Metáfora en el convento: el placer de la Y griega
Mariano Casas Hernández
Universidad de Salamanca
mcasas@usal.es
En una de las crujías del claustro del monasterio salmantino de la Purísima Concepción se encuentra colgado un lienzo (153 x 117 cm) donde se figura una compleja alegoría de los caminos de salvación y perdición [1]. Nada se sabe de su autoría, ni de la manera en la que llegó al antiguo edificio (fundado en 1601) antes de ser trasladado a la construcción de Antonio Fernández Alba en 1962. Gómez Moreno lo cita como buena pintura de la escuela madrileña, de finales del siglo XVII, opinión fundada en los trajes de los personajes y en el recuerdo de los elementos arquitectónicos a los tabernáculos del estilo de Cano (1967:292). Montaner logró identificarlo en el inventario de 1839, con el título de «Escala de la Gloria y del Purgatorio» donde se le sitúa en el claustro (1987: 154).
La información, escueta y rica, señala claramente que su ubicación en el domicilio actual es semejante a la antigua en el corredor íntimo donde la religiosa también contempla, medita y ejercita su carisma, sola y en comunidad, con introspección, procesiones y prácticas piadosas. Ejemplo que, por otra parte, evidencia la continuidad de funciones de este tipo de objetos en el ámbito interior de la clausura femenina. El claustro se transforma, no tanto en mero lugar cerrado, cuanto en paraíso y ámbito propicio para la práctica ascética y el cultivo interior proyectado al mundo (Elías, 1736: 155-156). Allí, la franciscana descalza en su devenir percibe los estímulos visuales de las imágenes y lienzos dispuestos en los muros. En este contexto el cuadro que nos ocupa sirve de soporte visual activo para mantener la observancia de la vida religiosa al mostrar las vías dicotómicas de la elección moral.
En el título dado a la obra en el inventario, como elocuente testimonio directo de cómo era percibida e interpretada por la propia comunidad en aquel momento, resalta el subrayado de los pasos que van conduciendo a cada uno de los fines, ya sea la escala de las virtudes, ya sea la de los vicios. No resulta baladí el hecho de que en la audiencia de la clausura la dicotomía no conduzca a la perdición, como en el texto de referencia original del que procede, sino al purgatorio, a ese estado intermedio en el que se lleva a cabo la purificación del alma y la expiación del reato de culpa de los pecados perdonados y de los veniales. Es decir, el peligro al que se expone el alma de la religiosa en su vivencia cotidiana de la clausura, en el cumplimiento de los deberes propios de su estado, que asume (Arbiol, 1717). Por ello la obra se torna en ilustración docente para la enseñanza de las novicias y en memoria visual perenne –«ver para el recuerdo» (González, 2017: 171-176)– para las profesas. Le Goff señala la creación del purgatorio por conjunción de elementos (1989: 30) y cambios mentales en los que la transición del subrayado de un juicio final de carácter escatológico bascula hacia el juicio individual, muy vinculado a las acciones personales realizadas. Además, se encuentra muy ligado con el sacramento de la reconciliación, la penitencia, los ejercicios piadosos, la economía de la salvación, las misas de sufragio, las indulgencias, etc… y explosiona con especial incidencia tras el Concilio de Trento. La salvación individual no se encuentra asegurada (en oposición clara a la opinión protestante), y depende de cada sujeto y de sus obras, incluyendo a las personas consagradas, quienes también debían ganarse día a día su propio acceso a la gloria y purgar las culpas de los pecados cometidos y confesados, mejor durante su paso por la tierra que con las penas del purgatorio, donde se hace singularmente necesario el auxilio de la Iglesia (De Roa, 1669).
El cuadro reproduce con modelos propios del siglo XVII el grabado del Pentaplon christianae pietatis de Antonio de Honcala (1546) (Casas, 2018: 292), directamente referido en la cartela [2]. Traza una gran Y (Bouza, 1991) en cuyo comienzo se encuentra el recién nacido en su cuna para ir figurándolo reiteradamente en distintos estadios de su crecimiento, con los elementos y ocupaciones (juegos y estudio) que le son propios en cada momento, hasta llegar a la edad de la discreción, cuando tiene que enfrentarse con el ejercicio de su soberana libertad y libre arbitrio a ascender por el suave camino del vicio o por el estrecho y fatigoso de la virtud. Para ello cuenta con la evangélica guía que enmarca toda la composición representados en figuras y textos estratégicamente ubicados (Mt 7,13-14; 25,46). El relato bíblico traza la cartografía que revela el destino de las posibilidades de elección. El viandante, a punto de acceder a este lugar, se gira al espectador en retórica llamada de atención y le señala el espacio de prevención previo al grave momento en el que debe optar [3]. La decisión se toma al cobijo de un pabellón cubierto por bóveda de arista, sobre el que emerge el Crucificado. La solución plástica cuida el protagonismo de éste, al constituir Él mismo, conceptualmente, la condición inexcusable que abrió la posibilidad de redención. Dos alegóricos personajes femeninos actúan como interlocutores: una mujer ostentosa y llamativa frente a otra recatada y austera. La primera conduce a la senda de la perdición (Pr 7,18) y la segunda a la de la virtud («Fuge voluptatem escam malorum»). El camino del vicio, sembrado de rosas, ancho y fácil de transitar, encadena la antítesis de las virtudes que construyen el de la bienaventuranza, estrecho y fatigoso. Así se resuelven en oposición los correspondientes pares.
La enumeración incide en la consecución necesaria del anterior para conseguir el siguiente (continentiam seguitur frugalitas, frugalitatem gravitas, gravitatem studium…), mostrando, más que un engarce de eslabones, una concepción de peldaños necesarios para la configuración de la escala moral de cada opción, que en modo alguno puede saltarse y se sigue en obligada solución de continuidad. El primero de los tratados del Pentaplon se encargará de exponer con minuciosidad la argumentación y mensaje espiritual de ambas escalas.
Al finalizar la vía del vicio, transitada por parejas con ademanes cortesanos, el hombre se precipita hacia el infierno donde, desnudo (trasunto de Gn 3,7), sufre el tormento del fuego y la acción demoníaca, retórica visual de la destrucción de la persona y de su aniquilación. El versículo de la Epístola de Santiago (1,15) así lo sanciona. Como contraste, el fin de la senda de la virtud, se representa en el extremo opuesto de la diagonal. Allí, ante un rey David que ha transitado por la vía que comienza con espinas y se transmuta posteriormente en rosas (Sal 83,8), aparece enaltecida la Inmaculada Concepción, bajo gloria presidida por el Padre Eterno.
El Calvario ha simplificado las cartelas en hebreo y griego del grabado, respetando únicamente las latinas. Se ha tratado de representar la efusión sanguínea de Cristo con su recepción en los cálices que sostienen los seres angélicos. No escapa a esta iconografía ni el carácter eucarístico ni el sacrificial del acontecimiento del Calvario, mientras muestra claramente en las filacterias desplegadas en su entorno (Mt 25, 34,41,46) que el principio de la retribución de la justicia divina se encuentra en Él, principio de unidad de la historia de la salvación. Esta razón teológica orienta una vida y práctica de piedad cristocéntrica, aspecto central de la obra del abulense: «Sed author ipse Honcala ad imaginem potius Christi crucifixi referti voluit» (Honcala, 1546: s.f.).
La mayor diferencia del lienzo con la estampa del Pentaplon, más allá de los tipos humanos y arquitecturas desarrolladas, propias de la época y de las técnicas de cada uno, corresponde al remate de la vía de la virtud, donde en el original aparece el recibimiento que hace el alma de la emperatriz Isabel (aplicando el esquema de una asunción y coronación mariana) a Carlos V, a la que sigue un Cristo glorioso mostrando las llagas junto al Espíritu Santo [4]. Aquí es donde se pueden encontrar indicios de la adecuación a la audiencia para la que ha sido ejecutada la obra. Probablemente la justificación del cambio, despersonalizado del modelo regio, se dirige a otro espectro más amplio de público, que se identifica con la defensa de la opinión pía de la Inmaculada Concepción, convertida en cuestión de estado en los siglos del barroco español y muy instalada en la sociedad del momento como elemento identitario, mostrándose como prenda de consuetudinario «pedigrí» social (Ruiz, 2018: 171-184). María es el modelo a imitar, el ejemplo insuperable al que reverentemente se acerca el propio David, ascendente central del bíblico tronco de Jesé, del que procede el Mesías. Las virtudes de la escala, por tanto, son atribuidas en rango máximo a la persona de la Virgen que, como receptora anticipada de los méritos de Cristo, fue concebida sin pecado original y como consecuencia de su opción fundamental, las observó y practicó en grado sumo. María es presentada así como asintótica y modélica referencia para la audiencia del lienzo, que no solo tendrá en ella el espejo de los ejercicios de piedad o del tránsito virtuoso, sino también el referente de la propia virginidad.
Al ser el varón el protagonista de la elección de los caminos y el que mayoritariamente transita por ellos en una posición preeminente, podría considerarse que no ha sido adaptada la iconografía para una audiencia fundamentalmente femenina; pero si se considera de una manera más universal, en términos de especie y no de género, su mensaje es válido también para el ámbito de la clausura, aunque no fuera encargado desde un principio para ella. Quizá formara parte de la dote de una monja o fruto de alguna donación o testamento, circunstancia que, por otra parte, permitiría establecer a las religiosas vínculos espirituales con familiares, amigos y donantes trascendiendo la misma muerte (Nalle, 2008: 255-272). El modelo supremo es el ejemplo de la Virgen María, que aquí bien se acomoda a la advocación del monasterio de franciscas al que pertenece, la Purísima Concepción.
Es particularmente llamativo que en 1628, cuando el cabildo de Ávila decide cambiar los restos del magistral a una nueva sepultura más digna, lo haga motivado por la fama de santidad del personaje. Quizás esta data abunde en la vigencia y actualidad contemporánea de sus enseñanzas, dadas a la imprenta, y de la ejecución de obras gráficas basándose en el Pentaplon. La referencia a él (un topos de santidad) realizada por el primer biógrafo de santa Teresa, Francisco de Ribera, puesta en boca de la misma reformadora, bien indica la relevancia de la que gozaba en su momento y puede servir como acicate para conocer su doctrina espiritual a quienes se encuentran insertas en la vida del claustro (Jiménez, 1981: 75). Me pregunto si no sería extraño encontrar un ejemplar en algunas de las bibliotecas de estos establecimientos, junto a otras obras espirituales, puesto que su redacción en latín dificultaría el acceso a no pocas religiosas. Sin embargo, en este contexto el valor del grabado y de su explicación aumentaría considerablemente, al ser más fácilmente asequible su contenido en la formación de las religiosas. La nueva proyección monumental que alcanza en la composición salmantina parece señalar en esa dirección, de una audiencia reducida, prácticamente individual, erudita y preparada intelectualmente, hacia otra más amplia en la que se democratiza el acceso a través de la imagen y a la que se añade de manera solidaria, seguramente, la explicación de la primera, que había leído el tratado. Posteriormente, la memoria y la meditación guiarán la visión de la religiosa.
Bibliografía
ARBIOL, Antonio (1717), La religiosa instruida, Manuel Román, Zaragoza.
BOUZA ÁLVAREZ, Fernando J. (1991), «Vida moral del alfabeto. El canónigo Antonio de Honcala y la letra de Pitágoras», Fragmentos, n.º 17-19, pp. 17-19.
CASAS HERNÁNDEZ, Mariano (2018), «Alegoría de los caminos de la salvación y de la perdición» en Mons Dei, Las Edades del Hombre, Valladolid, pp. 292-293.
DE ROA, Martín (1669), Estado de las almas del purgatorio, Hiacinto Andreu, Barcelona.
ELÍAS GÓMEZ, Juan (1736), Assistencia de los fieles a los divinos oficios, y missas del año, T. I, Antonio Marín, Madrid.
GÓMEZ MORENO, Manuel (1967), Catálogo monumental de la provincia de Salamanca, Ministerio de Educación y Ciencia, Madrid.
GONZÁLEZ SÁNCHEZ, Carlos Alberto (2017), El espíritu de la imagen, Cátedra, Madrid.
HONCALA, Antonio (1546), Pentaplon christianae pietatis, Ioannes Brocarius, Alcalá.
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MONTANER LÓPEZ, Emilia (1987), La pintura barroca en Salamanca, Centro de Estudios Salmantinos, Salamanca.
NALLEE, Sara T. (2008), «Private Devotion, Personal Space. Religious Images in Domestic Context» en PEREDA, Felipe et alii (coords.), La imagen religiosa en la Monarquía hispánica. Usos y espacios, Casas Velázquez, Madrid, pp. 255-272.
RUIZ IBÁÑEZ, José Javier, «Inmaculismo e hispanofilias en el siglo XVII» en MÍNGUEZ, Víctor y RODRÍGUEZ, Inmaculada (dirs.) (2018), La piedad de la Casa de Austria. Arte, dinastía y devoción, Trea, Madrid, pp. 171-183.