González Beltrán, Jesús Manuel (2017), Entre surcos y penurias. Asalariados del campo en la Andalucía occidental del siglo XVIII, Universidad, Cádiz, 195 págs. ISBN: 978-84-9828-633-5
Entre surcos y penurias vivieron la mayoría de los trabajadores del campo andaluz y español hasta bien entrado el siglo XX, tal y como nos lo recuerdan los escritos de Blas Infante a inicios de dicha centuria –utilizados en esta obra– o algunos de los versos de Miguel Hernández, entre otros autores. Podríamos decir, por tanto, que el título del libro de González Beltrán es el primer acierto, al que siguen otros muchos.
Centrado geográficamente en la parte occidental de Andalucía, concretamente en los territorios antaño pertenecientes al reino de Sevilla y hoy a la provincia de Cádiz, el autor selecciona un grupo como el de los asalariados del campo que, si bien tuvieron un enorme peso tanto poblacional como económico de acuerdo con un sistema predominantemente agrícola, no han disfrutado del interés requerido para la época moderna. Además, como se señala en la obra, los estudios centrados en ellos no han partido de una crítica conceptual y, podríamos decir, que tampoco de las realidades materiales, quedando así englobados bajo el genérico término de campesinos, homogeneizando un amplio colectivo en el que se perciben importantes diferencias, empezando por la propiedad o no de la tierra.
Este es precisamente el primer objetivo, establecer qué denominación utilizar para referirnos al sujeto de estudio. Desechado el de campesino, el de jornalero podría ser su alternativa, no obstante, nuevamente es desdeñado por dos imperiosas cuestiones: la primera en referencia a la amplitud del vocablo, denominándose con él durante la modernidad a todos aquellos que trabajaron a jornal, fuera o no en labores del campo, por lo que su utilización supondría desvirtuar completamente los resultados de la investigación. En segundo lugar, por las connotaciones políticas de las que se nutre y que resultan en una visión dicotómica de la situación: jornaleros frente a terratenientes, más propia de la Edad Contemporánea.
Por tanto, en un ejercicio de rigurosidad, González Beltrán se acerca no solo a los diccionarios de la época, sino también a las distintas fuentes documentales en las que constata la amplia gama terminológica en función de la actividad desarrollada y del territorio al que se haga referencia. En este sentido, evidencia que en las fuentes censales dieciochescas es común la inscripción ocupacional “del campo”, a la que se acoge, incluyéndole para mayor clarificación el adjetivo “asalariado”, quedando, por tanto, denominado como “trabajador asalariado del campo”, la acepción que el autor va a utilizar a lo largo de su estudio.
Tras ello, el objetivo será cuantificarlos a fin de comprobar si durante la segunda mitad del siglo XVIII se produjo un crecimiento notable. Partiendo de los datos conocidos para el resto de Castilla, en la que se produce un constante aumento de trabajadores agrícolas, aunque ralentizándose en la última década, González Beltrán ratifica la existencia de un incremento moderado en la zona gaditana, especialmente en aquellos lugares en los que existieron mejores condiciones geográficas. La siguiente cuestión estará en qué supuso o a qué se debió, es decir, si encontramos una extensión de los cultivos y, por ende, mayor demanda de trabajadores o, por el contrario, un excedente de mano obra, teniendo que recurrir a vías alternativas para el sustento vital. En el caso de Jerez de la Frontera, estudiado con mayor detenimiento, se percibe una adecuación de ambos factores, lo que no es óbice para que en otros municipios se produjeran procesos migratorios ante la escasez de oferta laboral.
Precisamente, caracterizar la realidad material ocupará el próximo planteamiento del autor. Este, problematizando sobre el concepto pobre, muy relacionado durante la Edad Moderna con la imposibilidad física o mental para ejercer cualquier ocupación, analiza su evolución histórica observando de qué modo durante la segunda mitad del setecientos la pobreza se asocia a los jornaleros. Ciertamente, la tenencia de alguna propiedad por parte del grupo estudiado no llegó a altos porcentajes y cuando se produjo se limitó, en el mejor de los casos, a pequeñas casas o partes de estas. En otras localidades como Casares, sí se constatan algunas parcelas cultivables, aunque tan reducidas que no fueron más que un complemento al que se unieron otros como el trabajo femenino, poco abundante en el hogar andaluz occidental, pero que servía para paliar de esa manera los escuetos ingresos salariares, siempre dependientes de la climatología, las temporadas o las condiciones físicas derivadas de la edad, por lo que se recurría reiteradamente a la mendicidad.
Relacionado con lo dicho, la historia social de la población conjugó la estructura del hogar no tanto con la ubicación geográfica, sino con las posibilidades económico-sociales de los habitantes de aquel. Continuando el afán de caracterizar al subgrupo de asalariados agrícolas, González Beltrán contradice con datos la estereotipada imagen del inmovilismo familiar y del hogar extenso rural frente al dinámico y nuclear urbano. Concluye que los porcentajes de tipología nuclear fueron predominantes e, incluso, superiores al de otros grupos laborales, a lo que se une, fruto de las posibilidades económicas, unas escasas dimensiones por el número reducido de hijos y la exigua presencia de parientes y agregados.
Los dos últimos objetivos se estudian en los capítulos tercero y cuarto. En el primero de ellos, incide en las duras condiciones laborales, desde la formalización del contrato temporal, por lo general oral y cerrado mediante simbólicos actos, a un salario variable tanto en la cantidad como en la forma y que conlleva grandes problemas metodológicos para su estudio, pasando por unas indefinidas jornadas laborales de acuerdo con las horas de sol diarias.
Por su parte, la historiografía centrada en la conflictividad laboral, y relacionada con la creación de una conciencia de clase, ha transmitido tradicionalmente la idea de unos grupos laborales, sobre todo los agrícolas, resignados y pasivos ante la dureza de su cotidianeidad, fruto de la asimilación del conflicto con el acto violento. Frente a esto, y como se puso de relieve desde el último tercio del siglo XX, la rebeldía de los trabajadores asalariados existió en el Antiguo Régimen, tanto en el taller artesano como en el campo, aunque la manifestación de esta fuese plural.
Así, poniendo en duda la pacífica situación del mundo rural, un acercamiento crítico a las fuentes documentales, casi siempre indirectas y con escasa participación de los demandantes, revela que la conflictividad existió, aumentando a medida que avanzó la centuria, aunque bien es cierto que se hizo la mayoría de las veces desde la resistencia pasiva y con poca organización, lo que no excluye en ciertas ocasiones enfrentamientos directos. Prueba de ello es que entre 1750 y 1800 las reclamaciones consiguieran su réplica, bien mediante medidas caritativas como el reparto de trigo o el socorro mediante limosnas, o bien, a través de la represión, percibiéndose además una subida salarial, aunque esta no supusiese, dada la inflación, una mejora del poder adquisitivo de los trabajadores del campo.
En definitiva, el autor pasa a examen constantemente el concepto, cruza fuentes de diversa naturaleza y realiza mediante un análisis crítico las preguntas exactas, logrando romper con una visión dicotómica en múltiples planos: jornalero-terrateniente; pobreza-trabajo; ámbito rural-hogar nuclear; violencia-resignación; y otorgando solidez a una obra fundamental sobre la que será necesario continuar avanzando por las sugerentes vías de investigación planteadas.
Francisco Hidalgo Fernández
Universidad de Málaga