A propósito de una atribución inédita a Pedro Roldán en la colección Granados

Carlos Maura Alarcón

Unidad de Posgrado. Universidad Nacional Autónoma de México

cmaura@outlook.es

De entre todas las colecciones privadas que existen en España, la que en la actualidad está gestionada por José Miguel Granados es una de las más importantes tanto por la calidad como por la cantidad de las obras, fruto de un proceso de varias décadas de adquisición con un criterio sólido y perspicaz. Centrada especialmente en pintura barroca, no es menor el interés que muchas de las imágenes de bulto redondo poseen, tal y como demuestra la exposición de algunas de ellas en las muestras dedicadas al patrimonio familiar. Por ejemplo, en la que se celebró en el Museo de Bellas Artes de Murcia entre septiembre de 2020 y enero de 2021, se pudo ver el Cristo crucificado que el investigador José María Palencia Cerezo atribuyó a El Greco, así como el relieve de la Última Cena que posiblemente realizara Juan Martínez Montañés o, por último, un San Estanislao de Kostka que Álvaro Chenel Pascual relaciona con Sebastián de Herrera Barnuevo (Pascual y Palencia, 2020: 36-42, 112-115, 196-199). También adquirió notable relevancia en el panorama nacional la imagen de la Virgen de Belén tallada por Pedro de Mena que se encuentra en uno de sus salones, especialmente tras haber formado parte de la retrospectiva dedicada a este escultor granadino en el Palacio Episcopal de Málaga, para la que sirvió incluso de imagen de cartel y portada de catálogo.

Para la pieza que nos ocupa, valoramos primero el criterio de su propietario, pues fue él quien primero se percató de la filiación que aquí defendemos, a partir de una talla que dimos a conocer hace poco tiempo (Maura, 2021). Presentamos así una escultura inédita, que fue adquirida en el lote 425 de mayo de 2014 a la casa Alcalá Subastas (Madrid) como obra castellana del siglo XVII [1]. Se trata de un busto-relicario de San Francisco de Asís, cuyas medidas totales son 61x24x44 cm, incluyendo la peana, que es coetánea a la imagen. En primer lugar, hemos de decir que el estado de conservación de la imagen es estable dentro de los varios daños que muestra, como las grietas en varias partes –especialmente en la mano izquierda– y sobre todo pérdidas y daños en la capa pictórica. Llamativas son en este sentido las lagunas que se aprecian en la parte de los codos, donde amplias superficies quedan en madera vista. Además, la encarnadura no es la original, siendo la actual una intervención fechable en los siglos XVIII/XIX, a tenor de las gradaciones y paleta empleadas. En su parte posterior, se aprecian otros daños, como el corte que presenta la peana a ras de la talla (efectuado seguramente para adecuarlo en algún anterior espacio) o, de mayor calado, el que posee en la cabellera, donde la línea de cabello se interrumpe para dejar un espacio plano, posiblemente para disponerle un nimbo, ya que esta sección presenta diferentes orificios, a los que pudo haber estado sujeto dicho elemento.

En la imagen, se representa al santo de Asís en formato de busto hasta la cadera, ataviado con el hábito franciscano. Su mano izquierda hace ademán de portar un crucifijo –hoy perdido–, mientras que la opuesta se dirige a la cavidad en el pecho que, cerrada con un cristal, sirve para guarecer la preceptiva reliquia. El rostro se halla girado hacia la izquierda, sobresaliendo la intensidad de la mirada obtenida gracias al fruncimiento de las cejas, que provocan varios pliegues en la parte central de la frente [2]. La mirada se gira hacia la izquierda, pero no parece dirigirse al ausente crucifijo, que quedaría más al lado aún, sino hacia el espectador. Respecto a la policromía, cabe comentar que la encarnadura original acusa salir por las pérdidas que posee la actual, pero el estofado sí es a todas luces el primigenio, siendo además de una alta calidad. Este presenta una decoración resuelta con picado de lustre en las partes de oro visto, así como con otras adiciones pictóricas, como pequeñas flores blancas que, aunque muy perdidas, aún se aprecian en varios lugares, como en el cuello del capucho.

En este texto, queremos plantear una atribución de esta pieza de innegable calidad asignándola a la producción del artista sevillano Pedro Roldán o a su círculo más cercano, dada la ausencia de firmas ni documentos que permitan realizar una adscripción de manera más fidedigna. Como es sabido a través de la abundante bibliografía al respecto1, este artista nacido en Sevilla en 1624 y fallecido allí mismo en 1699 se erigió, en palabras del profesor Roda Peña, en «el más relevante de los escultores sevillanos de la segunda mitad del siglo XVII y una de las más destacadas personalidades de la escultura barroca española» (Roda, 2012: 11). Su abundante producción, en la que tiene importante reflejo la participación de su prolífico taller, se halla repartida por una amplia geografía, dada la enorme proyección exterior del artista, lo que implica que sea prácticamente constante la aparición de nuevas piezas susceptibles de adscribirlas a su nombre, como sucede con la que aquí presentamos. En el estilo del maestro, cabe destacar la profunda asimilación que hará de las novedades traídas a Sevilla por José de Arce, quien se imbuirá del lenguaje del pleno barroco durante su estancia en Roma, tal y como se analiza en la bibliografía citada. Es su influencia la que se rastrea en sus primeras obras conocidas de Roldán, hasta que mediando el siglo XVII comience a desarrollar un estilo propio que experimentará pocos cambios sustanciales a lo largo de las décadas. Precisamente por ello, la cronología de las obras atribuidas sin base documental se antoja ciertamente difícil, y sus fechas responden necesariamente a un ejercicio comparativo con otras del mismo período.

En primer lugar, cabe decir que el género ya de por sí posee notable interés, pues los bustos-relicarios son ciertamente extraordinarios dentro del panorama sevillano de escultura de la segunda mitad del siglo XVII. La reliquia que le da sentido es así la protagonista de la pieza, para la cual, dada su importancia, su primer propietario quiso hacer una obra para guarecerla digna de su naturaleza, acudiendo a un importante escultor de la Sevilla de su momento. La riqueza de su talla y de su estofado [3] evidencian el interés de que fue acreedora, por lo que cabe presuponer que equivalió en su momento a una elevada suma económica. Más aún, el hecho de que presente una encarnadura posterior es igualmente indicio de que permaneció recibiendo atención al menos hasta el siglo XVIII/XIX, cuando su propietario decidió actualizarla bien por las modas del momento, bien porque había sufrido algún daño o desgaste, aunque sí dejó el estofado original, dada la alta calidad que mostraba, hoy parcialmente perdida como señalábamos líneas atrás.

Por lo demás, en cuanto a su atribución, observamos en la efigie del santo de Asís la aparición de rasgos típicos de la producción roldanesca, como puede ser el ya mencionado fruncimiento de las cejas, visible en otras obras como el Cristo atado a la Columna de Lucena (1675) o la mayor parte de las figuras del conjunto de la Piedad que hoy preside la iglesia del Sagrario de la capital sevillana (1666-1668); el pequeño espacio sin barba entre los mechones del bigote, tal y como se aprecia en el Cristo de la Caridad (1670-1672) o en el San Fernando de la catedral (1682) y, sobre todo, en el facetado de los cabellos, tan característicos de toda su producción, quedando resueltos con potentes golpes de gubia que se suceden formando ces a partir del preminente mechón central ubicado sobre la frente. Por cuanto corresponde a su fisonomía, lo ponemos aquí en relación con la efigie de San Juan Evangelista de El Puerto de Santa María, obra firmada en 1662 cuyas proporciones faciales se asemejan a las del busto-relicario (González, 2004: 159-168), así como con la imagen del mismo santo que realizó para el retablo mayor de la iglesia del Hospital de la Misericordia en 1668, con quien comparte la resolución del cabello y giro de la cabeza (Roda, 2018: 237-252). Precisamente por estos parecidos, considero que la obra que aquí presentamos se podría fechar en la década 1660-1670.

Respecto al estofado, cuesta verdaderamente encontrarle parangón debido a su estado de conservación, que enmaraña el diseño original, aunque son varias las obras de Roldán que presentan una decoración semejante en base al picado de lustre y aplicación de color haciendo detalles florales. La forma de trabajar recuerda a algunos habituales colaboradores del escultor como Diego Díaz y Juan de Paredes, quienes aplicaron el color, por ejemplo, al San Miguel Arcángel de la Hermandad Sacramental de la parroquia de Santa María Magdalena de Sevilla, proveniente del retablo de la Cofradía del Rosario del convento de San Pablo (Torrejón, 2007: 160-161). En particular con su coraza, abigarrada de elementos vegetales dorados que presentan el punteado con punzón en todos sus perfiles, es posible advertir ciertas concomitancias.

Todo lo dicho anteriormente parece efectivamente refrendar la atribución a Pedro Roldán, y así pensamos que puede ser, aunque tampoco descartamos que futuras investigaciones, especialmente tras la restauración de la pieza, puedan hacer virar esta atribución desde el maestro a otro escultor de su entorno. Precisamente, uno de los mayores problemas a la hora de adjudicarle obras a este artista es la variedad tan amplia de registros con que cuenta su producción, una realidad que ya percibimos al estudiar otra pieza, que también representa a San Francisco y que permanece en el convento de Santa Clara de Zafra. En este sentido, cabe igualmente reconocer que la angulosidad que se aprecia en el rostro de nuestra pieza tiene pocos parangones en el resto de la producción de Roldán, así como la nariz de tan reducido tamaño, lo que ciertamente dificulta hablar de manera contundente en esta varia [4]. No obstante, consideramos que la misma da pie a una interesante reflexión acerca de ese cajón de sastre que es el estilo roldanesco, donde entra una amplia variedad de registros y soluciones técnicas y compositivas, propias de un taller tan amplio como lo era el del maestro, de cuyo círculo queda todavía mucha luz por arrojar. La aparición de una serie de rasgos propios de su quehacer artístico directamente nos llevan a pensar en su mano, aunque las diferentes soluciones (dentro incluso de obras documentadas) incitan a calibrar la más que posible participación de varias personas, cuyas involucraciones estarían aún pendientes de conocer. Esta realidad, ya advertida por el profesor Roda Peña en su monografía sobre este escultor anteriormente citada, efectivamente se vuelve a hacer evidente con nuestra pieza, en la que las diferencias con otras obras de su catálogo pueden deberse al trabajo de alguno de sus discípulos más aventajados, dada la evidente calidad tanto de la talla como del estofado. De coincidir la comunidad científica en asignarla a su producción –y a falta de datos concluyentes–, habría que sumar esta resolución a los tipos físicos de su corpus, lo que ampliaría el abanico de posibilidades que podemos hallar en las obras de Pedro Roldán o de su círculo.

Nota

1 Destacamos por su importancia y relación para esta varia Salazar y Bermúdez, 1949: 317-339; Bernales Ballesteros, 1973; Martín González, 1983; Falcón Márquez, 1999; Hernández Gutiérrez, 2009; Dávila-Armero del Arenal y Pérez Morales, 2009; Roda Peña, 2012.

Bibliografía

BERNALES BALLESTEROS, Jorge (1973), Pedro Roldán, maestro de escultura (1624-1699), Diputación Provincial de Sevilla, Sevilla.

DÁVILA-ARMERO DEL ARENAL, Álvaro y PÉREZ MORALES, José Carlos (2008), Pedro Roldán. Catálogo de obras documentadas y de segura atribución, Ediciones Tartessos, Sevilla.

FALCÓN MÁRQUEZ, Teodoro (1999), Pedro Roldán 1624-1699. III Centenario de su muerte, Caja San Fernando, Sevilla.

GONZÁLEZ LUQUE, Francisco (2004), Imaginería en las hermandades de penitencia de El Puerto de Santa María, Ayuntamiento de El Puerto de Santa María, El Puerto de Santa María.

HÉRNANDEZ GUTIÉRREZ, Antonio Sebastián (coord.) (2009), El Señor a la Columna y su esclavitud, Ayuntamiento de la Villa de La Orotava, La Orotava.

MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José (1983), Escultura Barroca en España, 1600-1770, Cátedra, Madrid.

MAURA ALARCÓN, Carlos (2021), «Una posible obra de Pedro Roldán en la clausura del convento de Santa Clara de Zafra», Laboratorio de arte, 33, 479-492.

TORREJÓN DÍAZ, Antonio (2007), «Pedro Roldán. Arcángel San Miguel, 1663», en ROMERO TORRES, José Luis y TORREJÓN DÍAZ, Antonio, Roldana, Junta de Andalucía, 160-161.

RODA PEÑA, José (2012), Pedro Roldán, escultor (1624-1699), ArcoLibros, Madrid.

RODA PEÑA, José (2018), «Juan de Valdés Leal, Bernardo Simón de Pineda y el retablo mayor de la iglesia del Hospital de la Misericordia de Sevilla», Archivo Español de Arte, t. 91, 363, 237-252.

SALAZAR Y BERMÚDEZ, María de los Dolores (1949), «Pedro Roldán, escultor», Archivo Español de Arte, t. XXII, 317-339.

PASCUAL CHENEL, Álvaro y PALENCIA CEREZO, José María (coords.) (2020), Maestros del Barroco español. Colección Granados. Obra inédita, Museo de Bellas Artes de Murcia, Murcia.