Una serie inédita del pintor murillesco
Juan Francisco Garzón (ca. 1660-1694)
sobre La vida de la Virgen (ca. 1692-1694)

Fernando Cruz Isidoro

Universidad de Sevilla

cruzisidoro@us.es

Resumen: Se identifica una serie de doce cuadros, con la vida de la Virgen María, del pintor sevillano, poco conocido, Juan Francisco Garzón (ca. 1660-1694), que formó parte de la estela murillesca del último tercio del siglo XVII. Varios de los lienzos conservan su firma, lo que permite documentarlos y el análisis de su estilo para la caracterización de su personalidad artística. Se conserva íntegra en la iglesia del monasterio de dominicas de Madre de Dios de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).

Palabras clave: Pintura barroca sevillana; Iconografía mariana; Juan Francisco Garzón.

An Unpublished Series of the Murillo-Style Painter Juan Francisco Garzón (ca. 1660-1694) about The Life of the Virgin (ca. 1692-1694)

Abstract: Here we identify a series of twelve paintings by the little-known Sevillian painter, Juan Francisco Garzón (ca. 1660-1694) about the life of the Virgin Mary. Garzon was a follower of Murillo in the last third of the 17th century. Several of the canvases bear his signature, which allows us to document and analyse his style for the characterization of his artistic personality. The paintings are preserved intact in the church of the Dominican monastery of Madre de Dios in Sanlúcar de Barrameda, Cádiz province.

Keywords: Sevillian Baroque Painting; Marian Iconography; Juan Francisco Garzón.

Recibido: 27 de diciembre de 2020 / Aceptado: 5 de abril de 2021.

El estado de la cuestión de un pintor casi desconocido

Su personalidad es apenas conocida, aunque se sepa de su existencia desde que Ceán Bermúdez le dedicara, en 1800, una entrada en su Diccionario. Lo hace sevillano y «discípulo de Murillo, a quien imitó muy bien», y que «tuvo estrecha amistad con Francisco Meneses Osorio, su condiscípulo», hasta el punto de considerar que practicaban formas comunes «que andan confundidas con las de otros imitadores de su maestro» (1800: T. II,176; T. III, 119). Lo incluye entre «sus amados discípulos» Meneses Osorio, Juan Simón Gutiérrez, Alonso de Escobar, Fernando Márquez Joya, Francisco Pérez de Pineda, José López, Francisco Antolínez, Esteban Márquez, Pedro Núñez de Villavicencio y el mulato Sebastián Gómez (Valdivieso, 2003: 362).

Un perfil insuficiente y con errores (Camón 1977: 585) que se ha mantenido hasta que Quiles y Kinkead publicaron varios documentos que han fijado brevemente su perfil biográfico y profesional, y se sumasen varias atribuciones por Valdivieso, como la serie de Santa Rosa de Lima del Hospital de la Caridad de Sevilla (Valdivieso, 2018: 47), considerada de Meneses Osorio (Valdivieso y Serrera, 1980: 76-77). Su atribución resultó valiente, al depender de la única obra firmada que se conocía, una Virgen con el Niño en colección particular no localizada.

Lo publicado hasta ahora nos permite saber que Juan Francisco Garzón nació en Sevilla, hacia 1660, pues creemos que su padre, Juan Rodríguez, debió ser el cantero de ese nombre y apellido vecino de Lorca (Muñoz Clares, 2014: 47-49) que, tras enviudar y fallecer su primogénito Juan, se trasladó a Sevilla hacia 1659, como escultor, y que contrajo nuevas nupcias en 1660. De esa unión nacería. La relación familiar con la pintura la atestigua la participación paterna en 1665, titulándose arquitecto, en el alquiler de unas casas por el pintor y grabador Matías de Arteaga, lo que parece entrañar lazos laborales y de amistad. No es de extrañar que si el joven Juan Francisco se movió desde niño en ese ambiente decidiera, al quedar huérfano de padre, entrar como aprendiz del pintor Francisco Meneses Osorio. Se protocolizó el 5 de diciembre de 1672 ante el escribano Francisco de Palacios, aproximándonos a su edad, pues aparece como «muchacho» y huérfano, comprometiendo una relación de cinco años, y aclara la vinculación estética advertida por Ceán, no de condiscípulos sino formativa, que le permitió asumir la carga murillesca de Meneses Osorio que sí que fue discípulo de Murillo e integrante de su Academia de Pintura (Corzo, 2009: 75, 78).

Trece años más tarde, el 28 de mayo de 1685, independizado como pintor y vecino en la calle Ballestilla, actual Buiza y Mensaque, arrienda unas casas en la de Sierpes al cura del Sagrario Alonso García Valladares, frente al colegio de San Acasio, por un año y 7 ducados. Marca su preferencia por la zona, pues tras esa estancia no abandona el barrio, y arrienda a la viuda de Francisco de Ortega otra vivienda más barata en la cercana plaza de San Francisco. La escrituró el 26 de agosto de 1686 por diez meses y 4 ducados y medio, saliendo por fiador Antonio García (Kinkead, 2006: 207, 347).

Su trayectoria profesional ha pasado desapercibida entre la pléyade de murillescos que prosiguieron el arte delicado y sensible del gran maestro, por una obra indocumentada y escasa por su temprano fallecimiento. Esa fugacidad ha determinado que, diversos historiadores, ni siquiera lo citen en esa secuela (Pérez Sánchez, 1992, 2010: 363-368). Pero se intuye un artista de cierta calidad e integrado en el gremio hispalense del último tercio del siglo XVII. La condición de arte liberal, puesta en entredicho por Hacienda, determinó el 21 de enero de 1692 que varios maestros sevillanos, entre los que se encontraba Garzón, dieran un poder para defender sus privilegios ante el Real Consejo de Castilla, y el nombrar un representante en la Corte (Quiles, 1991: 211-214). Poco más se sabe de su vida, solo que, enfermo de gravedad con unos treinta y cuatro años, testó ante Juan de Castro Soria el 31 de julio de 1694, y que falleció a las dos semanas en su casa de la callejuela de la Pulga, actual Olavide. Fue enterrado en la inmediata y desaparecida parroquia de la Magdalena el domingo 15 de agosto (Kinkead, 2006: 207, 347). Murió, por tanto, en el cenit de su actividad laboral.

El desconocimiento sobre su personalidad artística habría continuado en ese punto, más o menos tiempo, si no fuera por un hecho circunstancial que nos ha permitido identificar el único conjunto de obras que con certeza le pertenece, una docena de cuadros con la Vida de la Virgen María dispuesto en la parte superior de la iglesia del monasterio de dominicas de la Anunciación del Señor, vulgo de Madre de Dios, de Sanlúcar de Barrameda. Su análisis e incluso la visión resultan problemáticos, con escenas de personajes de mediano tamaño que parecen perderse en la amplitud de paisajes y escenarios arquitectónicos, y por su regular conservación, con repintes y embolsamientos, polvo, barnices torcidos y pérdidas en los pliegues y zonas próximas al marco, lo que determinó que, en una reciente publicación sobre el inmueble, se atribuyesen a otro artista de fórmulas afines, Francisco Antolínez (Cruz, 2018: 402-412). Sin embargo, al estar colgada sin el orden lógico de los episodios, animó a la comunidad a bajarla para su correcta disposición en agosto de 2020. Nos permitió su identificación, al conservar varios cuadros su firma, intuyéndose en el resto a pesar del deterioro y repintes, y su reportaje fotográfico. Luego se desplegaron por el costado del Evangelio del presbiterio, muro de ese lado, pies, muro de la Epístola y muro presbiteral de la Epístola.

Si el objetivo principal se cumplió, al identificar la única serie de pinturas documentada del pintor por su firma, aunque sin fechar, y su análisis para aproximarnos a su personalidad artística, para individualizarlo dentro de la estela murillesca, la investigación en fuentes primarias para localizar su adquisición o donación dio un resultado desigual, al dejar solo una huella documental moderna1, aunque se reconocieron sus fuentes visuales.

El contexto: el generoso mecenazgo de las Vint y Lila

La fundación del monasterio, que se remonta a fines del siglo XV y al patronazgo de los Pérez de Guzmán, señores de Sanlúcar de Barrameda, determinó un conjunto monumental configurado a lo largo de los siglos, gracias también al generoso mecenazgo de familias de comerciantes y aristócratas cuyas hijas profesaron en él, especialmente a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII (Velázquez, 1758, 1995: 169-185; Cruz, 2018: 31-93). Significativo fue el legado de las Vint y Lila, nacidas en el seno de una familia sanluqueña de origen flamenco, luego asentada en Cádiz, en el barrio de Santa María. La presencia de los Lila se constata en Sanlúcar desde 1616, sucediéndose una segunda generación en la ciudad, mientras que la tercera se desplaza a Cádiz, la de José de Lila y Valdés, caballero de Calatrava y marqués de los Álamos del Guadalete, con lo que la familia pasó de su condición hidalga de ricos comerciantes extranjeros a la de rancia familia aristocrática, que determinará una faceta religiosa y de mecenazgo (Velázquez, 1760-1996: 282-283).

Fue Luisa de Lila y Valdés, una de sus hermanas, la que primero profesó en el monasterio, en 1658, con el nombre de sor Luisa de San Raimundo, y avaló el ingreso de su sobrina Antonia de San Pablo de Vint y Lila, nacida en Cádiz e hija del capitán Juan de Vint o Vintte, regidor perpetuo de la ciudad y caballero de Calatrava, y de Margarita de Lila y Valdés, hermana de sor Luisa. Aunque renunció a su fortuna en favor de su tío José de Lila en 1678, se reservó 6.000 ducados para mantenerse con holgura en la clausura y, al fallecer su tío, reclamó la devolución de su legítima, que iba a recaer en su hermana menor Ana Micaela. Originó un conflicto familiar que se resolvió a favor de las monjas en 1680 cuando Ana también profesó, aunque las desavenencias prosiguieron. Finalmente, en julio de 1692, sus primos le entregaron más de 3.000 pesos escudos que donó al monasterio2. Con esa herencia se adquirió buena parte de su patrimonio artístico barroco, probablemente la serie de Garzón, y se reedificó el inmueble entre 1742 y 1750 (Cruz, 2018: 267-273, 298-300, 512-515, 528-540, 544-548, 553-558, 572-573).

La serie de la Vida de la Virgen María

Está formada por una docena de cuadros de formato alargado, al óleo sobre lienzo, de 184,5 x 122 cm aproximadamente, salvo el de los Desposorios, que ha sido recortado y es de unos 180 x 117 cm. Presentan marcos de madera de la época, con bordura entallada y dorada con medias ovas de suaves ondulaciones y dentellones, y perfil interno elevado. La media caña central, presenta policromados capullos y hojarasca en los ángulos, de suaves tonos rosas pálidos, tierras y grises. Han sufrido retoques, sobre todo los dorados.

Los cuadros, sin fechar, quizás de hacia 1692-1694 por consideraciones vitales y de mecenazgo, están firmados con la fórmula «Juan Fran.co Garçon» [1], en buen estado en los Desposorios, Presentación de Jesús al Templo y Asunción, se intuye en el del Nacimiento de la Virgen, y casi no se aprecia en el resto por los repintes.

En cuanto a su estilo, la serie es fruto, como señala Benito Navarrete en la reflexión que realiza sobre la estela murillesca, del fuerte arraigo que en la sociedad sevillana dejó la producción de Murillo, que originó una larga secuela. Al principio desarrollada por sus discípulos Juan Simón Gutiérrez, Meneses Osorio o Esteban Márquez, que reprodujeron sus creaciones y novedosas propuestas por iniciativa propia y/o a instancias de la clientela, y que luego se perpetuó con los murillescos de una segunda generación e, incluso, de posteriores, gracias al conservadurismo de una sociedad que seguía demandando esas fórmulas por el prestigio que su recuerdo entrañaba (Navarrete, 2017: 11-22), y que superó lo meramente local con la presencia de la Corte en Sevilla durante el Lustro Real (1729-1733) (León, 1990: 50-53, 60-63).

Garzón, como otros murillescos, asumirá esas fórmulas comerciales y de prestigio solicitadas, con recetas compositivas y fisonomías tomadas del maestro, como la comprensiva figura de San José o la bellísima Virgen María [2], que sigue las Inmaculadas de Murillo. Y que también resulta evidente en los personajes secundarios, como en el elenco de rostros de su Asunción, donde los femeninos repiten los de Rebeca y Eliezer, del Prado, aunque tampoco faltan tipos de Valdés Leal, más expresivos, como también ocurre con Juan Fernández (Valdivieso, 2003: 470). Lo comprobamos en uno de los sacerdotes de Jesús entre los doctores [3], tomado del Arrepentimiento de San Pedro de la iglesia cordobesa de San Pedro o de La liberación de San Pedro de la Catedral de Sevilla, y con los ángeles que elevan a María a los cielos, extraídos del cuadro de similar temática del Museo hispalense.

En general, Garzón se muestra como un artista capacitado, de buen dibujo y pincelada suelta y ágil, empastada y restregada, que compone con cierta soltura, resolviendo las agrupaciones de personajes secundarios, algunos apenas esbozados que emergen del fondo sugestivamente por su ligereza. Igual de interesante se nos antojan los personajes diminutos, en grisalla o sanguina, que aparecen en tercer plano en las alturas de los edificios o expectantes en balcones y ventanas. El abuso del claroscuro resta brillantez a sus composiciones, al adolecer su paleta de luz, con tierras y verdes apenas resaltados por tonos fríos como azules y amarillos-oro. Algún toque de color, como el carmín, y la suave luz dorada de los rompimientos de gloria rompen esa dinámica, al resaltar amables rostros encarnados y emotivas manos, que intensifican la emoción religiosa. El estado de conservación del conjunto entorpece su correcta valoración.

La resolución de las composiciones muestra desigualdad, algunas bien equilibradas, pesando el uso de estampas y grabados, fundamentalmente alemanes y flamencos, como Durero, Cornelis Cort, Adriaen Collaert o Karel van Mallery. Pero hay que destacar que la escena religiosa, marcada por la autoridad iconográfica, es sobrepuesta por el protagonismo que el pintor concede al paisaje, pues los personajes, de mediano tamaño, se diluyen en la bucólica naturaleza que los envuelve. Sigue una larga tradición del paisaje mantenida en la pintura barroca hispalense, que las testamentarías constatan en los domicilios particulares desde principios del siglo XVII. Pintores como Miguel de Esquivel, con sus desaparecidas Vistas de Sevilla, y la presencia de pintores flamencos de segundo orden especializados en paisajes de bajo costo, poco conocidos por no firmar obra, aseguraron su abundancia a mediados de la centuria. Juan de Zamora, de probable ascendencia flamenca, como demuestra su paisaje de filiación nórdica, utiliza el ambiente rural para las escenas bíblicas que desarrolla en el palacio arzobispal sevillano, abriendo un camino que otros seguirán. Como Ignacio de Iriarte, que fue el artista más dotado en este género de la segunda mitad del Seiscientos por su agitado paisaje barroco, Miguel Luna, o, el más cercano al artista que estudiamos, Francisco Antolínez, que ambienta escenas sacras en amplios paisajes de tono rural o urbano, provistos de barroca agitación, con celajes rasgados de fuerte claroscuro que iluminan con luces y sombras a sus personajes populares, dotados de expresivos gestos y actitudes (Valdivieso, 2003: 70-71, 316-318, 396-398, 367-377). Suelen ser escenas de pequeño formato y de ejecución rápida para abaratar costes.

Juan Francisco Garzón sigue esa tónica, y reserva la mitad del lienzo para la escena sacra, donde concentra a los personajes, en alto y juntos, sobre una grada de piedra, en cuyo perfil suele firmar, y deja el resto para el enmarque arquitectónico o el bucólico paisaje. Su interacción resulta esencial para captar el mensaje pedagógico, de ahí su ubicación en un primer plano, como en la embocadura de un teatro, dejando atrás el dispositivo arquitectónico. A veces acartonado, semeja una representación teatral, con escenarios de pequeño tamaño y simbólicos, como en los autos sacramentales del Corpus sevillano del siglo XVII (Sánchez Arjona, 1887, 1990), con actores encarnando dramas eucarísticos sobre los carros de representación, estructuras con ruedas dotadas de tramoya escénica y elementos de arquitectura y paisaje, cargadas de símbolos, como las realizadas por Pedro Sánchez Falconete que pudieron servirle de referencia visual (Cruz, 1997: 239-241). Lo advertimos en el Nacimiento de María, pues, aunque santa Ana se reserva en la cama tras dar a luz, el dormitorio es una simple hornacina de medio punto abierta en un edificio protobarroco, y el resto de la escena acontece al aire libre.

Frente a otros pintores, como Zurbarán o Murillo, que utilizan fondos tomados de estampas y grabados, fundamentalmente flamencos, ajenos a la arquitectura andaluza, los de Garzón parecen reinterpretar en ocasiones la sevillana de esos momentos, una contextualización idealizada que nos resulta sugestiva, sin faltar alusiones clasicistas arqueologizantes. En el Nacimiento de María, el bloque central, circular, remite al fondo de la Presentación de Cristo al Templo de Luis de Vargas, del Museo de Bellas Artes de Sevilla, que recuerda el Panteón de Roma y sigue la forma del ábside de la cabecera trebolada de la Magna Hispalensis. Idea que refuerza la articulación de sus paramentos con pilastras de orden gigante, como los del muro de cierre de la zona auxiliar de esa catedral. Los cajeados y vanos recercados protobarrocos, remiten al exterior del Sagrario catedralicio, y los frondosos ornatos barrocos, como las jugosas guirnaldas que penden de los vanos, a las labores de los hermanos Borja en las bóvedas del Sagrario, a la portada interna de la capilla catedralicia de San Isidoro, y a las crespas yeserías de las bóvedas de la iglesia de Santa María la Blanca y de la cabecera de la del hospital de la Caridad (Cruz, 1997: 69-70, 73, 80-81, 86). En la Presentación al Templo, se intuye tras el sacerdote un patio claustrado, como el de los mercedarios de Sevilla, e incluso otro patio claustral al fondo de un balcón de recerco protobarroco y ornato de tarja de abultado mascarón y guirnalda de frutos. En la Visitación alterna un edificio rectangular, de potente arco triunfal, con otro circular, quizá la torre de un castillo por tener una segunda planta decreciente. En la Adoración de los Magos la arquitectura vuelve a ser una simple embocadura, y resulta más consistente en la Circuncisión, pues de nuevo se alude al Panteón romano. La portada de su atrio es protobarroca de recerco, con volutas y tarja central, recordando el estilo de Sánchez Falconete, del que Garzón parece beber en esta materia. Resulta similar a la portada interna de la citada capilla de san Isidoro y a la que comunica la sacristía del Sagrario catedralicio con el patio de los Naranjos. Le permite dilatar el espacio, al vislumbrar otras puertas por su luz, y carga un mirador de vanos con recerco. En la Presentación de Jesús al Templo la escena se desenvuelve en una estancia del templo de Jerusalén, de potente muro cajonado y hornacinas para estatuas en grisalla, disponiendo en su cornisa abultados motivos vegetales. En la escena de Jesús entre los doctores la arquitectura cobra importancia. De nuevo un atrio abierto, de alto basamento graduado que eleva al pequeño, respaldado por una cátedra, símbolo del conocimiento con el que llega a confundir a los doctores judíos. Sobre el grosor del muro trasero se abre un alto vano que deja al fondo un estilizado edificio de imposible vano de orejeta por su desmedida altura, y balaustrada, donde varios testigos observan la escena.

Los paisajes muestran una amplia perspectiva, enmarcados por retorcidos y teatrales árboles y follaje, donde no faltan en la profundidad del relieve cadenas de montañas, surcadas por serpenteantes ríos de agua plateada, donde nadan elegantes cisnes (Nacimiento de María, Circuncisión, Presentación de Jesús al Templo y Huida a Egipto) y se yerguen puentes (Presentación de Jesús), a veces sobre tajos profundos (Nacimiento de María), que recuerdan el romano de Alcántara o al de Ronda. Una nota clasicista, de ensoñación romántica, la pone la presencia de ciudades en lejanía, tomadas de estampas italianas (Presentación de Jesús), y de castillos en ruina (Desposorios, Huida a Egipto, Jesús entre los doctores, Asunción), a veces un simple torreón aislado (Adoración de los Magos). Intensifican la emotividad de la escena, que se carga de bucólica poesía.

La serie se abre con el Nacimiento de María, descrito en el apócrifo Protoevangelio de Santiago (I-V) (Santos, 1963: 136-144). Acontece en Jerusalén, donde vivían sus ricos padres, y María acaba de nacer de forma prodigiosa, a pesar de la esterilidad de Ana, expectante en una lujosa cama con dosel. Tres criadas arropan a la pequeña, acogiéndola la matrona, mientras que Joaquín la muestra con orgullo a otro sacerdote. Objetos cotidianos completan esa intimidad, habituales desde el naturalismo costumbrista de Juan de Roelas, como una cesta de mimbre y un lujoso jarro metálico con agua para lavarla. Pesa en la composición un grabado del holandés Cornelis Cort (ca. 1533-1578), de hacia 1570, sobre obra de Tadeo Zuccaro [4].

La Presentación al templo de María sigue la narración del Protoevangelio de Santiago (VII, 2-3) (Santos, 1963: 148-149,152-153, 253-254), y una estampa del grabador y editor de Amberes Adriaen Collaert (Navarrete, 1998: 34), sobre composición del pintor Jan van der Straet, y recuerda obras de Murillo. María será consagrada al Templo con solo tres años y allí vivirá hasta sus desposorios, con doce o catorce años. Sus padres recuerdan tipos murillescos, pero gestos y complicidad son los empleados por Pedro de Campaña en las tablas del retablo mayor de Santa Ana de Triana (1557), posible referente.

En los Desposorios de la Virgen con san José, Garzón utiliza el citado apócrifo (IX, 3) y el Libro sobre la Natividad de María (7, 3-4 y 8, 1), inspirándose en estampas, como la 7.ª de la Epitome in Divae Partenices Mariae Historiam de Durero (1511), la de la Vida de la Virgen de Karel van Mallery (1571-1635) (Grabados, 2004: 88-89), la de Adriaen Collaert y Ioannes Collaert, publicada en Amberes por Ioannes Galle en 1613, o la de Schelte a Bolswert sobre una obra de Rubens (Morente, 2000: 620). La escena es habitual en el arte sevillano, como en la capilla de San José del gremio de carpinteros de lo blanco, encontrándola en el altorrelieve de barro cocido de la portada lateral, de 1717, del escultor Juan de Dios Moreno, y en el retablo de los Desposorios, del círculo de Duque Cornejo (Cruz, 2015: 113-115, 124) [5].

El Protoevangelio de Santiago (XI, 2) y San Lucas (Lc 1, 26-28) fijan la escena de la Anunciación, a la que da forma Durero en sus grabados de la Vida de la Virgen María (1500-1504) y de la Pequeña Pasión (1511) (Michiel, s.f.: 241, 258). Garzón confiere al paisaje un inexistente protagonismo, pues aun siendo escena de interior, se inserta en una arboleda. Basta una simple plataforma de piedra para hacernos ver que es una metáfora visual de la habitación de María.

Un grabado de Cornelis Cort de 1567, publicado por Giovanni Orlandi en 1602, parece servir de inspiración al tema de la Visitación a su prima Isabel, donde un amplio paisaje es testigo de la buena nueva entre las primas [6]. En la Adoración de los pastores (Lc 2, 8-20), el paisaje resulta más envolvente si cabe, evidenciando el claroscuro la desolación del entorno, que contrasta con la calidez de la escena, desterrada a un ángulo. Recuerda un grabado de Abraham Bloemaert (1564-1651) (Navarrete, 1998: 162, 168), muy seguido por maestros del barroco andaluz, como Murillo, Diego García Melgarejo o Antonio del Castillo.

En la Adoración de los Magos (Mt 2, 1-12) representa la constatación mesiánica de Jesús y el triunfo de la fe cristiana sobre el paganismo clásico, de ahí que María, como theotocos, aparezca sentada sobre un trono pétreo sosteniendo al pequeño para su adoración. Composición y vestimenta remiten al cuadro de Rubens del Museo de Arte Antiguo de Bruselas, que se divulgó por la estampa de Nicolás Lauwers (1620-1621), y al que se conserva en la iglesia de San Juan, de Malinas, difundida en 1620 por Lucas Vorsterman. Y por ello recuerda la obra de Zurbarán de la Cartuja de Jerez de la Frontera, hoy en el museo de Grenoble, y la de Murillo del Museum of Art de Toledo, en Ohio (Ravé, 2018: 278-281). Garzón interpreta valientemente parte de la comitiva real, en la lejanía, con trazos monocromos.

La Circuncisión de Jesús, (Lc 2, 21) tuvo lugar al octavo día de su nacimiento, cuando «le dieron el nombre de Jesús, impuesto por el ángel antes de ser concebido en el seno». Recuerda un grabado de Hieronymus Wierix (1553-1619) de la serie de Las imágenes de la Historia Evangélica del padre Nadal (Navarrete, 1998: 51) [7]. Y en la Presentación de Jesús al Templo (Lc 2, 22-35), sigue el precepto mosaico para los primogénitos, que se aprovecha para llevar a cabo la purificación de la madre, por lo que José porta dos tórtolas. Se advierten grabados, como el de Cornelis Cort de hacia 1568 sobre obra de Federico Zuccaro, por el protagonismo del justo sacerdote Simeón, que aquí, a diferencia de la estampa, coge al pequeño [8].

Tras la visita de los Magos, un ángel avisa en sueños a José, que Herodes intentará matar a Jesús, ordenándole su marcha y originando la escena de la Huida a Egipto, (Mt 2, 13; evangelio del Pseudo Mateo XVII, 2) (Otero, 1963: 216), que el pintor capta antes de vadear un río guiados por un ángel mancebo [9]. Recuerda la estampa de Gerard de Jode (ca. 1509-1591), según composición de Martin de Vos (1532-1603) y editada por A. Collaert, que revisara y difundiera Rubens (Grabados, 2004: 144; Navarrete, 1998: 198). Y las realizadas por Murillo, como las del Palazzo Bianco de Génova, la del Institute of Arts de Detroit y, en mayor medida, la del Szépmüvészeti Múzeum de Budapest (ca. 1668-1670).

En el lienzo de Jesús entre los doctores (Lc 2, 41-50) representa un hecho anecdótico de su infancia, cuando tenía doce años, al quedarse solo en el templo de Jerusalén por la fiesta de Pascua, sin que sus padres se dieran cuenta al regresar a Nazaret. Lo encontraron al tercer día, símbolo de su resurrección, entre los sacerdotes asombrados por su sapiencia. Recuerda la composición de Zurbarán para el convento sevillano de la Trinidad Calzada, hoy en el Museo de Bellas Artes de la ciudad. La serie se completa con la Asunción de la Virgen, inspirada en los apócrifos Libro de San Juan Evangelista «el Teólogo» (XLVIII) y Libro de Juan, arzobispo de Tesalónica (XIV) (Santos, 1963: 604, 643-644), y en grabados como los de Schelte a Bolswert y de Paulus Pontius sobre composición de Rubens (Navarrete, 1998:197) [10].

A modo de conclusión

La identificación por la presencia de la firma de Juan Francisco Garzón en varios lienzos de esta serie, que se conserva completa, permitirá empezar a diluir el anonimato en que se desenvolvía la figura del pintor, sumando conocimiento al mínimo catálogo de atribuciones que tenía hasta el momento. Su análisis formal, aún con las limitaciones impuestas por la clausura, ha permitido el reportaje fotográfico e identificar los rasgos esenciales de su personalidad artística, contribuyendo a su individualización dentro de la estela murillesca. Y es de justicia, para concluir, agradecer a la comunidad dominica sanluqueña el mantener la serie en su integridad a pesar de las dificultades económicas sufridas a lo largo de la historia, y a las madres María Teresa Martín Cabrera y María Rosa Valiyaveetil el haber permitido su estudio y su interés por su publicación.

Notas

1 Archivo del Monasterio de Madre de Dios de Sanlúcar de Barrameda (AMMD) caja 2 carp. 1 n.º 2.

2 Su prima, sor Margarita de Ntro. Padre Santo Domingo y Lila, profesó en 1706, aportando otro enorme legado y, en abril de 1734, Ana Micaela Vint y Lila traspasó 6.000 ducados a la comunidad. AMMD caja 5.

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