ARTÍCULO 9/2024_30AÑOS_BC (N.º 231). EDICIÓN ESPECIAL 30 AÑOS DEL BOLETÍN CRIMINOLÓGICO
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO (UPV/EHU)
UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA (UNED)
Contacto con los autores: enrique.echeburua@ehu.eus
4. Perfil criminológico y tipológico de los feminicidas. 5. Claves psicológicas de los feminicidas. 5.1. Aspectos psicosociales. 5.2. Procesos psicológicos involucrados. 5.3. ¿Se puede establecer un perfil psicopatológico de los feminicidas?. 6. Feminicidas con o sin suicidio posterior. 7. Conclusiones. 8. Referencias
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El feminicidio íntimo, entendido como el homicidio de una mujer en el contexto de una relación de pareja o expareja, es la consecuencia más grave de la violencia machista y una de las principales causas de muerte violenta para las mujeres (ECHEBURÚA, 2022; MATIAS y otros, 2020).
En España se cometen 200-300 homicidios (o asesinatos) anuales (290 en 2021). Si bien los feminicidios suponen el 17%-20% del total de homicidios en España, el dato más significativo es que más de la mitad de las mujeres que mueren violentamente en España (52,5%) son asesinadas por sus parejas o exparejas varones (un total de más de 1.270 mujeres desde 2003 hasta 2023), lo que revela que la violencia machista destaca por encima del resto de motivaciones homicidas.
Sin embargo, ni los casos de violencia machista han aumentado ni se trata de una epidemia moderna. Lo que ocurre es que se ha producido un hecho de sensibilización social frente a esta realidad, que ha supuesto una mayor difusión del problema por parte de los medios de comunicación, una toma de conciencia por parte de las autoridades, una alerta de la opinión pública y una actitud de rechazo por el conjunto de la sociedad. La violencia machista no es precisamente un mal de nuestro tiempo. Pero ahora más que nunca, la sociedad tiene conciencia de que existe y de que no debe ocultarse por una mal entendida razón de familia.
Así, en España la tendencia de feminicidios es ligeramente a la baja. De hecho, desde 2003 hasta 2010 la horquilla de asesinatos era de 60 a 70, incluso algún año por enci- ma de estas cifras; de 2011 a 2015 la horquilla ha sido de 50 a 60; y de 2016 a 2022 la horquilla se ha situado entre 40 y 50, con un ligero repunte en 2023 (53). Puede haber picos, pero en general la tendencia es ligeramente descendente (Díez Ripollés et al., 2017). La edad media de las víctimas es de 43,5 años y la de los feminicidas de 46 años (que es mayor que la de los homicidas generales [33 años]). Por otra parte, la tasa de feminicidios es baja en relación con otros países europeos. Así, por ejemplo, en 2019, por revisar un año reciente sin el efecto de la pandemia en un país próximo en nuestro entorno, fueron asesinadas 146 mujeres en Francia (0,21 por 100.000 habitantes) frente a las 55 de España (0,11 por 100.000 habitantes) (PALACIOS, 2020). Sin embargo,
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el año 2017 ostenta en España un dramático récord de víctimas infantiles, 8 niños y niñas asesinados como venganza contra sus madres, lo que se ha venido en denominar violencia vicaria (ECHEBURÚA, 2018a; VACCARO, 2023).
Las mujeres inmigrantes constituyen un sector de riesgo desde la perspectiva del feminicidio. En el período 2016-2018 la población inmigrante en España supone el 34% de las víctimas mortales (es decir, un tercio del total), con un porcentaje similar en el número de agresores. Se trata claramente de una sobrerrepresentación de este sector, cuando la población inmigrante se sitúa en torno al 13-14% de la población española. Hay, pues, una enorme bolsa de maltrato invisible que afecta a las mujeres inmigrantes, que tienen casi 3 veces más probabilidades de morir a manos de sus parejas que las nacidas en España. Los extranjeros provienen de Europa y Latinoamérica (Rumanía y Colombia, especialmente) y del Norte de África (Marruecos). Las víctimas extran- jeras son más jóvenes que las españolas (35 años como media frente a los 45-50 de las españolas), al igual que ocurre en el caso de los feminicidas extranjeros (39 años frente a los 45-47 de los españoles).
Las mujeres inmigrantes pueden ser presa fácil para el agresor porque se encuen- tran en una inferioridad de condiciones, con una gran fragilidad económica, jurídica, afectiva y, en algunos casos, lingüística. En concreto, cuentan habitualmente con una red de apoyo familiar y social muy limitada, proceden de una cultura patriarcal, con muchos componentes machistas, y suelen vivir en un entorno cerrado, endogámico, con un fuerte control sobre sus miembros, como si viviesen en un pueblo. El peligro es mayor en las inmigrantes que se hallan en situación irregular o que han llegado al país tras un proceso de reagrupamiento familiar. A su vez, los hombres abandonados se pueden sentir especialmente humillados frente a su círculo social y los agresores no se sienten tan inadaptados ni censurados porque en su entorno no es tan repudiable pegar a la pareja. Es decir, el machismo en el hombre y la indefensión en la mujer, fruto de la soledad de la inmigrante, constituyen un cóctel explosivo (ECHEBURÚA, 2022).
En algunos casos puede haber una adaptación asimétrica en las parejas de inmigrantes. Así, la mujer puede trabajar desde el principio (en el servicio doméstico o en la atención a niños, enfermos o ancianos), mantener amigas de su nacionalidad e incluso hacer amigas españolas nuevas. Por el contrario, al hombre le puede costar más encontrar trabajo y
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adaptarse al entorno familiar y social, lo que puede generar un cierto desarraigo y un con- sumo abusivo de alcohol. Esta situación de estrés, junto con los estereotipos machistas, propician la aparición de conductas violentas graves (COBO, 2009).
En resumen, los casos de feminicidio, aun no aumentando respecto a años anterio- res, se suceden a un ritmo preocupante, sin que la mayor sensibilización social y las medidas adoptadas por las Administraciones Públicas se hayan mostrado capaces de frenarlos. En este artículo se analizan las variables psicológicas más relevantes de los feminicidas en el marco de la interacción entre víctimas y agresores.
Las víctimas son, en general, personas jóvenes, entre 30 y 50 años (pero con una tendencia a padecer victimización a una edad más temprana) y con predominio de un nivel socioeconómico medio-bajo o bajo. Las víctimas de violencia grave tienden a ser más vulnerables por razón de la enfermedad, la soledad o la dependencia económica o emocional. Las víctimas tienen más probabilidad de serlo si hay un emparejamiento temprano, si tienen ciertos déficits psicológicos (una baja autoestima, carencias afec- tivas o problemas de asertividad), si carecen de una red familiar y social de apoyo y si se mueven en un entorno marginal o de toxicómanos (ECHEBURÚA y CORRAL, 2009; GONZÁLEZ-ORTEGA y otros, 2008). Aquellas víctimas que están bajo los efectos del alcohol tienen más dificultades para escapar de situaciones violentas, pueden implicarse en una violencia bidireccional y corren mayor riesgo de ser agredidas. Al no percibir adecuadamente la probabilidad de sufrir violencia grave (minimización del riesgo), pueden presentar una baja adherencia a las medidas de protección (LÓPEZ- OSSORIO y otros, 2024).
La presencia de un trastorno mental (depresión, discapacidad intelectual o abuso de alcohol) en las víctimas o la práctica de amenazas o de violencia física previa cre- ciente contra ellas por parte del agresor acentúan su vulnerabilidad (GUTIÉRREZ- BERMEJO y AMOR, 2019). El punto de máximo riesgo físico para la mujer suele ser el momento de la separación, cuando la mujer se rebela y decide separarse, pero este riesgo se mantiene cuando el varón se da cuenta de que la separación no deseada es
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algo inevitable y cuando, una vez consumada la separación, ejerce conductas de acoso. Concretamente, se ha observado una prevalencia de las conductas de acoso del 76% en mujeres que fueron asesinadas por su pareja y del 85% en aquellas que sufrieron un intento de feminicidio (McFARLANE y otros, 1999).
Por ello, se impone la necesidad de valoración del riesgo de forma individualizada en cada víctima porque los recursos disponibles no son ilimitados, porque no todos los casos son iguales y porque no todas las mujeres maltratadas necesitan el mismo nivel de protección.
La valoración del riesgo tiene que centrarse en la peligrosidad de los agresores (gravedad del trastorno psicológico, abuso de alcohol/drogas, violencia como forma habitual de relación, historial de violencia en relaciones anteriores, sensación de aco- rralamiento, etcétera) y en la vulnerabilidad de las víctimas (edad muy joven o muy mayor, nivel de estudios y de trabajo deficiente, apoyo social escaso, autoestima baja, etcétera), así como en el tipo de interacción actual existente entre unos y otras (depen- dencia emocional/económica o conductas de acoso) (AMOR y otros, 2020).
Por otro lado, en más del 60% de los casos las víctimas mortales tenían hijos, lo que evidencia el efecto multiplicador del número de víctimas en los casos de violencia machista. El impacto emocional sobre los hijos es, en muchos casos, irreversible y, en cualquier caso, supone una interferencia emocional grave en su desarrollo psicológico (ECHEBURÚA y AMOR, 2016).
Las denuncias por violencia contra la pareja han experimentado un desarrollo creciente (ha habido alrededor de 189.000 en España en 2022), pero, aun así, constituyen la punta de un iceberg que no representa más allá del 20%-30% de los casos reales. De hecho, por ejemplo, y por citar solo la circunstancia más dramática de violencia machista (el asesinato de la mujer), no más del 30% de las mujeres asesinadas en España por sus parejas o exparejas habían presentado denuncia con anterioridad, lo que quiere decir que hay una enorme cantidad de maltrato oculto y que la mayoría de las víctimas o
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no se atreven a denunciar por temor o subestiman el riesgo que corren. De hecho, la mera falta de percepción del riesgo de violencia grave no es un indicador objetivo de la ausencia de riesgo (LÓPEZ-OSSORIO y otros, 2024).
Lo que frena a la víctima para presentar la denuncia es, entre otras razones, el miedo a la venganza del agresor, la vergüenza por el conocimiento de los hechos por parte de amigos y familiares, la desconfianza en el sistema policial y judicial, el deseo de no perjudicar al maltratador (por la dependencia económica y emocional hacia este, al que le une una especie de esposas invisibles) y de no causar problemas a los hijos, el temor a la desintegración de la familia o el sentirse parcialmente culpable del fracaso de la relación (ECHEBURÚA, 2022). De este modo, aún hay mujeres que se ocultan a sí mismas las agresiones que reciben y que construyen una narrativa equivocada de lo que les está ocurriendo al negar o minimizar la violencia, al considerarla más o menos “normal” o al atribuirse ellas mismas la culpa por lo ocurrido (AMOR et al., 2022).
Sin embargo, hay mujeres que dan el paso de acudir al sistema judicial. La denuncia puede venir por una conducta que las despierta y las hace conscientes del peligro exis- tente: la extensión de la violencia a los hijos, la intervención de una amiga, el apoyo de la familia, etcétera.
En general, las denuncias han aumentado porque la concienciación social y el avance de la igualdad en los últimos años han contribuido a un afloramiento de la violencia machista. Las ventajas de la denuncia son múltiples: poner fin al abuso y a la humilla- ción; adquirir confianza y respeto; recuperar el control de la propia vida; rescatar a los hijos de un entorno de violencia; relacionarse con otras personas; evitar la impunidad del agresor; tener una protección policial y judicial, etcétera. Sin embargo, y al margen de los éxitos parciales obtenidos, ni el aumento del número de denuncias, ni el estable- cimiento de los protocolos de evaluación del riesgo ni el incremento de las órdenes de protección de los jueces han logrado reducir de forma drástica los asesinatos machistas, lo que revela la insuficiencia de la vía policial y judicial y la necesidad de implicación de toda la sociedad para hacer frente a este reto.
Ahora bien, una denuncia, si no hay una protección efectiva de la mujer y no se cuenta con un cierto apoyo social y familiar, puede volverse contra la víctima si no se
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toman las medidas adecuadas. La denuncia supone hacer trascender el problema del ámbito privado al público. La denuncia es así una amenaza a la identidad del agresor, que puede desatar en él una reacción visceral e incluso precipitar un desenlace dra- mático para la víctima. Una denuncia por malos tratos, la salida impuesta del hogar al agresor o, incluso, el mero abandono del hogar por parte de la víctima, suponen para el maltratador, acostumbrado a actuar en la impunidad y en el silencio, una exhibición pública de su condición en un momento histórico en que sus conductas ya no gozan de permisividad social. Las medidas judiciales pueden incrementar la hostilidad, el resentimiento y el deseo de venganza (COBO, 1999; ECHEBURÚA, 2022).
Los feminicidas pueden tener distorsiones cognitivas en relación con la subordina- ción de la mujer o la justificación de la violencia y mostrar síntomas psicopatológicos (celos infundados, ideas reiteradas de posesión de la víctima, impulsividad extrema, dependencia emocional, depresión o ideación obsesiva o paranoide, trastorno grave de la personalidad, etcétera), lo que se complica aún más si hay un consumo abusivo de alcohol o drogas (ECHEBURÚA y AMOR, 2016). Además, muchos de estos agresores tienen una historia de conductas violentas, bien con parejas anteriores, bien con otras personas (por ejemplo, compañeros de trabajo) o bien consigo mismos (intentos de suicidio), y muestran una situación social complicada (por ejemplo, estar en paro). Todo esto puede generar en ellos un elevado nivel de falta de expectativas (ECHEBURÚA, 2018b; LÓPEZ-OSSORIO y otros, 2021).
Respecto al perfil criminológico, hay varios tipos básicos de feminicidas (AGUILAR, 2017, 2018; LOINAZ y otros, 2011). En primer lugar, los normalizados pueden ejer- cer conductas violentas en función de la dependencia emocional y de las distorsiones cognitivas en relación con la mujer. Sentirse rechazados y abandonados puede generar tristeza, desesperanza, ira y miedo ante el futuro, lo que puede traducirse en conductas violentas letales. Estos hombres cometen el feminicidio por el abandono de su pareja y corren el riesgo en mayor medida de suicidarse después de haber cometido el femi- nicidio. En segundo lugar, los antisociales y violentos tienen más antecedentes penales y más problemas con el consumo de alcohol y drogas, llevan a cabo mayor número de
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agresiones físicas a la pareja y, por ello, acumulan mayor número de denuncias. Si los antisociales se sienten en riesgo de ser abandonados por su pareja, pueden cometer actos de violencia de manera fría e instrumental.
A estos dos tipos hay que sumar, en tercer lugar, los antisociales con una responsa- bilidad atenuada (mixtos), con síntomas psicopatológicos, como el abuso de alcohol y drogas y los celos intensos o las conductas controladoras, y, por último, los feminicidas con un trastorno mental grave (esquizofrenia, trastorno delirante, sobre todo cuando están afectados por síntomas productivos delirantes focalizados en la pareja o por un trastorno bipolar).
Las consecuencias prácticas derivadas de las tipologías podrían comportar impor- tantes implicaciones en cuanto a la prevención del feminicidio, pues permitiría aplicar estrategias de intervención adaptadas a cada escenario. Los agresores con un trastorno mental grave podrían responder mejor a un tratamiento psicoterapéutico y farmacoló- gico para ayudar a paliar los efectos perniciosos de la sintomatología positiva asociada a las psicosis. Los antisociales y violentos podrían requerir unas estrategias más intensas de supervisión y control e intervenciones centradas en el control de impulsos y de la ira, junto al tratamiento de los problemas vinculados al abuso de sustancias. En cuanto a los normalizados, quizá resulten útiles las técnicas de control de la ansiedad y el estrés, las terapias cognitivas o el apoyo de un profesional para ayudar a gestionar el proceso de la separación. Y, por último, los mixtos podrían beneficiarse de un tratamiento para afrontar los celos patológicos en combinación con programas para paliar los efectos nocivos del abuso del alcohol y otras drogas (tabla 1).
Tabla 1: Perfiles criminológicos y posibles estrategias de intervención (AGUILAR, 2017, 2018; LOINAZ y otros, 2011; modificado)
Perfil criminológico Posibles estrategias de intervención
Normalizados - Terapias cognitivo-conductuales (control de la ansiedad y del estrés, modificación de las distorsiones cognitivas y del sexismo, etc.).
Gestión del proceso de separación.
Antisociales y violentos - Estrategias más intensas de supervisión y de control.
Intervenciones centradas en el control de impulsos y en la ira.
Tratamiento del abuso de alcohol/drogas.
Antisociales con responsabilidad atenuada (mixtos)
Con trastorno mental grave (esquizofrenia, trastorno delirante, etc.)
Estrategias para afrontar los celos patológicos.
Tratamiento del abuso de alcohol/drogas.
Tratamiento psicoterapéutico y farmacológico (para disminuir los síntomas positivos asociados a la psicosis).
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En cuanto al método de agresión, el apuñalamiento o los objetos contundentes son la forma más habitual de muerte, seguida de los golpes (que pueden generar un traumatismo craneoencefálico), los estrangulamientos con manos o cuerdas y las ar- mas de fuego. Es decir, se asesina de cerca, a golpes y puñaladas. En general, hay una extraordinaria brutalidad, un factor sorpresa y una situación de indefensión por parte de la víctima. Se produce a veces también un furor homicida, reflejado en la reiteración de un número de puñaladas innecesario para provocar la muerte y que es expresión del máximo resentimiento y odio y de una conducta compulsiva.
A veces el hombre, por venganza contra su pareja (a la que, además, hace sentirse culpable) y por una profunda humillación (engaño o abandono), puede matar a sus hijos (en lugar de a su pareja) para herirla donde más le duele. En estos casos los meno- res pierden la vida utilizados como víctimas instrumentales de una violencia machista y planificada. Matar a los hijos es una forma de venganza y de resentimiento extremo y supone asegurarse de que la mujer no se recuperará jamás (ECHEBURÚA, 2018a). En definitiva, es dejar una huella de dolor imborrable.
Aspectos psicosociales
La ruptura no deseada de la pareja desencadena en el hombre graves consecuencias de íntimo dolor y frustración. En ese momento puede abrirse la puerta de las reivindica- ciones y de la expresión de los agravios, al hilo de la desintegración del proyecto de vida, de la pérdida de la pareja y, en ocasiones, del reproche familiar, penal o social. A ello se añade a veces el alejamiento de los hijos, la privación del hogar, el abono de una pensión que reduce su calidad de vida, etcétera. Todo ello, valorado subjetivamente como una agresión injusta, puede incitar a la venganza, sobre todo cuando el agresor es una persona vulnerable, se siente humillada, carece de una red de apoyo familiar y social y tiene problemas económicos (COBO, 2009).
En el caso de los homicidios contra la pareja los malos tratos habituales, el abandono y los celos (o las conductas controladoras extremas) constituyen una trilogía letal. Por ello,
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en estos casos la mujer puede requerir, con frecuencia, la ayuda de otras personas o de mecanismos sociales protectores para cortar esos lazos traumáticos (GARRIDO, 2001).
Procesos psicológicos involucrados
Los hombres homicidas, con una ideología machista y con una visión en túnel, pueden mostrar una gran dependencia emocional hacia su pareja (“yo tengo solamente una vida y mi vida solo tiene sentido con ella”), estar obsesionados por ella (“la necesito junto a mí, no hago más que pensar en ella, debe estar siempre conmigo y no discutir lo que yo digo”) o no asumir la ruptura (“en estos cinco años lo he dado todo por ella; no puede ahora abandonarme”). La incapacidad de gestionar o tolerar la frustración de sus expectativas es un factor que aparece con frecuencia en los agresores. El control y dominio sobre la víctima representan una violencia por compensación: el agresor intenta vencer sus frustraciones con quien tiene más a mano (ECHEBURÚA y otros, 2023; LORENTE, 2004).
En la mente de los futuros feminicidas se empiezan a desarrollar, a partir de una creencia fija, ideas obsesivas prolongadas y perseverantes que suponen una visión ca- tastrofista de la situación actual (“mi vida no tiene ningún sentido”; “todo va de mal en peor”; “hay que acabar con esto”) y una atribución de culpa a la mujer (“ella es culpable de todo lo malo que me ocurre”; “me mira con malos ojos y me desprecia”; “quiere abandonarme”; “me engaña con otro”), sin ninguna esperanza en el futuro (“haga lo que haga, todo va a ir de mal en peor”). En las ideas fijas el estímulo es persistente, la respuesta emocional es intensa, hay una generación de ansiedad y se interpreta el estímulo como un riesgo o como un desafío. La rumiación puede ser silenciosa (sin agresiones ni indicadores externos) o explosiva (en la que hay profusión de signos externos de esa rumiación y agresiones repetidas). El final es entonces un homicidio (conducta explosiva) coincidente con el momento en el que se desbordan y fracasan todas las competencias adaptativas de ese hombre, generando un desequilibrio profun- do y surgiendo un descontrol respecto a la conducta (COBO, 2009).
En la mayoría de los casos el deseo de venganza queda anulado por el miedo a las consecuencias penales y sociales. Pero hay un porcentaje de maltratadores en los que
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el efecto disuasorio de la pena o el miedo al daño que él mismo sufrirá dejan de operar. Su venganza es más fuerte que su deseo de vivir (“te mato y me mato”).
Este proceso cognitivo puede expresarse en forma de explosiones violentas parciales pero repetidas, que constituyen las señales de alarma para la víctima (tabla 2), o incubarse de forma silenciosa, a modo de una olla de presión, que está en ebullición pero que no se manifiesta en forma de indicadores externos (conductas violentas). En este segundo caso de incubación silenciosa las ideas fijas están presentes, la respuesta emocional es muy intensa y las conductas de la víctima se perciben como un desafío para el maltratador. Lo único que se observa en el agresor son conductas de ensimismamiento, de desgana generalizada, de aislamiento social o de autodestrucción (consumo abusivo de alcohol o de drogas como la cocaína, que alimentan las ideas delirantes de celos) (COBO, 2009).
Tabla 2: Señales de alarma de una relación de pareja violenta (ECHEBURÚA y CORRAL, 2009)
Señales de alarma en el agresor Señales de alarma en la víctima
Intenta reiteradamente controlar la conducta de la pareja.
Se muestra posesivo con la pareja.
Es extremadamente celoso.
Aísla a la pareja de familiares y amigos.
Muestra conductas humillantes o actos de crueldad hacia la víctima.
Recurre a las amenazas o a la intimidación como medio de control.
Presiona a su pareja para mantener relaciones sexuales.
Culpa a la víctima de los problemas de la pareja.
Minimiza la gravedad de las conductas de abuso.
Tiene cambios de humor imprevisibles o accesos de ira intensos, sobre todo cuando se le ponen límites.
Su autoestima es muy baja.
Tiene un estilo de comportamiento violento en general.
Justifica la violencia como una forma de resolver los conflictos.
Se muestra agresivo verbalmente.
Responsabiliza a otras personas por sus problemas o dificultades.
Manifiesta creencias y actitudes sobre la subordinación de la mujer al hombre.
Cuenta con una historia de violencia con parejas anteriores.
Tiene un consumo abusivo de alcohol y drogas.
Tiene cambios en el estado de ánimo que antes no tenía.
Muestra actualmente una baja autoestima.
Se siente rara, con problemas de sueño, nerviosismo, dolores de cabeza, etc.
Se muestra confusa e indecisa respecto a la relación de pareja.
Experimenta sentimientos de soledad.
Se aísla de amigos y familiares o carece de apoyo social.
Miente u oculta a sus padres o amigos conductas abusivas de su pareja.
Presenta señales físicas de lesiones: marcas, cicatrices, moratones o rasguños.
Le cuesta concentrarse en el estudio o en el trabajo.
Tiene conciencia de peligrosidad (temor sobre nuevos episodios de violencia).
Ha sufrido violencia en relaciones de pareja anteriores
Tiene un consumo abusivo de alcohol y drogas.
El resultado final de este proceso puede ser un feminicidio, a modo de conducta explosiva, coincidente con el momento en el que el agresor se siente ya desbordado por la situación de malestar y se muestra incapaz de articular algún tipo de solución. De
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este modo, se genera un desequilibrio profundo y surge la convicción de la muerte ho- micida como algo inevitable (“ya no tengo nada que perder”). Es el caso, por ejemplo, de un hombre que, tras un divorcio reciente no asumido, entra, lleno de ira, en casa de su expareja y se enzarza a cuchilladas con ella hasta matarla (ECHEBURÚA, 2018a).
La probabilidad de un feminicidio es mayor cuando el agresor presenta un estilo de conducta violento o alteraciones psicopatológicas (trastornos de personalidad graves, deterioro cognitivo en personas mayores, consumo abusivo de alcohol y drogas, etcé- tera), cuando la víctima es vulnerable y cuando la interacción entre ambos está sujeta a un nivel alto de estrés (situación económica precaria, problemas de vivienda, hijos difíciles, discusiones frecuentes con una alta carga emocional, etcétera).
¿Se puede establecer un perfil psicopatológico de los feminicidas?
En realidad, los perfiles psicopatológicos de los homicidas de pareja son muy variables. Por ello, y sin que sea posible establecer una clasificación precisa desde una perspec- tiva clínica, hay homicidas ocasionales, que no tienen rasgos de violencia previos ni antecedentes clínicos y son responsables de cerca del 45% de los asesinatos; homicidas inadaptados, con dificultades de socialización, pero sin una clínica psiquiátrica, y que cuentan con antecedentes penales o policiales (el 20%); homicidas inestables emocio- nalmente, que no tienen un control sobre sus emociones y que viven intensamente las preocupaciones (el 30%); y, finalmente, los homicidas psicópatas, que muestran dificul- tades de empatía y no se arrepienten de sus conductas negativas (el 5%) (AGUILAR, 2018; LÓPEZ-OSSORIO y otros, 2018; SANTOS y GONZÁLEZ-ÁLVAREZ, 2017).
En algunas ocasiones menos frecuentes puede darse el caso de un feminicidio por des- bordamiento o agotamiento psicológico del hombre ante los cuidados requeridos por la mujer enferma crónica o por compasión hacia ella seguido de suicidio. En este último caso un marido compasivo anciano, con una motivación piadosa, quiere acabar con el sufrimiento de su mujer enferma y la mata, suicidándose él a continuación (sin embargo, no suele ocurrir al revés). En cualquier caso, no hay que confundir este tipo específico y poco frecuente de feminicidio-suicidio en donde hay una preocupación por el supuesto bienestar de la víctima con el feminicidio-suicidio en donde existe un odio por la víctima (COBO, 2009).
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En otros casos los feminicidas se entregan a la policía (más de un tercio). La es- trategia utilizada es no huir o entregarse. Se trata en estas circunstancias de personas que se hallan en una situación de shock (es decir, que tienen una percepción confusa o inadecuada de lo ocurrido, como sucede en algunos casos de arrebato o de deterioro cognitivo) o que perciben el asesinato como una respuesta justificada (como ocurre, por ejemplo, en muertes homicidas que responden a un acto machista justificado por el comportamiento supuestamente inadecuado de la mujer) (COBO, 1999).
En resumen, no hay un patrón homogéneo en los asesinatos machistas, ni siempre hay antecedentes de violencia en los agresores, lo que hace difícilmente predecible el feminicidio en muchos casos. Hay personas en apariencia normales que pueden llevar a cabo conductas profundamente reprobables en situaciones concretas que desbordan sus estrategias de afrontamiento (ECHEBURÚA y CORRAL, 2009).
Los feminicidas que se suicidan después de matar a su pareja o expareja pueden oscilar entre el 20% y el 30% del total (SORRENTINO y otros, 2022), pero puede ampliarse hasta el 40% cuando hay más víctimas mortales, generalmente los hijos menores de la mujer asesinada (LÓPEZ-OSSORIO et al., 2022; MURFREE y otros, 2022).
Lo que destaca de los feminicidas-suicidas es la edad media de en torno a 53 años (diez más que los no suicidas), con una diferencia respecto a las víctimas de siete años. El subgrupo más frecuente entre los feminicidas-suicidas es el de los mayores de 65 años con trastornos mentales, sobre todo la depresión, la soledad o el estrés continuado (especialmente el estrés del cuidador), además de celos, conductas de control y acoso a la víctima en el contexto de una ruptura de pareja. Contar con un arma de fuego facilita el feminicidio y el suicidio posterior (LÓPEZ-OSSORIO et al., 2024; ZIMMERMAN y otros, 2023). La sola presencia de alteraciones psicológicas o de problemas médicos del agresor o de la víctima y la posesión de armas de fuego se convierten en una pode- rosa y significativa combinación para aumentar la probabilidad del feminicidio seguido de suicidio (SORRENTINO y otros, 2022).
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El suicidio se da más en los feminicidas más integrados familiar y socialmente, por temor a las repercusiones negativas de la conducta realizada. Se trata en estos casos de un suicidio evitativo (“yo me mato, pero primero te llevo a ti por delante”), cuyo objetivo es evitar las consecuencias posteriores del homicidio (rechazo social, en- frentamiento a los hijos y familiares, estigmatización de por vida y castigo penal). Es decir, la interiorización de la culpa por parte de los perpetradores del homicidio de la pareja y la ideación suicida previa al feminicidio pueden desempeñar un papel clave en el suicidio posterior (ZIMMERMAN y otros, 2023).
Si bien en la mayor parte de los casos se trata de conductas planificadas, sobre todo cuando se han utilizado armas de fuego (CARMICHAEL y otros, 2018), algunos feminicidios-suicidios pueden cometerse de forma impulsiva. A veces hay suicidios en cortocircuito, en los que una persona comete un asesinato u homicidio y se suicida cuando se percata del alcance de lo que ha hecho. A la ira se suma la desesperación (“no me importa nada en la vida”), más aún si se trata de personalidades dependientes o narcisistas. En estos casos rehúyen tener que enfrentarse a la censura pública por haber dado muerte a su pareja o expareja. El suicidio se convierte, por ello, en una salida (ECHEBURÚA, 2022).
En resumen, el perfil de los feminicidas-suicidas denota una mayor integración social y es más clínico (depresión con pérdida de ganas de vivir) que el de los feminicidas sin suicidio posterior (VATNAR y otros, 2021), con el riesgo añadido de ampliar el feminicidio al homicidio de los hijos de la pareja (violencia vicaria). A diferencia de otros homicidios vinculados al narcotráfico, al terrorismo o al ajuste de cuentas, los feminicidas no intentan la huida, excepto que tengan antecedentes de peligrosidad delictiva (REDONDO y GARRIDO, 2023).
Todavía hay muchos hombres despechados, ofuscados o resentidos que consideran que la libertad conquistada por las mujeres atenta contra la esencia de su identidad. Estos agresores pueden estar empeñados en matar y muchas veces dispuestos a morir (LORENTE, 2004).
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Al margen de que habitualmente la violencia grave es el último eslabón de una cadena de conductas violentas, hay veces (en un 25%-40% de los casos) en que el asesinato ha sido impredecible porque no ha habido un aumento de los incidentes violentos ni de la gravedad de las lesiones en las últimas semanas. Es decir, o hay una violencia grave cronificada y en aumento, que es el perfil más habitual, o una violencia explosiva y que resulta en buena parte impredecible. La constatación en el hombre de que el tipo de relación de dominio, sobre la que el varón ha construido su propia existencia, llega a su fin produce en este una descompensación extrema que, en ocasiones, termina con el asesinato de la mujer (ECHEBURÚA, 2022).
El feminicidio es un acto voluntario en el que la psicopatología solo explica una pequeña proporción de estos actos. Asimismo existen diversos tipos de feminicidios, resultado de la interacción particular entre variables individuales, relacionales y am- bientales (AGUILAR, 2018).
A nivel psicológico del agresor, la violencia es más frecuente cuando hay ciertas varia- bles de personalidad anómalas (impulsividad alta, irascibilidad, ausencia de empatía, baja autoestima, que no es incompatible con una aparente arrogancia), ciertas alteraciones psicopatológicas (abuso de alcohol y drogas, celos patológicos) y actitudes positivas hacia la violencia, resultado de la desconexión moral, de las distorsiones cognitivas o del sexismo, así como experiencias previas de violencia en relaciones de pareja anteriores.
Por otra parte, desde la perspectiva de la víctima, se plantean diversos problemas, además del miedo al agresor, ante una posible denuncia: a) la falta de conciencia de la gravedad de la situación porque no ha habido señales de alerta previas explícitas (ho- micidios silenciosos); b) la tolerancia a la agresión y la subestimación del riesgo, que se acompañan de una disminución de la autoprotección o de la búsqueda de protección externa; y c) la ambivalencia de la víctima (resultado de la doble identidad de la mu- jer como persona y como madre), cuando ya se ha detectado el problema y tomado conciencia del riesgo, que le puede llevar a variar su posición de autoprotección o de búsqueda de ayuda, llegando incluso a bloquear las medidas de protección. El temor a la denuncia puede estar aumentado en el caso de las mujeres inmigrantes, sobre todo cuando están en situación irregular. Todo ello debe tenerse en cuenta desde una pers- pectiva preventiva (CEREZO, 2000).
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Las actitudes ambivalentes de las víctimas, con las que hay que contar en el ámbito de la violencia machista, constituyen una rémora para su protección efectiva. Hay víc- timas que se niegan a declarar contra su pareja, otras que mienten (“me di el golpe en la bañera”; “no recuerdo exactamente lo que ocurrió porque estaba muy nerviosa”) y otras que, tras presentar una denuncia, se retractan posteriormente de su testimonio. De ahí la necesidad imperiosa de involucración de toda la sociedad en la protección de las víctimas de violencia machista: medios de comunicación, familiares, vecinos, prevención educativa, etcétera. Hay que acabar con el muro de silencio de las personas allegadas a la víctima. No se puede mirar a otra parte y considerar como un asunto privado el problema de la violencia machista, como sucede actualmente, cuando solo menos del 5% de las denuncias por malos tratos proceden de personas ajenas a la víc- tima (vecinos o familiares) (ECHEBURÚA y AMOR, 2016).
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