Ortega y Gasset, José (2020), España invertebrada, Alianza Editorial, Madrid, 168 págs. ISBN: 978-84-206-8608-0

Quince años después de la primera edición de España invertebrada, su autor, José Ortega y Gasset, ya consideraba al libro viejecito. Sin embargo, la intensidad del debate político en la España de hoy y el desarrollo de los nacionalismos dotan de plena actualidad a esta obra clásica del pensamiento español reeditada cien años después.

Fruto de una serie de artículos publicados en el diario El Sol en 1920, la obra tiene un carácter eminentemente teórico y surgió a partir de meditaciones sobre la sociedad, la política y la historia con el objetivo de definir la «grave enfermedad que España sufre» en palabras del autor. Como otros escritores de su época, su reflexión se enmarcaba dentro de los escritos sobre el «ser de España» y el «problema de España» que arrancan del desastre del 98 y de la crisis interna subsiguiente y que continuaron los intelectuales de la denominada generación del 14 entre los que destacó con luz propia Ortega.

Como él mismo reclamaba, sin duda la importancia de la historia y de su conocimiento es fundamental para aquilatar en su justa medida las disputas en torno a las identidades españolas y la frontera entre verdad y ficción en los discursos de legitimación política de la España actual. Con todo, a pesar de la importancia que adquiere la historia en el libro, no puede calificarse a la obra como histórica. Más bien se trata, como reza en el subtítulo, de un «bosquejo de algunos pensamientos históricos». El autor pretende conducir al lector desde las claves del pasado para situarnos en la España de su tiempo dentro del marco europeo a cuyo futuro está inevitablemente unida.

Una parte no menor de los males que denuncia Ortega derivan de la errónea concepción existente sobre la historia de España. «Sufro de verdaderas congojas oyendo hablar de España a los españoles» por cuanto que «casi todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son ineptas» (p. 118). Y es ahí, de la deformación de los juicios sobre el presente donde radica el problema para encontrar una solución: la «aberración visual que solemos padecer en las apreciaciones del presente español queda multiplicada por las erróneas ideas del pretérito que tenemos».

Con agudeza, subyace la acerada crítica de Ortega hacia la manipulación, la falsificación y la petrificación de tópicos y sus consecuencias en la formación de la ciudadanía. Un asunto clave para comprender, por ejemplo, la compleja vertebración del Estado y la relación centro-periferia en casos como España. Pero también la importancia de poner en su justa medida la opinión sobre España y la idea de que es diferente con respecto al resto de países europeos. De hecho, en su rechazo inicial a la traducción del libro a otros idiomas de naciones en apariencia ejemplares como Francia, Alemania, Inglaterra o Estados Unidos, parece que podría encontrarse su interés por no presentar de forma descarnada las lacras de nuestra historia para evitar manipulaciones continuando la larga tradición de la llamada «leyenda negra» que perseguía a nuestro país cuando, en verdad, para él, muchos de los males eran comunes a todo el mundo occidental.

Para Gasset el momento clave para comprender la frustración de la imposible concepción de España como una empresa común fue a partir de 1580 y, sobre todo, con los denominados Austrias menores. Mientras, para otros autores como Azaña, en 1911, pocos años antes de publicarse esta obra, resaltaba la importancia que tuvo el siglo XIX. La fusión de las voluntades frente al invasor francés que supuso la Guerra de la Independencia, que podría considerarse refrendada legalmente con la Constitución de Cádiz de 1812, se vería frustrada después con la permanente crisis del Estado liberal como consecuencia de las diferentes guerras civiles que se sucedieron. La afirmación de la unidad nacional contra el rey o el enemigo exterior que fue la principal fórmula seguida en otros países europeos aquí no triunfó.

El libro está dividido en dos partes meridianamente diferenciadas, aunque en la primera creemos que se puede distinguir a su vez dos bloques, uno con un claro contenido territorial y otro social, el cual, como gozne, enlaza perfectamente una y otra parte.

Quizá las páginas dedicadas al análisis de los procesos de integración y desarticulación más emblemáticos en la historia de España a lo largo del tiempo son las que más han despertado el interés tanto en la época como posteriormente. De acuerdo a su objetivo, presta una especial atención a los problemas de integración o no de las regiones que la componen desde una perspectiva histórica para entender la situación existente en el presente desde el cual escribe. En realidad, detrás de su planteamiento deducimos una especie de juego de escalas entre lo general y lo particular, entre la situación a nivel europeo y el caso de España. Eligiendo a la nación como eje de su reflexión, analiza la crisis social y política que vive la incipiente Europa de entreguerras incidiendo en el ejemplo de España donde pone de manifiesto los procesos de descomposición y desarticulación que la caracterizan. Y esto le permite hacer hincapié en las nefastas consecuencias derivadas del excesivo protagonismo de los nacionalismos y su efecto directo en el fomento del separatismo.

En el libro se ensalza el protagonismo histórico castellano tanto en el auge como en la decadencia del proyecto nacional español. A Castilla le atribuye sus principales méritos como «escultora de la nación» y propulsora de la unión con la Corona de Aragón o la expansión americana, pero también la responsabilidad de su desintegración al preocuparse de sí misma desde su posición centralista privilegiada relegando a un segundo plano al resto de regiones: «Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho» (p. 67). Unas regiones que, por otro lado, se van desentendiendo del conjunto al primar sus intereses particulares dejando de compartir el sentimiento que les unía al resto de las partes que, juntas, componían el «proyecto sugestivo de vida en común» que era España.

Porque para Gasset España no es algo cerrado sino un proyecto que, además, es fruto de un proceso; la concibe como un sistema dinámico cuyo equilibrio surge de la necesaria contraposición entre fuerzas centrípetas y centrífugas. Cataluña, Aragón, Euzkadi, no se difuminan perdiendo su carácter de unidades vitales propias, sino que quedan articuladas como partes de un todo más amplio. Para él, al igual que en su idealizada Roma, ninguno de estos pueblos pierden su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman parte porque el ideal es «vivir como parte de un todo y no como todos aparte» (p. 48).

A partir del capítulo «Compartimentos estancos», a la hora de abordar los particularismos no pesa tanto la perspectiva territorial como la social. En concreto, señala cómo «Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales» (p. 68). Un ejemplo de cómo ha primado la imposición de los intereses e ideas particulares de los grupos y clases sociales en lugar de los esfuerzos por alcanzar el consenso, el acuerdo con los demás. Y ello donde mejor se traduce es en el desprestigio de la clase política y del parlamento como órgano de la convivencia nacional. Esto le permite al autor hacer hincapié en las nefastas consecuencias derivadas del excesivo protagonismo del ejército, de los pronunciamientos militares y de la cortedad de miras de determinados grupos de presión: «es penoso observar que desde hace muchos años, en el periódico, en el sermón y en el mitin, se renuncia desde luego a convencer al infiel y se habla solo para el parroquiano» (p. 86).

Es en la segunda parte del libro donde plasma sus ideas –luego desarrolladas en obras posteriores– sobre las relaciones entre las minorías gobernantes y las masas gobernadas. Confirma la miopía que supone creer que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas cuando lo político solo es el escaparate de lo social. De ahí que vea como algo imposible la organización política española porque «España se arrastra invertebrada, no ya en su política, sino en lo que es más hondo y sustantivo que la política, en la convivencia social misma» (p. 100). De una forma clara, es en el último capítulo, «Imperativo de selección», donde de manera sintética clasifica los males de España en tres niveles según su gravedad (pp. 135-137). En primer lugar, estarían los errores y abusos políticos, los defectos de las formas de gobierno, el fanatismo religioso, la incultura, la no propensión hacia el racionalismo, la industrialización o el capitalismo. En un segundo nivel estarían los fenómenos de disgregación y los particularismos que ininterrumpidamente han caracterizado los tres últimos siglos de nuestra historia. Y, por último, incide en lo que para él sería el verdadero mal del cual los anteriores son resultado y no causa: la raíz de la descomposición nacional está en el alma misma de nuestro pueblo, en la aristofobia u odio a los mejores, afirmación que realiza tras haber aclarado previamente que éstos no son las clases más elevadas socialmente como tampoco las masas son las económicamente inferiores.

La España invertebrada de Ortega y Gasset estuvo muy presente en los debates constituyentes de nuestra Carta Magna como lo ha estado después en el debate político la idea de España como nación de naciones. Pero la pregunta hoy es: ¿triunfará la confusión entre la representación de la realidad que supone el nacionalismo, bien centralista o periférico, con la realidad misma? Sin duda, la historia y su riguroso conocimiento como pedía Ortega será fundamental para orientar el futuro.

Rosa Ana García García-Brizuela