Javi Cruz, «Trémula»

Centro de Arte Dos de Mayo (Móstoles, Madrid)

Del 19 de enero al 25 de abril de 2021

En el contexto de la sobreestimulación visual a la que nos hemos acostumbrado durante los últimos años empieza a mostrarse apetecible la vuelta a la sencillez poética, una de las características del llamado «giro material» que la estética contemporánea reivindica. Ante el predominio de lo digital, lo físico entendido como lo material adquiere una nueva dimensión simbólica. Este giro teórico ha supuesto un punto de inflexión en la percepción de lo artístico: trascender la representación y centrarse en la realidad, en los objetos mismos. Un nuevo modo de hacer y observar que genera una revulsión sentimental mucho más potente. Sin duda, uno de los mejores ejemplos de este retorno a la naturalidad, a la atención matérica como vehículo de la expresión más íntima, es la exposición de Javi Cruz (Madrid, 1985) en el Centro de Arte Dos de Mayo.

En esta exposición el artista realiza una especie de revisión biográfica a partir de un elemento que le ha acompañado toda su vida hasta hace pocos meses: el chopo temblón, o Populus tremula, que se situaba frente a la casa donde nacieron el artista y su hija. Fue su reciente tala lo que desencadenó el conmovedor relato que el artista nos ofrece en estas dos salas del museo. Desde esta premisa tan simple Javi Cruz va descubriendo una red de conexiones que se había tejido entre los elementos que habían compartido escenario con el chopo y él, sin que las hubiera prestado atención anteriormente.

La principal herramienta discursiva para la narración de este relato es su reducción a esencias abstractas, que son simbolizadas en la exposición mediante el rastro generado por la materialidad del protagonista, el chopo. Los vestigios materiales de este árbol actúan como reminiscencia de su historia, es decir, este y el resto de cuerpos son representados como una abstracción mediante la presencia su propia materia. El principal conjunto de restos expuestos proviene del propio chopo que el artista pudo bajar a rescatar la misma noche de su tala, y con los que ha convivido cierto tiempo [1]. Estos fragmentos conforman un esqueleto central extendido a lo largo de la sala, que articula un centro en torno al que se sitúan otros elementos procedentes del mismo, del protagonista de esta biografía. Pero este cuerpo no es entendido solo como un cadáver, sino a la vez como escenario de la génesis de nuevas vidas, como es el caso del hongo Chrysosperma, que hubiera acabado naturalmente con la vida del chopo, y que probablemente fuera el motivo de su tala [2]. Continúa así sobre su superficie el desarrollo de nuevas narrativas y simbiosis generadas a partir de su esencia material, como el crecimiento de líquenes que continúan reproduciéndose durante el transcurso de la exposición. Este es otro rasgo característico del mencionado giro material, la puesta en evidencia de la autonomía objetual, de la «materia vibrante» en términos de la teórica Jane Bennett, que encabeza la corriente de los «nuevos materialismos», y conocida por señalar la agencia –en su sentido más latouriano– de los cuerpos inanimados. Las piezas de esta exposición no son intervenidas como tal por el artista, sino que mutan y transitan distintos estados por su interacción directa con otros cuerpos o sustancias.

La presencia de Cruz en la exposición también se limita a su corporeidad matérica –de forma simbólica– en algunas de las paredes de la sala, que han sido intervenidas con ácidos que se encuentran en el cuerpo humano, como el ácido láctico presente en el sistema motor, y el ácido clorhídrico en los procesos digestivos. Así, convierte directamente la sala además en otro elemento mutante, que en paralelo a los restos del chopo y las demás piezas, van transformándose autónomamente. El artista ya hizo algo similar en una de las paredes del mismo museo, sobre la que entonces aplicó sustancias efervescentes para la exposición «Querer parecer noche» (2018), y que como parte de esta nueva muestra ha decidido rescatar para comprobar su estado actual. Este es el motivo de las perforaciones realizadas sobre la actual pared del museo, mediante la que se tapó ese muro primigenio que ahora vuelve a estar a la vista.

Tanto en esa antigua pared como en el resto de la exposición, el artista ya no actúa como causa formal, pues no modela las piezas que conforman la instalación, sino que es solo la premisa que encauza la agencia de los materiales para que puedan construir su propio relato, pero en un contexto expositivo. No se pretende un cambio ontológico del estatus de esos objetos, que no son «objetos encontrados». Son los protagonistas de una historia que se narra en/mediante su materialidad misma y de la que el artista es solo un agente más. La exposición se convierte entonces en el escenario de la mutabilidad y reacción del material a estímulos ajenos al artista.

Lo mismo sucede en la escena que termina de completar la secuencia narrativa de esta sala principal; un micro-botellón junto al que se ha colocado un viejo cartel de bar rescatado. Sobre una pequeña mesa hay vasos con restos de bebidas y recipientes que han sido intervenidos con ácido salicílico extraído del mismo chopo, cuya mezcla ha cristalizado en reacciones químicas que se desarrollan, en definitiva, gracias a la esencia del árbol como protagonista del relato.

En la pequeña sala anexa aparece otro gran protagonista de la biografía del chopo: el poto, una pequeña planta de interior con la que la abuela del artista inauguró su casa; estuvo situado durante cuarenta años tras la ventana que daba al árbol del exterior. Como Javi, sin saberlo, el poto también había sido acompañado por el chopo talado. De la misma forma que en el resto de la exposición, en esta escena el material sigue actuando como contenedor de significados, de una historia propia en la que se van enraizando otros agentes, pero en este caso de manera aún más literal. El poto de su abuela se expone en la sala, pero ahora la superficie que actúa de continente de este son las mismas ventanas que lo habían separado del chopo durante todo ese tiempo y que el artista ha extraído de su casa y moldeado térmicamente para poder dar cabida al poto. Pero además, sobre estas ventanas sucede un acto que añade otra capa poética más, el reencuentro de ambas plantas, pues la tierra del poto ha sido sustituida por compost realizado con carbón a partir de otra parte de los restos del chopo que el artista incineró.

Toda esta simbolización entremezclada es rematada con un emotivo gesto de rabia, también hacia y mediante el material en sí mismo. Javi Cruz cierra el ciclo del relato disolviendo varios restos de motosierra en más ácido salicílico proveniente de la corteza del chopo talado, dejándolo consumar su propia venganza. Así termina la exposición, con la justicia poética que conlleva la lucha química de esencias que encapsulan el testimonio simbólico de toda una biografía sentimental.

Alberto Arribas

Universidad Complutense de Madrid