ISSN: 0212-5099

E-ISSN: 2695-7809

DOI: 10.24310/BAETICA.2022.vi42.15398

Velázquez, la moda y los artesanos de la Corte. Consideraciones metapictóricas en torno a Felipe IV en Fraga y el bufón el Primo (1644)

Álvaro Romero González*

Universidad de Castilla-La Mancha

Resumen

Las últimas tendencias y perspectivas de la Historia del Arte han evolucionado hacia el estudio de la indumentaria histórica como fuente de gustos, modas y mentalidades. Una de sus carencias, sin embargo, ha sido la falta de investigaciones en conocer quiénes fueron los encargados de realizar las manufacturas representadas en las pinturas regias. A través de los pagos del guardarropa de Felipe IV se pretende dar nombre a estos artesanos.

Palabras clave: Andrés Felipe IV, Velázquez, Historia social, indumentaria

Enviado: 22/09/2022 Aceptado: 21/11/2022

*alvaroromerogonzalez@hotmail.com

ISSN: 0212-5099

E-ISSN: 2695-7809 DOI: 10.24310/BAETICA.2022.vi42.15398

VELÁZQUEZ, FASHION AND THE ARTISANS OF THE COURT. METAPICTORICAL CONSIDERATIONS ABOUT FELIPE IV IN FRAGA AND THE Jester THE COUSIN (1644)

Álvaro Romero González*

Universidad de Castilla-La Mancha

Abstract

Recent perspectives developed in the field of Art History have relied on clothing as a vehicle to study tastes, fashion, and mentalities. However, the amount of research that focuses on the artisans who manufactured the clothes represented in royal paintings remains very scarce. Drawing on records of payments made to Philip IV’s cloakroom attendant, this paper aims at exploring the identity of these artisans.

Key words: Philip IV, Velázquez, Social History, clothing

Send: 22/09/2022 Accepted: 21/11/2022

*alvaroromerogonzalez@hotmail.com

1. Introducción

La Historia del Arte constituye una disciplina de trascendental importancia en la comprensión de los gustos, ideas o mentalidades históricas1. Sin embargo, su utilidad como fuente primaria ha pasado desapercibida para quienes velan por su estudio. Su funcionalidad documental ha quedado relegada en numerosas ocasiones al entendimiento de las formas de las mal llamadas artes mayores analizando perspectiva, composición y/o cromatismos. La diferenciación entre unas y otras ha correspondido a una canonización arcaica desligada de toda crítica y sentido que, sorprendentemente, ha llegado a perpetuarse hoy día. Platería, cerámica o textiles se agruparon en el común denominador que englobó a las artes menores o artes decorativas. Paulatinamente, y gracias a la ventajosa preocupación de diversos historiadores e historiadoras del arte desde mediados del siglo xx, comienzan a despejarse las incógnitas de la ecuación permitiendo quebrar una barrera de raigambre decimonónica que jerarquizó las manifestaciones artísticas. Aun tildados de auxiliares para gran parte de los estudiosos que perpetúan la elitización de la disciplina a través de las mal llamadas artes mayores, las perspectivas analíticas en las que desembocan las investigaciones de la indumentaria ocupan una finalidad práctica que incluso permite establecer la periodización de las obras2.

Para generar un progreso renovado en el estudio de la historia y la historia del arte, las pinturas deben someterse a otras cuestiones. Estas, en definitiva, deben alejarse en primer término de la vinculación estética que ha encorsetado las investigaciones conduciéndolas a un callejón sin salida. Los nuevos aportes historiográficos, por tanto, empujan a adquirir las herramientas propias de otras disciplinas para plantear nuevos interrogantes en favor de una visión dinámica, completa y compleja. En consecuencia, el uso de los lienzos de los grandes maestros como fuente primaria posibilita adentrarnos en las sociedades modernas al observar ciertos elementos desde el prisma de la Historia Social y asumiendo un criterio metapictórico que permita una transgresión.

Entendemos por metapictórico la búsqueda de aquellas cuestiones que, reflejadas en la pintura, van más allá de las premisas artísticas y compositivas en favor de un estudio social, cultural o económico. De esta forma emanan nuevas preguntas al considerar el uso de la pintura como fuente primaria para adentrarse en materias relegadas a un segundo plano a partir de los lienzos. Indumentarias, mobiliario doméstico u otras ideas atienden a la utilización de retratos u otros como fuente de información privilegiada que ha permitido visibilizar una realidad histórica como si se tratara de una fotografía.

Estas paradigmáticas vicisitudes artísticas empujan a formular nuevos interrogantes que, a partir de un retrato regio, como es el presente caso, posibiliten una nueva visión de los elementos que configuran el lienzo. Los objetivos que plantearemos en este modesto estudio parten desde una visión artística hacia una de calado social ejemplificando de qué forma se puede aplicar esta metodología metapictórica. Al identificar cuáles fueron las prendas y los encargados de vestir al monarca a través de los pagos conservados por la administración filipina, nuestra tarea principal es arrojar cierta luz sobre los puestos profesionales textiles desarrollados en la Corte durante el siglo xvii. Una cuestión simple y cuya formulación persigue generar un espectro analítico alejado del desgastado criterio estético atendiendo al sustrato social que envolvía al rey y a su amplio y plural servicio doméstico.

2. Hacia una historia social de la Corte desde la indumentaria

La sociedad cortesana de Norbert Elias veía la luz en 19693. La perspectiva de la sociología histórica se enfocó en un tiempo y espacio concreto donde el objeto de estudio posibilitó una primera visión sobre el mundo de la Corte. Como laboratorio de análisis, el entorno regio atendía a las conexiones, dinámicas y pautas de comportamiento humanas en un entorno distinguido. Hasta entonces, estas investigaciones carecían de un bagaje consolidado por el escaso interés que había despertado en el panorama europeo salvo por contadas excepciones tomadas a finales del siglo xix. En aquella España del ocaso del Ochocientos, Rodríguez Villa4 confeccionó una pequeña muestra del potencial al que aspiraban, aunque no sería hasta la centuria siguiente cuando se atendió a la dinamización de la Corte como objeto de investigación propiamente dicho.

La coordinación de distintas obras a nivel europeo en el último cuarto del siglo xx atendió a conceptualizar diversas ideas sobre la Corte5. Paralelamente a las monografías destinadas a entender el gobierno doméstico6 de las monarquías europeas de la Edad Moderna aparecían diversas contribuciones que incidían en trasladar el foco de estudio a la Monarquía Hispánica. Aunque Elliott lo apuntara en 1987 al configurarse como uno de los centros preponderantes de la Edad Moderna7, Bouttineau profundizaba en conocer el espacio más privado de Felipe IV: la Real Cámara8 que, gobernada por el sumiller de corps, permitía el acceso al espacio más íntimo del monarca. En este entorno, conformado tradicionalmente por la nobleza, se hallaban los encargados del vestir al monarca9.

Por regla general, las tangenciales aproximaciones hacia quienes vistieron a los reyes han sido propulsadas desde la Historia del Arte10. Barreno Sevillano desplazó el foco de atención de forma temprana cuando en 1974 descendió a las cotas más bajas de la Real Cámara para centrarse en el estudio de ciertos oficios que hoy en día atienden a la desazón historiográfica. A partir del análisis del retrato del bordador Juan López de Robredo realizado por Goya11, su investigación viró a estos artesanos de la segunda mitad del siglo xviii12. Años más tarde y a finales de la década de 1990, García Sierra apuntaba una temprana preocupación en su tesis doctoral sobre los empleados en el Real Alcázar13. De esta forma, se reavivó un incipiente interés que cristalizó en 2014 con pequeñas aproximaciones hacia los oficiales de manos textiles, su relación con diversas pinturas o los periodos profesionales de dichos operarios14.

La complejidad por establecer una conexión entre los artífices, la prenda realizada y su representación en una pintura es francamente notoria. La información de las cuentas palatinas, pese a la ingente cantidad de esfuerzos dedicados por los investigadores, no siempre expone los resultados esperados en la relación artífice-prenda-representación cuando ni siquiera se hallan datos en las fuentes. Contra viento y marea, algunos historiadores del arte han comenzado a preocuparse por este vínculo tan frágil y delicado que necesita de una altísima precisión y claridad documental. Por su parte, Fernández Fernández se ocupa en conocer quiénes fueron los oficiales encargados de vestir y fajar a los príncipes, infantes e infantas de la Corte durante los reinados de Felipe II y Felipe III15. Esta agraviosa metodología es seguida al otro lado del Atlántico de mano de Amanda Wunder quien, de lleno en el siglo xvii, sus últimas contribuciones giran alrededor de la Corte del Rey Planeta y en vincular de la misma forma a un artesano concreto con el pago que recibió y la representación de la prenda en un retrato16. En definitiva, un análisis metapictórico que pretende enlazar distintas realidades como la profesional, la artística y la económica.

A la tortuosa andadura entre la documentación conservada en los archivos y el extenso volumen de cuentas a consultar, se añade la dificultad de relacionar a un artesano con un encargo concreto. La tendencia generalizada parte de establecer una serie de cronologías que atienden al periodo profesional de un artesano arraigando la totalidad de la producción en un marco concreto a un artífice. Sin embargo, en ningún momento estas periodizaciones laborales deben ser tomadas como categorías absolutas cuando las modalidades profesionales son distintas17. Las probabilidades de hallar estos vínculos, por tanto, son relativamente remotas sumando a la ecuación nuevos interrogantes como el curso de vida, sus correspondientes ciclos o el tipo de relaciones generadas. La puesta en escena en el Alcázar referenciaba el life cycle servant para el momento en el que el criado real se configuraba como un miembro más de la familia donde el rey ejercía su autoridad como paterfamilias18. El heterogéneo grupo de trabajadores se compuso por hombres y mujeres jóvenes, maduros o viejos, pero también por solteros, casados o viudos. Cobra sentido, de esta forma, atender a las palabras de Hidalgo Fernández cuando se refería a la necesaria comprensión de los ciclos vitales y las relaciones establecidas en los distintos estadios que fluctuaban en función de la edad y del tiempo en la Corte19. Un rastro documental difícil de seguir, de biografías en la cuerda floja como refiere el profesor García González20, donde la reconstrucción del pasado individual, social y familiar atiende al necesario cruce nominativo de fuentes21.

Configurar una investigación de calado interdisciplinar empuja a adoptar una serie de métodos y cuestionamientos novedosos que faciliten nuevos interrogantes. Por tanto, preguntas simples como quiénes vistieron a los reyes implica problematizar cuestiones sociales como el trabajo, las percepciones, las obligaciones y/o las ventajas de engrosar la Corte. Para responder a estas incógnitas, la metodología empleada parte de la consulta de los expedientes personales de los trabajadores, las cuentas particulares y generales conservadas en el Archivo General de Palacio y su interrelación con las pinturas de Velázquez. Lienzos que, combinados con los periodos de pagos de la Corte, empujan a clarificar los nombres de los oficiales de manos que encomendaron sus labores a vestir a la figura regia. La relación entre los documentos hallados y el uso de las pinturas como fuente primaria invitan a profundizar desde las cuestiones estéticas de la Historia del Arte a una funcionalidad que persigue atender a una historia social de la Corte.

3. Apuntes sobre la indumentaria de las pinturas de Velázquez: Felipe IV en Fraga y el bufón el Primo (1644)

El año de 1640 se convirtió en la antítesis del annus mirabilis de 1625. Las grandes gestas de las armas hispánicas quedaron expuestas en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid. Lejos quedaban los triunfos que atesora el Museo del Prado con composiciones como La recuperación de Bahía de todos los Santos de Maíno, La defensa de Cádiz contra los ingleses de Zurbarán o la Rendición de Breda de Velázquez. En contraposición, el nuevo y turbulento periodo encarrilado por la Monarquía Hispánica se inició con las revueltas catalana y portuguesa de la citada década. En tiempo de contracciones territoriales, Felipe IV vio truncada su soberanía en Portugal perdiendo uno de los reinos más importantes, pero salvaguardando las posesiones de Aragón a donde el Rey Planeta se trasladó durante la invasión francesa.

El séquito que acompañó a Felipe IV a la jornada de Aragón incluyó a Velázquez, quien se desplazó como ayuda de Cámara honorario y no como pintor22. El maestro sevillano, pese a ocupar un puesto de mayor prestigio y reconocimiento en la estructura itinerante, se vio obligado a inmortalizar al monarca cuando acudió a insuflar ánimos a sus ejércitos ante la ofensiva. Desempolvados sus pinceles, la complicación de retratar al soberano contó con un obstáculo logístico inesperado: el 1 de junio de 1644 se aderezó el retrete que se encontraba «mal parado, sin suelos y cayéndose las paredes» donde «todo el aposento era una campana de chimenea». Allí, en aquella estancia lúgubre y oscura, el rey ordenó abrir una ventana que permitió a Velázquez realizar una composición que apenas le llevó tres días23.

La pulcritud con la que el pintor sometió sus obras, trabajando de manera lenta y concienzuda, contrasta con la rapidez de la traza de un retrato que debía ser enviado con la mayor presteza posible a la Corte para exponer la efigie del victorioso rey24. Las formas geométricas predominan en una composición donde el eje triangular –cuyos vértices se componen por la cabeza y los extremos de la prenda roja– subordina al resto de elementos en busca de un equilibrio estructural complementado con otros. En lo que a cuestiones iconográficas se refiere, el lienzo reafirma la fórmula tradicional de la Casa de Austria debido a los atributos portados: el bastón de mando en su mano derecha (símbolo de autoridad militar) o el vellocino de oro sobre su pecho aludiendo a su condición de gran maestre de la orden del toisón.

El detenimiento de la pincelada en el rostro evidencia un trabajo y una minuciosidad al alcance de pocos artistas hallándose en contraste directo con la rapidez de la traza en el resto de la composición. La cuestión responde tanto a la citada premura en la que inciden Pérez D’Ors y Gallagher como a la búsqueda de otorgar el efecto deseado en donde el espectador focalizase su atención en el rostro como elemento de mayor importancia. Con exquisita sutileza, Velázquez remarcó mediante pequeños puntos blancos la incisión lumínica acentuando una serenidad en el rostro y un porte regio al que acompañan sombras muy sutiles. No obstante, el monarca aparece con una indumentaria inusual para el espectador castellano que, por regla general, acostumbró a observar a la figura regia ataviada con un protocolario negro en contraste del predominante rojo. Paradójicamente al tiempo político donde la Monarquía se encontraba inserta en la guerra de los Treinta Años, la tipología del vestido recuerda un estilo afrancesado con una casaca abierta que deja paso a los ropajes semiinteriores frente a la moda castellana.

Francia comenzaba a despuntar en la hegemónica política europea a diferencia del paulatino estrechamiento que sufrían los territorios peninsulares en la década de 1640. La subida al poder de Richelieu en 1625 configuró uno de los factores que condicionó la transformación y el auge del traje francés a través de nuevas formas más cómodas, vistosas y alegres25. La rebelión portuguesa marcó una inflexión en la evolución de la indumentaria cuando la inserción de Francia en el escenario luso impulsó la expansión de la vestimenta del norte de los Pirineos en el territorio castellano. La prenda carmesí con la que aparece representado Felipe IV en Fraga ha sido reconocida como una chamberga: una pieza exhibida por el mariscal Chamberg durante la presencia militar francesa en la Península26. Unos difusos márgenes, los de la llegada de la indumentaria gala, pero que cristalizaron en Castilla gracias a la figura de Juan José de Austria en el último cuarto del siglo xvii27.

La magnífica gala de la que se valió Felipe IV para lucir en la defensa de Lleida es uno de los elementos más llamativos del lienzo. Presentó «una dimensión inusualmente militar según los pinceles de Velázquez»28, avisando Palomino de que su representación fue «de la porción del natural […] empuñando el militar bastón y vestido de felpa carmesí»29. La prenda de felpa carmesí constituye el eje compositivo y la pieza más llamativa de la pintura. El uso del color empleado juega un papel trascendental en la pretensión comunicativa trasladada por el soberano, pues una de las posibilidades la conforma el hecho de utilizar deliberadamente los colores rojo y amarillo para aludir a la Corona de Aragón30. El uso predeterminado no es casual y no responde estrictamente a la insinuación aragonesa referida por Pérez D’Ors y Gallagher, pues la pretensión comunicativa respondería a una tipificación nacional reubicada en el terreno militar. La funcionalidad del cromatismo rojo, como un factor identificativo de la Monarquía, fue utilizada cuando la condición de monarca exigía la acentuación de la figura regia como máxima la autoridad presente31. El carmesí manifestó una tendencia de carácter nacional en el campo de batalla como símbolo, tipificación y reconocimiento de la indumentaria militar española.

La conceptualización del uso de los colores no se puede desgajar de la intencionalidad religiosa de la Monarquía que persigue transmitir un mensaje de identificación funcional con la deidad a partir de las decoraciones bordadas. La acción de los rayos del sol incidía sobre unos motivos bordados en hilo plateado que desprendían pequeños destellos blancos que se traducirían en la manera en la que la eternidad, la luz, la pureza o la esperanza emanaban del monarca. La elección de la paleta de colores no constituía una decisión baladí, pues se asoció al conjunto cromático una actuación semiótico-ritual como una puesta en escena en la que el monarca se asemejó a la divinidad remarcando su condición de primus inter pares.

Esta prenda ha suscitado un relativo interés por el llamativo cromatismo y por la terminología de la pieza generando un problema historiográfico. Bandrés Oto señala que «Felipe IV lleva un atuendo compuesto de jubón, coleto y sobreveste con cuello capilla y mangas perdidas y para sostener la espada, un tahalí en seda roja con bordados de plata» que en conjunto acompañaba al coleto amarillo abrochado con agujetas32; Cruz Valdovinos refiere que el rey vestía «ropilla con mangas a hoja abierta, roja, con bordados de plata lo mismo que a banda; el coleto de ante amarillo apenas asoma, las mangas justas del jubón son de plata pasada»33; finalmente, Giorgi remarcaba que se trataba de «un rico coleto de un llamativo color rojo, decorado de oro»34 mientras que Pérez D’Ors y Gallagher lo consideraban simplemente un abrigo o capa roja con formas básicas de bordado35.

Ilustración 1

Velázquez, Diego. Felipe IV en Fraga. 1644.

Óleo sobre lienzo. Frick Gallery, New York

Ante el problema terminológico en el que los historiadores no han conseguido alcanzar un acuerdo con las acepciones propuestas, Pellicer identificó en el siglo xvii a esta prenda como «el capote de albornoz rojo que vestía Felipe IV en una visita realizada a las tropas»36. Anteriormente, en 1611, el lexicógrafo toledano Sebastián de Covarrubias definía al albornoz como «una capa de agua africana, llamada burnusum, nombre bárbaro de los zenatas, gente belicosa, que vive en las montañas de África» y los cuales «traen los albornoces por andar siempre en la campaña»37. La descripción de la prenda propuesta podía justificarse a partir de una transferencia militar cuando durante más de ocho siglos la presencia islámica envolvió a la Península asumiendo distintas manifestaciones culturales. No es un aspecto baladí si se concibe que ciertas costumbres populares arraigaron en los reinos cristianos durante el medioevo mediante la permeabilidad cultural entre los reinos cristianos y los de taifas.

A la prolongada estancia de Felipe IV en su viaje a Aragón se sumó una comitiva regia amplia donde el monarca precisó de las distracciones típicas del Real Alcázar. A los personajes de la talla de Velázquez se sumaban otros empleados palatinos como el enano Sebastián de Morra. Pese a que la historiografía decimonónica vertiese sobre los hombres de placer del rey una burla materializada a través de la representación del maestro sevillano, bien habría que advertir que estos dependientes se hallaban asentados en nómina ocupando cargos con una función tan específica como otros. Así, Bouza Álvarez señalaba cómo «las magníficas series de retratos pintados por Velázquez son un testimonio extraordinario de la cercanía, casi familiar, que la cohorte algo enloquecida de la gente de placer tenía con las personas reales»38.

La obra del maestro sevillano, conservada en el Museo del Prado, muestra a un hombre de mediana edad sedente y mirando al espectador. Su indumentaria queda dispuesta con distintas piezas llamativas como un pequeño capote carmesí al estilo de la pintura de Felipe IV en Fraga, una valona blanca sobre sus hombros y una prenda verde que asemeja ser un tabardillo –similar al vestido por Felipe IV, cazador de Velázquez (Museo del Prado, 1632-1634)–. No es de extrañar la conjugación de parecidos entre monarca y criado real imprimiendo así una relación de proximidad, identificación y casi de emulación por parte del bufón. Al margen de ello, las prendas vestidas ejemplifican una similitud llamativa que debieron ser encargadas al mismo tiempo.

Ilustración 2

Velázquez, Diego. El bufón el Primo. 1644.

Óleo sobre lienzo. Museo Nacional del Prado, Madrid.

La guardarropa de Felipe IV, y no solo la Real Cámara, recogía quiénes fueron los artesanos encargados de elaborar las prendas para el monarca junto al precio al que ascendían las manufacturas. El retraso en los pagos configuró una pauta común en la remuneración de los oficiales de manos, más si cabe con motivo de la Jornada Real a Zaragoza. Derivado de la guerra, surgieron distintos quebraderos ante el aumento de gasto militar39 empujando a retrasar los pagos de los trabajadores hasta el año siguiente. En 1645, el bordador Gonzalo Castejón recibió «347 reales de vellón que se le acabaron de pagar de los 1.587 que montaron los dos capotes de albornoz carmesí que bordó para servicio de Su Majestad el pasado año de 1644. Uno de oro y otro de plata pasada»40. A estos se sumaban los pagos recibidos por el sastre Mateo Clemente: 31.146 maravedíes junto a los 6.256 por distintos recados como los arreglos para una ropilla de tafetán noguerada bordada con alamanes y seda negra y plata a los que se añadían unas faldillas para unos jubones blancos. Otros, como los calceteros Mateo Solís y Juan de Ayala, obtuvieron 19.040 maravedíes mientras que el jubetero Antonio Rodríguez recibió 8.160 maravedíes por las distintas prendas. Por su parte, el guantero zaragozano Antonio Casanova recibía por los trabajos de olores y joyería 3.218 reales de vellón a los que en último lugar se sumaron los 584 reales que recibió el sombrerero Gaspar Ruiz41.

Los pagos de la administración palatina exponen unos nombres anónimos orillados por las pautas analíticas de la Corte. Trabajadores silenciados por una historiografía que ha centrado sus inquietudes en la reproducción de unas premisas centradas en el calado institucional y alejadas de la comprensión del amplio grupo no privilegiado que configuró la estructura cortesana. El ejercicio de sus funciones, por tanto, se establecía dentro de una estructura ocupando un puesto profesional dentro la jerarquía a la que, como operarios regios, acompañaron una serie de retribuciones al emplear su fuerza de trabajo. Por tanto, atender a quiénes vistieron a los reyes empuja una investigación desde la Historia del Arte hacia la Historia Social y cuyo principal fin es comprender el trabajo de estos empleados.

4. Visiones metapictóricas a partir de los oficiales de manos. De la Historia del Arte a la Historia Social del Trabajo en la Corte

El cardenal Commendone, durante la segunda mitad del siglo xvi, consideró la necesidad de diferenciar a quienes residían de quienes trabajaban en la Corte excluyendo de la condición áulica a quienes desempeñaban ocupaciones viles y mecánicas42. Sin embargo y apenas unos años más tarde, Covarrubias recogía en su Tesoro de la lengua castellana de 1611 cómo el espacio palatino quedaba integrado por «gentes de diversos estados y calidades»43 aunando a quienes daban forma a este espacio. Al margen de los oficios de mayor renombre que quedaron integrados por la nobleza, en este espacio se encontraban aquellos de menor relevancia con unas funciones mundanas y alejadas del prisma político. Cardim apuntaba a la presencia de un grupo muy numeroso en el servicio doméstico de la Casa del rey estableciendo la tradicional división entre oficios mayores y menores. Los primeros asumían una responsabilidad tácita basada en su posición en la jerarquía de la sociedad de la Edad Moderna; los oficios menores, en contraposición, se vincularon con aquellos de calado mecánico u otro tipo de labores banales44.

Los trabajadores del Real Alcázar en 1623, como atestiguó Elliott, englobaban un total de 1.700 cargos destinados a la servidumbre palatina45. La Cámara, constituida como el espacio físico y simbólico más privado de la figura regia46, quedaba encabezada por el sumiller de corps acogiendo a todos los trabajadores que atendían las necesidades personales del monarca: «desde los 100 gentileshombres que se turnaban para vestir al rey hasta los barberos de corps que le afeitaban»47. Por debajo de estos en la jerarquía del gremio palatino se hallaban los médicos de familia, cirujanos, algebristas, sangradores, aposentadores y músicos donde, entre tantísimos empleos, también se hallaban «toda clase de oficiales de manos»48. La denominación documental englobó a varios de los oficios artesanales que atendían las necesidades indumentarias del monarca: bordador, gorrero, pasamanero, calcetero, sastre, pellejero o zapatero entre otros49. Todos los trabajadores que accedían a un empleo y engrosaban la dependencia palatina siguieron un cursus honorum que les permitió asentarse en una de las dependencias regias50. Esta problemática, sin embargo, no ha pasado desapercibida para la historiografía europea cuando Raeymaekers y Derks afirmaban lo siguiente: «‘access’ was an important factor in constantly changing power relationships, it has still proven difficult to designate general characteristics and norms»51.

La designación de un nuevo oficial de manos comenzaba cuando una plaza quedaba vacante, siempre y cuando no estuviera reservada previamente52. Por norma general, el acceso a los cargos de Palacio se redujo a dos circunstancias: el disfrute de la confianza de un patrón en el Alcázar o pertenecer a alguna de las familias encargadas de satisfacer las necesidades del monarca53. Jurado el cargo palatino, las disposiciones de la máxima autoridad de la dependencia se transmitían por vía administrativa al Bureo54. La maquinaria del gobierno doméstico, para con sus empleados, empujaba a la adopción de un canon diferenciador que materializaba la recién adquirida condición: el título de criado real designaba la ocupación correspondiente en Palacio55 y junto a ello la obligación de instalar en la puerta de su respectiva tienda las armas reales acreditando su vinculación a la institución cortesana56. El puesto al que se accedía, en consecuencia, irradiaba un carácter vitalicio que apuntalaba profesionalmente al oficial de manos durante el resto de su vida. Sin embargo, es necesario precisar sobre la existencia de una difusa estructura paralela e invisible en la que convivían y competían desigualmente los empleados interinos y titulares, sumando de la misma forma la diferencia entre hombres y mujeres.

Las diferencias entre géneros implican asumir la existencia de unas barreras cuando estas partían de la masculinización y la feminización de los distintos oficios; es decir, puestos destinados a hombres o mujeres en función de su sexo. Atender a las trayectorias profesionales, como señala García González, empuja a entender el condicionamiento de género cuando las nomenclaturas se crean pensando en los hombres57. El género configuró un impedimento en el acceso a los recursos (empleo y beneficios de ingresar en la Corte) para las mujeres al no ser recibidas por los hombres como equal partners58 en los oficios masculinizados. La reclusión en la jerarquía vertical de Palacio imprimía una segregación que empujaba a las mujeres a verse empleadas de manera residual en un espacio productivo determinado por la estructura en base a su sexo. No obstante, el problema que debía afrontar la estructura habsbúrgica era el de canalizar las relaciones profesionales entre hombres y mujeres dentro del Alcázar. Por tanto, la permeabilidad ante la segregación en los espacios masculinos se diluía al despejar la incógnita del ciclo familiar femenino en la ecuación profesional.

La condición de soltera o viuda configuró una trayectoria profesional durante un periodo de tiempo delimitado por el inicio o el fin del matrimonio. La mujer soltera que contraía nupcias y que recibía el cargo palatino a través de una merced dotal de empleo59 favorecía la inserción del varón en un espacio de prestigio. Por contraposición, la viudedad posibilitó el ingreso de la mujer en aquellos espacios masculinizados cuando el lazo entre hombre y mujer constituía el mecanismo que permitía reproducir institucionalmente los empleos en el seno familiar. Estas dinámicas empujaban a atesorar los cargos mediante distintas estrategias que llegaban a tasas de reproducción del 80 % en el caso de las familias de bordadores durante el siglo xvii60.

El trabajo que llevaron a cabo los empleados de la Corte se repartía en distintos periodos de actividad que no requerían una dedicación extensiva en el tiempo. En el contexto europeo, Farr recogía para la Francia moderna una horquilla de 220-260 días laborales61 que se asemejaban a los ritmos madrileños con unas cifras similares. Agua de la Roza y Nieto Sánchez señalaban una división semestral donde se superponían dos calendarios dependiendo de la naturaleza profesional de los trabajadores: de la Corte o de la Villa. Así, los empleados en el tejido palatino se encuadraban en el ritmo de la Casa Real: sumando las 32 fiestas de Corte celebradas en 1750, las 26 de obligado cumplimiento y los 52 domingos, los artesanos trabajaron un máximo de 255 días, o lo que es igual a una semana hábil de 4,9 días62.

La jornada profesional al servicio de la Corte se extendía entre diez y doce horas. Por ejemplo, los obreros contratados para edificar el monasterio del Escorial en la segunda mitad del siglo xvi trabajaron en dos horarios distintos según la época del año. En verano se extendía entre mayo y septiembre: los trabajadores entraban a las seis de la mañana y paraban a las once; seguían de una a cuatro, descansaban media hora y continuaban hasta la puesta de sol. Durante el resto del año se empleaban desde las seis de la mañana hasta medio día, descansaban una hora y seguían hasta la puesta de sol63. Para el caso de los constructores del Palacio del Buen Retiro, Brown y Elliott recogían que en verano los trabajadores llegaban a las seis de la mañana afanándose de manera ininterrumpida hasta las once, seguido de un descanso de dos horas para el almuerzo y «la siesta lejos del calor del mediodía». La más que posible visión estereotipada expuesta por el estadounidense y el británico se completaba con un horario que continuaba entre la una y las cuatro de la tarde al que se unía un descanso de una hora que continuaba hasta la puesta de sol. En invierno, en cambio, se extendía desde las siete de la mañana hasta la puesta de sol con un único descanso al mediodía64.

Los sastres, al igual que el resto de los empleados textiles, repartían su actividad en turnos de seis meses como se venía realizando desde la época de Felipe I65. La similitud entre el desarrollo de los artesanos de la villa y los de la Corte asemeja una asombrosa aproximación en cuanto a la división de la temporalidad semestral al comparar los datos de García Sierra y los de Nieto Sánchez. El empleo de la fuerza de trabajo de los artesanos era retribuido por la estructura de Palacio de diversas formas y no siempre de manera monetaria ya que este concepto converge en una simplificación de los pagos frente a la complejidad que refieren las fuentes.

El salario líquido constituía un ingreso periódico que apenas sufrió variaciones más allá de las remodelaciones de las etiquetas palatinas. Retribuciones que, sin embargo, quedaban supeditadas a la estratificación en la estructura profesional del gobierno doméstico estableciendo a los trabajadores en una posición frente a sus compañeros y competidores66. Por ello, no percibirían el mismo salario los ocupantes de puestos fijos que los temporales, de la misma forma que existía una diferencia entre quienes participaron en la Cámara Real, la Casa Real o la Caballeriza. Adoptar una perspectiva macro únicamente a través de las diversas etiquetas empuja a la homogeneización de los grupos artesanales de trabajadores cuando las diferencias entre unos y otros fueron notables. Por contraposición, el acercamiento a una documentación de carácter micro expondrá una serie de modificaciones más próximas a la realidad cuando se establecía la negociación de un salario entre el trabajador y el máximo jerarca del gremio palatino67.

Rodríguez Villa recogía a finales del siglo xix en su primitiva Etiquetas de la Casa de Austria las particularidades retributivas de los oficiales de manos. Utilizando como fuente principal esta tipología documental señalaba que «el sastre tenía nueve placas y sus obras pagadas, lo mismo el calcetero, bordador, pellejero y zapatero; el gorrero cuatro»68. Recientemente, Mayoral López recogía las premisas de Sigoney cuando afirmaba que el sastre gozaba de nueve placas de gajes y el pago de sus obras, aunque en las etiquetas de 1647 se señaló que el oficial «tenía diez placas de gajes diarios además del pago de sus obras, también mediante libranzas del sumiller»69.

Tabla 1. Comparativa de los salarios líquidos de los artesanos textiles a partir de diversas fuentes documentales expresados en maravedíes (1562-1700)

Empleo

Etiquetas

Nóminas

Expedientes

Bordador

36.500

33.210

33.706

Gorrero

29.200

36.900

5.000–14.600

Sastre de Cámara

36.500

38.850–33.210

32.850

Sastre de Caza

62.052

12.00–11.700

12.000

Sastre de la Guardarropa

14.300

NS/NC

17.000

Zapatero

36.500

33.210

17.000–32.850

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Desde las etiquetas de 1562 hasta las de 1617, junto a las cuentas conservadas en el Archivo General de Palacio, se observan ciertas disparidades en cuanto a las retribuciones líquidas por parte de los trabajadores textiles durante más de un siglo. Por una parte, las etiquetas reflejan una homogeneidad acorde a las pautas palatinas y cuya desviación más sobresaliente es la del sastre de la guardarropa. Por otra parte, las nóminas muestran cifras alejadas de lo que las etiquetas disponían al referir diferencias de hasta 3.000 maravedíes de pago anual, senda demostrada en los expedientes.

Los registros horizontales de la tabla refieren ciertas desigualdades en los comportamientos de las etiquetas, las nóminas y los expedientes a nivel genérico. Analizando particularmente ciertos casos, el de los bordadores quedó estable, dentro de unos márgenes, como un grupo profesional específico. Sin embargo, el sastre de la caza percibía una cantidad que desde las nóminas o los expedientes refería una retribución monetaria más escasa. Paradójicamente, el momento de inflación experimentado por la Monarquía desde finales del reinado de Felipe II, y vigente durante el siglo xvii por las políticas imperialistas de la familia Habsburgo, convivía con la pompa del Seiscientos. Sin embargo, la devaluación de los salarios a partir de los expedientes atendía a un factor de jerarquización palatino donde aquellos más próximos al monarca obtendrían una mayor remuneración al ser este espacio el más íntimo y privado. La seguridad de la figura regia, por tanto, obligó a la administración a configurar un pago de mayor volumen para salvaguardar la integridad física del rey.

Valores en la remuneración líquida que, sin embargo, exponen un problema en cuanto a la igualdad en la percepción de un salario entre hombres y mujeres. López Barahona refería que la Casa Real se imponía como el mayor centro de empleo público de la capital con unas percepciones salariales que dependían de la ocupación jerárquica70. Como espacio público, la Corte debería asegurar la igualdad entre hombres y mujeres pese a la perpetuación de unos roles de género que empujaban a la segregación entre sexos. Al contrario de lo sucedido en la Villa71, las retribuciones entre unos y otras se constituían de manera igualitaria, precisamente, por la característica pública de la institución. María de los Mártires y Arce comenzó en el cargo de guantera de la caza en un grupo profesional masculinizado tras el fallecimiento de su marido Bernardino Gómez de Arce el 28 de noviembre de 166372. En definitiva, las nóminas de 1661 referidas al trabajador englobaron un total de «9.700 maravedíes de su quitación de todo el dicho años» y que configuró la misma que percibía su mujer en 166673.

Las remuneraciones en especie completaban la otra vía retributiva al margen de los salarios líquidos fijo (salario) y variable (pago por las obras encargadas). Tres fueron las principales vías de cobro no monetario que pudieron o no disfrutar en función del puesto ocupado en las microestructuras y su correspondiente jerarquización, bien en función de la llevada con la máxima del gremio palatino, de su puesto paralelo como interino y no como titular o mediante la negociación de estos. Para quienes engrosaron la Real Cámara estos pagos pudieron sumarse la casa de aposento, el médico y la botica74.

Aposentar a los criados reales constituía una regalía de origen medieval, un derecho emanado directamente del rey que consistió en el alojamiento forzoso del monarca, su familia y su séquito. Pese al carácter temporal en el que el rey permanecía en un espacio físico concreto, la estacionalidad de la Corte en Madrid desde 1561 lo convirtió en una imposición permanente75. Estas exigencias de carácter civil empujaron a los habitantes de la Villa a adoptar una serie de resistencias como las casas a malicia. La falta de homogeneidad en la apertura de vanos de distintos tamaños abiertos en las fachadas de los edificios desconcertó a unos aposentadores que no conocerían ni descifrarían la distribución espacial del interior de la vivienda. A la falta de exactitud de la disposición de esta se sumaron ciertos conflictos ante la larga lista de espera y las quejas de los propietarios junto al elevado número de servidores que solicitaron esta regalía76.

Los otros dos tercios correspondían a la atención médica de los trabajadores: médico y botica. Las labores de los médicos pasaban por visitar a todos los criados reales enfermos realizando las prescripciones correspondientes para mantenerlos con salud. Cuando el diagnóstico era desfavorable y el oficial de manos precisaba de una cura, los galenos firmaban unas disposiciones que eran entregadas a los boticarios reales para su dispensa exclusiva a los enfermos indicando fecha, oficio y domicilio77. Incluso, si uno de los trabajadores contraía alguna enfermedad infecciosa relacionada con algún tipo de plaga, las obligaciones de los médicos de familia pasaban por comunicarlo al mayordomo mayor y guardar el secreto para frenar una histeria colectiva78.

5. Conclusiones

Las investigaciones relacionadas con la historia de la Corte aún deben esclarecer aquellas cuestiones vinculadas al amplio grupo de trabajadores que la conformaron. A través de diversas perspectivas, las posibilidades analíticas crecen exponencialmente si se aplican diversos criterios que persigan la interrelación de un conocimiento. Desde la Historia del Arte, cuestiones tan simples como quiénes vestían a los reyes se convierten en nuevos paradigmas de estudio completamente desconocidos para la historiografía. Más si cabe, cuando los criterios asumidos en este espacio de prestigio han redundado en los grupos y élites de poder en contraposición a los empleados más silenciosos de Palacio.

La utilización de herramientas como las pinturas, en su condición de fuente primaria, evoca una posibilidad analítica alejada de las premisas estéticas. De esta forma, atender a criterios metapictóricos –es decir, más allá de la pintura– empuja a problematizar otra serie de cuestiones como conocer quiénes fueron los encargados de vestir a los monarcas. Las cuentas conservadas exponen los nombres silenciados de unos trabajadores que desempeñaron sus ocupaciones al servicio de la Monarquía. En este sentido, la Historia del Arte continúa realizando inconmensurables esfuerzos por relacionar pintura–prenda–artífice y cuyos vértices evocan una dificultad sobresaliente.

Las perspectivas macro alrededor de las etiquetas de Palacio han generado una homogenización en cuanto en cuanto al grupo de criados reales relacionados con el textil. A través de una perspectiva micro observamos las enormes posibilidades de análisis cuando las escasas fuentes se constituyen de manera heterogénea en función de cada oficio, más si cabe cuando separamos las tres dependencias más importantes (Casa, Cámara y Caballerizas) y observamos el salario líquido de cada uno de ellos. Cuestiones, aún sin resolver, pero que avanzan en el conocimiento de un grupo orillado por la historiografía al conocer no solo sus nombres, sino también de qué manera trabajaron al servicio de la Monarquía Hispánica.

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1. Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación de I+D+i Familia, dependencia y ciclo vital en España, 1700-1860, [referencia PID2020-119980GB-I00] financiado por MCIN/ AEI/10.13039/501100011033/ dirigido por Francisco García González (Universidad de Castilla-La Mancha) y Jesús M. González Beltrán (Universidad de Cádiz).

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