ARTÍCULO 20/2024_30AÑOS_BC (N.º 242). EDICIÓN ESPECIAL 30 AÑOS DEL BOLETÍN CRIMINOLÓGICO
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La psicopatía es probablemente uno de las anomalías psíquicas más complejas de des- cribir y clasificar. Un laberinto conceptual que ha suscitado un constante debate tanto en lo que concierne a su definición, como a su encuadre nosológico y evaluación. Se podría decir que estas controversias siempre han acompañado a este constructo psico- lógico desde el mismo momento que fue acuñado. Añadido a esta consideración, no se puede ocultar que, en aquellos casos en los que este perfil de la personalidad adquiere una relevancia patológica, el abordaje terapéutico suele ser especialmente infructuoso. Sea como fuere, la psicopatía se presenta tradicionalmente como un conjunto espe- cífico de rasgos de personalidad y comportamientos que suelen ser evaluados por los profesionales de la salud mental mediante el Psychopathy Checklist-Revised (PCL-R) de Robert Hare que detallaremos más adelante. Como veremos en las siguientes lí- neas, las personas con este diagnóstico carecen de inhibición y les resulta más difícil que a los demás aprender de la experiencia. En un principio, algunos de ellos pueden parecer encantadores, pero sus dificultades para experimentar la culpa, la empatía o el afecto desinteresado, no tardan demasiado en ser reconocibles. No obstante, aunque la psicopatía está ampliamente conceptualizada como un trastorno mental, algunos investigadores cuestionan su naturaleza desadaptativa y argumentan que podría ser ventajosa desde un punto de vista evolutivo (Ene y otros, 2022; Brazil y otros, 2024). Según esta perspectiva, la psicopatía es concebida como una estrategia adaptativa con- solidada en el engaño y la manipulación para obtener beneficios reproductivos a corto plazo. En similares términos cabe decir que algunos rasgos típicamente psicopáticos, especialmente la capacidad para tomar decisiones en situaciones complicadas, inciertas o estresantes y sin sesgos emocionales, pueden ser una ventaja en algunos contextos laborales tales como la política o el ámbito empresarial para el que incluso se han desarrollado herramientas específicas de evaluación de rasgos psicopáticos “exitosos” como el Business-Scan 360 (Babiak et al, 2010) o la Psychopathy Measure-Management Research Version (PM-MRV; Boddy y otros, 2010). También puede reportar ventajas
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en el caso de las fuerzas del orden si atendemos a una investigación de McKinley y Verona (2023) en la que sugieren la idoneidad de poseer algunos rasgos de personalidad psicopática, en concreto para el desempeño de misiones en las que se valora la capacidad para tomar decisiones en situaciones críticas o de emergencia. Escenarios profesionales todos ellos, en fin, donde no es infrecuente observar individuos que gozan de un gran éxito y que responden, en todo o en parte, al perfil que hemos descrito más arriba (Meloy y otros, 2018; Preston y otros. 2022).
La psicopatía suele definirse como un trastorno de la personalidad caracterizado por una serie de rasgos entre los que cabe destacar, además de los que ya han sido citados, el egocentrismo, la impulsividad, la irresponsabilidad, emociones superficiales, la mentira, y la manipulación, además de una tendencia a la transgresión de las normas sociales. La primera consideración que debemos hacer es que la “psicopatía” tal y como la hemos descrito, y bajo ese epígrafe, no ha estado reconocida oficialmente por la psiquiatría, aunque en el ámbito de la Psicología Criminal y la Psicología Forense su uso ha sido muy extendido y habitual.
La categoría diagnóstica más próxima, aunque con diferencias notables, que sí nos vamos a encontrar en el Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales (DSM5), es el Trastorno Anti-social de la Personalidad. En ambos cuadros, estamos hablando de pautas de comportamiento caracterizados por una clara tendencia a la transgresión de las normas y las expectativas sociales, por lo que su correlación con las conductas delictivas suele ser significativa. Lo cierto es que, como indicábamos, los programas de intervención para este tipo de perfiles se ha caracterizado por un cierto pesimismo ya que, o bien han mostrado una bajísima eficacia, o bien han tenido efectos contraproducentes dando como resultado que los psicópatas sometidos a tratamiento, y dispensados por lo general en centros penitenciarios, hayan aprendido nuevas técni- cas de manipulación o se haya visto exacerbado su comportamiento violento (Reidy, Kearns y DeGue; 2013). En esta tesitura, todo indica que la opción más razonable es la prevención temprana (Bjørnebekk y Thøgersen; 2022), sobre todo si tenemos en cuenta que un psicópata, fuera del ámbito penitenciario, es poco probable que sea un demandante de tratamiento psicológico. De hecho, y por regla general, está muy lejos de concebir que tenga un problema desde el momento que, desde su particular expe- riencia subjetiva, sus rasgos de personalidad se encuentran en perfecta armonía con
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su identidad ideal, sin generar ningún tipo de malestar psicológico, lo que se conoce en el ámbito de la salud mental como síntomas egosintónicos. Precisamente este es el motivo por el que buena parte de la evidencia empírica existente, en lo que concierne a la definición del constructo y al diseño de los programas de tratamiento, haya estado relacionada con población reclusa.
La investigación más reciente, sin embargo, focalizada en la etiología de la psicopatía y, sobre todo, la orientada a analizar los mecanismos de procesamiento cognitivo y emocional de los individuos con este perfil de personalidad, se ha llevado a cabo tam- bién con población no delincuente o, al menos, no institucionalizada. En esta línea, de investigación, uno de las primeras propuestas fue la desarrollada en torno al “Inventario de Personalidad Psicopática” (PPI por sus siglas en inglés, Psychopathic Personality Inventory). Se trata de una prueba de personalidad para evaluar los rasgos asociados con la psicopatía en población adulta no criminal desarrollada por Scott Lilienfeld y Brian Andrews a partir de 1996. A diferencia de otras medidas de psicopatía, como la escala de Hare, el PPI es una prueba autoinformada en lugar de una entrevista. Su objetivo es identificar de manera exhaustiva los rasgos de personalidad psicopáticos sin asumir vín- culos particulares con comportamientos antisociales o criminales. El análisis factorial de las subescalas del Inventario de Personalidad Psicopática (PPI) arroja, no obstante, los mismos dos factores que veremos en el PCL-R. El primero de ellos refleja la faceta emocional-interpersonal de la psicopatía, que incluye un carácter dominante, audacia y baja ansiedad; y otro factor asociado a la desviación social con una alta correlación con el comportamiento antisocial y el abuso de sustancias. Sea como fuere, el punto de partida más relevante en este recorrido debemos situarlo en los trabajos de Hervey Cleckley y, por supuesto, Robert Hare.
Con permiso de Philippe Pinel cuando en torno a 1799 acuñó el término “locura sin delirio” (Trichet, 2014) para referirse a individuos con tendencia al comportamiento violento sin mostrar ningún tipo de sentimiento de culpa o remordimiento, debemos reconocer como un pionero en el estudio de la psicopatía a Hervey Cleckley que en su obra publicada en 1941 titulada elocuentemente “The Mask of Sanity” detalló los
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primeros criterios diagnósticos de la Psicopatía y que de alguna forma marcaron la investigación posterior. No obstante, y como ya hemos adelantado, la referencia in- discutible en relación al estudio y evaluación de la psicopatía es Robert Hare. Su escala PCL-R (Psychopathy Checklist-Revised) es, hasta el momento, la herramienta más pro- fusamente usada en la investigación, en la práctica clínica y, especialmente, el ámbito forense (Hare, 1980, 1991, 2010) y que Torrubia (2012) validó en español (tabla 1).
Tabla 1. Escala de Hare para evaluación de Psicopatía
Factor 1: PERSONALIDAD | Faceta 1: Interpersonal | |
Faceta 2: Afectiva | ||
Factor 2: DESVIACIÓN SOCIAL | Faceta 3: Estilo impulsivo Irresponsable | |
Faceta 4: Antisocial | ||
Ítems que no pertenecen a ninguna faceta |
Locuacidad
Sentido desmesurado de autovalía
Mentiroso patológico
Estafador y manipulador
Ausencia de remordimientos
Afecto superficial y poco profundo
Insensibilidad y falta de empatía
No se responsabiliza de sus actos
Necesidad de estimulación y tendencia al aburrimiento
Estilo de vida parasitario
Falta de metas realistas a largo plazo
Impulsividad
Irresponsabilidad
Pobre autocontrol de sus conductas
Problemas de conducta en la infancia
Delincuencia juvenil
Revocación libertad condicional
Versatilidad criminal
Conducta sexual promiscua
Frecuentes relaciones maritales de corta duración
En las indicaciones que se detallan en el manual de procedimiento de aplicación de esta escala se especifica que el evaluador otorgará 0, 1, o 2 puntos para cada uno de los 20 ítems, basándose en una entrevista con el sujeto y en toda la documentación dis- ponible (historial delictivo, vida laboral, etc.) de tal forma que una puntuación igual o superior a 30 sería el “punto de corte” para considerar que existe una psicopatía. En el Reino Unido, con un baremo más estricto, sitúa el punto de corte en 25 para establecer un diagnóstico de psicopatía. También este autor desarrolló una escala de evaluación de la psicopatía para ser aplicada a adolescentes (PCL:YV, Forth, Kosson, y Hare, 2003) que cuenta con 40 ítems, aunque, como nosotros, no oculta su preocupación por su uso dentro del sistema de justicia juvenil considerando los riesgos que puede implicar
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etiquetar como psicópatas a menores infractores, es decir que no han cumplido todavía los 18 años.
La limitación que tienen estas escalas es que, a pesar de que resulta muy útil para la investigación clínica disponer de un instrumento tan ampliamente usado, puede camu- flar la gran heterogeneidad existente de perfiles psicopáticos y cerrar en falso algunos debates todavía vigentes en relación a este constructo, sobre los que pretendemos arrojar algunos elementos que contribuyan a aclararlos, y que podríamos resumir en los siguientes puntos:
En primer lugar, resulta paradójico que algunos de los criterios de un trastorno sean síntomas clínicamente irrelevantes o, en algún caso, positivos, como la alta au- toestima o la locuacidad. Por otra parte, el criterio de “promiscuidad sexual” puede depender simplemente de valoraciones morales si no se reporta malestar psicológico por parte de las personas adultas involucradas en la sucesión de relaciones sexuales contabilizadas bajo dicha etiqueta. La misma consideración nos merece tener fre- cuentes relaciones maritales de corta duración.
Parece razonable plantear la duda de si nos encontramos ante un único trastor- no con diferentes niveles de gravedad o bien ante perfiles de personalidad de muy diversa naturaleza.
Finalmente, sigue siendo motivo de disenso si el papel que juega el comporta- miento delictivo y violento es sustantivo y central para definir la psicopatía o es una característica más, incluso ni necesaria, en su conglomerado de síntomas.
Cabe decir que el segundo punto de los anteriormente citados, está relacionado con el hecho de que, como hemos comprobado, la estructura de la escala presenta, de entrada, dos factores claramente diferenciados, a saber, los ya citados interpersonal y antisocial. En esta misma línea Durand y Matsumoto (2017) propusieron igualmente dos tipos de psicópatas. Por un lado, aquellos caracterizados por la dominación y la audacia, donde la falta de empatía es un rasgo distintivo y, por otro, los caracterizados por un perfil antisocial, cuya característica distintiva es la impulsividad. Dos tipos, evidentemente, bastante próximos a los que acabamos de aludir. Lo que en todo caso
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se subraya en el trabajo de estos autores son las posibilidades de intervención tera- péutica e integración social algo más favorables que ofrece el segundo grupo, con una etiología más socio-ambiental, con respecto al primero, cuyas causas suelen atribuirse a la genética u otras variables biológicas.
Llegados a este punto, parece razonable sugerir que los psicópatas no son un colec- tivo monolítico, sino potencialmente heterogéneo y con diversos perfiles de diferente gravedad, grado de disfuncionalidad, tendencias violentas y relevancia clínica pero que, en todo caso, provocan importantes o muy graves inconvenientes a las personas que tienen el infortunio de cruzarse en su camino (Skeem y otros, 2003).
El problema de esta consideración de que a los psicópatas no podamos considerar- los como un grupo monolítico, con la única variación en el grado de intensidad de la “psicopatía”, es que no viene acompañada de las herramientas pertinentes para enten- der y evaluar la potencial casuística existente (Skeem y otros, 2011). En consecuencia, existe un cuerpo notable de conocimientos específicos sobre “el delincuente psicópata tal como es definido en la PCL-R” (MacDonald y Iacono, 2006), pero nos falta infor- mación sobre la naturaleza, estructura y límites del constructo psicopatía desde una perspectiva multidimensional. Esta limitación no es solamente patrimonio de la escala de Hare. También hemos apreciado, por ejemplo, en la escala PCL:SV Psychopathy Checklist-Screening Version, habitualmente utilizada en contextos no criminales, que el comportamiento antisocial sigue siendo un componente central. En conclusión, se trata de herramientas que, con los conocimientos actuales en relación a la psicopatía, presentan notables limitaciones para “capturar” todas las potenciales dimensiones del, llamémoslo así, “espectro” psicopático (Brooks y Fritzon, 2020) con tipologías diversas y bien identificables, e incluso no necesariamente vinculadas a conductas ilegales, como los denominados psicópatas integrados, mimetizados con frecuencia como ciudadanos respetables, y que describiremos en el siguiente epígrafe.
Tras los planteamientos que hemos ido desglosando, una de las conclusiones que podemos extraer es que quizás haya existido una cierta extralimitación por parte de
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los profesionales de la salud mental a la hora de “patologizar” por defecto lo que no es sino un catálogo de perversos perfiles de personalidad que, eso sí, en determinadas ocasiones y apelando al consenso social pueden constituir un trastorno con relevan- cia clínica. Expresado de otro modo, estafar, sentirse superior a los demás, mentir, dominar y manipular con exquisita precisión y frialdad no constituye necesariamente una psicopatología. Efectivamente, entre estos perfiles, nos encontramos con un colectivo conocido como psicópatas integrados, y que responderían a lo que Paulhus y Williams (2002) asocian con la “tríada oscura de la personalidad” conformada por tres rasgos fundamentales: el maquiavelismo, el narcisismo y la psicopatía interper- sonal propiamente dicha. Estos sujetos se caracterizarían por su insensibilidad afec- tiva (falta de empatía, afectividad superficial y ausencia de remordimientos) y una tendencia a la manipulación en sus relaciones interpersonales (mentira, hipocresía, engreimiento, etc.). Según Redondo y Garrido (2013), las personas con este perfil tienen una mayor capacidad de autocontrol y probablemente son más inteligentes que los que están en prisión con diagnósticos de similar naturaleza, en parte porque son menos impulsivos que éstos y, además, porque han disfrutado de más oportuni- dades para estudiar y relacionarse con personas en contextos sociales convencionales. Comparten, en fin, un denominador común que consiste en un carácter malévolo en virtud del cual primaría la consecución de los deseos y objetivos personales a costa de la explotación o perjuicio de las demás personas convertidas en meros escalones en su ascenso social y/o profesional.
Debido a toda esta casuística a la que venimos aludiendo en la que podemos en- contrar desde asesinos sádicos hasta directores ejecutivos de grandes corporaciones, autores como Gao y Raine (2010) proponen un modelo neurobiológico para iden- tificar, precisamente, las diferencias entre los psicópatas con “éxito” y los que no lo tienen. Estos autores plantean la hipótesis de que los psicópatas exitosos tienen un peculiar funcionamiento neurobiológico con unas prestaciones cognitivas en muchos casos superiores al resto de individuos. Dichas competencias pueden hacer más fácil el logro de sus objetivos personales para lo cual, pueden sin duda valerse de métodos poco éticos, pero, en todo caso, sin necesidad de recurrir a la violencia física. Y en el caso de que se ejerza, será una violencia, por lo general, funcional e instrumental. Por el contrario, en los psicópatas con una peripecia vital fallida y con frecuencia inmer- sos en una más o menos consolidada carrera delictiva, las alteraciones estructurales y
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funcionales del cerebro, junto con disfunciones del sistema nervioso autónomo, y un ambiente social poco favorable, pueden explicar sus déficits cognitivos y emocionales y sus tendencias agresivas, que tendrán un carácter más impulsivo y emocional. En esta línea podemos enmarcar el hallazgo de Bergstrøm y Farrington (2022) en cuya inves- tigación concluyen que este tipo de personalidad psicopática predice la reincidencia delictiva a lo largo de toda la vida, incluso después de controlar importantes factores de riesgo en la infancia.
Para la evaluación de la tríada oscura, uno de los mayores avances lo encontramos en el SD3 (Short Dark Triad) cuyas pruebas psicométricas las podemos encontrar en algunos trabajos como el de Vaughan y otros (2019) o Pechorro y otros (2019). Se trata de una medida de autoinforme de 27 ítems diseñada para examinar los tres rasgos que hemos descrito. La escala se desarrolló originalmente a través de una re- visión de fuentes seminales sobre cada uno de los constructos asociados con la tríada oscura con el objetivo de operacionalizarlos de forma independiente, aunque como sugieren Jones y Paulhus (2011, 2014) o Brugués y Caparrón (2022) existen “claras interacciones” que han llevado a usar esta escala como una medida unidimensional de un perfil de personalidad caracterizado por la insensibilidad moral. Como venimos advirtiendo, en fin, en aras de la parsimonia conceptual, se perpetúa una vez más la tendencia a dotarnos de brochazos demasiado gruesos para evaluar la personali- dad psicopática. Afortunadamente, en una revisión de Furnham, Richards y Paulhus (2013) concluyen que agrupar estos tres rasgos en un único factor puede resultar una opción muy simplista para diferenciar a las personas “buenas” de las “malas”. En el caso del narcisismo, por ejemplo, se han diferenciado varios subtipos, como son: líder autoritario; exhibicionista grandilocuente y, finalmente, el que se cree intrínsecamente con derecho a explotar a las personas que le rodean (Ackerman y otros, 2010). También hemos visto que podemos identificar formas “exitosas” y “no exitosas” de psicopatía. Es decir, dado el evidente carácter multidimensional tanto del narcisismo, como de la psicopatía y, probablemente, del maquiavelismo, - ya que desde un punto de vista cognitivo es posible encontrar individuos psicópatas muy solventes a la hora de planificar un objetivo vital, legal o ilegal, y, por otra parte, psicópatas con estrategias de planificación más burdas y poco elaboradas-, todo nos lleva a deducir que también podríamos obtener perfiles muy diversos en la esfera de esa tríada oscura.
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Como hemos podido comprobar en los epígrafes precedentes, parece que podríamos tener algunas dificultades en el intento de concitar un amplio consenso acerca de qué es la psicopatía. Efectivamente, todo lo que vaya más allá de definir esta desviación de la personalidad como “lo que mide la escala PCL-R de Hare” es pisar un terreno pan- tanoso (San Juan y Vozmediano, 2022). Lo vemos así reflejado en la inseguridad que trasmite el DSM5 cuando primero lo vincula al trastorno de la personalidad antisocial y resuelve, en una gran melange, que “este patrón también ha sido denominado psicopatía, sociopatía o trastorno de la personalidad disocial” y lo correlaciona directamente a “la re- incidencia criminal en prisión”. No obstante, más adelante, en el modelo alternativo de este mismo manual, elude referirse directamente a la conducta delictiva: “Una variante distinta que a menudo se denomina psicopatía es la falta considerable de ansiedad o miedo y un estilo interpersonal audaz que puede enmascarar comportamientos desadaptativos”. Sea como fuere, es ciertamente llamativo ese “a menudo” tratándose de una etiqueta usada habitualmente en el campo de la Psicología Criminal.
Este margen de incertidumbre en lo que concierne a su definición, unido a la existencia de evidencia empírica poco concluyente en relación a su etiología, revela que nos encontramos ante un desafío muy interesante en el campo de las ciencias de la salud mental y la Criminología. En lo que concierne a las causas, la investiga- ción actual está indudablemente liderada por las neurociencias que conciben este trastorno como consecuencia de un anómalo funcionamiento de la corteza orbi- to frontal. También, se han publicado más recientemente estudios que vinculan la personalidad psicopática con alteraciones micro-estructurales de la materia blanca (Waller y otros; 2017) ya que, según estos hallazgos, dicha materia blanca guarda una estrecha relación con la gestión de los procesos cognitivos y las emociones. Sin embargo, todavía existen muchos interrogantes por resolver acerca de las razones por las que se producen estas anomalías a nivel cerebral (Korpanay y otros, 2017; Mahmut y otros., 2008). En este sentido, por ejemplo, no existe la completa certeza de que el problema del psicópata radique exclusivamente en un problema de gestión de emociones. Efectivamente, una investigación de Baskin-Sommers y otros (2016) sostiene que el comportamiento disfuncional asociado con la psicopatía puede ser consecuencia de un déficit en los procesos cognitivos en lugar de un déficit en el
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procesamiento emocional. Según estos autores, los psicópatas son retratados frecuen- temente como individuos inmunes a la depresión e incapaces de sentir miedo y, sobre todo, como depredadores sociales incapaces de empatizar con las personas con las que se relacionan. Sin embargo, la citada investigación sugiere que esta lectura puede no ser del todo precisa. El estudio se centra en la toma de decisiones coste-beneficio del arrepentimiento o los remordimientos relacionados con la conducta antisocial, encontrando que las dificultades que experimentan los individuos psicópatas esta- rían relacionadas con su incapacidad para comparar soluciones alternativas en esa valoración coste-beneficio del arrepentimiento, tras un comportamiento anti-social. En definitiva, podríamos decir que para un psicópata cada situación en la que se en- cuentra es completamente nueva y como hemos adelantado al inicio, tiene problemas importantes para aprender de la experiencia previa. Esta idea de la no existencia de un déficit real en el procesamiento emocional de los psicópatas parece ser refrendado, siquiera sea parcialmente, por una investigación de Sandvick y otros (2014) sobre el reconocimiento emocional. Estos autores encontraron que los participantes con altos niveles de psicopatía interpersonal y afectiva obtenían puntuaciones más altas en la tarea de reconocimiento emocional. En otras palabras, los participantes que infor- maron o demostraron conductas manipuladoras, insensibles o engañosas frecuentes, propias del perfil psicopático, también parecían, paradójicamente, más competentes en el reconocimiento de las emociones de los demás. Por otra parte, los sujetos que exhibieron rasgos más explícitamente relacionados con el comportamiento an- tisocial tenían puntuaciones más bajas en la prueba de reconocimiento emocional. Expresado de otra forma, podemos deducir que los mejores manipuladores son los que se dan cuenta de cómo te sientes con más facilidad. Esto significa que, en contra de la opinión popular, habrá psicópatas ciertamente muy empáticos, en el sentido que entienden bien cómo te sientes. Pero esa información está lejos de tener una motivación compasiva o solidaria, sino que va a estar orientada a la manipulación, el engaño o la extorsión. En definitiva, el psicópata puede ser muy empático, pero se trataría de una “empatía perversa” o, como se conoce genéricamente en otros ámbitos de la psicología, una “empatía cognitiva”, en la que según autores como Martingano, Herrera y Konrath (2021) o Abramson y otros (2020) estarían implicados procesos y estructuras neuronales diferentes a los involucrados en la empatía “afectiva”. Y, en este sentido, según un brillante estudio de Blair (2018), un déficit en la empatía afectiva sería un rasgo distintivo de la personalidad psicopática.
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En esta misma línea, otro de los procesos mentales estudiados está relacionado con una de las características prototípicas de los psicópatas: el engaño. Todos mentimos con una cierta frecuencia ya que reporta innegables ventajas por todos conocidas. Obviamente nos estamos refiriendo a las mentiras prosociales. De hecho, ser demasiado sincero puede resultar poco adaptativo e indeseable socialmente. Lo que, en el mejor de los casos, nos puede provocar disonancias cognitivas son las mentiras antisociales, ya que colisionan con nuestros preceptos morales y de convivencia pacífica por estar exclusivamente orientadas al beneficio personal o, incluso, al mero perjuicio del prójimo. En virtud de nuestros filtros morales y éticos, en fin, lo normal es dosificar o prescindir totalmente de las men- tiras antisociales. Desde este punto de vista, atribuimos la tendencia a la mentira de los psicópatas únicamente como una consecuencia de su carencia de dichos filtros morales y éticos. Pero realmente todo parece indicar que es algo más complejo.
Un estudio de Shao y Lee (2017), demuestra que la capacidad para mentir mejora significativamente con el entrenamiento en individuos con alta puntuación en psico- patía. Es decir, estos hallazgos sugieren que ciertos perfiles de psicópatas no tendrían realmente una capacidad innata para mentir, pero sí para aprender a hacerlo de forma más eficaz. Como es bien sabido en el ámbito de la psicología del testimonio, mentir requiere una serie de procesos cognitivos que incluyen prestar atención, memorizar, controlar impulsos y solucionar conflictos, competencias en las que parecen ser más eficientes personas con altos niveles de psicopatía.
Estas líneas de investigación a las que hemos hecho referencia sobre procesos cog- nitivos clave en nuestras interacciones sociales, como la toma de decisiones en base a valoraciones coste-beneficio, el reconocimiento de emociones, la empatía, mentir, adquieren una mayor relevancia para el objetivo de esta revisión si, como sugiere Pletti y otros (2016), y compartimos en su plenitud, entendemos la psicopatía como un conjunto de rasgos y competencias que se encuentra en muchas personas. A nuestro juicio en todas, considerando cada una de las ocasiones que hemos mentido en bene- ficio propio, no nos hemos sentido culpables por una acción poco edificante o hemos sentido una muy leve o irrelevante compasión por el infortunio de un conocido. Se trata de rasgos, obviamente, en diferentes grados y combinaciones que, en virtud del peso específico que adquieran en cada individuo, dará lugar a una gran diversidad de formas de relacionarse con los demás y a partir de un límite, o “puntos de corte”, de fenotipos
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psicopáticos más o menos adaptativos, o con un mejor o peor ajuste psicológico. En esta línea, una revisión sistemática de Oskarsson y otros (2021) sugiere que sus hallaz- gos apoyan la idea de que la personalidad psicopática es un constructo multifacético, más que unitario. Y, de hecho, Tsang y Salekin (2019) hablan de una “constelación” de síntomas para definirla.
En conclusión, hemos detallado una serie de parámetros para definir rasgos psico- páticos que, como el funcionamiento de un ecualizador, pueden manifestarse con muy diferentes pesos e intensidades en cada individuo dando lugar a una vastísima tipología de psicópatas que probablemente nos hagan ver algún día este perfil de la personalidad como un complejo “espectro” que, en función de su configuración, puede dar como resultado un héroe de guerra, una filicida por venganza, un empresario de éxito, un violador sádico en serie, una estafadora de ancianos, un trabajador que busca sistemá- ticamente su beneficio personal y profesional a costa de los demás, o un presidente de gobierno (San Juan, 2022).
Llegados a este punto, parece evidente la conveniencia de desarrollar un enfoque que analice el constructo psicopático desde una perspectiva multidimensional, para lo cual, en la última década, se ha desarrollado lo que podría considerarse un “mapa conceptual” de la psicopatía que, colateralmente, va a requerir la creación de herramientas más complejas de análisis y diagnóstico. Alineado con esta perspectiva nos merece especial atención el modelo que fue planteado por Cooke y otros (2012) y Sellbom, Cooke y Hart (2015).
Dicho modelo asume que la psicopatía debe ser definida en términos de rasgos de la personalidad en lugar de insistir en la consideración de las conductas delictivas o antisociales como eje central del constructo. De acuerdo con dicho modelo, podemos identificar una serie de parámetros psicológicos caracterizados, básicamente, por los síntomas que se detallan a continuación:
Apego en las relaciones personales: Desapego, no comprometido o insolidario, falta de empatía e indiferencia.
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Comportamiento: Falta de perseverancia, poca fiabilidad, temeridad, inquietud, comportamiento disruptivo, agresividad.
Cognición: Suspicacia, falta de concentración, intolerancia, inflexibilidad, falta de planificación.
Dominancia en las relaciones sociales: Antagonismo, arrogancia, tendencia a la mentira y a la manipulación, insinceridad, locuacidad. Embaucador.
Emoción: Baja ansiedad, con dificultades para experimentar placer, sin estabilidad ni profundidad emocional, falta de remordimientos.
Autoconcepto e imagen de sí mismo: Egocentrismo, arrogancia y sentido de singularidad, autoridad e invulnerabilidad.
Figura 1. Dimensiones de evaluación de la personalidad psicopática (CAPP)
A partir de este modelo multidimensional de la psicopatía se ha desarrollado el CAPP como una herramienta de evaluación integral de la personalidad psicopática (figura 1) (Cooke y otros, 2021) en la que se abordan las seis dimensiones que hemos detallado. A partir de este mapa conceptual se ha desarrollado una diversa gama de ma- teriales tales como el CAPP-Symptom Rating Scale (CAPP SRS-CI; Cooke y Logan, 2018), el CAPP Lexical Ratings Scale (CAPP-LRS; Sellbom y otros, 2015) o el CAPP Self Report Scale (CAPP-SR; Cooke y Logan, 2015).
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Finalmente, nos gustaría destacar por su funcionalidad el CAPP-SR, una medida de autoinforme que consta de 99 ítems que ya ha sido testada con muestras de algunos países, entre los que no nos consta que se encuentra España, y que, según las preli- minares pruebas psicométricas resultantes, muestra un patrón prometedor de validez convergente y discriminante (Cooke, 2018; Sellbom, Cooke, y Shou, 2019; Hanniball y otros 2019) aunque, en consonancia con algunos autores (Hoff y otros, 2014; Hoff y otros, 2015; Kavish y otros, 2020; Sellbom, Laurinaityt y Laurinavi ius, 2021), consi- deramos que sería preciso seguir investigando la validez de constructo de la estructura del modelo.
En todo caso, lo especialmente relevante para el asunto que nos ocupa ahora es que el desarrollo de materiales y escalas de esta naturaleza debe, a nuestro juicio, basarse en seis principios rectores que, inspirados en Sellbom y Cooke (2020), serían los si- guientes:
En primer lugar, los criterios para evaluar la personalidad psicopática deben estar conectadas con la desviación personal, no con la desviación social, moral o cultural. Es decir, los síntomas deben pertenecer al ámbito de los rasgos de la personalidad, no al de los actos que colisionan con las normas sociales, como la promiscuidad sexual, las veces que un individuo haya contraído matrimonio o el comportamiento ilegal.
En segundo lugar, la claridad de comprensión de cualquier herramienta implica necesariamente definir los síntomas en términos atomísticos, es decir, términos que reflejen rasgos básicos del funcionamiento de la personalidad evitando constructos complejos de síntomas.
Siguiendo esta lógica, en tercer lugar, las características de la personalidad pueden estar bien representadas con descriptores de una sola palabra propia del lenguaje natural evitando tecnicismos psiquiátricos.
En cuarto lugar, todo indica que los indicadores que conforman el espectro de la personalidad psicopática no son necesariamente estables y estáticos, por lo tanto, un modelo de mapa conceptual de la psicopatía debe reflejar esta potencial naturaleza dinámica.
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En quinto lugar, y con la misma lógica con la que definimos teóricamente la estructura de la personalidad “normal”, podemos asumir que los síntomas psicopá- ticos pueden agruparse jerárquicamente en categorías más generales. Agrupar los síntomas específicos en diferentes categorías tiene la ventaja de proporcionar una referencia semántica adicional, reduciendo aún más las posibles ambigüedades.
En sexto lugar, el mapa conceptual debe proporcionar una descripción exhaustiva y maximalista de todos los síntomas que pueden estar vinculados con la personalidad psicopática. En un proceso posterior de análisis de validez y fiabilidad del modelo siempre es más operativo eliminar lo irrelevante o no significativo que determinar retrospectivamente qué síntomas, que fueron inicialmente pasados por alto, deberían haberse añadido.
A lo largo de este artículo se han argumentado las limitaciones conceptuales inherentes a considerar a la psicopatía como un constructo monolítico o, si acaso, con dos factores caracterizados por una peculiar y perversa gestión de las relaciones interpersonales y un patrón de comportamiento antisocial, respectivamente. Por otra parte, y a pesar de que la psicopatía no ha sido reconocida por la psiquiatría oficial como un cuadro patológico, es evidente que éste es el tratamiento que se le otorga en la mayor parte de los casos reportados por los profesionales de la salud mental. Sin embargo, nuestra posición es que podemos encontrar un largo recorrido a través de la personalidad psicopática, observando conductas que ciertamente nos pueden causar estupor y no podríamos con- siderar “normales”, antes de llegar a un punto en el que podamos hablar de un cuadro verdaderamente patológico. Nuestra posición es, en todo caso, algo más conservadora que la defendida por algunos autores, como Jurkajo (2019), que niegan rotundamente que la psicopatía sea, en ningún caso, una psicopatología. Sea como fuere, en el ámbito forense y con los conocimientos actuales, los dictámenes referidos a individuos que han cometido un delito “como consecuencia” de una psicopatía concluyen, por norma general, la necesidad de que asuman toda la responsabilidad penal ya que se les presume intactas sus competencias volitivas e intelectivas. Solo en concomitancia, por ejemplo, con un trastorno de control de impulsos podría verse atenuada dicha responsabilidad.
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Para resolver estas encrucijadas nos ha parecido solvente el mapa conceptual desarro- llado por Cooke y colaboradores, a pesar de que, como hemos apuntado, es necesaria más investigación para definir con más precisión la constelación de perfiles que pueden conformar la psicopatía. Desde este enfoque, se representa a la personalidad psicopática mediante una serie de dimensiones en virtud de las cuales no vamos a obtener necesa- riamente un único perfil prototípico con puntuaciones en el mismo extremo de cada dimensión. Efectivamente, como hemos detallado, la empatía cognitiva, por ejemplo, puede ser muy alta o nula. Por otra parte, la violencia puede ser reactiva, emocional, me- ramente instrumental o prescindible; la planificación de los actos, legales e ilegales, puede ser elaborada y maquiavélica o, en ocasiones, torpe e impulsiva. Y en relación a este último extremo, de carácter más anti-social, si nos referimos a las competencias sociales, pueden ser muy deficitarias en contraste con la locuacidad inherente a los psicópatas primarios.
Apelar a más investigación, en fin, es especialmente urgente en España donde son prácticamente inexistentes los esfuerzos por validar en nuestro idioma el CAPP, o cualquier otra herramienta con un enfoque multidimensional, con encomiables excep- ciones, como es el trabajo desarrollado por Flórez y otros (2022).
De todas formas, y en el contexto de esa amplia casuística tipológica, existen tres perfiles psicopáticos que reclaman especialmente nuestra atención. Por un lado, el agresor violento sin relación personal con su víctima. Es decir, aquel victimario que ni siquiera tiene la excusa de justificar con un odio de naturaleza vengativa su com- portamiento violento (Redondo y Garrido, 2013). La víctima, en este caso, es solo un objeto despersonalizado cuya utilidad es satisfacer la pulsión criminal de este tipo de psicópatas. Por otra parte, también acaparan nuestro interés los psicópatas integrados. Aquellos cuya depredación sistemática a costa de las personas que le rodean no es de naturaleza delictiva, sino que conforma su tóxico “estilo de vida” basado en degradar de forma sistemática el bienestar de los demás. En lo que concierne a las incertidumbres, también nos suscitan interés perfiles como el que describe el neurocientífico americano James Fallon que, tras décadas estudiando el cerebro de los psicópatas asesinos, llega a la conclusión de que el suyo propio tenía las mismas características que la de los cri- minales. Fallon se ha denominado a sí mismo como psicópata pro social1, o lo que
1. https://youtu.be/fzqn6Z_Iss0?si=uDZb6zfpbVBmZqVz
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es lo mismo, un tipo de psicópata “bueno” que, a pesar de reconocer tener difi- cultades para sentir empatía, es capaz de seguir el “guion” de las normas sociales e incluso tener éxito en su trabajo y en sus relaciones sociales procurando felicidad a las personas de su entorno y a su pareja. Estaría en la línea de un enfoque de investigación que podríamos denominar psicopatía positiva, con trabajos como el de Falkenbach y otros (2017), en el que sugieren la relevancia de identificar rasgos psicopáticos en colectivos donde algunas de sus características pueden ser de naturaleza adaptativa, como personal de emergencias y cuerpos de seguridad.
Finalmente, cabe concluir que el estudio de la psicopatía quizás debería prestar más atención al papel de las víctimas. La mayor parte de las personas posee un “sesgo de honestidad”, es decir, una propensión a asumir que la mayoría de la gente es sincera (Michaelian, 2013). En consecuencia, la mayor parte de nosotros somos engañados con cierta facilidad, sobre todo por aquellas personas que poseen habilidades especia- les para mentir. En este sentido Lilienfeld y colaboradores (2019) sospechan que los individuos con rasgos psicopáticos capitalizan rutinariamente este sesgo de honestidad imitándola y traicionando así la confianza de las personas con las que se relacionan. Aunque lo habitual, como decíamos, es no es estar especialmente dotado para detec- tar el engaño, no obstante, algunas personas pueden ser particularmente susceptibles a la victimización por parte de las personas con una personalidad psicopática. Por esta razón, los profesionales de la salud deberemos prestar atención no solo a qué podemos hacer con los psicópatas, sino, quizás, sobre todo, cómo podemos proteger a las personas especialmente susceptibles a la explotación y manipulación por parte de aquellos. Junto con esta consideración tampoco se puede obviar la tendencia a la victimización en las personas con rasgos psicopáticos. Sobre todo, en aquellos casos cuyos perfiles estén relacionados con la participación en acciones delictivas. En esta línea, una investigación de Boccio y Beaver (2021) revela que los rasgos psicopáticos de la personalidad se asocian positivamente con las probabilidades de victimización en la adolescencia y la edad adulta.
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