Aquí se presenta un texto personal, fruto de la lectura de la monografía El mínimo vital en Chile, escrita por el profesor brasileño —chileno de adopción— Rodrigo M. Pessoa, lo que implica que aquí queda reflejada mi opinión personal, no necesariamente coincidente con la del autor. Téngase en cuenta, además, que la obra fue publicada en el año 2020 —por la editorial Lumen juris— y esta revisión se realiza en el año 2022, por lo que necesariamente se verá influenciada por los acontecimientos de estos últimos tiempos en Chile.
Representa una obra importante, oportuna, y avanzada socialmente, que desborda tanto su contenido material como su alcance territorial. En primer lugar, por su destacado alcance doctrinal, en segundo lugar, por su análisis de los principios generales y de derecho internacional implicados. Puede ser leída desde distintos contextos en Latinoamérica y Europa, dada su profundidad teórica, humana e intelectual. Se estructura en torno a tres ejes que van complementándose y articulándose de modo coherente, analiza el soporte del mínimo vital en el marco de los Derechos fundamentales de carácter universal, el concepto de mínimo vital desde una perspectiva doctrinal y su configuración en el marco del derecho social chileno, que debiera ser y no es.
Es una obra humanista y me atrevería a decir militante, que pone las bases doctrinales de un sistema social garantista ante los estados de carencia, como fundamento de las sociedades democráticas. Las democracias contemporáneas deben fundamentarse en un cuadro consolidado de derechos de ciudadanía, que garanticen a los ciudadanos una protección adecuada y suficiente ante estados de necesidad, y permitan su desarrollo en igualdad de derechos, pero también de oportunidades.
El título carece de sustantivo, pero no de lo sustancial. En la tradición europea el concepto de mínimo vital viene asociado a los ingresos, salarios o las rentas, concretándose generalmente en prestaciones de carácter asistencial y no contributivas dirigidas a asegurar un sustento material —y económico— básico, mínimo o suficiente, que evite las formas más severas de pobreza. El autor, de forma acertada, plantea un marco de protección más complejo y amplio, que reconozca y permita el acceso mínimo al conjunto de derechos sociales relevantes. Los estándares básicos del estado de bienestar no quedan determinados exclusivamente por el acceso a determinados niveles de renta, si bien estos pueden ser importantes, por lo que las garantías sociales deben incorporan una diversidad de técnicas, servicios y beneficios sociales que permitan una protección social holística.
Sin lugar a dudas es una obra oportuna. La portada de la misma muestra una imagen del conocido como “estallido social”, cuadro de movilización social sin procedentes, nacido de forma concreta, como repuesta al encarecimiento de los sistemas de transportes metropolitanos, pero que se manifestó como válvula de escape del conjunto de tensiones sociales acumulados durante años de políticas neoliberales. El estallido social significó el fin del relato del milagro económico chileno y puso sobre la mesa la necesidad de repensar de forma intensa los fundamentos de la Nación. La crisis política tuvo como consecuencia la convocatoria del conocido como Plebiscito nacional de Chile, celebrado el 25 de octubre de 2020, en el que se planteaba la necesidad de iniciar un proceso constituyente para la redacción de una nueva Constitución, y el procedimiento por el cual debía organizarse la comisión constituyente, el 78% del pueblo chileno aprobó la necesidad de actualizar el marco constitucional y abandonar definitivamente el ordenamiento jurídico derivado de la dictadura militar.
El proyecto de nueva Constitución fue presentado ante el pueblo chileno para su convalidación el pasado 4 de septiembre de 2022 en el conocido como Plebiscito Constitucional de Chile, recibiendo igualmente un severo rechazo de la ciudadanía chilena superior al 61%. De un modo un tanto provocador podríamos decir que el pueblo de Chile ha rechazado tanto el texto constitucional vigente como su propuesta de reemplazo, lo que no hace más que dilatar la crisis político-social que arrastra el país. En este texto no se pretende analizar el contenido de la Constitución fallida, ni sus posibles aciertos o fallos, o la conveniencia y oportunidad política de su apruebo o de su rechazo, pero sí remarcar la necesidad de actualizar los principios constitucionales chilenos en torno al principio del Estado Social. Chile no merece durante más tiempo un marco Constitucional derivado de la dictadura militar pinochetista, por mucho que se halla visto reformado en democracia.
En este sentido, esta obra viene a enriquecer los debates contemporáneos. La Constitución de 1980 se encuentra en medio de un conflicto interpretativo entre el Estado liberal, mínimo y subsidiario, cuyos principales fines es asegurar las libertades individuales, la autonomía personal y la propiedad privada, y el Estado activo, obligado a promover el bien común, asegurando el derecho de los ciudadanos a participar en igualdad de oportunidades, así como obligado a la creación de las condiciones sociales que permitan a todos y cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible.
La forma del Estado y el cuadro de garantías y fines políticos en que se configúre va a determinar el alcance y el modo en que se tutelan los derechos Fundamentales, dado que esta está relacionada con la forma de Estado. Traducido a la tensión en la forma Estado, los derechos fundamentales en el Estado liberal estarán dirigidos a asegurar la libertad del individuo frente al Estado, mientras que, en el Estado social, buscarían superar la libertad jurídica ofrecida en la teoría liberal, para transformarla en una libertad real. De este modo los derechos fundamentales no tendrían exclusivamente un carácter delimitador de naturaleza negativa, sino que crearían obligaciones de prestación social al Estado.
La Constitución vigente incorpora un catálogo básico y precario de derechos sociales, laborales y de seguridad social, carente de garantías suficientes, lo que debilita su eficiencia social, y aleja al ordenamiento jurídico chileno del ideal del Estado social. Ciertamente, el texto originario se ha visto reformado con intensidad en estos tiempos. Por ejemplo, la Ley 18.825 vino a modificar la Carta Magna integrando al bloque de constitucionalidad los principios recogidos en los tratados internacionales ratificados por Chile, lo que ha venido a reforzar la dimensión del Estado chileno como un Estado activo en la garantía de los derechos fundamentales, también de carácter social. Como primera consecuencia, se ha integrado al ordenamiento jurídico chileno el mandato a los poderes públicos de la garantía, promoción y respeto de la dignidad de la persona humana, como mínimo invulnerable que debe ser asegurado.
El uso de la normativa internacional convalidada por Chile resulta imprescindible para elaborar un catálogo coherente de derechos sociales. De forma coincidente la propia corte Constitucional chilena ha ampliado el bloque constitucional de derechos sociales fundamentales por la aplicación de la normativa internacional, aunque implicase superar el contenido material o expreso de la Constitución chilena. El fallo 3452-2006 y el Recurso de casación 6186-2006, reconoció que los principios del derecho internacional y las normas del derecho consuetudinario formaban parte del ordenamiento jurídico nacional y siendo invocables por todos los ciudadanos, atendiendo al compromiso moral y jurídico del Estado ante la comunidad internacional de respetarlos, promoverlos y garantizarlos.
De este modo, si bien el marco constitucional vigente queda lejos de consolidar el Estado social en Chile, si refuerza la dimensión del Estado activo en la garantía de unos mínimos que aseguren la dignidad de todos los ciudadanos chilenos. Cabe preguntarse, hasta que punto una Constitución que no configura o garantiza el Estado social puede resultar un impedimento para, por la vía normativa, desarrollar los elementos propios de un sistema socialmente garantista. El marco constitucional no integra de forma real y efectiva garantías para el ejercicio del principio de igualdad material o de oportunidades ni para la necesaria solidaridad nacional interclasista y generacional, que establezca mecanismos de redistribución de la riqueza y evite, al menos las formas más sangrantes de desigualdades sociales o de pobreza, pero en todo caso, tampoco se opone a ellos.
En este sentido, permítase una cierta desviación hacia el gran debate de la actualidad chilena, que puede resultar paradigmático respecto a lo aquí expresado. Me refiero al Proyecto de Ley presentado por el gobierno del presidente Boric el pasado 7 de noviembre de 2022, por el que se crea un nuevo sistema mixto de pensiones y un seguro social en el pilar contributivo, se mejora la pensión garantizada universal (PGU) y se establecen beneficios y modificaciones regulatorias al régimen general de pensiones en Chile.
El proyecto toma como referencia debates antiguos y recurrentes en Chile, desarrollados en el marco de los fallidos intentos de reformas del sistema de pensiones de la presidenta Bachelet en 2017 y del presidente Piñera en 2019. Ciertamente, reformar el sistema de pensiones en el país andino no será sencillo. Por una parte, por las importantes implicaciones económicas, sociales e incluso culturales que tiene la materia. Por otra, por la característica prudencia chilena ante los cambios estructurales y severos. Pero si bien las reformas de un mayor carácter global no fueron posibles, si vinieron acompañadas de mejoras en la protección social de los colectivos más vulnerables, sea por el pilar solidario creado por la presidenta Bachelet en 2008, sea por la PGU creada por el presidente Piñera en 2022.
Lo cierto, y sobre lo que debe existir consenso, es el reconocimiento de la incapacidad del modelo chileno de pensiones para asegurar una vida digna en la vejez a la mayoría social del país. La mediana de las pensiones autofinanciadas generadas entre 2007 y 2021 alcanzó los 69,27 euros —64.216 PCH—, siendo la pensión mediana de las mujeres de 33,1 euros o 30.685 PCH (Superintendencia de Pensiones). Dado que estas pensiones son claramente insuficientes para la supervivencia, el Estado ha ido implementando complementos de carácter asistencial, lo que ha originado un gasto en el pilar solidario en el último año —entre septiembre de 2021 y agosto de 2022— de 3.989 millones de dólares, un 1,5% del PIB Nacional.
Pero quizás estos no sean los mayores problemas del sistema. Su estructura individual reproduce las desigualdades sociales del mercado de trabajo y de la informalidad, lo que afecta a los niveles de ingresos sobre los que se cotiza y la densidad de las cotizaciones. Las extraordinarias desigualdades sociales que se manifiestan en Chile, constituyen el fundamento de la inestabilidad social, política y económica del país y están en la base de las dificultades chilenas para progresar en desarrollo social y económico. El sistema de pensiones chileno pivota de forma radical en la responsabilidad individual, transfiriendo a las personas la responsabilidad de autoprotegerse frente al amplio cuadro de contingencias sociales a las que puedan verse abocados en el transcurso de sus vidas, pero también, haciéndolas responsables del riesgo derivado del propio funcionamiento del sistema de pensiones. La función del Estado garantista desaparece plenamente en Chile, más allá del sostenimiento de un pilar solidario —y precario— que asegure un mínimo vital. Ciertamente, resulta discutible que decisiones vitales para la protección material del sistema de pensiones como la elección de la administradora, el fondo donde se realizan las inversiones o la modalidad de pensión, deban recaer exclusivamente sobre un beneficiario, muy sensible a las fuertes asimetrías de acceso a la información necesaria para una adecuada gestión de un fondo de estas características.
Pero además el sistema tiene un problema de financiación y sostenibilidad. La cotización del 10% del ingreso imponible se ha mantenido estable desde la instauración del sistema de capitalización individual en el año 1981, y resulta claramente insuficiente. Esta reforma plantea algunos cambios significativos, si bien mantiene la premisa general del sistema de capitalización individual. Por una parte, refuerza la función pública y la publificación del sistema. Por otra, integra el principio de solidaridad en el propio pilar contributivo y reparte las cargas de un modo más equilibrado entre empleadores y trabajadores.
Dichos principios pueden ser relacionados con el relato general de esta obra. La búsqueda doctrinal del principio del mínimo vital, la consolidación de un marco garantista adecuado y la creación del Estado social capaz de generar una alianza entre el Estado y la sociedad dirigido a asegurar el bien común y las condiciones mínimas para la existencia digna de las personas. En este sentido, incorpora un cierto optimismo sobre lo posible, lo deseable y lo alcanzable por el marco normativo chileno de tutela de los derechos fundamentales. Alienado a Böckenförde, defiende la concepción de una forma de Estado que permita caminar en dirección al Estado social, lo que implica modificar la forma en que se tutelan los derechos fundamentales de carácter social. La configuración como Estado activo en la consolidación de las condiciones básicas para el bien común, implica un marco de imputación al Estado en la consolidación de un suelo social de carácter universal.
Chile se encuentra ante el reto de dar respuesta a las demandas sociales que reclaman un Estado social moderno y garantista. El mínimo vital se configura como expresión de los principios constitucionales del derecho a la vida, la dignidad humana, la libertad y la igualdad, pero también es expresión de un modelo socialmente activo y solidario que irradie sus efectos para la tutela de los derechos económicos, sociales y culturales. Como dice el autor, el mínimo vital es un principio jurídico que surge a partir de una interpretación constitucional que basada en una teoría de los derechos fundamentales conectados a la forma del Estado social. Con el Estado social y democrático de derecho el ente público vuelve a alinearse con la sociedad y busca auxiliarla en la persecución del bien común. La solidaridad es un principio basal que permite la materialización del mínimo vital.
El proceso constituyente no debe ser cerrado en falso. Un proceso de esta naturaleza solo será eficaz si es capaz de ser transversal desde el punto de vista generacional, político y social. El pueblo de Chile reclama avances en un modelo social y garantista, pero también en un Estado de derecho estable, y en un marco económico dinámico y avanzado. Conjugar y alcanzar los equilibrios entre los elementos en juego no resultará sencillo. La lectura de esta obra representa un buen punto de partida para repensar las políticas sociales contemporáneas dirigidas a evitar las formas más severas de pobreza, pero especialmente o de forma más amplia, la función propia del Estado social como fundamento del Estado democrático. El pueblo es sabio, sabrá encontrar su senda.