ARTÍCULO 12/2024_30AÑOS_BC (N.º 234). EDICIÓN ESPECIAL 30 AÑOS DEL BOLETÍN CRIMINOLÓGICO
Resumen: El género true crime ha experimentado un desarrollo extraordinario en los últimos diez años, si bien sus raíces se extienden varios siglos atrás. En este artículo presentamos un análisis introductorio de la relación entre este género y la crimi- nología, poniendo el énfasis en dos ideas. En primer lugar, que estos productos artísticos crean conocimiento criminológico, en los diferentes ámbitos definidos por McGregor: fenomenológi- co, contrafáctico y mimético-descriptivo. En segundo lugar, que gracias a su gran variedad en cuanto a su contenido y plastici- dad, este género tiene un papel relevante en la enseñanza ac- tual de nuestra disciplina. También ofrecemos una clasificación de las diferentes modalidades en que se presenta el true crime tanto en la narrativa literaria como audiovisual.
Contacto con el autor: Vicente.garrido@uv.es
Cómo citar este artículo: GARRIDO GENOVÉS, Vicente, “El gé- nero true crime y la criminología: una introducción”, en Boletín Criminológico, artículo 12/2024_30AÑOS_BC (n.º 234)
Sumario: 1. Introducción. 2. La fascinación por el true crime. 3. Literatura y true crime. 4. Lenguaje audiovisual y true crime. 5. Dos etapas: de la admiración a las fuerzas del orden a la crítica del sistema. 6. Dilemas éticos en los productos culturales true crime. 7. Importancia del true crime para la Criminología como ciencia y para su enseñanza. 8. Bibliografía.
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Entendemos por true crime una narrativa que tiene como base un fenómeno crimi- nal real. A diferencia de la concepción tradicional, este no ha de ser necesariamente un asesinato o un delito grave (violación, secuestro) ejercido contra un individuo, sino que, acorde con la actual extensión de la Criminología en cuanto a su diversifi- cación del objeto de interés (que ha abrazado la idea del «daño» además del delito; REDONDO y GARRIDO, 2023) puede referirse a grupos y sus procesos de in- fluencia dañinos como las sectas y el terrorismo; la corrupción y violación de los de- rechos humanos por parte de un Estado; o a cualesquiera de los elementos y agentes que se dan cita en el sistema de justicia (los delincuentes; las víctimas, la policía, los tribunales y sus diversos procedimientos como la valoración forense de las pruebas y la apreciación del testimonio de los intervinientes; el sistema penitenciario, etc.). La única condición es que tales narrativas hablen de personas reales que hayan sido víctimas de delitos o de un daño grave o incluyan a personas que ejercen un rol en el funcionamiento del sistema, desde políticos hasta funcionarios que ejercen labor de vigilancia (GARRIDO, 2021).
Por «narrativa» queremos significar que el true crime se expresa contando una histo- ria, ya sea mediante películas para el cine o la televisión, series, literatura o novelas grá- ficas, así como programas radiofónicos y podcasts. Si bien es cierto que con frecuencia se califica peyorativamente a este género como «sensacionalista», queriendo significar con ello que busca activar de modo poco sofisticado las emociones más primarias del público, es verdad que este reproche tiene mucho más que ver con el pasado del género, que no con el nivel general que presenta el producto artístico de calidad en la actualidad.
Se entiende ese reproche porque el true crime tiene su nacimiento en los siglos XVI y XVII, cuando se confeccionaban para ser leídos por el pueblo llano panfletos de ser- mones ofrecidos como acto previo a las ejecuciones públicas o confesiones de los reos donde mostraban su arrepentimiento por lo sucedido. A partir del siglo XVIII y sobre todo el XIX, con el advenimiento de una prensa industrializada, son los periodistas los que divulgan de modo constante y «sensacional» todas las noticias sobre crímenes. Lo hacen con gusto, porque descubren que cuando más escabrosa es la información, más lectores consigue (GARRIDO y LATORRE, 2023).
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Esta tendencia sigue vigente en los medios, qué duda cabe, porque la tiranía de las audiencias y la exigencia de vender periódicos (o páginas web) es más intensa si cabe que en épocas pasadas. Pero, como se verá en este trabajo, no debemos confundir el periodismo de sucesos con el producto cultural true crime, si bien queda claro que este se deriva del anterior. Un ejemplo de ello fue la obra de PÉREZ GALDÓS El crimen de la calle de Fuencarral, acontecido en 1888, que con los años tuvo forma de libro al recoger los escritos que Galdós había ido publicando en forma de artículos en la prensa. Pero Galdós era un artista, y ya en sus crónicas periodísticas era capaz de ir mucho más allá de lo que se exigía a un reportero de la crónica negra (PÉREZ GALDÓS, 2024).
Otra confusión (o mejor, una apreciación que entiendo que es errónea) es considerar que el true crime como producto cultural forma parte de lo que se denomina crimesploita- tion. De acuerdo con Wikipedia, «El término “explotación” hace referencia a la recurren- cia de un tema o corriente en un grupo de producciones cinematográficas, generalmente de bajo presupuesto, que pretenden obtener éxito comercial y colocarse dentro del culto popular con sus temáticas escabrosas, más que con su calidad estética.» Es cierto que en esas «temáticas escabrosas» cabe, por supuesto, el crimen, pero confundir los productos de «explotación» propios de los realities de la televisión norteamericana como To catch a Predator, Cops o America’s’most wanted (en España también tenemos esos programas pero son mucho más moderados) con la celebrada serie documental Making a Murderer, como hacen KAPLAN y LACHANCE (2017) no tiene fundamento alguno. Su ar- gumento para tal equiparación descansa en que, más allá de contar con un diseño de producción muy superior, el true crime de prestigio y los programas de «explotación» comparten un contenido que «siempre explota el sufrimiento humano bajo la preten- sión de instruir a la audiencia acerca de las causas y los efectos de la conducta criminal, así como sobre los propósitos y efectos del castigo penal» (KAPLAN y LACHANCE, 2017, 229). El lector puede entender que se trata de una mera opinión, cuya consideración como verdadera llevaría a no poder escribir o filmar una historia de crímenes reales, ya que casi siempre podría argüirse ese fin explotador, con independencia de los motivos que tuviera el director y los productores o la lectura que el público pudiera hacer, la cual sabemos que, con frecuencia, difiere de la de los autores.
Finalmente, hemos de situar al género true crime dentro de la denominada Criminología Popular, que se entiende que es una de las áreas desarrolladas dentro de
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la Criminología Cultural, con el objetivo de analizar el contenido criminológico que aparece y se ofrece en los medios de comunicación y en los productos culturales que consume (generalmente de forma masiva) la sociedad, en forma de literatura, cine, te- levisión, novela gráfica, música, teatro, videojuegos y otras artes populares (RAFTER, 2007; RAFTER y BROWN, 2011). Aunque los estudios acerca de los medios infor- mativos en cuanto a su modo de representar el crimen y sus efectos en los ciudadanos fueron los que inicialmente suscitaron el interés de los académicos, hoy podemos decir que se han girado las tornas, y son los productos true crime los que han generado mucho interés, sobre todo por su extraordinaria popularidad y demanda desde hace unos diez años (GARRIDO, 2021; ROMERO-DOMÍNGUEZ, 2020).
Es preciso acabar con un malentendido o, a lo peor, un prejuicio: el interés (y el disfrute consecuente) por el true crime no es una expresión de una morbosidad insana por parte del lector o del espectador, o, en un sentido amplio, el síntoma de que nuestra sociedad está enferma. Esta opinión, que entiendo que va dejando de ser tan dominante como hace unos años, es la que se encierra en el concepto de «cultura herida» [wound cultu- re] introducido por SELTZER: «En la cultura herida, la misma noción de sociabilidad está unida a la excitación que se deriva del cuerpo desgarrado y abierto, del individuo desgarrado y expuesto como espectáculo público» (SELTZER, 1997, 3-4).
Entiendo el sentido de esta crítica: SELTZER apunta a que la violencia criminal como espectáculo público tiene un efecto adictivo porque se convierte en algo esperable y disfrutable por excitar los sentidos, con lo que se genera un efecto pernicioso de imita- ción recurrente (ver también STONEMAN y PACKER, 2021, y su crítica a que ciertos documentales pueden satisfacer el deseo punitivo ante el delincuente del espectador). Sin embargo, una cosa es cómo (singularmente los medios de comunicación, que son el blanco de la crítica de SELTZER) los medios banalizan el crimen y lo convierten en un espectáculo de «cuerpos abiertos y desgarrados», y otra es concluir que el interés por el true crime es una «construcción social» ajena a la persona y a sus necesidades, que solo se explica porque apela a los sentimientos «innobles» del espectador. Bien al contrario, vemos que hay varias razones por las que nos fascina el true crime de modo legítimo.
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En primer lugar, desde la ciencia de la evolución, hemos de pensar que la defensa ante los depredadores constituyó un elemento crítico de supervivencia durante más de dos millones de años, que es cuando apareció el género homo (cuya especie última, el homo sapiens, somos nosotros). Comparado con este dato, los aproximadamente
10.000 años de historia de lo que puede considerarse como «civilización», que surge con el asentamiento debido a la agricultura, no son sino un parpadeo (en concreto: el 0.50% del tiempo que llevamos en la tierra). Eso significa que apenas hace nada (en términos evolutivos) que no tenemos que defendernos de bestias feroces o enemigos extraños al grupo que podían sorprendernos y atacarnos en cualquier momento. De lo que se deduce que el profundo interés por el crimen y el criminal (que son la ver- sión moderna del depredador prehistórico) está profundamente imbuido en nuestro código genético (CLASEN, 2010, 2017). Esa es la razón, por ejemplo, de que nos dé un miedo profundo una serpiente o una araña grande, aunque quizás no las hayamos visto de cerca en la vida; es un miedo innato, porque durante dos millones de años ese miedo instintivo nos ayudó a sobrevivir (ASTA, 2014). Así pues, cuando aparece un episodio criminal este capta nuestra atención: de modo inconsciente nuestra mente nos está diciendo: «Presta atención. Mira qué puedes aprender que te pueda servir para salvar tu vida si te encuentras en una situación parecida». No importa que sea muy improbable ese encuentro, porque la evolución ganadora siempre ha funcionado con la idea de que más vale pasarse de cauto que de imprudente.
Una segunda razón es que la bioquímica cerebral libera sustancias placenteras (neu- rotransmisores y hormonas) en situaciones donde experimentamos una emoción de miedo bajo una situación de seguridad, de ahí el placer de «pasar miedo» frente a las obras criminales; es lo que se denomina «miedo recreativo» (SYED, 2022). Podríamos aplicar aquí el «principio de la montaña rusa», porque es el mismo mecanismo el que opera en ambos casos. La gente se lo pasa «de muerte» en esta atracción porque sabe que no va a morir, aunque lo parezca.
Una tercera razón es que el true crime en particular permite no solo divertirse sino un espacio para la reflexión acerca de la naturaleza del ser humano y del estado de la sociedad en la que vive el lector o espectador. Por ejemplo, cuando vemos una serie como Mindhunter uno puede preguntarse en qué medida hay personas que repre- sentan la maldad en un sentido extremo, o bien si hay factores o circunstancias en la
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biología o en la sociedad que ayudan a comprender cómo se originan esos asesinos seriales; o explorar la idea de si uno mismo podría entregar a su padre o su hijo si supiera que es un asesino. También se puede analizar, para seguir con ese mismo ejemplo, en qué medida la justicia protege por igual a todas las posibles víctimas (lo que de hecho no sucede) o cuál es el modo en que los medios presentan a estos ase- sinos, y si ello debe ser causa de preocupación, por ejemplo, si es el caso de que los presentan como personajes fascinantes y por ello atractivos, lo que pudiera facilitar su imitación por otros.
Una cuarta razón es que el true crime (como la ficción), si está bien hecho, son productos culturales que entretienen mucho, ya que emplean recursos dramáticos tendentes a captar el interés del público, como el suspense, la sorpresa, el clima de misterio... Es decir, el ser humano ama las historias, las necesita para navegar por el mundo (PRESSER, 2018). Y resulta que el género criminal (y el true crime más, dado que tiene el aval de haber sido real) presenta unas historias muy emocionantes, porque apelan a nuestros miedos más profundos y a las pasiones y desafíos que cualifican toda vida humana: los celos, la codicia, la sed de venganza, la necesidad de justicia, el perdón, etc. Un buen producto criminal siempre habla de nosotros.
Una quinta razón, relacionada con la anterior, es que la mente del ser humano tiene una tendencia natural a resolver las cuestiones; la incertidumbre es psíquicamente algo doloroso. El true crime presenta cuestiones que no están resueltas, y ello naturalmente nos atrae: ¿Quién era el Zodíaco? ¿Cómo es posible que haya gente, como Jeffrey Dahmer, que mate a sus amantes, los descuartice y luego se los coma? ¿Qué ha suce- dido en una familia para que el padre esclavice a su hija y la mantenga muchos años en el sótano? (como el Monstruo de Düsseldorf). Queremos saber, desentrañar el misterio. En resumen, somos curiosos por naturaleza, la curiosidad fomenta el deseo de saber ante las cosas que no comprendemos, y los crímenes avivan esa curiosidad.
Todo lo anterior tiene plena aplicación para explicar el (quizás) paradójico hecho de que el público femenino sea el mayor entusiasta del true crime (entre muchos, HUGHES, 2023; MONROE, 2020; BROWDER, 2021) si consideramos que, como ya es lugar común en Criminología, los hombres son en mucha mayor proporción víctimas de los crímenes más graves, como son los homicidios, con excepción, desde luego, de
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los crímenes sexuales. Dos notas destacan en las autoras que se han ocupado de este hecho. Por una parte, el ya mencionado carácter de supervivencia; por otro, y en íntima conexión con el anterior, el mensaje que pueden transmitir los true crime en el sentido de concienciar a las mujeres de que deben adoptar un rol activo en su propia defensa, y para ello han de vencer las expectativas de obediencia y de «buena educación» que todavía pueden ser muy importantes en las relaciones interpersonales. Así, HUGHES señala, hablando en particular del podcast My Favorite Murder (Estados Unidos; con una tasa de oyentes mujeres del 80%), que «promueve los sentimientos en las mujeres de que disponen de autonomía [agency] para dirigir sus vidas, ayudándoles a que se den cuenta del ambiente en el que viven; esto las hace más sabias, les permiten descubrir patrones [de actuación de los posibles criminales] y romper con las expectativas so- ciales de que actúen de forma deferente, lo que les facilita actuar de forma propositiva para defenderse de los hombres que pueden querer dañarlas» (2023, 122).
Tampoco podemos olvidar el elemento de mayor fascinación que sienten las mujeres por descubrir el «lado oscuro» del criminal. De nuevo HUGHES (2023, 123): «Ellas consumen más true crime como un mecanismo de supervivencia; aprenden estrategias defensivas y métodos de escape, mientras que les permite satisfacer su interés en com- prender por qué alguien podría cometer un crimen violento». Esta fascinación está bien presente en la escritora Claudia ROWE, que explicando sus motivos para relacionarse durante años, principalmente por carta y por teléfono, con el asesino en serie de pros- titutas Kendall Francois, escribe en su novela de «no ficción»: «Pero era imposible que yo admitiera las razones más profundas [de su interés por el asesino]: que la brutalidad me tentaba, que estaba fascinada por el misterio que Kendall representaba, y que me halagaba que él se hubiera interesado en mí» (ROWE, 2017, 50). Rachel MONROE, finalmente, resume muy bien la fascinación de las mujeres por el crimen:
Quizás los relatos true crime son los cuentos de hadas contemporáneos, pero no en la versión Disney, sino en la mucha más poderosa de los hermanos Grimm, donde a veces los padres son asesinos y las chicas jóvenes no son capaces de salir del bos- que intactas. Sin embargo, las seguimos igualmente acompañando en esos bosques oscuros. Hay una parte de nosotras que añora esos lugares sombríos, quizás porque sabemos que aprenderemos allí cosas que no podemos aprender en ningún otro lugar (2020, 233).
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Cuando nos referimos a la literatura y el crimen, debemos distinguir diversas catego- rías de análisis. Por una parte, hemos de diferenciar lo que es la obra literaria, que está supeditada a lograr un efecto artístico, de otras formas de expresión literaria como son el periodismo y el ensayo científico de divulgación, cuya misión se centra en la información: en el primer caso con respecto a dar cuenta de un suceso, y en el segundo con miras a divulgar los conocimientos existentes acerca de un ámbito determinado del crimen, es decir, cualquiera de las diversas zonas de interés de las que se ocupa la Criminología. Con todo, hay ocasiones en los que los periodistas escriben largos artícu- los de investigación sobre un hecho criminal, y generalmente lo hacen con una calidad propia de los escritores; es un terreno que está a caballo entre el artículo periodístico y la obra literaria. El solapamiento de lo periodístico y lo literario se intensifica porque con frecuencia tales periodistas son escritores profesionales, no adscritos a la redacción de un periódico. El caso paradigmático es el de Truman CAPOTE, quien primero es- cribió una versión inicial de su clásico A sangre fría como una serie de artículos largos para la revista cultural The New Yorker en 1965, para posteriormente publicar la versión definitiva en forma de «novela de no ficción» en 1966.
Esta diferenciación me sirve para descartar como objeto de estudio dentro del campo
«literatura como arte y crimen» los artículos de sucesos de los periódicos, así como las colecciones de libros donde se muestran varios casos criminales (o uno solo, cuando tuvo gran relevancia social) realizados por periodistas. Del mismo modo, deberíamos descartar del género literario-artístico los libros escritos por expolicías, abogados, exfo- renses (y en activo) que escriben obras donde relatan los casos en los que han trabajado, dado que, aunque puedan variar en la calidad de los textos, su finalidad es informar o divulgar aspectos del hecho criminal. No se me malinterprete: estos lenguajes o géneros literarios son de gran importancia para la Criminología; como luego señalaré, quizá en ellos (los realmente innovadores y pioneros) se ve con más nitidez su capacidad para crear conocimiento criminológico. Pero no puedo detenerme en ellos por ser objeto de otro posible trabajo. En todo caso, la literatura de «no ficción» se distingue de la anterior por su mayor complejidad narrativa, el estudio detallado de la psicología de los personajes y una exploración de temas humanos y sociales al hilo del análisis del hecho criminal.
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Una vez instalados en el ámbito propio de lo literario (y ya se entiende, como arte), cabría realizar a su vez otras clasificaciones. Sin duda la más importante es la que dis- tingue entre la literatura true crime (basada en hechos reales) y la literatura de ficción criminal, donde tienen cabida los géneros de la novela negra y el thriller. A su vez, la literatura true crime se puede dividir en tres grandes apartados. La más conocida es la “novela de no ficción”, inaugurada por la obra mencionada de Truman CAPOTE, que ha tenido un largo desarrollo hasta la actualidad, con libros de gran importancia literaria y calado social como La canción del verdugo (1979), de Norman Mailer (MAILER, 1987); El adversario, de Emmanuel CARRÈRE (2000), o Laëtitia y el fin de los hombres (2016), de Ivan JABLONKA. La segunda categoría es el ya mencionado reportaje de investigación, que comparte los rasgos esenciales de las novelas true crime, si bien en forma más breve: presencia de un narrador omnisciente o a modo de la primera persona (el escritor), y en ocasiones alternando ambas; gran importancia de la psicología de los personajes implicados en el hecho; atención a los aspectos del contexto cultural y social, y una mirada crítica a la realidad por parte del escritor, que aunque puede ser poco acentuada o, contrariamente, muy ácida, siempre deja reflexiones sobre el ser humano o la sociedad. La tercera categoría corresponde al apartado de las autobiogra- fías realizadas por los propios delincuentes, donde (con muchas reservas acerca de la veracidad de lo narrado) exponen los hechos de su vida y sus crímenes (recientemente han aparecido autobiografías de supervivientes). Probablemente la primera autobio- grafía de un criminal célebre fue la escrita por Pierre RIVIÈRE en 1835, con motivo de su detención tras haber asesinado brutalmente a su madre, hermana y hermano en un pueblo de Francia, tal como fue recogida y analizada por Michael Foucault en su obra de 1973 (ver FOUCAULT, 2001) ; pero, aunque no sean abundantes las que tienen importancia literaria o criminológica, sí que contamos con ejemplos señeros como La educación de un ladrón, escrita por Edward BUNKER (2003) o la infausta The Gates of Janus, por el asesino en serie Ian BRADY (2001).
Antes de continuar con el apartado de la narrativa visual true crime es oportuno señalar la obra de McGREGOR (2021), quien ha desarrollado con mucho acierto la idea de que la ficción criminal compleja (novelas, novelas gráficas, films y series de televisión) crea conocimiento criminológico, al ser una importante fuente de infor- mación y de hipótesis teóricas para la Criminología, ya que nos ofrece tres tipos de conocimiento: fenomenológico (la experiencia vivida por los personajes; la psicología
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y sus funciones), contrafáctico (conocimiento de la realidad que deriva de explorar las alternativas a esa realidad) y mimético-descriptivo (conocimiento detallado y veraz de la realidad cotidiana que describe la actividad criminal). Un ejemplo será de ayuda. En la novela de no ficción Shadow Man (FRANSCELL, 2017), se nos describe el naci- miento de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI y, lo que es del todo novedoso, cómo se realizó detalladamente el primer perfil de un asesino en serie por parte de sus fundadores: Patrick Mullany y Howard Teten. Este conocimiento tan específico es, qué duda cabe, conocimiento criminológico. Lo es mimético-descriptivo, porque se nos muestra cómo fue que se hizo este perfil y el modo de hacerlo, así como la realidad de la investigación criminal antes de que se contara con esta metodología forense. Por otra parte, gracias al material existente sobre entrevistas, interrogatorios y otros documentos del asesino en serie (David Meirhofer), así como de los padres de las niñas asesinadas, tenemos una ventana por donde mirar a la experiencia vivida de esas personas (conocimiento fenomenológico). Y finalmente, podemos acompañar al escritor en la capacidad de imaginar diferentes hipótesis acerca de qué otro modo podría haberse investigado lo sucedido si se hubieran tomado determinadas decisiones (conocimiento contrafáctico).
El término «audiovisual» incluye, principalmente, los productos culturales que se nutren del lenguaje que nació con la cinematografía a principios del siglo XX y que posterior- mente se desarrolló de forma paralela, a partir del decenio de 1950, en el ámbito de la televisión. De este modo, tenemos películas de largo metraje y cortometrajes, y ambas pueden realizarse con vistas para ser estrenadas primero en las salas de cine o bien de for- ma directa en las televisiones. Estas emiten actualmente muchas horas de programación por medio de las plataformas de streaming, que ha multiplicado en los últimos años la oferta de sus productos a los consumidores. En esta época nueva de la televisión digital ha proliferado el formato serial, en el que una historia se desarrolla a lo largo de varios capítulos (en una o varias temporadas), que suelen tener una duración inferior a la hora.
Como ya ocurriera con el cinematógrafo desde sus inicios, en el que el crimen estaba bien presente, la nueva oferta audiovisual (masivamente consumida por la televisión
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alimentada por plataformas como HBO y Netflix, entre otras) también se ha rendido al fenómeno criminal, lo que no ha hecho sino seguir una tendencia que siempre mostró ser del favor del público en la televisión convencional, con series hoy clásicas como El fugitivo, Canción triste de Hill Street, o Ley y Orden, por citar solo unos ejemplos de varias épocas. Hecha esta precisión, es necesario señalar que el arte audiovisual no se agota en el lenguaje cinematográfico que se exhibe en las salas o en las televisiones, sino que incluye a los videojuegos y las obras teatrales; y si prescindimos de la exi- gencia de que se combinen lo «audio» y lo «visual», entraríamos ya en otros terrenos, algunos de ellos en pleno auge, como el podcast y los cómics o novelas gráficas (pero también la pintura, la escultura, el arte performativo o instalaciones). Mi intención aquí es ocuparme de los productos culturales de mayor consumo e impacto: las películas y las series, por una cuestión de espacio, aunque dada su enorme expansión el podcast merecería de un capítulo aparte.
Al igual que hicimos con la literatura, es necesario hacer una clasificación en cuanto a los contenidos cinematográficos que tratan sobre el crimen. Por una parte, tenemos las obras de ficción criminal, y por otra, las películas y series true crime. Estas a su vez, podemos clasificarlas en dos categorías: las obras de ficción true crime y las que se realizan como documentales. Hay una categoría que deberíamos descartar del terreno true crime, como es la que incluye las obras «inspiradas en hechos reales», puesto que más allá de la realidad como motivo argumental el contenido es en su mayor parte algo imaginado. Por ejemplo, queda claro que la película M, El Vampiro de Düsseldorf (1931), dirigida por Fritz LANG, se inspiró en el asesino en serie real Peter Kurten, pero ni la vida del asesino en el film ni el modo en que fue capturado guardan semejanza con la realidad.
Luego es evidente que de ningún modo podemos considerar a M una película de fic- ción true crime. Con esta expresión, que ciertamente parece incluir una contradicción al incluir en la oración las palabras «ficción» y «true crime», nos referimos a aquellas películas interpretadas por actores que resultan fieles en lo esencial a lo sucedido, es decir, que al margen de personajes inventados o sucesos que no se dieron en la realidad (o bien que no se sabe si sucedieron) nos trasladan la «verdad» de los hechos. Por ejemplo, El estrangula- dor de Boston (1968), una película dirigida por Richard FLEISCHER e interpretada por Tony Curtis como el Estrangulador, es una aproximación muy realista a los asesinatos
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que conmocionaron a Estados Unidos a comienzos del decenio de 1960 coincidiendo con la crisis que provocó el asesinato de John F. Kennedy. Ese realismo incluye una ad- mirable puesta en escena que capta todo el horror de las víctimas y el modus operandi del asesino, así como la actuación de las fuerzas policiales de aquellos años. Lo mismo puede afirmarse de la película de David FINCHER Zodiac, del año 2007, en la que se puso el énfasis en respetar los hechos tal y como sucedieron, y que resulta admirable en su modo de representar el pánico producido por el asesino en serie en la sociedad de su tiempo y el desconcierto de la policía en su enfrentamiento a un tipo de asesino para el que no estaba en absoluto preparada (GARRIDO, 2021). Los diálogos inventados y el peso que el film otorga al personaje principal de un periodista del San Francisco Chronicle en absoluto suponen un obstáculo para que lo que allí se cuenta atrape el sentido verdadero de lo que sucedió, entendiendo por «verdadero» su significado último como fenómeno criminal tal y como fue vivido y sufrido por la población, los medios de comunicación y las diferentes fuerzas policiales que intervinieron.
Como es lógico, la expectativa de fidelidad a los hechos realmente sucedidos es mayor cuando hablamos de un documental, el cual, por definición, se construye me- diante imágenes y entrevistas a las personas reales que participaron en el hecho narrado. Esto es así, y sin duda los documentales de calidad tienen un plus de credibilidad para el espectador porque le hace mirar directamente a lo que realmente sucedió, al igual que una foto muestra una realidad (CHANAN, 2007). Pero dicho esto, es necesario significar, por una parte, que en ocasiones el documental hace uso de reconstrucciones ficticias para hacer visible algo que nadie vio hacer o que se plantea como una hipó- tesis por los implicados, lo que tiende a aproximar lo ficticio y lo real (ROMERO- DOMÍNGUEZ, 2020). Por otra parte, no olvidemos que toda obra artística supone adoptar un determinado punto de vista, y si hablamos de documentales true crime esto significa que la escritura del guion, los personajes entrevistados (por ser elegidos o por ser los que aceptaron participar) y la labor de dirección, son factores (entre otros) que pueden orientar lo que los espectadores están viendo y comprendiendo (SELTZER, 2008). Por ejemplo, una de las series documentales true crime pioneras en el fenómeno reciente de la enorme popularidad de este género, Making a murderer, ha sido criticada por presentar los hechos de un modo sesgado favorable al acusado de asesinato (y que previamente había sido condenado erróneamente por una violación), y algunos auto- res han mostrado su preocupación por la forma parcial o errónea en que se retrata el
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sistema de justicia estadounidense en los documentales true crime, producto en unas ocasiones de la toma de posición adoptada por la producción, y en otras, de las dificul- tades intrínsecas que se derivan de adaptar y mostrar cuestiones complejas de la práctica judicial con el formato dramático que requiere un producto artístico que también está destinado a su consumo masivo y, por consecuente, a entretener (BOORSMA, 2017).
Por el contrario, si vemos la serie de ficción true crime Creedme (GRANT, 2019) y conocemos la historia real, nos damos cuenta de que difícilmente podría ser más ver- dadero un documental en términos de lo esencial de la historia, puesto que gracias a las grandes interpretaciones y a la hábil dirección y diseño de producción de la serie com- prendemos de modo vívido y cabal los problemas que se asocian a las declaraciones de víctimas «sospechosas» de violación, tanto en términos de su tratamiento por parte del sistema de justicia como en cuanto al propio funcionamiento de la investigación policial.
Diana RICKARD (2023) ha caracterizado el true crime tradicional como aquel que «se centra en asesinatos cruentos, muestra su fascinación por la mente del criminal y tiende a idealizar a los investigadores policiales». En este, continúa la autora, no se plantean polémicas sobre temas sociales como el racismo o la desigualdad, o se cuestionan prác- ticas o estructuras sociales que podrían ser relevantes en la comprensión del crimen; en otras palabras, «se apoyan en fuentes institucionales y mantienen el statu quo» (2023, 61-62). Esta etapa clásica, que podría extenderse desde los años cincuenta hasta fina- les del siglo XX, mantiene una visión ciertamente estrecha de lo que es un true crime, probablemente porque se correspondía con el tipo de productos que se hacían, de ahí que Jean Murley lo definiera como «una narrativa acerca de un asesinato que hace afir- maciones aceptadas por la audiencia, debido a que se apoya en una “autoridad propia de los periodistas”» (Murley, 2008, 12). YARDLEY y otros (2019, 508) son críticos con esta definición porque no se ajusta a la realidad del género actual, ya que el true crime (de calidad) «plantea muchas preguntas incómodas o complejas y generalmente ofrece pocas respuestas convincentes», lo que subraya más la desazón que el escapismo o el final feliz donde triunfa el statu quo. La definición que ofrecen YARDLEY y otros me parece mucho más justa y descriptiva. Después de considerarlo «resbaladizo», señalan
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que «Generalmente, su contenido comienza en un hecho criminal real y se desarrolla en torno a la reconstrucción de ese crimen, tratando de arrojar luz sobre el significado de todas las cosas que lo rodearon» (YARDLEY y otros, 2019, 505).
Por esto, a mi juicio, resulta manifiesto que tanto el objeto como el modo de realizar la narrativa true crime (literaria o audiovisual, si bien el efecto es mucho más evidente en las series y películas dada su mucha mayor repercusión) ha cambiado de un modo profundo en estos últimos 25 años; en el campo documental esto se apreció clara- mente en La delgada línea azul (MORRIS, 1989), la Trilogía Paraíso perdido (cuyo primer capítulo se emitió en 1996; ver la entrada en Wikipedia) y posteriormente en Capturing the Friedmans (JERECKI, 2003), cuyo contenido era claramente crítico con el statu quo judicial. Por lo que respecta al objeto, la gran variedad de la oferta actual en modo alguno puede resumirse en una «narrativa sobre un asesinato o un asesino», aunque no cabe duda de que estos temas son siempre de los favoritos del true crime (probablemente por la misma razón por la que Agatha Christie es el es- critor más leído de la historia, hombre o mujer). Bien al contrario, actualmente hay infinidad de temas que son objeto de esta expresión narrativa: el funcionamiento del sistema de justicia y dentro de este los subtemas de las condenas erróneas y la mala praxis policial; las personas desaparecidas de alto riesgo; sectas; terrorismo; el crimen de Estado; las instituciones penitenciarias; el tráfico de personas, etc. Hemos de hacer constancia también de una fuerte corriente actual centrada en reivindicar a las víctimas, como reacción a la glorificación (o al menos enaltecimiento como una celebridad) que habitualmente se producía en el true crime más tradicional. En el ámbito literario un ejemplo extraordinario es el libro El asesino sin rostro, donde Michelle MCNAMARA (2018) narra su obsesión por capturar a un asesino en serie a través del relato de dolor que dejaron sus víctimas. En la narración fílmica desta- caríamos la ficción true crime Chicas perdidas, donde son las propias familias de las víctimas del asesino en serie las que reivindican la humanidad de las asesinadas, más allá de que ejercieran la prostitución (GARBUS, 2020).
Por lo que respecta al diseño y realización del true crime audiovisual, que es donde más se hace ostensible este nuevo rumbo, los cambios han ido en consonancia con esta gran diversidad de contenidos. En resumen, destacaría estas características en los true crime de calidad:
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(1) Una mirada crítica al sistema, ya sea una parte del mismo (como las prisiones o los policías) o acerca de relaciones y procesos que, desde otros ámbitos, inciden en el fenómeno criminal. Un ejemplo de esto último es la serie Muerte en León, donde vemos cómo la política genera un caldo de cultivo de corrupción que finalmente culmina en un asesinato.
(2). Una atención al estudio psicológico de los principales personajes de la historia (criminales, víctimas, familiares, grupos activistas, policías, etc.) y al contexto en el que tomaron sus decisiones.
Una pluralidad de voces y de puntos de vista. A diferencia del modo de hacer tradicional en el que los que representaban la ley o la autoridad eran los conductores de la narrativa, los films actuales se afanan por representar todos los puntos de vista, lo que en ocasiones lleva a finales inciertos como reflejo de la propia realidad que con más frecuencia de la que desearíamos nos resulta opaca.
Una mayor implicación emocional de los espectadores, quienes por medio de las redes sociales y otras plataformas digitales pueden de algún modo continuar el caso o asunto donde el true crime lo dejó, generando multitud de intercambios de opinión y creando en muchos casos una actitud ahora mucho más concienciada e interesada en el suceso objeto de la discusión.
En correspondencia con lo anterior, se ha producido un hecho del todo novedo- so, como es que estas comunidades de seguidores irredentos del true crime y «sabuesos aficionados» causen efectos en la realidad de los crímenes urgiendo al sistema de justicia a que reabran un caso o revisen su actuación (BRUZZI, 2016). Es ya un lugar común mencionar a este respecto el true crime en la modalidad de podcast Serial, que tras mu- chos años de presión popular por parte de sus seguidores (llegó a los cinco millones de descargas) logró la liberación del joven estudiante condenado por supuestamente haber asesinado a una joven: «Los oyentes de Serial, que revolucionó el género del true crime y popularizó los podcast en Estados Unidos, se quedaron al final con la duda de si Adnan Syed era o no culpable del asesinato de la adolescente Hae Min Lee en un suburbio de la ciudad de Baltimore (Maryland) en 1999 (...). Ahora, ya se ha despejado. Syed es inocente. La Fiscalía ha retirado los cargos, queda en libertad y podrá iniciar
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una demanda para ser indemnizado por los 23 años que ha pasado injustamente en prisión» (JIMÉNEZ, 2022).
Una mayor audacia y creatividad artística. El gran desarrollo de la televisión digital ha permitido la incorporación al audiovisual de muchos guionistas, realizadores y directores osados, en busca de nuevos modos de filmar, lo que ha elevado exponen- cialmente la calidad de las obras realizadas.
Una gran versatilidad en los temas, modos y culturas donde se realiza este gé- nero. Si algo revela el crimen es su enorme plasticidad no solo para producirse, sino también para ser representado. El true crime es un fenómeno global.
En resumidas cuentas, el producto true crime actual es mucho más complejo en su discurso y crítico con la sociedad donde acontece el fenómeno criminal analizado y mostrado, y se sirve de diferentes artes audiovisuales con gran creatividad y plasticidad.
La novela de CAPOTE A sangre fría no solo inauguró el género true crime en la moder- nidad tardía, sino que introdujo uno de sus temas más recurrentes en los dos decenios que siguieron a su publicación: la aparición de una acto criminal de una violencia súbita e incomprensible (dos delincuentes matan a una familia sin razón alguna, una vez se frustra su deseo de robar lo que parecía una gran cantidad de dinero que en realidad no existía) que pone en crisis y desestabiliza a la comunidad que la sufre, bien generando descon- fianza entre los vecinos (en comunidades pequeñas, como ocurre en el pueblo de Kansas donde sucede el asesinato de la familia Clutter), bien creando una sensación de miedo generalizado en todo tipo de ciudades, como ocurrió en los años 70 en Nueva York como consecuencia de los crímenes del Hijo de Sam (David Berkowitz) (GARRIDO, 2020).
Una reflexión derivada de este poder generador de actitudes que tiene el true crime es que, en efecto, se corre el riesgo de que, al exponer sucesos particularmente impac- tantes y fuera de lo común, el true crime tienda a instalar entre el público la idea de que la probabilidad de ser una víctima es mayor que el que existe realmente por obra de
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los criminales (MURLEY, 2008). Resulta claro que el género tiene una responsabilidad acerca de las imágenes que proyecta del crimen en la sociedad de acuerdo con los temas que elige para representar y la forma de llevarlo a cabo. De igual modo, se le debería pe- dir una honesta descripción de los hechos conocidos y un tratamiento respetuoso con los personajes implicados, particularmente las víctimas y sus familias (pero también un acercamiento objetivo al delincuente). Ese equilibrio entre representar un crimen o un suceso de gran violencia de modo que sea objetivamente interesante para el espectador pero que, al mismo, tiempo, no caiga en clichés ni en eslóganes sensacionalistas, no es fácil, pero el progreso que ya se ha visto comparando los productos de los diez últimos años con lo realizado anteriormente es, sin duda real. Como señala WRIGHT (2020), lo que debemos pedir a todo texto literario o audiovisual es que se haya investigado lo suficiente, que no suponga una alteración intencionada de la realidad conocida (también GASTÓN-LORENTE y GÓMEZ BACEIREDO, 2022) que sea claro (no simple) en su exposición, que se evite el sensacionalismo en su sentido de «excitación gratuita de las emociones», y que ponga de relieve el problema social humano que está detrás del crimen representado. Por desgracia, el crimen puede convertir a alguien en famoso, y mientras es inevitable que la gente se interese cuando el criminal o la víctima es una celebridad (STENBERG, 2017), lo cierto es que glorificar al criminal nunca debería ser uno de los propósitos de este género (GASTÓN-LORENTE y GÓMEZ BACEIREDO, 2022).
Finalmente, un buen true crime puede tener el efecto de corregir errores que son comunes en el género de la ficción criminal. El de la glorificación, ya mencionado, es una lectura inevitable de las novelas de Thomas Harris sobre el personaje de Hannibal Lecter, pero la confusión entre el psicópata homicida y la esquizofrenia o el trastorno disociativo (algo que promovió el film de Hitchcock Psicosis —1961— y otros muchas novelas y películas que vinieron después) es algo que hoy en día puede ser fácilmente corregido, y de hecho lo es en los productos actuales (ver, por ejemplo, las dos tem- poradas de la serie Mindhunter).
Los productos culturales true crime (documentales, libros, series de ficción y películas basados en crímenes reales) constituyen en la actualidad, por su elevado nivel medio
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artístico y amplitud y profundidad de los temas tratados, uno de los mejores escapa- rates donde poder contemplar y analizar muchos de los graves problemas que tiene la sociedad, gracias sobre todo a que dispone del tiempo y los medios que no están al alcance de los reportajes periodísticos o televisivos, donde la información prima sobre el análisis, sometida además al constante flujo de noticias que hace perecedero lo visto o leído el día anterior.
El film documental rumano Collective, dirigido por Alexander NANAU (2019), es un ejemplo proveniente de una filmografía poco desarrollada sobre la importancia que puede tener un producto cultural true crime en reflejar la realidad de su tiempo y en lograr que los ciudadanos tomen conciencia de un grave problema social. De ritmo pausado, el film de NANAU relata de forma implacable la rutina de la podredumbre del sistema político de Rumanía, incapaz de escapar de setenta años de desidia cívica legada por el régimen soviético. Hay un incendio en la discoteca «Colectiv», no hay vías adecuadas de evacuación y mueren 27 personas en el local. Pero eso no es todo: 180 de los heridos mueren después en los hospitales debido a que los desinfectantes empleados para eliminar las bacterias infecciosas hospitalarias están diluidos mucho más de lo permitido, hasta el punto de que son ineficaces. El nuevo ministro de sanidad, al comprobar la magnitud de la corrupción que permitió ese y otros muchos desmanes, lo dice, abatido, sin tapujos: «el sistema está podrido» (NANAU, 2019).
Existen otros muchos ejemplos de la relevancia social de este género en cuanto que supone un modo privilegiado de poner una mirada crítica sobre graves deficiencias del sistema de justicia y de la sociedad en general (ver GARRIDO, 2021, para una revisión amplia del género true crime). Probablemente uno de los más recientes y notables lo protagonizó la escritora Jillian Lauren. Primero en un artículo de investigación (LAUREN, 2018), y luego en un libro (LAUREN, 2023), Lauren relató sus encuen- tros con el asesino en serie Samuel Little, considerado el más prolífico en la historia de los Estados Unidos. Lo importante de su trabajo es que puso negro sobre blanco la indefensión que sufren las mujeres que ejercen la prostitución ante los asesinos, y los asesinos en serie en particular. Little había logrado la asombrosa cifra de 93 mujeres asesinadas a lo largo de 30 años, la mayoría prostitutas o mujeres socialmente vulnera- bles. Queda muy claro que son víctimas «prescindibles»: al concitar un escaso interés entre el público, la policía no se ve presionada por los medios para resolver los crímenes,
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si bien en honor de la verdad también son casos más complejos de investigar, debido a la falta de una red social de apoyo que detecte sus movimientos y sus necesidades. La investigación de Lauren supone una plasmación de los graves efectos que tiene esa subestimación de las mujeres prostitutas como víctimas del crimen, conocidas como víctimas «menos muertas» (FERNÁNDEZ, 2022; GARRIDO, 2021), y víctimas «fa- voritas» de los asesinos en serie (QUINET, 2011).
Pero, al mismo tiempo, el true crime puede, como también es el caso de la narrativa de ficción, dirigirse a complejas situaciones humanas, permitiendo al lector y espec- tador una reflexión diversa acerca de su condición humana, algo quizás más presente en la expresión literaria, donde la profundidad del análisis de la condición humana del criminal realizada en la pura ficción por DOSTOIEVSKI en Crimen y castigo (publi- cada como entregas en 1886 y 1887, y posteriormente como libro; ver Dostoievski, 2015) puede asemejarse con la exhibida por Truman CAPOTE (1987) en A sangre fría o por Emmanuel CARRÈRE (2000) en El adversario. Pero también en la modalidad audiovisual el true crime de ficción puede ofrecer puntos de vista y lecturas que, debi- do a los límites de lo fáctico que constriñe al documental, este no puede asumir (ver la comparación entre la serie de ficción y la serie documental La escalera a cargo de FIORINI, 2023).
¿Por qué es importante el true crime para la Criminología como disciplina? Participo de la opinión de McGREGOR (2021) señalada anteriormente, en el sentido de que la narrativa artística ficcional crea conocimiento criminológico, extendiéndolo al ámbito de las ficciones y documentales true crime (cosa que el mencionado autor ya deja en- trever). Tomemos el ejemplo de la serie Creedme. La protagonista es una joven crecida en hogares de acogida, considerada como «problemática» e «inestable». Al ser ultrajada por un violador serial que actúa con un modus operandi muy extraño (trata con mucha
«consideración» a sus víctimas, les obliga a ducharse, les da consejos para su seguridad futura, entre otras cosas) la serie narra las calamidades que le sucede como consecuen- cia de que la policía se niega a creerla, e incluso la denuncia ante el juez por fingir su victimización. Esta representación de una víctima y un violador serial que existieron de verdad permite un conocimiento de la realidad de las víctimas y de la investigación criminal que antes no estaba presente, o si lo estaba era de modo fragmentario (¿había estudios sobre las víctimas de violación y su acceso a la policía y su tratamiento por el
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sistema de justicia en el caso de que fueran jóvenes de hogares de acogida?), o en todo caso, al menos, no de un modo que pusiera de relieve la urgencia de hacer algo con ese conocimiento. Luego, en efecto, podemos decir que este género permite desarrollar hipótesis y líneas de investigación acerca de acontecimientos vividos (conocimiento fenomenológico), hipótesis alternativas a las comúnmente sostenidas o establecidas o conocimiento contrafáctico (¿qué hubiera sucedido si la policía hubiera creído a la protagonista? ¿Se podrían haber evitado nuevas víctimas? Y en un sentido más gene- ral, ¿es posible que el sistema tenga más errores de los que admite cuando sentencia a la cárcel por delitos graves? Una cuestión que aborda la serie Proyecto Inocencia; GARBUS y otros 2020), y (sobre todo en el formato documental) una descripción realista y veraz de la realidad cotidiana o conocimiento mimético, como puede verse en multitud de obras, ofreciendo en muchos ejemplos auténticos de realidad criminal (al acceder a personas, lugares y eventos que raramente son accesibles) que difícilmente podrían ser observados de otro modo (mujeres que ejercen la prostitución y cuentan sus experiencias con su profesión y el crimen en El Destripador de Yorkshire; VILE y WOOD, 2020).
Por lo que respecta a la enseñanza de nuestra disciplina, el género true crime es al estudiante de Criminología lo que el simulador de vuelo al aspirante a piloto. Aunque en redes sociales (singularmente en YouTube) pueden hallarse muchos videos de crí- menes reales, en general son de naturaleza periodística, y si bien es indudable que pueden ser de utilidad para la docencia, el nivel de análisis y de rigor que permiten las obras true crime de calidad están un paso más allá, porque suponen un claro desafío al estudiante para que comprenda la obra narrativa (audiovisual o literaria) en sus diferentes capas o lecturas, dándole la oportunidad de realizar estas tareas, aplicables de modo variable según sea el caso que se considere: (1) analizar en qué medida los conocimientos y teorías de la disciplina pueden aplicarse al hecho criminal mostrado en la obra bajo estudio, o contrariamente los discuten o lo matizan; o incluso si sería necesario investigar mucho más aquel dada la ausencia de conocimiento aplicable;
(2) de qué modo los diferentes agentes o actores del episodio criminal analizado han actuado y cómo debería ser tal actuación con objeto de evitar o minimizar el daño de- rivado del crimen o de la aplicación (o falta de) la justicia; (3) qué roles profesionales o instituciones ajenas al sistema de justicia podrían ser relevantes para comprender el hecho criminal o los daños que se derivaron de su comisión tal y como sucedió y para
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poder prevenirse en el futuro; (4) cómo la comprensión del hecho criminal puede ser matizada o mediada por las diferencias culturales, así como la respuesta al mismo; (5) qué reflexiones pueden extraerse del hecho criminal y de la respuesta al mismo en torno a la psicología de las personas y de la sociedad; (6) qué iniciativas podrían tomarse en materia de política criminal.
No pretendo ser exhaustivo, estas cuestiones pueden ampliarse y especificarse de acuerdo con el ámbito de la criminología en la que se instale el producto cultural es- tudiado. Ya sea en asignaciones de ensayos o proyectos de investigación individuales o grupales, conformados en torno a los temas que provee la obra, este género narrativo, tan antiguo como la propia cultura, refleja la sociedad de su tiempo pero, al tiempo, también la moldea, en un bucle recurrente y enriquecedor cuando se hace de un modo artístico, esto es, para el disfrute (aunque implique sufrimiento vicario) de los sentidos y del es- píritu humano, por duro que resulte su contenido. Pero esa es la historia de la evolución de nuestra especie: el contenido amenazante de la vida (y el crimen es, por definición, la mayor amenaza interpersonal) nos quita el sueño pero al tiempo nos cautiva.
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