El genio y el clasicismo. Picasso como dibujante,
según María Zambrano
Antonio Castilla Cerezo
Universitat de Barcelona (UB)
acastillac@ub.edu
Resumen: Este artículo se propone revisar ciertos pasajes de la obra de María Zambrano (y, en particular, el escrito titulado «Amor y muerte en los dibujos de Picasso») para señalar a partir de ellos los contrastes que parece legítimo establecer entre el arte de Picasso y el de otros creadores (a saber: Giorgio de Chirico, Leonardo da Vinci y José Gutiérrez Solana), contribuyendo así a ubicar con mayor precisión la aportación picassiana al arte moderno. Con este propósito se atenderá ante todo a la reflexión de esta autora sobre determinados dibujos de Picasso, en los que aquella creyó encontrar el feliz desenlace de la trayectoria pictórica de este artista, así como una inversión de algunas ideas generalmente admitidas por relación a los conceptos de «amor», «muerte», «clasicismo» y «genio».
Palabras clave: Arte europeo; Arte moderno; Artes plásticas; Artes visuales; Bellas artes; Dibujo; Teoría del arte.
Genius and Classicism. Picasso as a Draftsman, According to María Zambrano
Abstract: This article intends to review certain passages of María Zambrano’s work (and, in particular, one entitled «Love and death in Picasso’s drawings») to point out that legitimate contrasts may be established between the art of Picasso and that of other creators (namely: Giorgio de Chirico, Leonardo da Vinci and José Gutiérrez Solana). This helps to locate Picasso’s contribution to modern art with greater precision. For this purpose, we will address Zambrano’s reflection on certain drawings by Picasso, in which she believed she had found the happy outcome of the artist’s pictorial career, as well as an inversion of some generally accepted ideas in relation to the concepts of «love», «death», «classicism» and «genius».
Keywords: European art; Modern art; Plastic arts; Visual arts; Fine arts; Drawing; Art theory.
Recibido: 23 de diciembre de 2022 / Aceptado:11 de julio de 2023.
Introducción: la «paradoja Picasso»
En un artículo publicado por vez primera en 1944 y titulado «La destrucción de las formas», María Zambrano creyó advertir en las vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo XX los signos de una «voluntad de destrucción» que, por el mero hecho de haberse manifestado en las más diversas artes, se revelaría proveniente, no ya del ámbito artístico, sino de la raíz de este, que es la vida. Frente a esta voluntad de destrucción –que se expresaría principalmente en el anhelo por romper con las formas plásticas tradicionales– algunos artistas habrían abrazado, a juicio de esta filósofa, el realismo de un modo «un tanto desenfrenado» (Zambrano, 2019: 177), en tanto que otros habrían querido retomar el neoclasicismo «sin embargo de la manera más genial» (Zambrano, 2019: 177), incluyéndose en este último listado los nombres de Chirico, Picasso, Ravel y Stravinsky.
Al abordar el estudio de ese proceso de destrucción de las formas artísticas, Zambrano fue más allá de su maestro, José Ortega y Gasset. En efecto, si este había visto en la actitud iconoclasta de las vanguardias la expresión de una tendencia del arte moderno hacia la deshumanización, su discípula malagueña notó que, dado que las artes plásticas se «humanizaron» en la Grecia antigua (o sea, en el momento y lugar en el que la máscara ambigua, demoníaca y sagrada fue reemplazada por el rostro humano como objeto de la representación), no es de extrañar que al deshumanizarse dichas artes retornase a estas la máscara, culminando de ese modo el cierre del «largo espacio en que el rostro humano se había enseñoreado del mundo» (Zambrano, 2019: 177). No obstante, en «Noche oscura de lo humano», último apartado del artículo que hemos citado, Zambrano señala como iniciador de ese retorno de la máscara a Pablo Picasso, quien en 1911 se dirigió «por primera vez al “arte negro”» (2019: 185), en el que no habría encontrado otra cosa que «la máscara, son máscaras con que ocultar al hombre que él no quiere dejar aparecer en su pintura» (2019: 185). Es así como cabe entender que para esta autora Picasso no sea solamente un artista, sino también el nombre de una paradoja, a saber: aquella en virtud de la cual el iniciador (y, casi con toda seguridad, principal artífice) del proceso de ruptura con las formas plásticas de la tradición occidental es, a la vez, uno de los más «geniales neoclásicos» de su tiempo.
¿Cómo resolver esta paradoja? Es decir, ¿cómo mostrar que no supone contradicción alguna, ni mucho menos aún una traición de Picasso a su propio impulso creador? ¿Debemos pensar quizá que los dos aspectos de la paradoja recién enunciada se superponen tranquilamente, permaneciendo (por así decir) indiferentes el uno al otro? ¿O habremos de asumir, al contrario, que bajo esta aparente dualidad yace una lógica que sería preciso desentrañar si no queremos malentender la trayectoria de uno de los más relevantes artistas del pasado siglo? A fin de intentar dar respuesta a estos interrogantes, en las páginas que siguen revisaremos otros pasajes de la obra de María Zambrano, concediendo especial atención a un texto de 1951 titulado «Amor y muerte en los dibujos de Picasso» (en lo sucesivo, «Amor y muerte…»), que es el escrito más extenso que esta pensadora consagró a la reflexión sobre el creador de Les Demoiselles d’Avignon.
Sobre la esencia del dibujo
Como ha escrito Pedro Chacón Fuentes en su anejo a los textos incluidos en Algunos lugares de la pintura, «Amor y muerte…» tiene su origen en la exposición «Picasso. Sculpture. Dessins», que tuvo lugar en París, concretamente en la Maison de la Pensée Française, entre finales de 1950 y comienzos de 1951, y en la que «Picasso expuso 43 esculturas y 43 dibujos» (Chacón, 2019: 644). Sin embargo, este escrito no comienza refiriéndose a los dibujos de dicha exposición, sino que dedica su tramo inicial a introducir una serie de consideraciones sobre la naturaleza del dibujo en general. En este sentido comienza Zambrano advirtiendo que, a diferencia de lo que ocurre con las producciones de las otras artes plásticas, que se presentan ante el espectador como imágenes plenas, el dibujo tiene una presencia mucho más leve, al borde mismo de la ausencia. Aún de otro modo: si el dibujo es una extraña especie de «cosa» es, ante todo, porque constituye una suerte de límite entre las «cosas» generadas por las restantes artes plásticas, de una parte, y la ausencia de «cosas» (esto es, la nada), de otra. Ahora bien, esta proximidad suya a la nada no es algo que deba reprochársele al dibujo, sino que es justamente lo que lo mantiene ligado a la fuente misma de la creación –y ello por cuanto, si bien en toda creación algo sale de la nada, no por eso lo creado rompe necesariamente toda relación con esta, lo que se manifiesta tanto más claramente en aquellas «cosas» que, como el dibujo, solo se aparecen en tanto que «presencias que son ausencias» (Zambrano, 2019: 252). Claro que si el dibujo es el arte plástico más próximo a la nada es, principalmente, a causa del medio que emplea, es decir, de la línea, la cual no es ya luz, sino sombra estilizada, adelgazada para cortar y, así, definir el espacio. Esto último implica que el dibujo, por hallarse esencialmente desprovisto de color y de peso, y estar vinculado en cambio a la mera línea, mantiene con la vida una relación muy distinta a la que cabe adivinar entre esta y la pintura, porque tanto el color como el peso, que son atributos de los cuerpos vivos, son elementos determinantes en este último arte, mientras que «la línea es vida y muerte indistintos, el más allá de todo cuerpo» (Zambrano, 2019: 253).
Esta peculiar situación del dibujo, en virtud de la cual se ubica entre la nada y las presencias plenas, puede apreciarse no únicamente en las obras (esto es, en los dibujos concretos), sino también en su creador, el dibujante, que tiende igualmente a aproximarse a la nada y, por lo tanto, a extinguir en sus obras la huella de su personalidad, razón esta por la que su producción
[…] lleva la marca de haber sido hecha por nadie y la personalidad creadora en su máximo grado linda también con el no-ser […] y entonces se es un santo, un héroe o un «clásico». Y ese es el escalofrío que sacude al espectador de estos dibujos de Picasso, un contemporáneo, habituados como estamos a mirar al clásico como alguien irremisiblemente desaparecido (Zambrano, 2019: 253).
Este conciso examen de la naturaleza del dibujo nos proporciona, pues, los siguientes dos resultados principales: del lado de la obra, y por el hecho de prescindir la línea de ciertas características (color, peso) propias en cambio de la pintura, se halla el dibujo vinculado, no ya a una «nada sin más», de la que no podría surgir obra de creación alguna, sino a una nada creadora1; y, del lado del artista, en el dibujo se potencia el adelgazamiento, la reducción de la presencia de la personalidad de aquel en la creación final. Por relación a este último punto cabe añadir, primero, que si es posible denominar «clásico» a aquel artista que tiende a reducir la huella de su personalidad en la obra es porque esa actitud se contrapone, por lo menos, a la del «genio romántico», el cual, como veremos con mayor detenimiento algo más adelante, se toma siempre a sí mismo como superior a su obra, razón por la cual esta no vale para aquel más que por la huella que contiene del yo que la creó; y segundo, que por idéntico motivo el clasicismo es incompatible con la propuesta surrealista, la cual pretende que sea reconocible en la obra, no ya el rastro del yo (genial) del artista, sino su ello –y de ahí que André Breton, de una parte, hiciera suya (y, por extensión, de sus acólitos) en el primer Manifiesto del surrealismo la consigna «no tenemos talento» (2001: 40) y, de otra, que aludiera en Segundo manifiesto del surrealismo a «ese romanticismo del que [los surrealistas] nos consideramos históricamente como la cola, pero una cola prensil» (2001: 116)–.
Picasso, De Chirico y la nada en Occidente
Abundando en estas alusiones a Breton, recordaremos que este escritor propuso para la creación surrealista una suerte de método, la escritura automática, que puso en práctica en buena parte de su propia obra poética, pero para el que no encontró un correlato estricto en el dominio de las artes plásticas. Por esto, dicho autor buscó en unos pocos pintores el referente que necesitaba para dotar de un significado lo más preciso posible a la expresión «pintura surrealista», atendiendo en particular a Picasso y a De Chirico. A fin de entender los motivos de esta elección pensamos que puede ser de ayuda retener no solamente el pasaje de La destrucción de las formas en el que Zambrano destaca a estos dos autores como principales «neoclásicos geniales» de la pintura moderna, sino también aquel momento de «Noche oscura de lo humano» en el que, tras señalar a Picasso como primer impulsor del retorno de la máscara en la pintura, añade que este encontró más tarde
[…] el «Arlequín» para que el cuerpo humano no sea tampoco el cuerpo humano. Desaparece, pues, el hombre a la par que la idealidad del mundo. Y el espacio aparece lleno, lleno como hacía mucho tiempo. Y si alguien busca el espacio, como Chirico, resultará ser el vacío, el vacío de un teatro abandonado por sus actores (Zambrano, 2019: 185).
Vemos, así, que Picasso y De Chirico son los dos creadores en los que Zambrano atisbó la paradoja que antes atribuimos exclusivamente al primero de ellos y que consiste, como se recordará, en haber sido los principales promotores de la destrucción de la forma humana en la pintura de inicios del siglo XX (en Picasso, por saturación del espacio [1]; en De Chirico, por vaciado del mismo [2]), de una parte, y en haber protagonizado una redefinición genial del neoclasicismo en dicho arte, de otra. Este último aspecto (es decir, la redefinición del neoclasicismo) no le pareció tan «genial» a Breton, quien mantuvo con todo su admiración por Picasso, en quien apreció una fuerza de la naturaleza que no podía ser contenida por movimiento artístico alguno –y que, por lo mismo, le pareció «el más puro, de lejos» (2001: 46) de entre todos los pintores de su tiempo–, mientras que consideró a De Chirico como una suerte de traidor al surrealismo, llegando a escribir en su primer Manifiesto… que ese artista había sido «por tanto tiempo admirable» (2001: 46), lo que no es sino una modo de sugerir que había dejado de serlo.
Retomando ahora una de las consideraciones que introdujimos en el apartado inmediatamente anterior sobre la naturaleza del dibujo –esto es, aquella que cabe resumir diciendo que dicho arte «se va definiendo atravesando los contrarios uniéndolos» (Zambrano, 2019: 253), porque la línea, que es su medio fundamental, conlleva una manifestación de la nada en la que los contrarios (la vida y la muerte, por ejemplo), confluyen–, la pondremos en conexión con el hecho de que, como recuerda Jesús Moreno Sanz, Zambrano escribió «Amor y muerte…» casi a la vez que el capítulo de El hombre y lo divino titulado «La última aparición de lo sagrado: la nada» (Moreno, 2011: 1252), en el que se traza un fulgurante recorrido por el larguísimo proceso a través del cual se gestó en Occidente la «muerte de Dios». Simplificando la propuesta zambraniana diremos que, pese a que el fenómeno recién mencionado comenzó a prepararse ya en la Grecia antigua (en paralelo al modo en que, desde la filosofía, se fue tematizando gradualmente la noción de «nada»), su momento decisivo no se dio según esta autora en el pensamiento filosófico, sino en la religión, y más concretamente «a partir de Lutero, cuya religión reintegra al hombre a las tinieblas del ser, a la soledad desnuda frente a Dios» (Zambrano, 2011: 210). Fue pues, al concebir a Dios como enteramente separado del ser humano que el protestantismo hizo «surgir la nada […] en la mente y el ánimo del hombre como sentir originario» (Zambrano, 2011: 211), sentimiento que se integró en el catolicismo a través de ciertos místicos (San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos) siguiendo un itinerario que culminó en el siglo XVII, es decir, a la vez que «el hombre occidental se lanzaba a su aventura de ser, de existir como individuo» (Zambrano, 2011: 212). Si esta entronización de la existencia individual se manifestó ante todo en el dominio cognoscitivo con el «(Yo) pienso, luego existo» cartesiano, a finales del XVIII y comienzos del XIX se trasladó al ámbito práctico e, incluso, artístico –con el «yo activo» de Fichte, el cual, a juicio de Hegel, es el presupuesto subyacente a la ironía romántica y, por consiguiente, a la concepción del genio como individuo por principio superior a sus propias creaciones artísticas (1989: 57-61), a la que ya aludimos más arriba. Zambrano observa en este punto que dicho «romanticismo de la creación no será agotado ni sustituido por otro credo vigente hasta los días de hoy» (2011: 212), y ello a pesar de que los intentos por sustituirlo «son múltiples, y no es necesario enumerarlos» (2011: 212-213). ¿Es posible que Zambrano se estuviera refiriendo en estas declaraciones a los movimientos artísticos de vanguardia, con la pluralidad de sus manifiestos y de sus textos teóricos y críticos? En cualquier caso, parece claro que para escapar al romanticismo y reemplazarlo por un clasicismo vigoroso es preciso, en virtud del proceso recién citado, agotar las «colas» de aquel, prensiles o no. Esta última tarea exige, de una parte, atravesar los movimientos vanguardistas, con su multiplicidad de estilos y de obras, sin detenerse por mucho tiempo en ninguno de ellos y, de otra, dejar igualmente atrás la centralidad concedida desde, por lo menos, el romanticismo a la figura del genio creador, accediendo por esta vía a una suerte de impersonalidad superior (o «genial», por emplear el mismo término que usa Zambrano cuando aborda este asunto).
No obstante, antes de que esta doble simplificación sea lograda, tanto la creación artística como su creador tendrán que pasar por una suerte de límite, esto es, por una etapa en la que, lejos de producirse en la obra la síntesis de los contrarios, estos coincidan en aquella y, milagrosamente, armonicen, subsistiendo cada uno de ellos como la antítesis del otro. Cuando tal cosa suceda, cada contrario aparecerá en la obra aislado respecto al otro, no ya por la intervención de un tercer término positivo, sino por nada o, mejor aún, por «la nada», la cual alcanzaría de este modo a manifestarse en el arte de una forma particularmente directa. Es así como aparece en las diversas disciplinas artísticas «la disonancia irremediable dentro de la nada» (Zambrano, 2011: 216), situación en la que no es que la positividad surja de lo negativo sino, al contrario, que «lo negativo surge positivamente; es la positividad de lo negativo» (Zambrano, 2011: 216). Zambrano añade a su descripción del momento histórico en el que la disonancia irrumpe en las artes solamente dos ejemplos, en el fragmento que sigue: «Así, se hace ostensible, por ejemplo, en la música atonal, en la pintura de ciertas épocas de Picasso. Es la aventura del arte moderno» (Zambrano, 2011: 216). Si De Chirico no aparece citado en estas líneas acaso sea porque, al contrario que Picasso, no atravesó múltiples estilos hasta desembocar en la disonancia pictórica para, desde ahí, alcanzar el clasicismo en sus dibujos. En otras palabras: la tendencia a llenar el espacio, que según hemos visto Zambrano atribuyó a Picasso en «Noche oscura de lo humano», no es sino la primera etapa de un viaje que, en un momento muy avanzado del mismo, llevó a dicho artista a plasmar en sus pinturas la nada, deslizándola entre los contrarios, que armonizan sin, por ello, dejar de ser disonantes, y no ya mediante la introducción de espacios vacíos en sus lienzos; al contrario que Giorgio de Chirico –quien, por ello, optó por contraponer la nada al ser, permaneciendo de ese modo ajeno al problema de la introducción de la disonancia en la pintura–.
Picasso, Da Vinci y el «eros» demoníaco
Volviendo al instante de «Amor y muerte…» en el que nos detuvimos más arriba, a continuación atenderemos al contraste que inmediatamente después se expone entre Picasso y Leonardo da Vinci, el cual puede resumirse como sigue: el dibujo es el arte que representa a los cuerpos como huecos y, así, los eterniza, mostrando que la oquedad es la «única forma que tienen los cuerpos de eternizarse, fijándose por su ausencia, mientras que el fantasma que nos da la pintura está sometido el tiempo y amenazado de gastarse por él» (Zambrano, 2019: 254). Es justamente esa oquedad la que, a juicio de esta pensadora, puede vislumbrarse «ante un dibujo de Leonardo o de Picasso» (Zambrano, 219: 254), pues en estas imágenes «se resuelve la pasión cuando ha sido consumida» (Zambrano, 219: 254). Contra lo que ocurre en la pintura, que está relacionada con aquella pasión que, en la medida en que no se ha consumido, es susceptible de adquirir un tinte obsesivo, «la imagen dibujada es libertad, sin rostro alguno de obsesión» (Zambrano, 219: 254). Esta contraposición entre la pintura y el dibujo sirve a Zambrano de base para sostener que «el dibujo cuando más se acerca a su perfección más se aleja de la pintura» (Zambrano, 2019: 255), aproximándose en cambio a la escultura. Por esta vía se obtiene, sin embargo, una paradójica conclusión (ya que dicha autora había comenzado resaltando en el dibujo la oquedad, que es lo contrario de la tridimensionalidad de la escultura) que derivaría en contradicción si no fuera porque Zambrano no relaciona al dibujo con la escultura en general, sino con la escultura egipcia y griega arcaicas en particular –las cuales, por ser hieráticas, no muestran la menor inclinación a relacionarse con su entorno y crean, de ese modo, la sensación de que a su alrededor se ha extendido «un espacio vacío equivalente al blanco del papel» (2019: 255)–.
Es en este punto donde nos parece conveniente recordar que Leonardo da Vinci ocupa un lugar muy específico en la historia del dibujo en Occidente, lo que pensamos que se entenderá algo mejor si se tiene presente que tanto para Giovanni Battista Alberti como para Leonardo da Vinci –quienes fueron, como ha escrito Moshe Barasch, «los dos padres fundadores y representantes clásicos de la teoría de la pintura en el primer Renacimiento» (2010: 122)– el dibujo es una herramienta indispensable, pero también que si el primero de esos dos artistas escribió un tratado sobre pintura, otro sobre escultura y otro más sobre arquitectura, en cambio el segundo de ellos redactó un único escrito extenso sobre arte, el Tratado de pintura. La diferencia que acabamos de anunciar entre Alberti y Da Vinci puede exponerse diciendo que, si el primero de ellos atendió prioritariamente en sus escritos teóricos a las tres (y solamente a las tres) artes recién mencionadas, es porque en ellas el dibujo es una herramienta indispensable; en cambio, para Leonardo lo más relevante no es mostrar el elemento que, por ejemplo, la pintura y la escultura tienen en común, sino aquello en lo que estas artes difieren. Así, advierte primero que tanto la pintura como la escultura se dirigen a la vista, y por consiguiente al ojo, el cual «es la vía principal a través de la que el sentido común puede mejor y más magníficamente admirar las infinitas obras de la naturaleza» (Da Vinci, 2013: 70), pero también que la pintura es superior a la escultura, porque los escultores, además de no poder emplear en sus obras la perspectiva aérea, «tampoco pueden representar los cuerpos transparentes, ni los cuerpos luminosos, ni los rayos reflejados, ni los cuerpos bruñidos como los espejos y similares, ni la niebla, ni las tormentas, ni otras infinitas cosas» (Da Vinci, 2013: 101). En suma, al ser la vista el más elevado de los sentidos, y por ser la pintura el arte menos restringido a la hora de representar las sensaciones visuales, es la pintura la más excelente de las artes –por encima, pues, incluso de la escultura y, en general, de las artes visuales que emplean igualmente el dibujo–.
Si bien no es este el lugar más indicado para explicar con detalle la argumentación que Da Vinci empleó para reforzar esta tesis, hemos querido exponer al menos su razonamiento principal a este respecto para mostrar que el modo en que ese artista entendió la relación entre el dibujo y la escultura difiere del que hemos identificado en «Amor y muerte…», siendo este el motivo por el que Zambrano tuvo que advertir una diferencia fundamental entre las actitudes de Da Vinci y de Picasso hacia el dibujo –pues nada parece indicar que para este último artista dicho arte deba considerarse necesariamente más afín a la pintura que a la escultura–. De ahí, a nuestro juicio, que Zambrano escribiera que el arte de Picasso, por ser enteramente humano, «rehúye lo divino, se adentra en la muerte, colabora con ella en forma bien distinta de Vinci» (2019 : 257), lo que guarda conexión, entre otras cosas, con el hecho de que la muerte no sea para Picasso «rendición del espíritu, sino una tragedia resuelta» (2019: 257) por agotamiento «de la furia que persigue el alma» (2019: 257), es decir, «de cuanto en el amor hay de “eros” demoníaco» (2019: 257). Dicho eros, que en Picasso habría alcanzado su máxima intensidad expresiva y cuya manifestación, en cambio, Leonardo habría rehuido, es según Zambrano «furia de ver, de poseer por la mirada, y por eso crea formas y las destruye» (2019: 258). Así pues, Picasso no habría construido y erigido sucesivos estilos artísticos durante su trayectoria movido únicamente por una abstracta e incorpórea misión histórica (sea esta la traslación de las consecuencias de la muerte de Dios a la pintura o cualquier otra), sino también internamente azuzado por una intensidad erótica que solo habría alcanzado a apaciguarse accediendo al clasicismo mediante el dibujo. Es así como nos parece que puede entenderse que el dibujo sobre el que más reflexiona Zambrano en «Amor y muerte…» sea aquel –del que no nos indica el título– que representa a un fauno que no viola a una mujer, sino que, tras haber agotado por completo su pasión, deja a aquella reposar serenamente, sabedora de que ya no volverá a ser forzada –mientras que en Da Vinci la pasión es sublimada, transformada en obra por la intervención del intelecto, cuyo trabajo consiste en analizar, en diseccionar lo que la mirada le proporciona [3]–. Vemos así que, por relación al arte moderno en un sentido restringido (o sea, al vinculado al surgimiento de las vanguardias del siglo XX), Picasso ocupa una posición en cierto sentido contrapuesta a (y, simultáneamente, complementaria de) la de De Chirico, en tanto que cuando hablamos de «arte moderno» en sentido amplio (o sea, entendiendo que este comenzó con el Renacimiento italiano) la contrafigura de Picasso es en cambio Da Vinci (con quien comparte, no obstante, el problema de la pasión o, más exactamente, el de la transformación en la obra de arte de las pasiones en su contrario).
Picasso, Solana y la España del cambio de siglo
Al poner en común las tesis principales de los dos apartados inmediatamente precedentes, resulta fácil reparar en que el motivo por el que Picasso se contrapone tanto a De Chirico como a Da Vinci es su inclinación al apasionamiento, la cual le lleva a saltar desde una forma plástica hasta la siguiente, para acceder al fin a una serenidad clásica que redefine hasta la raíz. Ahora bien, ¿por qué habría experimentado Picasso esta necesidad de agotar un estilo tras otro, llevando hasta su límite último a la pintura moderna para, a continuación, decidirse incluso a dar el salto, no solo fuera de la pura modernidad, sino también de la pintura misma? Si Freud, al intentar explicar determinadas características de la obra de Da Vinci, optó por buscar la causa de las mismas en ciertos rasgos de la personalidad de este –y, en particular, en el hecho de que en una época como la suya, «que veía luchar la sexualidad más ilimitada con la más rigurosa ascesis, era Leonardo un ejemplo de fría repulsa sexual, inesperada y singular en un artista pintor de la belleza femenina» (1996: 1581)–, a Zambrano le estaba vedada en cambio esta vía para dar cuenta del acceso de Picasso al clasicismo, y ello porque, según hemos visto, el gran «clásico» es para dicha autora aquel artista que ha conseguido retirar de sus trabajos la huella de su personalidad sin, por ello, hacer degenerar a los mismos en meras imitaciones de cánones artísticos precedentes. En consecuencia, Zambrano tuvo que intentar explicar el afán picassiano por la autofagia estilística sin reducirlo a un asunto meramente biográfico o personal, de una parte, y sin ampararse tras meras consideraciones generales sobre la evolución cultural de Occidente, de otra. Esto es justamente lo que, a nuestro modo de ver, esta pensadora logró al relacionar el afán en cuestión con el lugar que Pablo Picasso ocupó en el arte español de su tiempo y, más allá incluso de este, en la tradición cultural española (es decir, en algo ni tan restringido como la historia individual, ni tan amplio como la historia universal).
Zambrano abordó dicho asunto en «Lugar de la pintura en la cultura española», que es la primera sección de un artículo titulado «España y su pintura», en la cual observó antes que nada que, si bien es verdad que (como vimos al comienzo de estas páginas) no solo el arte hunde sus raíces en la vida humana, no es menos cierto que cada disciplina artística «en cada cultura definida tiene un distinto valor, una significación diferente» (2019: 201). Pues bien, siempre a juicio de esta filósofa, la pintura ha tenido en la vida española una función extraordinaria, pues no se ha limitado a brillar en épocas concretas de la historia de este país (como ocurre, por ejemplo, con el teatro, que alcanzó en España su mayor altura durante el Siglo de Oro), sino que ha tenido continuidad, manifestándose particularmente durante los momentos más críticos de esa historia. Un ejemplo parece, sin embargo, contraponerse a esa regla general, a saber: el siglo XIX, durante el cual la pintura española pareció «doblegarse, sobre todo en el triste instante de la Restauración, pero Fortuny, Rosales, sostuvieron la línea del decoro de ese denominador común de nuestra pintura, que es la honradez y fueron, si no otra cosa, fieles» (Zambrano, 2019: 202). Si hay que diferenciar a los meros continuadores y fieles (Fortuny, Rosales) de los genios propiamente dichos es, no obstante, asumiendo a la vez que si hablamos de «meros» continuadores y fieles es porque también hay genios que dan continuidad a una línea artística ya existente, así como otros genios que no son ni continuadores ni fieles (y en los que se manifestaría, por lo tanto, una suerte de genialidad «pura»). La existencia de esas dos formas de genio es lo que entendemos que lleva a Zambrano a mencionar en este punto solo a dos pintores que, en su opinión, se rebelaron contra la «pintura conmemorativa, tristemente teatral» (2019: 202) de la Restauración, a saber: José Gutiérrez-Solana y Pablo Picasso. Ambos, prosigue, son incomparables, «inconmensurables como lo es siempre la obra del genio con la del que solo es continuador» (Zambrano, 2019: 202); y, no obstante, cada uno de ellos representa un tipo distinto dentro del «genio clásico», ya que «Solana es también, como Fortuny y Rosales, continuador y fiel» (Zambrano, 2019: 202), lo que le condujo, no ya a escapar de la España de su tiempo, sino a retratarla en toda su sordidez, siempre al borde del grito expresionista, pero sin dejar que este irrumpa [4], en tanto que «Picasso, por el contrario, se libra de raíz del mefítico ambiente español de principios de siglo y, ganando la libertad del ambiente más propicio lucha espléndidamente solo» (2019: 202). Esta soledad, a la que le confinó su radical rechazo de la situación cultural y política de la España del cambio de siglo, es la que –de nuevo, paradójicamente– le habría llevado a liberarse, volviéndole irreductible a toda cultura, a todo estilo, a toda escuela, etc.
Amor, muerte y libertad (a modo de cierre)
Regresemos ahora al punto de «Amor y muerte…» en el que, tras declarar que «vivir es consumir, hasta llevarlas a la libertad de su muerte, las pasiones» (Zambrano, 2019: 255), Zambrano observa que «la pasión central de la vida es el amor» (2019: 255), el cual, «recoge a todas para llevarlas hacia la muerte a la que aspiran» (2019: 255). Que la pasión aspira a morir es algo evidente, pues la pasión es deseo, y el deseo anhela satisfacción y, por lo tanto, su propia anulación –así como la llama, al arder, consume a su combustible, tendiendo por ello a desaparecer–. Es por este motivo que Zambrano entiende la muerte, no como la mera extinción de la vida, sino como el instante en el que la pasión, después de consumirse por completo, se extingue, experiencia que podemos tener múltiples veces a lo largo de nuestra existencia. Se sigue de ello una distinción entre dos sentidos de la palabra «muerte», el más frecuente y banal de los cuales sostiene que esta no es sino el punto final de la existencia individual, mientras que para el otro es la liberación de la pasión a la que solo accedemos consumiendo a esta última (y no reprimiéndola o sublimándola). Pero ¿habrá una distinción equivalente en «Amor y muerte…» por relación al término «amor»? Todo parece indicar que así es, y particularmente aquel tramo de ese texto en el que Zambrano escribe que, si bien el tema principal de los dibujos de Picasso a los que allí alude (es decir, el del amor que avanza, consumiéndose, hacia la muerte) puede parecer manido, este artista invierte lo que sobre tal asunto se suele pensar. Es así porque, si comúnmente asumimos que el amor es múltiple (por cuanto un individuo puede enamorarse más de una vez durante su vida) y la muerte solo una (ya que solo se muere una vez), tales dibujos sugieren en cambio «que el amor sea uno, y la muerte, múltiple» (Zambrano, 2019: 256). Como ya hemos descrito brevemente el carácter múltiple de la muerte en tanto que experiencia de la consumición de las pasiones, haremos a continuación otro tanto por relación a los dos sentidos del amor que acabamos de anticipar. Así, diremos que el más habitual de ellos (o sea, ese desde el cual suele pensarse que un mismo individuo puede tener durante su existencia diversos amores) da por sentido que aquello que define al amor es su objeto y, por consiguiente, que cuando cambia el objeto en cuestión, estamos ante un amor nuevo; pero también que (por lo menos, desde Empédocles de Agrigento) ha habido quien entendió al amor como el principio de unificación del cosmos y que, en esos términos (esto es, cuando es pensado, no ya desde su objeto, sino en su misma esencia), el amor es necesariamente uno, y nunca múltiple.
Tras delimitar los dos sentidos de las palabras «amor» y «muerte» recién diferenciados, Zambrano los vincula con distinciones previamente establecidas en su texto y así sostiene, por ejemplo, que la muerte (en tanto que múltiple) mantiene una relación con la nada creadora (la cual, según vimos, no debe confundirse con la «nada sin más») en la medida en que ninguna de las dos «es límite, sino elemento de la creación» (2019: 256). Y, no obstante, solo el clásico genial puede crear desde la «muerte múltiple» de la pasión –porque, como escribe de nuevo Zambrano en La destrucción de las formas, el Romanticismo plasma «las pasiones no pasadas, sino pasando» (2019: 181)–, cosa que hace, sobre todo, cuando su acción no está limitada por fidelidad alguna (pues, cuando somos fieles, hay siempre una pasión que nos negamos a consumir). Es, en fin, por este motivo que, en los dibujos aludidos de Picasso, que para Zambrano es el artista que «ha reducido cuanto es posible la pintura a polvo» (2019: 258), se ha resuelto «la tragedia del erotismo, de lo que es símbolo la serie de los idilios entre el fauno dormido y la mujer» (2019: 259) –y, por lo mismo, también la «paradoja Picasso» a la que nos referimos al comienzo de este ensayo–.
Nota
1 Mercedes Gómez Blesa ha hecho alusión a esta ambigüedad del término «nada» en la obra de Zambrano al referirse al tercer párrafo de Claros del bosque, por relación al cual ha escrito que «la “nada” puede referirse a la ausencia de verdad por querer forzarla con la violencia del preguntar, que conlleva una connotación negativa de pérdida y abandono de la luz y de caída en la tiniebla, o bien, la “nada” puede simbolizar lo contrario; un espacio vacío, logrado por la autofagia del yo, como condición de posibilidad de la máxima plenitud que es el encuentro con la verdad. En el primer caso, la nada es sinónimo de ausencia de fundamento ontológico, mientras que en el segundo, es el a priori de la revelación del ser, es una nada creadora» (2018: 649).
Bibliografía
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