LA ESTÉTICA DE LA CRUELDAD
EN LA ESCRITURA DE ANGÉLICA LIDDELL
Y SU PRESENCIA EN ¿QUÉ HARÉ YO CON ESTA ESPADA?

Mercedes Jiménez Vega

Universidad de Málaga

Recepción: 24 de julio de 2024 / Aceptación: 30 de septiembre de 2024

Resumen: Angélica Liddell, referente contemporáneo de la escena española y europea, trabaja con la herida personal para redimir la violencia real colectiva en un teatro impregnado de dolor que se expresa a través de una estética de la crueldad. A partir de un estudio centrado en el plano retórico sobre ¿Qué haré yo con esta espada? (Aproximación a la Ley y al problema de la Belleza) de su Trilogía del infinito (2016), una obra que explora artísticamente los orígenes del Mal, se observan algunos de los recursos que la dramaturga emplea para reflejar en su escritura esta estética de violencia poética.

Palabras clave: Angélica Liddell, ¿Qué haré yo con esta espada?, estética de la crueldad, violencia poética, teatro posdramático.

Abstract: Angélica Liddell, a contemporary model in the Spanish and European scene, works with the personal wound to redeem the shared real violence in a theatre covered in pain that finds its way through an Aesthetics of Cruelty. Based on a study of the Rhetoric of ¿Qué hare yo con esta espada? (Aproximación a la Ley y al problema de la Belleza) of her Trilogía del Infinito (2016), a play that explores the origins of Evil, some of the elements used by the playwright to show this Aesthetics of Poetic Violence in her writing can be observed.

Keywords: Angélica Liddell, ¿Qué haré yo con esta espada?, Aesthetics of Cruelty, Poetic Violence, Postdramatic Theatre.

La estética de la crueldad: contextualización

La crueldad, la violencia ha sido siempre inherente al ser humano y esto ha traído consigo que tenga cabida en el teatro desde sus orígenes en Grecia, con su empeño por «presentar un mundo dominado por el mal» donde seres que cumplían cánones de belleza cometían atrocidades, como Saturno que devora a sus hijos o Medea que mata a los suyos para vengar la infidelidad de su marido (Eco, 2007: 34). Si se viaja hacia adelante en el tiempo, hasta comienzos del siglo xx, puede apreciarse que lo violento ha seguido presente en el arte llegando al movimiento generado por Antonin Artaud que lleva consigo lo cruel explícito en el nombre: Teatro de la Crueldad. En los diversos manifiestos que presentó recogidos en su ensayo de 1938, El teatro y su doble, propone una estética de la crueldad que parte de la idea de que el teatro «tiene también sus sombras» y es capaz de agitar aquellas «en las que siempre ha tropezado la vida» (Artaud, 2011: 14). Este director francés entiende el teatro como una «acción inmediata y violenta» que provoque en el espectador un eco profundo, pero que además «domine la inestabilidad de la época» (2011: 111). Entiende el teatro como la herramienta precisa para volver a «comprender y ejercer la vida» (2011: 12). Estableciendo una semejanza con la peste, dice Artaud (2011: 33-37) que el teatro es ese espacio en que se propicia la caída de la máscara de hipocresía social revelando el impulso cruel y violento que reside en todos los seres humanos. De esta forma, defiende que la crueldad debe ser la base de todo espectáculo para conseguir penetrar en la profunda oscuridad del público, entendiendo la crueldad como «apetito de vida, de rigor cósmico y de necesidad implacable», al mismo tiempo que dolor e «ineluctable necesidad, fuera de la cual no puede continuar la vida» (2011: 135).

Avanzando a la segunda mitad del siglo xx, el ambiente teatral que baña el final de siglo es el denominado por Hans-Thies Lehman (2006: 23-24) como teatro posdramático y engloba a artistas como Tadeusz Kantor, Heiner Müller, Pina Bausch o Robert Wilson. Esta tendencia dramática tiene sus antecedentes en la renovación que surge «tras la crisis del drama simbolista de finales del siglo xix, que se vio influenciada, a su vez, por las vanguardias históricas y derivó, en cierto modo, en una vuelta a los orígenes del teatro» (Loureiro Álvarez, 2019: 63). En consonancia con ese mirar de nuevo hacia el germen del teatro, se generan modelos de teatro como ritual, ceremonia mística o juego popular, invitando al espectador a «una participación directa y diferenciada» (Cornago Bernal, 1999: 22), buscando una actualización de la tragedia al siglo xx (1999: 125). De tal forma que se da lugar a un teatro ritual en que se busca una suerte de sacrificio poético que «tiene que ver con la obtención de la libertad» y la redención de la violencia real colectiva a través de una violencia poética espiritual (Liddell, 2015: 101). Este sacrificio se coloca en el escenario para dar pie a «conclusiones espirituales a las que no se puede acceder en la vida calculada» (Liddell, 2015: 46, 102).

Referente imprescindible para entender la elevación de la escena a consideración de espacio para el rito resulta el director polaco Jerzy Grotowski, quien lo expone en su Hacia un teatro pobre de 1968. Para Grotowski el teatro logra emanar la energía espiritual haciendo trascender el mito. Las dos claves para alcanzar la transgresión, la catarsis eran el terror y el sentimiento de lo sagrado, así el espectador podría recoger «una nueva percepción de su verdad en la verdad del mito» (Grotowski, 2008: 17); de manera que tragedia y rito van estrechamente de la mano. Este director plantea que en aquellos años resultaba imposible que la audiencia pudiera identificarse con el mito (2008: 18). Se precisaba por tanto una confrontación con este, haciendo una «exposición llevada a sus excesos más descarnados» para devolver a «una situación mítica concreta», a «una experiencia de la verdad humana común» (2008: 18). El brutal despojo y el ofrecimiento público del cuerpo exponiendo las capas más íntimas los entiende como fundamentales para provocar el quebrantamiento de la máscara vital (2008: 18, 27).

Las nuevas tendencias teatrales surgidas a finales del siglo xx impulsan una renovación del pacto «espectatorial» con el público (Torre Espinosa, 2016: 718), puesto que invitan a una recuperación de la intimidad a través de la confusión entre lo privado y lo público en ese espacio ritual donde se proponen sacar a la luz la oscuridad humana. El escenario no es entendido ahora como el lugar del espectáculo porque «el espectáculo lo presencia el espectador [ahora] delante de la pantalla del televisor» (Vasserot, 2015: 11). De este modo, las demostraciones crueles y la estética del horror serán las que desvelen la hostilidad del mundo (Castro Flórez, 2019: 205), en un momento en que la realidad parece haber quedado desdramatizada por el constante flujo de información (Liddell, 2015: 42). Ante una humanidad narcotizada por el desastre, en la actualidad se deviene como urgente «una estrategia de bombardeo terrorista» en el arte para tratar de despertar las conciencias (Castro Flórez, 2019: 159-161). Todo conduce hacia un movimiento teatral fundado en una estética de la crueldad que busca recuperar la identidad perdida en estos tiempos de «muertes colectivas» (Liddell, 2015: 99).

Angélica Liddell, referente de la violencia poética

En esta atmósfera de crueldad que envuelve el teatro posdramático es donde se mueve la poeta, dramaturga, directora, actriz y crítica de su propia obra, Angélica Liddell quien, junto a Rodrigo García, se ha convertido en uno de los principales exponentes de este movimiento en España (Torre Espinosa, 2016: 716-717). Además de recuperar el horror de la información real y redramatizarla en el escenario, Liddell lleva a cabo en sus dramaturgias un borrado de la línea entre lo privado y lo público en una búsqueda por devolver a la sociedad la intimidad y la vulnerabilidad que está perdiendo. Su marcada estética e intenciones se vislumbran con claridad desde los inicios de su producción, dada una necesidad constante de sobrevivir al agón de la vida, que fuera del escenario se revuelve contra ella: «Me aniquila» (Liddell, 2024: 2). Angélica Liddell constituye un ejemplo vivo de creadora de un arte doliente basado en la estética de la crueldad.

Liddell, cuyo pseudónimo remite al apellido de la Alicia real que inspiró a Lewis Carroll para su Alicia en el país de las maravillas (Loureiro Álvarez, 2019: 62), combina sus estudios en Psicología y su formación en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (Monti, 2016: 156) en una producción dramática que explora los aspectos más sórdidos de las relaciones humanas y que tiene sus inicios con su pieza Greta quiere suicidarse, por la que recibe el Premio Ciudad de Alcorcón en 1988. Sin embargo, sería en 1993 cuando comienza su «venganza por la mediocridad de la vida» (Liddell, 2024: 2), con el estreno de aquella premiada obra por su recién creada compañía Atra Bilis junto a Gumersindo Puche. El propio nombre de la compañía ya sería un indicador del rumbo que habría de tomar su teatro, puesto que apela a la bilis negra, uno de los humores descritos por Hipócrates que se corresponde «al temperamento suicida y melancólico» (Gutiérrez Carbajo, 2006: 94). Siguiendo la bibliografía que expone Rovecchio Antón en su tesis (2015: 604-605), a Greta quiere suicidarse le siguen obras como La falsa suicida (2000), Monólogo necesario para la extinción de Nubila Walheim y Extinción (2002), Mi relación con la comida (2005) o Y los peces salieron a combatir contra los hombres (2005), hasta llegar a 2007, año en que Liddell se consagra en la escena española con el estreno de Perro muerto en tintorería: los fuertes en el Centro Dramático Nacional (Torre Espinosa, 2016: 719), y 2008, cuando recibe el Premio Valle-Inclán de Teatro por El año de Ricardo. En adelante, Liddell vería cómo su trayectoria sería laureada mientras se convertía en un referente del teatro contemporáneo a nivel español, pero también europeo, ya que en 2010 es invitada al Festival de Aviñón, donde representa La casa de la fuerza (Salino, 2010: s/p), obra galardonada en 2012 con el Premio Nacional de Literatura Dramática. De igual modo, esta dramaturga es premiada en 2013 con el León de Plata de la Bienal de Teatro de Venecia (López Ruiz, 2017: 89) y nombrada Chevalier de l'Ordre des Arts et des Lettres por el Ministerio de Cultura francés en 2017 (Romo, 2018: s/p).

Después de asegurar en 2014 que no volvería a actuar en España debido al desinterés de las instituciones nacionales hacia la cultura, regresa en 2018 a los escenarios españoles subiendo a Teatros del Canal su Trilogía del infinito, conformada por tres obras estrenadas previamente en el Festival de Aviñón de 2016: Esta breve tragedia de la carne, ¿Qué haré yo con esta espada? (Aproximación a la Ley y al problema de la Belleza) y Génesis 6, 6-7. Su producción continuaría con piezas como Una costilla sobre la mesa en una búsqueda constante de hacer hablar a la herida, a pesar de que el sacrificio de la palabra siempre le ha resultado insuficiente. Maltrata el lenguaje intentando encontrar un sentido a la existencia, pero entiende la utilización de este como un fracaso que «se ha ido convirtiendo poco a poco en un castigo» (Liddell, 2024: 3). Para Liddell «la palabra nace fracasando, aniquilada ininterrumpidamente por lo real, inevitablemente frustrada» (Liddell, 2015: 17), debido a que existe un alto grado de incompatibilidad entre el dolor y la expresión (2015: 18). Sin embargo, tras enmudecer en 2021 con Terebrante, la dramaturga recupera la palabra como elemento vertebrador de sus creaciones, sustento de su estética de la crueldad y principal objeto de sacrificio. De esta manera, Liddell continúa escribiendo ya que necesita «llegar a una tregua con el sinsentido de la existencia» (Liddell, 2015: 15-16) y entre 2022 y 2024 su dramaturgia se amplía estrenando en 2022 Caridad; en 2023, Liebestod. El olor a sangre no se me quita de los ojos. Juan Belmonte y Vudú: (3318) Blixen; y en 2024, DÄMON. El funeral de Bergman. A ello hay que añadir la publicación de libros como Kuxmmannsanta en 2022 o Los barcos hundidos que te visitan en 2023.

En todas sus creaciones Liddell contribuye a provocar el desasosiego de los espectadores para transmitirles lo insoportable de la realidad a través de una desgarrada sinceridad y dolor auténtico (Monti, 2016: 160). Su estética cruel se halla en la agresividad de las formas, en su lenguaje que es provocativo y soez, en el derribo de convenciones socialmente admitidas (Torre Espinosa, 2016: 721). Todo radica sin lugar a duda en la necesidad de representación de lo inmoral y de las heridas para plantear preguntas desagradables que eleven a la sociedad y sublimen el dolor (Vela, 2023: s/p). El pensamiento de quien asiste a una pieza de Liddell o de quien lee sus palabras se dirige hacia un sentimiento de incomodidad, en primer lugar, por los temas que aborda la dramaturga, puesto que como dice Gutiérrez Carbajo (2016: 94) muestra «la llaga social del estado de bienestar». Tienen cabida en sus obras los asuntos de los que nadie desea hablar porque el mundo pareciera más sano si se obvian; esto es, no solo lo injusto y cruel, sino todo lo que la ley de lo «biempensante» y del Estado castiga. Rescata del naufragio, de esta manera, la masturbación, el sexo, el rechazo a tener descendencia, la senectud, el suicidio, la descomposición de la institución familiar, el maltrato, la violación, la pederastia, la muerte violenta, las guerras...

A través de personajes «supervivientes de la catástrofe» se exhibe un mundo interior con un tono confesional donde «el público no tiene forma de saber [...] si la persona que tiene delante es un personaje stricto sensu o si efectivamente [se ha construido la pieza] a partir de una vivencia traumática» (Loureiro Álvarez, 2019: 72-76). Incluso, es interesante observar cómo esos mismos personajes en ocasiones son justificados a pesar de su maldad. Aparecen, alguna vez, personajes de los que se busca entender su comportamiento, que no es más que la consecuencia de su propia herida. Son personajes dominados por una rabia impuesta por el dolor que sienten. Es el caso del Frankestein de Liddell, donde la autora ensalza la dulzura y la ternura del monstruo, porque su maldad es la reacción natural al odio recibido desde el nacimiento (Rovecchio Antón, 2014: 118).

La estética de la crueldad en ¿Qué haré yo con esta espada?

Estrenada y publicada en 2016, se encuentra escrita con la peculiar estructura de diario que combina género epistolar y verso libre. ¿Qué haré yo con esta espada? es una muestra de cómo la escritora catalana no recurre a una única técnica, sino que movida por la urgencia expresiva emplea muy diversas formas discursivas, como se aprecia en sus demás producciones donde combina correos electrónicos, noticias de prensa, relatos, citas textuales, letras de canciones, himnos sacros en latín... además de las ya mencionadas (Monti, 2016: 159).

Esta obra dramática, en relación con la necesidad de expresar los horrores del mundo, realiza una suerte de recorrido por hechos violentos en búsqueda del origen del Mal. Establece una confrontación entre lo ético y lo estético, defendiendo la separación de los criterios de las leyes del Estado y las leyes de la estética, y que solo estas últimas podrán juzgar las creaciones artísticas. De manera que se respalda la libertad de expresión en el teatro, donde tiene cabida hasta comprender las acciones de un antropófago. Además, se trata de dar solución al problema de la Belleza. Propone el supuesto de que la Belleza y la fealdad están conectadas al punto de que se habla de lo mismo al discutir sobre uno u otro concepto. La fealdad y la repugnancia hacia lo feo fueron el primer paso hacia el Amor y, en consecuencia, hacia la Belleza. Sugiere una conexión inquebrantable entre el Mal y el Amor, ofreciendo la teoría de que lo primero tiene su origen en la necesidad brutal de lo segundo. La destrucción de la belleza visible pretende alcanzar la invisible, trascender por una revelación mediante el espanto y el horror. Se convierte el Mal en una necesidad para que el Bien exista. Esta propuesta viene acompañada en la obra por la exposición de una serie de actos de violencia que se siente inacabable. Para la justificación de aquella teoría, Liddell se sirve principalmente del asesinato de Renée Hartevelt (crimen caníbal cometido por Issei Sagawa en 1981) y de los atentados de París en noviembre de 2015, que tuvieron lugar al mismo tiempo que la actriz se hallaba de gira en Francia. También acompaña el relato de estos acontecimientos con la detallada descripción de cómo muere un animal en el matadero, con la explicación de una autopsia, con Ted Bundy, Jeffrey Dahmer... De igual forma introduce un diálogo con Dios que recuerda la mística de santa Teresa de Jesús, colocándolo en la posición de amado, pero cuestionándose la existencia de este y argumentando la lógica de la furia de Dios ante la miserable actitud del ser humano. A todo lo referido se le suma una crítica sobre la perpetuación de la vieja tradición, ya podrida, concluyendo que es imposible el nacimiento de algo nuevo a partir de dicha podredumbre.

A continuación, se presentarán tres mecanismos que se pueden tomar como imprescindibles para que la estética de la crueldad se haga presente en las páginas de ¿Qué haré yo con esta espada? Dado que se trata de elementos relacionados con la fábula, el personaje y la retórica, se pretende esclarecer la evidencia de que la violencia poética inunda los aspectos que son fundamentales para que una obra misma se genere. Entonces, los recursos a analizar habrán de ser: la asociación entre el artista y el criminal como punto de partida de la pieza; la autoficción como modelo discursivo en el que personaje y autora se confunden; y el lenguaje, que será estudiado en el sentido de la palabra en sí misma y la crueldad que puede encarnar.

Asimilación artista-criminal

La premisa básica para que esta unión de ideas se produzca es el sentido de que ambos, criminal y poeta o artista, están ligados por una profunda herida. La ira y la rabia que mueven los actos de estas personas toman su impulso del inmenso dolor de una herida sin sanar. Liddell (2024: 1) dice que la ira y el sufrimiento solo encuentran una salida, un discurrir hacia la libertad a través del arte y del crimen. Entonces, establece como punto común entre quien crea y quien comete un crimen la necesidad de liberarse, como afirma en ¿Qué haré yo con esta espada?: «El asesino simplemente tiene un deseo enloquecido de libertad» (Liddell, 2019: 44).

Expresar tal idea en sus páginas conecta con esta estética de lo cruel porque coloca al lector en la incómoda posición de, en cierto sentido, llegar a entender la procedencia del Mal y, por tanto, se ve instado a comprender las acciones de individuos como Issei Sagawa. Y para que el lector llegue a esa conexión con quienes fueron dominados por el Mal, primero será ella la que se equipare a los criminales, admitiendo verse reflejada en el impulso que mueve a Sagawa.

El Mal procede de una necesidad brutal de amor. El amor es ese precepto divino que ha dado lugar a toda la violencia extraordinaria que nos funda.

Usted devoró a una mujer y yo escribo. Pero usted y yo somos iguales. Todo procede del mismo instinto, del mismo vacío primordial (Liddell, 2019: 44).

Siempre conectará el sentimiento de destrucción de la belleza visible con la pretensión de alcanzar la invisible, de trascender e ir más allá, como si se tratara del mismo acto de sacrificio del que se habla en su teatro. Surge la necesidad de llevar a cabo un sacrificio poético para poder llegar a la transgresión, porque Liddell toma el sacrificio como «un asesinato en suspenso» (Liddell, 2015: 112). Es solo a partir de tal suspensión de la ética que se puede trabajar con una «forma moral del mal» para despertar la moralidad del lector (2015: 112-113).

La dramaturga entiende el «vacío de una vida sin amor» (Liddell, 2015: 144) como el germen de la violencia poética o real. Trabaja la autora, entonces, desde la idea de la angustia por el deseo frustrado de alcanzar lo invisible, de llenar aquel vacío, sin que suponga una justificación del criminal y de la existencia del Mal, pero sí reconocer que irremediablemente los impulsos violentos y la herida que los provoca pueden aflorar en cualquier individuo.

Mi pasión por el asesino / procede del odio que siento por mí misma. / Descuartizo en la misma medida que me aborrezco. / Nunca haría más daño / que el daño que siento dentro de mí. / Ante la falta extrema de amor busco el horror extremo. / Condenada a la compañía de personas que nunca me querrán, mis anhelos proceden del desierto y se dirigen al desierto (Liddell, 2019: 137).

La autora plantea un tipo de artista que «se mueve en los límites de un desajuste con la sociedad» (Ojeda, 2022: s/p). El artista, el bufón tachado de loco, tiene la misión de romper el pacto del orden social que se apoya en la hipocresía, ha de desprender la máscara de los hipócritas (Liddell, 2015: 85). Los artistas habrían de ser inimputables como los locos o los niños, pues juegan en el terreno de la sinrazón (Ojeda, 2022: s/p). El criminal y el artista están por encima de la razón, que es la que prohíbe antes que explicar. Son el crimen, el amor y la tragedia los que trascienden a la razón y posibilitan la redención (Caruana Húder, 2022: s/p). No puede entenderse el teatro de Liddell sin apreciar que conecta con el mito y con el teatro trágico en el punto en que este último «afirma que las esferas de la razón, el orden y la justicia son terriblemente limitadas» (Steiner, 1970: 13). La perspectiva trágica es la que le permite establecer un pacto escénico en el que se transgreda lo racional y se manifieste una violencia de otra forma inexpresable.

El juego autoficcional

La autorreferencialidad es una de las características que suele encontrarse en las producciones posdramáticas, donde se encuadra Liddell quien, con frecuencia, recurre a la autotematización como acompañamiento de la denuncia social. La dramaturga ofrece el desnudo de su parte más privada y vulnerable desdibujando los límites entre lo íntimo y lo público, para generar una atmósfera de ambigüedad e incertidumbre a causa del solapamiento de personaje, escritora, directora y actriz que rompe la ilusión teatral y evidencia la condición inseparable de realidad y ficción en el teatro (Lehmann, 2006: 102).

Para volver a hacer real el sufrimiento, Liddell considera necesario poner el sufrimiento humano sobre el escenario, trabajar con el dolor auténtico en una lucha sin descanso por comprender la vida, aunque suponga que los lectores se vuelvan intolerantes, porque al presenciar «actos de violencia poética [que recuerdan a la violencia real] la sociedad se acobarda, se agusana y se vuelve injusta, sorda y ciega» (Liddell, 2015: 36-37, 41). Esta estrategia narrativa provoca incertidumbre en «las tareas interpretativas del receptor», quien decodificará la contradicción ficción-verdad «según las convenciones de verosimilitud literaria» (Luque, 2023: 314). El desdoblamiento que se produce cuando el «sujeto-escritor» pasa a «sujeto-escrito» forma parte de un proyecto de búsqueda de veracidad estética y de realidad que permita conectar con el lector a través de un espacio casi «autobiográfico» (Hugueny-Léger, 2009: 20), invitando a una normalización de la cara velada y profunda de las personas. Conecta con la idea comentada por González (2014: 233-234), quien incide en el hecho de que el teatro posdramático es una «present-ación» y no «re-presentación» en la que el personaje se sustituye por una voz autorial que, por su menor literalidad, es más presente.

Se trata del ofrecimiento del cuerpo que defendía Grotowski, pero trasladado a lo verbal, exteriorizando las palabras que la autora guarda en lo más profundo de sí. Liddell aplica la violencia poética entendida como Grotowski en tanto que esta se utiliza con el sentido de liberación y «exposición llevada a sus excesos más descarnados» que pretende devolver a «una experiencia de la verdad humana común» (Grotowski, 2008: 18). Emplear la autoficción se muestra como una forma de ejecutar el «autosacrificio» que eleva al teatro hacia la ritualidad y que se deviene como necesario para expresar el dolor (Bottin, 2012: 783).

En ¿Qué haré yo con esta espada? existe una suerte de convergencia de los géneros que Arroyo Redondo (2011: 446) considera antecesores de la autoficción: la novela del «yo», la autobiografía y el ensayo literario. Se produce en esta pieza ese «posicionamiento híbrido» del que habla Torre Espinosa (2014: 57), en que el lector confunde si se trata de una invención o si «tiene referencialidad en el mundo real». La confluencia de aquellas «cuatro personas» (personaje, escritora, directora y actriz) permite que se dude de si el discurso sobre estética y orígenes del mal dicho por «Liddell personaje» coincide con el pensamiento de «Liddell autora». Del mismo modo, se piensa cuando el personaje narra el entorno de abuso y violencia en el que se había criado, suscitando en el lector la creencia de que tales acontecimientos fueron vividos por la autora. Tal punto de incertidumbre incomoda al receptor, especialmente al tratarse de hechos violentos que sustentan la estética de la crueldad que Liddell trabaja. Así, por ejemplo, se traslada la obra al recuerdo (o no recuerdo) de cómo fue su infancia en el pueblo:

[...] donde mi abuelo ahorcaba a los perros, / ahogaba camadas enteras de gatos, / azotaba a las mulas, / pateaba a las cabras / le retorcía el cuello a las gallinas, / [...] allí donde yo misma / abrasaba el culo de las gallinas con hierros ardiendo / y ahogaba crías de pavo en cubos llenos de agua (Liddell, 2019: 201-202).

Una de las herramientas que más ayudan a generar esa inquietud en el lector que intenta descifrar qué es real y qué ficción, bien podría ser la tendencia de Liddell a incluir en sus piezas sucesos que afectan a la colectividad social. Esta inclinación es, además, un elemento propio de la autoficción, donde la voz autorial dentro del mundo ficticio busca «mantener una apariencia de conexión con la realidad extratextual» (Arroyo Redondo, 2011: 447). La inclusión de la memoria individual en convergencia con la colectiva que puede observarse en la dramaturgia lidelliana ya se encontraba presente en las creaciones de Kantor quien, además de recrear espectáculos a partir de su propia vida, la hacía confluir con la memoria histórica (Nawrot, 2019: 193-195).

En la obra aquí analizada, esta relación de lo íntimo con el acontecimiento social se halla en la conexión que establece con el atentado terrorista de París en noviembre 2015. La artista se hallaba representando Primera Carta de San Pablo a los Corintios en el Teatro del Odeón de París el día que los crímenes sucedieron. En esta pieza la actriz hace un conjuro al Mal para que el Bien exista; mientras eso ocurría en el escenario, la masacre tuvo lugar. Lo que aconteció en su gira queda plasmado en ¿Qué haré yo con esta espada?, donde se puede leer:

Si hubiera terminado con mi propia vida / el día 10 de noviembre / nada malo hubiera ocurrido en París / el 13 de noviembre. Si me hubieran encontrado muerta / el día 10 de noviembre / en aquel apartamento de mierda de París, si me hubieran encontrado muerta, / muerta de verdad, / nada de esto hubiera sucedido (Liddell, 2019: 195-196).

Lenguaje: ruptura del decoro

Una característica común en aquellos que trabajan el teatro posdramático es la presencia de un soplo poético alejado del canon clásico de belleza debido a un lenguaje bañado en coloquialismos que en ocasiones rozan la vulgaridad (Carrera Garrido, 2013: 89). La combinación de lo político con lo poético propia de este teatro, esa imbricación que resulta en una escritura comprometida ajena a una necesidad de denuncia inmediata (Torre Espinosa, 2016: 717), se traduce en un versolibrismo con profusas figuras retóricas como la anáfora, el isocolon, la aliteración, la ironía, la epanadiplosis, o los tropos como la metáfora o la metonimia (Carrera Garrido, 2013: 89). En cuanto a Angélica Liddell, es el lenguaje el que permite la creación de una atmósfera cruel que «envuelve todo el evento teatral» (Loureiro Álvarez, 2019: 76), siendo su barbarie lingüística, que algunos podrían llegar a censurar, uno de los elementos más caracterizadores de la dramaturga gerundense. En la alternancia que presenta de prosa poética y verso libre, se reconoce una innegable dimensión poética que convive con un lenguaje feroz y cruento, donde son frecuentes los recursos literarios del teatro posdramático ya mencionados (Loureiro Álvarez, 2019: 76).

Torre Espinosa (2016: 721) explica cómo la palabra blasfemadora se convierte en una herramienta para derribar las convenciones sociales que, aunque admitidas, condenan la existencia humana. Podría entonces decirse que Liddell rompe con lo que tradicionalmente se ha entendido como decoro o conveniencia. Esta virtud retórica, el decoro, según Mayoral (1994: 23-25), recoge las propiedades que se refieren a la constitución del discurso y a las relaciones entre este y las circunstancias presentes en el proceso de emisión-recepción. Se establece una división dentro del decoro por la cual encontramos el decoro interno y el externo. El segundo tiene que ver con quién trata el discurso, ante quién, dónde y cuándo. Ante los ojos de aquellos anclados a la tradición, Liddell cometerá vicios en este sentido, aunque estos vicios serán susceptibles de ser tolerados como licencias discursivas. Mayoral (1994: 27) explica apoyándose en las Anotaciones de Herrera, que los vicios en el decoro externo aluden a la inserción de contenido o expresiones de naturaleza escatológica, de carácter obsceno. La ruptura de esta virtud se justifica en la necesidad de Liddell de conducir al público hacia un estado de desasosiego con el objetivo de hacerles insoportable su propia realidad. Según Monti (2016: 157), el espectador se ve forzado a confrontar los aspectos más sórdidos de las relaciones humanas y parte de ello es posible gracias a las elecciones lingüísticas que toma Liddell en la elaboración de sus textos, porque si se persigue «una expansión del teatro hacia la vida» (Torre Espinosa, 2016: 726) no pueden negarse los aspectos más coloquiales, escatológicos, naturales del lenguaje.

Es el sistema lingüístico su principal arma en este caso y, a pesar de que las dramaturgias de Liddell están hechas para llevarse a escena, sus textos son el gran armazón que sustenta cada pieza. Cada palabra es tan importante para ella, como insuficiente para la total expresión del dolor. La palabra es la primera forma de horrorizar. Cada insulto, cada brutalidad escrita «busca que el lector se sienta vulnerable porque así puede sentir el horror que han sufrido otros» (Úbeda Sánchez, 2019: 4). Pretende sacar a la luz toda la inmoralidad, todo lo que queda fuera de la norma social, para suscitar cuestionamientos incómodos que impulsen esa búsqueda de respuestas. Quiere generar conciencia de cambio y enriquecer la sociedad, y solo parece posible desde la incomodidad y la inmoralidad en el arte (Vela, 2023: s/p). Dicho fin lo alcanza colocando su obra en el polo opuesto de lo que tradicionalmente es considerado bello, como ya ha sido mencionado en apartados anteriores. «El texto dramático se abre al registro de lo grosero en línea con la cultura trash, remitiendo la violencia verbal a la violencia de lo real» (Garnier, 2012: 131). Es decir, el lenguaje descarnado que violenta al lector es empleado por Liddell para reflejar la crueldad del mundo real, no solo a partir de los temas que trabaja o de sus partituras de movimiento en escena, sino que lo cruel es traído a las páginas a través de cada una de sus palabras. De este modo, toda su creación supone un cóctel con elevado porcentaje de crueldad concentrada.

Me han entrado ganas de decirle: «Te conozco, tú eres, con tu sebo monstruoso, eres, sí, eres mi último esfuerzo para ser feliz en la tierra, tu deformidad procede de esa belleza [...] no eres un mórbido desahuciado, repugnante y vil, impotente para evitar el hedor fétido que exudan los pliegues de tu horrenda carne [...]» (Liddell, 2019: 69).

Toda esa mierda atesorada, / que desprendía olor a carne humana enmohecida, / como la carne de un viejo / al que todos le desean la muerte por puro aburrimiento, / porque ya hizo el puto viejo suficiente daño en la tierra / [...] toda esa mierda, toda, toda esa mierda estomagante (Liddell, 2019: 91-92).

Estos fragmentos suponen dos de la amplia variedad de ejemplos que puede ofrecer ¿Qué haré yo con esta espada? para apoyar esta argumentación. Se puede apreciar en ellos cómo Angélica Liddell ignora todas las reglas de lo políticamente correcto para hacer suyas las palabras que nadie quiere escuchar en un discurso y obligar a pasar los ojos una y otra vez sobre ellas al leer. Quizá precisamente porque las leyes de lo políticamente correcto proceden de las leyes del Estado, esas que Liddell tanto ha insistido que nada tienen que ver con las leyes de la Belleza, porque aquellas primeras leyes son «el ridículo triunfo de los que nada crean, de los que nada imaginan y de los que nada sueñan» (Liddell, 2019: 145). Las leyes de lo políticamente correcto tienen su origen en la mezquindad que «se distingue por los sarpullidos ocultos, / bien maquillados, / y un olor a cáncer en el aliento» (Liddell, 2019: 157). No habría verdad en el teatro de esta dramaturga si se obviara este lenguaje «feo», que contiene toda la franqueza del Mal.

Conclusiones

La poeta, dramaturga, directora y actriz Angélica Liddell constituye un ejemplo contemporáneo de creadora que busca insaciablemente la sublimación de la herida social a través de su sacrificio individual. La cicatriz de la herida personal permanece abierta dado que entiende Liddell que ha de seguir siendo expuesta, mientras la colectiva no se desinfecte. Toma la violencia poética como arma que le permite escribir y luchar contra «la estafa de la existencia» (Liddell, 2024: 2) «en vez de disparar a alguien» (Liddell, 2015: 121). La poesía es el espacio en que la violencia tiene cabida para hacer visible la inmoralidad. Pretender suprimir este aspecto del arte daría lugar a discursos «biempensantes» que no elevaría a la sociedad intelectualmente frente a la masa amorfa e indiferenciada, sino que la uniformizaría en la necedad (García Miranda, 2022: s/p). Es en este sentido en el que escribe Angélica Liddell:

Todo empieza en vuestras casas / y se extiende como el tifus hasta la poesía, / hasta querer limpiar la mierda, la sangre y el semen / de los versos, / en vuestro empeño por asfixiar lo amargo, / por asfixiar todo aquello / que os devolvería la intimidad con vuestros instintos, / que os devolvería el alma, / el misterio y el genio salvaje, / y evitaría vuestra extinción espiritual. / [...] Os ahogaréis si no permitís que penetre la muerte, / [...] Vuestro racionalismo es un escupitajo contra el infinito (Liddell, 2019: 252).

¿Qué haré yo con esta espada? no solo supone una evidencia de la estética de la crueldad en la escritura liddelliana, sino que la obra permite conocer los motivos de su dramaturgia y las inquietudes de la autora en tanto que se trata de una reflexión filosófica y estética en sí misma. Esta pieza de 2016 muestra un profuso empleo de vocablos obscenos y descarnados que apoyan que el lenguaje es su principal fuente de violencia para alimentar la estética cruel de su teatro, a pesar de que admita pensar que «en esta época de verborrea superflua el mayor mérito sería no escribir, no escribir, no escribir, dejar de escribir, como Andrei Rublev dejó de hablar» (Liddell, 2015: 18). Y, aunque sostenga que «todos pueden vivir sin nuestras palabras» (2015: 18), sus producciones necesitan sustentarse sobre esa base de sórdida elocuencia que grita las palabras que todo el mundo calla, proporcionando al receptor ese destape de lo oculto, de la verdad. La propia Liddell (2015: 20) se preguntará si su «violencia es un simple recurso estilístico o un hambre de verdad, es decir, hambre de excremento». Rompe el decoro de la literatura para desestabilizar los esquemas de las leyes del mundo que pretende rechazar. El lenguaje soez y provocativo otorga una agresividad a las formas que potencia el mensaje de cariz existencialista (Torre Espinosa, 2016: 721) gracias al contraste que propicia la presencia del halo poético común a la escena posdramática.

Úbeda Sánchez (2019: 7) afirma que en esta pieza «la belleza late al compás de lo horrible». El planteamiento que ofrece de la belleza de lo horrendo viene, además, justificado en esta obra donde indaga sobre los orígenes del Mal y coloca al lector en la posición de entender los actos de un criminal. Instigar a esta comprensión es posible gracias a la asociación de sí misma con el asesino de Renée Hartevelt. La equiparación propuesta incomoda al lector conduciéndolo a poder reconocer esas pulsiones violentas en su propio interior. De ahí que este recurso haya sido elegido contribuyente a la estética de la crueldad en ¿Qué haré yo con esta espada?, ya que aborda un asunto inmoral que propicia la reflexión ética.

La autoficción es para Liddell la única certeza confiable en un mundo donde la realidad se encuentra manipulada y la ficción resulta insuficiente para expresar el dolor (Liddell, 2015: 104). Es la herramienta que podría ayudar a «alcanzar algún instante de verdad» (2015: 104), generándose una poética que nace del «horror inexpresable» (Vasserot, 2015: 10), de un horror tan verdadero que solo la caída de la máscara social y la exhibición del mundo interior pueden lograr una expresión en alguna medida auténtica.

Los aspectos aquí expuestos colaboran en la conformación de una disonante e incómoda armonía en la que se vertebra la estética de la crueldad de Angélica Liddell en ¿Qué haré yo con esta espada?, sin ser los únicos elementos presentes que permiten a la violencia expresarse en aquellas páginas. Un análisis más extenso abarcaría el empleo y la función de distintas figuras literarias de relevancia dentro de las tendencias posdramáticas como las de repetición o los tropos o, incluso, un recorrido por los diferentes actos violentos e imágenes crueles que son recreadas en la pieza como parte de esa exploración del Mal que realiza Liddell en el texto. Sin embargo, los elementos analizados pueden considerarse como imprescindibles para que la crueldad se palpe en sus páginas mostrando, por otro lado, que la escritura liddelliana sostiene por sí misma la estética de la crueldad, más allá de la puesta en escena y el sacrificio que en ella se hace de la palabra y del cuerpo; sin obviar, que la apreciación toral de la creación de Liddell culminaría con la visualización de la representación en el teatro.

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