ARTÍCULO 18/2024_30AÑOS_BC (N.º 240). EDICIÓN ESPECIAL 30 AÑOS DEL BOLETÍN CRIMINOLÓGICO
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4. Castigo y desistimiento de la vida pícara. 4.1. Castigo y resig- nación. 4.2. Justicia apicarada. 4.3. Disuasión, cambio de vida y redención final. 5. Conclusión. 6. Referencias bibliográficas.
* Agradezco la lectura y revisión de este texto por parte de Justo Gómez, Óscar Martínez y Àngels Viger.
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Criminología y picaresca
Una ventaja de la madurez es que los amigos suelen tolerarte en mayor grado tus capri- chos y extravagancias. De ahí que las editoras de este número especial, las profesoras Deborah García Magna y Patricia San Juan Bello, me hayan permitido —mi gratitud por ello— escribir este artículo festivo sobre Criminología y picaresca, para la celebración de la treintena del Boletín Criminológico. En él he podido conciliar mi dedicación académica principal, la Criminología, con una vocación mía postergada que probable- mente habría sido la literatura. Así, en este trabajo me propongo explorar aquellas ideas y narraciones criminológicas modernas acerca de la delincuencia, su explicación y su control que puedan aparecer en los textos de las novelas picarescas clásicas.
Cuando me acerqué a este tema hace ya algunos años, lo primero que constaté fue que, como podía esperarse, no era yo ni mucho menos el primero que se interesaba por la conexión entre picaresca y criminalidad. Diversos autores españoles habían tratado desde el siglo XIX sobre esta relación, como MESONERO ROMANOS, MENÉNDEZ PELAYO y Rafael SALILLAS, con obras este último como El delincuente español: el lenguaje (de 1896) y El hampa (de 1898). En el siglo XX lo habían hecho especialistas como VALBUENA (1943), con una memorable Introducción al compendio de la edi- torial Aguilar sobre La novela picaresca española; DELEITO (2014), con un documen- tado libro de 1948 sobre La mala vida en la España de Felipe IV, prologado por el Dr. MARAÑÓN; y POLAINO (1964), autor de un discurso sobre La delincuencia en la picaresca. También, más recientemente, la profesora Rosa NAVARRO DURÁN, autora entre otros trabajos del delicioso libro Pícaros, ninfas y rufianes (2012).
La picaresca es una creación literaria esencialmente española. Pese a ello, cuenta con antecedentes lejanos en la literatura romana (CALVO, 2009; VALBUENA, 1943), en obras burlescas como el Satiricón de Petronio, el Asno de oro de Apuleyo o la Historia verdadera de Luciano; asimismo, con precursores medievales, en el Roman de Renart (con protagonistas animales, entre los que el zorro representa una suerte de pícaro), los fabliaux franceses, las novelle italianas y el Decamerón de Boccacio. Antecedentes más próximos fueron El caballero Cifar, primer libro español de caballería, cuyo escudero
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Ribaldo es, según Menéndez Pelayo, precursor de la figura de Sancho Panza; el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita, en que se inserta una historia picaresca posible- mente autobiográfica; el Corbacho o reprobación del amor mundano, del Arcipreste de Talavera, («primer libro español en prosa picaresca» —Menéndez Pelayo, en CALVO, 2009, p. 65—); La Celestina de Fernando de Rojas, en la que ya los criados son pícaros genuinos; y el Lazarillo de Tormes, considerada a menudo la primera novela del género, aunque realmente el modelo para todas las que siguieron fue el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (NAVARRO, 2012).
La RAE define actualmente la «picaresca» como una forma de vida ruin, aprovechada y carente de honradez. El término pícaro aparece por primera vez sobre 1540, en re- ferencia a criados y escuderos, pero no está claro su origen (VALBUENA, 1943).1 En todo caso, picardía y pícaro suelen aludir a la idea de engaño ingenioso, que a menudo se concreta en estafas, hurtos o robos. Paralelamente, los vocablos «rufianismo», «ma- tonismo» y «bandolerismo» apuntan a hechos más graves, implicando amenazas, agre- siones, extorsiones y secuestros, que en la época de Cervantes abundaban en Cataluña, Andalucía y otros territorios españoles.2
Picaresca y delincuencia no son conceptos equivalentes, pero sí muy relacionados. En la vida pícara, como en gran parte de la delincuencia común, suelen implicarse pro- blemas de pobreza y marginalidad, pero también múltiples delitos, tanto económicos como violentos. Muchos pícaros adolescentes que se aprovechan de otras personas mediante la astucia y el engaño (ennoblecidos, eso sí, por las obras literarias), pronto acaban cometiendo más graves delitos y siendo perseguidos y condenados por ello. Es decir, la confluencia final entre vida pícara y conducta delictiva acaba siendo considera- ble. Esta analogía e intercambiabilidad, al menos parcial, entre picaresca y delincuencia da fundamento a este trabajo. Para su análisis, nos ocuparemos principalmente de la
SALILLAS (2004) sugiere su conexión con el verbo «picar» (en la comida: «pícaro de las cocinas»), con el significado en árabe de merodear. Se ha especulado con la posible conexión entre el vocablo
«pícaro» y la región de la Picardía (en el Noreste de Francia), entonces frecuentada por legionarios y soldados de vida «picarda» o bohemia. También se ha relacionado con la palabra «picaño», que en la Edad Media designaba al buscavidas, ganapán o esportillero.
Existió una literatura específica sobre bandolerismo, cuyos protagonistas y héroes eran a menudo bandidos generosos (Salillas, 2004) que resarcían a los necesitados a expensas de los acaudalados: El Guapo Francisco Esteban; José María el bandido generoso: el que a los ricos robaba y a los pobres socorría; Cantarole el rufián, o Luis candelas.
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picaresca en las novelas, aunque lo pícaro también se trató en el teatro (Cervantes, Lope, Calderón, Tirso de Molina…), la poesía (Quevedo), las obras morales, e incluso en algunas composiciones musicales (POLAINO, 1964).
Las novelas picarescas clásicas se desarrollaron durante los reinados de Felipe II (en 1554 se publicaron las cuatro ediciones del Lazarillo de Tormes que nos han lle- gado; aunque probablemente su primera edición fuera en torno a 1530 —Navarro, 2012—), Felipe III y Felipe IV; o sea, entre 1554 y1665, Siglo de Oro de la literatura española. Y se prolongaron hasta mediados del siglo XVIII, en la Vida de TORRES VILLARROEL (publicada por entregas entre 1743 y 1751). Un factor social favorece- dor de la temática picaresca fue el empobrecimiento de la población española causado por las guerras europeas, la emigración a América y la desatención creciente de las actividades agrícolas; con sus secuelas de ociosidad y parasitismo, motivos centrales de las descripciones picarescas. Rafael Salillas lo razona de este modo: «La abundancia de desheredados, de segundones, de expósitos, da lugar a una sociedad hampona propicia a los ardides y los engaños, para fundarse en medios distintos a los del fecundo trabajo» (en VALBUENA, 1943, p. VIII).
No era poca la delincuencia existente en España en ese tiempo. POLAINO (1964, p. 66) recoge información de Cánovas del Castillo, quien en su Historia de la decadencia de España, de 1910, refiere el cómputo de hasta 110 muertes en Madrid en tan solo quince días: «Hervía España, y principalmente Madrid [“en donde nunca es de noche”: CORTÉS DE TOLOSA, 1993, p. 141], en riñas, robos y asesinatos». Entre los delitos más frecuentes estaban (DELEITO, 2014) los de sangre (homicidio, asesinato, parri- cidio, riñas, infanticidio, lesiones…), contra la propiedad (hurto, robo, juegos ilícitos, estafas…), sexuales (violación, incesto, estupro, adulterio, abusos, rufianismo…), con- tra la fe (sacrilegio, brujería, herejía, blasfemia…), contra el honor (injurias, calumnias, duelos), contra la justicia (prevaricación, cohecho, denuncias o testimonios falsos…), delitos públicos (atentado, desacato…), y venganzas de honor (contra la esposa o su posible amante…). Existen múltiples noticias al respecto en diversas obras de la época, especialmente relativas a las ciudades españolas más pobladas. Por ejemplo, en un libro francés de la época se menciona a los bandidos valencianos como «los más resueltos criminales que hay bajo la capa del cielo» (DELEITO, 2014, p. 115). En Sevilla existían en ese tiempo más de trescientos lugares de juego (de dinero, muebles, propiedades
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y hasta de los criados), con sus consiguientes derivados delictivos; y una población penitenciaria de más de mil quinientos encarcelados (CHAVES, 1983). Muchos delitos se cometían con nocturnidad, como se documenta en el siguiente aviso de Barrionuevo (una especie de noticia periodística de la época) acerca de Madrid:
«Cada noche hay más robos y escalamientos de casas: andan los ladrones en cuadri- llas de diez en diez y de veinte en veinte (…) La justicia, de noche, en viendo tres o cuatro de camarada, luego los enjaulan, con que no caben en las cárceles de pie sin distinción de personas, que la necesidad no halla otro oficio más a mano» (en DELEITO, 2014, p. 120).
Obras picarescas utilizadas
La compilación de novelas picarescas publicada por AGUILAR en 1943, en una hermo- sa edición en piel, recoge veinte obras de las más de treinta existentes. En este trabajo se prestará especial atención, no exclusiva, a las siguientes, cuyos argumentos resumimos:
– La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554), obra tradi- cionalmente considerada anónima.3 Lázaro de Tormes sirve sucesivamente a diversos amos, siendo los tres primeros un ciego granuja (que podría representar el hampa), un clérigo (la Iglesia) y un escudero (la nobleza); y los siguientes, un fraile mercedario, un buldero (vendedor de bulas o indulgencias), un pintor, un capellán y un alguacil. En 1555 se publicó una Segunda parte del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y ad-
Sin embargo, la profesora Rosa NAVARRO –2012– la ha atribuido con gran fundamento al escritor erasmista Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V «para las cosas de latín», quien debió escribirla en- tre 1529 y 1532, fecha de su muerte. Esta obra –que Navarro (2012) considera más una sátira contra la corrupción eclesiástica que una novela picaresca en sí– tuvo una gran audiencia, llegando a ser «el libro de todos –comenta Cejedor–: de la gente letrada y de la gente lega, de eclesiásticos y de seglares, del pueblo bajo y de las personas de cuenta. Aventureros y marchantes llevándolo en la faltriquera. Veíase en el tinelo de pajes y criados, no menos que en la recámara de los señores, en el estrado de las damas, como en el bufete de los letrados» (en VALBUENA, 1943, p. XXVIII).
Probablemente existió una tradición oral previa acerca de un tunante «Lazarillo», cuyo nombre podría aludir, según VALBUENA (1943), al Lázaro mendigo del evangelio de San Lucas: «Hubo cierto hom- bre muy rico (…) y tenía cada día espléndidos banquetes (…) Al mismo tiempo había un mendigo, llamado Lázaro (…) deseando saciarse con las migajas que caían de la mesa del rico: mas nadie se las daba» (Evangelio de San Lucas, cap. XVI, versículos 19-21).
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versidades4, cuya su trama se aleja radicalmente de la primera, situándose a Lázaro de forma alegórica, naufragado el barco en el que viajaba, en una pequeña embarcación que zozobra a merced de las olas, desde la que pesca atunes y tesoros, y él mismo se metamorfosea en atún (VALBUENA, 1943).
Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán (publicada en dos partes, en 1599 y 1604).5 Según el autor, «Guzmán de Alfarache, nuestro pícaro (…) escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo por delitos que cometió» (ALEMÁN, 2015, p. 71). Es el prototipo del pícaro clásico, metido en mil audacias y fechorías, pero no im- plicado en delitos de sangre. Para ganarse la vida emprende un largo viaje que le lleva a distintas ciudades españolas e italianas y a múltiples ocupaciones, algunas honestas y la mayoría no. La novela de Alemán constituye, frente a la mayor llaneza del Lazarillo, una lenta y minuciosa reflexión intelectual y psicológica. Fue tanto su atractivo y éxito, que otros autores lo aprovecharon para escribir secuelas espurias: una “segunda parte” a cargo de Mateo Luján de Sayavedra (publicada en Barcelona en 1602), previa a la segunda parte auténtica de Alemán; y una “tercera parte”, de pluma del portugués Félix MACHADO DE SILVA y CASTRO, redactada a mediados del siglo XVII, con posterioridad a la segunda parte de Alemán, pero no publicada hasta 1927.
La Pícara Justina, de Francisco de ÚBEDA (seudónimo de Baltasar Navarrete, según NAVARRO, 2012), publicada en Medina del Campo en 1605 (el mismo año de la publicación del Quijote).6 Justina Díez tenía dieciocho cuando emprende su viaje. Era hija de mesoneros, con quienes había adquirido un amplio repertorio pícaro. Al quedar
También considerada tradicionalmente anónima, pero más recientemente atribuida a Diego Hurtado de Mendoza (NAVARRO, 2012).
Menéndez Pelayo considera esta obra estro o culmen de la lengua castellana; tal vez la mejor novela del Siglo de Oro tras el Quijote. Se han documentado ciertos paralelismos entre el autor y su obra (POLAINO, 1964): Mateo Alemán, intelectual erudito, hijo del médico de la cárcel de Sevilla, en la que él mismo fue encarcelado por deudas; su personaje, Guzmán, un pícaro culto, hijo de un comerciante genovés arruinado y de la ex querida de un caballero anciano, quien es también encarcelado por delitos económicos.
De ella escribe Valbuena (1943): «[Mateo Alemán] ha creado en su historia del pícaro por antonomasia una perfecta obra de arte, dentro su género (…) empapado de la tristeza y negro humor, que tantas desdichas en el ánimo de su autor dejaron» (p. XIV).
Aunque esta novela ha sido objeto de severas valoraciones (obra plúmbea; un galimatías; un monu- mento de mal gusto), también se ha considerado un deleite literario (Valbuena, 1943, pp. XLIX-LIII), y así me lo ha parecido también a mí.
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repentinamente huérfana de padre7 y madre, deja su pueblo, Mansilla de Mulas (León), y emprende alegre camino por distintos lugares de la provincia leonesa: «Colegirás de mi leyenda que soy moza alegre y de la tierra, que me retoza la risa en los dientes y el corazón en los hijares (…)» (ÚBEDA, 2001, p. 421).
La Gitanilla de Cervantes, publicada en 1613, narra una historia romántica y de en- redo, que transcurre en un clan gitano que va recorriendo distintos lugares entre Madrid y Murcia. Sus protagonistas son Preciosa, La Gitanilla («la más hermosa y discreta que pudiera hallarse», CERVANTES, 1973a, p. 13), criada por una gitana vieja, y Andrés Caballero, un joven gitano que la pretende. En realidad, Andrés es el nombre dado por los gitanos a Juan de Cárcamo, un joven noble madrileño, quien, enamorado de Preciosa, debe «hacerse gitano» para merecerla y poderse casar con ella. Y, en efecto, Andrés (Juan) se integra plenamente con los gitanos, incluida su participación en la vida pícara y delictiva.8
Rinconete y Cortadillo, de CERVANTES, también publicada en 1613. Cuenta las aventuras de los jóvenes Pedro del Rincón y Diego Cortado.9 Ambos huyen de sus casas y se encaminan hacia el sur de España en busca de una vida mejor.10 Tras llegar a Sevilla realizan algunos hurtos, pero se les advierte que allí robar no es «oficio libre» y que han de presentarse ante Monipodio, jefe de malhechores. Este los rebautiza, por su corta edad y la profesión pícara en que se inician (a la que cuadran bien los diminutivos: Lazarillo…), como Rinconete y Cortadillo, aceptando integrarlos en su cofradía11. La
Su padre muere de un golpe de celemín que le da un arriero a quien ha estafado en la medida de la cebada. A veces las víctimas, con frecuencia pícaros también, se revuelven y se vengan.
Andrés debe superar distintos obstáculos en su amor por Preciosa, como la aparición en escena de otro pretendiente; y uno aún más grave: una rica posadera, Juana, La Carducha, se enamora de él y, ante su rechazo, se venga denunciándolo falsamente por robo. La historia se culmina favorablemente con la revelación, en presencia del Corregidor de Murcia, de las verdaderas identidades de Preciosa
y Andrés, que son en realidad doña Constanza de Azevedo, felizmente hija del propio Corregidor, robada de niña por la gitana, y, como se ha dicho, don Juan de Cárcamo, noble madrileño. Finaliza la historia con la boda gozosa de Constanza/Preciosa y Juan/Andrés.
Pedro es natural de Fuenfría (en la Sierra de Guadarrama), aprendiz de buldero, o vendedor de bulas, con su padre, a quien roba el talego de la recaudación antes de marcharse; y Diego, de algún lugar entre Salamanca y Medina del Campo, aprendiz de sastre, también con su padre.
Se conocen y se hacen amigos en la Venta del Molinillo (Granada), lugar de descanso en dirección a Sevilla. Rincón lleva por todo equipaje una «espada de mano y media» y una baraja de cartas, con la que él y Cortado comienzan su cooperación pícara desplumando, al juego de la veintiuna, a un arriero.
También les instruye acerca de la vida que deben llevar: no tener domicilio fijo ni dormir más de dos noches en el mismo lugar, y no hablar de su organización ni de sus miembros.
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historia se cierra con Rincón y Cortado comentando las cosas tan sorprendentes vistas en la sede de Monipodio, a las que se aludirá más adelante.
Segunda parte del Lazarillo de Tormes sacada de las Crónicas antiguas de Toledo, de Juan de Luna, 162012. Este Lázaro emprende viaje a Cartagena, donde se embarca en la armada; pero su barco naufraga, pese a lo cual se salva ya que, al estar borracho y lleno de vino (¡justifica el relato!) no pudo entrar en su cuerpo el agua del mar. Lo rescatan unos pescadores, que lo encierran en una cuba, haciéndole pasar por un monstruo marino para exhibirlo como atracción de feria.13 Va a Madrid donde es ganapán o mozo recadero de una prostituta y luego se traslada a Valladolid, sirviendo a varias meretrices. Decide hacerse ermitaño, llegando a vivir con uno, pero descubre que ni siquiera él ha llevado una vida muy honrada, pese a lo que predica. Unas mujeres lo secuestran y maniatan a una cama en que le maltratan y amenazan con castrarlo, abandonándolo luego desnudo.
Lazarillo de Manzanares, de Juan Cortés de Tolosa, también publicada en 1620. El autor transpone una historia de lazarillos a Madrid (RODRÍGUEZ MANSILLA, 2008), a un lazarillo natural de La Corte a principios del siglo XVII, durante el reinado de Felipe III.14 Este lazarillo madrileño es hijo adoptivo de padre ladrón y madre he- chicera (como luego El Buscón de Quevedo), que ejercen de alcahuetes, acabando su padre encarcelado. Va a Alcalá donde sirve a un pastelero y, al poco, a Guadalajara, en donde se acomoda con un sacristán.15 Finalmente, se encamina a Sevilla, donde, con el propósito de su viaje a las Indias, se asienta con un oidor de México y, después, con un canónigo, quien por primera vez en su vida le trata bien. Sin embargo, se enamora, lo que le lleva a robar para conquistar a su amada, por lo que su amo el clérigo le echa de
El autor, toledano, justifica su obra en lo disparatado de la denominada Segunda Parte del Lazarillo, en que se presenta a este transformado en atún, casado con una atuna, y capitán de guerras entre atunes. Juan de Luna retoma su historia donde la dejó el primer Lazarillo, en Toledo, casado con una criada amancebada con un arcipreste.
Logra escapar y vuelve a Toledo, pleiteando contra su mujer, quien a la sazón había tenido nuevos hijos con el arcipreste, el cual pretende hacérselos pasar por suyos, pese a llevar años ausente.
Doce años después, en 1632, haría algo parecido Alonso del Castillo Solórzano, con La niña de los embustes. Teresa de Manzanares; título, me parece, de notoria vigencia, habida cuenta de los grandes embusteros y tramposos de que es testigo nuestro tiempo.
De vuelta a Madrid ya tiene como principal propósito trasladarse a la Indias para hacer fortuna y volver rico. Camino de Sigüenza se asienta con un santero o ermitaño, quien le instruye en la vida solitaria y contemplativa. Van a ver el espectáculo de un auto de fe que se celebra en Toledo, y allí co- noce, por una voz que le llama hijo, que una de las sentenciadas por brujería es precisamente su madre putativa.
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su casa; viéndose nuevamente arrastrado al hambre, la mendicidad y la prisión. Al salir, establece una escuela de la que obtiene una buena ganancia. Desengañado del mundo y de las mujeres, hace propósito de escarmentar y acaba partiendo para la Indias.
La vida del buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de taca- ños, de Quevedo, publicada en 1626 (pero probablemente escrita entre 1608 y 1611 — NAVARRO, 2012—).16 Su protagonista, Pablos, natural de Segovia, hijo de un barbero rufián y borracho y de una hechicera, y sobrino del verdugo de esa ciudad, aprende la vida pícara a partir de sus muchas desventuras, como a menudo también se aprende a delinquir. Es criado de un estudiante rico a quien acompaña primero al pupilaje del Dómine Cabra, donde uno y otro casi sucumben de hambre, y después a la Universidad de Alcalá, donde Pablos sufre las novatadas y maltratos de los estudiantes; practica la pillería en los meso- nes; se entiende con la casera de su amo para estafar a este; se desplaza a Segovia donde vive miserablemente con su tío el verdugo; vuelve a Madrid, yendo a parar a prisión de la que sale pronto; en el Prado se hace pasar por rico para cortejar a una joven de buena familia, siendo por ello apalizado y robado; cae en la mendicidad; se traslada a Toledo, ejerciendo como actor, poeta y galán de monjas; se muda a Sevilla, donde vive entre ru- fianes; tras participar en el asesinato de dos alguaciles, huye a América.
Vida, de Diego Torres Villarroel, quien nace en el barrio de los libreros de Salamanca a finales del siglo XVII. Es hijo de un librero, lo que le da durante la infancia y ju- ventud amplio acceso a variadas lecturas, en las que se despierta su atracción por las matemáticas, la astrología y la ciencia en general (VALENZUELA, 2006).17 Estudia sus primeros latines y después sigue estudios universitarios en las Escuelas Menores. Pero también participa en múltiples diversiones y trifulcas estudiantiles en el límite de lo ilícito. Lo que probablemente fuera causa de tener que huir con diecinueve años a Portugal. Allí se desempeña como sacristán de un ermitaño, como curandero, bailarín,
Es considerada por Bataillon (en Polaino, 1964) la «obra maestra de la picaresca barroca»: «de toda la nueva serie de pícaros, es el “Buscón”, de Quevedo, con su monstruosa y genial caricatura, con sus muñecos deshumanizados y disformes, el producto genuino del gran artista de lo desmesurado y lo inverosímil» (Valbuena, 1943, p. XIV).
Espíritu libre y esencialmente moderno, le tocó vivir tiempos conflictivos, de lucha entre lo viejo y no nuevo, más aún en una ciudad y universidad tradicionales como Salamanca, lo que le condujo a constantes polémicas y enfrentamientos con el claustro de la Universidad. Muere en 1770 en el palacio de Monterrey, en donde residió con su familia los últimos años de su vida como administrador de las propiedades del Duque de Alba.
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cuadrillero de toreros y soldado, pero deserta de la milicia para volver a Salamanca. Su implicación en una polémica académica entre Dominicos y Jesuitas lo lleva a prisión, de la sin embargo que sale pronto. Se traslada a Madrid, pero vuelve a Salamanca en donde gana la cátedra de Matemáticas. En 1732 es desterrado a Portugal, aunque al poco se le readmite a su cátedra salmantina. Su gran inclinación autobiográfica le lleva a recoger muchos de estos episodios en su Vida, que publica por suscripción popular (algo verdaderamente moderno) entre 1738 y 1751.
Como se ha visto, las narrativas picarescas se desarrollan en el contexto de un viaje, en el que los pícaros y otros personajes son actores y sufridores de distintas aventuras y desventuras. Y un viaje criminológico por las historias y los textos picarescos, te- niendo como guías a sus autores y protagonistas, es lo que me propongo emprender a continuación. A él invito a acompañarme a los lectores.
Características comunes: sugestionadores y rufianes
Las historias y los pícaros descritos en las novelas mencionadas incluyen, como se irá viendo, una gran variedad de tipos (POLAINO, 1964): vagos, mendigos, parási-
Las novelas picarescas españolas tuvieron eco en otros países europeos, en obras como Il vagabondo (Giancinto DE NOBILI, 1621); Proteo español (James MABBE, 1622, Inglaterra); O Desgraciado Aman- te Peralvilho (Pires DE REBELO, 1650); Der abentheurliche Simplicissimus (Johan Christoffell VON GRIMMELSHAUSEN, 1669); Gil Blas de Santillana (LESAGE, 1715-1735); Colonel Jack, (DEFOE, 1722). También hubo cierta presencia de los temas pícaros en el dibujo y la pintura en Francia, Alemania e Italia. Capítulo aparte, requerido de un análisis paralelo al que aquí se efectúa, centrado principalmente en la picaresca común de cariz más marginal, constituye «la picaresca de la aristocracia» (según expresión de doña Emilia PARDO BAZÁN; DELEITO, 2014), reflejada sobre todo en las novelas ejemplares de Ma- ría DE ZAYAS Y SOTOMAYOR (2005 [1638]). Por otro lado, la herencia picaresca se prolongó parcial- mente en España durante los siglos XIX y XX a partir de obras de grandes novelistas como, entre otros, PÉREZ GALDÓS, con Fortunata y Jacinta (1887) o Misericordia (1897); Pío BAROJA, con La Busca (de 1904); CELA, con una sorprendente Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (de 1943) y La colmena (de 1951); SÁNCHEZ FERLOSIO, con El Jarama (de 1955), o Francisco UMBRAL, en Travesía de Madrid (de 1966) y otras novelas. E, igualmente, toda esta magnífica heredad literaria contem- poránea también requeriría un capítulo separado. Hasta aquí la literatura picaresca del pasado. Pero ¿qué decir de la picaresca de nuestro tiempo, que se sirve de las poderosísimas armas de la modernidad (televi- sión, redes sociales…) para simular, sugestionar, mentir, engañar y aprovecharse de otros en las relaciones personales, el comercio, la educación o la política? Esto no requeriría capítulo aparte, sino monografías voluminosas e incluso series pícaras completas. Se me antojan algunos títulos posibles de estas nuevas obras, ya sean generales (Grandes pícaros de nuestro tiempo, Política y picaresca contemporánea, etc.) o biográficas (El niño de los embustes, etc.). Por si algún lector quiere animarse con ello.
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tos, descuideros, ladrones, sicarios, bandoleros, prostitutas o «ninfas», entretenidas, cofradías de malhechores. Pese a todo, sus tramas presentan algunas características compartidas (DELEITO, 2014; NAVARRO, 2012; POLAINO, 1964; TALENS, 1975;
VALBUENA, 1943):
Autobiografía y realismo: algunas obras podrían referirse a personas reales, cuyas aventuras son descritas con gran realismo. Sin embargo, a veces se trataría más bien de una suerte de «realismo mágico» (precursor lejano del moderno realismo mágico de García Márquez o Isabel Allende). Por ejemplo, en la segunda parte del Lazarillo, hundido el barco en que viaja Lázaro, se describe a este, con gran «realismo» (pero imposible, «mágico»), caminando sobre la superficie del mar mientras va matando atunes y recogiendo tesoros. O esta imagen surrealista en La Pícara Justina: «¿Ya soy nacida? ¡Ox, que hace frío! ¡Tapagija, que me verán desnuda! Tórnome al vientre de mi señora madre, que no quiero que mi nacimiento sea de golpe» (ÚBEDA, 2001, p. 411).
Características psicológicas semejantes a las que suelen presentar los delincuen- tes habituales, como espíritu de movilidad, rebeldía e indecisión, imprevisión e ines- tabilidad (viviendo al día y buscando oportunidades y recompensas inmediatas, sin preocuparse demasiado del futuro), no consideración de virtudes como la honra, la vergüenza o el pudor, calma y frialdad frente a las adversidades y los obstáculos, y falta de perseverancia.
Pesimismo y tristeza. Las historias suelen estar impregnadas, como tantas historias delictivas, de pesadumbre y amargura sobre la propia vida, con un trasfondo de «dolor y hambre» (VALBUENA, 1943, p. XXXI). Pablos se lamenta así: «Pero, cuando co- mienzan desgracias en uno, parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas y unas [traen] a otras» (QUEVEDO, 2001, p. 572). Y, análogamente, Justina: «La fortuna adversa es tirana, si desea venganza es insaciable» (ÚBEDA, 2001, p. 443). El Lazarillo de Luna, ante una peligrosa tormenta durante una travesía marítima, alude a una paralela tormenta en el alma: «la borrasca crecía, y la esperanza faltaba» (LUNA, p. 81); cuando lo encierran en una tinaja, para exhibirlo por los pueblos como si fuera un fenómeno hombre-atún: «Lloraba mi desdicha; gemía quejándome de mi hado o fortuna» (p. 85). Y Guzmán expresa así su pesadumbre ante la vida y sus intrigas: «Solo y preso, desnudo y pobre, necesitado y hambriento (…)» (ALEMÁN, 2015, p. 241).
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Transgresión de las normas sociales y legales y su consiguiente represión. Aunque esta transgresión puede oscilar mucho en su gravedad; desde la esencial «bondad y sen- cillez» del primer Lázaro a la «encallada frialdad ante el mal» de Guzmán (VALBUENA, 1943, p. XXXI).
Distintas habilidades y maneras de delinquir de los pícaros (o registros, en jer- ga picaril), que SALILLAS (2004) clasificó en tres principales: Manualistas, hábiles con las manos para sustraer al descuido (doctores del dos —dos dedos, para sisar—); Coaccionistas, que atemorizan a las víctimas para robarles; y Sugestionadores, que en- gañan con astucia a otros al modo en que se representa en las comedias y las novelas. Véanse dos ejemplos de sugestión en el Lazarillo de Tormes. Uno, en relación con su primer amo, el ciego:
[El ciego] «tenía otras (…) maneras para sacar dinero (…) saber oraciones para mu- chos y diversos efectos, para mujeres que no parían (…) de parto (…) malcasadas (…) y ganaba más dineros en un mes que cien ciegos en un año» (ANÓNIMO, 1993, p. 26).
El segundo, relativo a la etapa en que Lázaro se asienta con un buldero, o vendedor de bulas o indulgencias eclesiásticas, que sermoneaba en las iglesias para vender bulas falsas (no dictadas por la Iglesia). Para realizar este engaño se acompañaba de un alguacil compinchado. La estrategia consistía en que, cuando el buldero predicaba sobre las bulas, el alguacil gritaba en medio de la iglesia denunciando que las bulas eran falsas; entonces, el buldero teatralizaba rogar a Dios que si, como el alguacil decía, las bulas eran falsas, el púlpito se hundiera y él sucumbiera; pero si eran verdaderas, que el alguacil fuera casti- gado. En ese instante el alguacil simulaba caer al suelo fulminado y echando espumarajos por la boca. ¿Qué mayor prueba, entonces, de la autenticidad de las bulas en venta?:
«Divulgóse la nueva (…) por los lugares comarcanos y cuando a ellos llegábamos no era menester sermón ni ir a la iglesia, que a la posada las venían a tomar [a comprar las bulas], como si fueran peras que se dieran de balde» (ANÓNIMO, 1993, p. 63).
-Jerga picaril. Los propios pícaros se designan mediante una nomenclatura alusiva a la categoría de sus delitos: cortabolsas o cicateros, los más numerosos, precursores de los modernos carteristas; salteadores, que roban o asesinan en los caminos; estafadores,
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que amenazan a los ricos para robarles; prendadores, que sustraen ropas; alcatiferos, ladrones en tiendas de seda; capeadores y cigarreras, que se apropian de capas; grumetes, provistos de cuerdas con garfios para escalar casas; apóstoles, portadores de llaves como San Pedro, para directamente entrar por la puerta; guzpateros, perforadores de puertas y ventanas; duendes, ladrones subrepticios en viviendas; maletas, que se introducen en las casas dentro de baúles; devotos, que despojan en las iglesias las imágenes de los santos; dacianos, que roban niños y los tullen (brazos, piernas, rostro…) para después venderlos a mendigos o ciegos; mayordomos, ladrones de comida en los mesones; cuatreros, sátiros o abígeos (término de origen ibérico, conectado, según SALILLAS
—2004—, con el vocablo vascuence «ebatsi», robar), que sustraen animales en los cam- pos; avispones, que ojean la ciudad de día para «avispar» qué podría robarse de noche, o bien siguen, con idéntica finalidad, a quienes llevan dinero encima (CERVANTES, 1973b, p. 113); y gorrones o caballeros de la tuna, por referencia a los universitarios fugitivos de las aulas.
Picaresca coaccionista. Además de la más frecuente modalidad delictiva «suges- tionadora», o de engaño, también existe la picaresca «coaccionista», a menudo en for- matos organizados de cariz subcultural y mafioso. De ello deja constancia Cervantes cuando Don Quijote desafía, en el capítulo 45 de la primera parte, a unos cuadrilleros que intentan prenderlo por haber liberado a los galeotes, gritando: «¡Venid acá, ladro- nes en cuadrilla, que no cuadrilleros; salteadores de caminos, con licencia de la Santa Hermandad» (CERVANTES, 2004, p. 579).
Se evidencia asimismo una precisa organización delictiva en la asociación delictiva sevi- llana de Monipodio, descrita en Rinconete y Cortadillo, que contaba con un registro o cua- drante de los delitos programados semanalmente: «Memoria de las cuchilladas que se han de dar esta semana (…) La primera al mercader de la encrucijada. Vale cincuenta escudos. Están recibidos treinta a buena cuenta. Secutor, Chiquiznaque (…) Memoria de palos (…) Al bodeguero de la alfalfa, doce palos de mayor cuantía, a escudo cada uno. Están dados a buena cuenta ocho. El término seis días. Secutor, Maniferro» (CERVANTES, 1973b, p. 118). Véase la magistral descripción que hace Cervantes de los personajes y situaciones que desfilan por el patio de dicha asociación truhanesca, patio «que de puro limpio y aljofifado parecía que vertía carmín de lo más fino (…) Al un lado estaba un banco de tres pies, y al otro un cántaro desbocado, con un jarrillo encima (…) una estera de enea, y en el medio
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(…) una maceta de albahaca (…) una imagen de Nuestra Señora» con una esportilla «para la limosna» y una almofía o jofaina para el «agua bendita» (p. 105):
«En poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios» (p. 105): dos mozos con aspecto de estudiantes; dos esportilleros; un cie- go; dos viejos con rosarios en las manos; una vieja, la Pipota, madre de Monipodio, que se arrodilla ante la imagen de la Virgen tras haber tomado agua bendita; dos mozos bizarros y armados, Chiquiznaque y Maniferro (así llamado por tener una mano de hierro, cortada la suya por la justicia); tres centinelas que vigilan la casa; un muchacho que entra corriendo para avisar de la venida de un alguacil, que, sin embargo, resulta ser amigo y compinchado; dos mozas meretrices, Gananciosa y Escalanta, «afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos» (p. 109); un muchacho con una canasta robada; otra prostituta, Juliana la Cariharta,
«desgreñada y llorosa», a quien ha maltratado su novio y rufián, el Repolido; dos viejos ojeadores o «avispones», que recorren las calles en busca de oportunidades delictivas (personas con dinero encima, casas…).
Y, sobre todo, la figura impresionante de Monipodio cuando sale para recibir a Rinconete y Cortadillo, «porque éstas son las horas cuando él suele dar audiencia» (p. 105:
«Llegóse en esto la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto de toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad de cuarenta y cinco (…) Venía en camisa, y por la abertura de delante descubría un bosque; tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados; cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda (…) así como Monipodio bajó, al punto todos los que aguardándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia» (p. 106).19
Después, tendiendo una sábana en el suelo, se acaba organizando un almuerzo frater- nal con las viandas de la canasta recién robada (tajadas de bacalao frito, queso de Flandes,
Al inicio de la primera parte de la filmografía de El Padrino puede disfrutarse de una escena de besamanos impresionante del que posiblemente ha sido uno de los más ilustres monipodios cinemato- gráficos de nuestro tiempo: Marlon Brando.
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aceitunas, camarones, cangrejos, pimientos, tres hogazas blanquísimas y vino). El almuer- zo es seguido de música tañida con instrumentos improvisados (un chapín repicado como un pandero, una escoba de palma rasgada, unas tejoletas o castañuelas fabricadas por Monipodio con trozos de un plato roto), que Escalanta, una de las prostitutas, acompaña con un canto de reconciliación entre los amantes peleados (p. 116): «Riñen dos amantes, hácese la paz; / si el enojo es grande, es el gusto más» (¿¡una protojuerga flamenca!?). La fiesta finaliza bruscamente ante la presencia cercana de un alcalde de la justicia y dos corchetes o policías que, sin embargo, acaban pasando de largo.
De forma parecida a la escenografía de este patio, en las ciudades grandes del Siglo de Oro existían sedes famosas de asociaciones delictivas, o jacarandinas, donde recalaban los pícaros tras sus fechorías (POLAINO, 1964; SALILLAS, 2004): los Bodegones de San Gil y Santo Domingo, en Madrid; el Prado de la Magdalena en Valladolid; la Plaza de Zocodover en Toledo; el Azoguejo en Segovia; La Olivera en Valencia; La Rondilla en Granada; Los Percheles en Málaga; el Potro en Córdoba, o El Arenal en Sevilla.
A principios del siglo XVII en Cataluña existían, ya entonces, más de diez cuadri- llas de bandoleros, algunas con más de cien miembros. (Referencias al bandolerismo en Cataluña pueden encontrarse también en obras de Cervantes como El Quijote y la novela Las dos doncellas —SALILLAS, 2004—). También, en Castilla y Andalucía, en donde los bandoleros solían actuar en los caminos reales (DELEITO, 2014).
Picaresca y victimización femenina
¿En qué grado participaban mujeres en la vida pícara? Como sucede en la delincuencia en general, las mujeres pícaras eran muchas menos que los varones. Solía atribuírseles una disposición especial para determinados delitos como los encubrimientos, favore- cidos por el ropaje femenino (SALILLAS, 2004). Por ejemplo, la sustracción de telas al descuido en comercios (tejeras o mecheras), escondiéndolas «entre sus piernas, bajo las faldas, asiéndolas de ganchos que lleva interiormente suspendidos» (p. 181); o bien, la ocultación de joyas en la boca o tragándoselas. Por otro lado, se adjudicó también a las mujeres una particular aptitud para el envenenamiento (POLAINO, 1964). Véase, por ejemplo, en La española inglesa:
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«Y como por la mayor parte, sea la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la toma- se por ser buena contra las ansias de corazón que sentía» (CERVANTES, 1973c, p. 141).
Pese a todo, las pícaras no solían ser autoras de delitos muy graves. Se trataba más bien de aventureras que, al igual que sus homólogos varones, deseaban vivir al día y disfrutar de la vida libre (DELEITO, 2014), como lo expresa grácilmente Justina:
«Porque en toda mi vida otra hacienda ni otro tesoro atesoré, sino una mina de gusto y libertad» (ÚBEDA, 2001, p. 436). Aunque también hubo algunas mujeres bandoleras, e incluso capitanas de cuadrillas, protagonistas de comedias del siglo XVII como Las hermanas bandoleras (de Juan Matos y Sebastián Villaviciosa) y La bandolera de Italia y enemiga de los hombres (referenciadas en DELEITO, 2014); comedia esta última que en 1680 llegó a representarse en Palacio ante los reyes, aunque a comienzos del siglo XIX acabaría siendo prohibida por la Inquisición (como otras obras del teatro clásico) por pasajes pretendidamente atentatorios contra la moral como este (¡qué decir de su atentando contra el gusto literario!): «Diga, pues tanto me apura, / ¿cómo se mete a ermitaño, / si gozó a Pascuala un año?» (DELEITO, 2014).
Un caso notable de pícara es el de Justina, quien con el tiempo llegó a superar en bellaquerías (hurtos, robos, engaños…) a sus compañeros varones. Su vida picaril no le impidió defender de estos su sexualidad, no constando relación amorosa con ninguno de ellos. Al final del relato, Justina, ya reinsertada, acaba casándose formalmente con otro pícaro desistente, Guzmán de Alfarache (guiño posible del autor de Justina a una obra que él debió admirar).
Sin embargo, probablemente el rol más frecuente de las mujeres en la picaresca no fue el de agresoras sino víctimas, siendo particularmente vulnerables para ello las prostitutas. En el patio de la congregación de Monipodio descrito más arriba, cuando todos almuerzan en hermandad, un centinela avisa que Juliana, la Cariharta, viene descabellada, llena de moretones y llorando por la paliza que le ha dado Repolido, su chulo; y, llegada ella, lo explica: «Creyendo él que yo le sisaba (…) esta mañana me sacó al campo detrás de la huerta del rey, y allí, entre unos olivares, me desnudó, y con la pretina, sin excusar ni recoger los hierros (…) me dio tantos azotes, que me dejó por muerta (…) ¡La justicia de Dios y del rey venga sobre aquel ladrón desuellacaras!» (CERVANTES, 1973b, p. 112). A lo que Gananciosa, una compañera de oficio, le
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replica para consolarla: «A lo que se quiere bien se castiga, y cuando estos bellacones nos dan, y azotan y acocean, entonces nos adoran. Si no, confiésame una verdad por tu vida: después que te hubo Repolido castigado y brumado, ¿no te hizo alguna caricia?
¿Cómo una? —respondió la llorosa—. Cien mil me hizo (…) y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas de los ojos después de haberme molido» (p. 112-113). ¿No hay semejanza entre esto y lo que a menudo sucede en la violencia de género, tal y como ponen de relieve teorías como la del Ciclo de la Violencia de Leonore WALKER, con sus etapas de aumento de la tensión, incidente de violencia y «luna de miel»?
Un caso análogo de victimización de una prostituta es el relatado en la segunda parte del Quijote espurio de Alonso Fernández de Avellaneda, en que a Don Quijote y sus acompañantes les llegan los quejidos de «una mujer afligida», a la que encuentran atada de pies y manos a un árbol. Ella les explica que un mozo aragonés (un rufián o proxeneta) la engañó para que le acompañara a Zaragoza, diciéndole que iba a casarse con ella; pero, cuando estaban en descampado, «metió mano a una daga, diciéndome que si no sacaba allí todo el dinero que traía conmigo, que él me sacaría el alma del cuerpo con aquel puñal» (a partir de NAVARRO, 2012, p. 159).
También algunas mujeres eran víctimas mortales de sus maridos, como en el caso relatado en las Cartas de los jesuitas sobre sucesos correspondientes al año 1627 (reco- gido en DELEITO, 2014, p. 108):
«Estando un hombre muriendo y queriendo hacer testamento, y habiendo mandado llamar al escribano para ordenallo, llegó a él su mujer y le dijo que, para descargo de su conciencia, le decía que los hijos que tenía no eran suyos, sino ajenos. Él la oyó su dicho bien impertinente, y, haciéndose hora de comer, llegando la mujer a partirle el pan, cogió el enfermo el cuchillo y se lo metió en el corazón y la mató; y él murió dentro de cuatro horas. Y a él y a ella los enterraron juntos».
Filosofía y loa de la picaresca
No faltan en las novelas picarescas algunas perspectivas filosóficas o modos de interpretar la vida personal y social, mediante una combinación frecuente de hedo- nismo y pesimismo. Por ejemplo, Pipota, vieja alcahueta y madre de Monipodio en
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Rinconete y Cortadillo, anima a los más jóvenes al disfrute de la vida a la vez que se lamenta del paso veloz del tiempo: «Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos que perdisteis en la mocedad como yo los lloro (…)» (CERVANTES 1973b, p. 111). También en el Lazarillo de Manzanares se efectúa esta honda reflexión sobre el sentido de la vida: «¿De qué momento son las prosperidades si no hay tiempo para gozarlas…?» (CORTÉS DE TOLOSA, 1993, p. 164).
Muchos pícaros, hijos de la pobreza, ven la sociedad irremediablemente segregada, como en La Pícara Justina: «Pues ¿qué en este tiempo, en el cual, en materia de lina- jes, hay tantas opiniones como mezclas? (…) no hay sino solos dos linajes: el uno se llama ‘el tener’, y el otro ‘no tener’» (ÚBEDA, 2001, p. 418). Aunque el picarismo se atribuye ubicuamente a todos, pobres y ricos, como cínicamente se expresa en el Guzmán: «Todo anda revuelto (…) todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra (…) Todos roban, todos mienten, todos trampean» (ALEMÁN, 2015, p. 240-1). Aun así, incluso Guzmán muestra cierta esperanza: «Acogíme al consuelo común de todos los afligidos, cre- yendo que pues estaba en lo más bajo de la rueda de la fortuna, necesariamente había de volver a subir» (p. 96).
Además, no falta en las novelas picarescas cierto ennoblecimiento moral, aunque jocoso, de la vida pícara, llegando a asimilarla nada menos que a la filosofía. Por ejem- plo, en el Lazarillo de LUNA (1993, p. 97): «Porque la vida filósofa y picaral es una misma; sólo se diferencian en que los filósofos dejaban lo que poseían por su amor, y los pícaros, sin dejar nada, la hallan».
Por otro lado, las historias pícaras también fueron objeto de elogios literarios y artísticos, en las propias novelas o en obras paralelas de poesía, teatro (El arenal de Sevilla, de Lope de Vega; Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina), pintura (Vista de Zaragoza a orillas del Ebro -con escenas de pícaros-, de Martínez del Mazo, yerno de Velázquez; Retrato de Estebanillo González, de Lucas Vorsterman…), música y danza. En el Guzmán se efectúa esta loa al pícaro: «¡Oh, tú, dichoso (…) que a la mañana te levantas a las horas que quieres, descuidado de servir ni de ser servido!» (ALEMÁN, 2015, p. 237). Mientras en la poesía, Hurtado de Mendoza canta así a
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La vida del pícaro: «¡Oh, pícaros cofrades (…) / del placer y de la anchura, / que libertad llamaron los pasados!» (a partir de DELEITO, 2014, p. 167). Y también Lope de Vega: «¡Ay, dichosa picardía! (…) / ¡Ay, dormir gustoso y llano, / sin cuidado y sin gobierno, / en la cocina el invierno/ y en las parras el verano!» (DELEITO, 2014, p. 168). Y, más funesto, Jerónimo Barrionuevo recoge, en el siglo XVII, esta versificación sobre la picaresca matonesca: «Matan a diestro y siniestro;/ matan de noche y de día; / matan al Ave-María; / matarán al Padre Nuestro» (en DELEITO, 2014, pp. 113-114).
Finalmente, aunque las novelas picarescas no son historias amorosas, en algunas de ellas el amor se expresa con pasión y belleza. ¿Qué literatura verdadera podría no ocuparse del amor? Por ejemplo, este hermoso diálogo entre las protagonistas de La Celestina: «Melibea: ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseño- reado en lo mejor de mi cuerpo? Celestina: Amor dulce (…) Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte» (ROJAS, 1986, p. 226). O este lírico soliloquio en La Pícara Justina: «El verdadero amor nunca echa su caudal en palabras, al punto que en nuestras almas entró, vació el alma del aire con que se hacen las palabras, y metió en su lugar fuego con que abrasa los corazo- nes» (ÚBEDA, 2001, p. 552). O el más sublime sin interrupción de todos los poetas autores de picaresca, Quevedo, en su famoso soneto Amor constante: «Cerrar podrá mis ojos la postrera / Sombra que me llevare el blanco día, (…) / venas que humor a tanto fuego han dado, / medulas que han gloriosamente ardido / su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, más tendrá sentido; / polvo serán, más polvo enamo- rado» (QUEVEDO, 1943, p. 63).
Esta parte de nuestro viaje transcurrirá por las posibles explicaciones de la vida pícara y el delito presentes en las novelas picarescas. ¿Guardan parecido con las modernas explicaciones de la criminalidad? Para ello vamos a considerar algunas teorías crimino- lógicas relevantes y preguntarnos si existen interpretaciones semejantes en los textos picarescos.
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Rasgos y disposiciones personales
Una explicación criminológica tradicional ha sido atribuir la propensión delictiva de algunas personas a sus particulares rasgos personales, ya sean de cariz biológico o psicológico. Esa fue la tesis central del positivismo inicial de Cesare LOMBROSO, quien postuló la existencia de delincuentes natos, con anomalías corporales y mentales. Esa misma concepción tiene también, en efecto, una gran presencia en las narrati- vas picarescas. Por ejemplo, así se describe, en Rinconete y Cortadillo, al hampón y maestro de pícaros sevillano: «Alto de cuerpo, moreno de rostro (…) cejijunto, barbinegro y muy espeso; los ojos hundidos (…) manos cortas, pelosas y los dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas (…) los pies descomunales de anchos y juanetudos. En efecto, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo» (CERVANTES, 1973b, p. 106). Y en El coloquio de los perros se retrata de este modo al Romo, quien era matarife y rufián: «Mozo robusto, doblado y colérico, como todos aquellos que ejercitan la jifería… [que] con la misma facilitad matan a un hombre, que a una vaca: por quítame allá esa paja, a dos por tres, meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen un toro» (CERVANTES, 1978, pp. 516-517).
QUEVEDO (2001), por su parte, representa de esta guisa al Dómine Cabra, licen- ciado a cargo de un pupilaje u hospedería para hijos de caballeros y sus criados (Pablos, el Buscón, lo era de Don Diego), a quienes sometía a régimen de hambre viva: «Clérigo cerbatana, largo sólo en el talle; una cabeza pequeña; los ojos avecindados al cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros (…); la nariz, de cuerpo de santo (…); las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas (…) el gaznate largo como avestruz, con una nuez tan salida que parecía que iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos como un manojo de sarmientos (…) La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era» (p. 567).
También CERVANTES alude a esta disposición personal, en La ilustre fregona:
«Trece años, o poco más, tendría Carriazo, cuando, llevado de una inclinación pica- resca, sin forzarle a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, sólo por
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su gusto y antojo se desgarró (…) de la casa de sus padres, y se fue por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre…» (CERVANTES, 1973d, p. 217).
A veces las descripciones de estos rasgos y tendencias por los protagonistas no corresponden a otros, sino a sí mismos. En el Lazarillo de Luna: «No pude ni supe conservarme en la buena vida que la fortuna me había ofrecido, siendo en mí la mu- danza como accidente inseparable» (LUNA, 1993, p. 77). También Mateo ALEMÁN hace decir a GUZMÁN: «Era yo muchacho vicioso y regalado, criado en Sevilla sin castigo de padre, la madre viuda (…) mirado y adorado (…) alentábame mucho el deseo de ver mundo…» (ALEMÁN, 2015, p. 116); «La sangre se hereda y el vicio se apega» (p. 85). Vicente ESPINEL, en su Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón (de 1618), pone en boca de Marcos: «Pasé mi trabajo, aunque él no se me pasó, porque siempre iba de mal en peor; que, adonde quiera que iba, o me bus- caba el mal, o yo lo buscaba [a] él; que los muchachos mal inclinados en tanto son buenos en cuanto la fuerza les hace que no sean malos» (ESPINEL, 2008, p. 308). Una idea esta última análoga a la modernamente expresada por HIRSCHI en su teoría de los vínculos sociales: la integración de los individuos en la sociedad resulta del control social ejercido sobre ellos, siendo el delito resultado de la ausencia de control. Y análogamente dice TORRES VILLARROEL (1974, p. 53), en su Vida, de sí propio: «Interiormente hallaba yo en mí muchas disposiciones para ser malo, revoltoso y atrevido».
Todas estas descripciones sugieren la creencia de los autores de la picaresca en una conexión decisiva entre rasgos físicos extremos o anómalos y propensión truhanesca. En cambio, en La Pícara Justina tal vinculación se modula a un punto intermedio, ge- neralmente más acorde con la realidad, de mezcla de inclinaciones: «No hay cosa criada sin chanfaina de malo y bueno, que, aunque más digan de un hombre que es como un oro, nunca es oro acrisolado» (ÚBEDA, 2001, p. 552).
Asimismo, no faltan en las historias picarescas alusiones a la frecuente relación entre rufianismo y propensión a la bebida («Eran los pícaros muy aficionados al vino y aun al aguardiente» —DELEITO, 2014, p. 165—), lo que solía asociarse a ciertos contex- tos y oficios como venteros, mozos de cebada, ganapanes o esportilleros, aguadores, soldados, matarifes…
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Elección racional y oportunidades delictivas
Una perspectiva criminológica relevante es la que considera que el delito es produc- to de decisiones racionales libremente adoptadas («libre albedrío»), que se hacen más probables ante oportunidades infractoras favorables. Interpretación que tiene también gran presencia en los textos de la picaresca. El Lazarillo de Luna dice de sí mismo: «Crecía la codicia a medida de la ganancia» (LUNA, 1993, p. 86). Y justifica y enaltece esta realidad inapelable: «¡Oh dinero! (...) Tú eres la causa de todos los bienes y el que acarreas todos los males (…) ¡Tú conservas la virtud, tú mismo la pierdes!» (pp. 100-101).
Es verdad que las elecciones pícaras solían estar condicionadas por la pobreza y ne- cesidad de los pícaros: «Pobreza y picardía salieron de una misma cantera» (SALILLAS, 2004, p. 89). Lo que se ilustra también en el primer Lazarillo: «Como la necesidad sea tan gran maestra, viéndome con tanta siempre, noche y día estaba pensando la manera que tenía en sustentar el vivir (…) me era luz el hambre, pues dicen que el ingenio con ella se aviva» (ANÓNIMO, 1993, p. 39). O bien, la dificultad a que se enfrentaban los pícaros, ya se ha dicho, para su ascenso social: Pablos querría haber sido caballero y estudiar, como su amo, pero su baja extracción social se lo impide (TALENS, 1975). Pueden sugerirse aquí similitudes con los procesos de «anomia» y «tensión» (es decir, de privación de gratificaciones) aducidos en la modernidad, desde DURKHEIM en adelante, como incitadores del delito.
Por otro lado, desde la criminología ambiental se considera que, aunque los delitos sean resultado de elecciones «racionales» libres, en ellas juegan un papel crucial las oportunidades favorecedoras. Interpretación que también se muestra en los relatos picarescos. Por ejemplo, en el primer Lazarillo: «Púsome el demonio el aparejo delante de los ojos, el cual (…) hace al ladrón» (ANÓNIMO, 1993, p. 31). Lo que se reitera en el Lazarillo de LUNA (1993, p. 85): «La ocasión hace al ladrón». Y también en la La Pícara Justina, con un hermoso canto al mesón, que ella tan bien conocía desde niña, como hot spot, o lugar de concentración de oportunidades delictivas:
«¡Oh, mesón, mesón!, eres esponja de bienes, prueba de magnánimos, escuela de discretos, universidad del mundo, margen de varios ríos, purgatorio de bolsas, cueva
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encantada, espuela de caminantes, desquiladero apacible, vendimia dulce» (ÚBEDA, 2001, pp. 423-424).
Sobre la conexión entre mesón y mala vida se abunda asimismo en otros textos pícaros:
«Cuando uno cree que le cobran más de lo debido, se pregunta si está en Sierra Morena —como se hace en la Vida de Don Gregorio Guadaña—: llegamos a una venta que saltea en Sierra Morena; saliónos a recibir o a robar, que es todo uno, el ventero, descendiente por línea recta del mal ladrón» (SALILLAS, 2004, p. 101).
La criminología moderna ha investigado también si el desplazamiento de las oportunidades delictivas de un lugar a otro podría acarrear un desplazamiento paralelo de la delincuencia. DELEITO (2014) sugiere cómo el bandidaje anterior a 1500 (época de los Reyes Católicos), que generalmente se producía en el ámbito rural, al ser perseguido por la Santa Hermandad, se habría desplazado a las ciudades, dando lugar a la gran picaresca urbana del Siglo de Oro. En las ciudades existe, en comparación con el medio rural, un mayor distanciamiento social y anonimato; lo que se vincularía, según estudió la Escuela de Chicago, a una ruptura del con- trol social y, en consecuencia, a un incremento delictivo. Además, según razonaba Gabriel Tarde, en las ciudades hay muchas más personas que en los pueblos y, por ello, muchos más posibles modelos delictivos, lo que nos conecta con el epígrafe siguiente.
Riesgos familiares, aprendizaje y creencias
Las teorías criminológicas del aprendizaje, desde finales del siglo XIX en adelante, consideran que el comportamiento delictivo ni se hereda ni se inventa, sino que se adquiere imitando a otros, en asociación diferencial con ellos, generalmente en grupos íntimos. El contexto íntimo más inmediato para esto es la familia, institución que es realzada también en la picaresca clásica como origen de la vida pícara.
Los pícaros suelen haber nacido en familias y contextos granujas y delictivos (POLAINO, 1964). El primer Lazarillo es hijo de condenado a galeras por robo; el
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Lazarillo de Manzanares, que es niño expósito adoptado, pondera así su nueva ubi- cación familiar: «Me llevaron consigo a la casa de los dos mayores ladrones que en España ha avido (…) si veía hurtar a mi padre, si hechicera a mi madre, el mal trato de sus hijas, ¿cómo avía de aprovechar en cosas virtuosas?» (CORTES DE TOLOSA, 1993, p. 141-142). Y Justina, sobre sus padres: «No sabían otros jeroblíficos, sino jara- randina, ni otras sciencias, sino conjugar a rapio rapis por meus, mea meum. Así que, hermano lector, cada cual enseña lo que sabe, aunque no todos saben lo que enseñan» (ÚBEDA, 2001, p. 428-429). Sin que falte tampoco un factor de riesgo familiar clási- co: la educación errática de los hijos, con un estilo de crianza de hoy no, mañana sí, o viceversa. Así lo rememora el Buscón sobre su propia vida: «Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro. Decíame mi padre: Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica, sino liberal. De ahí a un rato, habiendo suspirado, decía: (…) de manos. Quien no hurta en el mundo, no vive» (QUEVEDO, 2001, p. 565).
También es un factor de riesgo frecuente en la vida pícara la victimización del pícaro por su amos o maestros, como también puede sucederles a muchos jóvenes que se ini- cian en la delincuencia. En el primer Lazarillo resulta sorprendente la radical brevedad, apenas siete líneas, del Tratado IV, sobre el encuentro de Lázaro con su cuarto amo, un fraile de la Merced: «Enemigo del coro y de comer en el convento, perdido por andar fuera, amicísimo de negocios seglares y visitar. Tanto, que pienso que rompía él más zapatos que todo el convento. Este me dio los primeros zapatos que rompí en mi vida: mas no me duraron ocho días. Ni yo pude con su trote durar más. Y por esto y por otras cosas que no digo salí dél» (ANÓNIMO, 1993, pp. 58-59). La profesora NAVARRO (2012) ha considerado que tanto el «me dio los primeros zapatos» (es decir, «me calzó») como este «trote» que Lazarillo no pudo soportar («y otras cosas que no digo») probablemente aluden a su abuso sexual por parte del fraile mercedario, lo que le lleva a abandonarlo en ocho días (así debió interpretarlo también en su día el inquisidor Juan López de Velasco, quien expurgó la obra de este capítulo).
La vida pícara se contagia, por imitación, de unos a otros. DELEITO (2014) razona que se producía un contagio del picarismo desde las clases bajas, los pícaros marginales, a las clases altas empobrecidas que, en ausencia de sostén económico, emprendían un
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nuevo modo de vida, semejante al de los pícaros de la clase baja, que incluía hurtos, robos, estafas, etc. El padre Pedro de León, jesuita visitador como Chaves de la prisión de Sevilla a finales del siglo XVII, dio noticia de ello: «Es tanto la golosina que algu- nos tienen de esta vida picaresca, que algunas veces se van a ella algunos mozos hijos de gente principal, y de allí los han sacado algunas veces, pero no aprovecha, porque luego se vuelven» (a partir de NAVARRO, 2012, p. 112). Sin embargo, este proceso de contagio delictivo desde los pícaros marginales a los pícaros de clase elevada sería contrario al que en Criminología adujera el sociólogo TARDE; según él, los mayores atropellos (robos, incendios, raptos, violaciones…) habrían sido cometidos histórica- mente por los nobles (sobre sus súbditos, en las guerras, las cruzadas, etc.), y después imitados por las clases bajas.
También se describen con precisión en diferentes obras clásicas los objetivos y el proceso de aprendizaje pícaro y delictivo. Por ejemplo, en el primer Lazarillo el ciego anuncia a Lázaro las enseñanzas que le esperan: «Yo oro ni plata no te lo puedo dar; más avisos para vivir muchos te mostraré» (ANÓNIMO, 1993, p. 26). Guzmán describe su propio camino de aprendizaje picaril en estrecha cercanía a otros jóvenes pícaros:
«Juntéme con otros torzuelos de mi tamaño, diestros en la presa. Hacía con ellos en lo que podía; mas, como no sabía los acontecimientos, ayudábales a trabajar, seguía sus pasos, andaba sus estaciones (…) Fuime así dando bordos y sondando la tierra (…) me enseñé a jugar a la taba, el palmo y al hoyuelo. De allí subí a me- dianos; aprendí el quince y la treinta y una, quínolas y primera. Brevemente salí con mis estudios y pasé a mayores (…) No trocara esta vida de pícaro por la mejor que tuvieron mis pasados (…) íbaseme sotilizando el ingenio por horas, di nuevos filos al entendimiento y, viendo a otros menores que yo hacer con caudal poco mucha hacienda y comer sin pedir ni esperarlo de mano ajena (…)» (ALEMÁN, 2015, p. 222).
En Rinconete y Cortadillo, Monipodio, previa «entrevista de selección» para incor- porar nuevos miembros a su organización delictiva («querría saber, hijos, lo que sabéis para daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y habilidad», p. 107), dice a Cortadillo: «No os aflijáis, hijo (…) que a puerto y a escuela habéis llegado donde ni os anegaréis ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que más os
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conviene» (CERVANTES, 1973b, p. 108). Y también en La Gitanilla, con la llegada de Andrés al grupo de gitanos:
«Calla, hijo —dijo el gitano viejo— que aquí te industriaremos de manera, que salgas un águila del oficio (…) Fue con ello Andrés a tomar la primera lección de ladrón» (CERVANTES, 1973a, pp. 39-40).
Pero en el aprendizaje de la picaresca, al igual que en la delincuencia en general, se implican no solo habilidades manuales, sino también creencias y valores acordes con la vida pícara. Sutherland denominó tales creencias como «definiciones», o maneras de ver el delito y la vida, que se adquieren a partir de las asociaciones diferenciales o pre- ferentes con otros delincuentes.20 Una creencia o definición muy extendida en el Siglo de Oro era la consideración del trabajo manual como algo deshonroso; valoración pe- yorativa que no se atribuía, en cambio, ni a la ociosidad ni a la mendicidad (DELEITO, 2014): «En sola España se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay una abundancia de holgazanes y malas mujeres, demás de los vicios que a la ociosidad acompañan» (VENEGAS DEL BUSTO, en Agonía del tránsito de la muerte, Toledo, 1538; a partir de VALBUENA, 1943, p. IX).
Por otro lado, aunque la vida pícara y los delitos asociados se sustentaban en una esencial amoralidad, no obstaba para que los pícaros mostraran a la vez un considerable fanatismo religioso (POLAINO, 1964). Por ejemplo, en las interacciones entre ellos solían implicarse lenguaje y simbología religiosos. Por ejemplo, cuando Rinconete y Cortadillo se conocen, se saludan así: «Rinconete: ¿Es vuesa merced por ventura la- drón? Cortadillo: Para servir a Dios y a las buenas gentes» (CERVANTES 1973b, p. 104). «Respetaban» el calendario religioso, supeditando a él sus fechorías: «Muchos de nosotros no hurtamos el día de viernes», dice Rinconete (p. 104). Incluso, solían ofrecer un diezmo de lo hurtado a la iglesia de la que eran feligreses (que también era
Las definiciones y justificaciones delictivas se nutren asimismo del lenguaje, y así sucedía también entre los pícaros. En las hermandades de malhechores existía, según ya se ha dicho, un argot, jerga o ger- manía (NAVARRO, 2012; SALILLAS, 2004), que resultaba útil para la ocultación y el disimulo: blanco o músico por ingenuo o que fácilmente se intimida y confiesa o canta; negro, para quien engaña con habilidad e incluso niega bajo tormento; ermita, para taberna; cabalgar en el potro, por recibir tormento; gurapas, por galeras; o trena, por cárcel. Los delincuentes –escribía Lombroso– «hablan distintivamente porque sienten de modo distinto» (SALILLAS, 2004, p. 67).
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su refugio ante la persecución de las autoridades); y gustaban de encender una lámpara al Santo Patrón de su devoción.
A veces, se narran felonías y venganzas con buscada simbología religiosa. En un Aviso de Barrionuevo se relata el siguiente suceso insólito (DELEITO, 2014). En un lugar próximo a Logroño, un individuo había sido afrentado en público por un clérigo; para vengarse, decidió matarlo también en público, ante todos, mientras decía misa. Y así lo puso en práctica. Durante la consagración, en el preciso momento en que el sacerdote levantaba en sus manos el Altísimo, de un disparo certero le atravesó el corazón, matándolo en el acto. Sin embargo, aunque muerto, el cura quedó erguido, sosteniendo en sus manos la hostia consagrada; a la vez que el asesino moría súbita- mente en la iglesia. Imagine el lector qué impresión no debió causar en el ánimo de los feligreses un acontecimiento tan extraordinario.
Algunos homicidas incluso encomendaban a Dios el alma de su víctima antes de asesinarla. Por ejemplo, maridos que llevaban a su mujer a confesar o se aseguraban de que estuviera en paz con Dios antes de matarla, a menudo por celos. En Avisos de 5 de julio de 1639 se recoge: «El don Antonio Muñoz llevó a confesar a su mujer a otro día con ánimo de matarla; ella, por medio del confesor, avisó a la justicia. Está en un convento, y el marido en la cárcel, culpado de asesino» (DELEITO, 2014, p. 108).
El aprendizaje pícaro podía incluir también jugarretas crueles por parte del maes- tro, sin que faltaran las correspondientes venganzas del discípulo. Así, en el primer Lazarillo, en el famoso episodio del toro o berraco de piedra que hay a la entrada de Salamanca, próximo al río Tormes. A la vista del toro, el ciego dice a Lázaro que acerque el oído, que escuchará un gran ruido dentro; cuando este aproxima la cabeza, el ciego le da una gran calabazada contra la piedra: «Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de ser más que el diablo» (ANÓNIMO, 1993, p. 26). Pero Lazarillo se vengará del ciego más tarde cuando, a punto de despedirse de él, con la intención supuesta de ayudarle a cruzar un arroyo por su parte más estrecha, le sitúa justo frente a un poste de piedra, y le dice: «Saltá todo lo que podáis (…) y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás (…) para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza» (p. 34).
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Carreras pícaras y delictivas
De forma análoga a como en la Criminología moderna, particularmente en el contexto de los análisis de carreras delictivas, se estudian las trayectorias criminales, en los textos de la picaresca pueden identificarse también trayectorias y carreras de vida pícara, en mu- chos casos transitorias (RODRÍGUEZ MARÍN, en DELEITO, 2014; TALENS, 1975). Muchas carreras pícaras se nutrían de una cantera de más de ciento cincuenta mil vagabun- dos existentes en España en el siglo XVII, para una población de tan solo cinco millones de habitantes; lo que comportaba que hasta un 3% de los habitantes eran vagabundos.
En este contexto, había una especie de bachillerato de estudiante de pícaro en el que muchos jóvenes se incorporaban, como tapadera, a trabajos aparentes que comportaban actividades como sujetar la brida de la mula del médico mientras este pasaba consulta en alguna casa (¡ardua y formativa tarea!); o ser esportillero o recadero de mercancías, lo que fácilmente permitía «pellizcar» en lo transportado… Ello era seguido de una suerte de universidad de picaresca, con dos especialidades o «menciones» principales: los que piden, mendigos, y los que toman, ladrones (DELEITO, 2014).
Un paradigma de tales trayectorias pícaras sucesivas puede verse con claridad en la vida de Guzmán de Alfarache. Guzmán emprende un viaje para ganarse la vida, que incluye ocupaciones y experiencias como las siguientes (DELEITO, 2014): sirve a un mesonero; es esportillero, pinche, dependiente de comerciante; va a Toledo, donde vive como una especie de «chulo» a costa de unas cortesanas; perseguido por la justicia, se traslada a Almagro donde se alista como soldado; va a Roma, ascendiendo allí desde pordiosero a paje de cardenal y bufón del embajador de Francia; debido a un episodio amoroso tiene que huir a otras ciudades italianas; a resultas del juego (hábito común en la mayoría de los pícaros, con lo que ello comportaba en engaños, trampas de juego, deudas y conflictos); acaba en prisión; regresa a España, pasando por Barcelona, Zaragoza y Madrid, siendo procesado; se traslada a Alcalá, donde considera meterse a cura, pero se enamora y se casa, aunque su mujer lo abandona y le roba; después él roba a una mujer rica, siendo encarcelado en Sevilla y condenado a galeras, en las que roba a los otros galeotes.
Es decir, la vida de Guzmán se desarrolla en un «viaje» permanente, en un reiterado proceso de transición, que la Escuela de Chicago situaba en el origen del delito. Al igual
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que otros pícaros, Guzmán sirve sucesivamente a distintos amos, con la inestabilidad que ello comporta, teniendo que «picar» aquí y allá en busca de sustento. En lo que podríamos hallar implícita la tesis criminológica del «nomadismo» (frente al «seden- tarismo»), de Rafael SALILLAS (2004, p. 89), quien vio en este ir y venir constante, y en su vinculada carencia de una «base nutricional sustentadora», un factor principal de delincuencia.
Aparte de la trayectoria más común descrita, otras trayectorias pícaras frecuentes (DELEITO, 2014; VALBUENA, 1943) eran las de vendedores callejeros (de alfileres, coplas…); avispones, que daban el agua o avisaban sobre dónde, cuándo y cómo robar; la clase matonesca, en la que se ascendía de criado de rufián a auxiliar, y, finalmente, a jaque (figura tomada del ajedrez, que designaba a un matón de pleno derecho); algunos pícaros eran cómicos trashumantes; también, gente de armas ociosa, pero ducha, como resultado de su vida belicosa, en atropellos impunes, lo que fácilmente podían trasladar al rufianismo civil (como hacen en la actualidad aquellos delincuentes que antes fueron soldados o mercenarios en guerras, etc.). NAVARRO (2012) considera que «pícaros y rufianes son todo uno, no hay más que perseverar para pasar de un gremio a otro, basta acumular delitos: el ser rufián viene con la antigüedad y la constancia en el ejercicio de la florida picardía» (p. 145).
Siguiendo la lógica de las funciones de la ciencia criminológica, una vez descritos y explicados los problemas de la criminalidad corresponde plantearse cómo responder a ellos: ¿Castigando a los delincuentes? ¿Previniendo futuros delitos? ¿De qué manera?
¿Cómo reflexionaron los autores de las novelas picarescas clásicas a este respecto?
Castigo y resignación
La primera mirada necesaria en este punto es a las leyes penales de la época. En los siglos XVI y XVII seguían vigentes Las Partidas de Alfonso X El Sabio (POLAINO, 1964). Entre las penas previstas se encontraban la pena de muerte mediante horca,
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saetas, decapitación, fuego (para sodomitas, adúlteras, brujas…), descuartizamiento y culeum (pena reservada a los parricidas, consistente en ahogar al reo arrojándolo al agua en un saco o cuba, ¡pero encerrado con un perro, un gallo, una culebra y un mono!, que lo destrozarían estando aún vivo); perdimiento de miembros (manos, orejas, ojos…), que además aseguraba conocer (¡fiablemente!) su posible reincidencia; fierros o en- cadenamiento en prisión o en trabajos forzados; y destierro, previa vejación pública exhibiéndolo en la picota, o paseándolo sobre bestia menor (un asno) coronado, el caso de las alcahuetas, con una mitra episcopal, o, en el supuesto de los maridos con- sentidores, con cuernos de venado. (Por razones religiosas, no eran penas admisibles la crucifixión y la lapidación; y la ejecución de la pena máxima se supeditaba a una posible enfermedad o, en las mujeres, a su eventual embarazo). También se preveían los tormentos para obtener la confesión del reo:
«Las principales [maneras] de prueba de los malos fechos que se facen encubier- tamente, e non pueden ser sabidos ni probados de otra manera (…) son dos: (…) feridas de açotes; (…) colgando al ome de los braços, e congándelo las espaldas e las piernas de cosas pesadas» (Partidas de Alfonso X, t. 30, 1.1ª).
El emperador Carlos I había introducido en el siglo XVI las penas pecuniarias y la condena a galeras. Y en los siglos XVII y XVIII se promulgan distintas ordenanzas reales contra vagabundos (DELEITO, 2014): en 1605, a partir de las penas de azotes, galeras y destierro; en 1609, con castigo de sello de fuego en brazos y espalda, con las letras L (ladrón) o B (vagabundo) [¿No recuerda esto las más modernas propuestas y debates acerca de publicitar listas, domicilio, etc., de maltratadores, violadores y otros condenados por delitos graves?]. A finales del siglo XVIII se dictan diversas leyes contra la «plaga delictiva» de la época [¿Qué época no dice tener tal plaga?], en las que se ordenaba a los alcaldes limpiar las ciudades de vagabundos e indeseables; en 1678 se dispone que toda gente ociosa debe salir de Madrid en tres días, bajo amenaza de encarcelamiento; y en 1692, que todos los vagos de Madrid ingresen en el ejército (quiero imaginar que con la intención de disciplinarlos).
En los textos picarescos y otros relatos de la época se refleja en general una asun- ción resignada y bizarra del castigo por parte de los reos; y, también, una cierta in- sensibilidad (NAVARRO, 2012). En su Relación de la cárcel de Sevilla, el Licenciado
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Chaves escribe: «Cuando van a morir les parece que van a boda (…) como si fue- ran galanes de comedia que para hacer su figura escogen de los vestidos el mejor» (CHAVES, 1983, p. 51).
En el Buscón, su tío, el verdugo de Segovia, escribe a Pablos para decirle que vaya a recoger su herencia, ya que su padre ha muerto y su madre está, como muerta, presa de la Inquisición; le cuenta cómo, en su condición de verdugo, debió ahorcar a su padre y cómo este murió con serenidad y valentía:
«Subió en el asno (…) Iba con gran desenfado mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle (…) en la escalera (…) viendo un escalón hundido, volvióse a la justicia y dijo que mandase aderezar aquel para otro, que no todos tenían su hígado (…) Tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo (…) Cayó sin encoger las piernas ni hacer gestos; quedó con una gravedad que no había más que pedir» (QUEVEDO, 2001 p. 575).
En relación con la cárcel (aludida como universidad maldita en la picaresca
—SALILLAS, 2004, p. 184—), los textos sugieren también algunos de los efectos de lo que modernamente se ha denominado «prisionización», o proceso de subculturi- zación carcelaria, acomodándose los reos a los dejes y rutinas carcelarias, en que no escasean los abusos de unos sobre otros. Cuando Guzmán de Alfarache es encarcelado dice: «Híceme de la banda de los valientes, de los de Dios es Cristo (…) Con esto, y cobrando mis derechos a los nuevos presos, pasaba gentil vida (…)» (ALEMÁN, 2015, p. 816).
Chaves, en una de sus visitas a la cárcel de Sevilla en torno a 1580, vio a un preso malherido que estaba siendo intervenido por el cirujano, al tiempo que un escribano le interrogaba acerca de quién le había causado dicha herida; a lo que respondió: «Que él no sabía si estaba herido o no (…) Pues yo no veo la herida» [ya que ‘supuestamente’ la tenía en la espalda, donde él no podía verla] (CHAVES, 1983, p. 18-19). Es, según SALILLAS (2004, p. 110), la personalidad ‘Juan Niega’: «Disimular y negar constituyen la entraña de la psicología de estas gentes».
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Justicia apicarada
La picaresca estaba en las ciudades y los caminos, pero a ella no era ajena la propia justicia, a menudo arbitraria, corrupta y cómplice de picarismo (DELEITO, 2014).
«Doblón, que dobla la justicia», refiere Luque Fajardo (POLAINO, 1964, p. 39). El Lazarillo de Luna lo denuncia con nitidez: «En menos de ocho días el pleito estuvo muy adelante y mi bolsa muy atrás (…) Los buenos del procurador, letrados y escribanos (…) comenzaron a desmayar» (LUNA, 1993, p. 95). Y en el Guzmán se concluye con pesimismo: «En causas criminales, donde la calle de la justicia es ancha y larga (…) al juez dorarle los libros, y al escribano, hacerle la pluma de plata; y echaos a dormir, que no es necesario procurador ni letrado» (ALEMÁN, 2015, p. 557).
El castigo de los delitos será relativo en función de la gravedad del hecho, pero también de la calidad social del reo y de la víctima. Así en el Lazarillo de Manzanares:
«¿Quánto cuesta aquí una puñalada? (...) si se le mata della y él era hombre de con- sideración, con toda su hazienda; si no murió y le faltaba calidad le paga la cura (…); y si queda manco, le da de comer el tiempo que vive. En fin, que ay puñalada de dos mil ducados y de mil y de treszientos y de ciento» (CORTÉS DE TOLOSA, p. 200).
El padre de Pablos, finalmente ahorcado por ladrón (como se acaba de referir), pregunta a su hijo: «¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto: unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan? No lo puedo decir sin lágrimas —lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las que le habían batanado las costillas—: porque no querrían que donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros» (QUEVEDO, 2001, p. 565).
Cervantes, quien también conoció en propia carne las depravaciones de la justicia, alega contra ella en el famoso capítulo de los galeotes del Quijote por boca del ilustre caballero. Don Quijote observa una cuerda de encadenados bajo custodia. Pregunta sobre ello y se le dice que son galeotes conducidos por la justicia a galeras. Entonces, sorprendido y curioso, se interesa sobre qué puedan haber hecho aquellos hombres para ir de tal modo, preguntándoles uno a uno. Los galeotes le van refiriendo sus delitos y las razones por las que no pudieron evitar o el bien el delito o bien tan severa condena:
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la fácil ocasión que se les presentó para robar, la desidia del procurador o abogado que no los defendió debidamente, la carencia de dinero para sobornar al alguacil o al juez, etc. Ante ello, Don Quijote reflexiona y concluye mesuradamente:
«De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestra culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto y que vais a ellas muy de mala gana y contra vuestra voluntad, y que podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros déste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades (…) Pero, porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisario sean servidos de desataros y dejaros ir en paz» (Cervantes, 2004, p. 267).
Disuasión, cambio de vida y redención final
En la modernidad, a las penas suelen asignárseles dos funciones complementarias: una tradicional, la disuasión de los delincuentes, es decir, su intimidación, para que no repitan sus delitos; otra más reciente, su rehabilitación, a partir de ayudarles para cambiar de vida.
La función disuasoria del castigo es evidente en las obras analizadas. En La Pícara Justina: «Decía un ladrón famoso que el ánima de un ladrón es de casta de agua de pozo, [que] no sale sin soga» (ÚBEDA, 2001, p. 432). En el Lazarillo de Manzanares:
«Valióme la prisión el ser hombre, porque escarmenté y entendí (…) ¡O, los peligros que le cercan al que anda por el mundo! (…) [Ahora] fuera de la cárcel (…) y con in- tento de escarmentar, que es lo mejor» (CORTÉS DE TOLOSA, 1993, pp. 201-202). Incluso, las desventuras y castigos de la vida pícara estimulan la reflexión de algunos para emprender un camino distinto. Por ejemplo, en el caso del Lazarillo de LUNA (1993, p. 128): «Púseme en un rincón considerando los reveses de la fortuna…».
Los criminólogos expertos en desistimiento valoran que para dejar de delinquir es imprescindible el distanciamiento mental y afectivo del propio pasado delictivo.
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También en la picaresca aparece esta idea de necesaria ruptura con la vida anterior. Por ejemplo, Rinconete decide abandonar su vida truhanesca sevillana, mientras Cortadillo continúa todavía en ella. Pero Rinconete quiere ayudar a su compañero de malandanzas y amigo, y así lo expresa:
«[Consideraba] cuan descuidada justicia había en aquella famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza y propuso en sí de aconsejar a su compañero no durase mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta y tan libre y disoluta» (CERVANTES (1973b, p. 121).
La perspectiva criminológica del «etiquetado» puso de relieve la estrecha interdepen- dencia existente entre los delitos y las reacciones sociales frente a ellos. Se consideró que cuando las personas llevan a cabo una infracción y son etiquetadas y estigmatizadas como «desviadas» no se contribuye a alejarlas de futuras acciones delictivas, sino a es- timular que puedan repetirlas. En proximidad con esta idea, TORRES VILLARROEL (1974, p. 50) se queja en su Vida: «La vergüenza que me producía el mote de ‘piel del diablo’, con que ya me vejaban todos los parroquianos y vecinos». A Guzmán (ALEMÁN, 2015, p. 127) «jamás le creyeron obra que hiciese buena (…) que quien una vez ha sido malo, siempre se presupone serlo (…) [pero] el socorro en la necesidad, aunque sea poco, ayuda en mucho» (p. 88). Un elemento de estigmatización perma- nente de los rufianes es la marca frecuente de una cuchillada en su rostro, a menudo dada por otros rufianes, como la que a Pablos le cruzaba la cara de oreja a oreja, motivo importante de su exclusión social.
No obstante, a pesar del tono de tristeza y pesimismo que, según se ha visto, transita en general las historias picarescas, sus autores suelen concluirlas con un final espe- ranzado de mejora de vida. Por ejemplo, Guzmán, arrepentido de su vida anterior, se casa con la pícara Justina, quien, aunque con un engaño último, había logrado cierta hacienda, y vuelto con su familia. Y el primer Lazarillo termina casándose y colocán- dose honradamente como pregonero en Toledo; eso sí, tras haber pasado por ayudante de alguacil, experiencia que consideró más arriesgada que la propia actividad picaril:
«Despedido del capellán, asenté por hombre de justicia con un alguacil. Mas muy poco viví con él, por parecerme oficio peligroso. Mayormente, que una noche nos
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corrieron a mí y a mi amo a pedradas y a palos unos retraídos. Y a mi amo, que esperó, le trataron mal; mas a mí no me alcanzaron. Con esto renegué del trato» (ANÓNIMO, 1993, p. 67).
TORRES VILLARROEL, quien acabó siendo profesor de la Universidad de Salamanca, juzga las universidades con dureza: «Muchos libros hay buenos, mu- chos malos e infinitos inútiles (…) son los más de todas las que llaman facultades» (TORRES VILLARROEL (1974, pp. 48-49). La universidad no le había dado muy buena vida (¿no les suena esto a algunos de los lectores?), pese a lo cual se aviene con ella en su Vida del siguiente modo (TORRES VILLARROEL, 1974): «Yo disculpo en la Universidad el poco amor con que me ha tratado (p. 176) (…) paz conmigo y quietud con todo el mundo es la ley que me he impuesto» (p. 137) [¡Ay, de haber co- nocido TORRES VILLARROEL la ANECA, la CNEAI y otras cofradías de análoga naturaleza! ¿También las habría disculpado?].
Sin embargo, para que la redención final de los pícaros y delincuentes sea factible se requiere, como se ha dicho, un cambio de identidad personal que no siempre se pro- duce. Así, en Quevedo, el más pesimista de los autores de la picaresca, cuyo Buscón, aunque intenta integrarse en la sociedad a partir de su matrimonio con una dama rica, lo hace con engaño, que acaba siendo descubierto; además, continúa emborrachándose y, en una de estas, participa en el asesinato de dos alguaciles, por lo que se ve obligado a refugiarse en una iglesia y finalmente a huir, poniendo océano por medio, a las Indias, de lo que concluye: «[Pero] fueme peor (…) pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbre» (QUEVEDO, 2001, p. 603).
Concluiremos aquí, estimado lector, el viaje emprendido, para la celebración de los treinta años del del Boletín Criminológico, por las ideas y narrativas criminológicas presentes en las novelas picarescas clásicas: acerca de los pícaros y su vida, la explicación de su conducta, y su castigo y reinserción. Es, como habrá podido verse, una materia literaria extensa, en la que mucho de lo que actualmente preocupa a la Criminología está pensado y dicho; y también, confío que así le haya parecido al lector, de una literatura ingeniosa y bella, cuya lectura es garantía de estímulo y disfrute intelectual.
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Las historias picarescas suelen presentarnos personajes y vidas cargados de tristeza y pesimismo, como también acostumbra a suceder en la delincuencia. Pese a ello, sus tramas suelen también incorporar la redención y la esperanza finales. Lo que nadie ha expresado con tanta pasión, inteligencia y belleza como Cervantes en La Gitanilla, historia deleitable donde las haya. En ella, una mesonera, La Carducha, se enamora del joven Andrés a quien por celos acusa falsamente de robo: «La Carducha (…) puso entre las alhajas de Andrés (…) unos ricos corales y dos patenas de plata (…) y dio voces diciendo que aquellos gitanos se llevaban robadas sus joyas» (CERVANTES, 1973a, p. 51). Este enredo lo resuelve Cervantes con maestría, desde la mejor política, podríamos decir, de la conciliación y el olvido, del siguiente modo:
«Olvidábaseme decir que como la enamorada mesonera [que había denunciado con falsedad a Andrés] descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto (…), y confesó su amor y su culpa, a quien no correspondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia» (p. 59).
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