado y el frío liberador, las fronteras entre los géneros son de nuevo derogadas. La exploración de las propias necesidades, interrogaciones y diferencias que representa Inversión culmina cuando se es capaz de lanzarse a la vida vivida con los/as demás.

Las prendas de ropa conforman, en ambas performances, el espacio dialéctico en el que se desarrolla la vida con todos sus encuentros, diacronías, desplazamientos y fallas. Encarnan tanto el calor del acompañamiento como la necesidad de autonomía y proponen la identidad como un aglutinador de recuerdos, relaciones y experiencias en permanente fluctuación. La ropa invoca en la obra de Benlloch el poder de la memoria, que hace surgir a la superficie del presente la huella que dejan en nosotros los lugares en los que alguna vez nos hemos enraizado y las personas con las que los hemos habitado. Al desencajar la disposición de tiempos y espacios que asumimos como naturales, aflora todo aquello que permanece justo por debajo de la superficie, desapercibido, a pesar de ser lo que nos insufla vida.

6. Conclusiones

Lo expuesto hasta ahora pretende poner de relieve la pertinencia de interpretar las performances de José Pérez Ocaña y Miguel Benlloch desde una óptica benjaminiana. La propuesta de la imagen dialéctica como un objeto a través del cual elementos velados del pasado asaltan el presente, alterando el sentido que se le había otorgado, permite entender mejor el espesor discursivo que alcanzan las prendas de ropa, convertidas en dispositivos de la memoria, cuando son activadas por los cuerpos de los dos artistas. Los imaginamos aquí como artistas-traperos que recolectan retazos de saberes olvidados para movilizarlos al (des)vestirlos, rasgarlos, superponerlos, intercambiarlos. En su debilidad por lo mísero y lo descartado hay siempre un ejercicio de restitución y de homenaje.

En este artículo se han desgranado distintas formas en las que la prenda dialéctica se despliega en las intervenciones artísticas de Ocaña y Benlloch. Una peineta puede ser el filo del cuchillo con el que se abren las costuras de la identidad nacional para entrever las historias de los/as oprimidos/as por esa concepción totalitaria y homogénea de la cultura. Unos disfraces desaliñados en una actuación risible son capaces de vehicular la necesidad de expresión, protesta e incluso burla de una mayoría a la que se le niega la voz. Una falda de lentejuelas puede encarnar toda la potencia de las estrategias de supervivencia queer, reapropiándose con una mezcla de ternura y humor de aquello que ha sido empleado para discriminar a quien se saliera de los estrechos márgenes de la norma. Un mono de trabajo reconvertido en traje de fiesta ilustra el potencial político del goce, en los destellos de sus cristales reluce la urdimbre de los vínculos afectivos que estructuran y alientan la vida. La prenda dialéctica puede pensarse, quizás, como un esqueje de la memoria que hunde sus raíces en el pasado para dar sus frutos inesperados en el presente.

Una última imagen dialéctica: Ocaña con expresión seria, dramática, disfrazado de anciana [7]. Bajo el manto negro que cubre su cabeza, el cabello tiznado de blanco. Al artista de las Ramblas, emblema del «rollo» barcelonés, le ilusionaba ver a las «viejecitas» en sus exposiciones, que él concebía como un acontecimiento callejero y popular. «La gente que va a la plaza no está intelectualizada», dijo en una ocasión, «está fresca como las lechugas que compran por la mañana»7. Con toda seguridad, el artista sevillano habría estado de acuerdo con una aseveración de Walter Benjamin: «las calles son la vivienda del colectivo» (2005: 871). Un colectivo que despliega saberes y prácticas que desdicen la propiedad burguesa del espacio público. Para Ocaña, la calle era el lugar de encuentro entre la sapiencia popular y las prácticas contraculturales. Benjamin señaló también que Baudelaire entendía la modernidad como la colisión entre lo antiguo y lo radicalmente nuevo (2005: 59). En el anacronismo asoma la posibilidad de un encuentro genuino con el arte, una completa comprensión de lo moderno. Es esta mirada desprejuiciada, dúctil y desplazada la que se necesita para enfrentarse a la imagen dialéctica y poder colocar así en el centro, como lo más urgente, el conjunto de las historias marginadas.

Notas

1 BASILIKA (podcast), «Informe Infame #01. Ensayos sobre lo cutre. Lecturas del archivo Miguel Benlloch. Una conversación con Alejandro Simón». En: <https://basilika.eus/informe-infame-Ensayos-sobre-lo-cutre-Lecturas-del-archivo-Miguel> (fecha de consulta: 17-05-2023).

2 Cabe citar aquí las exposiciones «Miguel Benlloch. Cuerpo conjugado», comisariada por Mar Villaespesa y Joaquín Vázquez para CentroCentro, Madrid, en 2019, cuya primera versión se inauguró en la sala Atín Aya de Sevilla un año antes, en vida del artista, y «Ensayos sobre lo cutre. Lecturas del archivo Miguel Benlloch» (IVAM, 2021-2022) con los/as mismos/as comisarios/as además de Alejandro Simón.

3 Ocaña muestra un intuitivo desdén hacia el reductivo binarismo de género –«me siento payasa y payaso, es igual. Ni masculino ni femenino: me siento persona y payaso»– y no se reconoce ni en la categoría de «homosexual», término que le es desconocido hasta su llegada a Barcelona, ni en la de «travesti». Véase «Ocaña, el hombre pintado», Ajoblanco, n.º 23, junio de 1977, p. 63 y Mérida Jiménez, 2016: 149.

4 COURANT, Gérard (sin fecha), Ocaña, der Engel der in der Qual singt. En: <https://larosadelvietnam.blogspot.com/2008/06/ocaa-der-engel-der-in-der-qual-singt.html> (fecha de consulta: 30-12-2022).

5 PONS, Ventura (1978), «Ocaña, retrat intermitent», 1:13:57-1:15:00. En: https://archive.org/details/OcaaRetratIntermitentRetratoIntermitente AngeeParaZoowoman (fecha de consulta: 20-01-2023).

6 Para una reflexión más profunda sobre la relación entre el juego con los roles de género y el trauma en el contexto de sexualidades no normativas, véase CVETKOVICH, Ann (2018), Un archivo de sentimientos. Trauma, sexualidad y culturas públicas lesbianas, Bellaterra, Barcelona.

7 PUIG, Tony (1977), «Ocaña, la ascensión de un marginado», Ajoblanco, n.º 27, noviembre, pp. 21-23. En: https://drive.google.com/file/d/ 1inNPnr0e4YJ6og2DGpY3NaQqPScZD405/view.

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