RESUMEN:
Gustave Le Bon (1841-1931) es una de esas personalidades polifacéticas y difíciles de encasillar que proliferaron a finales del siglo XIX y entre los dos siglos. Fue sociólogo y psicólogo social, sobre todo de la psicología social de orientación sociológica (aunque también médico, fisiólogo e higienista). En realidad, fue uno de los fundadores principales de la psicología social, cuyo enfoque fue mantenido en numerosas obras, como Psicología de las multitudes, Psicología del Socialismo, Psicología de las Revoluciones, etcétera. Esa nueva «psicología de masas» afrontaría un nuevo fenómeno de la modernidad industrial caracterizado por el surgimiento de la «multitud» como agrupamiento humano especialmente proclive hacia la irracionalidad, la manipulación de dirigentes y líderes políticos, sindicales y religiosos. Le Bon realza la importancia de la sugestión y la imitación en el comportamiento irracional de las multitudes y sus consecuencias sociales, políticas y jurídicas. Le Bon, con harta frecuencia, ha sido infravalorado, y sin embargo, se ha afirmado, que excepto Sorel, y sin duda Tocqueville, ningún sabio francés ha tenido una influencia igual a la de Le Bon, el cual escribió libros de una extraordinaria repercusión en todos los ámbitos. Le Bon analiza el fenómeno de masas desde un enfoque positivista y fenomenológico del comportamiento de los individuos y grupos en las sociedades de masas.
PALABRAS CLAVE: Sociedad de masas, movimiento sindical, democracia de masas, teorías elitistas, carisma y liderazgo social y político.
ABSTRACT:
Gustave Le Bon (1841-1931) is one of those multifaceted and difficult to pigeonhole personalities that proliferated at the end of the 19th century and between the two centuries. He was a sociologist and social psychologist, especially of sociologically oriented social psychology (although he was also a physician, physiologist and hygienist). In fact, he was one of the main founders of social psychology, whose approach was maintained in numerous works, such as Psychology of Crowds, Psychology of Socialism, Psychology of Revolutions, and so on. This new “mass psychology” would confront a new phenomenon of industrial modernity characterized by the emergence of the “multitude” as a human grouping especially prone to irrationality, manipulation of political, union and religious leaders and leaders. Le Bon emphasizes the importance of suggestion and imitation in the irrational behavior of crowds and its social, political and legal consequences. Le Bon has too often been underestimated, and yet it has been claimed that, except for Sorel, and certainly Tocqueville, no French scholar has had an influence equal to that of Le Bon, who wrote books of extraordinary impact in all fields. Le Bon analyzes the mass phenomenon from a positivist and phenomenological approach to the behavior of individuals and groups in mass societies.
KEYWORDS: Mass society, trade union movement, mass democracy, elitist theories, charisma and social and political leadership.
El hombre actual ha de ponerse a la altura de su situación social e histórica para no ser impulsado ciegamente por las fuerzas de su tiempo. Tiene que encontrar valor para estudiar su propio presente con la agudeza del análisis científico, pero tiene que ir también hacia la transformación, no ya de sí mismo, sino de su pensamiento”
Karl Mannheim1
En este orden de ideas, el pensamiento de Le Bon se insertaría dentro de las corrientes irracionalistas algunos de cuyos presupuestos podrían haber propiciado el surgimiento de las ideologías totalitarias2. No se olvide que para Le Bon las muchedumbres o multitudes no se guían por la razón sino por los sentimientos y creencias acríticamente asumidas. Desde una visión no individualista —en todo caso contraria al individualismo psicológico de Spencer—, asume una concepción de una psicología colectiva, no concebida como la simple suma de las psicologías individuales. Es el medio ambiente y el carácter, junto con las necesidades, creencias, ideas, etcétera, lo que moldea los caracteres psicológicos de un pueblo, y concurren a forjar un determinado grado de civilización o decadencia de un pueblo. Según Le Bon, las multitudes pueden ser anónimas (vgr., multitudes callejeras) y no anónimas (vgr., Jurados, asambleas parlamentarias). Es a partir de ahí que Le Bon analiza las masas homogéneas (las sectas, las castas y las clases sociales —burguesía, proletariado, etc.—) y las masas “multitudes heterogéneas”, anónimas (asambleas deliberativas; jurados, etc.) y no anónimas (multitudes circunstanciales sin organizadar)3. Estas últimas, las multitudes circunstanciales, están dominadas por la irracionalidad y por ello resultan ser peligrosas para el orden y proclives hacia la conducta irresponsable y la violencia y fácilmente objeto de manipulación por los líderes capaces de impresionarlas. En todo movimiento revolucionario dominan los elementos psicológicos; las mentalidades míticas y las creencias4.
Su configuración de las muchedumbres o multitudes era “difusa” pero ciertamente lúcida, y lo hace en los planos diferenciados: “En el sentido ordinario, la palabra muchedumbre representa una reunión de individuos, cualesquiera que sea también los accidentes que los reúnan. Desde el punto de vista psicológico la expresión muchedumbres toma otra significación muy distinta. En ciertas circunstancias dadas, y solamente en estas circunstancias, una aglomeración de hombres, posee caracteres nuevos muy diferentes de los de los individuos que componen esta aglomeración. La personalidad consciente, se desvanece, los sentimientos y las ideas de todas las unidades, son orientadas en una misma dirección. Se forma un alma colectiva, transitoria, sin duda, pero que presenta caracteres muy puros. La colectividad entonces se convierte en lo que a falta de una expresión, mejor pudiéramos llamar una muchedumbres organizada, o, si se prefiere así, una muchedumbre psicológica. Entonces forma un solo ser y se encuentra sometida a la ley de la unidad mental de las muchedumbres”5.
Los caracteres comunes a todas las diversas categorías de muchedumbres son para Le Bon. Formula una denominada “ley psicológica de la unidad mental de las muchedumbres. A). “Cualesquiera que sean los individuos que la componen y por semejantes o desemejantes que sean su género de vida, sus ocupaciones, su carácter y inteligencia, por el sólo hecho de transformarse en muchedumbre, poseen una clase de alma colectiva que les hace pensar, sentir y obrar de una manera completamente diferente a aquella de cómo pensaría, sentiría u obraría cada uno de ellos aisladamente. Emiten ideas, sentimientos… La muchedumbre psicológica es un ser provisional formado de elementos heterogéneos que por un instante se unen, como las células que constituyen un cuerpo vivo forman por su reunión un ser nuevo que manifiesta caracteres muy diferentes a los poseídos por cada una de estas células”. Por otra parte, “el individuo en muchedumbre difiere del individuo aislado”. Igualmente, “en las muchedumbres lo que se acumula, no es el talento, sino la estupidez”6. En consecuencia, las multitudes no suman, sino que más bien restan en la calidad social civilizatoria.
Las causas que determinan la aparición de los caracteres especiales en las multitudes, y que los individuos aislados no poseen son de orden diverso y principalmente de carácter irracional: “La primera es que el individuo en muchedumbre, adquiere por el solo hecho del número, un sentimiento de poder invencible que le permite ceder a instintos, que sólo, hubiera seguramente refrenado. Esta falta de freno se dará tanto más, cuanto el anónimo de la muchedumbre sea mayor, porque como el anónimo implica la irresponsabilidad, el temor, el sentimiento de la responsabilidad que siempre retiene el hombre, desaparece enteramente. La segunda causa, el contagio, interviene igualmente para determinar en las muchedumbres la manifestación de caracteres especiales, y, al mismo tiempo, su orientación… La tercera causa, que es mucho más importante determina en los individuos en muchedumbre, caracteres especiales a veces completamente contrarios a los del individuo aislado”. Se trata de la sugestibilidad, en la cual el contagio más intenso, es sólo un efecto. En la muchedumbre o multitud el individuo se aproxima mucho al estado de fascinación en que se halla el hipnotizado en manos del hipnotizador7. En tal situación, “todos los sentimientos y los pensamientos son orientados en el sentido determinado por el hipnotizador”. En la muchedumbre el individuo no es consciente de sus actos. En definitiva: “desvanecimiento de la personalidad consciente, predominio de la personalidad inconsciente, orientación por vía de sugestión y contagio de los sentimientos y de las ideas en un mismo sentido, tendencia a transformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas, tales son, pues, los principales caracteres del individuo en muchedumbre. No es el individuo mismo, es un autómata en que no rige la voluntad”. La consecuencia no puede ser otra que: “por el sólo hecho de formar parte de una muchedumbre organizada, el hombre desciende muchos grados en la escala de la civilización. Aislado, sería tal vez un individuo culto; en muchedumbre es un bárbaro; es decir, un impulsivo. Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos”8. Así, puede concluir, que la muchedumbre “es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado; pero que desde el punto de vista de los sentimientos y de los actos que estos sentimientos provocan, puede, siguiendo las circunstancias, ser mejor o peor. Todo depende de la manera en que esté sugestionada la muchedumbre. Esto es lo que se ha desconocido por los escritores que han estudiado las muchedumbres desde el punto de vista criminal. La muchedumbre es frecuentemente criminal, sin duda, pero también es con gran frecuencia heroica”9.
Dentro de una valoración principalmente negativa, Le Bon encuentra en las muchedumbres una fuerte inclinación intolerante, autoritaria y conservadora, pues “las muchedumbres no conocen sino los sentimientos simples o extremos; las opiniones, ideas y creencias que se les sugieren, son aceptadas o rechazadas por ellas en bloque y consideradas como verdades absolutas o errores no menos absolutos. Así, las creencias son siempre determinadas por la vía de sugestión y no por vía de razonamientos”. Se comprende, de este modo, que “el autoritarismo y la intolerancia son generales en todas las categorías de multitudes, pero presentan en ella grados muy diversos, reapareciendo aun en éstos la noción fundamental de la raza, dominadora de todos los sentimientos y de todos los pensamientos humanos”10. Por otra parte, desde el punto de vista de la moralidad, entiende que “si las muchedumbres se entregan frecuentemente a bajos instintos, también a veces dan ejemplo de actos de elevada moralidad. Si el desinterés, la resignación, el sacrificio absoluto a un ideal quimérico o real son virtudes orales, puede decirse que las muchedumbres poseen comúnmente estas virtudes en un grado, a que los más sabios filósofos han llegado raramente”11.
Las muchedumbres tienen creencias y opiniones influidas por diversos factores concurrentes: la raza, las tradiciones, el tiempo, las instituciones y la educación12. En particular, “las tradiciones representan las ideas, las necesidades, los sentimientos del pasado. Son la síntesis de la raza, y pesan, con toda su pesadumbre, sobre nosotros”. Nótese que para él, “un pueblo es un organismo creado por el pasado y que, como todo organismo, no puede modificarse, sino por lentas acumulaciones hereditarias. Lo que inspira a los hombres, especialmente cuando forman muchedumbres, son las tradiciones, y en ellas… lo que cambia fácilmente son los nombres, las formas exteriores, pero nunca la esencia”. En tal sentido, piensa que “sin tradiciones, no existe civilización; sin la destrucción de estas tradiciones, no hay progreso. La dificultad estriba en encontrar el equilibrio exacto entre la estabilidad y la variabilidad; y esa dificultad es inmensa”. Al respecto, defiende una perspectiva evolucionista y de revisión y adaptación lenta, evitando forzar esa evolución conforme a la naturaleza de las cosas: “el ideal —afirma— para un pueblo, es conservar las instituciones del pasado, no transformándolas sino insensiblemente y poco a poco. Este ideal es difícilmente accesible”13.
El papel de las instituciones políticas y sociales es limitado, pues “un pueblo no puede elegir sus instituciones a capricho, como no puede el individuo elegir el color de sus ojos o de sus cabellos. Las instituciones y los Gobiernos son producto de la raza (vocablo utilizado aquí como análogo a pueblo, nación o civilización, no en sentido técnico): no son creadores de una época, sino las creaciones de ella”. Tampoco “está en el poder de un pueblo cambiar realmente sus instituciones”. “No son los gobiernos, sino el carácter de los pueblos, quien guía sus destinos”14.
Las opiniones de las muchedumbres pueden tener un substrato en la historia de los pueblos, pero encuentran factores inmediatos que las cimentan y en gran medida las crean. Se trata del poder y potencia mágica de las imágenes, las palabras, y las fórmulas. El poder de las palabras está enlazado con las imágenes que evocan, y es independiente de su sentido real. Estas imágenes varían con la raza y con la edad histórica. En este sentido, la razón ejerce una nula influencia sobre las muchedumbres. No obrar sobre ellas, sino actuando sobre sus sentimientos inconscientes15.
Elementos irracionales y míticos presiden también en el momento presente las creencias. Significativamente, en la “política de creencias”, los materiales básicos que conforman la opinión pública son de tres tipos: valores, disposiciones del grupo e intereses materiales personales. Las predisposiciones y valores —los ingredientes de la política simbólica— influyen más en la formación de la opinión política que el interés personal material16. Precisamente, en las condiciones propias de un sistema democrático es imprescindible mantener la legitimidad política, la confianza en el gobierno y en las instituciones. Y el problema es que dicha confianza ha ido disminuyendo sustancialmente en las tres últimas décadas en respuesta al cuestionamiento del sistema de valores y creencias compartidas. Se ha hecho notar que “el descontento con determinadas políticas y con el estado de la economía y la sociedad en sentido amplio es un factor importante que explica la desafección de la ciudadanía. Sin embargo, los datos de las encuestas indican que la percepción de la corrupción es el principal predictor de la desconfianza política”; lo cual constituye una tendencia apreciable en las democracias avanzadas de los países desarrollados17.
Las multitudes, por su propia conformación, están expuestas, e incluso necesitan de “agitadores” o líderes de multitudes. En todo caso existe una necesidad instintiva de todos los seres en colectividad de obedecer a un instigador. Los instigadores crean la fe en las multitudes y les dan una organización. La voluntad del instigador constituye el núcleo alrededor del cual se forman y se identifican las opiniones. “La muchedumbre es un rebaño servil que no podría existir sin dueño”. Los agitadores, por lo común, no son hombres de pensamiento, sino de acción”18. En los directores o conductores cabe establecer una división cerrada; unos, sin hombres enérgicos de voluntad firme, pero momentánea; otros, más escasos en número que los anteriores, poseen a la vez voluntad firme y estable: los primeros son violentos, valientes, atrevidos, útiles, principalmente, para dirigir un golpe de mano, arrastrar a las masas, a pesar del peligro, y transformar en héroes a los recién llegados. Por su parte, la segunda clase de directores, la de hombres firmes de voluntad, aun cuando, en la apariencia, sean menos brillantes, ejercen influjo mucho mayor. A ella pertenecen los verdaderos fundadores de religiones o de obras grandes: San Pablo, Mahoma, Cristóbal Colon, Lesseps. Todos los agitadores utilizan diversos medios de acción para arrastrar en un momento determinado a una multitud o muchedumbre a impulsarla a realizar un acto cualquiera. Aparte del “ejemplo”, si de lo que se trata es de imbuir en el espíritu de las multitudes ideas y creencias, como por ejemplo las modernas teorías sociales, el procedimiento de los directores o agitadores estriba en recurrir principalmente a tres instrumentos: la afirmación, la repetición y el contagio19.
Según Le Bon, a las muchedumbres o multitudes “no se las conduce con argumentos sino con modelos. En cada época hay un corto número de individualidades que imprimen su sello y que la masa imita inconscientemente. No conviene, sin embargo, que estas individualidades se extravíen por sobra de ideas; la imitación (forma de sugestión) entonces es muy difícil y nulo su influjo. A esto obedece que carezcan de influjo “sobre sus contemporáneos” por regla general, los hombres demasiado superiores a su época; la diferencia es demasiado grande. Si los europeos con todas las ventajas de su civilización ejercen escaso influjo sobre los pueblos orientales, es porque hay mucha diferencia entre ellos”. Por otra parte, al contagio y no al razonamiento obedece que se propaguen las opiniones y las creencias de las multitudes o muchedumbres. Hasta tal punto es si, que el poder de contagio es tan grande que ante él retrocede el mismo interés personal20.
Pero lo que principalmente contribuye a dar un poder tan grande a las ideas propagadas por la afirmación, la repetición y el contagio, es que concluyen por adquirir el misterioso poder llamado prestigio, que le permite propagar un “mensaje” que singularizará después la llamada cultura de masas. Lúcidamente, observa que se trata de una forma nueva de dominación: prestigio “es una especie de dominio ejercido sobre nuestro espíritu, por un individuo, una obra o una idea; dominio que suspende nuestras facultades de crítica inundando nuestra alma de sorpresa y respeto…; el prestigio es el resorte más poderoso de toda dominación: sin él, jamás hubieran reinado los dioses, los reyes y las mujeres. Las distintas variedades del prestigio, pueden reducirse a dos formas principales: el prestigio personal y el adquirido”21. El prestigio adquirido o artificial, está mucho más extendido. En cuanto al prestigio personal, es una facultad independiente del título y de la autoridad, que posee un reducido número de personas que les permite ejercitar una fascinación verdaderamente magnética sobre los que le rodean, aun cuando sean iguales suyos socialmente, y no poseen medio ordinario alguno de dominación.
Una vez constatada la presencia de las masas, se percibe inmediatamente que “es misión de la política organizarlas”. Les mueve la pasión y las creencias, por lo que hay que tener en cuenta las dos22. Las masas necesitan de una autoridad que tome decisiones en su lugar o en representación de ellas, de manera que entre las masas y los conductores o líderes se establece una relación de dominación revestida de autoridad, pero también de capacidad de persuasión y de confianza, como ha quedado evidenciado en la sociedad contemporánea. Con la emergencia de las masas, un conglomerado amorfo de individuos atomizados tiende a reemplazar al “pueblo”, y se encomienda a un líder más o menos carismático. En esa bipolaridad, la relación es interactiva: la sugestión contribuye a crear la masa amorfa y, en conexión con ella, el conductor o líder la pone en movimiento ejerciendo sus capacidades persuasivas, de liderazgo y de eventual manipulación. El líder carismático o con prestigio es un seductor de multitudes. Ese poder es sustancialmente político, pero, como lúcidamente advirtió Le Bon, los líderes tienden actualmente a remplazar progresivamente los poderes públicos a medida que estos últimos se dejan discutir y debilitar23 (esto es, son indecisorios en un sentido schmittiano24). En todo caso, Le Bon encuentra una conexión directa entre la masa o muchedumbre y el poder en la sociedad moderna, pero es una relación mediatizada por elementos principalmente psicológicos, y no tanto de carácter propiamente sociológico (en términos de estratificación social, conflictos de clases, condiciones económicas; ni siquiera en la concepción más funcional de la división del trabajo social de Durkheim25). De ahí la crítica de autores como George Sorel que le reprocha a Le Bon desconocer las causas realmente determinantes del surgimiento de la sociedad de masas contemporánea.
Una de las vertientes de las elaboraciones de la sociedad de masas (no limitada a la tensión entre masa y democracia) se suscita respecto a la conexión y controversia entre democracia y elitismo, dentro de la denominada “democracia de masas”. En la versión elitista fuerte se tiende a ver a las masas como una amenaza contra la democracia, esto es, la élite eficiente y carismática debe proteger al régimen democrático contra los impulsos de las “masas” con tendencias hacia la subversión del orden establecido. Sin embargo, otras corrientes de pensamiento elitista afrontan el problema en un sentido distinto, pues se advierte de la tendencia al dominio incontrolado de las masas por una élite sin escrúpulos, de manera que la solución para legitimar democráticamente es la participación democrática de los individuos y los mecanismos de control de las élites. De este modo, la dominación que ejerce el líder sobre la masa hace uso de los instrumentos de racionalización y de los elementos irracionales en la sociedad de masas.
En la versión del elitismo “fuerte” las masas son seres ingobernables, emotivas y fácilmente moldeables a voluntad de los líderes de masas o multitudes. La única forma de mantenerse una civilización es con el soporte de un mínimo de creencias compartidas sobre el cual se despliega la influencia del líder. Para Le Bon los credos políticos o religiosos constituyen un “acto de fe, elaborado inconscientemente, sobre el cual a pesar de todas las apariencias, la razón no tiene poder alguno”. Por lo demás, la “persona, hipnotizada por su fe, se convierte en un apóstol dispuesto a sacrificar sus intereses, su felicidad y hasta su propia vida por el triunfo de su fe. Por el “hecho de ser considerado verdad absoluta, un credo necesariamente se vuelve intolerante. Esto explica la violencia, el odio y la persecución que fueron los escoltas habituales de las grandes revoluciones políticas y religiosas; especialmente las de la Reforma y la Revolución Francesa”26. Para Le Bon, “las creencias han jugado siempre un papel fundamental en la historia. El destino de un pueblo depende de las certezas que le guían. Evoluciones sociales, fundaciones y cambios de imperios, grandeza y decadencia de las civilizaciones, derivan de un pequeño número de creencias tendidas por verdades. Ellas representan la adaptación de la mentalidad hereditaria de las razas a las necesidades de cada época”27.
Para él las razas o el carácter nacional de un pueblo son determinantes en el desenvolvimiento histórico, siendo así que los elementos psicológico-sociales (el “alma de los pueblos”) son los que conforman los marcos institucionales. Precisamente, opina, que “uno de los más peligrosos errores modernos consiste en querer rechazar el pasado. ¿Cómo podríamos hacerlo desaparecer? Las sombras de los antepasados dominan nuestras almas. Constituyen la parte fundamental de nosotros mismos y tejen la trama de nuestro destino… Se trate de la sucesión de los seres o de la de las sociedades, el pasado engendra el presente”. Reafirma, pues, el valor de la tradición y del sistema de creencias que confieren identidad histórica a una nación: “Una nación progresa o retrocede, según el valor de las concepciones que la guían. La historia muestra en cada una de sus páginas cuántos desastres puede llevar a los pueblos la aplicación de principios erróneos”28. Siendo así, lo que caben no son revoluciones ni cambios bruscos, sino evoluciones lentas y constructivas. De ahí que entiende que “no hay duda que el presente se forma, sobre todo, del pasado, pero de un pasado transformado por las generaciones que lo heredaron. Nuestras certezas sufren las leyes eternas que obligan a los mundos y a los seres a evolucionar lentamente. Se puede favorecer una evolución o dificultarla, pero el curso de las cosas no puede remontarse. En cada fase de su desarrollo, el hombre posee verdades a su medida, que se adaptan solamente a esa fase”. Y el papel del intelectual está precisamente en señalar el camino que hay que seguir en cada momento histórico29.
Le Bon consideraba que los líderes tienen un atributo específico: el prestigio, adquirido o artificial (por posición social) o personal (que deriva de la “fascinación auténticamente magnética que ejerce una personal sobre los que lo rodean”, como afirma en su libro Psicología de las muchedumbres). Lo importante es reparar en el hecho —que subyace al planteamiento de Le Bon— consistente en que el prestigio confiere a quien lo ostenta una forma, más o menos sutil, de dominio sobre las personas que forman parte de las masas o de las muchedumbres, hasta el extremo de que puede llegar a suspender (que para Le Bon enlaza no sólo con la admiración, más o menos consciente, y el éxito del líder, sino ante todo con el elemento sentimental, inconsciente e irracional propio de la hipnosis; como después se prolongaría en el análisis de S. Freud) la capacidad de crítica y de auténtica autonomía de los individuos. Ese prestigio permite una mayor aceptabilidad social del dominio ejercido por el líder o “agitador”.
Esta concepción no estaba muy lejos de la mantenida por el propio Le Bon, pero también, entre nosotros, por Ortega y Gasset, que veía en la rebelión de las masas un peligro para el futuro de la civilización occidental, defendiendo una solución basada en la astucia de una élite culta plenamente capacitada para controlar y someter a las masas situándolas según conveniencia en un papel pasivo o activo instrumentalmente orientado. Para esta dirección de pensamiento liberal conservador las masas deben ser gobernadas, moldeadas y manipuladas por la voluntad de los líderes de “prestigio” (carismáticos). En ellos la democracia de masas y su ideario y aspiración de igualdad, deberían ser contrarrestadas por una élite dominadora y persuasiva para marcar el rumbo a seguir, en la concepción de una fuerte división entre la élite y la masa. Las masas son vistas como una amenaza potencial para el sistema establecido, siendo las élites prestigiosas (y carismáticas, como diría Max Weber) las defensoras del mismo por su capacidad de liderazgo y de contención de las tendencias disolventes de las masas en acción.
El contexto es de desilusión de los intelectuales y su recelo generalizado respecto a la civilización de masas del siglo XIX30. La utopía del progreso se desplaza hacia la ideología de la decadencia o de la degeneración. Ese era el ambiente de la psicología de la multitud y del teórico de la irracionalidad de las masas Gustave Le Bon. Su posición estaba bastante próxima al extendido “darwinismo social”, de carácter elitista y de marcado individualismo liberal31. Le Bon estaba muy interesado en el análisis de comportamiento irracional y en el dominio del inconsciente colectivo (campo, éste, sobre el que posteriormente se desplegaría la influyente indagación de Sigmund Freud, 1856-1939), y en particular de la psicología de las multitudes. Éstas se conducen con la imitación y el contagio; y subraya que en la democracia de masas predomina la “multitud” entendida ampliamente —en el pensamiento de Le Bon— como comprensiva de las masas, las asambleas (parlamentarias o no) y otros fenómenos de agregación o agrupamiento social. Su carácter amorfo les hace proclives a ser sometidas a la voluntad de los líderes, capaces de controlarlas. Para Le Bon, “las multitudes, sin duda, son siempre inconscientes; pero esta misma inconsciencia es quizás, uno de los secretos de su fuerza. En la naturaleza, los seres sometidos exclusivamente al instinto, ejecutan actos cuya maravillosa complejidad nos sorprende. La razón es cosa muy nueva para la humanidad, y muy imperfecta aún, para poder revelarnos las leyes de lo inconsciente, especialmente para reemplazarlas. En todos nuestros actos la parte inconsciente es inmensa y la de la razón muy pequeña. Lo inconsciente obra como una fuerza todavía desconocida”32.
Por su parte, Sigmund Freud, aunque realizando una crítica al pensamiento de Le Bon (sobre todo por su imprecisión y falta de delimitación de los conceptos o categorías que utiliza, y subrayando más el papel del inconsciente), sin embargo, acabó prolongando su análisis respecto la sugestibilidad y el contagio de las masas en la que quedaría involucrado y subsumido el individuo, hasta el punto de perder su propia identidad, que se vería tendencialmente desplazada por las identidades colectivas, pasajeras o permanentes, en la masa psicológica encabezada por un líder o líderes que actúan con poder de sugestión y persuasión; esto es, como detentadores de una fuerza hipnótica. En una multitud se borran los caracteres individuales, así la personalidad de cada uno de los que la integran. Freud destaca, desde su teoría del psicoanálisis, la interdependencia en la sociedad de masas entre lo individual, lo colectivo y la figura del líder carismático. Freud tuvo la astucia de anudar en el análisis del fenómeno de masas la perspectiva psicológica y la propiamente sociológica. En las masas pasajeras se acrecienta el fenómeno de pérdida de identidad del yo individual en favor del ideal o creencias colectivas de la masa o muchedumbre bajo la égida del líder de prestigio o carismático. Su obra, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), plantea una crítica al pensamiento de Le Bon33, perfilando su propia visión de la sociedad de masas en su libro El malestar en la cultura. Freud realza que “el fenómeno más singular y al mismo tiempo más importante de la formación de la masa consiste en la exaltación o intensificación de la emotividad en los individuos que la integran”. De este modo, “los individuos de una multitud experimentan una voluptuosa sensación al entregarse ilimitadamente a sus pasiones y fundirse en la masa, perdiendo el sentimiento de su delimitación individual. Mac Dougall explica esta absorción del individuo por la masa atribuyéndola a lo que él denomina “el principio de la inducción directa de las emociones por medio de la reacción simpática primitiva”; esto es, aquello que con el nombre de contagio de los afectos nos es ya conocido a nosotros los psicoanalíticos… La masa da al individuo la impresión de un poder ilimitado y de un peligro invencible”34. Según Freud, el individuo integrado en una masa experimenta, bajo la influencia de la misma, una modificación, a veces profunda, de su actividad anímica. Su afectividad queda extraordinariamente intensificada y, en cambio, notablemente limitada su actividad intelectual. Ambos procesos tienden a igualar al individuo con los demás de la multitud, fin que sólo puede ser conseguido por la supresión de las inhibiciones peculiares a cada uno y la renuncia a las modalidades individuales y personales de las tendencias”35.
En su obra El malestar en la cultura (1930), Freud advierte la permanente tensión en la sociedad de masas entre “Eros” y “Tanatos”, una continua lucha entre el Eros y el instinto de muerte y concluye magistralmente reflexionando que “el destino de la especie humana será decidido más por la circunstancia de si —y hasta qué punto— el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este sentido, la época actual quizá merezca nuestro particular interés. Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas “potencias celestes”, el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?”36 . Como se ve, a pesar de todo, Freud no asume linealmente el pesimismo antropológico de autores conservadores como Le Bon, que convierte a las masas en responsables de su propia situación social y en muchedumbres peligrosas para el orden, pues sus energías serían suficientes para desestabilizarlo (la “rebelión de las masas”, que daría título a la obra clásica de Ortega y Gasset).
A la estela de Freud, pero con una fuerte influencia de Marx aunque con excesiva simplificación en su análisis de la “psicología” de las masas, Wilhelm Reich, destacará en su obra Psicología de masas del fascismo, la deriva autoritaria del dominio de masas bajo la generación de sugestión propia de los líderes fascistas, pero también de los “mitos” y “simbología” nazi (en la que destaca que su eje es su teoría racial) y fascista en distintos ámbitos no sólo políticos sino de la cultura de masas37.
Hannah Arendt realza que los movimientos totalitarios pretenden lograr la organización de las masas; no a las clases, como los antiguos partidos de intereses de las Naciones-Estados continentales; no a los ciudadanos con opiniones acerca de la gobernación de los asuntos públicos y con intereses de éstos, como los partidos de los países anglosajones. En tal sentido, los movimientos totalitarios son posibles, allí donde existen masas que, por una razón u otra, han adquirido el apetito de la organización política. Las masas no se mantienen unidad por la conciencia de un interés común y carecen de esa clase específica de diferenciación que se expresa en objetivos limitados y obtenibles. El término masa se aplica sólo cuando se hace referencia a personas que, bien por su puro número, bien por indiferencia, o por ambos motivos, no pueden ser integradas en ninguna organización basada en el interés común, en los partidos políticos, en la gobernación municipal o en las organizaciones profesionales y los sindicatos. Potencialmente, existen en cada país y constituyen la mayoría de esas muy numerosas personas, neutrales y políticamente indiferentes, que jamás se adhieren a un partido y difícilmente acuden a votar.
Destaca Arendt que el éxito de los movimientos totalitarios entre las masas significó el final de dos espejismos de los países gobernados democráticamente, en general, y de las Naciones-Estado europeas y de su sistema de partidos, en particular. El primero consistía en creer que el pueblo en su mayoría había tomado una parte activa en el Gobierno y que cada individuo simpatizaba con su propio partido o con otro. Al contrario, los movimientos mostraron que las masas políticamente neutrales e indiferentes podían ser fácilmente mayoría en un país gobernado democráticamente, que, por eso, una democracia podía funcionar según normas activamente reconocidas sólo por una minoría. El segundo espejismo democrático, explotado por los movimientos totalitarios, consistía en suponer que estas masas políticamente indiferentes no importaban, que eran verdaderamente neutrales y no constituían más que un fondo indiferenciado de la vida política de la nación. Ello refleja, a su entender, cómo frecuentemente los movimientos totalitarios usan y abusan de las libertades democráticas con el fin de abolirlas; y cómo la utilizaron con éxito con el acceso al poder de los partidos nacionalsocialista en Alemania y fascista en Italia. Lo cual se ve facilitado por el carácter indiferenciado e irracional de las masas, que les hace fácilmente objeto de la propaganda y manipulación política de los líderes y partidos totalitarios. En una atmósfera de ruptura de la sociedad de clases se desarrolló la psicología del hombre-masa europeo.
En los inicios del Siglo XIX se había predicho la aparición del hombre-masa y la llegada de una época de las masas. Toda una literatura sobre el comportamiento de las masas y la psicología de las masas había demostrado y popularizado el conocimiento, tan familiar a los antiguos, de la afinidad entre democracia y dictadura, entre la dominación del pueblo y la tiranía. Había preparado a ciertos sectores políticamente conscientes y “superconscientes” del mundo instruido occidental para la emergencia de demagogos, para la credulidad, la superstición y la brutalidad. Sin embargo, aunque todas estas predicciones llegaron a la a cumplirse en algún sentido, perdieron mucho de su significado a la vista de fenómenos tan inesperados e imprevisibles como la pérdida radical del interés por sí mismo de cada uno (Le Bon, que menciona la abnegación peculiar de las masas), la indiferencia cínica o aburrida frente a la muerte u otras catástrofes personales, la inclinación apasionada hacia las nociones más abstractas como guías de la vida y el desprecio general incluso por las normas más obvias del sentido común. Las masas, contra lo que se predijo en esos comienzos de la naciente psicología de masas, no fueron resultado de la creciente igualdad de condición, de la difusión de la educación general y su inevitable reducción de niveles y de la popularización de su contenido. En realidad, muy pronto se percibió con nitidez que incluso personas de elevada cultura se sentía singularmente atraídas hacia los movimientos de masas y su ideología mítica. La atomización social y la individualización extremada precedieron a los movimientos de masas que, mucho más fácilmente y antes que a los miembros sociables y no individualistas de los partidos tradicionales, atrajeron a los típicos no afiliados, completamente desorganizados y que, por razones individualistas, siempre se había negado a reconocer lazos y obligaciones sociales. Es lo cierto que las masas surgieron de los fragmentos de una sociedad muy atomizada cuya estructura competitiva y cuya concomitante soledad sólo habían sido refrenadas por la pertenencia a una clase. La característica principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales normales; su atomización sustancial. Procedentes de la sociedad estructurada en clases del Estado Nacional cuyas fracturas habían sido colmadas por el sentimiento nacionalista, era sólo natural que estas masas, en el primer momento de desamparo de su nueva experiencia, tendieran, bajo un sistema de liderazgo manipulador, hacia un nacionalismo señaladamente violento, por el que los dirigentes o conductores de las masas habían clamado contra sus propios instintos y fines por razones estrictamente demagógicas. Ni el nacionalismo tribal ni el nihilismo rebelde resultan especialmente característicos de las masas o apropiados a éstas como lo fueron para las muchedumbres, devenidas en “populacho”. Los movimientos totalitarios son organizaciones de masas de individuos atomizados y aislados y fácilmente objeto de manipulación38.
Ese enfoque disociador entre élite y masa tendría una prolongación con los análisis de Gaetano Mosca (sobre todo en su primera etapa), Wilfredo Pareto, Robert Michels y Ortega y Gasset. En ellos se encarna la teoría clásica del elitismo político (El elitismo democrático de Joseph Schumpeter39, con su reducción de la democracia a método político, se aleja del enfoque elitista conservador, que es el aquí mayormente considerado a propósito de Le Bon). Sobre la base de la afirmada constatación de que en las sociedades modernas, y bajo distintas formas, se produce un dominio de la mayor parte de la minoría, todos ellos trataban de hacer frente a la “rebelión” de las masas (Una “rebelión” de las masas fue contemplada también en una perspectiva muy distinta y mítica por el otro gran teórico de la “era de las masas”, como fue, sin duda, George Sorel). En ellos se aprecia una visión pesimista del fenómeno de masas, manifestando un rechazo abierto a la sociedad de masas. Todos ellos críticos respecto al principio de mayoría en la democracia parlamentaria de masas y partidarios de un control de las masas como garantía de la estabilización del sistema democrático. Afrontaban los dilemas planteados por la moderna sociedad de masas y entendían que la distinción sociopolítica principal en la evolución de las sociedades modernas es la que residía entre la clase dirigente o élite y la dirigida o masa. Pertenecen a la generación del cambio de siglo, y la conciencia de la decadencia del mundo del siglo XIX y el surgimiento de una nueva era marcada por la industrialización y el advenimiento de la sociedad de masas40.
Estos autores percibieron la crisis del liberalismo ideológico y político y se movieron entre el autoritarismo político y la defensa de una democracia de tipo plebiscitaria o decididamente elitista con limitada intervención de las masas en el escenario político. Para ellos, el dominio de la minoría sobre la amplia mayoría es necesario e inevitable. En este sentido, asumen los presupuestos típicos del realismo político41. Destruyen todo optimismo respecto del proceso de democratización que supondría la sociedad de masas a la esfera política. El caso de Michels es paradigmático al respecto, pues partiendo de la premisa de la incompetencia de las masas, construyó la “ley de hierro de la oligarquía”. Para él el principio organizativo es condición absolutamente esencial para la lucha política de las masas. Los líderes —cuyo liderazgo refleja el dominio de la minoría— se transforman en una “casta cerrada”, de manera que el burócrata tiende a identificarse con la organización, y a confundir sus propios intereses con los de ella, neutralizándose su función representativa y su misma capacidad de autocrítica. Es más: entiende que toda representación comporta un poder oligárquico aunque esté fundado sobre una base democrática42.
Para esta dirección de pensamiento, la dominación y la obediencia política se basa no sólo en la detentación del poder coactivo, sino también en la autoridad, el prestigio o carisma de los líderes, en suma, en un poder carismático. La obra de Robert Musil (1880-1942)43, llevaba un título bien significativo: El hombre sin atributos (1930-1942). Con el avance de la sociedad de masas, devenida ya en sociedad del consumo y en la era de la disgregación social propiciada por las nuevas formas de vida y la repercusión de los medios de comunicación, donde las masas se convierten en multitudes dispersas de unión espontánea y ocasional, paradójicamente, el “hombre masa” se individualiza y se desagrega. El fenómeno había sido también percibido por Thorstein Veblen, en sus dos grandes obras, La clase ociosa y la Empresa de negocios. La sociedad de masas se ha transmutado en sociedad de consumo de masas; un tipo de sociedad donde el hombre masa se individualiza por su posición en la actividad mercantil y tendría la aparente virtualidad práctica de ocultar la conflictividad y las desigualdades sociales efectivamente existentes. El Estado Social asumiría una limitada función de sostenimiento de la demanda agregada y realizaría políticas sociolaborales encaminadas a integrar el conflicto y dinamizar la dinámica de funcionamiento de los mercados. Este panorama fue anticipado por un autor tan lúcido como Thorstein Veblen (Teoría de la clase ociosa) y tendría su continuación en la teoría de la sociedad opulenta de John Kenneth Galbraith44.
En este contexto la cultura de masas se degrada al convertirse en cultura de consumidores aislados, aunque con móviles mercantiles asociados o comunes al tipo de hombre masa/consumidor. En ella domina la “cultura de la satisfacción”45 y el conjunto de valores del neodarwinismo social (como la competitividad extrema, el principio de supervivencia de los más aptos y la consiguiente estigmatización de los “perdedores”, etcétera) propios de la que se ha dado en llamar “nueva” cultura del capitalismo tardío46. Esta etapa se caracteriza por su deshumanización y una progresiva tendencia a reducir antropológicamente la condición humana a la actividad de consumo mercantil47. En las sociedades avanzadas, la sociedad de consumo de masas remite a una transformación del trabajo y a una disgregación de los modos de vida, siendo las prácticas de consumo (como hecho social total) un pilar básico del proceso de articulación entre la actividad productiva y la reproducción social48. La sociedad de consumo de masas tiende a disgregar y fragmentar las identidades colectivas y aislar a los individuos. Pero esa sociedad de individuos pierde todo reducto de ideario y creencias colectivas o compartidas, pues la “modernidad líquida”49, lo colectivo se disuelve en comportamientos e intereses percibidos como estrictamente individuales. La idea de masa deja progresivamente estar vinculada —como algunas de las manifestaciones tradicionales— a acciones y reivindicaciones colectivas y a “movimientos sociales”50 en una lógica de acción colectiva; y se desfigura cada vez más como categoría descriptiva de una sociedad de individuos desagregados y enlazados por su posición indiferenciada en la sociedad del y para el mercado: ahora el hombre masa es un hombre mercantilizado. Y es que la sociedad de consumo de masas fomenta y crea un tipo de ciudadanía pasiva y apática que se desinteresa de las formas de participación activa en la vida política y socio-económica; una ciudadanía pasiva y temerosa que es capaz de asistir pasivamente al espectáculo político de un desmantelamiento de los derechos de ciudadanía sin una “rebelión de masas”.
Ello, no obstante, los movimientos sociales51, lejos de desaparecer han adquirido nuevas formas y nuevos impulsos: Debido a que traducen malestares sociales y cambios culturales y que revelan el nacimiento de solidaridades colectivas o la dislocación de grupos cuya coherencia se daba por supuesta, los movimientos sociales son una constante de la vida social y al mismo tiempo una fenómeno incesantemente cambiante. De manera que una sociología de los movimientos sociales no podrá ser un saber definitivo, un edificio terminado o clausurado52.
En todo caso, la masa tiene una fuerza desencadenante de orden y desorden social, y como tal potencia no puede ser codificada por lo social. En fecha posterior, Maffesolio pone a la polaridad individuo/sociedad una nueva polaridad tribus/masas, que apunta paradójicamente al declive del individualismo en la sociedad de masas, donde la socialidad ganaría terreno frente a la sociedad. Mientras la sociedad está hecha de individuos (sociedad de individuos), las socialidades de personas están integradas por grupos. La masa se difracta constantemente en tribus, y estas sí presentan un sentimiento de pertenencia y sin indiferencia de fines. Significativamente, el ambiente de época descansa en una paradoja de base: el constante vaivén que se establece entre la masificación creciente y el desarrollo de esos microgrupo que se puede denominar “tribus”. Se debe matizar que se trata de una tensión fundadora que caracteriza la socialidad de la nueva era. A diferencia del proletariado o de otras clases, la masa o pueblo, no responde a una lógica de la identidad; sin un objeto preciso, no es el sujeto de una historia en marcha. La metáfora de la tribu permite dar cuenta del proceso de desindividualización, de la saturación de la función que le es inherente y de la acentuación del rol que cada “persona”, también en el sentido latino de la palabra, está llamada a desempeñar en su seno. Se da por supuesto que, así como las masas se hallan en perpetua ebullición, las tribus que se cristalizan en ellas no son estables y que las personas que componen estas tribus pueden moverse entre una y otra. Lo que se opera es un deslizamiento que está produciéndose en la coyuntura actual compareciendo aquí una innegable tensión53. En su opinión hay configuraciones sociales en la sociedad contemporánea que parecen sobrepasar el individualismo, es decir, la masa indefinida, el pueblo sin identidad o el tribalismo en cuanto nebulosa de pequeñas entidades locales; es propio de la tribu el hecho de acentuar lo que está próximo —personas y lugares y, por ello mismo, tiende a cerrarse sobre sí misma. Se trata, piensa, de metáforas que pretenden patentizar ante todo el aspecto confusional de la socialidad54.
Para Maffesoli, se realza la dimensión afectiva y sensible. Así, por un lado, lo social, que ostenta una consistencia propia, una estrategia y una finalidad; y por el otro, una masa en la que se cristalizan agregaciones de todos los órdenes, puntuales, efímeras y de contornos indefinidos o sencillamente difusos. Ello, no obstante, afirma que la argamasa de un conjunto dado está significativamente constituida por lo que divide. Y precisamente, la tensión de las heterogeneidades, que actúan unas sobre otras, aseguraría la solidez del conjunto. Es éste el orden de la masa. “Así, modos de vida ajenos entre sí pueden engendrar en punteado una manera de vivir común. Y ello permaneciendo, curiosamente, fieles a lo que es la especificidad de cada cual”. Fue esto lo que produjo, en la fase de fundación, la fecundidad de los grandes momentos culturales55. Postula como hipótesis central el que hay, y habrá, cada vez más un vaivén constante entre la tribuna y la masa. O también: en el interior de una matriz definida se cristaliza una multitud de polos de atracción”. En este sentido, el paradigma de la red se puede concebir como la reactualización del mito antiguo de la comunidad. Mito en el sentido en el que algo que tal vez no haya existido nunca, actúa, con eficacia, en el imaginario colectivo del momento. De ahí la existencia de pequeñas tribus, efímeras en su actualización, pero que no por ello dejan de crear un estado de espíritu que parece llamado a durar largo tiempo. Con todo, esto obliga a repensar la misteriosa vinculación que une el “lugar” con el “nosotros”, porque la irregular e imperfecta vida cotidiana no deja de segregar un auténtico “conocimiento ordinario”. Es lo que Maquiavelo llamara “el pensamiento de la plaza pública”56.
Para Le Bon la Psicología política, o “ciencia de gobernar”, es tan necesaria que los hombres de Estado no pueden pasar sin ella. Esta “ciencia” trata de conferir una base científica al Gobierno de la Nación y de las multitudes; y con apoyo en unas bases científicas del acontecer histórico57. Por ello afirma que “los grandes directores de los hombres son, necesariamente, grandes psicólogos. Sin el conocimiento íntimo de la mentalidad de los individuos y de los pueblos que poseía tan admirablemente Bismarck, la superioridad de los ejércitos germanos no hubiese bastado para fundar la unidad alemana”. La Psicología política, entiende, que se construye con diversos materiales y saberes que son: la psicología individual, la psicología de las multitudes y la de las razas58. Para él, la Psicología política enseña a resolver los problemas que se plantean en cada época, tales como el de saber cuándo es necesario ceder ante las presiones de las multitudes u oponerse a las exigencias populares. Es preciso saber resistir o ceder, según las circunstancias concurrentes en cada momento.
Frente a la opinión de los revolucionarios, entiende Le Bon que es un dogma que hay que combatir el de creer que se modifica el alma de un pueblo modificando sus instituciones y sus leyes de funcionamiento59. Estima que todo lo que constituye la trama de la existencia de un pueblo, está fundado básicamente en sentimientos y de ninguna manera en elementos racionales. En tal sentido, el auténtico papel de los hombres de Estado es el de saber manejar estos sentimientos para influir decisivamente en la opinión pública. Las multitudes no se impresionan nunca por el vigor lógico de un discurso, sino por las imágenes sentimentales que determinadas palabras o asociaciones de las mismas hacen nacer. Las proposiciones encadenadas por medio de la lógica racional sirven únicamente para fijarlas60. Con una crítica a las medidas de intervención legislativa, no ve pertinente el exceso de legislación y considera que el incremento progresivo de la anarquía en las masas populares tuvo siempre por principal causa la debilidad de los gobernantes. En las aspiraciones de las masas populares y de las organizaciones socialistas encuentra tan sólo aspiraciones desmesuradas y desestabilizadoras que conducen a las revoluciones. Por lo demás, para él las “masas” obedecen a una lógica inconsciente de los sentimientos, enteramente distinta de la lógica racional, y tienden a moverse por el odio y la envidia.
Las clases dirigentes parlamentarias son temerosas y tienden a vencerse ante el fantasma del miedo. Así estima que, bajo la influencia dominante de estos fantasmas, y ante todo del miedo, se ha gobernado, desde hace muchos años, “casi en beneficio exclusivo de la clase obrera”, no cesando de irritar al comercio y a la industria con leyes vejatorias y amenazantes de impuestos más vejatorios aún. “Únicamente el miedo ha sido la causa de que se legisle a favor de una clase y en perjuicio de las que representan la fuerza y la gloria del país”. Para colmo, piensa, las multitudes nunca agradecen lo que conquistan por amenazas. De ahí su crítica al “estatismo” al que dedica todo un capítulo de su obra (el capítulo IV. “Transformación moderna del derecho divino. El estatismo”, págs.80 ss.). Para él, “el estatismo, cuya expansión natural es el socialismo colectivista, constituye la religión nacional de los pueblos latinos, la única que es universalmente respetada”. Y es que para los pueblos latinos en general, y para los franceses en particular, el Estado representa una especie de papa colectivo, que debe administrar, fabricar y dirigirlo todo, dispensa a los ciudadanos del menor esfuerzo de iniciativa”. El colectivismo, última forma del estatismo, aspira a poner bajo su mano todas las industrias. El intervencionismo estatal aumenta la burocracia y limita las libertades civiles61.
Le Bon se ocupa también del “gobierno popular” y de las conexiones entre la intelectualidad y la multitud62. La multitud tiene que ser dirigida y organizada por dirigentes de prestigio y persuasivos. Las multitudes o muchedumbres no son capaces de crear las civilizaciones, pero poseen el heroísmo, la abnegación y muchas de las virtudes que las hacen vivir63. Lo que se hace acompañar de una crítica al parlamentarismo —a la democracia de masas—: “el método de las promesas, ese azote de las democracias, estaba en boga”64.Y así afirma que el sistema parlamentario mejorará cuando los gobernantes se decidan a dar pruebas de energía decisoria autónoma y no a pactar constantemente con los “revoltosos”, so pretexto de tranquilizarlos y evitar males mayores)65. En la evolución social encuentra “los progresos del despotismo”66. Para él, la evolución del colectivismo y del sindicalismo revolucionario hacia un despotismo absoluto es una de las características de la edad moderna, de manera que el despotismo “seduce a las multitudes y a sus dirigentes”. Se comprende, así, que dedique todo el Libro IV al análisis de las que considera “las ilusiones socialistas y sindicalistas” (págs. 212 ss.). Realza que el socialismo, cuya doctrina discute, no debe confundirse con el movimiento de solidaridad social, que va desarrollándose lentamente en todas partes y que no procede de las teorías socialistas. En este sentido se muestra partidario de medidas de solidaridad social como los seguros de accidentes, retiros, higiene, educación, crédito agrícola, desarrollo de la mutualidad, organización de la previsión, porque eso no es socialismo, sino “deber social”, cosa muy diferente67 (págs. 212-213).
Esta visión simplificadora del movimiento socialista contrasta con la percepción más lúcida de Durkheim, que sin dejar de abordar la exigencia de la solidaridad orgánica alejada de los postulados socialistas, encuentra en el socialismo la expresión de un malestar social provocado por la deplorable situación en que se encontraban las clases trabajadoras, las masas desposeídas68. Durkheim estudia el socialismo como “hecho social y de la máxima importancia”, y entiende que “hay una doble razón por la que resulta interesante estudiarlo desde este punto de vista. En primer lugar, es de esperar que nos ayude a comprender los estados sociales que lo han originado. Pues, precisamente porque deriva de ellos, los hace manifiestos y expresa a su manera y, por esto mismo, nos proporciona un medio adicional para abordarlos”. Por otra parte, dicho estudio del socialismo promete resultar instructivo no sólo respecto a la determinación de la naturaleza de la “enfermedad”, sino también para encontrar los “remedios” más adecuados. Igualmente, es importante saber cuáles son las transformaciones sociales, esto es, los remedios que las “masas sufrientes” de la sociedad industrial han ideado espontánea e indistintamente, con independencia del escaso valor científico de tal elaboración. Todo esto es lo que expresan las teorías socialistas en sus distintas versiones69.
Piensa que el carácter primordial del socialismo es un odio intenso hacia todos los espíritus superiores, es decir, talento, fortuna e inteligencia70, y sus ilusiones de transformación radical no pueden triunfar porque supondrían la destrucción del orden social de la civilización. Las ilusiones sindicalistas tampoco podrán triunfar71. Nótese que la historia del sindicalismo aporta una prueba palpable de la exactitud de aquel principio de que las instituciones no tienen, por sí mismas, ninguna virtud y que su influencia es variable conforme a las cualidades mentales de los pueblos que las han creado. El sindicalismo se presenta en dos aspectos diversos según las razas o naciones: el pacífico y el revolucionario. El primero es el propio de los anglosajones; allí los sindicatos se interesan ante todo de los intereses económicos y son más refractarios respecto a las luchas de clases. Al contrario, en los pueblos latinos, el sindicalismo es, según Le Bon, un instrumento de la anarquía, encaminado a destruir a la sociedad civilizada. El programa del sindicalismo revolucionario es de “destrucción” social, para establecer el comunismo. Ciertamente, opina, cada día se dibuja más nítidamente la lucha entre el sindicalismo revolucionario y el estatismo colectivista. Estas dos formas de tiranía son igualmente detestables y rechazables72.
Le Bon realiza una severa crítica al socialismo en sus diversas manifestaciones. Para el socialismo sería una especie de religión “política”: el socialismo puede clasificarse “en la familia de las creencias religiosas, posee el carácter de indeterminación de los dogmas que todavía no reinan. Sus doctrinas se transforman de día en día y se hacen cada vez más inciertas y flotantes. Para poner de acuerdo los principios formulados por sus fundadores con los hechos nuevos que los contradicen demasiadamente claro, ha sido necesario entregarse a un trabajo análogo al de los teólogos al tratar de poner de acuerdo la Biblia con la razón. Los principios en que Marx, que fue, sin embargo, durante mucho tiempo un gran sacerdote de la nueva religión, basaba el socialismo, han terminado por ser de tal modo desmentidos por los hechos, que sus fieles discípulos han tenido que abandonarlos”73. Por otra parte, “desde el punto de vista de la extensión del socialismo estas discusiones de teorizadores no tienen, por lo demás, importancia alguna. Las muchedumbres no las comprenden. Lo que conservan del socialismo, es sólo la idea fundamental de que el obrero es víctima de algunos explotadores, por consiguiente, una mala organización social, y que bastarían algunos decretos, impuestos revolucionarios, para variar esta organización. Los teóricos pueden realizar una evolución. Las masas aceptan las doctrinas en bloque y no evolucionan jamás. Las creencias admitidas revisten siempre una forma sencillísima. Implantadas fuertemente en cerebros primitivos, permanecen inquebrantables por mucho tiempo”.
Es más, estima que “fuera de los ensueños de los socialistas, y con la mayor frecuencia en patente desacuerdo con ellos, el mundo moderno realiza una evolución rápida y profunda. Es consecuencia del cambio operado en las condiciones de existencia, las necesidades, las ideas, por los descubrimientos científicos e industriales realizados en los últimos cincuenta años. A estas transformaciones se adaptarán las sociedades y no a fantasías de teorizadores, que no viendo el engranaje de las necesidades, creen poder rehacer a su agrado la organización social. Los problemas planteados por las transformaciones actuales del mundo, son de distinta gravedad que los que preocupan a los socialistas”74.
Pero el mismo Le Bon no deja de reconocer la poderosa fuerza ideológica del socialismo, pues indica que éste “sintetiza un conjunto de aspiraciones, de creencias e ideas de reformas, que apasiona profundamente los espíritus. Los gobiernos le temen, los legisladores le atienden, los pueblos ven en él la aurora de nuevos destinos”75. En su opinión, “para que el socialismo moderno haya revestido tan pronto esa forma religiosa que es el secreto de su fuerza, era necesario que apareciera en uno de esos raros momentos de la historia, en que estando los hombres cansados de sus dioses, pierden su supremacía las antiguas religiones y sólo subsisten en espera de la nueva creencia que ha de sucederlas. Habiendo aparecido en el instante mismo en que el poder de las antiguas divinidades ha declinado considerablemente, el socialismo que ofrece también al hombre ensueños de felicidad, tiende naturalmente a ocupar un puesto. Nada indica que no lo conseguirá. Todo muestra que no sabrá conservarlo mucho tiempo”76. El socialismo ha ido evolucionando hacia una forma religiosa, con una fuerte tendencia a reemplazar a las viejas creencias entre las “multitudes”77.
Después del análisis de las teorías y prácticas socialistas concluye afirmando que el socialismo tiene más fuerza destructiva que constructiva de la civilización occidental (para afrontar la crisis de la civilización occidental)78. Pero le interesa subrayar la condición del socialismo como creencia, a cuyo análisis dedica el Libro Segundo (págs. 59 ss.). Su punto de partida es que “ninguna civilización ha podido sostenerse sin tener en su base creencias comunes”. Y precisamente considera que el socialismo es una creencia mucho más que una doctrina. En los inicios del siglo veinte, constata una fuerte lucha entre las creencias tradicionales y las necesidades modernas79.
Encuentra Le Bon en el socialismo un retroceso en el proceso de evolución de la civilización: “Desde el punto de vista filosófico, el socialismo es una reacción de la colectividad contra la individualidad, un retroceso al pasado. Individualismo y colectivismo son, en su espíritu general, dos fuerzas contrarias que tienden, si no a destruirse, al menos a paralizarse mutuamente. En esta lucha entre los intereses generales opuestos del individuo y de la colectividad, está el verdadero problema filosófico del socialismo”80.
El socialismo conduce de suyo a una “extensión de las funciones del Estado”81, situación que para él enlaza también con las formas contemporáneas de intervencionismo público que se dieron en llamar “socialismo de Estado”, es decir, la centralización en manos del gobierno de todos los elementos de vida de un pueblo. Y con una reflexión que podrían suscribir los conservadores actuales, hace notar que las consecuencias de esta absorción de todos los servicios por el Estado y de su intervención constante —absorción e intervención reclamadas para el pueblo que las sufre, o más bien que las impone— acaba por destruir del todo en los ciudadanos los sentimientos de iniciativa y responsabilidad, que ya poseían en grado tan bajo. Obliga al Estado a dirigir con grandes gastos, por la complicación de su mecanismo, grandes empresas que los particulares, poseyendo el móvil del interés personal, administrarían con éxito sin tantos gastos, como hacen otros Estados82. Con todo, en realidad es la burocracia la que gobierna hoy al mundo civilizado y necesariamente la gobernará cada vez más. Ese socialismo de Estado reformador conducirá, en coherencia, a la instauración del “Estado colectivista”83.
Por otra parte, aprecia un conflicto insoluble entre las necesidades económicas y las aspiraciones socialistas84, y un conflicto entre las leyes “naturales” de la evolución, las ideas democráticas y las aspiraciones socialistas85, llegando a la conclusión de que “el socialismo es actualmente el más temible enemigo de la democracia”86. Por lo demás, su concepción revolucionaria impulsa la lucha de pueblos y clases y ello conduce a la destrucción de la sociedad87. Su enfoque es naturalista y darwinista social: “El único procedimiento que ha podido hallar la naturaleza para mejorar las especies es hacer nacer muchos más seres de los que puede alimentar, y establecer entre ellos una perpetua lucha en que los más fuertes, los mejor dotados, pueden únicamente sobrevivir. La lucha tiene lugar no sólo entre las diversas especies, sino también entre los individuos de una misma, y muchas veces es más violento entre estos últimos…Mirada desde el punto de vista de nuestros sentimientos, la ley de la lucha por la existencia en que sobreviven lo más aptos, puede parecer muy bárbara. Es preciso no olvidar, sin embargo, que sin ella disputaríamos miserablemente aún una presa incierta a todos los animales que hemos terminado por sujetar. La lucha que la Naturaleza ha impuesto a los seres por ella creados es universal y constante. En donde no la hay, no sólo no existe progreso, sino que hay una tendencia a retroceder”88.
Matiza que “la naturaleza profesa, pues, intolerancia absoluta para con la debilidad. Todo lo que es débil está muy pronto condenado a perecer. Sólo respeta la fuerza”89. En la lucha de los pueblos, “la historia” enseña que los pueblos siempre han permanecido en lucha, y que desde los orígenes del mundo el derecho del más fuerte ha sido árbitro de los destinos humanos; y en esa perspectiva se sitúan las luchas de clases en el mundo industrial (págs. 317 y 321 ss.). Y critica que para el socialismo marxista la lucha de clases puede cesar, pues la realidad entera lo contradice, y cuya realización sería preciso no desear. “Sin la lucha entre los seres, de razas y de clases, en una palabra, sin la lucha universal, el hombre jamás hubiera salido del salvajismo primitivo y no se hubiera elevado a la civilización. La tendencia a la lucha, que hemos visto rige las relaciones entre las especies animales y entre los pueblos, rige también, por tanto, las que existen entre los individuos y entre las clases… Y no solo existe la lucha de clases, sino también la de los individuos de una misma clase; y la de estos últimos es, como en la naturaleza, la más violenta... La lucha es más violenta hoy que lo fue jamás (p. 322). Dada su persistencia previsible, lo que cabe es hablar de “las futuras luchas sociales”, y en tal sentido entiende “inevitable por las irresistibles leyes de la naturaleza, la lucha de clases se agravará por las nuevas condiciones de la civilización, por la incomprensión que rige las relaciones recíprocas de estas clases, por la divergencia creciente de sus intereses y sobre todo de sus ideas. La lucha destinada, sin duda, a ser más violenta que lo fue jamás. Se acerca el momento en que el edificio social ha de sufrir lo más temibles asaltos que nunca haya afrontado”.
Y es que la “cuestión social” ha devenido en cuestión política de orden90. Y es en este marco de análisis donde prosigue su discurso analizando el problema del socialismo vinculado, según él, a los “no adaptados por degeneración”, porque “los degenerados son reclutas seguros del socialismo91. En efecto, expone, que “entre las características más importantes de nuestros tiempos, preciso es mencionar la presencia en las sociedades de individuos que, no habiendo podido por cualquier razón adaptarse a las necesidades de la civilización moderna, no encuentran lugar en ella. Forman un detritus inutilizable. Son los no adaptados” y sobre “los no adaptados por degeneración”92. Lo que a su entender confirma que “las sociedades tienden hoy a perpetuarse principalmente por sus elementos más inferiores” (p. 340), y en un enfoque darwinista social (extrapolando expresamente el pensamiento de Darwin de la evolución y la lucha por la existencia al campo de las relaciones sociales), entiende que éste formula el criterio o ley de supervivencia de los más fuertes en la lucha por la existencia (págs. 341-342).
En esta línea de pensamiento, constata críticamente la que denomina “la producción artificial de los no adaptados”93. Los inadaptados son utilizados, advirtiendo del “ataque futuro de los inadaptados”94. Los supuestos remedios de protección social pública para afrontar el problema social de los inadaptados por el Estado, sólo agravarían el problema social: “Hasta hoy la caridad pública y la privada sólo han conseguido aumentar considerablemente el número de inadaptados”. Y aquí, las referencias son también explícitas al libro de Malthus, Ensayos sobre los principios de la población95 y al pensamiento de Herbert Spencer, sobre el principio de supervivencia de los más aptos (págs. 358-360). Pero el problema lo ve agravado con la pretensión de los socialistas de garantizar el derecho al trabajo (págs. 360 ss.). No obstante, a pesar del apoyo de los no adaptados y de los desheredados, las promesas de los socialistas “serán necesariamente vanas, puesto que las leyes naturales que rigen nuestro destino no pueden variar, su importancia será patente para todos en cuanto triunfe, y tendrá entonces por enemigos a las muchedumbres mismas que sedujo y que hoy tienen en él sus esperanzas. De nuevo, desengañado el hombre, emprende una vez más la eterna labor de forjar quimeras capaces de encarnar su espíritu por algún tiempo”96.
La cuestión social obrera no se puede resolver a través del socialismo97. La realidad es que “patronos y proletarios forman hoy dos clases enemigas, y como unos y otros se sienten incapaces de vencer por si las dificultades de sus relaciones diarias, apelan invariablemente al Estado, mostrando así, una vez más, la indestructible le necesidad de nuestra raza de ser gobernada, su incapacidad para concebir la sociedad de otro modo que como una jerarquía de clases que dirige un dueño omnipotente” (p. 387). Lo que hay que apostar es por la “solidaridad social” en el marco de una sociedad civil civilizada y armoniosa: el movimiento hacia la solidaridad es una de las más importantes tendencias de la actual evolución social. En esa dirección, no sólo el Estado, sino las asociaciones (y entre ellas “las asociaciones obreras”) reemplazan el egoísmo individual impotente por un egoísmo colectivo que aprovecha a todos98. El concepto de solidaridad significa para él simplemente asociación, y de ningún modo caridad o altruismo. La caridad es antisocial y nociva; el altruismo, artificial, impotente y esencialmente inoperante (p. 390). Y en tal sentido, “el movimiento hacia la solidaridad, es decir, hacia la asociación de los intereses semejantes, que se bosqueja tan generalmente, es quizá la más clara de las nuevas tendencias sociales y probablemente una de las que tendrán más influjo sobre nuestra evolución… Esta tendencia a la solidaridad por la vía de asociación, que vemos acentuarse más cada día, tiene causas diversas. La más importante es la depresión de la iniciativa y de las voluntades individuales, así como la frecuente impotencia de esta iniciativa y de esta voluntad en las condiciones creadas por la evolución económica actual. La necesidad de la acción se pierde cada vez más. Ya no es casi más que por medio de las asociaciones, es decir, con ayuda de las colectividades, como se llegan a ejercer los esfuerzos individuales. Una causa más profunda todavía impulsa hacia la asociación a los hombres modernos. Habiendo perdido sus dioses y viendo desvanecerse sus hogares, sin tener ya esperanza en el porvenir, sienten cada vez más la necesidad de un apoyo”. Por otra parte, “este género de solidaridad es, además, casi el único medio que queda a los débiles, es decir, a la mayoría, para luchar contra los poderosos y no ser demasiado oprimidos por ellos” (p. 392). Apunta que la verdadera solidaridad sólo es posible entre individuos que tengan intereses semejantes inmediatos. Dichos intereses son los que han llegado a unir la institución moderna de los sindicatos99. En este sentido, su concepción de la solidaridad es distinta de la mantenida por la corriente republicana francesa de pensamiento llamada “solidarismo social” y “jurídico”100.
Más allá del fenómeno asociativo, constata que “la edad moderna es la edad de las colectividades” o multitudes. De ahí la emergencia de las “industrias de administración común” y el “socialismo municipal”101 y “los sindicatos de producción”102. Pero ese movimiento colectivista debe ser detenido a través de una estrategia de defensa social organizada, porque es mejor prevenir que curar los males que su instauración puede causar103.
Frente a estos fenómenos y de la evolución anárquica, de lo que se trata es de “la lucha contra la disgregación social” (Libro VI. “La evolución anárquica y la lucha contra la disgregación social”, de su libro La psicología política y la defensa social). Le Bon aprecia una situación de peligrosidad social inminente: Y es que “las masas no razonan nunca” y “sólo obedecen a la fuerza o al prestigio”. Piensa que “el peligro del movimiento revolucionario no consiste únicamente en las violencias suscitadas por él, puesto que éstas no pueden durar, sino principalmente, repito, en la anarquía mental, propagada por contagio entre todas las clases. Así se han originado la huelga de los empleados de Correos, la de los guardias de seguridad de Lyon, los motines de los maestros, la formación del sindicato de empleados, etc. Ante estos ensayos de intimidación, el Gobierno ha cedido siempre y ha fortificado en el alma de los sublevados que basta amenazar para obtener”104. Por lo demás, entiende que “la anarquía social no se manifiesta sólo en las capas inferiores de la sociedad. Es,como todas las epidemias mentales, una enfermedad esencialmente contagiosa. El contagio mental conduce hoy a los mismos conservadores a aliarse con los peores anarquistas” (p. 339). Con todo, la anarquía y las luchas sociales constituyen un reto para las clases dirigentes responsable de la defensa del orden social105.
Es necesario contener la “influencia colectivista” que “ha inspirado muchas leyes desastrosas”, movidas por el miedo a la multitud y la fuerza de las organizaciones socialistas y sindicalistas. Por ello, entiende que “cuando las clases, antes directoras, se dejan dirigir se acercan a su fin”, y es que pese a “tantas apariencias en contrario, las luchas del porvenir no serán luchas económicas únicamente, sino también luchas de ideas, o más bien de sentimientos engendrados por estas ideas. Los sentimientos cuyo conjunto constituyen el carácter de una nación, no cambian sino muy lentamente. Sin embargo, en el curso de los tiempos se les ha visto evolucionar varias veces… Modificar los sentimientos de un pueblo sería cambiar el curso de su historia”. Dichas clases dirigentes, deben superar el fatalismo moderno y disolver las fatalidades que ponen en cuestión las bases de la civilización, cuando, sin embargo, la fatalidad no es a menudo más que la síntesis de nuestras ignorancias, que se desvanece en cuanto se disgregan los elementos que la componen106. Piensa que, en política, como en la industria, el éxito es de los previsores, de manera que las fatalidades que han sido engendradas por la imprevisión de los antecesores son destruibles por la voluntad.
La “defensa social” debe comenzar con el respeto a la tradición recibida: “La anarquía —afirma— y las luchas sociales de que hemos hablado se manifiestan sobre todo en los pueblos que han intentado romper con su pasado y cuya mentalidad, por lo tanto, ha perdido su estabilidad”. Piensa que “el alma de una nación se forma de un tejido de tradiciones, creencias y sentimientos comunes, hasta de prejuicios fijados por la herencia. Esta alma orienta constantemente nuestros pensamientos y dirige nuestras acciones. Gracias a ella, los pueblos piensan y obran de una manera semejante en las condiciones fundamentales de su existencia. Una sociedad no está construida sólidamente, ni puede existir la idea de patria que conduce a defenderla, mientras no se haya formado el alma nacional”107. Él constata las consecuencias políticas desestabilizadoras que supone el conflicto abierto entre tradiciones recibidas y nuevos principios revolucionarios desde finales del siglo XIX108.
Frente a los ataques a la sociedad su defensa tiene que ser fuerte y no débil, porque los gobernantes no pueden limitarse a seguir a las multitudes en vez de dirigirlas. Éstas deben oponerse a las “instintos inferiores” de las muchedumbres. Por lo demás, entiende, que los grandes movimientos populares no son nunca un resultado de la razón, sino una lucha contra la razón generalmente. Pretender explicar por la lógica racional lo que fue creado por la lógica de los instintos es no entender nada de la Historia. Así, el movimiento revolucionario actual no es como todos los que le han precedido, sino una reacción de instintos bárbaros que aspiran a sacudir el yugo de lazos sociales, bastante debilitados para esperar destruirlos”. Ante la debilidad y el carácter concesivo de las políticas gubernamentales (afirma, entre otras cosas, “el legislador, tal como es elegido hoy día, constituye un verdadero peligro social, porque, falto de carácter y pensando sólo en su reelección, obedece a los institutos más bajos de la multitud”), llegando a decir que “es inútil disimularlo. La plebe es la que nos gobierna hoy día”, poniendo de manifiesto que el síntoma más seguro de la decadencia que amenaza a la sociedad es el decaimiento general de los caracteres. Ante ello reclama la voluntad política de reafirmar y defender el orden social, pues no es la fatalidad la que gobierna al mundo, sino la voluntad109.
En su libro La psicología de las revoluciones (1906), que puede considerarse como una continuación de La Psicología de las Multitudes, Le Bon pone de manifiesto ese miedo a la multitud, pero incidiendo en los móviles, generalmente invisibles en su opinión, que impulsan a las revoluciones en la sociedad moderna. En dicha obra subraya que además de las colectividades fijas formadas por los pueblos, existen colectividades móviles y transitorias conocidas como masas. Ahora bien, estas masas o muchedumbres, con cuya ayuda se producen los grandes movimientos históricos, poseen características absolutamente diferentes a las de los individuos que las componen, las cuales fueron estudiadas en La Psicología de las Multitudes. Entre los factores determinantes más importantes de la Historia de las revoluciones se encuentra el factor de los credos, de las creencias110. Para él “el credo, de origen inconsciente e independiente de toda razón, nunca puede ser influenciado por la razón”. De aquí que “la Revolución —una tarea de creyentes— raramente ha sido juzgada más que por creyentes. Execrada por algunos y alabada por otros, se ha mantenido como uno de esos dogmas que resultan aceptados o rechazados en su totalidad, sin la intervención de la lógica racional”. Le Bon incide sobre todo en los elementos míticos y de irracionalidad en general del fenómeno revolucionario, reflexionando que si bien en sus orígenes una revolución religiosa o política puede muy bien estar apoyada por elementos racionales, se desarrolla tan sólo por medio de la ayuda de elementos místicos y afectivos que resultan absolutamente extraños a la razón111.
El componente mítico y el sistema de creencias es fundamental en los procesos revolucionarios: “El poder de la Revolución —afirma— no residió en los principios que se propuso propagar —los cuales, en realidad, eran cualquier cosa menos novedosos— ni en las instituciones que pretendía fundar. El pueblo se interesa muy poco por las instituciones y menos aún por las doctrinas. El hecho que la Revolución haya sido realmente potente; que le hiciera a Francia aceptar la violencia, los asesinatos, la ruina y el horror de una espantosa guerra civil; que, finalmente, se defendiese victoriosa contra una Europa en armas; todo ello se debió a que no fundó un nuevo sistema de gobierno sino una nueva religión”. Ahora bien, la Historia nos muestra lo irresistible que es el poder de un credo fuerte. Se trata de una religión política, pues ciertamente “la religión así fundada tuvo la fuerza de las demás religiones, si bien no su duración. No obstante, no murió sin dejar huellas indelebles, y su influencia aún sigue activa”112. A los pueblos no les interesa tanto la verdad, porque, en su opinión, “los pueblos siempre prefieren los sueños. Sintetizando sus ideas, estos sueños siempre constituirán poderosos motivos para la acción”: las imágenes del pasado siempre serán una fuente de esperanza. Ellas “forman parte de un patrimonio de ilusiones que nuestros padres nos han legado; ilusiones cuyo poder con frecuencia es mayor que el de la realidad. El sueño, el ideal, la leyenda —en una palabra: lo irreal— es lo que le da forma a la Historia”113.
Ese componente mítico —con amplia referencia a Le Bon— ha sido posteriormente destacado y analizado por Jules Monnerot (con el que dicho sea brevemente existe una delgada línea de continuidad ideológica y analítica con el propio Le Bon), en su libro Sociología de la Revolución114. Subraya la presencia del mito en el hecho revolucionario115. Para Monnerot “existe una heterogeneidad natural entre el mito y el hecho: el primero jamás se transforma en el segundo. Ningún hecho histórico se asemeja al advenimiento de la justicia sobre la tierra. Los hechos históricos no se consuman de este modo. Los desplazamientos de poder, de autoridad y disfrute del poder a los que conducen las revoluciones nunca pueden llegar a realizar los mitos revolucionarios, sino a costa de una operación mental sistemática de traducción metal, que es precisamente lo que ha ocurrido y ocurre en la sociedad post-revolucionaria rusa, en la que, en la literatura oficial, los hechos reales son disfrazados en términos logocráticos”. En tal sentido, “la relación que existe entre los mitos revolucionarios que impulsan a la acción y los resultados de dicha acción, la historia que continúa su marcha inexorable y los cambios reales que siguen a la acción, no es en modo alguno la misma relación que pueda existir entre el modelo y la copia. La idea de la igualdad entre los hombres no produce dicha igualdad…”. “El principio que ha de satisfacer el mito es aquel que Freud denomina el principio del placer. El mito nos representa el mundo, en un momento dado, tal y como nosotros mismos lo hubiéramos creado de haber podido hacerlo así”.
Por otra parte, “la característica del mito es la de ser absoluto. La ideología es el resultado de un compromiso entre el modo de pensar ‘mítico’ y el modo de pensar ‘lógica y experimental’ ”116.
El enfoque realista de Le Bon fuera de la “lesa mitología oficial” le hizo pagar el tributo de ser excluidos por los especialistas oficiales. Le Bon, al parecer, “había cometido un crimen”, pues “en esta época (principios del siglo XX) se consideraba como un dogma por parte de la alta universidad republicana el hecho de que las masas había desempeñado un papel creador en la gran Revolución francesa, en la revolución de los Grandes Antepasados, a que hacía referencia la fórmula política republicana. De ahí el rechazo, la negativa a asimilar, ni siquiera a comparar, aunque fuese en una ínfima medida, estas “masas revolucionarias” con los fenómenos patológicos diagnosticados por un médico”. Es así como Le Bon se vio prácticamente prohibido e irrelevante en la Universidad117.
Pero a pesar de las revoluciones el pasado no desaparece por completo. “No consideramos a la Revolución como una tabula rasa de la Historia, tal como sus apóstoles creyeron que sería. Sabemos que, a fin de demostrar su intención de crear un mundo diferente del antiguo, iniciaron una nueva era profesando el deseo de romper completamente con todos los vestigios del pasado. Pero el pasado nunca muere”. Está el peso de la tradición de las instituciones recibidas. Piensa, con Tocqueville, que la Revolución destruyó poco, aunque “favoreció en cambio la maduración de ciertas ideas que continuaron desarrollándose desde entonces. La fraternidad y la libertad que proclamó nunca sedujeron mayormente a los pueblos, pero la igualdad se convirtió en su Evangelio: fue el punto de aplicación del socialismo y de toda la evolución de las ideas democráticas modernas. Por lo tanto, podemos decir que la Revolución no terminó con el advenimiento del Imperio, ni con las sucesivas restauraciones que la siguieron. Secretamente, o a la luz del día, se ha desplegado lentamente y aún influye en la mente de las personas”118.
En el pensamiento de Le Bon, la desorganización aparece como uno de los rasgos distintivos de las masas o multitudes. Pero en realidad los dos polos opuestos, la masa y la organización, se encuentren en permanente tensión dinámica. (Incluso bajo presupuestos distintos esa tensión pervive en la construcción más reciente entre la “multitud” y la organización de liderazgo sea o en forma de partido; como es el caso de Toni Negri y Michael Hardt119). En los procesos revolucionarios esa tensión se exacerba. Al tiempo, se aplica “el término de revolución a los cambios políticos súbitos pero el término puede ser aplicado para denotar toda transformación repentina, o transformaciones aparentemente repentinas, tanto sea de creencias, ideas o doctrinas”. En todo caso, con independencia de su origen, una revolución no produce resultados mientras no haya penetrado en el espíritu de la multitud. Los acontecimientos adquieren formas especiales que resultan de la peculiar psicología de las masas. Por esta razón, los movimientos populares poseen características tan pronunciadas que la descripción de una de ellas permitirá comprender a las demás. En esa perspectiva, “la multitud, por ende, es el agente de la revolución; pero no es su punto de partida. La masa constituye un ser amorfo que no puede hacer nada y no hará nada sin una cabeza que la conduzca. Superará rápidamente el impulso una vez que lo haya recibido, pero jamás lo creará”. De nuevo plantea una concepción evolucionista del desarrollo social, incluso de la idea de revolución en sentido amplio, pues considera que “las verdaderas revoluciones, aquellas que transforman el destino de los pueblos, la mayoría de las veces se logran tan lentamente que los historiadores apenas si pueden señalar sus orígenes. El término ‘evolución’ es, por tanto, por lejos más apropiado que la ‘revolución’ ”120. En esa lógica de acción colectiva, apunta que “las grandes revoluciones usualmente han comenzado por la cúspide, no por la base; pero, una vez que el pueblo se desencadena, es a éste que la revolución le debe su poder”. Porque, al tiempo, “a menos que sea universal y excesivo, el descontento por sí mismo no es suficiente para producir una revolución. Es fácil a un puñado de personas al saqueo, a la destrucción y a la masacre; pero producir el levantamiento de todo un pueblo —o de una gran proporción de ese pueblo— requiere la continua o repetida de dirigentes. Éstos exageran el descontento; persuaden a los disconformes de que el gobierno es la única causa de todos los males —especialmente de las penurias predominantes— y le aseguran a las personas que el nuevo sistema por ellos propuesto engendrará una era de felicidad. Estas ideas germinan propagándose por sugestión y contagio, con lo que finalmente llega el momento en que la revolución está madura” 121. De ahí la relevancia, siempre presente, de liderazgo de masas que reconduzca las aspiraciones y el descontento hacia el campo de las imágenes emancipadoras y legitimadoras de las decisiones sustancialmente políticas. Aparte de los problemas culturales, esta falta de liderazgo puede explicar, en parte, que situaciones o coyunturas extremadamente críticas no conduzcan hacia una “rebelión de las masas” como en los comienzos de la elaboración de la “psicología de las masas” se había pronosticado.
En la época actual se constata la existencia de un hecho y un cierto cambio de percepción sobre el fenómeno de masas y de la llamada sociedad de masas, consistente en la constatación de que “a comienzos del presente siglo, se estaba seguro de la victoria de las masas; a su término, nos encontramos por completo cautivos de quienes las conducen. Uno tras otro, los trastornos sociales que han sacudido a la mayoría de los países del mundo han ido a dar a un régimen que tenía al frente un conductor de hombres prestigioso” (Mao, Stalin, Mussolini, Tito, Nehru, Castro y numerosos émulos suyos). Es lo cierto que, “así las revoluciones triunfan, los regímenes se suceden, las instituciones del pasado se desmoronan, y sin embargo la ascensión de los conductores de masas prosigue de manera irresistible. Indudablemente, siempre han desempeñado un papel en la historia, pero jamás ha sido este papel tan decisivo, jamás la ambición de los conductores ha sido tan grande”, planteándose el problema de si ese dominio es compatible con la cultura democrática122. Y no debe olvidarse que lo que en la psicología de las multitudes lo que une al líder tanto con el pueblo como con sus hombres es el poder, pues los “conductores de multitudes”, como los denomina Le Bon, asumen un poder delegado de las masas o del pueblo en un proceso electoral, llegando a traducirse en la sociedad de masas en la materialización del principio según el cual “la masa reina, pero no gobierna”123.
Al tiempo la “rebelión de las masas” (a que hacía referencia Ortega) ha sido normalmente “encauzada” a través de conductores de masas, más (partidos, sindicatos) o menos institucionalizados (movilizaciones y movimientos sociales), por un lado, y por otro, la “cultura de consumo”, que favorece la individualización y la pasividad social. De manera que el “hombre masa” en la formulación de Ortega y de Antonio Gramsci, esto es, como nuevo tipo humano124. Por ello Le Bon califica a la era contemporánea como la “era de las multitudes”125; una multitud que tenía la virtualidad de amenazar al orden establecido de la sociedad (o, al menos, así era percibido), y que ha dado muestras significativas de su carácter contingente y mudable en el desarrollo histórico.
En todo caso, la percepción del fenómeno de esa aglomeración que es la masa siempre ha sido dualista, pues lo que para unos “es rebelión de clase y representa una esperanza de futuro”, para otros “es rebelión de las masas” que inquieta y anuncia una época de crisis en cadena. “Los psicólogos de las multitudes creen decisiva esta rebelión puesto que pone el poder político a merced de las multitudes que no podrían ejercerlo y experimentar su temor. Este temor ha bastado para suscitar el deseo de conocerlas, para exorcizarlas y gobernarlas, pero también para estudiarlas en el plano científico”126.
Le Bon ha sido un autor ampliamente traducido al español, lo que resulta harto significativo para verificar su efectiva influencia en España y en los países latinoamericanos.
Le Bon, G., Psicología de las multitudes, trad. de J. M. Navarro Palencia, edición crítica y estudio preliminar a cargo de J. L. Monereo Pérez, Granada (Colección Crítica del Derecho), 2012.
Le Bon, G., Psicología de las multitudes, trad. de J. M. Navarro Palencia, Madrid, Daniel Jorro Editor, 1903 (2ª ed., 1921; 3ª ed. 1929).
Le Bon, G., Psicología de las multitudes, Santiago de Chile, Editorial Cultura, 1937.
Le Bon, G., Psicología de las multitudes, Buenos Aires, E.M.C.A., 1945.
Le Bon, G., Psicología de las multitudes, Buenos Aires, Albatros, 1968.
Le Bon, G., E BON, G., Psicología de las multitudes, México, Divulgación, cop. 1973.
Le Bon, G., Psicología de las masas, Prólogo de Florencio Jiménez Burillo, Madrid, Morata, 1995.
Le Bon, G., L’Homme et les sociétés leurs origines et leur histoire, 2 Vols., Paris: J. Rothschild, 1881.
Le Bon, G., La evolución de la materia: con 62 figuras fotografiadas en el laboratorio del autor, Biblioteca de Filosofía Científica dirigida por el Dr. Gustavo Le Bon, trad. de José González Llana, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, 1907 (2ª ed., 1911; 3ª ed., 1923).
Le Bon, G., Incertidumbres de nuestros días: reflexiones sobre la política, las guerras, las alianzas, la moral, las religiones, las filosofías, etc., traducción del francés por Marcial Aguirre, Madrid : Aguilar, [19--?].
Le Bon, G., La evolución de las fuerzas, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, Biblioteca de Filosofía Científica dirigida por el Dr. Gustavo Le Bon, Librería Gutenberg, 1914.
Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, versión española de José María González, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, Biblioteca de Filosofía Científica dirigida por el Dr. Gustavo Le Bon, 1912.
Le Bon, G., Los fenómenos físicos y sociales: métodos de estudio, traducción de Francisco Almela y Vives, Madrid, M. Aguilar, s/f (19..?).
Le Bon, G., La vida de las verdades, trad. de José Ballester y Gozalvo, Madrid, M. Aguilar, (1920?).
Le Bon, G., La Civilización de los árabes, Montaner y Simón, 1ª ed., 1886.
Le Bon, G., La civilización de los árabes, trad. Luis Carreras, Buenos Aires, El Nilo, Libertad, 2ª ed., 1946.
L Le Bon, G., E BON, G., Los árabes: historia, civilización y cultura, trad. Luis Carreras, Barcelona, Abraxas, 2007.
Le Bon, G., El desequilibrio del mundo, trad. Antonio Buendía, M. Aguilar, s/f [19..?].
Le Bon, G., Psicología de las multitudes, Buenos Aires, E.M.C.A., 1945.
Le Bon, G., Psicología de la educación, Madrid, Biblioteca de Filosofía Científica dirigida por el Dr. Gustavo Le Bon, Librería Gutenberg de José Ruiz, 2ª ed., 1910.
Le Bon, G., Psicología de los tiempos nuevos, Madrid, Marqués de Urquijo, Biblioteca de Ideas y Estudios Contemporáneos [19..?].
Le Bon, G., Estudio de las civilizaciones y de las razas, traducción de Francisco Almela y Vives, Madrid: M. Aguilar, [192-?]
Le Bon, G., Ayer y mañana, traducción de Marcial Aguirre, Madrid, M. Aguilar, [1930?].
Le Bon, G., Las opiniones y las creencias: génesis-evolución, versión española por Pedro M. González Quijano, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, 1912.
Le Bon, G., La Revolución Francesa y la psicología de las revoluciones, versión española de Julio López Oliván, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, 1914.
Le Bon, G., Las primeras civilizaciones, traducida del francés por Miguel López Atocha, Madrid : M. Aguilar, [19--?].
Le Bon, G., Psicología del Socialismo, Ricardo Rubio, Madrid, Daniel Jorro, 1ª ed., 1903, 2ª ed., 1921.
Le Bon, G., Bases científicas de una filosofía de la historia, trad. de F. García, Madrid, M. Aguilar, 1931.
Le Bon, G., Las civilizaciones de la India, trad. Francisco Pi y Arsuaga, Barcelona, Montaner y Simón, 1901.
Le Bon, G., Enseñanzas psicológicas de la guerra europea, trad. Rafael Urbano, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, 1916.
Le Bon, G., Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos, traducción de Carlos, Madrid, Daniel Jorro, 1929.
Le Bon, G., La evolución actual del mundo: ilusiones y realidades, trad. de Francisco Almela y Vives, Madrid, M. Aguilar, (193.?).
Le Bon, G., Premi»res conséquences de la Guerre :transformation mentale des peuples, Paris, Ernest Flammarion, 1916.
1 Mannheim, K., El hombre y la sociedad en la época de crisis, trad. Francisco Ayala, Madrid, Edersa, 1936, pág. 267.
2 Véase, LUKÁCS,G., El asalto a la razón, trad. Wescenlao Roces, Barcelona-México D. F., 1972.
3 Le Bon, G., Loispsychologiquesde l’ evolution des peuples, París, 1898. Las muchedumbres psicológicas son susceptibles de una clasificación; y cuando lleguemos a ocuparnos de ésta: una multitud heterogénea,es decir, compuesta de elementos desemejantes, presenta con las muchedumbres homogéneas, o lo que es lo mismo compuestas de elementos más o menos semejantes (sectas, castas y las clases), caracteres comunes, y al lado de estos caracteres comunes, particularidades que permiten su diferenciación. Cfr. Le Bon, G., Psicología de las multitudes, trad. de J. M. Navarro Palencia, Madrid, Daniel Jorro Editor, 1903, págs. 25-26. Le Bon dedica el Libro III de su obra principal a la “Clasificación y descripción de las diferentes clases de muchedumbres”, págs. 183 y sigs. Reedición crítica: Le Bon, G., Psicología de las multitudes, trad. de J. M. Navarro Palencia, edición crítica y estudio preliminar a cargo de J. L. Monereo Pérez, Granada (Colección Crítica del Derecho), 2012.
4 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros.com, Parte I (“Los elementos psicológicos de los movimientos revolucionarios”), págs. 16 y sigs. ; y respecto de las influencias racionales, afectivas, míticas y colectivas, activas durante la Revolución Francesa, págs. 166 y sigs.
5 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, trad. de J. M. Navarro Palencia, Madrid, Daniel Jorro Editor, 1903, pág. 24. Reedición crítica: Le Bon, G., Psicología de las multitudes, trad. de J. M. Navarro Palencia, edición crítica y estudio preliminar a cargo de J. L. Monereo Pérez, Granada (Colección Crítica del Derecho), 2012.
6 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 27 a 31.
7 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 31 a 33. Le Bon trata más a fondo esa sugestibilidad y credulidad de las multitudes en págs. 44 y sigs., afirmando, entre otras observaciones, que “el punto de partida de la sugestión, es siempre la ilusión producida en un individuo por reminiscencias más o menos vagas, seguida de contagio por vía de afirmación de esta ilusión primitiva” ( pág. 51).
8 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 33 y 84-85.
9 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 36-37.
10 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs.61-62.
11 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 65 y sigs., y en particular, pág. 68.
12 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 93 y sigs.
13 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 95 a 97.
14 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs.101-102.
15 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs.119 y sigs.
16 Castells, M., Comunicación y poder, Madrid, Alianza Editorial, 2009, págs. 211 y sigs. Para la vinculación de la multitud con la opinión pública, véase Moscovici, S., op. cit., págs. 243 y sigs.
17 Castells, M., Comunicación y poder, Madrid, Alianza Editorial, 2009, pág. 377.
18 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 138-139.
19 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 143 y sigs.
20 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 150-151.
21 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., págs. 152-153.
22 Moscovici, S., La era de las multitudes. Un tratado histórico de psicología de las masas (1981), México, FCE, 1985, pág. 50.
23 Le Bon, G., La Psychologie politique, París, Flammarion, 1910, pág. 117.
24 Schmitt, C., “Teología política” (1922), Schmitt, C., “Teología política”, en Estudios políticos, Madrid, Doncel, 1975, págs.48 y sigs. Véase también Schmitt, C., El nomos de la tierra en el Derecho de Gentes del “Iuspublicumeuropaeum”, edición y estudio preliminar, “Soberanía y orden internacional en Carl Schmitt”, a cargo de J. L. Monereo Pérez (págs. XI-CXXVIII), Granada, Ed. Comares (Colección Crítica de Derecho), 2002. Schmitt, C., Legalidad y legitimidad (1932), trad., 4ª edición de 1988, por C. Monereo Atienza, edición y estudio preliminar, “La tensión entre los principios de legalidad y legitimidad en Carl Schmitt” (págs. IX-XXIX), a cargo de J. L. Monereo Pérez, y C. Monereo Atienza, Granada, Ed. Comares (Colección Crítica del Derecho), 2006; Schmitt, C., El Leviathan en la teoría del Estado de Tomas Hobbes, trad. F. J. Conde, edición y estudio preliminar, “El espacio de lo político en Carl Schmitt”, a cargo de J. L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares (Colección Crítica del Derecho), 2004. Para un análisis exhaustivo del pensamiento político y jurídico de Carl Schmitt, véase Monereo Pérez, J. L., Espacio de lo político y orden internacional. La teoría política de Carl Schmitt, Barcelona, Ediciones de Intervención Cultural/El Viejo Topo, 2015, 637 páginas.
25 Durkkeim, E., De la división del trabajo social, traducido por David Maldavsky, Buenos Aires, Schapire, 1973; Durkkeim, E., Lecciones de sociología: física de las costumbres y del derecho, traducción de Estela Canto, edición y estudio preliminar, “Cuestión social y reforma moral: las corporaciones profesionales en Durkheim”, a cargo de J. L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares (Colección Crítica del Derecho), 2006; Durkheim, E., “L’ élite intellectuelle et la démocratie”, Revue Bleue, nº 1 (1904), págs. 705- 706.
26 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros. com, pág. 20.
27 Le Bon, G., La vida de las verdades, traducción de José Ballester y Gozalvo, Madrid, M. Aguilar Editor, s/f., Prefacio del autor, pág. 7.
28 Le Bon, G., La vida de las verdades, cit., Prefacio del autor, págs. 8-9. Sobre el nacimiento de nuevas creencias y sus consecuencias en la evolución de la sociedad, véase el Cap. VI, págs. 85 y sigs.
29 Le Bon, G., La vida de las verdades, cit., pág. 10.
30 Véase, en una perspectiva general, Burrow, J. W., La crisis de la razón. El pensamiento europeo 1848-1914, Barcelona, Ed. Crítica, 2001, págs. 17 y sigs.
31 El darwinismo social permitirá Ñfrente a la otra revisión que estaba suponiendo el emergente “liberalismo social”Ñ ahora justificar direcciones político-ideológicas autoritarias y elitistas. No obstante, no se puede desconocer la utilización alternativa de carácter conservador, denunciando los avances sociales y democráticos como un atentado al libre desenvolvimiento de las leyes naturales y del “orden natural”. Véase Monereo Pérez, J. L., “La ideología del “darwinismo social”: la política social de Herbert Spencer“ (I y II), en Documentación laboral. Revista de relaciones laborales, economía y sociología del trabajo, núms. 87 (2009) y 90 (2010), págs. 11 a 80 y 11 a 57, respectivamente; Monereo Pérez, J. L., “Pobreza, trabajo y exclusión social en la larga duración: una reflexión crítica a partir de Henry George”, en Documentación laboral. Revista de relaciones laborales, economía y sociología del trabajo, núm. 83 (2008), págs. 11 a 109.
32 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., “Prefacio”, pág. 8.
33 Freud observa que Gustave Le Bon, coincide “considerablemente con nuestra psicología de la acentuación de la vida anímica inconsciente. Mas ahora hemos de añadir que, en realidad, ninguna de las afirmaciones de este autor nos ofrece algo nuevo”. Véase Freud, S., Psicología de las masas y análisis del yo, en Obras Completas, T. III, Madrid, Biblioteca Nuevas, 1996, pág. 2571.
34 Freud, S., Psicología de las masas y análisis del yo, en Obras Completas, T. III, Madrid, Biblioteca Nuevas, 1996, págs. 2572-2573.
35 Freud, S., Psicología de las masas y análisis del yo, cit., pág. 2575.
36 Freud, S., El malestar en la cultura (1930), en Obras Completas, T. III, Madrid, Biblioteca Nuevas, 1996, pág. 3067. Sobre el enfoque de la psicología de las masas en Sigmund Freud, véase la exposición excelente de síntesis de Moscovici, S., Sexta Parte, págs. 275 y sigs.
37 Véase Reich, W., La psicología de masas del fascismo (1933), México, D. F., Eds. Roca, 1973. La visión de las tendencias totalitarias en la sociedad de masas es más compleja y matizada en obras como las de Ebenstein, W., El totalitarismo, Buenos Aires, Ed. Paidós, 1965. Por cierto, subraya que hay un elemento adicional en los totalitarismos del siglo veinte que los distingue de formas anteriores: un antecedente de experiencia y participación política popular. Fue sólo a partir del siglo dieciocho que las masas adquirieron en muchos países la característica de factor importante y hasta decisivo en el proceso político (pág.22). Es ya un clásico el libro de Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo (1948), 2 vols., Barcelona, Ed. Planeta- De Agostini, 1994.
38 Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo (1948), 2 vols., Barcelona, Ed. Planeta- De Agostini, 1994, págs. 389 sigs. El análisis del fascismo que hizo Heller fue, sin duda, el más brillante y lúcido de su época, como se puede comprobar en Heller,H., Europa y el fascismo (1931), incluye el ensayo “¿Estado de Derecho o Dictadura?” (1929-1930), trad. de F. J. Conde, edición y estudio preliminar a cargo de J. L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2004. Sobre esta problemática, puede consultarse ampliamente, Monereo Pérez, J. L., La defensa del Estado Social de Derecho. La teoría política de HermannHeller, Barcelona, Ed. El Viejo Topo, 2009, espec., cap.3. “Fascismo y crisis política de Europa: Crítica del fascismo en HermannHeller”, págs. 113 y sigs.
39 Para la concepción del elitismo democrático, puede consultarse Bachrach, P., Crítica de la teoría elitista de la democracia, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1973.
40 Véase Hughes, S., Conciencia y sociedad. La reorietación del pensamiento social europeo, 1980-1930, Madrid, Ed. Aguilar, 1972; Burrow, J. W., La crisis de la razón. El pensamiento europeo 1848-1914, Barcelona, Ed. Crítica, 2001.
41 Una perspectiva de conjunto sobre el realismo político puede encontrarse en Portinaro, P. P., El realismo político, Buenos Aires, Eds. Nueva Visión, 2007.
42 Michels, R., Los partidos políticos, 2 vols., Buenos Aires, Ed. Amorrortu, 1979, pág. 68 del Vol. 1, y págs. 27 y sigs. y 189 del Vol. 2; Michels, R., Introducción a la sociología política, edición al cuidado de J. L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares (Colección Crítica del Derecho), 2006, espec., cap. III (“La élite”) y cap. VI (“Liderazgo carismático”).
43 Mussil, R., El hombre sin atributos, 4 vols., Barcelona, Seix Barral, 1982.
44 Véase Galbraith, J. K., La sociedad opulenta, Barcelona, Ed. Planeta- De Agostini, 1992.
45 La expresión fue acuñada por Galbrait, J. K., La cultura de la satisfacción, Barcelona, Ed. Ariel, 1992.
46 Véase Boltanski, L. y Chiapello, É., El nuevo espíritu capitalista, traducción, Marisa Pérez Colina, Alberto Riesco Sanz, Raúl Sánchez Cedillo, Madrid, ed. Akal, 2010; Sennett, R., La cultura del nuevo capitalismo, traducción de Marco Aurelio Galmarini, Barcelona, Anagrama, 3ª ed., 2008.
47 Véase Polanyi, K., La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Madrid, Ed. La Piqueta, 1989.
48 Véase Alonso, L. E., La era del consumo, Madrid, Siglo XXI de España editores, 2006, págs. 29 y sigs.
49 Para esta noción y sus implicaciones, véase Bauman, Z., La modernidad liquida, México, FCE, 2002. Pero, aún, el análisis de Bourdieu es más profundo y penetrante, Bourdieu, P., La distinción. Criterio de bases sociales del gusto, Madrid, Ed. Taurus, 1988 (Reeditado en 2012).
50 Véase, en una perspectiva sociológica de conjunto, Neveu, E., Sociología de los movimientos sociales, Prólogo de Salvador Aguilar y Tomás Herreros, Barcelona, Ed. Hacer, 2ª ed., 2006.
51 Véase también, Offe, CH., Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, traducción de Juan Gutiérrez, Madrid, Ed. Sistema, 1988.
52 Neveu, E., Sociología de los movimientos sociales, Prólogo de Salvador Aguilar y Tomás Herreros, Barcelona, Ed. Hacer, 2ª ed., 2006, 175.
53 Maffesoli, M., El tiempo de las tribus. El declive del individualismo en las sociedades de masas, Prólogo de Jesús Ibañez, Barcelona, Icaria Editorial, 1990, pág. 29.
54 Maffesoli, M., El tiempo de las tribus, cit., pág. 34 y, ampliamente, 133 y sigs. Sobre la pervivencia o subsistencia de ciertas formas sociales de comunidad en la sociedad contemporánea, que no contradice el predominio de “lo societario” frente a “lo comunitario” en la sociedad contemporánea, puede consultarse Monereo Pérez, J. L., “La interpretación de la modernidad en Tönnies: Comunidad y sociedad-asociación en el desarrollo histórico”, estudio preliminar a Tönnies, F., Comunidad y asociación,traducción de José-Francisco Ivars, revisión de J. L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2009.
55 Maffesoli, M., El tiempo de las tribus, cit., págs. 134 y 182.
56 Maffesoli, M., El tiempo de las tribus, cit., págs. 256-257.
57 Le Bon, G., Bases científicas de una filosofía de la historia, trad. de F. García, Madrid, M. Aguilar, 1931.
58 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, versión española de José María González, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, 1912, págs. 6-7.
59 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, versión española de José María González, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, 1912, pág. 21.
60 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., pág.25.
61 Le bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., págs. 73 y sigs.
62 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., Libro III (“El gobierno popular”), págs. 133 y sigs.
63 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., págs. 146 y sigs.
64 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., capítulo V. “La impopularidad parlamentaria y las promesas”, pág. 184.
65 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., pág. 197.
66 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., Título del cap. VI, págs. 199 y sigs.
67 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., págs. 212-213.
68 Véase Durkheim, E., El socialismo, Edición preparada por Ramón Ramos Torre, Madrid, Editora Nacional, 1982, espec., págs. 101 y sigs. Señala, entre otras cosas, que “el socialismo no es una ciencia, una sociología en miniatura, sino un grito de dolor y, a veces, de cólera que surge de los hombres que sienten más vivamente nuestro malestar colectivo. Su relación con los hechos que lo provocan es análoga a la de los gemidos del enfermo con la enfermedad que le afecta y las cuitas que le atormentan” ( pág. 103). Sobre el tratamiento de la cuestión social y el socialismo en el pensamiento de Durkheim, puede consultarse Monereo Pérez, J. L., “ La filosofía social y jurídica de Durkheim: trabajo, solidaridad y cuestión social ” , en Civitas. Revista Española de Derecho del Trabajo, núm. 131 (2006), págs. 587 a 648.
69 Durkheim, E., El socialismo, Edición preparada por Ramón Ramos Torre, Madrid, Editora Nacional, 1982, págs. 104-105.
70 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., 217.
71 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., capítulo II. “Las ilusiones sindicalistas”, págs.229 y sigs.
72 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., págs. 230 y sigs.
73 Es altamente significativo que actualmente se haya considerado que el marxismo se parece en muchos aspectos “a todas las religiones”, y “contiene la dosis necesaria de afirmaciones sencillas y fuertes para los humildes creyentes y de ambigüedades sutiles para alimentar las discusiones sin fin de los doctores y sus excomuniones”. Cfr. Castoriadis, C., La sociedad burocrática, 2 vols., Barcelona, Tusquets, 1976, págs. 65-66 de la Introducción de 1972 a dicha obra; Monereo Pérez, J. L., La tradición del marxismo crítico, Granada, Ed. Comares, 2011.
74 Le Bon, G., Psicología del socialismo, trad. de Ricardo Rubio, Madrid, Daniel Jorro, Editor, 1921, “Prefacio de la tercera edición”, págs. VII-IX.
75 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., “Prefacio a la primera edición”, pág. XI.
76 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., “Prefacio a la primera edición”, pág. XVI.
77 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., cap. III, págs. 85 y sigs.
78 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., cap. III, 25 y sigs., y Libro Tercero, “El socialismo según las razas”, que para él remite a los pueblos, págs. 103 y sigs.
79 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., (Cap. II. “Papel de la tradición en los diferentes elementos de la civilización. Los límites de variabilidad del espíritu tradicional”, págs. 75 y sigs.
80 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., pág. 7.
81 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., cap. VI, págs. 165 y sigs.
82 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., págs. 166 y 170.
83 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., págs. 171 y sigs.
84 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Quinto, págs. 213 y sigs.
85 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, págs. 285 y sigs.
86 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., págs. 311-312.
87 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, Cap. II, págs. 313 y sigs.
88 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, Cap. II, págs.313-314.
89 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, Cap. II, págs. 315.
90 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, Cap. II, págs.325-327.
91 Le Bon, G., Psicología del socialismo, trad. de Ricardo Rubio, Madrid, Daniel Jorro, Editor, 1921, Libro Sexto, Cap. III, págs. 331 y sigs.
92 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., pág. 331, y espec., págs. 339 y sigs.
93 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, Cap. III, págs.344 y sigs.
94 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, Cap. IV, págs. 353 y sigs.
95 Malthus, T. R., Ensayo sobre el principio de la población, México, FCE, 1986.
96 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Libro Sexto, Cap. IV, págs. 362-363.
97 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., cap. 1, “Los orígenes de la riqueza: la inteligencia, el capital y el trabajo”, págs. 367 y sigs.
98 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Cap. II del Libro VII, págs. 389 y sigs.
99 Le Bon, G., Psicología del socialismo, trad. de Ricardo Rubio, Madrid, Daniel Jorro, Editor, 1921, Cap. II del Libro VII, pág. 394, y ampliamente respecto a los sindicatos obreros, págs. 403 a 406.
100 Véase Duguit, L., Las transformaciones del Derecho Público y Privado, edición y estudio preliminar, a cargo de J. L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2007; íd., Manual de Derecho constitucional, edición y estudio preliminar, “La teoría jurídica de LéonDuguit”, a cargo de MonereoPérez, J. L. y Calvo González, J., Granada, Ed. Comares, 2005; Monereo Pérez, J. L. y Calvo González, J., “LéoDuguit (1859-1928): Jurista de una sociedad en transformación”, en ReDCE, nº 4, Julio-Diciembre de 2005, págs. 483-547; Monereo Pérez, J. L., La reforma social en España: Adolfo Posada, Madrid, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, 2003. Sobre León Bourgeois, puede consultarse también Denis Demko, D., Léon Bourgeois: Philosophe de la solidarité, París, Éditions Ma«onniques de France, 2002 y VV. AA., Léon Bourgeois: Du solidarisme à la Société des Nations, Alexandre Niess y Maurice Vaïsse (dir.), Langres,Dominique Guéniot, 2006. Una perspectiva de conjunto, y de época, en Duprat, G.-L., La Solidaridad Social, trad. de F. Peyró Carrio, Madrid, Daniel Jorro, Editor, 1913.
101 Le Bon, G., Psicología del socialismo, trad. de Ricardo Rubio, Madrid, Daniel Jorro, Editor, 1921, Cap. III del Libro VII, págs. 411 y sigs.
102 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Cap. II del Libro Octavo, págs.441 y sigs.
103 Le Bon, G., Psicología del socialismo, cit., Cap. II del Libro VIII, págs. 441 y sigs.
104 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, versión española de José María González, Madrid, Librería Gutenberg de José Ruiz, 1912, págs. 334-335.
105 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., cap. V, págs. 375 y sigs.
106 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., cap. VI, págs. 339 y 388 y sigs.
107 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., Cap. VII. “La defensa social”, págs. 408 y sigs., en particular pág. 408.
108 En este sentido, Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros.com, págs. 282 y sigs., y ampliamente, Parte III (“La evolución reciente de los principios revolucionarios”), págs. 295 y sigs.
109 Le Bon, G., La psicología política y la defensa social, cit., págs. 413 y sigs.
110 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), cit., pág. 8.
111 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros.com, pág. 12.
112 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros.com, pág. 13.
113 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros.com, pág. 15.
114 Monnerot, J., Sociología de la revolución (1969), 2 Tomos, Traducción de Julio Mediavilla y López, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba), 1981.
115 Monnerot, J., Sociología de la revolución (1969), 2 Tomos, Traducción de Julio Mediavilla y López, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba), 1981, espec., Tomo I, págs. 279 y sigs., 359 y sigs., y 445 y sigs.
116 Monnerot, J., Sociología de la revolución (1969), T. I, págs. 280 a 285.
117 Monnerot, J., Sociología de la revolución (1969), T. I, págs. 290-291.
118 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones, cit., pág. 14.
119 Hardt, M. y Negri, A., Multitud, Barcelona, Ed. Debate, 2004.
120 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros.com, págs. 16-18.
121 Le Bon, G., Psicología de las Revoluciones. La Revolución Francesa (1906), edición en PDF, tusbuenoslibros.com, págs. 23-24.
122 Este es el sentido de la indagación que se propone el estudio de Moscovici, S., La era de las multitudes. Un tratado histórico de psicología de las masas (1981), México, FCE, 1985, pág. 9.
123 Moscovici, S., La era de las multitudes, cit., págs. 15-16.
124 Gramsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y el estado moderno, edición y estudio preliminar, «El espacio de lo político en el pensamiento de Antonio Gramsci», por José Luis Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares (Colección Crítica del Derecho), 2018; Gramsci, A., Materialismo histórico, filosofía y política moderna, Estudio Preliminar, “La construcción de la hegemonía en Gramsci: la política como lucha por la hegemonía” (págs. IX-CL), por José Luis Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares (Colección Crítica del Derecho), 2017.
125 Le Bon, G., Psicología de las multitudes, cit., pág. 11, donde afirma que “la edad en que entramos será realmente la era de las muchedumbres” o multitudes.
126 Moscovici, S., La era de las multitudes, cit., pág. 41.