ISSN: 0212-5099
E-ISSN: 2695-7809
DOI: 10.24310/BAETICA.2021.vi41.13387
VOCES Y SILENCIOS DE ROSARIO DE ACUÑA
Elena Hernández Sandoica*
Universidad Complutense de Madrid
RESUMEN
Importa en la escritura biográfica conocer las fases primeras del andamiaje intelectual y sentimental de un sujeto, en este caso nuestra escritora Rosario de Acuña (1850-1923). En sus textos autobiográficos ella misma proporciona datos sobre su infancia en el medio familiar, los cuales utilizamos al ocuparnos de su vida y obra y enlazamos, sin apenas cesura, con el éxito teatral de su juventud, temprano y sorprendente. Desde la historiografía destacamos, con todo, su posterior inserción en el universo complejo del pensamiento y la acción librepensadores, republicanos y masónicos, donde destaca su insistente palabra a favor de la mujer. Apenas disponíamos, sin embargo, de relatos sobre su obra de juventud –poesía sobre todo– que, desmenuzada y ordenada en el tiempo, nos permiten seguir la formación conflictiva en la joven Rosario de una estructura emocional muy sensible, observadora y reflexiva, no solo acorde a las pautas literarias románticas que, aunque tardías, seguían rigiendo en parte la producción femenina de los años 60 y 70 del XIX; sino también –en ruptura visible con sus creencias religiosas primeras– testimonio de una naturaleza sentimental aquejada de preocupaciones existenciales muy profundas relativas a la presunta inmortalidad del espíritu, la aspiración a un grado de humanidad superior (el genio) y la durabilidad de la creación cultural.
PALABRAS CLAVE: Rosario de Acuña, biografía, escrituras españolas del siglo XIX, dualidad alma/cuerpo, espiritualidad romántica
Enviado: 01/09/2021 Aceptado: 25/10/2021
*elenahs@ucm.es
VOICES AND SILENCES OF ROSARIO DE ACUÑA
Elena Hernández Sandoica*
Universidad Complutense de Madrid
ABSTRACT
In biographical writing, it is important to know the early stages of the intellectual and sentimental scaffolding of a subject, in this case our writer Rosario de Acuña (1850-1923). In her autobiographical texts, she herself provides information about her childhood in her family environment, which we use when dealing with her life and work, and we link, with little interruption, to the early and surprising theatrical success of her youth. From the historiographical point of view, however, we emphasise her later insertion into the complex universe of free-thinking, republican and Masonic thought and action, where her insistent advocacy of women stands out. However, we hardly had any accounts of her youthful work ‒poetry above all‒ which, broken down and ordered in time, allow us to follow the conflictive formation in the young Rosario of a very sensitive, observant and reflective emotional structure, not only in accordance with the romantic literary patterns which, although late, continued to govern in part the female production of the 1960s and 1970s; but also ‒in a visible break with her early religious beliefs‒ testimony to a sentimental nature afflicted by very deep existential concerns regarding the presumed immortality of the spirit, the aspiration to a higher degree of humanity (genius) and the durability of cultural creation.
KEY WORDS: Rosario de Acuña, biography, 19th century Spanish scripts, soul/body duality, romantic spirituality
Enviado: 01/09/2021 Aceptado: 25/10/2021
No resulta fácil reconstruir la vida entera de Rosario de Acuña (1850-1923)1, a pesar de todo el esfuerzo reciente por reparar el olvido al que condenó a la escritora aquella maldita obsesión del franquismo por borrar todo rastro de masonería y librepensamiento en España2. Fue la suya una vida inusual, acaecida contra todo pronóstico de acuerdo con sus orígenes familiares y contexto social, porque fue una vida construida empecinadamente de forma original y subjetiva por la propia Rosario, que quiso además contarla a sus coetáneos en pequeñas entregas, lo cual resulta hoy un tesoro impagable para quienes se acercan a su figura. Como mujer valiente en la España de su tiempo (destacada entre otras, cuya intrépida acción vamos conociendo cada día más intensamente), inesperada ante los contemporáneos su osadía en defender justicia, verdad y libertad, fue la suya una vida que brilló con luz propia en un universo masculino muy conservador y dominado por la Iglesia, siendo sorprendente y seductora su obra escrita por la viveza y emotividad que desprende3, rupturista y radicalmente combativa en la defensa de una feminidad que aspira a ser moderna, autónoma e igualitaria, mas sin abandonar del todo pautas de tradición y españolidad.
1. EL HACERSE DE UNA VOZ DE MUJER
Conocemos ya mucho de la obra de Rosario de Acuña, también de la familia en la que nació y se crio, de las redes de sociabilidad burguesa conservadora en que se instaló por nacimiento4, y también de cómo las fue abandonando para integrarse en otras formas de vida y relación, librepensadoras y republicanas5. Sabemos de esa amarga condena a que fue sometida su memoria, tras su presencia sonora y controvertida en el tiempo que le tocó vivir: como autora y como masona, como «republicana sin república», como reconocida feminista y filosocialista en sus últimos años… Pero Rosario de Acuña, convertida en librepensadora de manera espontánea antes de que ella misma conociera el sentido del término como encuadre social y político, mujer obsesivamente reflexiva y «letraherida» desde niña, figura pública extrañada y «maldita» por su condición de masona y heterodoxa en tantos aspectos de su vida, en fin, seguramente permite todavía aproximaciones matizadas a su vida y su obra, lecturas reposadas de un rastro de experiencias políticas e intelectuales que, a pesar de la luz que podemos prestarle desde el presente, se aleja de nosotros ya veloz6.
Por falta de otras fuentes, apenas se ha trabajado hasta aquí su obra de juventud –poesía sobre todo es lo que poseemos–, y esa poesía, que aquí hemos de tratar, nos deja ver sus conflictos emocionales sobre todo, expresados en un estilo romántico tardío que, por temperamento, Rosario de Acuña no abandonará nunca. Podremos ver ahí, igualmente, algo sobre la quiebra de sus creencias religiosas, pero todavía no podremos llegar a saber cómo las sustituyó de hecho, como los demócratas y republicanos del Sexenio, por una fe deísta que, conservando la inmortalidad del alma –a pesar de sus dudas y sus vacilaciones–, iría mezclándose con planteamientos cientifistas de progreso que, en sus primeros momentos, centró en el «genio» y la pervivencia de las obras creadas por él. La preocupación obsesiva de la muerte que veremos en muchas de sus poesías primeras va ligada, en consecuencia, al deseo de perfeccionamiento personal y al deseo de durabilidad de la creación cultural.
De una lectura atenta de la obra de Rosario de Acuña, del seguimiento de sus escritos reposado y «ordenado en el tiempo», en textos tan abundantes como de naturaleza dispar, y lo mismo que ocurre con otros personajes de la época en los márgenes de la ortodoxia –en especial mujeres, pero no solo–, podemos obtener imágenes y representaciones alternativas a las líneas de interpretación dominantes. En nuestro caso es preciso, descomponer un tanto la imagen que prevalece de Rosario de Acuña, fragmentar y reconstruir luego el perfil trabajado a lo largo del costoso proceso de recuperación de su memoria iniciado a finales de los años 60 del siglo XX y que culmina, ya en los albores del tercer milenio, con la imponente y decisiva publicación de las Obras reunidas de Acuña por el lamentablemente recién desaparecido José Bolado7. De algunas contribuciones anteriores, y sobre todo de los trabajos derivados de ese esfuerzo imprescindible y esencial –que disipa errores sobre la escritora y despliega su obra en abanico–, emergía el impacto del perfil humano y político de Acuña que compuso a su vez, al editar algunos de sus cuentos y artículos, en la II República8, la periodista socialista Regina Lamo Jiménez, amiga personal de la escritora y ella misma activista cultural9. Corría por entonces la década siguiente a la muerte de Rosario de Acuña en Gijón, cuando contaba 72 años, y a ese perfil cercano al socialismo que allí iba a definirse por Regina se incorporó después el testimonio personal de unas pocas mujeres que la conocieron de jóvenes y vivían aún10.
La íntima conexión entre vida y obra que se traba y anuda en Rosario de Acuña no será lógicamente una excepción, pero sí merece la pena subrayarse de entrada y ser tenida en cuenta al abordar el afrontamiento de su rastro. Rosario escribió mucho, y hablaría aún más posiblemente –hay pistas importantes sobre su habla y su conversación–, pero sus silencios, que son muchos, distan de carecer de importancia. Creo que se impone prestar oído a esos silencios –lo «no dicho» por Rosario de Acuña o dicho «a medias», así como la escucha del habla soterrada o en segundo lugar–, porque quizá, si no tan elocuentes como la palabra más fuerte y expresiva puesta sobre el papel, nos permitan interpretar mejor el sentido de aquella. Así, al contrario que otras escritoras –caso paradigmático el de su contemporánea Julia Codorniu–11, Rosario no aireó ni escribió nunca nada significativo a propósito de su separación matrimonial, sobre qué heridas o desavenencias la originaron (no hay certeza absoluta de aquella presunta infidelidad del marido, Rafael de La Iglesia, por lo demás probable en un marco moral que incluso la alentaba). Tampoco proclamó Rosario de Acuña aspiraciones a un divorcio civil –ni acudió al eclesiástico–, aunque sí hay constancia de que la suya fue una separación con cláusulas que no alejaban por completo a los cónyuges, aunque ese alejamiento acabaría dándose en 1887); ni mucho menos parece que revelara Acuña expresamente cuál era la naturaleza de su relación con Carlos Lamo, el joven que la acompañaba y con el que convivía desde finales de los años 80, pero eso sí, sería cada vez más consciente –y escribió sobre ello– de la necesidad de un cambio general de las leyes vigentes respecto al matrimonio y las relaciones de pareja en materia civil y social. Tampoco dejó dicho por qué iba a escapar –y no una sola vez–, de la estricta obediencia masónica, que subordinaba a las mujeres (aunque podamos inferir su rebeldía ante ello), si bien nunca dejó de luchar por los valores y principios de la fe que jurara –es más, los respetó cuidadosamente en cuanto a la defensa del papel crucial de la mujer en el ámbito familiar, como educadora y como madre–. A la vez, sin embargo, alentó a las mujeres de liberales y republicanos a trascender aquella dependencia y sumisión.
En este sentido, acaso conflictiva en un principio su relación con las mujeres que sí aceptaban en cambio esa dependencia, tampoco aclaró Hipatia –acogida entusiásticamente en la logia Constante Alona de Alicante, en 1886–, por qué fue tan esquiva ante el admirativo ofrecimiento de amistad que le llegaba de su «hermana» Mercedes Vargas, que de seguro habría jugado un papel principal12, y mucho menos ofrecería razones acerca de su inveterada resistencia al asociacionismo femenino, hasta que poco a poco fuera aceptándolo y entablando verdaderas relaciones de amistad con otras mujeres, que aspiraban a lo mismo que ella y, a la vez, la admiraban por sus dotes de oradora brillante, poseedora como era de un verbo capaz de conmover y seducir. Y, en fin, ¡qué escasas nos resultan –hasta llegar a la vejez– sus palabras de aprecio y de cariño en el espacio público por esas mujeres que, por su parte, tanto la respetaron y quisieron, y a las que ella quiso, antes o después, sin duda a su vez…! Ángeles López de Ayala, con la que estableciera en 1888 el pacto perpetuo de laicismo que tanto nos conmueve, devolvería generosamente el revés del espejo emocionado de aquella relativa asimetría, y es que la propia Ángeles, o Amalia Domingo desde muy pronto también, pusieron su aprecio y su cariño sobre el papel con mucha más frecuencia que Rosario: «¡Qué buena y qué justa eras, Rosario de Acuña!», escribe Ángeles en la necrológica de Rosario de Acuña en El Motín, en mayo de 1923.
Con todo, la intimidad y el reconocimiento por ambas partes es indudable que se hizo realidad con el paso del tiempo y el ir compartiendo experiencias y acciones, y fue una realidad el esforzado apoyo de una Rosario de Acuña ya muy golpeada por la edad, a la joven socialista Virginia González en su mitin de Trubia13. Por otra parte, si en un tiempo había discutido, como otras pioneras de la presencia pública de la mujer, la oportunidad del sufragio femenino, cuando de la mano de la propia López de Ayala, y en el seno de la Sociedad Progresiva Femenina cambió de idea y vio su conveniencia, «gladiadora» del todo al fin–, Rosario no nos dice por qué, no entra a explicar ese giro, que por lo demás imponían los tiempos…14. En fin, sin agotar el cupo de los silencios de Rosario de Acuña, podríamos pensar que el más altivo y doloroso, quizá algo cruel, fue acaso aquel en que, después de cerrarse y callar, reaccionó ofendida ante una petición de aclarar sus creencias que a la librepensadora le hacía Violeta, Consuelo Álvarez, muy joven entonces pero ya iluminada por el espiritismo, desde las páginas de La Luz del Porvenir15. Ofuscada, velaba quizá Acuña su propio desconcierto ante la variedad de posibilidades y matices que le ofrecía aquel universo de ideología y posturas morales y políticas que la inundaba como una nebulosa, y solo acierta entonces a reiterar su asunción subjetiva –previa a su ingreso en Las Dominicales del Libre Pensamiento– del principio ortodoxo de la perfectibilidad individual:
Suplico, de todos modos, la inviolabilidad de mi conciencia. Repito que aún no he muerto. Para juzgarme, si merezco juicio, espérese a que los cielos de mi vida se cierren sobre mi sepulcro; entonces estará terminada la evolución de mi inteligencia terrenal; entonces estará cumplida con exactitud de límites la misión que se relacione con mi personalidad sea la que fuere; entonces se podrá aquilatar en todo su esplendor, o en toda su negrura, los pensamientos manifestados por medio de mi pluma. Hoy aún no estoy terminada…
De ahí saldría aquella afirmación de su persona que tantas veces hemos repetido, porque se aviene bien con nuestra sensibilidad contemporánea: «Una mujer que siente y piensa, que medita y habla, que busca y pregunta, que vive y cree, que duda y ama, que lucha y espera… he aquí lo que yo soy». Sin embargo, con una confirmación tan expresa de su indudable modernidad, no respondía Rosario a las expectativas espiritistas de Violeta.
Destaca en cambio la potencia asertiva de Rosario de Acuña en materia de igualdad educativa como vía de afirmación personal, y fue sobresaliente su contribución a la toma de conciencia de otras muchas mujeres, que desde dentro de la masonería y/o del socialismo, se mostraron sensibles a esa voz tan enérgica como contradictoria, y –por qué no decirlo– ambigua a veces, o no suficientemente clara, como Violeta ve con lucidez. Y admira aún la capacidad de Rosario de Acuña para emprender personalmente el trabajo en el campo, y para incitar a asumirlo a sus congéneres, no solo como vía de independencia personal y de aportación al sostenimiento familiar, sino también como contribución a la «regeneración» nacional16, una idea que se halla en estrecha combinación con la expresión patriótica que tiene su teatro17. El hecho de acercarse a las filas del republicanismo liberal y demócrata, como sabemos18, supuso para Acuña un coste personal que no temió, coherente como era con su asunción temprana de la idea de libertad que trató de encarnar en su propia conducta, siempre pendiente de los otros dos principios revolucionarios y masónicos, igualdad y fraternidad. Un reclamo constante de verdad y justicia puntea así los escritos de Rosario de Acuña, destilando esa santidad laica que, para cuantos la admiraron, sería el resumen de su vida al final, contrastando con la maligna atribución de bruja con que, por el contrario, la vapulearon sus enemigos clericales.
Pero hay también otras voces, apagadas o en plano secundario, en la obra escrita de Rosario de Acuña que acaso puedan ayudar aún a descifrar incógnitas, y que han sido señaladas ya en la literatura especializada, aunque no hayan sido exploradas a fondo quizá. Una de esas voces aparece muy pronto en la vida de Acuña –lo hemos de ver aquí detenidamente–, está ligada a su temprana admiración por la naturaleza como escenario de recreación permanente de la vida y la muerte (una preocupación que desembocaría después en sus conocidas aproximaciones higienistas y médicas: en especial frenología y oftalmología), y va combinada con otras experiencias ligadas al cuerpo propio, aspectos todos ellos desbrozados por José Bolado en su pionera aportación biográfica al estudio de Acuña y desarrollados más tarde en aproximaciones de autoría diversa. Como ha venido a destacar con mucho acierto Solange Hibbs19, la preocupación por aspectos médicos a lo largo de las primeras cinco décadas de la vida de Acuña es esencial, abierta siempre su mente a aquellas cuestiones y polémicas más decisivas sobre ciencia que marcaron las décadas del fin de siglo y el comienzo de la inacabable –e inacabada– regeneración. Pienso a mi vez que esa inquietud intelectual, y al tiempo actitud práctica, de la escritora se halla también ligada a su obsesión temprana por la muerte y por el carácter perecedero de todo ser vivo que, junto a la valoración del daño físico –el dolor y la enfermedad–, marcarían a Rosario desde niña. Son notas que, en su poesía de los años primeros, no solo constituyen una afección romántica de gusto estético y de elección moral (una elección tardía en términos generacionales literarios si se quiere, pero característica no menos real), sino que es también manifestación de un sentir hondo y fecundo en emociones que, a partir de la experiencia vivida y desde ella, va a convertirse pronto en la joven Rosario en una idea recurrente, que inspirará casi de modo permanente su manera de ver el mundo y su actuación.
Christine Arkinstall ha desbrozado con maestría la madeja de emociones que, ante la muerte del padre, Felipe de Acuña y Solís, llenó el alma de una Rosario de 32 años en 188320. Era la suya, muy posiblemente, una estructura emocional proclive de antemano a ese derrumbamiento y a la transformación de personalidad que le siguió; una estructura que se habría forjado en la adolescencia a través de sus conflictos propios, con un grado alto de tormento interior a la vez que de información ideológica recibida de fuentes muy diversas y cuya complejidad y labilidad habría de facilitar, llegado el momento, la transición de Rosario de Acuña hacia el mundo poliédrico del librepensamiento y la masonería. Quizá no hayamos elaborado aún suficientemente, al abordar aquella vida que sostiene y modula una obra transparente, como es la suya, el impacto emocional que en su día debió causar en la niña y la adolescente de extrema sensibilidad que debió ser Rosario el conocimiento temprano y asiduo de la enfermedad y su posible fatal desenlace, un temor tan vivo e inquietante por su papel perturbador como misterioso en cuanto a su causalidad y su razón. La secuencia constante de vida y muerte en la naturaleza, observada por ella tan de cerca y con tanto mimo y cuidado, se sumaría al hecho de percibir la alta probabilidad de muerte que, en su tiempo, entrañaba todavía cualquier caída o recaída en los males del cuerpo, con independencia de su etiología, aquel alto riesgo de complicaciones que, más de una vez, hacía del sobrevivir un mero azar.
Es lástima que no sepamos apenas nada de la formación de Rosario de Acuña, de las etapas de su trayectoria autodidacta, y que tampoco dispongamos de sus primeros escritos, aquellas poesías que ella nos dirá luego que estaba escribiendo desde los siete años, porque seguramente nos ayudarían enormemente a comprobar si es cierto acaso que, como supongo, ya en la adolescencia –luego así será de lleno para su juventud–, Rosario vinculó a un vago e indefinido mal moral la presencia constante del mal físico. No afectaría solo a su propio caso –la presunta ceguera, quizá hipostasiada, que tanto la hizo sufrir–, sino también a las enfermedades y muertes tan probables en un entorno parental tan extenso y prolífico como era el suyo, en una preocupación que vinculara a su inquietud por el conocimiento. En el contexto católico en que Rosario de Acuña arropó su infancia y al menos parte de la adolescencia, esa inquietud aparecería trabada por la dificultad de responder a la pregunta de ¿por qué existe en mal?, ¿por qué el sufrimiento?, ¿es posible pensar en una «rentabilidad» de ese dolor en un (indeterminado) más allá…? Al margen de la dificultad de asumir el daño en carne propia sin proferir queja, ¿tendría algún sentido el sufrimiento en el recorrido completo de la humanidad?
Puesto que considero que un eje así permanecerá válido en la juventud y madurez de Rosario de Acuña, incidiendo ya solo circunstancialmente en su ancianidad, dedicaré las páginas que siguen a explorar este solo sentimiento –la expresión del dolor incomprensible–, entendido como Rosario de Acuña quiso verlo y vivirlo en sus escritos, como un sentimiento racional.
2. DE LA INMORTALIDAD DEL ALMA, DEL GENIO LITERARIO Y DE LA GLORIA
En junio de 1865, a sus catorce años, Rosario vio cómo su padre, Felipe de Acuña y Solís –un alto funcionario sometido a los vaivenes de la política, favorecido en unos periodos y descabalgado en otros, por estar conectado con el duque de la Torre, Francisco Serrano y otros próceres de su círculo–, sufrió una apoplejía que lo tuvo a las puertas de la muerte. Ella misma llevaba viviendo episodios de oscuridad total desde los cuatro años, aprisionada entre el temor y la angustia de una posible ceguera permanente, pues no sería hasta la mitad de su treintena cuando, después de otros intentos de éxito regular, fue el doctor Santiago de los Albitos el cirujano que la curó: «¡Por saber esperar, cuánto se gana!», le escribiría Rosario de Acuña en un poema, agradecida al oftalmólogo, muy poco después. Esa experiencia propia de incertidumbre y reconocimiento sucesivos en la capacidad de los científicos, ligada a los médicos que la atendieron, también influirá muy pronto en su personalidad, siempre oscilante entre la emoción y la razón21.
Solemos recoger, en todas las semblanzas de Rosario de Acuña, los propios recuerdos de la escritora de aquel sufrimiento que experimentó por causa de su debilidad visual a lo largo de su infancia y juventud. Para entonces habría ya vivido la incipiente poeta la experiencia íntima de ver cómo visitaba la muerte a su extensa y prolífica red familiar. Fernández Riera (nota 2) refiere que, en la mitad de la década de los años 50 del siglo XIX, cuando Rosario contaba cinco años, «la muerte había mermado sensiblemente el número de familiares que poblaban la casa solar». Los rastros de cómo afectaría a Rosario desde muy pronto el temor de la desaparición –y, después, el deseo de ella misma– son muy variados en su escritura temprana, y se unen tanto a esa experiencia íntima como a la reflexión sobre la vivencia de la pérdida y la razón o el sentido de la desaparición.
La salida a ese conflicto que en su ánimo se suscitaría pronto, sería una empecinada y, sobre todo al principio, asfixiante obsesión por creer en la inmortalidad del alma, despreciando, more cristiano, la caducidad del cuerpo. Podría pensarse que el hecho de nacer en 1.º de noviembre, fiesta de Todos los Santos, marcó de por vida a la niña María del Rosario, haciéndola proclive a esa afección permanente a pensar en la inevitabilidad de la muerte y, acaso consecuentemente, en la inmortalidad de una parte del yo, la que reunía el sentir y el pensar. Una vez inscrita en las filas masonas a partir de 1886, también creyentes en su mayoría en la pervivencia del espíritu, Rosario seguirá impertérrita, aferrándose a la existencia de esa vida futura hasta el final, pero dudando más de una vez... Así lo muestran muchos de sus escritos, atentos a esa fe inconmovible, con esa resonancia cristiana que la masonería conservó, y por eso su recurrente enfado al sufrir sobre sí la acusación de ateísmo. Valdrá como ejemplo un soneto tardío, De ultratumba, dirigido a sus hermanos masones –y a la tentación de ateísmo que algunas corrientes propiciaban en su seno–, que apareció dos años después de su muerte el día que Rosario hubiera cumplido los 75 años, en 1925. Como tantas de sus composiciones, está en el diario El Noroeste de Gijón:
¡Ay! Hermanitos, hermanos del alma, / no hagáis de comparsa / en tan triste farsa; / sed más bien faros de amor infinito / que alumbre el camino de tanto hermanito. // Negamos a Dios si creemos la muerte; / tened siempre en cuenta que no hay nada inerte. // Adiós hermanitos, la muerte no existe, / no hagáis de comparsa en farsa tan triste22.
Rosario de Acuña habría de ir perfilando, poco a poco, su idea de la muerte a lo largo de toda su vida. Una de las manifestaciones más claras es de agosto de 1880, viviendo en Zaragoza, cuando al hilo de una crónica ácida de carácter social que le sugiere el paso de los entierros hacia el cementerio bajo su ventana («El camino del Torrero», en El Liberal)23, había de escribir:
La muerte es un accidente natural, esencialmente previsto e irremisiblemente unido a la humanidad; en ella no hay nada de drama, ni de tragedia, más que para aquellos seres íntimos, ligados por las tristezas y las alegrías, única cosa que puede ligar la libre personalidad del alma a los seres que deja en la vida; fuera de esos profundos dolores, a los cuales causa horror toda manifestación exterior, no hay más que conveniencias, fórmulas de un código social defectuoso, anómalo, que huye de los dolores reales para exponer un dolor ficticio, acomodándolo a unas fórmulas ridículas y vanas que pomposamente apellida honras fúnebres.
Aunque ahí prevalece la crítica social, su reflexión sobre la fragilidad de la vida, sobre la muerte física, aparece en Rosario de Acuña, como en tantos pensadores de la época –no necesariamente españoles y más bien en medios protestantes–, ligada a la vivencia de la religión. En su caso concreto, arraigaba en la tradición católica asimilada en el hogar paterno, con esa adquisición de valores tradicionales que sería luego discutida por ella hasta negarla radicalmente y comenzar a combatirla, y está relacionada expresamente con el sufrimiento físico y moral y su presunto valor redentor y purificador. Junto a la experiencia del dolor como componente inevitable, se abriría paso en el sentir diario de la joven Rosario la sencilla alegría del ejercicio mismo de vivir y crecer, la euforia de irse abriendo a la vida, y su sorpresa... El primer texto que conocemos de su pluma viene firmado en 1870, aunque solo quiso publicarlo doce años después en el libro La Siesta24, y en esos versos («Una lágrima») nos dice la poeta –aún muy joven, y quizá enamorada– que, al llorar, «arrancamos» la pena que hay en nuestra alma. Más se sorprende de que, tras el desconsuelo, «la tranquilidad brota de la alegría». Lloramos cuando «las pasiones se desencadenan en el alma», y lloramos de impotencia, de celos, pero solo queda a la vista esa lágrima que deja al descubierto lo efímero de nuestros sentimientos, su fragilidad, si es que ya solo una gota de transparente líquido basta para llevárselos consigo y hacer desaparecer su fuerza… «¡Desgraciados los que de sus ojos no lanzan una lágrima!», termina, ya que «Dios la recoge siempre, ¡porque una lágrima es el holocausto de nuestro ser al que la formó!».
Para cuando así escribe, a sus veinte años, ha debido Rosario llorar mucho. Pero también, claro está, ha debido de reír. De temperamento alegre y decidido, inquieta y siempre en movimiento, amante de vivir al aire libre a pesar del proceso infeccioso que afectaba su vista y la hacía vulnerable a la luz, había viajado frecuentemente por España, a tierras de Jaén –desde Baeza a Andújar– y Córdoba, en propiedades de la familia paterna, y también había ido a Asturias, sola con su padre, en 1866, cuando de camino a Gijón, cruzando por Castilla, fueron asaltados por una partida carlista25. Enseguida iría a visitar París por vez primera, con sus padres, disfrutando de la bonanza que allí ofrecía el entorno clientelar de Serrano, del que formaban parte por las frecuentes monterías en la finca El Socor. Sería aquel un arranque de vida en sociedad privilegiado para la joven Rosario, entre las fechas de 1868 y los primeros años de la década de 1870, formando la familia parte de un círculo al que pertenecía también el ministro de Fomento, Echegaray, que situó en puestos relevantes del andamiaje ministerial a miembros de la familia Acuña, incluido el padre de Rosario, que se vería repuesto con «honores y consideración de jefe de Administración civil» en su condición de funcionario, a pesar de que había sido jubilado poco antes (lo cual impediría después a su esposa y madre de Rosario, Dolores Villanueva, el cobro de una pensión mayor cuando murió el marido, en 1883). Entre tanto, la mano de Serrano guio hábilmente a los Acuña (así como a los parientes Benavides) por una senda de sociabilidad liberal y monárquica, aunque ya solo queden de ello los hilos de la trama que proporciona una correspondencia residual, desde hace poco accesible en Madrid. De todo este periodo, y de la actitud de Rosario frente a la actividad social y profesional del padre, al que quería entrañablemente, queda muy poco rastro, apenas el recuerdo idealizado de las cacerías y enseñanzas de la naturaleza, recreado más tarde desde la más absoluta devoción filial.
Apenas podemos más que imaginar cómo pudo impactar en su ánimo la floración esplendorosa y desbordante del Sexenio en materia de pensamiento científico y social, pero tuvo que ser fuerte y decisiva, dada su proliferación e intensidad26. Gloria Espigado ha insistido con razón en la importancia de poder reconstruir con cierto grado de certeza «los años de preparación letrada de los que serán transformadores del mundo»27, y Rosario de Acuña aspiró a serlo. La proclamación de la I República le llegaría con veintidós años, a contrapelo del que era entonces su horizonte vital –acomodado junto al trono de Isabel exiliado–, muy bien relacionado política y socialmente y –al contrario de lo que sostuvo ella misma ya anciana– no aristocrático en su propia rama familiar, pero sí cómodamente burgués. Lo que sí es seguro es que, para entonces, habría oído pronunciar en su entorno muchas veces aquel término mágico de «libertad» que, además, respiraría en los libros, en la prensa o el discurso político, tanto en la propia España como aún más en Francia. Fernández Riera aporta un dato de cierto interés: en 1868, tras el triunfo de La Gloriosa, uno de sus parientes, Pedro Manuel de Acuña Espinosa de los Monteros, constituyó la Junta Provisional de Andújar y asumió su presidencia al grito de «¡Viva la libertad y viva la soberanía nacional!», y poco después sería gobernador de Jaén. Y, puesto que es la libertad el eje de aquel Rienzi el Tribuno que haría a Acuña famosa, quizá no sea descabellado pensar que abrazaría por entonces el término, y que lo haría de un modo tan estrecho y apasionado, que no sabría transigir si se invocaba en vano. De paso, se iría haciendo una idea de la Historia de España atada a los esquemas del moderantismo liberal y ahormada todavía en el binomio de altar y trono, susceptible después de pervivir en moldes republicanos.
Instalada la familia temporalmente en Bayona, quizá cerca de la duquesa de San Antonio, la mujer de Serrano, Rosario iría madurando su personalidad en ese entorno festivo exigente en ritos sociales, como mujer cultivada y un tanto atípica seguramente, por su carácter reflexivo y más independiente de lo común, pero aún integrada. Se contaría con que escribiera –y hasta se la estimularía a ello–, pero además de escribir, estaría destinada a un futuro de esposa y madre, con expectativas inciertas en cuanto al margen de autonomía a mantener. Concepción Gimeno de Flaquer contaría años más tarde que ella misma, como otras jóvenes literatas entre las que se encontraban Emilia Pardo Bazán y la propia Rosario de Acuña, se conocieron en aquellos primeros años de la Restauración en tertulias que organizaba Antonia Micaela Domínguez, la duquesa de San Antonio, en su palacete madrileño de Villanueva, el cual contaba con un teatro («Ventura», en honor de su hija), en el que se darían representaciones teatrales28.
Por lo demás, la entrada de Rosario de Acuña en el mercado literario se produciría por los medios acostumbrados, con la protección de personajes masculinos bien instalados en la vida política y cultural. Amigos de la familia como Antonio Ros de Olano o Adelardo López de Ayala, igual que algún miembro ilustre de la propia red familiar –que incluía altos cargos de Iglesia y Estado–, estimularon la vocación poética de la joven Rosario y facilitaron la publicación de algunos de sus primeros escritos en la prensa diaria, periódicos o revistas como El Eco Popular (del Partido Constitucional), El Constitucional (dirigido por Federico Bas, diputado de este mismo partido por Elche), La Iberia (por un tiempo dirigido por Sagasta y, se decía, ya siempre inspirado por él), o la Gaceta Universal, del catalán Agustín Urgellés, químico y editor, amigo personal de los Acuña. Los nuevos datos de este orden que Fernández Riera va extrayendo de la correspondencia privada, y que ofrece en su blog, son de enorme interés para acercarnos a este arranque de la presencia pública de Rosario de Acuña, pues aquellos apoyos variados son anteriores al éxito teatral que alcanzaría Rosario en 1876, lo preparan y le otorgan sentido, y activarían a su vez la consecución de relaciones editoriales posteriores que emprendió su padre (la legislación ponía en manos del varón estos asuntos, si bien hubiera debido esperarse que, tras el matrimonio de Rosario, fuera el marido el encargado de ello, aunque como sabemos tampoco sería siempre así). Muchos años después, ya con 67 años, Rosario de Acuña reiteraba la importancia que en el arranque de su vida tuvo aquella vocación lírica y dramática temprana:
Mujer de otro siglo, solo quise ser poeta, desde mis siete años en que hice el primer soneto, y al fin, solo he conseguido ser pensadora para mí misma, sin que por eso deje de estar sentimentalmente al lado de los sufrientes, vencidos, irresponsables o débiles, y en contra de verdugos, hipócritas, brutos o vanidosos que forman la legión de los egoístas. Y solo por esta sentimentalidad escribí para el público, dándoles a mis compatriotas aquello que imaginaba ser lo mejor de mi alma, sin pretender a cambio, ni sacarles los cuartos ni siquiera esperar de ninguno el más leve pláceme29.
Pero solo cuando le pareció que iba a ser una autora apreciada, sin la necesidad de darse a publicar novela o cuento, que era lo más frecuente en las mujeres (la primera no la practicó, aunque parece que una vez pensó en ella, pero el cuento sí), se lanzaría Acuña a publicar la obra poética que tenía escrita. Como había nacido a la vida también con vocación de pensadora, se impondría a sí misma –dispuesta a cumplirlo férreamente– un código de conducta que forjó a hechura propia, «platónica enamorada de la filosofía», como se nos presentaba en 1902. Esa proyección suya como poeta de intención filosófica dibujaría su trayectoria literaria inicial, que gira en torno al amor y la muerte e incorpora el vínculo entre genio, memoria e inmortalidad. Sin ánimo aquí de emprender ningún tipo de análisis literario, intentaré tan solo dar sentido al papel que esa fase en la vida de Acuña desempeña en el proceso de construcción intelectual autodidacta, que tan acertadamente resumía José Bolado30.
Debió haber leído Rosario gran cantidad de libros, apasionadamente, absorbiendo todo lo que le permitían sus altibajos de visión, y disfrutando –filosófica y sensitivamente– de la Naturaleza (con mayúsculas). Una constante esta en la vida de Acuña, la adoración de la naturaleza que, poco a poco, se irá tornando de impresión estética y goce material en reflexión filosófica31. Mezclaría prosa y verso en un principio, dando predominancia casi siempre a este. Con todo, a finales de 1872, sus «Recuerdos de un día en Elche», publicados en el periódico de la localidad ilicitana El Eco Popular32, nos muestran a la narradora un soleado mes de junio en Alicante, donde describe con placer el paisaje que la lleva hasta Elche, con esas notas «árabes» que, a su juicio, producen «el alma más ardiente, el corazón más amante, y más viva y creadora la imaginación». De camino ha llovido, y a pesar de ello, asegura la joven escritora (veintidós años), «es imposible encontrar más seductor paisaje» que ese palmeral que rodea a la villa y que lleva al viajero «a otra edad y a otro siglo». Se detiene y deleita –más de una vez lo hará también después–, al describir ignotas figuras femeninas en «la belleza oriental que se observa en sus mujeres», de ojos «magníficos», y cuya vista –asegura exaltada– «no dejan muy tranquilo al viajero, que al mirarlos siente la eléctrica conmoción de sus abrasadores rayos, medio ocultos por el festón aterciopelado de negras pestañas». Hipérbole, sin duda, se halla también en la exaltación que hace Rosario del color de su tez, labios, nariz o cabello, además de «un brazo y una mano como se encuentra en pocos modelos». Incluso «las que han pasado la primavera de su vida», dice rendida la joven viajera, «tienen un no sé qué que encanta». En los varones ilicitanos, por su parte, cree descubrir tan solo –aunque quizá no es poco, en el contexto de esa lectura orientalizante– «el fiero corazón de los hijos de Mahoma».
La fuerza narrativa de un relato temprano como este apunta a lo que luego sería Rosario de Acuña, entre otras cosas, como constructora de relatos: una cultivadora detallista de descripciones paisajísticas y etnográficas que hubieran podido servir, bien empleadas, a una política turística y patrimonial. Escribiría después muchos y variados textos incitantes a emprender un conocimiento directo por parte del lector del lugar explorado previamente por ella misma, viajera y no turista, que no ahorrará críticas sociales cuando crea que proceden, pero que, en este caso inaugural, son eludidas ante esa más que favorable impresión. Recuerda su subida al campanario de la iglesia por la torre de caracol, que, en contra de lo que «ordinariamente sucede en España, estaba limpia, pudiendo ascender con entera confianza de no morir al respirar los fétidos miasmas que son tan frecuentes en casi todos los campanarios de nuestra patria». La vista desde arriba la subyuga, y adelantando experiencias estéticas y ensoñaciones que posteriormente serán en ella aún más fuertes, se recuerda a sí misma suspendida «por algunos momentos en extática contemplación». Destaca, en fin, Rosario la originalidad del lugar visitado y lo recomienda sin dudar, y –como corresponde al buen cronista de viajes– dice que ha hecho allí un «opíparo almuerzo». Volvería a Alicante después de una feliz jornada en compañía, llevándose «grato recuerdo» de allí, dice, especialmente el sexo masculino, «que con gran placer se hubiese quedado algún tiempo más entre las graciosas compatriotas del célebre marino Jorge Juan».
En el verano de 1873, Rosario está en el sur de Francia, donde sigue escribiendo, al parecer, poesía solamente. En Bayona, a 25 julio, está fechada su poesía «A una golondrina», metáfora añorante de la tierra española, y una de sus favoritas si tenemos en cuenta cuántas veces la recreó en público después: «Tú marchas a España y posas tu vuelo / Do siempre fulgura espléndido el sol; / ¡Quién fuera contigo cruzando ese cielo / Que tiñe la aurora de rojo arrebol!»33. Pero, ante todo, desde Bayona ofrece la poeta en 1873 una versificación floral («A S.M. la reina doña Isabel II, un ramo de violetas»)34, dirigida a la reina en su exilio parisino. En un desenfadado ejercicio de empatía femenina, aquella joven poeta bien situada socialmente, amiga de la malquerida Isabel –así al menos se le ofrece ella– compadece la nostalgia que, caída en desgracia, debe sentir la reina, aislada y retenida, a juzgar por sus propios sentimientos de desarraigo. Ese «ramo de violetas» –le dice– «os lo envío, señora, de vuestra patria», inquieta por la soledad que supone entristece a quien dejó por fuerza de ser reina. Y, en un estímulo patriótico de urgencia, vuelve a evocar las bellezas y dones de la mujer española, así como el valor de sus guerreros, preguntándose por la razón de esa ofrenda que ahora hace, a la vez que se reprocha a sí misma la tardanza en hacerla:
¿Qué era lo que podía hacer latir las fibras de mi corazón, sino vos, señora? (…) / Solo hay en Francia, para mí, vuestro nombre y, al pisarla, a vos sola, señora, debo cantaros. / Las brisas de España me llamaron ingrata. / ¿Tuvieron razón? No; pues si bien mi canto nunca llegó a vuestras plantas, mi amor y mi respeto siempre lo habéis tenido a vuestro lado; mi poesía no fue lo bastante atrevida para haceros oír una sola nota de su laúd (…)35.
Espera, en fin, ver llegado «el día en que vuestra patria y la mía vislumbre la aurora de la felicidad en medio de la oscura noche que la envuelve», lo cual deja bien clara la posición política de Rosario de Acuña en aquellos momentos, acorde a la inserción de su familia y su red de relaciones personales. No hay duda, por lo tanto, de que estaba cercana a la propia Isabel cuando firmó en Bayona aquel folleto, y lo confirman las cartas que debió escribirle después a París, y a las que la reina contestó a su vez en tres misivas, datadas en la capital francesa respectivamente a 30 de abril de 1876 (erróneamente registrada en el archivo de la Biblioteca Histórica Municipal madrileña como 1867), 1 de abril de 1875 y 5 de julio de 1876. La primera de ellas (más tardía en realidad que la que figura allí como segunda) daba la enhorabuena a la escritora por el éxito de su Rienzi en febrero de 1876, identificándose sutilmente la reina con su protagonista masculino, el héroe; la segunda agradece aquel «ramo de violetas» que Rosario le había dedicado anteriormente; y la tercera es la felicitación real por su boda, deseándole felicidad. No le habrían afectado todavía a Acuña, al parecer, las críticas al trono y a la corrupción que ha evocado Isabel Burdiel36, y lo cierto es que Rosario fue después una republicana que, por contraste con otros librepensadores, no ridiculizó excesivamente, o no lo hizo hasta muy tarde, a la monarquía, aunque combatió férreamente su base clerical. Al menos hasta 1876, en que intercambiaron cartas a propósito de la boda, queda confirmada esa, al menos aparentemente, cercana relación. Después de cantarle también a la entrada de Alfonso XII en Madrid, callará sin embargo la pluma de Rosario de Acuña sobre los borbones y la monarquía, hasta que años después sea contundente su aborrecimiento de una fórmula política que comporta a sus ojos una inseparable corruptibilidad.
Entre tanto, el 2 de septiembre de 1873, había fallecido en Baeza su abuelo paterno, Felipe de Acuña y Cuadros. Los temas de la poesía de su nieta, a lo largo de todo 1874, son sombríos más de una vez. En su oda «A la muerte»37, que aparecerá en el mes de julio en el diario madrileño El Imparcial, Acuña expresa cuál sería su asombro cuando se topó con la muerte por vez primera, y cómo se sorprendió al tocar los miembros fríos e inertes del cadáver, cómo se le helaría la sangre en las venas al tener frente a sí al ser yerto e inmóvil … «Pero el alma / venció la angustia que mi ser sentía, / y recobrando la perdida calma», supo reaccionar. Hasta el punto de concebir entonces claramente, iluminada, la inmortalidad del alma, como ella misma justifica: esa luz que venía de dentro no podría apagarse nunca… Ahora lo sabe ya la escritora –y nunca va a olvidarlo–, porque «esa luz», cree Rosario de Acuña, es una luz «eterna, inextinguible»:
Los dolores continuos en que vive / sobre la extensa tierra, / las heridas crueles que recibe / el alma, que ella anima / la tendencia del libre pensamiento / a remontarse en la celeste esfera / y el brevísimo tiempo / que dura sobre el mundo su carrera, / son pruebas innegables / de que jamás la apagará la muerte, / sino que libre de materia insana / en un mundo mejor brilla más fuerte.
Si es cierto que el cuerpo tiembla ante el cadáver de otro ser antes vivo, el alma sabe en cambio resistir al poder frío de la muerte. Y por eso Rosario va a mirarla de frente a partir de ese mismo momento, la saluda, le canta incluso como ella sabe hacer, acostumbrada a elevar «los ojos / a la mansión del cielo / sin ver la escoria del inmundo suelo…» Explica entonces lo que, en la joven poeta, es ya convencimiento de que la vida humana es una encarnación particular del ámbito divino:
Allí mi lira elevará su acento, / no a la mansión del polvo y de la nada, / que mi libre atrevido pensamiento / no canta al cuerpo inerte / sino a la desunión de la materia / con la alta luz que le prestaba aliento / y que el poder inmenso de la muerte / con su inflexible calma, / separa en breves horas / dando completa libertad al alma.
Desea en fin llegar al fin de su propia existencia diciendo, como hoy dice: «¡Paso a la vida eterna, que es la muerte!». Tenía Rosario ahí 23 años, y ya al arrancar ese año de 1874, en enero y desde Madrid, había evidenciado un vector decisivo en su pensamiento: la dualidad de cuerpo y alma, separables y distintos38. Ante una tumba cuyo ocupante desconoce, medita Acuña sobre quién será el que allí yace y qué vida habrá llevado, inclinándose por pensar que, al no constar nombre alguno en la lápida, no habrá alcanzado gloria en esta vida y, por tanto, nada útil ni bueno habrá dejado para la memoria… Sin más datos, da casi por seguro que haya dilapidado su existencia, sin llegar en su paso por la vida a desarrollar conciencia de este, sin sentir y pensar: «Tal vez en torbellino de placeres / hundióse tu existencia inadvertida». Se frena ahí para considerar que, de una manera u otra, «después de la conciencia está la fosa», y que esa es la única verdad… Mas se detiene, reprochándose a sí misma esa especulación sin evidencias, ese va a ser uno de sus defectos –reconoce ella misma irónica–: «¡Pero a dónde mi mente me ha llevado!», pues acaso el incógnito enterrado «a Dios mandó su postrer suspiro». Podría haber sido incluso, se concede pensar, de aquellos seres «que el mundo no comprende», exactamente igual a como es ella, concluirá Rosario por sorpresa, dejándonos saber de ese sentimiento suyo de incomprensión por parte de los otros… Y de ahí surge la simpatía espontánea, sea quien sea el yacente, en inmediata identificación: acaso estaba frente a alguien «que siguió de la verdad la senda», la verdad que ella misma siempre persiguió.
Registrará también en sus poemas de ese momento otras desapariciones luctuosas, cantando en general al genio literario y artístico que haría imborrables para la posteridad sus trayectorias. Así, el 2 de noviembre firmará una composición («A la memoria de Bretón», al año de su muerte), que fue leída en el madrileño teatro del Circo por la actriz Elisa Boldún, muy amiga de Rosario, el 8 de noviembre39, y también otra oda, «A la memoria de Fortuny», fechada en Madrid a 11 diciembre de 187440. En esta última, Rosario se califica a sí misma, exaltada en su doliente afección romántica, como una «arista en el desierto de la vida / que no osará jamás alzar el vuelo, / pues lucho entre los cierzos combatida / siguiendo sus corrientes sobre el suelo».
Pero junto a la muerte, está la vida; surge incluso de ella: la vida que retorna siempre al ciclo de la naturaleza, la vida que es fuente de calor y de luz41. Dedicada al médico Andrés del Busto y López, escribe en ese año una composición entusiasta para quien operó sus ojos por primera vez: «Andrés, la luz de tu ciencia / luz a mi vida le dio; / mientras tenga inteligencia / nunca olvidaré que yo / te debo a ti mi existencia». Así pues, elevando la vista, por encima de todo, está la ciencia:
¡Yo te admiro radiante luz que animas / el pensamiento mío, / no con la yerta calma / ni el escalpelo frío / del que ahogando la voz de su conciencia / analizarte quiere / y profana tu nombre con su ciencia! / Te admiro con la llama en que me envuelves; / te canto con los ecos que despiertas / en el recinto de mi estrecha mente; ella te mira eterna, / y en su entusiasmo ardiente / levanta un himno que, salvando el mundo, / se pierde en los espacios celestiales / y llega a sus mansiones inmortales.
3. DEL AMOR Y LA MUERTE
Ha llegado Rosario de Acuña a la conclusión, rotunda y permanente, de «que después de la muerte está la vida». Y vida es, ante todo, ese retorno de la naturaleza que, en aquellos momentos de su existir, significa el florecer de la primavera al picor simultáneo del amor. Prácticamente todas las poesías de ese año 1874 (no conozco otro tipo de escritos de Acuña en ese momento) hablan, de una manera u otra, de esa «primavera enamorada» que las flores, el sol, las aves, la enramada… dejan desbordarse en «Una tórtola herida», firmado en Madrid y dedicado «a la señorita doña C.L.»42. Es realmente una historia de amor de dos tórtolas (una de las aves con las que gusta entonces de identificarse Rosario), que ella dice haber presenciado realmente en el campo andaluz: volando desde el nido una de ellas y cayendo herida, verá cómo su compañera la limpia y cuida, siempre junto a ella. Pero cuando la poeta vuelve a la mañana siguiente, ambas están muertas, pero aún unidas… «El sol volvía a brillar. / Volvía el mundo a vivir, / y yo en silencio a pensar. / Que si es el mundo reír / quiero en el mundo llorar».
Y a llorar nos invita, en efecto, en «Las tres flores»43, donde la rosa blanca (la primera en la vida), es la de la esperanza; la que viene después, la rosa roja, será la del deseo, y como efecto sorpresa, la última en llegar, no será ya una rosa, sino la violeta, la flor del desengaño, pues «en la vida, ¡todo, todo se acaba! / ¡Todo se olvida!». Más desconsuelo hay todavía en «Una rosa en un sepulcro», escrita, según fecha, en el anterior mes de enero. Dedicada a la señora doña C.G. del B., la poeta pregunta a la rosa, que ve sobre la lápida fúnebre, «cómo no mueres de dolor y penas…». Mas ella sabe ya –su certeza va a ser cada día más intensa, a pesar de la duda perversa que a veces la asalta– que la existencia humana «es más frágil que rosa», y que, mientras el cuerpo es envuelto en un sudario, «el alma vuela a Dios por ser su esencia».
Su insistencia en la inexorable llegada del momento final podría quizá sorprendernos si reparamos en que otra composición de ese mismo verano, escrita para las hijas de unos amigos de la familia mientras Rosario pasa unos días en Gijón («A las niñas del señor D.B.D.G.»)44, la lleva a desearles que conserven la «casta pureza/ de un alma limpia» hasta que suban al cielo –la altísima mortalidad infantil es cierto que pendía siempre como amenaza–. Pero lo más frecuente, en las poesías de Acuña de ese año 1874, es la combinación de raptos de felicidad y entusiasmo con veladuras tristes; así sucede en «Tu álbum y mi poesía»45, inserto en el álbum de una amiga de nombre Paula, de un tono bastante convencional y trasfondo melancólico. O, aún más definida esa alternancia de emociones, en el soneto «Mi canto. En el álbum de la señora doña I. F. de F»46, donde, si bien ha comenzado con expresiones de dolor, con ese «sonido triste, cadencioso y lento» que Rosario dice reconocer en su propio canto, la poeta adopta un tono muy distinto cuando rendida, dice, «tu belleza miro / y siento enmudecer mi poesía (…) / que eres hermosa cual la luz del día / (…) y este es el eco que mi voz te envía». Una gentileza que dispensa también a una de sus muchas primas, «R. de A. y R.», para la cual había compuesto una simbólica diadema de perlas con sus versos, pero la destinataria –asegura Rosario, con toda la hipérbole que exigía el género de los escritos de álbum–47 es aún más hermosa «que las perlas, el rubí y la perfumada rosa»48.
Se decidirá por entonces Rosario de Acuña a sacar a la luz unas cuantas poesías, la mayoría de las cuales van fechadas con precisión esta vez. Una larga composición de seis cantos que titula «En las orillas del mar. Poema», datada en marzo de 1874, apareció por vez primera en La Ilustración Española y Americana, la reputada revista madrileña, el 22 de junio de aquel año (luego será incluida en el libro de versos Ecos del alma, en 1876, y finalmente, todavía diez años después, el 7 de enero de 1886, se dará a conocer al público femenino espiritista desde la villa de Gracia, en Barcelona, donde se editaba el periódico de Amalia Domingo, La Luz del Porvenir). Por las escasas veces que Rosario de Acuña se refiere en sus muchos escritos a su madre, Dolores Villanueva, importa destacar que este canto a las glorias de la naturaleza y de la historia, este relato épico de la grandeza de los mares, escenario de hazañas y esperanzas, donde es consciente la poeta de su fuerza expresiva y de su capacidad intelectual, se lo dedica precisamente a ella, agradecida por haberla concebido tal como es, una pensadora: «Madre: si esto que escribí / lograse al fin agradar, / el lauro no es para mí, / que es de mi ser el pensar, / y el ser te lo debo a ti». Hay en él dos lineamientos básicos que en su modo de hacer serán constantes: las menciones expresas al poder divino, un Dios que se aleja de toda configuración habitual, pero que de momento no define sino de una manera nebulosa (cantos II y V, sobre todo); y el fuerte aliento patrio que articula el canto IV y en el que hallará alguna de sus imágenes más afortunadas: «¿Dónde fue tu poder? ¡Oh, madre España! / ¡El tiempo lo borró con su guadaña!»49.
La inspiración de la naturaleza volvería a ser potente en la escritura de Rosario de Acuña aquel verano de 1874, cuyo mes de agosto pasó entre la montaña y el mar. Unos meses atrás, en mayo, el joven Rafael de Laiglesia y Auset, subteniente del segundo batallón de África, al que es muy posible que la uniera ya algún sentimiento de afección, pero sin que podamos aventurar más –solo que contraerán, en efecto, matrimonio dos años después–, había sido herido en una escaramuza en Castellón, contra el ejército carlista. Por entonces era gobernador de la provincia un tío de Rosario, Antonio de Acuña y Solís, hermano de su padre, quien alojaría a Rafael, convaleciente de la herida, en su propia vivienda. Podríamos disculparnos la licencia, entonces, de interpretar alguno de los textos melancólicos fechados en ese año como indicio de alarma por la salud del joven o de una incipiente experiencia amorosa en dificultades, por temor a perderlo… Pero no hay rastro de que las cuitas que llevará Rosario a su poesía se refieran expresamente a él. La melancolía indudable de sus versos procedería más bien del constante pensar de Rosario en los males del alma, en su causa, en su sentido –si es que tuviera alguno ese dolor perpetuo–, y, cómo no, en su anhelado fin.
«A una gaviota» recoge el eco de su canto al ave que ha descubierto, remontando su vuelo y chillando impotente a la orilla del mar: la gaviota, «eco que del alma brota, cual un grito / de dolor». Dice también Rosario a su interlocutora imaginaria en las alturas –un recurso que a veces utiliza–, que ella nunca quisiera ver la maldad de los seres humanos, y que envidia al ave el vivir como vive, «siempre libre y venturosa / en constante soledad». Un poco más adelante flota la desolación, que no creo impostada ni mero recurso lírico o retórico: «Yo quisiera que mi cuerpo, / desprendido de la vida, / durmiese en calma, / y a la mansión de la gloria, / reina de paz y de amores, / volase el alma…». Asegura que su pensamiento está anclado a las penas de continuo, sin alcanzar jamás la dicha ambicionada: «Y contemplo tristemente / los desengaños, / que brotan con la experiencia, / con los dolores del alma, / o con los años».
Los años…, dice Rosario: ¡si ella estaba entonces a la mitad de sus veinticuatro…! «Y va mi vida siguiendo / triste carrera, / y de romper con el cuerpo / que la aprisiona insensato / ya desespera». Vuelve a pedirle a la gaviota que no deje que se pierdan esos suspiros de su alma, ya que, generosa con la poeta, ha querido escucharlos, y –confiada en que el viento arrope y lleve no solo las palabras sino también los pensamientos–, ansía que el ave los transporte hasta aquellos lugares donde, en otro tiempo, ella había pasado «días venturosos», su Andalucía paterna, como deja traslucir. Sospecha derrotada, sin embargo, que los hondos pensamientos que encierran sus palabras (toda la vida presumió Acuña de no hablar en el vacío, sin sustancia) vayan a morir «sin eco», ya que –suma tristeza, incomprendida su alma– «nunca tuvo respuesta / mi canción…»50.
Se halla Acuña en Asturias, y había pasado antes por el Pirineo aragonés51, en donde trataría de hacer suya la belleza majestuosa de Panticosa, apropiándosela y ahormándola en su molde poético. Y así, les cantaría a las «titánicas montañas de granito», y les habla, se dirige a ellas antropomorfizadas, las interpela, lo mismo que hace –y seguirá siempre haciendo– a toda creación de la naturaleza. Les dice a esas montañas, que ha convertido en confidente íntimo sin poder resistirse a su seducción, que han de saber que el fin que su canción pretende «no es el laurel de gloria», sino que la caricia que su verbo ofrece, llevada por el viento, «arrebatada por la brisa, no se borre jamás de vuestra historia». En Panticosa la pensadora sabe ya con certeza, si es que no lo ha sabido antes, que a Rosario de Acuña le preocupa, y mucho, el pervivir de su expresión, lo más valioso de ella –su talento poético, la palabra–, y quiere dejar constancia del estado fluyente de su pensamiento sujeto a esa forma de expresión, poesía, el cual cree poder depositar allí, en ese arca poderosa y sólida que debería asegurar su conservación más allá de la vida: «Aunque muera mi nombre en el olvido, / no perezca mi canto, / y en las agrestes rocas esculpido, / genio de vuestros valles y cascadas, / le escuchen de otra edad las alboradas».
Sin disimulo alguno, desprecia esa Rosario altiva y joven a quien no sepa comprender ni apreciar la belleza pujante que ella está disfrutando: muchos otros habrán pasado antes por allí (unos «seres desgraciados», se atreverá más abajo a decir) sin dejar rastro alguno de emoción, sin haberse conmovido por la impresión de lo sublime: «ni un recuerdo fugaz de que han pasado». Pero ella acierta en cambio a percibir allí, flotando en el ambiente, «sombras augustas», como percibe la memoria de las flores que un día fueron parte de ese paisaje extraordinario: «¡Vuestra memoria siempre respetada, / aunque muy pocas veces comprendida, / ha quedado grabada / donde pensabais prolongar la vida; / la he querido leer, ya no la olvido, / y una nota a sus páginas levanto / de las notas que vibran en mi canto!». Volviendo a reparar en esos seres desgraciados, «que entre lentos martirios / a otro mundo mejor fueron llevados», su obsesión por que su verbo perdure aflora una y otra vez. Y entonces pide que «cuando el alma mía / ascienda a ese cénit esplendoroso, / mansión de eterna luz y de armonía, / soltando entre la brisa su sonido, haced que no se pierda en el olvido».
La parte segunda de este intenso poema sobre la permanencia y el recuerdo la firmará Acuña cuatro meses después en Madrid, ya en el mes de diciembre de 187452. Vuelve a cantar ahí a las montañas, imponentes en su majestad, pero el tono es ahora menos solemne, más animado y optimista. Al recordar de nuevo esa belleza, ya desde la ciudad y con la distancia del tiempo, siente estremecimiento. Y conecta, o quiere conectar, con cuantos habiendo disfrutado de esa experiencia extraordinaria antes que ella, estén ahora a punto de morir; seguro que la tendrán presente en el postrer momento. Y ella los representa, se erige en portavoz: «Yo en nombre de ellos mi canción levanto», y «si llegase hasta ti mi pobre canto, / si en tus altos gigantes ventisqueros / vibra con eco rudo, pero amante, / sabe que va mi espíritu anhelante / en pos de su armonía, / mi espíritu tranquilo ante la muerte». Volverá así Acuña a pedirle a la montaña que no olvide su canto, pues «aunque la nieve envuelva mi cabeza, / aún latirá mi corazón con fuego».
Que la joven Rosario atraviesa, desde unos meses antes, una etapa más firme emocionalmente, más segura y confiada en sí misma, menos desalentada ante la fuerza hiriente de la angustia que antes la envolvió –y que ahora ya se atreve a combatir–, lo ejemplifica una explícita declaración de intenciones que reproduzco íntegra por su valor para entender mejor este giro positivo en su ánimo. Se trata del canto «A la gloria», firmado en Madrid a 18 de octubre de 1874, que aparecería más tarde en Ecos del alma53.
¡Huid lejos de mí, sombras del alma, / angustias de un dolor grande y profundo! /¡Huid lejos de mí, dejadme en calma, / no me turbe vuestro hálito infecundo! / No quiero del dolor lograr la palma, / dejad mi paso libre sobre el mundo: / Quiero alcanzar del genio la victoria / penetrando en el tiempo de la gloria. (…)
¡Gloria, solo por ti desde hoy la mente / modulará su acento y su armonía; / Por llegar a tu trono solamente / ha de girar desde hoy mi fantasía; / Solo por ti mi corazón ardiente / sentirá alguna vez melancolía, / Siendo la luz que alumbre mi camino / el resplandor de tu fulgor divino! (…)
Es ya también entonces relativamente frecuente la publicación ocasional de sus poesías en diarios y revistas54. Ello hace que reciba algún aplauso público, y le deja ver que esa batalla por ganar la gloria que acaba de anunciarnos tiene cierta posibilidad de éxito. Con todo, no quiere suscitar malentendidos, como revela –curiosamente en verso también– a través de su respuesta a una carta de felicitación recibida de un tal Daniel Carballo55. Habla ahí Acuña de lo poco que le preocupan las cosas de este mundo, y de todo aquello que puede arrebatar la muerte, y se muestra modesta en la consideración de su canto: nada épico, le comenta, ni comparable a los valores que encarna la poesía masculina en general –aunque así no lo diga exactamente–, pues advierte que su lira no vibró con ecos del Parnaso, sino «que la hicieron vibrar aves de paso. / Aves que, con su pluma transparente, / rozando el corazón y el alma mía, / despertaron el eco dulcemente / de triste y cadenciosa poesía». Esas aves de paso, le asegura a Carballo, «todas volaron; con sus alas de oro / han dejado en mi vida algún recuerdo…». Y un tanto olvidadiza (pues lo que sigue lo escribirá en diciembre, y en octubre –como hemos visto– ya se ha inclinado por ir hacia «la gloria»), le dice que no ha soñado nunca con la gloria, y que los laureles de esta, o los gana y los merece un genio, o llegan cuando ya se está en la tumba… Y así, puesto que «genio nunca seré; [y] viva, aún me siento», ironiza, dirige la poeta el premio a recibir por su talento al plano afectivo que muestra su corresponsal y le agradece el recuerdo: «El castigo más grande es el olvido; / y el placer más sublime, ser querido».
Se mueve todavía con soltura en aquel medio social agitado que estaba tratando de erradicar, a toda prisa, la sombra cultural y política del Sexenio aplicando el rasero del conservadurismo56. Conectando con la intimidad borbónica que había desvelado desde Bayona un año atrás, escribiría con entusiasmo en honor del joven rey Alfonso en enero de 1875, al entrar en la capital57. Arranca de la herida abierta en el país por las luchas fratricidas, que espera cesen con su llegada al trono, y confía en un engrandecimiento de la patria similar al de épocas pasadas: «¡Llamado estás», le dice, «a despertar España / del letárgico sueño en que yacía; // tú borrarás la fratricida saña / que la ambición tiránica encendía!». Comparte Acuña –fervorosa lectora, apasionada de historia patria– las grandes esperanzas que se depositaron en el nuevo rey:
Nada te falta; juveniles bríos, / rica y meridional inteligencia, / Enaltecida entre los climas fríos / por la luz del talento y de la ciencia; / El apoyo de ilustres señoríos, / inolvidables años de experiencia, / Un inmenso poder cual soberano / y el cariño del pueblo castellano.
Con el paso del tiempo, diez años después, no sería lo allí cantado del agrado de una Rosario de Acuña «nueva», reconstruida, que sale rauda a situarse al margen de la sociedad en que hasta ahí vivió y se va alejando de ese mundo –político, social e intelectual– que representa la monarquía restaurada. La promesa de seguir cantando en nuevos poemas a Alfonso XII con que cerraba aquel otro, nunca se cumplió. Pero sí publicó en folleto aparte, y ello tiene sin duda una especial relación con la anterior composición dedicada a Isabel II en el verano de 1873, unos versos que titularía «La vuelta de una golondrina»58, a los que tenía especial cariño pues los leyó muchas veces en público y fue añadiéndoles colofones para darle mayor énfasis a la lectura. Sabemos que se identificó a sí misma con la golondrina (también, como hemos visto, con la gaviota y ocasionalmente, de muy joven, la tórtola), y que asimiló la golondrina a la libertad. Podría entonces no estar fuera de lugar reconocer en esa composición todavía cierta alusión velada a aquel exilio de Isabel; pero lo que aflora, en cualquier caso, es la tensión amorosa, y aquí pudiera ser que la golondrina tuviera que ver con ella misma: la poeta dice haberle puesto a la golondrina una cinta blanca al cuello, que ahora trae ensangrentada… «Tres años hará muy pronto / que marchaste entre la brisa; / contigo se fue mi canto, / contigo se fue mi vida». Evocadas desde su Andalucía familiar, con el cielo y el sol que serán siempre el surtidor de su alegría, las penas de amor se dibujan nítidas según avanza el poema: «¿Por qué no volviste a Francia? ¿Lloraste acaso cautiva? / si hubieras vuelto a aquel nido / que yo te guardé solícita, / tal vez tu leve cadena / no se viera enrojecida…». La tensión emotiva, insistiendo en aceptar la despedida, se acrecienta antes de que, en un giro muy rápido, subraye Acuña en la golondrina su condición vulnerable, frágil, sujeta al peligro de las garras del águila:
Yo me marcho de tu nido, / se conserva todavía; / me marcho, que es mi deseo / el deshacerlo yo misma / allá en aquellas regiones / que imagen son de mi vida. / No han de profanar tu albergue / pasajeras avecillas; / perdido está para ti, / solo en mi memoria viva / nunca vuelvas a buscarle. / ¡Nunca vuelvas golondrina / que ya en el cuello no tienes / mi pobre manchada cinta!
Al reproducirse después estos versos en la publicación jiennense El Álbum de El Industrial, en 1877, una nota del periódico dice así: «La inspirada poetisa no reside hoy en nuestra provincia, que también es la suya», lo que dará lugar a alguna confusión posterior sobre su lugar de nacimiento. Y añade: «Después de haber alcanzado grandes y extraordinarios aplausos como autora de una obra dramática en los teatros de Madrid, ha contraído matrimonio con un apreciable joven». Pero antes de que ambas cosas sucedieran –la representación exitosa en Madrid de su opera prima teatral, Rienzi el Tribuno, y la inminente boda con ese militar del que se destacaría su buena presencia, el citado Rafael de Laiglesia y Auset, de influyente familia conservadora, en los primeros meses de 1876–, Rosario seguiría su camino, entonces quizá con más alegrías que tristezas, pero sin dejar de pugnar por una construcción de su autonomía personal fuertemente asumida y consciente. A veces tratará de situarse ella misma junto a los genios o las glorias de la literatura que le son más próximas, como sucede en «El canto del poeta. Imitación de Espronceda», que lleva incorporados versos de aquel, los cuales Acuña glosa para introducir su propia presencia ya casi al final: «Y mi voz se va quedando / como un eco celestial. / Y no se borra la memoria mía / escrita en la mansión de lo ideal»59.
Otras veces es clara la inclinación festiva, pero no exenta de incertidumbre, de esa vivencia desazonada que la embarga, seguramente la pasión amorosa (pasión que, pocos años después, valorará si no del todo negativamente, sí al menos con reticencias). Lo hallamos en el titulado «A una flor»: «Fingiendo el rostro amores y contento, / llevando la tristeza de aliada, / la mirar de mis ojos apagada, / y ahogando mi dolor con el aliento, / yo me hallaba buscándote entre ciento / en el claro brillar de una alborada». La flor es la culpable ahí de la desazón: «Tú despertaste el alma a los amores / de la santa inocencia en que dormía»60.
Si así se nos presenta Rosario en marzo de 1875 desde Baeza, un mes después va a dedicar una composición afortunada, «Las dos nubes», al álbum de Carolina Villaverde, siendo publicada en La Mesa Revuelta –revista de la familia Asensi–, y que, a contar por las veces que fue reproducida y recitada después, debió seguir complaciendo a su autora en diversos momentos de su vida:
Una nube sombría / cruza el espacio, / yo me llamo tristeza / va murmurando. // Otra nube muy blanca / volando llega, / yo me llamo alegría / dice a la tierra. // Y la blanca y la negra, / veloces pasan; / a una llevan los cierzos / y a otra las auras; / Penas, placeres, / son nubes de la vida; / ¡dejad que vuelen!61.
Sin embargo, la mayoría de lo escrito por Rosario de Acuña a lo largo de ese mes tiene que ver de nuevo, situada ella en una de las dos nubes, con la muerte: «Una flor para el sepulcro de Salas»62 le ofrece a Acuña la oportunidad de volver a destacar –en relación con el «genio» que cree poseyó el por entonces famoso cantante lírico– la perdurabilidad de «esa memoria / que deja el genio al morir”. Por su parte, «Las aves del cielo»63 retoma el empeño de la escritora en imaginar una vida feliz tras esa muerte que no teme: «¡Todo se aleja del mundano suelo! / ¡Todo en la tierra para siempre acaba! / ¡¡Feliz momento cuando el alma diga: / ‘Voyme a mi patria’!!». Y, en fin, con una muerte real presente ante los propios ojos («A mi amiga J.Z., en memoria de su madre»)64, Rosario trata de dar consuelo a la amiga con la esperanza de encontrarse ante una fusión eterna con el infinito: «al recorrer el limpio firmamento / miré mi Dios a mi existir unido».
La muerte es ya su firme y tranquilizadora compañera –va a serlo siempre, nos hable Rosario de ella o no–. Y lo explica muy bien ese mismo verano, en el julio siguiente que pasó en Madrid. «Una corona marchita»65, artículo que también le publica Julia Asensi en su periódico La Mesa Revuelta, evoca recuerdos del descanso y los baños de salud tomados ante «las azuladas cumbres del Moncayo». Paseando desde «la humilde aldea» en que se aloja, dice Rosario que llegó al cementerio y explica por qué se decidió a penetrar en él: «Nunca fui amiga de la muerte hasta que sentí el corazón envuelto en su frío sudario; forzosamente la tengo que acoger como una compañera; después de todo, ¿la muerte no es hermana de la vida…?». Su emoción es profunda al recordar su ingreso en «aquel pórtico de la eternidad», aunque reconoce que lo hizo no sin temor de que la vieran, y que miró hacia atrás «para cerciorarme de que nadie podía verme». Y es que «el humano corazón es tan débil, que teme ser demasiado bueno al dejarse arrastrar por sus instintos; el corazón sentía, y tenía vergüenza de que le vieran su sentir». ¿Será solo ella a la que le suceda esto…? Y, así, va a producirse un reconocimiento, todavía vago, de su subjetividad hendida, disociada en dos: «De pie, rodeada por aquellos testigos mudos (…), apenas me daba cuenta del por qué mi vida no buscaba otra misión más grande que la de ser sepulcro de mi corazón». Las ideas bullían en su cerebro «con la insensata rapidez del torbellino» y «levantaban en tormentosa nube» sus recuerdos. Lloró (dos lágrimas «abrasadoras» en su rostro) y, al bajar la vista, reparó en la corona de siemprevivas marchita y en una cruz desvencijada de la que debía haber pendido la corona muerta…
Y volvió, en ese mismo instante, a pensar en que «la vida es un destello de la eternidad, que ilumina nuestra inteligencia con fulgores divinos». Aquel «recuerdo, perdido para siempre en el más profundo olvido», aunque pudiera parecer extraño, fue justamente el que la reanimó, y sintió entonces «renacer la esperanza de la muerte», y su alma «engrandecida habló a mi corazón: ¡Sé valiente –le dijo–; del polvo naciste y al polvo volverás: no arrastres la divinidad de mi esencia envolviéndola en la pequeñez de tus pasiones», porque «tú, ni aun después de muerta serás nada, ni aun los recuerdos que te dediquen seres que un día quisiste se librarán del olvido eterno». En cambio –siguió hablándole el alma a la afligida– «yo, si no me oprimes, seré siempre digna de mi origen, y soy inmortal por una inmensidad de siglos».
«Si no me oprimes…». Desde entonces, desde ese mismo instante, se hallaba Rosario tranquila, liberada de «las vanas pasiones». Es seguramente esa paz interior la que le permitiría volver a jugar poco después con las metáforas florales: la camelia y la amapola en esta ocasión, «Las dos flores»66 en que Rosario opone la humildad de la amapola a la vanidad de la camelia, habla de esta prendida en el cabello de una mujer elegante –y por ello adscrita a un «mundo baladí»–, en tanto que a la roja amapola la admiraban enamoradas y científicos, las unas por su viveza, los otros por su complejidad.
En aquel mes de agosto de 1875, concretamente el día 19, moriría en suelo francés –en Vichy– el oftalmólogo y antropólogo Francisco Delgado y Jugo, al que debía Rosario sus primeros avances claros en la visión, si no definitivos, ya importantes. Publicaría entonces en el periódico sagastino La Iberia un poema elegíaco, «Al doctor Delgado y Jugo», precedido de una nota necrológica67. Cree que sería injusto que los hombres de ciencia, los sabios, no hallen a su muerte la misma consideración que los poetas, los escultores o los guerreros: «Delgado ha muerto, y yo fuera una ingrata si no hiciera brotar de lo íntimo de mi alma algún eco triste y cadencioso que interpretara, al par que mi dolor, el religioso pesar de la ciencia». Aplaude, pues, la tarea científica del médico nacido en Maracaibo, educado en París e impulsor en España de la oftalmología: «Delgado ha muerto, dejando arraigada en nuestra patria la semilla de un arte elevado por él hasta lo sublime; de un arte, acaso, el más difícil escollo de la ciencia médica, que con tantos escollos cuenta».
Y destaca después su labor de escuela (sin mencionarlo específicamente, en ella se sitúa el propio Albitos, que con tanto éxito la intervendría después en 1885, esta vez sí definitivamente, en el Asilo de Santa Lucía): «Gracias a él» ‒dice Acuña del doctor Delgado–, «la juventud que le rodeaba posee las teorías que le dieron tan prodigiosos resultados en la práctica de su profesión», los excelentes frutos de su labor quirúrgica: «Gracias a él, muchos cientos de seres humanos contemplan atónitos las maravillas de un mundo desconocido para ellos hasta que su inalterable mano desgarró el velo de las sombras que los envolvían». Ella misma entra ahí. En cuanto al poema, como otras tantas veces, más que un planto fúnebre es la reflexión de Acuña sobre esa liberación del cuerpo que al ser humano sobreviene con la muerte, en este caso añadiendo la manifestación explícita de que el médico era un hombre de ciencia, y en la confianza de que no va a perderse su rastro como «un átomo de arena / en la inmensa llanura del desierto». Su obsesión por la gloria del genio se perfila: hay, pues, que dejar rastro a través de la obra escrita, de la ciencia y del pensamiento cultivados: «Nunca tu fama pasará, Delgado. (…) Tu nombre para siempre está grabado / en los anales de la historia humana. / Tu ciencia del pasado / alumbrará los tiempos del mañana». Cierra el poema apuntando cómo cree ella que se produce el paso de un estado a otro, cómo dejamos de vivir al romperse la ley de la armonía, el equilibrio dual... Volverían a ser nada los que nada dejaron; mas solo ellos sucumben, y Rosario de Acuña no quiere ya que, cuando le sea llegado el momento de morir, sea ese «desierto» su propio destino.
Hay otros relatos que la han ocupado también en ese productivo mes de agosto. Conocemos un primer cuento publicado: «Una peseta»68, escrito también para el periódico satírico y literario La Mesa Revuelta. Dice Rosario con ironía que cogió una peseta que encontró en la calle, porque «soy española, y un español coge lo que encuentra, pero no todos los españoles piensan sobre lo que cogen…». Y que, al llegar a casa, la puso en un sortijero de porcelana mientras se quitaba «esas marañas de seda que la moda llama velo». De tanto en tanto, miraba fijamente a la moneda, pues su «cerebro, ante la nueva imagen que veía, desarrolló con toda su fuerza la cualidad observadora y analítica, que acaso es la única que la caracteriza» –informa–, y ello dio en sucederse tan obsesivamente que, en contra de sus costumbres, dice no haber recogido ni guantes ni abanico, «ni esos mil objetos que componen el traje de la mujer», y que se puso de inmediato a escribir pensando en para qué podría servir una peseta. Empieza por imaginar un rico, para qué le serviría la peseta encontrada, y tras considerar –abre ahí un «paréntesis», nos dice, «para seguir mi pícara costumbre de ponerlos aunque no venga a cuento»– cuán difícil resulta que un pobre llegue a rico, «a no ser que se le muera un tío en Indias, o lleve en cualquiera de sus apellidos la prueba textual de alta aunque oculta jerarquía», sigue pensando en qué es lo que podría comprar un rico con una peseta, pero todos los objetos de su casa le parece superan la cantidad. Al fin lo encuentra: ¡un veguero! (es decir, «cinco minutos de placer…»). La peseta le merece compasión a Rosario de Acuña en este caso: ¡qué poco vale en la vida de un rico!
Luego va la escritora a «un cuarto de vecindad (decente) habitado por un administrador de casa grande o por un empleado del Estado con sueldo de cinco mil pesetas» (podría muy bien, en aquellos momentos, ser esta su propia vivienda), y encuentra que, en efecto, allí hay muchos objetos por el valor de una peseta: «la libra de velas repartida en las palmatorias de las alcobas», «cada uno de los volúmenes de instrucción y recreo» que hay en el despacho, «el sujeta-papel del escritorio», «el crepé con que rellenaba sus trenzas la primogénita de la casa»…, y «hasta los pendientes de la criada, regalo del señorito…», amén del pago debido al cochero. Es evidente, pues, que a esa clase –a la que ella misma pertenece– sí le sirve de mucho una peseta…
Acabará concluyendo, sin embargo, tras enumerar desglosado el coste diario de lo que es imprescindible para un hogar obrero, que ese es sin duda el mejor empleo para la peseta. Contenta la narradora con su descubrimiento, dice que fue corriendo a buscar a su madre, la hizo vestir y salir con ella a la calle, «donde di la peseta al primer trabajador que hallé afanado en labrar el mármol de un palacio en construcción…». Y esta es la conclusión, lo último que se le ocurre decir a Acuña, conciliadora en su intención benéfica, e imbuida entonces de un reformismo suave, mesocrático: «Si no hubiera quien reuniese muchas pesetas, el pobre no gozaría de ninguna; solo es menester, para que una peseta sirva útilmente en todas las clases de la sociedad, que el que tiene varias, se acuerde con frecuencia del que no tiene ninguna».
En el número de principios de septiembre del mismo semanario de la familia Asensi aparecen unos «Pensamientos»69 firmados por Rosario de Acuña y Villanueva, de los que extraemos solo alguno. El primero resume la común experiencia amorosa («La primera espina que se clava en el alma penetra hasta el último pliegue, la segunda hace brotar un torrente de sangre; la tercera hace cicatrizar las heridas»); el segundo refleja por vez primera su idea del amor de pareja racional, hombre y mujer en armonía:
El amor es la flor más hermosa del alma, pero no debe nacer ni en el desierto del positivismo, ni en el vergel de lo ideal; en el primer caso muere abrasada, en el segundo se marchita por falta de aire. Es flor que ha de cultivarse en el campo de la razón, bajo la sombra del entusiasmo, mecida por el ama de la castidad; solo así sus pétalos llegan a desplegar toda su belleza.
Y el tercero y el cuarto adelantan la preocupación futura de Acuña por el mal de la envidia, en especial la envidia entre mujeres: «La envidia, en el hombre, puede llevar al templo de la gloria por el camino de la ambición; pero en la mujer siempre conduce al sepulcro del corazón». Encuentra fácilmente Rosario los motivos de ese mal social: «En el campo de la ignorancia solo crece la envidia», cree. Ella la estaba sufriendo personalmente de manera objetiva y subjetiva, y con toda probabilidad también en el interior de la propia familia, tan próspera y extensa, donde sentía fuerte presión social –lo deja ver, con más o menos veladuras, a lo largo de toda su vida, en textos muy diversos que no podemos ahora considerar aquí–. Pero es que ese entramado familiar amplio y triunfante socialmente en el que había crecido, «no solo nutría con afectos a sus miembros, constituía también un eficaz instrumento de promoción social para la familia»70. Sabemos por ejemplo que, en marzo de 1875, entre otras noticias de importancia, está el nombramiento por el gobierno de Cánovas de su «tío» Antonio Benavides como embajador ante la Santa Sede. Pocos meses después, en septiembre, Rosario viaja a Roma: en apariencia al menos, era ese un momento dulce de su vida.
Alojada junto a sus parientes en el imponente Palazzo Monaldeschi, el palacio de España, esa estancia romana de principios de otoño le ofreció de repente un universo ético y estético que, lejos de aliviar sus preocupaciones más hondas, reforzaría sus cavilaciones y sus dudas acerca del poder social de las clases pudientes y su íntimo lazo con la religión católica. De momento, de lo que dejó rastro Acuña es del impacto visual de las ciudades más hermosas que nunca viera –ni siquiera la radiante capital francesa, que conocía ya–. Desde Roma recordará Venecia en carta que le envía a Julia Asensi, para que la publique si la halla de interés, y de la laguna y canales venecianos destaca, sobre todo, la fuerte impresión sensible que le produjo el tipo femenino de la vendedora de flores71. Rosario advierte a Julia, ella misma delicada y romántica escritora, que, según su costumbre, va a excusar, al hablar de estas jóvenes «el estudio analítico de su posición moral en la sociedad». Pasa así a «describir ese tipo original, poético y pudiera llamarlo delicioso», si no fuera porque ello –va siendo así consciente la joven escritora del lastre patriarcal de esa costumbre de ensalzar la belleza en la mujer– resultaría «un tanto pedante y cómico para una pluma manejada por mano femenina». Cree que cualquier vendedora de flores en Europa es fina de modales, armónica, da igual que sea bella o no, pero «siempre es graciosa»; lo que sucede es que, en Venecia, hay algo más: a esa mujer, escribe, «la rodea la aureola de lo fantástico». Y es que «las flores en Venecia, a más de flores son la realidad de una ilusión…», y la ramilletera que ella observa –«alta, esbelta, vestida según el capricho de la moda, pero con gran tendencia a la elegancia»–, la que deambula por las calles y plazas ofreciendo sus ramilletes sin precio estipulado, es un «hada encantada», una figura mágica que la viajera Acuña acaba de encontrar.
Un rapto tal de optimismo no inspira sin embargo otros dos de sus textos, fechados también durante su estancia romana de principios de otoño de 1875. «Ante el sepulcro de Rafael»72, el poema con que agradece a Antonia Godínez, la esposa del embajador y pariente Benavides, las atenciones recibidas en su casa-palacio, tiene de nuevo como tema la muerte, sobre la que Rosario reflexiona contemplando la lápida y el sencillo sepulcro que contiene los restos del insigne pintor. Sobre todo, exalta la conciencia de la vida vivida, la vida plena, y el «camino / que las almas emprenden / cuando acaba en el mundo su destino». Advierte, como venía haciendo hasta aquí, que el «camino que siguen los mortales» es muy distinto en fortuna y objeto, pues «para ser iguales / no basta ni el abrazo de la muerte». A su vez, otra composición, «Sin título (Hay una senda en la vida)»73, versa sobre lo equivocado que es coger la senda de los placeres y la vanidad, y no en cambio ese otro camino, «un sendero divino / que al principio no le ves / por parecerte mezquino». Dice, sin más cautelas, que esa poesía se la inspira Dios. Y termina: «Estos sentimientos míos / Pienso que puedes creer; / Porque a mi modo de ver, / Ya estarán mis huesos fríos / Cuando los puedas leer».
En noviembre Rosario de Acuña está seguramente en Madrid, o al menos el cuento que publica en torno a las fiestas de Santos y Difuntos –otra vez en el mismo periódico que entonces alberga principalmente sus escritos–, nos lo hace pensar. Se trata de «El mejor recuerdo»74, y es ella misma, la autora, la protagonista, paseando un poco antes del día 1.º de noviembre –la conmemoración católica de los que ya no están, pero la fiesta de su nacimiento también–. Iba caminando en la mañana fría por la zona del Puente de Toledo, en el sur de Madrid, zona en la que se agrupan (hoy todavía) varios cementerios, cuando vino a su encuentro una niña como de unos once años, «seguida de un perro flaco». Cree que «era la imagen perfecta de la desgracia humana en el último límite a que puede llegar. El perro que la seguía, y que de cuando en cuando ella acariciaba, era acaso el único ser que se reconocía su inferior...». Supone Rosario que la historia de esa criatura va a ser triste y quiere averiguarla: el padre de la pequeña mató a la madre y está ahora en la cárcel; la niña quiere poner unas modestas flores a su madre, pero no sabe el nicho… Imposible no ceder al impacto de la confesión, muy difícil rehuir la ayuda a esa pobre niña:
Una sombra parecida a la tristeza, si no era la tristeza misma, vino a ceñirse sobre mi frente ante la suposición hecha por la niña de que yo fuera al campo santo. Acompañada de un fiel criado había salido de Madrid para dar un paseo, y acaso distraída me había dirigido hacia aquella parte. Nunca pensé visitar el tranquilo palacio de la muerte; confío en que llegará el día de habitarle para siempre, y no quiero sentir envidia o pena pisando sus umbrales por breves momentos. Sin embargo, la indicación de la niña casi me pareció un aviso. La mañana triste, la proximidad de la fiesta de los muertos, aniversario de mi natalicio, y acaso el deseo de ser útil a mi desventurada acompañante, inclinaron mi voluntad, que decidió penetrar en el silencioso santuario de la verdad. Hubo de fijar la atención de la niña mi pensativa actitud, y con la rápida imaginación que indudablemente tenía, casi adivinó lo que por mi cabeza cruzaba.
Se compadece entonces, pues ve que pasa hambre y penalidades que su inocencia no merece, y piensa en lo relativas que son siempre en la vida la felicidad y la tristeza. Buscan entonces al guardián del cementerio, al que encuentran clavando sobre un nicho, y esto le hace a Acuña «mal efecto», porque cree que los muertos necesitan silencio… Consigue que, a regañadientes, el hombre vaya a buscar el nombre de la madre en el registro y, mientras, Rosario repasa con la vista lo que define como «librería» de nichos, sin entender que la niña, no teniendo apenas para comer, quiera llevar flores a la muerta, por seguir –y ahí se aparece una Acuña suspicaz y distante– esa «costumbre vacía e inútil que la moda ha llevado hasta el alcázar de la muerte». Lamenta que ese ritual de ofrenda en flores, de puro compromiso –supone ella– haga que la niña crea que cae en falta si no deposita alguna, aunque sea modesta, en esa fecha; pero de repente cae en la cuenta de que quizá la acción se convierta en «sublime», pues de ese modo «el vicio de una sociedad sin creencias iba a ser transformado en virtud por el sencillo corazón de la hija de un asesino». Piensa entonces en Dios y alaba admirada sus «profundos designios». Pero en tanto sucede que vuelve el guardián, enfadado por la molestia inútil: «la muerta había sido enterrada como pobre» en el «hoyo grande». Ante el desconsuelo de la pequeña, Rosario le dice que piense en la madre, que pida a Dios que la proteja siempre, y que reparta entre los pobres lo que iba a gastar en flores…
Faltaba ya muy poco para que Rosario de Acuña, a los 25 años, imprimiera un giro importante a su propia vida: de repente alcanzaba un rotundo éxito teatral en febrero de 1876 y cerraba su compromiso matrimonial. Ello abriría en su experiencia una cascada de desafíos desconocidos hasta ahí y la pondría en el camino de convertirse en la defensora de la autonomía femenina que después habría de ser. Su preocupación por la inmortalidad del espíritu, así como por el valor de la obra artística –lo que ella llamará, al modo de la época, la «gloria»–, irán modulándose a lo largo de su vida en combinación con un acrecentado interés por la justicia social y por la educación de las mujeres como garantía de progreso. Ambas preocupaciones arraigarían en una personalidad muy fuerte, racional y sentimental a la vez, muy sensible ante las miradas y afectos del entorno, algunos de cuyos primeros pasos hemos tratado de pergeñar aquí.
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1. Proyecto de Investigación MINECO HAR2014-53699-R, La voz de las mujeres en la esfera pública (siglos XVII-XX), Rosa María Capel IP.
2. Un punto de inflexión decisivo se halla en el esfuerzo de Bolado (2007-2009), con la edición de Rosario de Acuña. Obras reunidas (en adelante OR, como se harán aquí todas las citas). Importa también tener en cuenta el resto de los trabajos de este autor acerca de Rosario de Acuña. José Bolado García ha fallecido en este año 2021, y las líneas que siguen quieren ser un tributo a su obra crítica y editora y, más aún si cabe, a su amistad.
3. E. Hernández Sandoica (2012).
4. M. Fernández Riera: <https://rosariodeacu.blogspot.com/2018/08/175-la-sobrina-descarriada.html>. Un magnífico blog, en el que encontrar, ordenada por años, las referencias bibliográficas, importante también porque incorpora una nueva fuente, descubierta hace poco y parcialmente digitalizada: la correspondencia que custodia la Biblioteca Municipal de Madrid (Cuartel del Conde Duque): <http://www.memoriademadrid.es> <http://www.rosariodeacuna.es/obras/>
5 S. Sánchez Collantes (2018).
6 Si se quiere verlo así, es también una tarea política dibujar con premura esa presencia que se diluye en un pasado –la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX– tan turbulento como abierto al cambio, un espacio poblado por logros tan efímeros como frustraciones del horizonte liberal, y cuya compleja realidad escapa tantas veces a la refracción historiográfica como al análisis literario porque su tozuda reiteración escapa en realidad a la consciencia plena de nuestras propias vidas.
7. Allí se recogen las citas completas de esta recuperación crítica y simbólica, que no reproducimos aquí por razones de espacio. Imprescindibles también C. Simón Palmer (1991); (1989). J. Bolado (1992); (1999); (2007); (2013). Í. Sánchez Llama (2001). M. D. Ramos Palomo (1997).
8. R. Lamo Jiménez (1933).
9. Á. Ezama Gil (2013). R. Osborne (2020).
10. Merece la pena recordarse el Fondo Amaro del Rosal, en la Fundación Pablo Iglesias (Alcalá de Henares).
11. S. Turc-Zinopoulos (2018).
12. M.ª J. Lacalzada De Mateo (2002).
13. M. D. Ramos Palomo (2002).
14. M. D. Ramos Palomo y I. Moyano (2019). M. D. Ramos Palomo y V. J. Ortega Muñoz (2020).
15. El artículo de Violeta se titula «Efusiones», y de todo el intercambio triangular suscitado (también mediante Amalia Domingo) se da cuenta en Amalia Domingo Soler (1995 [1965]), El texto de Rosario de Acuña: «Ecos del bello sexo [A José Amigó y Pellicer]», firmado en junio 1885), publicado primero en Las Dominicales del Libre Pensamiento, 27 de diciembre de 1885, en OR IV, &211, 171 ss.) Citas en 186 y 174, respectivamente.
16. A. M. Díaz Marcos (2012).
17. C. Arkinstall (2006).
18. S. Sánchez Collantes (2018).
19. S. Hibbs-Lissorgues (2019a).
20. C. Arkinstall (2019).
21. E. Hernández Sandoica (2019).
22. OR V, &614, XXX, 1 de noviembre de 1925.
23. OR III, &138, 97 ss., 25 de agosto de 1880, cit. 103.
24. OR III, &128, 11 ss.
25. OR II, &106, 1639 ss. «Un recuerdo de mis quince años», El Noroeste, 11 de abril de 1916. El Gladiador del Librepensamiento, 1 de julio de 1916.
26. J. Sala Catalá (1987).
27. G. Espigado Tocino (2021).
28. M. Pintos (2016), 27-28. En el caso de Rosario, que aparece en este texto citada también como «de Laiglesia», la noticia de la asistencia a la representación de El vergonzoso en palacio, de Tirso, se dataría en las inmediaciones de su matrimonio, a partir de la primavera de 1876.
29. OR IV, &246, 429 ss. Carta abierta [A Roberto Castrovido], firmado Gijón, 31 de mayo de 1918. El País, 5 de junio de 1918.
30. J. Bolado (2007), 41: «Aunque sus vivencias pronto son ricas, nunca en sus relatos de matiz autobiográfico vincula su formación de manera única a la experiencia; esta le da a su mirada el tono de persona que conoce el carácter complejo del ser humano, pero el conocimiento va unido a la ciencia, a las horas de estudio y observación y al gusto heredado de la familia».
31. S. Hibbs-Lissorgues (2011); (2019b).
32. OR III, &129, 17 ss., 9 de noviembre de 1872.
33. OR V, 93.
34. Publicado como folleto el poema, precede a la composición una dedicatoria de la autora «a mi buen amigo Vázquez, colaborador, corrector y director de la presente obrita, su agradecida y verdadera amiga, Rosario».
35. OR III, &130, 25-29: «A S.M. la reina doña Isabel II, un ramo de violetas». Bayona, s.a. [1873], 8 pp.
36. I. Burdiel (2018).
37. OR V, 363 ss.: «Los Lunes de El Imparcial», 20 de julio de 1874.
38. OR V, 230 ss.: «Ante una tumba sin nombre», firmado en Madrid, enero de 1874. xxx
39. OR V, 198 ss.
40. OR V, 368 ss. La Iberia, 23 de diciembre de 1874. Cita en 371.
41. OR V, 109 ss. «A la vida», firmado en Madrid, 1874.
42. OR V, 185 ss.
43. OR V, 176 ss. Firmado Madrid 1874, La Unión Democrática, Alicante, 23 de febrero de 1886. Lo dedica «A la señorita doña A.V. de J.», a la que luego llama Anita. Cita en 177.
44. OR V, 161 ss., firmado en Gijón, agosto de 1874.
45. OR V, 102 ss., firmado en Madrid, enero de 1874.
46. OR V, &234, firmado en Madrid, marzo de 1874.
47. QUILES (2002).
48. «A mi prima R. de A. y R.» firmado Madrid, marzo de 1874, OR V, 235 ss., Convencional también, firmado en ese mismo marzo el soneto «A la señora doña L.G.», OR V, 114 ss., en que la considera «radiante».
49. OR V, &266, 17-46. Cita en 39.
50. OR V, 374 ss., firmado en Gijón en 1874, vería la luz en El Correo de la Moda, Madrid, 10 de diciembre de 1882. Citas en 377, 378 y 379.
51. OR V, 201 ss. «En Panticosa (primera parte)» [en Ecos del alma], firmado Panticosa, agosto de 1874,
52. OR V, 205 ss. Citas en 203, 204 y 208.
53. OR V, 195 ss.
54. Por ejemplo, «A Dios. Soneto», La Crítica. Revista semanal de literatura, artes y espectáculos. Madrid, 31 diciembre 1874, OR V, 373. Subraya allí la limitación de la mente humana para comprender la esencia y omnipotencia de Dios. Termina así: «De tu divina luz desconocida, / átomos, almas y orbes son altares».
55. OR V, 170 ss.: «Al señor don Daniel Carballo, contestando a la sentida carta que le han inspirado mis composiciones», firmado en Madrid, diciembre de 1874.
56. Jover (1991).
57. OR V, 267 ss.: «Al rey don Alfonso XII cuando llegó a Madrid», firmado en Madrid, enero de 1875.
58. OR V, &267, 49-58. Madrid, 1875. La nota, de José Bolado, en 58.
59. OR V, 380 ss. Firmado en Madrid, enero de 1875, La Moda Elegante. Periódico de las familias, 14 de agosto de 1876; La Unión Democrática, 16 de febrero de 1886.
60. OR V, 146 ss. Firmado en Baeza, 2 de marzo de 1875.
61. OR V, 389 ss. La Mesa Revuelta, «Álbum de la señorita doña Carolina Villaverde y Castera», 7 de abril de 1875; El Cantábrico, 11 de septiembre de 1901; Por esos mundos, septiembre de 1901; El Noroeste, 27 de marzo de 1911.
62. OR V, 181 ss. Firmado en Madrid, junio de 1875.
63. OR V, 270 ss. Se popularizó al ser publicado en Ecos del alma, pero antes apareció en La Mesa Revuelta, 15 de julio de 1875.
64. OR V, 105 ss. Firmado en Madrid, junio de 1875.
65. OR III, & 132, 51 ss. La Mesa Revuelta, julio de 1875, después en La siesta (1882).
66. OR V, 95. Firmado en Madrid, agosto de 1875.
67. OR V, 391 ss., y OR V, & 273, 649 ss.
68. OR III, &133, 55 ss. La Mesa Revuelta, 23 de agosto de 1875.
69. OR III, &134, 63 ss. La Mesa Revuelta, 7 de septiembre de 1875.
70. M. Fernández Riera: https://rosariodeacu.blogspot.com/2018/08/175-la-sobrina-descarriada.html
71. OR III, &135, 67 ss.: «Una ramilletera en Venecia», firmado en Roma, septiembre de 1875, La Mesa Revuelta, 23 de noviembre de 1875.
72. OR V, 215 ss. Firmado en Roma, 30 de septiembre de 1875, La Mesa Revuelta, 15 de octubre de 1875 (después también en Ecos del alma).
73. OR V, 152 ss. Firmado en Roma, septiembre de 1875 [dice erróneamente 1876].
74. OR III, &136, 73 ss. Firmado en 1875, La Mesa Revuelta, 7 de noviembre de 1875.