La catedral habitada. Historia viva de un espacio arquitectónico

CARRERO SANTAMARÍA, Eduardo

Universitat Autònoma de Barcelona, Bellaterra, 2019

ISBN: 978-84-947993-3-4

Habitar un espacio es vivirlo, transformarlo a medida que nos transformamos en lo que las circunstancias sugieran y los tiempos exijan. La catedral, el espacio histórico sacralizado por antonomasia en Occidente, concretada en una arquitectura contundente y aparentemente definida, no es y nunca ha sido inmune a las necesidades vitales de cambio de quienes desde sus orígenes la han habitado, generando y participando en sus ritos sacros, civiles y profanos. Esa es la visión que Carrero nos urge a recuperar, tanto desde lo académico como desde la apreciación del creyente e incluso del turista actual. La catedral, vista hoy, es la fosilización musealizada de la evolución de tradiciones identitarias, pero también fruto de la improvisación intempestiva.

Para recuperar esa imagen, el autor prescinde del discurso conservador de los estilos que lastra, por su afán clasificatorio y su obsesión por las tipologías –más deterministas que determinadas–, la comprensión de una arquitectura que ha de ser entendida como deliberadamente fragmentada y polivalente, lejos de los criterios actuales que dictan la unifuncionalidad de los espacios. Le interesa igualmente apartarse de la retórica localista, del uso de «lo nacional» como punto de partida o llegada, para centrarse en una heurística que desborda las fronteras de lo hispánico y dialoga con los tiempos, las geografías. Así, si bien se centra en la catedral como fenómeno medieval, no descuida su metamorfosis hasta la actualidad.

Con este propósito divide su libro en tres partes que trasdosan la realidad del templo mayor en relación directa con usos y sus usuarios: «La gestión del espacio litúrgico», «La catedral y el rey» y «La arquitectura de la vida cotidiana». Es decir, discurre sobre su topografía ritual, sus relaciones con el poder temporal, su proyección en la urbe y la dinámica con la masa de fieles que se amparan en ella para mucho más que satisfacer sus necesidades de culto. Puesto que la casuística es la base de su análisis, la riqueza de los ejemplos es extraordinaria; pero va más allá de las fuentes documentales históricas tradicionales para indagar en lo singular: los libros litúrgicos, los de aniversarios, las advocaciones y la anécdota, recordándonos que los usos no siempre están documentados.

Destaca el acervo testimonial en base al cual el autor incide en caballos de batalla concretos: las aducidas ficciones de una tipología netamente hispánica de coro ubicado en la nave anterior al siglo XV, la de la girola como marca inequívoca de iglesia de peregrinación o la de la tipología de iglesia de coronación, entre otras. Sus afirmaciones no rehúyen la polémica y así dice que:

Hasta el siglo XV las catedrales de los reinos ibéricos participaron del mismo modelo de mobiliario que el resto de Europa: coros sitos en el presbiterio y cerrados por antecoros en el transepto. Entre estos, excepciones singulares como Compostela, Toledo, Tarragona o Barcelona instalaron el coro en la nave por razones estrictamente particulares, del mismo modo como ocurría en las catedrales de Laon, Reims, Valeria o Norwich (94-95).

Comprender la topografía del ritual interior que incluye capillas, construcciones efímeras, mobiliario litúrgico, la localización y administración del culto a las reliquias y los cuerpos santos, así como la celebración de las ceremonias universales y particulares, nos ayuda a inteligir el espacio arquitectónico y sus variaciones funcionales, sincrónicas y diacrónicas, que inevitablemente se completan con paraliturgias extrínsecas. Añadamos los usos fugaces de elementos no arquitectónicos –pero no menos cargados de significado– como los textiles preciosos, los relicarios, los textos ubicuos en forma de libros y de epígrafes, a la par de todo aquello dirigido a los sentidos como las campanas y la iluminación, como factores que han de tenerse en cuenta para aprehender la catedral como una totalidad constantemente recreada por tensiones internas y externas.

Al considerar la particularidad de cada cabildo, la injerencia del poder real y las necesidades de cada comunidad, debemos concluir con Carrero que la catedral –cada catedral– es un ente autónomo y contingente. Ante un planteamiento que se presenta tan lógico, cabe preguntarse por la contribución de este libro al corpus de los estudios histórico-artísticos. La respuesta se anunciaba en las primeras líneas: el pronunciamiento de Carrero en contra del conservadurismo del discurso de los estilos.

Nuestra intelección de la realidad medieval y de la catedral como fenómeno concreto, se ha visto contaminada por su vituperación desde el discurso ilustrado, por su romantización desde el discurso decimonónico y por su forzada adaptación al discurso contemporáneo de funcionalidades estancas. El proceso reconfigurador del culto y, por lo tanto, de sus espacios, que se inició con las medidas tridentinas, pasó a convertirse en un proceso desfigurador en aras de valores estéticos ilustrados adversos a lo medieval y lo barroco. Alcanzada cierta revalorización de los caracteres originales, se dio prioridad a un gótico falseado de raigambre violletiana. Por otra parte, el modelo fiable derivado de la planimetría monástica se ha extrapolado con violencia al espacio catedralicio, alentando moldes ilusorios que obstaculizan la lectura de un conjunto en el que las pretendidas excepciones acaban sumando tanto como las constantes. En el Epílogo el autor revalida sus críticas y sus propuestas y nos sugiere que:

Apostemos, por tanto, por una percepción transversal de la historia del espacio arquitectónico desde su uso y sus transformaciones, a través de las constantes que realmente pudieron convenir y supeditar la construcción de un edificio: la liturgia, la historia institucional, la ceremonial, las fiestas locales o la vida cotidiana (407).

Cuando la implementación de este criterio se generalice, quizás podamos derrocar el mito de la catedral diáfana, silenciosa y austera en la que desnudez solo es testimonio de la falta de uso.

Ruth María Campbell Ávila

Universidad de Salamanca